14 de octubre de 2008

LA NUEVA GEOPOLÍTICA DE LOS HIDROCARBUROS Y LAS RELACIONES INTERNACIONALES


Federico Steinberg

Introducción

Como el acceso a los recursos energéticos es crucial para el crecimiento económico, la geopolítica energética siempre ha sido una variable clave en las relaciones internacionales. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial, salvo en contadas excepciones (como durante las crisis del petróleo de los años 70) la comunidad internacional parecía haber aprendido a gestionar el mercado global de hidrocarburos de forma pacífica y poco conflictiva. Los precios permanecían relativamente estables, la opinión pública no percibía la seguridad de suministro ni la dependencia externa como problemas y las acciones de nacionalismo energético eran limitadas. Sin embargo, debido al auge de los precios, especialmente por el aumento de la demanda de las economías emergentes, y a una nueva ola de nacionalismo energético, tanto en países productores como en países consumidores, la era de la energía barata y de cierta cooperación internacional ha llegado a su fin. Así, en los últimos años los hidrocarburos han pasado a ocupar un papel primordial en la geopolítica internacional, tensando las relaciones internacionales e incluso provocando conflictos, tanto diplomáticos como militares. Asimismo, el problema del cambio climático y la necesidad de pactar reducciones de los gases de efecto invernadero (producidas mayoritariamente por el consumo del petróleo, gas y carbón, que constituyen más del 80% de la matriz energética mundial) plantean un elemento adicional de conflicto entre las principales potencias.

En definitiva, nos encontramos en un contexto de mayor competencia por unos recursos crecientemente escasos en el que reaparecen los límites del crecimiento y en el que los planteamientos neorrealistas de las relaciones internacionales cobran fuerza sobre los liberal-institucionalistas. Sin embargo, a pesar del auge del neo-realismo –que se materializa en actitudes oportunistas por parte de los Estados– la única forma de gestionar la actual coyuntura energética global es aumentar la cooperación internacional; es decir, reforzar las instituciones multilaterales.

En este ARI se estudian los principales factores que han desencadenado esta situación y los riesgos que supone para la estabilidad política internacional. Tras analizar el nuevo escenario energético y sus implicaciones geopolíticas, se plantean algunas propuestas para reducir los conflictos.

El nuevo escenario energético global

El acceso a la energía, junto a la generación de nuevas ideas y la acumulación de factores productivos son los principales pilares del crecimiento económico. Por lo tanto, en una economía mundial que ha crecido en los últimos cinco años a un espectacular 5% (sobre todo gracias al dinamismo de las potencias emergentes), se ha producido un fuerte aumento tanto de la demanda como de los precios energéticos.

Así, la mayor demanda fue la principal causa de que, a mediados de 2008, el precio del petróleo se acercara por primera vez a los 150 dólares por barril. Es cierto que en términos reales esta cifra no es mucho mayor que el precio máximo que se alcanzó tras la segunda crisis del petróleo de 1979, así como que la economía mundial se está mostrando capaz de absorber este nuevo shock sin sufrir una espiral inflacionista tan intensa como en aquella época. Sin embargo, haber superado ampliamente la barrera de los 100 dólares tiene efectos psicológicos en los mercados financieros internacionales, que están muy integrados y tienden a sobre reaccionar. Además, según las estimaciones del escenario de referencia de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) se producirá un continuado incremento de la demanda de todas las fuentes de energía salvo la nuclear hasta 2030, con el consumo de petróleo pasando de 84 millones de barriles diarios a 116 millones entre 2005 y 2030 y con un fuerte aumento del peso de las energías renovables en la mezcla energética global. En dicho período la demanda total de energía crecerá en torno al 1,6% anual y en 2030 el mundo necesitará un 50% más de energía que en 2005, incluso aunque la intensidad energética se vaya a reducir un 1,8% anual (el 84% del incremento del consumo corresponderá a los combustibles fósiles, con las demandas de gas y de carbón creciendo por encima de la de petróleo).

Sin embargo, el principal cambio estructural tendrá lugar en la distribución geográfica del incremento de la demanda. Así, el peso de los países desarrollados en el consumo mundial descenderá desde el 50% actual hasta el 40% en 2030 y los países emergentes serán responsables del 74% del crecimiento de la demanda hasta esta fecha. Y es que en pocos años la economía mundial tendrá más de 2.000 millones de nuevos consumidores de energía en los países emergentes, particularmente de petróleo y carbón, pero también de gas (valga como ejemplo que el crecimiento en la demanda energética china entre 2002 y 2005 fue equivalente al consumo anual de energía de Japón).

Para hacer frente a este aumento de la demanda será necesario realizar inversiones para expandir la oferta por valor de 22 billones de dólares hasta 2030, lo que equivale a invertir la cuantía del PIB de Brasil cada año (o algo menos del PIB anual combinado de EEUU y de la zona euro en 2007 a lo largo de 25 años).

Pero dado que el 85% de las reservas de hidrocarburos se encuentran en manos de empresas estatales y en algunos países con líderes políticos impredecibles y que están poniendo trabas a la inversión extranjera y aumentando la inseguridad jurídica, nada asegura que todas las inversiones necesarias vayan a materializarse. De hecho, según las estimaciones de la AIE, en los últimos años la inversión en infraestructuras de oferta ha sido un 20% inferior a lo necesario. Por lo tanto, podrían darse escaladas de precios por motivos estrictamente económicos; es decir, aunque no se produzcan sucesos geopolíticos imprevistos que desestabilicen los mercados, la tendencia de los precios podría ser al alza si la oferta no logra adaptarse a la demanda.

Unos precios del petróleo y del gas estructuralmente mayores proporcionarían los incentivos adecuados para que gobiernos y empresas invirtieran en energías alternativas menos contaminantes, acelerando así el necesario cambio del modelo energético mundial hacia uno menos dependiente de los combustibles fósiles. Sin embargo, como el cambio de modelo llevará tiempo, a corto plazo los aumentos de precios pueden incrementar la inestabilidad política, además de forzar a los bancos centrales a subir los tipos de interés, lo que deprimiría la inversión, el crecimiento y el empleo.

Implicaciones geopolíticas

Este nuevo escenario energético internacional está teniendo importantes implicaciones geopolíticas porque altera los comportamientos tanto de los países consumidores como de los productores, tensando las relaciones internacionales. Entre los países dependientes de las importaciones (entre ellos España) existe una creciente preocupación por la seguridad energética por la creciente concentración de grandes reservas de hidrocarburos en zonas políticamente inestables (el 60% de las reservas probadas de petróleo se encuentran en Oriente Medio –y el 75% en países de la OPEP–, mientras que Rusia, Irán y Qatar acumulan el 56% de las de gas). Además, ha aumentado el riesgo de ataques terroristas sobre las infraestructuras de transportes y la creciente demanda de los países emergentes aumenta la presión sobre unos recursos cada vez más limitados. Todo ello constituye un cóctel explosivo, que incrementa las rivalidades y el nacionalismo energético de los países consumidores para asegurarse el suministro, ya sea mediante contratos, incentivos o incluso amenazas.

Sin embargo, hay una gran diferencia entre la actitud de las empresas públicas de las potencias emergentes como China o la India, que han realizado importantes inversiones en África Subsahariana y América Latina con el apoyo político y financiero de sus gobiernos y la de las grandes empresas privatizadas de las democracias europeas, que han firmado contratos con países productores como una forma de internacionalizarse y expandir su negocio, pero con un apoyo político limitado. El caso de EEUU es distinto porque considera la estabilidad de Oriente Medio como un objetivo esencial de su política exterior, que incluso justifica acciones militares. Sin embargo, sostiene que dicha estabilidad es necesaria para asegurar un buen funcionamiento del mercado global de hidrocarburos (que es clave para el crecimiento económico mundial y la expansión de la globalización), pero que su política exterior no tiene como objetivo prioritario apoyar a sus empresas energéticas (que no son públicas), aunque estas estén a punto de obtener nuevos contratos tras la guerra de Irak.

En cualquier caso, las actuaciones de los gobiernos y las empresas de los países consumidores no pueden asegurar completamente el suministro energético. De hecho, aunque es poco probable que los países exportadores utilicen deliberadamente los cortes de suministro como instrumento de política exterior (en parte porque ellos son extremadamente dependientes de los ingresos que obtienen por la venta de los hidrocarburos), pueden elevar los precios introduciendo incertidumbre en los mercados (las recientes acciones de Venezuela y Rusia en este sentido son buenos ejemplos). Ante esta situación, los países consumidores están optando por incentivar el ahorro energético, incrementar sus reservas estratégicas y aumentar la diversificación, tanto del origen geográfico de las importaciones como de las fuentes de energía (incrementando el peso de las renovables y reabriendo el debate nuclear). Aún así, a corto plazo, no es posible reducir la sensación de vulnerabilidad externa, que en ocasiones es más una percepción que una realidad, pero que complica las relaciones entre Estados.

Pero es en el lado de los países productores donde se observa más claramente el resurgir del nacionalismo energético. Al igual que sucediera en los años 70, están utilizando sus recursos para incrementar su influencia política, lo que está generando tensiones internacionales. Aunque con distinta intensidad, todos los países intentan que los altos precios se traduzcan en mayores ingresos públicos. Se están produciendo renegociaciones de contratos, aumentos de impuestos y regalías a las empresas extranjeras e incluso, en casos extremos, abierta hostilidad hacia las inversiones extranjeras en el sector de los hidrocarburos, así como amenazas de nacionalizaciones y cortes de suministro. En definitiva, el nuevo escenario energético está cambiando el equilibro de poder entre Estado y mercado a favor del primero en muchos países productores. Además, los ingresos por hidrocarburos están permitiendo a algunos gobiernos poner en práctica políticas públicas destinadas a capturar la lealtad de sus ciudadanos, así como ganar nuevos aliados gracias a las exportaciones subsidiadas.

Otro efecto geopolítico del nuevo escenario energético es el resurgimiento de los fondos soberanos de los países exportadores de hidrocarburos como actores de las finanzas internacionales. Aunque la mayoría de los fondos soberanos son de países exportadores de hidrocarburos, países como China y Singapur también han creado fondos soberanos, que se nutren de los ingresos que obtienen por la intervención en los mercados cambiarios. Estos fondos, dotados con aproximadamente 2,5 billones de dólares, están invirtiendo en activos en los países desarrollados sin haber clarificado si sólo pretenden lograr una rentabilidad para sus inversiones o si, por el contrario, intentarán obtener el control de las empresas de las que adquieren participaciones. Además, lo están haciendo en una época de inestabilidad financiera global derivada de la crisis del subprime en EEUU, en la que los precios de los activos son relativamente bajos y las empresas necesitan inyecciones de liquidez. Este movimiento financiero despierta recelos entre los gobiernos occidentales que temen que los países propietarios de los fondos puedan utilizar el control sobre estos activos como arma geopolítica en el futuro, por ejemplo realizando ventas a gran escala que pudieran hundir los precios en el futuro. Este temor está llevando a bloquear la entrada de los fondos soberanos en algunos sectores, a exigirles que sean más transparentes en sus objetivos a largo plazo y a declaraciones de corte proteccionista, sobre todo en EEUU, que añaden tensión a las ya de por sí deterioradas relaciones entre algunos de estos países.

Conclusión

Como se ha señalado, el nuevo escenario energético reactiva las conductas nacionalistas y la rivalidad entre las principales potencias. Como estas tensiones no desaparecerán en el futuro, es necesaria una mayor cooperación internacional e instituciones más sólidas (y también más legítimas) que permitan la gestión de los conflictos y eviten que la economía mundial se convierta en un juego de suma cero, en el que las ganancias de unos impliquen necesariamente pérdidas para otros. Sin embargo, el problema del cambio climático complica dicha cooperación. Si una parte significativa de los ciudadanos de los países emergentes llegara a consumir energía al ritmo que lo hacen hoy los países desarrollados, las emisiones de gases de efecto invernadero superarían todos los límites que consideramos razonables. Y el aumento de las temperaturas podría dar lugar a conflictos geopolíticos mucho más graves y difíciles de gestionar que los que hemos observado hasta ahora, como sequías que causarían enormes movimientos de población sur-norte.
Por lo tanto, a corto y medio plazo, la solución pasa por gestionar los conflictos entre productores y consumidores y por negociar un mercado de emisiones que permita reducir los gases de efecto invernadero de una forma que distribuya los costes de forma aceptable entre las principales potencias. Pero a largo plazo será necesario cambiar el modelo energético mundial. Las políticas de ahorro energético no son suficientes, pero son un buen comienzo.

LAS RELACIONES BRASIL-ESTADOS UNIDOS: UN ACUERDO TÁCITO


Ricardo Sennes

El modelo de inserción internacional de Brasil se ha modificado de forma importante en la última década. Una parte de ese proceso se explica por la consolidación democrática del país y por las reformas económicas de los años noventa; otra se debe a los cambios en las políticas públicas, incluidos los realizados en materia de política exterior.

La consolidación democrática del país ha expandido la participación de los actores políticos —gubernamentales y no gubernamentales— en el ámbito internacional. Empresas y grupos sociales, así como nuevos organismos públicos y otros ministerios federales, además de Itamaraty, empezaron a actuar en temas internacionales. Eso alteró la naturaleza y la forma de la presencia del país en el exterior.

La estabilidad económica, el reforzamiento de los mercados de crédito y de capitales, y la reanudación del crecimiento generaron incentivos para conseguir una mayor internacionalización de la economía de Brasil, no sólo como receptor de inversiones y como exportador de materias primas, sino también como exportador de capitales, de bienes y de servicios de mayor valor agregado. Esa expansión de la presencia económica internacional de Brasil es particularmente importante en América Latina, pero va más allá de esa región.

Finalmente, los importantes cambios en las políticas públicas de Brasil han afectado su inserción internacional. El nuevo modelo de presencia internacional de Brasil se ha estructurado con base en la actuación de varias instituciones y organismos, y no sólo del Ministerio de Relaciones Exteriores. Empresas estatales —como Petrobrás, Embrapa, BNDES y Eletrobrás— y agencias —como la de Telecomunicaciones, Petróleo y Competencia— han definido políticas con importantes consecuencias en la presencia económica internacional del país. Estas tendencias deben mantenerse y profundizarse en los próximos años.

Las relaciones Brasil-Estados Unidos

En ese escenario, las relaciones de Brasil con Estados Unidos se han transformado lenta pero consistentemente. Está en vigor, desde mediados de los noventa, un inusitado “acomodo geopolítico” entre Brasil y Estados Unidos. Después de décadas de disputas más o menos explícitas con respecto a la proyección de Estados Unidos en América del Sur —y a las pretensiones de proyección de poder de Brasil en esa región y en temas sensibles como la proliferación nuclear, los derechos humanos y otros—, la agenda geopolítica entre los dos países empezó a reflejar mayores coincidencias.

A pesar de que no existen divergencias estratégicas significativas entre los dos países, parece haber un acuerdo tácito sobre el papel de cada uno de ellos en la región de interés inmediato para Brasil, es decir, América del Sur y el Atlántico Sur. Curiosamente, con base en ese acuerdo tácito, la presencia de ambos países en la región se ha ampliado en los últimos años, sin que eso haya dado lugar a tensiones o disputas significativas.

Incluso, a pesar de que Brasil se opuso, desde el momento en que se anunció, a la nueva doctrina de seguridad de Estados Unidos con respecto al terrorismo, incluidas las acciones militares de ese país en Afganistán e Iraq, entre otras, lo hizo de forma discreta y con un perfil político bajo. Brasil se mantuvo mucho más cercano a las posiciones estratégicas de Francia y Alemania, pero no hizo de ese alineamiento un caballo de batalla con Estados Unidos. Por el contrario, en cuanto a las dimensiones de esa nueva doctrina que involucraban directamente a Brasil y a América del Sur, el país estableció soluciones de compromiso, como en el caso de la Triple Alianza o de la reformulación del Plan Colombia. El aumento de la presencia de Estados Unidos en América del Sur, más allá del Plan Colombia, su base de inteligencia en Paraguay y las bases implantadas también en Ecuador y en otros países, no fue percibida por Brasil como contraria a su propia política para la región.

En los últimos años, la presencia política de Brasil en la mediación de conflictos en América del Sur ha crecido de forma consistente. Su liderazgo en la misión de paz en Haití, junto con otras fuerzas armadas de la región, marcó un nuevo hito en esa tendencia. Ese movimiento se hizo más evidente a mediados de los noventa, e incluyó acciones importantes con respecto a la tentativa de golpe en Paraguay, en la mediación en la Guerra Ecuador-Perú, de nuevo durante la crisis política de Perú al final del período de Fujimori, en las crisis en Venezuela y en Bolivia, y, más recientemente, aunque de forma bastante discreta, en la crisis derivada de la acción militar de Colombia en territorio ecuatoriano. A pesar de esto, es conocida la significativa ausencia política —por no decir deliberada— de Brasil en la cuestión de las FARC y en los problemas políticos relacionados con los Andes. Aunque el gobierno de Lula está intentando revertir esa tendencia, Brasil se mantiene fuera del centro de las negociaciones de ése que es, posiblemente, el peor problema de seguridad en la región.

Esa nueva presencia de Brasil ha sido considerada por Estados Unidos como bastante positiva e, incluso, ha recibido apoyo político estadounidense, a veces implícitamente y, en otras ocasiones, explícitamente. En ese punto, hay una convergencia de intereses estratégicos entre Brasil y la potencia del norte. A los dos les interesa primordialmente la estabilidad política y la seguridad de la región. Aunque no es un área estratégica prioritaria para Estados Unidos, este país ve con buenos ojos el papel “estabilizador” y “mediador” de Brasil. Al mismo tiempo, Brasil ha conducido sus acciones sin que éstas tengan una connotación de disputa con Estados Unidos. Incluso en situaciones en las cuales las iniciativas brasileñas en la región son contrarias a las de Estados Unidos —como en el caso de la tentativa de golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, en 2001—, esa diferencia no se ha atribuido a disputas de carácter estratégico y no ha provocado querellas significativas.

Sí hay divergencias entre Brasil y Estados Unidos en la forma de ejercer su influencia política en la región. Brasil busca presentar una agenda regional más cooperativa, con un fuerte contenido de alianza política y volcada en temas de desarrollo. Por su parte, Estados Unidos se orienta más a los acuerdos puntuales —ya sean de carácter político o comercial—, vinculados fuertemente con la agenda de seguridad. Con todo, esas diferencias no han sido motivo de disputa o enfrentamiento y, casi siempre, los países de la región las han utilizado de forma positiva, ya que, en ciertos aspectos, se benefician de las políticas de Estados Unidos, como ocurre con Brasil.

El reciente anuncio de la reactivación de la IV Flota —destinada a llevar a cabo acciones en el Atlántico Sur— por parte de la Armada de Estados Unidos reanimó algunas discusiones sobre los límites del acomodo estratégico de ese país con Brasil y con los demás países de la región. Sin embargo, ha prevalecido la visión de que ese acontecimiento no va a producir cambios significativos en la dinámica política y de seguridad de la zona.

Desde una perspectiva económica, los últimos años mostraron un distanciamiento relativo de Brasil en su relación con Estados Unidos. En un hecho hasta cierto punto paradójico, puede decirse que, en los últimos 10 años, la importancia relativa de Estados Unidos para Brasil se redujo, aunque en términos absolutos siga siendo un socio económico de peso. Eso ocurrió, por un lado, debido al avance de los socios económicos tradicionales, como los propios países de América del Sur y los europeos y, por otro, por el fuerte incremento de las relaciones con socios no tradicionales, como China y ciertos países africanos, entre otros.

Desde el punto de vista del flujo del comercio de bienes, Estados Unidos perdió la posición que mantuvo hasta los años ochenta como el mercado más dinámico para las exportaciones e importaciones de Brasil. La Unión Europea, que ya era el principal socio comercial de Brasil, amplió esa condición a lo largo de la última década, y actualmente representa cerca del 30% del comercio exterior de Brasil. También a lo largo de los años noventa, la región latinoamericana avanzó de un porcentaje residual en el comercio exterior de Brasil a una proporción cercana al 20%. Ese movimiento se complementó con el crecimiento de los flujos comerciales con China y los demás países asiáticos, así como con los africanos.

Estados Unidos sigue siendo muy importante para Brasil en términos del comercio de servicios. De acuerdo con los datos del gobierno federal, Estados Unidos es responsable de más del 55% del flujo de comercio de servicios de Brasil. Europa figura como segundo socio, con cerca del 40%, y los demás países, incluidos los del Mercosur, tienen una participación residual.

Con respecto al flujo de inversión extranjera, en la última década, el papel más destacado le corresponde de nuevo a los europeos, que han desplazado significativamente a Estados Unidos. Particularmente, durante las privatizaciones de los años noventa y hasta inicios de esta década, los países europeos llegaron a representar más del 65% del flujo anual de inversión extranjera que ingresó a Brasil. En el mismo período, Estados Unidos fue responsable de casi el 35%. Esa tendencia se mantuvo durante los demás años, pues una pequeña reducción en la participación de las inversiones europeas fue sustituida por un ligero incremento de las inversiones de origen asiático.

La reciente maniobra de las empresas brasileñas de poner en marcha estrategias de inversión agresivas en el exterior —como en los casos de Gerdau, JPS, Vale y Petrobrás, entre otros— canalizó una proporción importante de capital para adquisiciones en Estados Unidos. Como destino final de esas inversiones externas de las empresas brasileñas destaca Estados Unidos, al lado de los países latinoamericanos, en particular Argentina, Chile y México. En este aspecto, tanto los países europeos como los asiáticos y africanos son menos importantes. En suma, la reciente redefinición del patrón de inserción económica internacional de Brasil ha provocado un desplazamiento relativo de Estados Unidos, en detrimento del bloque europeo y en menoscabo también de las relaciones económicas de Brasil con los países de América Latina o con los asiáticos (principalmente China) y los africanos.

Dicha coyuntura, no obstante, no alteró la ya tradicional frialdad en las relaciones diplomáticas entre los dos países. En un fuerte contraste con el nivel de acercamiento estratégico alcanzado en los últimos años, el área de convergencia entre las acciones diplomáticas de Brasil y de Estados Unidos es muy restringida, ya sea desde la perspectiva bilateral, regional o multilateral. En la OMC, en el FMI, en la ONU, en la OMPI, en la OMS e, igualmente, en relación con la OEA, en las negociaciones en torno al ALCA y en otros foros regionales, la mayoría de las veces Estados Unidos y Brasil se sitúan en los extremos opuestos de la mesa.

Incluso en los momentos en los que la diplomacia presidencial tuvo una fuerte presencia, como se pudo apreciar en las relaciones entre Fernando Henrique Cardoso y Bill Clinton, y también en los constantes encuentros de Lula con George Bush, el impulso dado por las reuniones de alto nivel no se reflejó en la profundización de las agendas diplomáticas bilaterales. La excepción radicó en los temas que no estaban directamente bajo la responsabilidad de las respectivas diplomacias, como es el caso de los biocombustibles, para el que se creó una comisión binacional encargada de dirigir las acciones de concertación de los dos países sobre ese tema, tanto bilateralmente como en otras instancias internacionales.

Temas importantes de la agenda Brasil-Estados Unidos

ANTE ESE MARCO de las relaciones recientes entre Brasil y Estados Unidos, es posible comprobar que algunos temas se volvieron más significativos que otros y generaron un mayor acercamiento entre ambos países, en tanto que otros asuntos perdieron importancia o se volvieron menos convergentes. Entre los temas que han cobrado relevancia y que pueden convertirse en la base de una agenda común entre esos países destacan la nueva agenda de seguridad mundial, la estabilidad política sudamericana, la energía, la innovación y los servicios.

El fin del gobierno de Bush debe conducir a una nueva discusión sobre la agenda de seguridad mundial. Parece ser que la percepción general es que los equívocos y los costos que implica la agenda de seguridad global esbozada por el gobierno estadounidense después del 11-S alcanzaron niveles insostenibles. Aunque Brasil se haya comprometido apenas marginalmente en ese debate y se haya concentrado en la cuestión de la reforma de la ONU y del Consejo de Seguridad, los cambios en la forma de conducir esos temas podrían abrir un espacio para un mayor acercamiento de Brasil con Estados Unidos, contactos que, en la actualidad, son muy limitados.

Con respecto a otro tema de la agenda estratégica de los dos países, la estabilidad política sudamericana, el nivel de convergencia es ya elevado y su potencial incremento también es bastante elocuente. Cuatro son los principales focos de tensión en la región: la cuestión colombiana, el problema del ciclo de Chávez, la crisis de unidad boliviana y la descomposición del sistema político y de representación en Argentina. Con diferente intensidad, Brasil y Estados Unidos tienen intereses centrales comunes en la solución de estos problemas.

En lo que se refiere a la cuestión colombiana, el grado de divergencia entre las estrategias estadounidenses y las brasileñas ha disminuido rápida y significativamente en los últimos meses. Brasil manifiesta que tiene un mayor interés en apoyar la solución del problema de la guerrilla en Colombia, principalmente por su potencial de desestabilizar a la región. Para eso, ha atenuado las directrices que antes definían las posiciones del país en relación con esa cuestión, principalmente con respecto a los argumentos de autodeterminación y de no intervención. Esos cambios de posición, ciertamente, contribuirán a alcanzar una solución más estructurada y equilibrada.

En el caso de Venezuela, de manera semejante a lo que ha ocurrido con Colombia, hay señales de que las estrategias de Brasil y de Estados Unidos se volvieron más convergentes en años recientes, después de un claro y fuerte antagonismo durante el período de tentativa de golpe en contra del presidente Hugo Chávez en 2001. Tras esa primera fase, tanto Estados Unidos como Brasil ajustaron sus estrategias iniciales y adoptaron posiciones más pragmáticas en relación con el juego político chavista, tanto interna como regionalmente. De manera predominante, se consideró que la crisis venezolana era más grave y más permanente que el ciclo de Chávez. Ya que el interés de ambos países es evitar que se profundice la crisis política en Venezuela, principalmente el clima de guerra civil, y prevenir también la desestabilización regional derivada potencialmente de ella, Brasil y Estados Unidos adoptaron posiciones de contención del problema, más que posiciones activas. Una vez más, se aprecia un acercamiento relativamente importante entre Estados Unidos y Brasil en una agenda que deberá seguir desafiando al próximo gobierno estadounidense.

Si los temas de las FARC y de Hugo Chávez son de interés tanto para Estados Unidos como para Brasil —aunque políticamente hayan visto más acción por parte de Estados Unidos—, en el caso de las crisis de Bolivia y de Argentina, Brasil es el actor regional involucrado de manera más directa, mientras que Estados Unidos mantiene cierta distancia. A pesar de que cuenta con poca capacidad de influencia directa, Brasil ha buscado actuar en los dos países por medio de acciones puntuales y se ha centrado en la construcción de una agenda regional positiva. Estados Unidos ha mantenido un perfil bajo en esos dos procesos, para evitar, aparentemente, ampliar los fuertes sentimientos antiestadounidenses ya presentes en ciertos estratos de la población. Aquí parece ser que el acuerdo tácito consiste en delegar en Brasil el papel de interlocutor preferencial, ya sea porque Estados Unidos no tiene intereses vitales en juego en esos países o porque se siente cómodo con la nueva función de Brasil.

Otro tema en el cual las relaciones de Estados Unidos con Brasil pueden revigorizarse durante la próxima Presidencia de Estados Unidos es el asunto de la energía, tanto la de origen fósil como los biocombustibles. En ese ámbito, el perfil internacional de Brasil se ha modificado drásticamente, y se acumulan señales de que Estados Unidos está buscando definir estrategias alternativas de fuentes de energía que reduzcan su dependencia de las fuentes tradicionales del petróleo de Medio Oriente.

El auge reciente de la industria del etanol en Brasil, orientado tanto hacia el mercado interno como hacia el internacional, y el rápido avance de la tecnología para el uso energético de las materias primas agrícolas abren una ventana de oportunidad para que grupos en Brasil y en Estados Unidos hagan negocio, pero también pueden significar un alivio de corto y mediano plazos a las presiones sobre el precio de los combustibles para vehículos automotores. Para eso, con respecto a los biocombustibles, son necesarias medidas que vayan más allá de lo comercial o tarifario. Es necesaria una acción coordinada en el campo de la regulación y de las políticas de incentivos para hacer viable una expansión de los mercados que proveen y compran esos productos. Sin ese mercado amplio, la opción del biocombustible se vuelve improbable pues, como ya señalaron varios países, no hay interés por parte de los Estados para cambiar la actual dependencia del abastecimiento de petróleo de algunos cuantos países por la dependencia del abastecimiento de biocombustibles de otro pequeño grupo de países. Diferentes agencias gubernamentales, y también algunas entidades privadas y subnacionales de Estados Unidos y de Brasil, están buscando una alianza entre ambos países en esos temas, pero estos esfuerzos todavía no se traducen en una agenda consensuada. En función del perfil político del nuevo grupo que se elija para la Casa Blanca, esa agenda puede avanzar de forma importante.

Brasil también ha tenido avances en la exploración y en la producción de combustibles fósiles de manera notable en los últimos años, en particular en aguas ultraprofundas. Ese avance resultó en el descubrimiento de, por lo menos, tres nuevos pozos de petróleo y gas que, sumados a las reservas ya comprobadas de esos productos en el país, pueden colocar a Brasil en una posición de exportador importante de producto en algunos años. Eso ha motivado varias discusiones sobre la posibilidad de que Estados Unidos aproveche este momento para redefinir su estrategia de abastecimiento energético y dé prioridad al Atlántico Sur, en fuerte sintonía con los intereses estratégicos brasileños. Esa agenda energética alternativa apenas empezó a diseñarse, pero su potencial de movilizar a grupos importantes en Brasil y en Estados Unidos en los próximos años es significativo.

Todavía hay algunos temas no tradicionales que pueden ocupar un espacio importante en la agenda bilateral de Brasil y Estados Unidos en los próximos años. Uno de ellos se refiere al comercio de servicios, en particular de los servicios de tecnologías de la información y de comercio electrónico. Brasil es ya uno de los principales mercados de tecnologías de la información en el mundo, y destacan, en particular, las aplicaciones bancarias y financieras, así como las del campo gubernamental —desde el proceso electoral electrónico hasta el pago electrónico de impuestos y gravámenes, amén de otras herramientas—, al igual que el sector de juegos de video. El comercio de esos servicios entre Brasil y Estados Unidos ha crecido mucho (Estados Unidos compra más del 50% de las exportaciones brasileñas de servicios), pero también lo han hecho las inversiones y las asociaciones entre empresas de esos dos países. El comercio de servicios ha sido una prioridad en la agenda comercial de Estados Unidos, en fuerte contraste con la permanente reticencia del gobierno brasileño en ese tema. Esa tendencia, a pesar de todo, empieza a cambiar, y la creciente organización de los sectores competitivos, exportadores y de inversión del sector servicios en Brasil ha empezado a crear una demanda para que Brasil incorpore el tema de los servicios a su estrategia comercial y de inversiones internacionales, siguiendo un camino semejante al de India.

En la misma línea que el asunto de los servicios, el tema de la innovación ha comenzado a producir una convergencia importante entre las empresas y los gobiernos de los dos países. Se han estructurado algunos programas entre organismos públicos y universidades, así como un acercamiento entre empresas innovadoras, centros de investigación y fondos de inversión. En Brasil, se han puesto en marcha importantes políticas públicas de fomento a la investigación y a la innovación, así como aplicaciones industriales de esas innovaciones en los últimos años, con algunos reflejos positivos en la agenda económica entre los dos países. Esa agenda avanzó a pesar de que el gobierno de Bush no la haya tratado como prioridad, y deberá adquirir fuerza en los próximos años.

Consideraciones finales

Los cambios graduales, pero consistentes, de la presencia internacional de Brasil han colocado al país en un nuevo nivel en el campo político y económico regional y, en menor medida, en el global. Ese proceso no está relacionado con uno u otro gobierno o política, sino principalmente con los cambios estructurales en el sistema político, en la economía y en el perfil de la élite brasileños.

Esos cambios implicaron una redefinición del papel de Estados Unidos en la agenda exterior de Brasil. En algunos temas, Estados Unidos perdió importancia relativa frente a otros actores internacionales, pero, en otros casos, la convergencia con ese país aumentó. El ámbito diplomático sigue siendo una de las principales áreas en las cuales Brasil y Estados Unidos aún tienen conflictos y disputas, aunque esa dinámica no llegue a afectar un importante acomodo estratégico entre ambos.

En los temas de seguridad, el gobierno de George W. Bush produjo una ruptura política con una parte de sus aliados tradicionales, y Brasil acompañó —aunque discretamente— a ese grupo de países en su oposición a las principales doctrinas de seguridad de Estados Unidos. Los reflejos regionales de esa doctrina fueron significativos, pero perdieron fuerza en los últimos años y produjeron un campo más favorable para la convergencia de acciones y de programas.

En el ámbito económico, mientras algunas agendas tradicionales perdieron importancia entre los dos países, otros temas, principalmente los menos tradicionales, se volvieron más importantes y deben recibir mayor atención en los años por venir. Entre ellos destacan el tema energético, el comercio de servicios y la innovación.

13 de octubre de 2008

LA DIFÍCIL RECONSTRUCCIÓN DEL VÍNCULO TRASATLÁNTICO


José Antonio Sanahuja

La brecha trasatlántica y el legado de la era Bush

La cortés indiferencia que encontró Bush en su gira europea de junio de 2008, que apenas convocó manifestaciones de protesta, expresa bien la valoración europea de su presidencia: ha sido un fracaso, y, además, es ya parte del pasado. Sea quien sea el próximo Presidente de Estados Unidos, el proyecto neoconservador o “neocon” está acabado, y la relación trasatlántica tendrá que formularse de nuevo.

El balance de la era Bush quedará marcado por un grave deterioro de la relación con Europa. Aunque esa relación nunca ha sido armoniosa —según Kissinger, ha sido a troubled partnership—, con Bush, la llamada “brecha trasatlántica” alcanzó una profundidad nunca vista. Un destacado autor “neocon”, Robert Kagan, llegó a afirmar que ambos socios vivían en mundos distintos —Estados Unidos, en Marte; Europa, en Venus—, recurriendo al burdo recurso de “feminizar” a Europa para desacreditarla. Lo sorprendente fue la rapidez con la que se gestó esa fractura y también su gravedad. Tras el 11-S, Le Monde publicó como titular “Todos somos americanos”; pero la invasión de Iraq llevó las encuestas sobre la reputación de Estados Unidos a mínimos históricos, y con las manifestaciones populares contra esa invasión parecía emerger una identidad europea basada más en el rechazo a la arrogancia estadounidense que a la supuesta amenaza iraquí.

Uno de los errores de los “neocon” era suponer que Europa podía sentirse cómoda dentro del proyecto hegemónico del gobierno de Bush y de la narrativa de la guerra global contra el terrorismo: “Primero fue la guerra contra el fascismo, después contra el comunismo, ahora contra el terrorismo”. Estados Unidos, que desde el 11-S se vio sumido en lo que el comentarista ultraconservador Charles Krauthammer llamó la “Tercera Guerra Mundial”, trató de revivir la relación trasatlántica con el modelo de la Guerra Fría: el terrorismo como enemigo supremo justificaría que Estados Unidos se arrogara, de forma unilateral, la responsabilidad exclusiva de la seguridad de Occidente, dejando a los aliados europeos en una posición de subordinación estratégica. Los textos de los “neocon”, como Max Boot (The Case for American Empire) o Thomas Donnelly (Preserving America’s Supremacy, Institutionalizing Unipolarity), confirman que, más allá del antiterrorismo o de las finalmente inexistentes armas de destrucción masiva de Iraq, lo que se pretendía era establecer un orden mundial de corte hegemónico.

La “brecha trasatlántica” responde a un profundo desacuerdo respecto a la naturaleza de la amenaza terrorista y a la estrategia más adecuada para enfrentarla. Los neoconservadores, a partir de una visión hegemónica, militarizada, estatocéntrica y territorializada, han percibido el terrorismo como una amenaza eminentemente “externa”, que se debería, en parte, a la renuencia de Estados Unidos a ejercer su poder global. La respuesta, por lo tanto, es una “guerra” de matriz esencialmente interestatal, orientada más a reafirmar el poderío militar estadounidense, que a derrotar a al Qaeda. Muchos europeos, en cambio, han percibido que esa amenaza es esencialmente delictiva, trasnacional y desterritorializada —por eso les resulta chocante que se hable de “guerra”—, y a la vez externa e interna, como lo prueban los atentados de Madrid o de Londres. Por eso, se requeriría una mayor cooperación policial y de inteligencia, así como una actuación respetuosa de la ley —la actuación española con los procesos judiciales del 11-M sería, por consiguiente, modélica—, y no guerras ilícitas como la de Iraq o los vuelos secretos de la CIA, que son contraproducentes al dar a los terroristas legitimidad, entrenamiento y nuevos seguidores, ya sea en Bagdad, en Londres o en Madrid.

Pero la invasión de Iraq no era sólo, ni principalmente, una actuación frente a al Qaeda, sino una “guerra hegemónica” orientada a (re)afirmar la primacía de Estados Unidos, y el acto constituyente de un orden mundial unipolar o, en los términos de un destacado think tank neoconservador, de “un nuevo siglo americano”. Esa visión, que por la parte europea suponía políticas exteriores de bandwagoning, fue aceptada por algunos gobiernos, agrupados en lo que el Secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, llamó la “nueva Europa”. Sin embargo, la “vieja Europa”, que incluía a la mayor parte de la opinión pública y del espectro político —de Chirac a Schroeder, de Cook a Patten—, la consideró inaceptable. Suponía asumir el unilateralismo de Estados Unidos, sin derecho a ser consultados, y una posición de subordinación dentro de las “coaliciones de los dispuestos”. Incluso la Alianza Atlántica fue desdeñada por Bush, pues, al dar derecho de veto a todos sus miembros, confería a los europeos cierta capacidad de negociar. La resistencia europea fue malinterpretada como muestra de insolidaridad o, peor aún, como una nueva prueba de la tendencia de los europeos, ya vista en la Guerra Fría, a actuar como free riders. Según Kagan, los europeos vivían cómodamente en su “paraíso kantiano”, mientras Estados Unidos lidiaba con una realidad hobbesiana de terroristas y Estados díscolos (rogue states).

¿Qué ha ocurrido con esa visión hegemónica? En muy pocos años ha quedado en ruinas y los “neocon” han ido desapareciendo del escenario. Lejos de lo que se anunció, la pretendida hegemonía estadounidense no ha sido un factor de estabilidad global. Por el contrario, la era Bush deja una debacle militar y política en Iraq, así como el agravamiento de la guerra de Afganistán, que revelan su debilidad militar frente a las “guerras asimétricas” y un preocupante escenario de proliferación nuclear en todo el mundo. En Oriente Próximo, el fortalecimiento de Irán y de Hezbolá, el triunfo de Hamás o el embrollo libanés expresan el fracaso del proyecto democratizador del “Gran Oriente Próximo” y de la llamada “primavera árabe”. Con Guantánamo y Abu Ghraib, la pretendida legitimidad democrática de ese proyecto sufrió un daño irreparable; y los desequilibrios macroeconómicos, el desplome del dólar, la crisis financiera iniciada en 2007 y el aumento de la desigualdad interna también parecen mostrar los límites de un proyecto imperial que ya no da más de sí.

El fracaso de esa política ha arrastrado consigo los supuestos en los que se basaba: que el mundo es unipolar, básicamente estatocéntrico, y que las capacidades militares son la principal fuente de poder. Como señaló Kagan, Bush y sus colaboradores estaban en Marte… y, mientras tanto, el mundo real ha estado sumido en un proceso de cambio estructural, que los “neocon” no han sido capaces de entender, referido tanto a la naturaleza y a las fuentes del poder, como a su redistribución entre los actores estatales y no estatales. En ese proceso, en primer lugar, aumentaría el peso de la Unión Europea (UE) y de los países emergentes, con un declive relativo del poder de Estados Unidos; en segundo lugar —y éste es el cambio más importante—, el poder se desplazaría de los Estados a los mercados y a los actores privados que operan en su seno; y, en tercer lugar, en algunos casos, ese poder se ha evaporado y nadie lo ejerce, como mostraría la crisis financiera iniciada en 2007. Se trata, en suma, de un mundo globalizado, cada vez más multipolar, descentralizado y complejo, con necesidades de gobernanza que el proyecto neoconservador no puede satisfacer de manera eficaz y legítima. Sin embargo, Europa parece ser más consciente de ese proceso, y su modelo de seguridad y de gobernanza “multinivel” podría ser más apto ante sus exigencias.

¿Significa esto que Estados Unidos y la UE han vivido estos años en mundos distintos? Sí, pero no en el sentido que planteaba Kagan: a lo que responde, en última instancia, la “brecha trasatlántica” es a distintas visiones del orden mundial, en las que se han enfrentado el intento –fallido– de construir un orden hegemónico de carácter unipolar y una visión más cosmopolita, basada en el reconocimiento de que el sistema internacional es multipolar y multicéntrico, más plural en cuanto a visiones y valores, y por eso sólo puede gobernarse de manera efectiva, representativa y legítima mediante un multilateralismo eficaz y democrático.

El final del viaje de Estados Unidos a Marte… y la aproximación de Europa

Para que Estados Unidos deje de ser un factor de inestabilidad, mejore su reputación y vuelva a ser plenamente aceptado como socio por Europa y por otros países, debería retornar de Marte y olvidar sus quimeras imperiales. Eso supone volver a la diplomacia y a los marcos multilaterales, asumir una actitud más humilde, despojándose de su arrogancia imperial, y aceptar que hay otras visiones legítimas del orden mundial.

En cierta forma, en el segundo mandato de Bush, la política exterior estadounidense ha sido más dialogante, y la desbandada de los “neocon” ha dado paso a una política más inspirada en el realismo clásico y en el juego de los equilibrios de poder. La decisión de rearmar a Israel y a Arabia Saudita frente a Irán, las negociaciones con Corea del Norte o el retorno a la OTAN parecen indicarlo así. Con Obama o con McCain habrá más cambios: ambos candidatos están a favor de la prohibición de la tortura y del cierre de Guantánamo, su posición sobre la inmigración o el cambio climático es más constructiva y están conscientes de que esos factores han deteriorado la reputación de Estados Unidos y la relación con Europa y con otros países. También ambos se han declarado atlantistas y partidarios del multilateralismo, y son buenos conocedores de Europa.

Se ha señalado que el mero hecho de que el próximo Presidente de Estados Unidos no sea ya George W. Bush ayudará a mejorar la relación con Europa. Con Obama, no obstante, vuelve a manifestarse la clásica preferencia europea por los candidatos demócratas. Las encuestas de opinión y la calurosa acogida dispensada a Obama en su visita a Europa en julio de 2008 parecen mostrar que el rechazo a Bush ha sido sustituido por una “obamamanía” que probablemente encierra expectativas exageradas sobre las posibilidades de cambio. El hecho es que el perfil de Obama, más cosmopolita y afable frente al simplismo y la rudeza tejana de Bush, ha ayudado a rehabilitar la imagen de Estados Unidos, pero también obliga a los europeos a refinar su análisis respecto a un sistema político capaz de producir un candidato como Obama mediante un proceso de primarias inédito en Europa. Obama también sitúa a Europa frente a sus propias contradicciones sobre el tratamiento de la diversidad étnica y cultural.

Obviamente, esas preferencias europeas también responden a las posiciones de Obama y de McCain sobre los asuntos internacionales. McCain se ha descrito a sí mismo como un “idealista realista”, aunque ésta es una expresión más propia de una campaña electoral que busca contentar a distintos sectores, que de una aproximación seria a las relaciones internacionales. Su programa de política exterior se distancia claramente del de Bush en cuanto a la aceptación de los marcos multilaterales y a su orientación realista, inspirada por asesores como Henry Kissinger. Pero McCain, cuyo principal asesor es Robert Kagan, se desdice de ese compromiso al hacer suya la propuesta “neocon” de una “Liga de las Democracias” que debilitaría a Naciones Unidas. Su principal diferencia con Obama es sobre la guerra en Iraq. En una posición continuista respecto a Bush, McCain ha afirmado que el principal desafío de seguridad es la guerra contra el terrorismo y que su frente central está en Iraq —y no en Afganistán, en Pakistán o en las ciudades europeas y estadounidenses, como alegarían muchos europeos—. Por eso, McCain ha afirmado que no objetaría que Estados Unidos estuviera 100 años más en Iraq. Obama, por el contrario, se pronunció contra la guerra en 2002, anunciando sus consecuencias negativas. Ha prometido la retirada de las tropas en dieciséis meses, aunque después ha matizado ese calendario al hablar de un repliegue “responsable” y de una presencia militar permanente en ese país. En la visita de Obama a Iraq en julio de 2008, el propio gobierno iraquí de Nuri al-Maliki se mostró favorable a ese plan.

La candidatura de Obama se ha basado en la idea del cambio, pero en política exterior puede pesar más la continuidad respecto a las posiciones demócratas tradicionales, aunque adaptadas al escenario posterior al 11-S. Está más cerca de Europa en asuntos como el cambio climático, el desarrollo internacional, la vigencia de las Convenciones de Ginebra o la Corte Penal Internacional. En su equipo, figuran ex funcionarios de la era Clinton, como Anthony Lake o Susan Rice, y es posible que Richard Holbrooke o Madeleine Albright, que apoyaron a Hillary Clinton, puedan sumarse. En lo referido a la agenda de seguridad, se ha mostrado más como “halcón” que como “paloma”. Eso puede deberse a las exigencias de una campaña en la que se le ha acusado de debilidad, pero si esto anuncia posiciones de gobierno, decepcionará a quienes tengan expectativas exageradas.

Por otra parte, el próximo Presidente de Estados Unidos se va a encontrar con una Europa distinta. Se ha producido un claro viraje hacia la derecha, que ha llevado al poder a líderes proestadounidenses y atlantistas, como Merkel o Sarkozy, y ese viraje se observa también en las posiciones de otros gobiernos, como el español, con un segundo mandato de Rodríguez Zapatero más proclive al entendimiento con Estados Unidos y más a la derecha en cuestiones como la inmigración. Desde 2004, la ampliación ha traído a la UE a países decididamente atlantistas y más cercanos a la visión del mundo de Estados Unidos, como revelaría su posición ante la guerra en Iraq o la rápida aceptación, por parte de algunos de ellos, de un “escudo” antimisiles que ha provocado nuevas divisiones internas en la UE. Pero lo más significativo ha sido el desastroso resultado del referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa, resultado de una Europa aún prisionera de la lógica de los Estados y de la regla de la unanimidad, y que se resiste a aceptar la existencia de ese demos europeo que es consecuencia necesaria de su proceso de integración. Ese hecho vuelve a situar a la UE en un marasmo institucional y, a menos que se aísle a Irlanda y que exista una salida rápida a este embrollo, se aleja la posibilidad de una Europa política, de una UE que tome cuerpo como un actor global y de una política exterior fuerte, tan necesaria en el estado actual del mundo. A diferencia de lo ocurrido a principios de esta década, cuando se percibía un mayor deseo de autonomía estratégica por parte de Europa, ese fracaso puede llevar a una mayor aceptación del liderazgo estadounidense por parte de los dirigentes europeos.

La relación trasatlántica y la agenda de la paz y la seguridad globales

Europa y Estados Unidos tienen ante sí una agenda compleja que, en parte, debería orientarse a remediar los desaguisados de la era Bush. Los problemas de la energía, el medio ambiente y el cambio climático, la crisis económica y financiera, la crisis alimentaria —que amenaza los objetivos globales de desarrollo y de lucha contra la pobreza—, las negociaciones comerciales multilaterales y la reforma de las organizaciones internacionales requieren tanto respuestas de corto plazo como una visión más amplia, orientada a mejorar la gobernanza de la globalización. Pero más que la apelación abstracta a valores comunes, son cuestiones más urgentes las que mostrarán si se puede recomponer la relación trasatlántica, y si ésta puede contribuir a la gobernanza global. De particular importancia es la agenda global de paz y seguridad, en asuntos como la proliferación nuclear, las guerras de Iraq y Afganistán, el conflicto de Oriente Próximo o la situación en Sudán.

Respecto a la guerra en Iraq, las discrepancias entre Europa y Estados Unidos ya no son tan grandes. Pese a la mejora de la situación, en Estados Unidos ya se ha asumido que no se puede ganar esa guerra por medios convencionales, y desde Europa se ven con preocupación los riesgos que comportaría una retirada prematura de Estados Unidos, puesto que no hay alternativas a la vista para asegurar la estabilidad interna. Eso podría suponer un acomodo con la estrategia continuista propuesta por McCain y, respecto al plan de Obama, existirían oportunidades para la cooperación: para cumplir su compromiso de repliegue de las tropas estadounidenses y evitar que el país se precipite en la guerra civil, Obama necesitaría un marco multilateral, que incluya a Europa, que acercara a las partes y les permitiera entablar un diálogo directo con Irán.

Ahora bien, si gana las elecciones, Obama podría descubrir pronto hasta qué punto están interconectadas la guerra en Iraq, la proliferación nuclear en la zona, que no se limita a Irán, y el conflicto israelí-palestino. Mientras McCain aboga por aumentar la presión sobre Irán, Obama reclama un diálogo directo con su gobierno y, como plantea Europa, una combinación de sanciones e incentivos económicos, con el argumento de que la política de Bush sólo ha logrado alentar sus planes nucleares. Ahora bien, también ha asegurado que hará “cualquier cosa que esté al alcance de su poder” para evitar que Irán se dote de armas nucleares. Aunque esa posición se explique por razones electorales, no es muy distinta a la de Sarkozy, que considera que un Irán nuclear es “inaceptable” y que “nunca abandonará a Israel frente a Irán”.

Todo esto plantea un serio riesgo: Israel, que no acepta los informes de inteligencia de Estados Unidos en los que se asegura que el programa de armas nucleares de Irán terminó en 2003, que desprecia la diplomacia europea y que teme un cambio de política si Obama gana las elecciones, podría adelantarse y bombardear por su cuenta las instalaciones iraníes de Natanz, como lo hizo en 1981 con el reactor iraquí de Osirak, o en 2007 con el proyecto sirio de Al Kibar. Las consecuencias podrían ser tan terribles como el propio programa nuclear iraní. Supondría una nueva guerra en el Golfo y el cierre de Ormuz, lo que dispararía el precio del crudo. Esto forzaría a europeos y estadounidenses a cerrar filas con Israel, lo que agudizaría el extremismo islamista en todo el mundo.

La cuestión es que ni McCain ni Obama aceptan que el problema de fondo no es tanto el riesgo de un Irán con armas atómicas, como la crisis del régimen de no proliferación, deslegitimado por los “dobles raseros” en relación con Israel o la India, y la relación de ese hecho con Iraq y el conflicto israelí-palestino. Las propuestas de ambos candidatos, bastante vagas, y el retraimiento europeo en este asunto —salvo para presionar a Irán— no auguran soluciones próximas.

Con respecto al conflicto israelí-palestino, la posición de Obama puede hacer más difíciles las gestiones del “cuarteto” y también le distancia de Europa. Inmediatamente después de alzarse con la nominación demócrata, en un discurso ante el principal lobby judío en Estados Unidos, Obama destruyó sus opciones como mediador y las expectativas de avance del proceso de paz, al comprometerse con un Jerusalén indiviso como capital de Israel. Así, se alineó con las posiciones más conservadoras en Estados Unidos e Israel, y enajenó la confianza de los palestinos, para los que Jerusalén Este, como parte de los territorios ocupados, es irrenunciable. A la postre, tanto McCain como Obama siguen considerando que su aliado clave en la zona es Israel, y eso parece indicar que desde Washington se va a seguir ninguneando a la UE en relación con el proceso de paz.

El agravamiento de la guerra de Afganistán ofrece oportunidades de acuerdo, pero también pueden recrudecer las disputas en el seno de la OTAN. Ante las dificultades para mantener al margen de la guerra a la Fuerza Internacional de Estabilización (ISAF, por sus siglas en inglés), Estados Unidos ha apelado a la solidaridad noratlántica para arrastrar a sus aliados europeos en la ISAF a la operación “Libertad Duradera”. Además del Reino Unido, varios países han respondido ya a ese llamado, pero otros, como Alemania o España, se han resistido a que se les involucre en una guerra que no tiene el respaldo de sus opiniones públicas, que no se puede ganar por la vía militar, que en gran medida depende de lo que ocurra en Pakistán, para la que no existe aún una estrategia política más amplia, y que necesariamente habrá de pasar por un nuevo ciclo de negociación que incluya a los talibanes. Si lo que se propone es una guerra sin final a la vista, en la que ni siquiera Estados Unidos, implicado en Iraq, ha puesto todas sus energías, y para la que no hay una estrategia clara, no parece posible ni deseable que haya más cooperación europea.

La crisis hipotecaria y la gobernanza de la economía y de las finanzas globales

El desastre de la era Bush tiene también una dimensión económica. Desde 2000, Estados Unidos ha aplicado una inusual combinación de neoliberalismo y “neokeynesianismo militar”, que incluyó la reducción de tasas de interés iniciada en 2000 para reactivar la economía tras el “pinchazo” de la “burbuja” bursátil de 2000, la reducción de impuestos a los más ricos, y la espectacular expansión del gasto de defensa y el déficit fiscal tras el 11-S. Que las tasas de interés continuaran siendo bajas también se debió a la disposición de las economías asiáticas a financiar el endeudamiento público estadounidense, con el que se cubrió ese déficit, a fin de sostener una relación cambiaria favorable a sus exportaciones. Sin embargo, eso alimentó enormes desequilibrios globales, más endeudamiento, una espectacular “burbuja” inmobiliaria y el aumento de las hipotecas subprime, en un proceso que también se explica por las graves carencias de regulación del sector financiero estadounidense.

No está claro si la actuación masiva de la Reserva Federal y del gobierno de Estados Unidos frente a la crisis —reducción de tasas, ayudas fiscales y “rescate” de los bancos con dinero público— vaya a ser un estímulo para reactivar la economía, o si contribuirá a una mayor caída del dólar y al aumento de la inflación y de los precios del petróleo, de las materias primas y de los alimentos. Si esto último ocurre, la Reserva Federal puede verse obligada a echar marcha atrás y subir las tasas de interés, con lo que se agravaría la crisis. Y en ese difícil dilema entre inflación y recesión, también pueden darse ambas cosas y reaparecer la temida estanflación de los años setenta.

Para salir de este embrollo, Estados Unidos va a necesitar una gran dosis de cooperación internacional. Si prosigue la caída del dólar, con el consiguiente daño a las exportaciones de la zona euro y de otras regiones, la UE, Japón y otros países asiáticos podrían verse compelidos a una intervención concertada de los bancos centrales, al estilo de los acuerdos Plaza y Louvre de los años ochenta. Ahora bien, esa cooperación no parece fácil debido a que los principales bancos centrales siguen reglas distintas que, en parte, responden a diferentes experiencias históricas: en el caso de la Fed, el recuerdo de la Gran Depresión y el desempleo masivo explica, parcialmente, su actual política expansiva; en Europa, el recuerdo de la hiperinflación de la Alemania de los años veinte, que se trasladó al Bundesbank y después al Banco Central Europeo, explica por qué se tienen unas reglas más restrictivas que dan prioridad al control de la inflación. Además, resulta ilusorio pensar que Europa y Estados Unidos puedan actuar eficazmente sin contar con los grandes ausentes del G7-G8: los países emergentes, y en particular China, que en la actualidad poseen las mayores reservas de divisas en dólares de todo el mundo, y cuya actuación puede ser determinante para lograr la estabilidad macroeconómica global. En suma, la cooperación trasatlántica mediante el G7-G8 parece difícil, pero, incluso si ésta fuera factible, mostraría que ese grupo no es una instancia legítima y representativa, y que, en esta cuestión, gobernar la globalización también exige mayor representación de los países emergentes.

Medio ambiente y cambio climático: ¿hacia un acuerdo global “pos-Kyoto”?

El cambio climático ha sido un símbolo tanto de la distancia entre Bush y la UE, como de las posibilidades de restablecer la relación trasatlántica, y con ello hacer posible un gran acuerdo global que permita ir más allá del Protocolo de Kioto. Tanto Obama como McCain han aceptado la necesidad de reducir el consumo de petróleo y las emisiones de CO2 en Estados Unidos —en el caso de McCain, más por razones de seguridad energética que por la preocupación ambiental—, a través de un mercado de derechos de emisión con el modelo cap and trade, que podría seguir el ejemplo del que ya opera en la UE y tener alcance mundial.

El triunfo de Obama permitiría un diálogo trasatlántico más fluido sobre esta materia, pero eso no supone que los acuerdos se alcancen fácilmente. Hay factores estructurales que lo explican: la suburbanización y el modelo de transporte de Estados Unidos, basado en el automóvil; la industria automotriz, que sigue fabricando aberraciones ambientales como el Hummer, y que lleva décadas de retraso respecto a tecnologías más eficientes como los motores híbridos o de diesel de alto rendimiento, y las resistencias políticas a un incremento de la fiscalidad de la energía en un país adicto a la gasolina barata convierten en un suicidio político cualquier programa serio para reducir de manera rápida y eficaz las emisiones de CO2, y estrechan los márgenes de negociación con los europeos o con los países emergentes. ¿Podrá Obama superar estos condicionantes? La experiencia de algunos estados, como California, revela que hay algún margen, pero las presiones de los sectores agroindustriales subsidiados para producir biocombustibles o las negociaciones en el Congreso del proyecto de ley sobre Límite y Comercio de Emisiones de 2008 —que incorpora aranceles compensatorios y otras herramientas proteccionistas—, así como la posición de países como China o la India, no auguran ni una relación fluida con Europa ni la negociación fácil de un acuerdo “pos-Kioto”.

La relación trasatlántica y el juego político global

Más que una brecha trasatlántica, lo que existe es una fractura entre distintas visiones del mundo y la forma como se han de enfrentar los problemas de la paz y de la seguridad internacionales, la amenaza terrorista, el cambio climático o la crisis económica, y cómo ha de promoverse la gobernanza eficaz y legítima de la globalización. Esas visiones pugnan hoy por la primacía intelectual y política, tanto en Estados Unidos como en la UE. Con los neoconservadores en abierta retirada, Obama y McCain comparten una visión hegemónica del orden mundial en la que el liderazgo estadounidense es esencial, aunque difieren sustancialmente en cuanto a la manera de logar ese objetivo. Europa, ahora más inclinada a la derecha, parece más proclive a aceptar una hegemonía “blanda” estadounidense, y por ello puede sentirse más cómoda con las propuestas de Obama, que parecen darle mayor reconocimiento como interlocutor y vindican la visión europea en lo referido a la guerra de Iraq, el cambio climático o la vigencia del Derecho Internacional. No obstante, en cuestiones como el programa nuclear iraní o el conflicto israelí-palestino, aun habiendo oportunidades para el diálogo antes cerradas, las diferencias de fondo persisten. Y en una perspectiva más amplia, Obama está muy lejos de las visiones cosmopolitas del orden internacional más presentes en Europa, en particular en sus sectores de centroizquierda, y su visión del orden internacional no parece haber asumido aún la necesidad de un multilateralismo eficaz, adaptado a las nuevas realidades del poder en el sistema internacional.