Antonio R. Rubio Plo
Las expectativas de que en el XV Consejo Ministerial de la OSCE, celebrado en Madrid los días 29 y 30 de noviembre de 2007, se diese luz verde a un borrador de una Carta o Estatuto fundacional de la Organización, para ser adoptado, autentificado y abierto a la firma en el Consejo de Helsinki de 2008, no se han visto cumplidas. En muchos sentidos se ha repetido la dinámica de Consejos anteriores desde la última Cumbre de Jefes de Estado y Gobierno, celebrada en Estambul en 1999: un intenso debate político y pocos resultados concretos. Pero tampoco podía esperarse demasiado que en el foro de la OSCE se alcanzaran acuerdos que en otros foros de mayor alcance o en negociaciones bilaterales no se han logrado. Más allá de las citas electorales en Rusia y EEUU para 2008, la realidad es que la reafirmación de Rusia como gran potencia, no incompatible con un fondo de soft power aunque la forma pueda ser ruda, incide notablemente sobre una idea de la seguridad basada en la cooperación, como es la propuesta por la OSCE.
Decisiones de alcance menor y un proyecto de Carta de la OSCE que no se adoptó
Uno de los aspectos más llamativos de los resultados del Consejo de Madrid ha sido la imposibilidad de un consenso para adoptar una Declaración Ministerial de carácter general: no se ha conseguido algo similar desde el Consejo de Oporto (2002), pero también debemos resaltar que es significativo que entre los textos aprobados en la capital española no aparezca, como en citas anteriores, una Declaración del Presidente en ejercicio, en este caso el ministro español de Exteriores, en la que se pase revista a los asuntos tratados en la reunión y se expongan los puntos de vista de los Estados participantes. Este tipo de Declaración, que en los últimos años llevaba como título el de “Percepción del Presidente” para recalcar que no es una posición asumida por la totalidad de los Estados participantes, solía contener en algunos de sus párrafos la expresión “la mayoría de los ministros”, muy significativa acerca de la carencia de consenso. Ni siquiera hemos tenido esto en Madrid, pues la Percepción del Presidente en ejercicio ha versado sobre un tema específico: las normas y principios básicos de la OSCE en el marco de la reforma y gestión del “sector de la seguridad”.
Las decisiones políticas alcanzadas en Madrid han sido de naturaleza menor: el acuerdo sobre las presidenciales anuales de 2009 a 2011, que incluye finalmente la candidatura de Kazajistán; la Declaración sobre Medioambiente y Seguridad; y la Decisión sobre la colaboración de la OSCE en Afganistán. Estas decisiones no pueden ocultar una sensación de fracaso por mucho que se pueda insistir en que esto sirve para dar un mayor relieve geopolítico a la Organización y que sea más visible en Asia Central, un espacio geográfico en el que empiezan a proliferar los marcos internacionales, dados los intereses de actores como Irán, la India, China y Rusia. Lo cierto es que en el Consejo de Madrid han jugado un papel crucial en la falta de consenso para emitir declaraciones y aprobar decisiones, las discrepancias entre Moscú y Washington sobre asuntos tan diversos como el abandono por los rusos del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, o la diferente percepción acerca de la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos humanos (OIDDH) en su papel de supervisión de elecciones o de fomento de la sociedad civil en las nuevas democracias. Por lo demás, entre las decisiones no adoptadas en Madrid se encuentra un proyecto de Carta o Estatuto de la OSCE, aunque el presidente en ejercicio solicitara a los Estados participantes que el texto elaborado por un Grupo de Trabajo ad hoc fuera incluido como anexo en la Declaración leída por el propio ministro en la sesión de clausura del Consejo de Madrid, aunque lo lógico hubiera sido un anexo de una Declaración específica que el Consejo no adoptó.
El citado Grupo de Trabajo fue establecido en la Decisión 16/06 del Consejo Ministerial de Bruselas (5 de diciembre de 2006), si bien en ella se especificaba que el Grupo era pericial y de carácter informal, supeditado al Consejo Permanente de la OSCE. El Grupo, por conducto del Consejo Permanente, sería el encargado de presentar para su aprobación al Consejo Ministerial un texto de proyecto de convenio sobre la personalidad jurídica internacional, la capacidad jurídica, y los privilegios e inmunidades de la OSCE. No obstante, el texto de la Decisión adoptada en Bruselas no ocultaba una cierta cautela ante la posibilidad de que el borrador de Carta se aprobara en el Consejo de Madrid: “a ser posible en 2007”. Pero no ha sido posible y tampoco ha habido lugar para una solución parcial que abriera el camino para el reconocimiento de los privilegios e inmunidades de la OSCE: una declaración interpretativa de Rusia, conforme al Reglamento de la Organización y referida a la Decisión 16/06, señalaba taxativamente que una convención sobre privilegios e inmunidades sólo podría entrar en vigor siempre y cuando al mismo tiempo se aprobara una Carta o Estatuto de la OSCE. Lo volvió a recordar el ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov, en su extensa intervención ante el Consejo reunido en Madrid: lo prioritario es el Estatuto que fije los objetivos, estructuras y mecanismos de la organización. Sin él carecería de sentido otro tipo de convención complementaria. De esto se infiere que los rusos pretenden dar un mayor realce a la OSCE, sobre todo como una organización indispensable para el diálogo político y de seguridad en el espacio euroasiático. No quieren reformas parciales sobre privilegios e inmunidades que distraigan la atención sobre lo esencial: la OSCE debe aspirar a ser una organización plena. También podría decirse que quieren volver a los orígenes de la CSCE: un foro de diálogo y cooperación entre Estados soberanos. El problema es que durante la posguerra fría la OSCE pretendió configurarse como mucho más que todo eso: una comunidad de Estados democráticos con valores comunes, por medio de unos compromisos políticamente vinculantes que constituyen el acervo de la Organización. Existen, por tanto, percepciones opuestas sobre la naturaleza y objetivos de la OSCE, como tendremos ocasión de analizar.
Por qué la OSCE es una organización de facto y no de iure
El rasgo esencial que definió a la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) fue la de un proceso multilateral de negociaciones que reunía a la inmensa mayoría de los Estados europeos, junto con EEUU y Canadá, en un contexto al margen de las alianzas militares. En la Cumbre de Helsinki (30 de julio-1 de agosto de 1975) la CSCE se ajustaba al modelo de Conferencia política de Altos representantes estatales en cuya categoría se agrupan los jefes de Estado y de Gobierno y los ministros de Asuntos Exteriores, y cuyo objetivo es llegar a un Acuerdo o incluso a la firma de un tratado. Sin embargo, de aquella histórica Cumbre no salió una convención o un tratado multilateral, pero el encuentro tampoco quedó en una simple reunión de consultas políticas. Es más: la categoría de los representantes estatales –jefes de Estado o de Gobierno– presentes en la clausura de la Reunión de Helsinki está en consonancia con el principal objetivo de la Conferencia que es el de “fomentar mejores relaciones entre los Estados participantes y asegurar condiciones tales que permitan a sus pueblos vivir en paz, libres de todo cuanto pueda amenazar a su seguridad o atentar contra ella” (regla 13 de las Recomendaciones Finales de las Consultas de Helsinki). Para no quedarse en una mera declaración de intenciones, esta afirmación implicaba forzosamente la apertura de un proceso de continuidad. Esta voluntad de continuidad estaba ya presente en la Regla 53 de las citadas Recomendaciones, y debería enmarcarse “sobre la base de los progresos realizados en la Conferencia”.
En los años posteriores seguirían otras conferencias convocadas a intervalos irregulares y sin disponer de un secretariado permanente. Por tanto, la CSCE no se constituyó en organización internacional: no existió un acto jurídico creador que adoptara la forma de un tratado multilateral negociado en el marco de una conferencia intergubernamental. En este sentido, el Acta Final de Helsinki, que puso en marcha el proceso de la CSCE en 1975, no tiene carácter jurídico. No era un tratado multilateral negociado al término de una conferencia intergubernamental, pues el Acta Final señala expresamente que no cabe registrar dicho documento en virtud del artículo 102 de la Carta de las Naciones Unidas, como sería el caso si el citado documento fuera un tratado o acuerdo internacional. En consecuencia, los Estados participantes consideraban que era un texto de naturaleza política. Con todo, la denominación de Acta no respondía a lo que en la práctica habitual de las relaciones internacionales se venía entendiendo por tal: el documento o conjunto de documentos que servían para autentificar los trabajos de una Conferencia internacional. Por el contrario, el texto del Acta Final concluía con la firma de 35 jefes de Estado y de Gobierno o de sus más altos representantes: “En fe de lo cual, los abajo firmantes, Altos Representantes de los Estados participantes, conscientes del alto significado político que otorgan a los resultados de la Conferencia y declarando que están determinados a obrar conforme a las disposiciones que figuran en los textos arriba citados, firman al pie de la presente Acta Final”. En consecuencia, esta redacción demuestra la especial relevancia otorgada por los Estados participantes al Acta de Helsinki, adoptada mediante el procedimiento del consenso.
Finalizada la guerra fría, la Carta de París para una nueva Europa (1990) y los sucesivos documentos de la CSCE/OSCE han sido el punto de partida para la creación y el fortalecimiento de todo un conjunto de estructuras e instituciones. La OSCE ha mantenido su tradicional papel de marco de consultas políticas y negociaciones, pero, por otro lado, los Estados participantes apreciaron en la Cumbre de París la exigencia de “una nueva calidad de diálogo político y cooperación” (Carta de París, Nuevas estructuras e instituciones del Proceso de la CSCE). Pero tampoco la Carta de París fue el instrumento de creación de una nueva organización internacional, es decir, un ente dotado de voluntad propia y separado de los Estados que lo integran. Esto se puede corroborar, por ejemplo, en el párrafo 2 de la Declaración de la Cumbre de Helsinki (1992), que se refiere a la Carta de París en los siguientes términos: “La Carta de París... definió una base democrática común, estableció instituciones para la cooperación y consignó unas directrices para el logro de una Comunidad de Estados libres y democráticos desde Vancouver hasta Vladivostok”. No surge por tanto, ninguna organización internacional, sino que estamos ante una serie de acciones concertadas de Estados pertenecientes a un vasto ámbito geográfico y que pretenden identificarse con los valores del Estado de Derecho y la democracia liberal a modo de garantía primaria para su seguridad común.
Por lo demás, en la citada Declaración de la Cumbre de Helsinki (párrafo 25) se señalaba lo siguiente: “Al reafirmar los compromisos para con la Carta de las Naciones Unidas, suscritos por nuestros Estados, damos por entendido que la CSCE es un acuerdo regional en el sentido del Capítulo VIII de la Carta de las Naciones Unidas. En cuanto tal, constituye un eslabón entre la seguridad europea y la mundial. Los derechos y las responsabilidades del Consejo de Seguridad no sufrirán menoscabo alguno. La CSCE colaborará estrechamente con las Naciones Unidas especialmente en la prevención y arreglo de conflictos”. De aquí surgiría al año siguiente un marco para la cooperación y la coordinación entre la Secretaría de las Naciones Unidas y la CSCE. Pero su consideración de acuerdo regional no hacía de la CSCE una organización internacional per se, aunque le servía para dotarse de una cierta legitimidad de actuación en el espacio paneuropeo como instrumento fundamental, primero en cuestiones de alerta temprana, prevención de conflictos, gestión de crisis y, más tarde, de rehabilitación posterior al conflicto. Todas éstas son funciones propias de una organización internacional dotada de estructuras institucionales permanentes. Pese a todo, conviene resaltar que si bien la OSCE cuente con una cierta estructura institucional, las características de la misma apuntan a que los Estados participantes priman ante todo las funciones políticas. A título de significativo ejemplo, tenemos el caso del presidente en ejercicio, cargo que recae sobre el ministro de Asuntos Exteriores del país que ostenta cada año la Presidencia. Dado su carácter de órgano ejecutivo y coordinador de los asuntos corrientes de la OSCE y de las consultas al respecto (Decisiones de Helsinki I, 12), el presidente en ejercicio es la institución fundamental de la OSCE, y no el secretario general, tal y como sucede en la mayoría de las organizaciones internacionales.
En la Cumbre de Budapest (1994) se aprobó el cambio de nombre de CSCE a OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa), un cambio que se hizo efectivo a partir del 1 de enero de 1995 (Decisiones de Budapest I, 1). Sin embargo, las citadas Decisiones (I, 29) precisan que dicho cambio “no altera el carácter de nuestros compromisos de la CSCE ni la condición jurídica de la CSCE y sus instituciones”. En consecuencia, la OSCE no posee personalidad jurídica internacional y su transformación en “organización” responde claramente a razones de oportunidad política. Quedará siempre el debate para los especialistas sobre si hay que tener en cuenta el criterio de la formalidad o de la efectividad para apreciar lo que es una organización internacional, y en el mejor de los casos podremos considerar que la OSCE es una organización sui generis. Lo es en el sentido de que se produjo un cambio de denominación, de Conferencia a Organización, decidido por los Estados participantes. También es sui generis porque en su seno existen una serie de estructuras e instituciones, que son propias de una organización internacional, aunque no se hayan dado, sin embargo, los pasos necesarios para transformar a la OSCE en una organización de iure. No obstante, de la utilización permanente en los documentos del término “Estados participantes”, en vez de “Estados miembros” como suele ser habitual en las organizaciones internacionales, se podría deducir la intención de estar al margen de lo estrictamente jurídico, pero tampoco esto es incompatible con la existencia en la OSCE, al igual que sucede en las organizaciones de iure, de dos categorías de Estados: los ordinarios o Estados participantes, y aquellos que tienen una presencia restringida que son los socios mediterráneos y asiáticos para la cooperación.
Señalaremos también que al no ser una organización stricto iure, la OSCE no está en posesión de la capacidad de celebrar tratados, aunque las Decisiones de la Cumbre de Budapest (I, 27) le atribuyeron un papel en materia de tratados internacionales, ya que “como marco general para la seguridad, la CSCE estará dispuesta a actuar como depositaria de los arreglos y acuerdos bilaterales y multilaterales negociados libremente y de supervisar su aplicación, si así lo solicitan las partes”. Como es sabido, la función de depositario la desempeñan, además de los Estados, las organizaciones internacionales. En este sentido la OSCE ha sido depositaria en 1995 del instrumento de evaluación de seguimiento del Pacto de Estabilidad en Europa, nacido de una iniciativa de la UE y que estaba dirigido a nueve países de la Europa central, oriental y báltica, futuros candidatos a la adhesión. Con posterioridad, tras la finalización del conflicto de Kosovo (1999), se colocó bajo los auspicios de la OSCE el Pacto para la Estabilidad para la Europa sudoriental, un esfuerzo colectivo de la UE, los países del G8, los países de la región y destacadas organizaciones internacionales para hacer frente de una manera coordinada a cuestiones relacionadas con la democracia y los derechos humanos, la reconstrucción económica y el desarrollo, y la seguridad.
Por lo demás, uno de los propósitos de la OSCE ha sido dotarse de una personalidad jurídica de derecho interno, algo que arranca del proceso de institucionalización iniciado por la Carta de París, en cuyo documento suplementario se señalaba que los países anfitriones se comprometen a permitir a las instituciones a operar plenamente y contraer obligaciones contractuales y financieras, así como a otorgarles el apropiado estatuto diplomático. Posteriormente, en las Decisiones del Consejo Ministerial de Roma (1993) se adoptaron recomendaciones relativas a la capacidad jurídica y a los privilegios e inmunidades de las instituciones de la CSCE. Al considerar que en la mayoría de los Estados participantes el órgano competente para dictar normas sobre la capacidad jurídica de las instituciones de la OSCE y sus privilegios e inmunidades es el órgano legislativo, el Consejo Ministerial optó por la solución flexible de recurrir a los correspondientes órganos legislativos de cada Estado para otorgar capacidad legal, privilegios e inmunidades en vez de acogerse al habitual procedimiento del tratado. Sin embargo, pocos Estados participantes lo han hecho hasta el momento. Esto puede conllevar, por ejemplo, algunos riesgos de cara a la situación del personal de las Misiones de la OSCE sobre el terreno en países balcánicos, de Europa Oriental y Asia Central. Tal y como se recordaba en el Informe redactado por un Panel de Personas Eminentes encargado de fortalecer la eficiencia de la OSCE (CIO./GAL/100/05, 27/VI/2005), la falta de un estatus claro para el personal de las Misiones estacionado en áreas de crisis les deja sin la protección que les otorgaría poseer un reconocimiento diplomático. Por otra parte y para salvar las reticencias de algunos Estados participantes, en el citado Informe se señalaba que la existencia de una Convención sobre capacidad legal, privilegios e inmunidades no cambiaría la naturaleza de los compromisos de la OSCE: éstos seguirían siendo políticamente vinculantes.
Posiciones opuestas de norteamericanos y rusos sobre la OSCE y la democracia
El distinto enfoque de rusos y norteamericanos sobre los objetivos de la OSCE se refleja necesariamente en su postura sobre la necesidad de otorgar un estatuto jurídico a la Organización. Para Washington la OSCE tiene que ser un instrumento de democratización del espacio euroasiático. A este respecto, Gary D. Robbins, responsable de asuntos europeos y de seguridad en el Departamento de Estado, en su discurso al Consejo Permanente (Viena, 8 de noviembre de 2007), recordaba que la presidencia de la OSCE no es tan importante como las actividades realizadas por la Organización, y que una Carta de la OSCE no le ayudará a hacer de un modo mejor sus tareas. Además, recalcó, entre otros aspectos, que el verdadero mérito de los Estados participantes estará “en apoyar los valores de los derechos humanos, de las libertades democráticas y del imperio de la ley a través de toda la región de la OSCE”. Así pues, la dimensión humana de la seguridad ocupa un lugar primordial en el enfoque de Washington y lógicamente se busca realzar la autonomía de acción de la Oficina de Instituciones Democráticas y de Derechos Humanos (OIDDH). Por el contrario, Moscú propone una mayor supervisión de las actividades de esta institución por los Estados participantes: sus informes deberían remitirse al Consejo Permanente y no al presidente en ejercicio.
En la percepción norteamericana, o más concretamente occidental, la OIDDH no sólo cumple el papel de supervisar elecciones democráticas sino que también debe servir para un reforzamiento de la sociedad civil, considerada como el fermento de la democracia. Pero la sociedad civil no podrá desarrollarse con plenitud sin la existencia de una cultura democrática en la que los individuos tomen conciencia de que deben desempeñar un papel en la toma de decisiones por los poderes públicos en las cuestiones que les afecten. Según la percepción occidental, este déficit de cultura democrática revestiría especial gravedad en los Estados participantes que en su día formaron parte de la Unión Soviética. Estos Estados pueden alegar –y lo hacen con frecuencia– que no existe un modelo universal de sistemas democráticos sino que la democracia debe tener en cuenta las especificidades locales. Estas alegaciones suelen recibir la misma respuesta que hace años diera Audrey F. Glover, ex directora de la OIDDH, en el sentido de que los rasgos específicos de una democracia no pueden ni deben estar en desacuerdo con los compromisos de la OSCE y otros compromisos internacionales. En cualquier caso, el desacuerdo está servido por algo que va a la raíz de la democracia: ¿es ésta una mera forma de gobierno o una forma o sistema de vida, en la que se respetan los valores de la persona humana?
Pese a todo, en los últimos años es frecuente que algunos políticos e intelectuales rusos utilicen el calificativo de “soberana” para acompañar a la democracia. Tal es el caso de Vladislav Surtov, uno de los asesores del Kremlin. La “democracia soberana” va asociada a independencia económica, capacidad militar e identidad cultural. En consecuencia, una democracia de ese tipo se mostrará celosa respecto a los valores occidentales: en su visión sólo son instrumentos para ejercer esferas de influencia en territorios que durante siglos estuvieron vinculados de facto o de iure a Rusia. No deja de ser curioso que el analista Ivan Krastev asocie el discurso oficial de la “democracia soberana” a algunas fuentes del pensamiento conservador occidental como François Guizot, el legitimista de la monarquía burguesa pero no democrática de Luis Felipe de Orleáns, o Carl Schmitt, el jurista nacionalista alemán representante de una tradición europea antiliberal. En realidad, y en lo referente a aspectos formales, la teoría de la “democracia soberana” nos recuerda al nacionalismo gaullista, en la que la Historia juega una función esencial: se asume toda la historia francesa desde la monarquía medieval y absolutista hasta las diversas repúblicas. Tampoco en Rusia la memoria histórica es particularmente selectiva: interesa el todo histórico-cultural desde los zares a Putin pasando por la época soviética. Se diría que interesa más la identidad que la representación. En consecuencia, para este tipo de mentalidad resulta extraño concebir el espacio paneuropeo de la OSCE como una “comunidad moral” en la que se presta servicio, en particular con la OIDDH, a los miembros más necesitados contra las amenazas a la democracia sean éstas externas o internas, aunque esto último será lo más habitual. Esto atentaría contra el principio de la soberanía estatal, el primero de los contenidos en el Decálogo del Acta Final de Helsinki.
De esta diferente concepción de la democracia se desprende la idea que Rusia tiene de la OSCE como organización: tendría que ser la organización paneuropea clave en materia de seguridad, mas no podrá serlo si no cambia su estatus jurídico, si no posee una Carta básica que determine sus objetivos, estructuras, mecanismos y funcionamiento. Pero esta OSCE convertida en organización de pleno derecho y burocratizada es vista con desconfianza con Washington. Los norteamericanos opinan que perdería flexibilidad y los instrumentos de la Dimensión Humana de la seguridad como la OIDDH y las Misiones sobre el terreno no tendrían buena parte de su autonomía y eficacia. En suma, se rebajaría la categoría de la Dimensión Humana, pero tampoco esto significaría que se realzaran la Dimensión Político-Militar y la Dimensión Económica de la OSCE, que Moscú ha considerado marginadas. La OTAN en el primer aspecto, y la UE en los dos a la vez, se perfilan desde hace tiempo con su proceso de expansión como los principales exponentes de los aspectos políticos, militares y económicos de la seguridad en el espacio paneuropeo. La propia Rusia lo está reconociendo por medio del Consejo OTAN-Rusia o de su Acuerdo de Asociación con la UE. Si la CSCE no llegó a convertirse en una organización integradora de los antiguos bloques militares tras la guerra fría, dada la posición de superioridad de los aliados atlánticos, menos todavía la actual OSCE puede aspirar a ser una organización de envergadura aunque adoptara una determinada veste jurídica. La vulnerabilidad de la OSCE no reside en su falta de reconocimiento jurídico, pues las reformas estructurales nunca podrán suplir la falta de voluntad política de los Estados participantes.
Conclusión
De cara al Consejo Ministerial de Helsinki (diciembre de 2008) las posibilidades de aprobar una Carta de la OSCE siguen siendo reducidas, no por el documento en sí que podría adoptar el carácter de políticamente vinculante, sino por las concepciones opuestas de rusos y norteamericanos acerca de la naturaleza de la propia Organización. Adoptar o no una Carta no aumentará el peso específico de la OSCE, pues su perfil de instrumento de difusión y consolidación de la democracia y el Estado de Derecho, a modo de contribución a la seguridad global, se ve cuestionada por Rusia y sus aliados euroasiáticos, en plena afirmación de su soberanía estatal y que dicen tener su visión específica de la democracia. Pero difícilmente conseguirá Moscú hacer de la Organización un foro principal de diálogo y cooperación, tanto por la competencia de otros foros más cualificados como por el hecho de que EEUU, y en general los países occidentales, no separarán los asuntos de seguridad político-militar de los relacionados con la democracia y los derechos humanos.
Las expectativas de que en el XV Consejo Ministerial de la OSCE, celebrado en Madrid los días 29 y 30 de noviembre de 2007, se diese luz verde a un borrador de una Carta o Estatuto fundacional de la Organización, para ser adoptado, autentificado y abierto a la firma en el Consejo de Helsinki de 2008, no se han visto cumplidas. En muchos sentidos se ha repetido la dinámica de Consejos anteriores desde la última Cumbre de Jefes de Estado y Gobierno, celebrada en Estambul en 1999: un intenso debate político y pocos resultados concretos. Pero tampoco podía esperarse demasiado que en el foro de la OSCE se alcanzaran acuerdos que en otros foros de mayor alcance o en negociaciones bilaterales no se han logrado. Más allá de las citas electorales en Rusia y EEUU para 2008, la realidad es que la reafirmación de Rusia como gran potencia, no incompatible con un fondo de soft power aunque la forma pueda ser ruda, incide notablemente sobre una idea de la seguridad basada en la cooperación, como es la propuesta por la OSCE.
Decisiones de alcance menor y un proyecto de Carta de la OSCE que no se adoptó
Uno de los aspectos más llamativos de los resultados del Consejo de Madrid ha sido la imposibilidad de un consenso para adoptar una Declaración Ministerial de carácter general: no se ha conseguido algo similar desde el Consejo de Oporto (2002), pero también debemos resaltar que es significativo que entre los textos aprobados en la capital española no aparezca, como en citas anteriores, una Declaración del Presidente en ejercicio, en este caso el ministro español de Exteriores, en la que se pase revista a los asuntos tratados en la reunión y se expongan los puntos de vista de los Estados participantes. Este tipo de Declaración, que en los últimos años llevaba como título el de “Percepción del Presidente” para recalcar que no es una posición asumida por la totalidad de los Estados participantes, solía contener en algunos de sus párrafos la expresión “la mayoría de los ministros”, muy significativa acerca de la carencia de consenso. Ni siquiera hemos tenido esto en Madrid, pues la Percepción del Presidente en ejercicio ha versado sobre un tema específico: las normas y principios básicos de la OSCE en el marco de la reforma y gestión del “sector de la seguridad”.
Las decisiones políticas alcanzadas en Madrid han sido de naturaleza menor: el acuerdo sobre las presidenciales anuales de 2009 a 2011, que incluye finalmente la candidatura de Kazajistán; la Declaración sobre Medioambiente y Seguridad; y la Decisión sobre la colaboración de la OSCE en Afganistán. Estas decisiones no pueden ocultar una sensación de fracaso por mucho que se pueda insistir en que esto sirve para dar un mayor relieve geopolítico a la Organización y que sea más visible en Asia Central, un espacio geográfico en el que empiezan a proliferar los marcos internacionales, dados los intereses de actores como Irán, la India, China y Rusia. Lo cierto es que en el Consejo de Madrid han jugado un papel crucial en la falta de consenso para emitir declaraciones y aprobar decisiones, las discrepancias entre Moscú y Washington sobre asuntos tan diversos como el abandono por los rusos del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa, o la diferente percepción acerca de la Oficina de Instituciones Democráticas y Derechos humanos (OIDDH) en su papel de supervisión de elecciones o de fomento de la sociedad civil en las nuevas democracias. Por lo demás, entre las decisiones no adoptadas en Madrid se encuentra un proyecto de Carta o Estatuto de la OSCE, aunque el presidente en ejercicio solicitara a los Estados participantes que el texto elaborado por un Grupo de Trabajo ad hoc fuera incluido como anexo en la Declaración leída por el propio ministro en la sesión de clausura del Consejo de Madrid, aunque lo lógico hubiera sido un anexo de una Declaración específica que el Consejo no adoptó.
El citado Grupo de Trabajo fue establecido en la Decisión 16/06 del Consejo Ministerial de Bruselas (5 de diciembre de 2006), si bien en ella se especificaba que el Grupo era pericial y de carácter informal, supeditado al Consejo Permanente de la OSCE. El Grupo, por conducto del Consejo Permanente, sería el encargado de presentar para su aprobación al Consejo Ministerial un texto de proyecto de convenio sobre la personalidad jurídica internacional, la capacidad jurídica, y los privilegios e inmunidades de la OSCE. No obstante, el texto de la Decisión adoptada en Bruselas no ocultaba una cierta cautela ante la posibilidad de que el borrador de Carta se aprobara en el Consejo de Madrid: “a ser posible en 2007”. Pero no ha sido posible y tampoco ha habido lugar para una solución parcial que abriera el camino para el reconocimiento de los privilegios e inmunidades de la OSCE: una declaración interpretativa de Rusia, conforme al Reglamento de la Organización y referida a la Decisión 16/06, señalaba taxativamente que una convención sobre privilegios e inmunidades sólo podría entrar en vigor siempre y cuando al mismo tiempo se aprobara una Carta o Estatuto de la OSCE. Lo volvió a recordar el ministro de Exteriores ruso, Sergei Lavrov, en su extensa intervención ante el Consejo reunido en Madrid: lo prioritario es el Estatuto que fije los objetivos, estructuras y mecanismos de la organización. Sin él carecería de sentido otro tipo de convención complementaria. De esto se infiere que los rusos pretenden dar un mayor realce a la OSCE, sobre todo como una organización indispensable para el diálogo político y de seguridad en el espacio euroasiático. No quieren reformas parciales sobre privilegios e inmunidades que distraigan la atención sobre lo esencial: la OSCE debe aspirar a ser una organización plena. También podría decirse que quieren volver a los orígenes de la CSCE: un foro de diálogo y cooperación entre Estados soberanos. El problema es que durante la posguerra fría la OSCE pretendió configurarse como mucho más que todo eso: una comunidad de Estados democráticos con valores comunes, por medio de unos compromisos políticamente vinculantes que constituyen el acervo de la Organización. Existen, por tanto, percepciones opuestas sobre la naturaleza y objetivos de la OSCE, como tendremos ocasión de analizar.
Por qué la OSCE es una organización de facto y no de iure
El rasgo esencial que definió a la Conferencia sobre la Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) fue la de un proceso multilateral de negociaciones que reunía a la inmensa mayoría de los Estados europeos, junto con EEUU y Canadá, en un contexto al margen de las alianzas militares. En la Cumbre de Helsinki (30 de julio-1 de agosto de 1975) la CSCE se ajustaba al modelo de Conferencia política de Altos representantes estatales en cuya categoría se agrupan los jefes de Estado y de Gobierno y los ministros de Asuntos Exteriores, y cuyo objetivo es llegar a un Acuerdo o incluso a la firma de un tratado. Sin embargo, de aquella histórica Cumbre no salió una convención o un tratado multilateral, pero el encuentro tampoco quedó en una simple reunión de consultas políticas. Es más: la categoría de los representantes estatales –jefes de Estado o de Gobierno– presentes en la clausura de la Reunión de Helsinki está en consonancia con el principal objetivo de la Conferencia que es el de “fomentar mejores relaciones entre los Estados participantes y asegurar condiciones tales que permitan a sus pueblos vivir en paz, libres de todo cuanto pueda amenazar a su seguridad o atentar contra ella” (regla 13 de las Recomendaciones Finales de las Consultas de Helsinki). Para no quedarse en una mera declaración de intenciones, esta afirmación implicaba forzosamente la apertura de un proceso de continuidad. Esta voluntad de continuidad estaba ya presente en la Regla 53 de las citadas Recomendaciones, y debería enmarcarse “sobre la base de los progresos realizados en la Conferencia”.
En los años posteriores seguirían otras conferencias convocadas a intervalos irregulares y sin disponer de un secretariado permanente. Por tanto, la CSCE no se constituyó en organización internacional: no existió un acto jurídico creador que adoptara la forma de un tratado multilateral negociado en el marco de una conferencia intergubernamental. En este sentido, el Acta Final de Helsinki, que puso en marcha el proceso de la CSCE en 1975, no tiene carácter jurídico. No era un tratado multilateral negociado al término de una conferencia intergubernamental, pues el Acta Final señala expresamente que no cabe registrar dicho documento en virtud del artículo 102 de la Carta de las Naciones Unidas, como sería el caso si el citado documento fuera un tratado o acuerdo internacional. En consecuencia, los Estados participantes consideraban que era un texto de naturaleza política. Con todo, la denominación de Acta no respondía a lo que en la práctica habitual de las relaciones internacionales se venía entendiendo por tal: el documento o conjunto de documentos que servían para autentificar los trabajos de una Conferencia internacional. Por el contrario, el texto del Acta Final concluía con la firma de 35 jefes de Estado y de Gobierno o de sus más altos representantes: “En fe de lo cual, los abajo firmantes, Altos Representantes de los Estados participantes, conscientes del alto significado político que otorgan a los resultados de la Conferencia y declarando que están determinados a obrar conforme a las disposiciones que figuran en los textos arriba citados, firman al pie de la presente Acta Final”. En consecuencia, esta redacción demuestra la especial relevancia otorgada por los Estados participantes al Acta de Helsinki, adoptada mediante el procedimiento del consenso.
Finalizada la guerra fría, la Carta de París para una nueva Europa (1990) y los sucesivos documentos de la CSCE/OSCE han sido el punto de partida para la creación y el fortalecimiento de todo un conjunto de estructuras e instituciones. La OSCE ha mantenido su tradicional papel de marco de consultas políticas y negociaciones, pero, por otro lado, los Estados participantes apreciaron en la Cumbre de París la exigencia de “una nueva calidad de diálogo político y cooperación” (Carta de París, Nuevas estructuras e instituciones del Proceso de la CSCE). Pero tampoco la Carta de París fue el instrumento de creación de una nueva organización internacional, es decir, un ente dotado de voluntad propia y separado de los Estados que lo integran. Esto se puede corroborar, por ejemplo, en el párrafo 2 de la Declaración de la Cumbre de Helsinki (1992), que se refiere a la Carta de París en los siguientes términos: “La Carta de París... definió una base democrática común, estableció instituciones para la cooperación y consignó unas directrices para el logro de una Comunidad de Estados libres y democráticos desde Vancouver hasta Vladivostok”. No surge por tanto, ninguna organización internacional, sino que estamos ante una serie de acciones concertadas de Estados pertenecientes a un vasto ámbito geográfico y que pretenden identificarse con los valores del Estado de Derecho y la democracia liberal a modo de garantía primaria para su seguridad común.
Por lo demás, en la citada Declaración de la Cumbre de Helsinki (párrafo 25) se señalaba lo siguiente: “Al reafirmar los compromisos para con la Carta de las Naciones Unidas, suscritos por nuestros Estados, damos por entendido que la CSCE es un acuerdo regional en el sentido del Capítulo VIII de la Carta de las Naciones Unidas. En cuanto tal, constituye un eslabón entre la seguridad europea y la mundial. Los derechos y las responsabilidades del Consejo de Seguridad no sufrirán menoscabo alguno. La CSCE colaborará estrechamente con las Naciones Unidas especialmente en la prevención y arreglo de conflictos”. De aquí surgiría al año siguiente un marco para la cooperación y la coordinación entre la Secretaría de las Naciones Unidas y la CSCE. Pero su consideración de acuerdo regional no hacía de la CSCE una organización internacional per se, aunque le servía para dotarse de una cierta legitimidad de actuación en el espacio paneuropeo como instrumento fundamental, primero en cuestiones de alerta temprana, prevención de conflictos, gestión de crisis y, más tarde, de rehabilitación posterior al conflicto. Todas éstas son funciones propias de una organización internacional dotada de estructuras institucionales permanentes. Pese a todo, conviene resaltar que si bien la OSCE cuente con una cierta estructura institucional, las características de la misma apuntan a que los Estados participantes priman ante todo las funciones políticas. A título de significativo ejemplo, tenemos el caso del presidente en ejercicio, cargo que recae sobre el ministro de Asuntos Exteriores del país que ostenta cada año la Presidencia. Dado su carácter de órgano ejecutivo y coordinador de los asuntos corrientes de la OSCE y de las consultas al respecto (Decisiones de Helsinki I, 12), el presidente en ejercicio es la institución fundamental de la OSCE, y no el secretario general, tal y como sucede en la mayoría de las organizaciones internacionales.
En la Cumbre de Budapest (1994) se aprobó el cambio de nombre de CSCE a OSCE (Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa), un cambio que se hizo efectivo a partir del 1 de enero de 1995 (Decisiones de Budapest I, 1). Sin embargo, las citadas Decisiones (I, 29) precisan que dicho cambio “no altera el carácter de nuestros compromisos de la CSCE ni la condición jurídica de la CSCE y sus instituciones”. En consecuencia, la OSCE no posee personalidad jurídica internacional y su transformación en “organización” responde claramente a razones de oportunidad política. Quedará siempre el debate para los especialistas sobre si hay que tener en cuenta el criterio de la formalidad o de la efectividad para apreciar lo que es una organización internacional, y en el mejor de los casos podremos considerar que la OSCE es una organización sui generis. Lo es en el sentido de que se produjo un cambio de denominación, de Conferencia a Organización, decidido por los Estados participantes. También es sui generis porque en su seno existen una serie de estructuras e instituciones, que son propias de una organización internacional, aunque no se hayan dado, sin embargo, los pasos necesarios para transformar a la OSCE en una organización de iure. No obstante, de la utilización permanente en los documentos del término “Estados participantes”, en vez de “Estados miembros” como suele ser habitual en las organizaciones internacionales, se podría deducir la intención de estar al margen de lo estrictamente jurídico, pero tampoco esto es incompatible con la existencia en la OSCE, al igual que sucede en las organizaciones de iure, de dos categorías de Estados: los ordinarios o Estados participantes, y aquellos que tienen una presencia restringida que son los socios mediterráneos y asiáticos para la cooperación.
Señalaremos también que al no ser una organización stricto iure, la OSCE no está en posesión de la capacidad de celebrar tratados, aunque las Decisiones de la Cumbre de Budapest (I, 27) le atribuyeron un papel en materia de tratados internacionales, ya que “como marco general para la seguridad, la CSCE estará dispuesta a actuar como depositaria de los arreglos y acuerdos bilaterales y multilaterales negociados libremente y de supervisar su aplicación, si así lo solicitan las partes”. Como es sabido, la función de depositario la desempeñan, además de los Estados, las organizaciones internacionales. En este sentido la OSCE ha sido depositaria en 1995 del instrumento de evaluación de seguimiento del Pacto de Estabilidad en Europa, nacido de una iniciativa de la UE y que estaba dirigido a nueve países de la Europa central, oriental y báltica, futuros candidatos a la adhesión. Con posterioridad, tras la finalización del conflicto de Kosovo (1999), se colocó bajo los auspicios de la OSCE el Pacto para la Estabilidad para la Europa sudoriental, un esfuerzo colectivo de la UE, los países del G8, los países de la región y destacadas organizaciones internacionales para hacer frente de una manera coordinada a cuestiones relacionadas con la democracia y los derechos humanos, la reconstrucción económica y el desarrollo, y la seguridad.
Por lo demás, uno de los propósitos de la OSCE ha sido dotarse de una personalidad jurídica de derecho interno, algo que arranca del proceso de institucionalización iniciado por la Carta de París, en cuyo documento suplementario se señalaba que los países anfitriones se comprometen a permitir a las instituciones a operar plenamente y contraer obligaciones contractuales y financieras, así como a otorgarles el apropiado estatuto diplomático. Posteriormente, en las Decisiones del Consejo Ministerial de Roma (1993) se adoptaron recomendaciones relativas a la capacidad jurídica y a los privilegios e inmunidades de las instituciones de la CSCE. Al considerar que en la mayoría de los Estados participantes el órgano competente para dictar normas sobre la capacidad jurídica de las instituciones de la OSCE y sus privilegios e inmunidades es el órgano legislativo, el Consejo Ministerial optó por la solución flexible de recurrir a los correspondientes órganos legislativos de cada Estado para otorgar capacidad legal, privilegios e inmunidades en vez de acogerse al habitual procedimiento del tratado. Sin embargo, pocos Estados participantes lo han hecho hasta el momento. Esto puede conllevar, por ejemplo, algunos riesgos de cara a la situación del personal de las Misiones de la OSCE sobre el terreno en países balcánicos, de Europa Oriental y Asia Central. Tal y como se recordaba en el Informe redactado por un Panel de Personas Eminentes encargado de fortalecer la eficiencia de la OSCE (CIO./GAL/100/05, 27/VI/2005), la falta de un estatus claro para el personal de las Misiones estacionado en áreas de crisis les deja sin la protección que les otorgaría poseer un reconocimiento diplomático. Por otra parte y para salvar las reticencias de algunos Estados participantes, en el citado Informe se señalaba que la existencia de una Convención sobre capacidad legal, privilegios e inmunidades no cambiaría la naturaleza de los compromisos de la OSCE: éstos seguirían siendo políticamente vinculantes.
Posiciones opuestas de norteamericanos y rusos sobre la OSCE y la democracia
El distinto enfoque de rusos y norteamericanos sobre los objetivos de la OSCE se refleja necesariamente en su postura sobre la necesidad de otorgar un estatuto jurídico a la Organización. Para Washington la OSCE tiene que ser un instrumento de democratización del espacio euroasiático. A este respecto, Gary D. Robbins, responsable de asuntos europeos y de seguridad en el Departamento de Estado, en su discurso al Consejo Permanente (Viena, 8 de noviembre de 2007), recordaba que la presidencia de la OSCE no es tan importante como las actividades realizadas por la Organización, y que una Carta de la OSCE no le ayudará a hacer de un modo mejor sus tareas. Además, recalcó, entre otros aspectos, que el verdadero mérito de los Estados participantes estará “en apoyar los valores de los derechos humanos, de las libertades democráticas y del imperio de la ley a través de toda la región de la OSCE”. Así pues, la dimensión humana de la seguridad ocupa un lugar primordial en el enfoque de Washington y lógicamente se busca realzar la autonomía de acción de la Oficina de Instituciones Democráticas y de Derechos Humanos (OIDDH). Por el contrario, Moscú propone una mayor supervisión de las actividades de esta institución por los Estados participantes: sus informes deberían remitirse al Consejo Permanente y no al presidente en ejercicio.
En la percepción norteamericana, o más concretamente occidental, la OIDDH no sólo cumple el papel de supervisar elecciones democráticas sino que también debe servir para un reforzamiento de la sociedad civil, considerada como el fermento de la democracia. Pero la sociedad civil no podrá desarrollarse con plenitud sin la existencia de una cultura democrática en la que los individuos tomen conciencia de que deben desempeñar un papel en la toma de decisiones por los poderes públicos en las cuestiones que les afecten. Según la percepción occidental, este déficit de cultura democrática revestiría especial gravedad en los Estados participantes que en su día formaron parte de la Unión Soviética. Estos Estados pueden alegar –y lo hacen con frecuencia– que no existe un modelo universal de sistemas democráticos sino que la democracia debe tener en cuenta las especificidades locales. Estas alegaciones suelen recibir la misma respuesta que hace años diera Audrey F. Glover, ex directora de la OIDDH, en el sentido de que los rasgos específicos de una democracia no pueden ni deben estar en desacuerdo con los compromisos de la OSCE y otros compromisos internacionales. En cualquier caso, el desacuerdo está servido por algo que va a la raíz de la democracia: ¿es ésta una mera forma de gobierno o una forma o sistema de vida, en la que se respetan los valores de la persona humana?
Pese a todo, en los últimos años es frecuente que algunos políticos e intelectuales rusos utilicen el calificativo de “soberana” para acompañar a la democracia. Tal es el caso de Vladislav Surtov, uno de los asesores del Kremlin. La “democracia soberana” va asociada a independencia económica, capacidad militar e identidad cultural. En consecuencia, una democracia de ese tipo se mostrará celosa respecto a los valores occidentales: en su visión sólo son instrumentos para ejercer esferas de influencia en territorios que durante siglos estuvieron vinculados de facto o de iure a Rusia. No deja de ser curioso que el analista Ivan Krastev asocie el discurso oficial de la “democracia soberana” a algunas fuentes del pensamiento conservador occidental como François Guizot, el legitimista de la monarquía burguesa pero no democrática de Luis Felipe de Orleáns, o Carl Schmitt, el jurista nacionalista alemán representante de una tradición europea antiliberal. En realidad, y en lo referente a aspectos formales, la teoría de la “democracia soberana” nos recuerda al nacionalismo gaullista, en la que la Historia juega una función esencial: se asume toda la historia francesa desde la monarquía medieval y absolutista hasta las diversas repúblicas. Tampoco en Rusia la memoria histórica es particularmente selectiva: interesa el todo histórico-cultural desde los zares a Putin pasando por la época soviética. Se diría que interesa más la identidad que la representación. En consecuencia, para este tipo de mentalidad resulta extraño concebir el espacio paneuropeo de la OSCE como una “comunidad moral” en la que se presta servicio, en particular con la OIDDH, a los miembros más necesitados contra las amenazas a la democracia sean éstas externas o internas, aunque esto último será lo más habitual. Esto atentaría contra el principio de la soberanía estatal, el primero de los contenidos en el Decálogo del Acta Final de Helsinki.
De esta diferente concepción de la democracia se desprende la idea que Rusia tiene de la OSCE como organización: tendría que ser la organización paneuropea clave en materia de seguridad, mas no podrá serlo si no cambia su estatus jurídico, si no posee una Carta básica que determine sus objetivos, estructuras, mecanismos y funcionamiento. Pero esta OSCE convertida en organización de pleno derecho y burocratizada es vista con desconfianza con Washington. Los norteamericanos opinan que perdería flexibilidad y los instrumentos de la Dimensión Humana de la seguridad como la OIDDH y las Misiones sobre el terreno no tendrían buena parte de su autonomía y eficacia. En suma, se rebajaría la categoría de la Dimensión Humana, pero tampoco esto significaría que se realzaran la Dimensión Político-Militar y la Dimensión Económica de la OSCE, que Moscú ha considerado marginadas. La OTAN en el primer aspecto, y la UE en los dos a la vez, se perfilan desde hace tiempo con su proceso de expansión como los principales exponentes de los aspectos políticos, militares y económicos de la seguridad en el espacio paneuropeo. La propia Rusia lo está reconociendo por medio del Consejo OTAN-Rusia o de su Acuerdo de Asociación con la UE. Si la CSCE no llegó a convertirse en una organización integradora de los antiguos bloques militares tras la guerra fría, dada la posición de superioridad de los aliados atlánticos, menos todavía la actual OSCE puede aspirar a ser una organización de envergadura aunque adoptara una determinada veste jurídica. La vulnerabilidad de la OSCE no reside en su falta de reconocimiento jurídico, pues las reformas estructurales nunca podrán suplir la falta de voluntad política de los Estados participantes.
Conclusión
De cara al Consejo Ministerial de Helsinki (diciembre de 2008) las posibilidades de aprobar una Carta de la OSCE siguen siendo reducidas, no por el documento en sí que podría adoptar el carácter de políticamente vinculante, sino por las concepciones opuestas de rusos y norteamericanos acerca de la naturaleza de la propia Organización. Adoptar o no una Carta no aumentará el peso específico de la OSCE, pues su perfil de instrumento de difusión y consolidación de la democracia y el Estado de Derecho, a modo de contribución a la seguridad global, se ve cuestionada por Rusia y sus aliados euroasiáticos, en plena afirmación de su soberanía estatal y que dicen tener su visión específica de la democracia. Pero difícilmente conseguirá Moscú hacer de la Organización un foro principal de diálogo y cooperación, tanto por la competencia de otros foros más cualificados como por el hecho de que EEUU, y en general los países occidentales, no separarán los asuntos de seguridad político-militar de los relacionados con la democracia y los derechos humanos.