7 de febrero de 2009

EL NUEVO 'GRAN JUEGO'


Javier Martín

La fallida invasión de Irak, el paulatino descenso a los infiernos de Pakistán y Afganistán, el fin del petróleo barato, la guerra en Georgia y los nuevos intereses de China y Rusia han redefinido la geopolítica de Asia Central, y por ende el tablero de los intereses del mundo. Este nuevo Gran Juego quizá obligue a Estados Unidos –y a Europa– a postergar viejas rencillas y buscar otros aliados.

Análisis

Desde que el pasado verano comenzara a deslizarse la cuenta atrás de la aciaga era George W. Bush, la escena internacional se ha plagado de especulaciones que aventuran un giro copernicano en la política exterior estadounidense en Asia Central, y en especial en lo que se refiere al enquistado conflicto con el régimen de los ayatolás en Irán. Un aparente cambio de dirección alentado, en primer lugar, por la sorpresiva decisión de Washington de enviar un alto representante –el subsecretario de Estado William Burns– a las negociaciones entre el grupo de seis países comandado por la UE e Irán sobre el polémico programa nuclear iraní, y el inesperado permiso otorgado en octubre por una de las oficinas de control del Tesoro estadounidense a la ONG Consejo Americano-Iraní, dependiente de la Universidad de Princeton, para abrir una oficina y operar en territorio persa. Y reforzado, después, por los insistentes rumores que apuntan a la posibilidad de que la Casa Blanca autorice la apertura de una oficina de intereses en Teherán, incluso antes de que el presidente más nefasto de la historia estadounidense abandone el Despacho Oval. En julio, The New York Times afirmaba que Condoleezza Rice cabildeaba entre bambalinas para que Bush diera su visto bueno a semejante trompo político tras años de férrea beligerancia. El pasado 23 de octubre, en un artículo que mereció amplio eco en la prensa estadounidense, el periodista Warren Strobel insistía que el viraje se produciría antes de que la actual Administración entregara las carteras y revelaba que ya se había remitido un mensaje oficial “y secreto” a Teherán, mientras en los pasillos se barajaban nombres de prestigio para tan conflictiva misión. El objetivo, según Strobel, que citaba fuentes anónimas, sería similar al que en principio persigue el Consejo Americano-Iraní: proveer a la diplomacia estadounidense de recursos adecuados para conocer de primera mano la compleja realidad iraní, fomentar el intercambio cultural y la comprensión mutua y, sottovoce, levantar los andamios para o bien aislar al régimen o bien provocar un cambio de actitud con garantías que permita redefinir las relaciones con un enemigo, hasta la fecha, acérrimo.

Al tiempo que el runrún sobre una primavera diplomática proliferaba en despachos y redacciones, las opciones de una solución bélica al pulso nuclear con Irán, tan en boga en los primeros años del segundo mandato de Bush, perdieron fuelle con celeridad, incluso entre algunos de los promotores más beligerantes. El 23 de septiembre, The Washington Post publicaba un largo artículo en el que mantenía la tesis de que Irán “se había deslizado de la lista de prioridades” de la Casa Blanca. Apenas un mes después, Newsweek se preguntaba por qué Irán había bajado la presión. La estrambótica chifla del senador John McCain en los primeros días de campaña para su nominación como candidato republicano a la presidencia, en la que se atrevió a cantar “bomb Iran” al ritmo de una celebérrima canción de los Beach Boys, dieron paso a un mutismo en las semanas previas a los comicios del 4 de noviembre, con ambos aspirantes temerosos de resbalar en un asunto fangoso. Incluso en Israel, país que con más pasión defiende una acción bélica, ciertos apóstoles del ataque preventivo admitieron que esta opción comenzaba a diluirse, aunque no por ello han cejado de defender su pretendida idoneidad. Un cúmulo de indicios que parecen sostener la teoría de aquellos que defienden que, acuciada por las circunstancias y el fatídico legado de Bush, en la nueva Administración se proyecta un cambio de actitud tras ocho años de un prepotente belicismo imperial aderezado con grandes dosis de unilateralismo.

Un paralelismo tentador

¿Significa que nos hallamos ante una nueva estrategia en política exterior estadounidense, y en especial en lo que respecta al enquistado conflicto que mantienen desde hace treinta años con Irán? ¿Existe la posibilidad real de que en algunos meses, el nuevo inquilino de la Casa Blanca sorprenda al mundo con un momento histórico similar al que Richard Nixon escenificó en febrero de 1972, con su visita al Pekín comunista de Mao y que sirvió para rasgar uno de los telones de acero y lograr una salida airosa a la debacle en Vietnam? En una época de transformaciones en la que hasta el capitalismo parece necesitar una nueva formulación, el paralelismo es tentador. Sin embargo, hay precisiones que nos alejan de aquellos años en que empezó a tiritar la guerra fría. No sería la primera vez. Estados Unidos e Irán ya estuvieron muy cerca de superar sus diferencias durante los años de la Administración Clinton, de la que ahora parece nutrirse el nuevo inquilino de la Casa Blanca. Incluso con el propio Bush hubo algunas sinergías. Como recientemente han subrayado funcionarios de su Gobierno, Irán colaboró y desempeñó un papel fundamental en la persecución, captura y entrega de miembros de Al Qaeda tras los atentados del 11-S. La invasión de Irak, sin embargo, rompió definitivamente una tendencia a la que ahora se le suman nuevas variantes.

El fin de la era del petróleo barato y la eclosión de China e India como grandes economías capitalistas emergentes ávidas de consumo son dos factores cruciales que explican el aparente cambio. Irán, cuarto país exportador de crudo del mundo, y las aguas vecinas del golfo Pérsico flotan sobre uno de las mayores cornucopias de energía fósil que se conocen. Sobre ellos ya han prolongado la rijosa sombra de sus deseos energéticos numerosos países, y en particular los gobiernos de Pekín y Nueva Delhi. En 2008, la India Oil and Natural Gas Corporation firmó un importante acuerdo con el régimen chií para desarrollar y explotar dos cresos yacimientos: el denominado South Pars, descubierto en 1990, que guarda ingentes cantidades de gas bajo el lecho marino que se extiende a través del golfo Pérsico desde la costa meridional iraní hasta la playas de Bahrein, Emiratos Árabes Unidos y Qatar. Y el campo de Azadegán, en el sudeste de la provincia iraní de Juzestán, hallado en 1999 y descrito como el filón petrolero más rico descubierto en los últimos treinta años. La empresa china SINOPEC y el ministerio iraní de Petróleo rubricaron este mismo año un contrato para el desarrollo conjunto de los pozos de Yadavarán, de los más productivos en Irán.

Aunque la multinacional rusa Gazprom ha extendido sus tentáculos hacia South Pars, y algunas estrategias de Irán y Rusia en torno a las reservas del mar Caspio están en conflicto, parece que la preocupación de Moscú por los avatares de la antigua Persia reside más en intereses geopolíticos que en avaricias energéticas. En esa dirección parece apuntar el alarde de fuerza del Ejército ruso el pasado verano en la ex república soviética de Georgia. Rusia y Putin tienen su propia agenda para recuperar el poder y la capacidad de intimidación que tuvo el país en tiempos de la guerra fría. En los pasillos del Kremlin, la nueva élite ha entendido que la carta iraní –y en particular el tratamiento del conflicto nuclear– es un comodín que puede esgrimirse según convenga y ayudar a frenar las ambiciones de EE UU, en especial en Europa del Este. “Debido al enfriamiento diplomático entre Washington y Moscú, será más difícil que la ONU pueda endurecer las sanciones a Irán por la disputa nuclear”, escribía en agosto de 2008 Christopher Dickey en la web de Newsweek. “Apretar más los tornillos será del todo imposible. Además, la posibilidad de un ataque a Irán liderado o apoyado por EE UU es también improbable. Nunca ha sido una buena idea, y ahora incluso podría ser una peligrosa distracción para el enfangado Ejército estadounidense. Israel, por mucho que tema, debe entender esto”, vaticinaba. Rusia cuenta, además, con la ventaja de la experiencia. En el siglo XIX ya hubo de luchar con Reino Unido por el control del comercio y las materias primas en Asia Central, en lo que el escritor Rudyard Kipling definió como “el Gran Juego” en su novela Kim.

Esta nueva perspectiva ha terminado de convencer a las mentes grises que pululan por Washington de que quizá la mejor alternativa es forzar un cambio de orientación y confiar en el diálogo. En este punto, el problema reside en cómo asfaltar el camino y sortear los numerosos obstáculos que lo entrampan. Arrinconada la opción militar, que además de las dudas de fiabilidad que plantea se considera altamente arriesgada, y perdida la confianza en la capacidad de la oposición en el exilio tras el fiasco cosechado en Irak, la única opción parece incentivar de alguna manera al nuevo régimen para que voltee su actitud y se avenga a cooperar. Las sanciones económicas tampoco han funcionado. Y no parece que puedan hacerlo en el futuro. China por razones energéticas y Rusia por intereses políticos no parecen de momento inclinadas a endurecerlas con propuestas como cortar a Irán el suministro de gasolina y otros productos refinados. La crisis mundial financiera añade otros problemas. Las cuentas de Irán necesitan que el barril de petróleo se mantenga en torno a los 95 dólares. Cualquier precio por debajo perjudicaría el suministro energético lo que, como señala Raghida Dergham, corresponsal diplomático del diario árabe Al Hayat, ampliaría el apoyo popular a la energía nuclear.

Privilegios regionales

Pero, ¿qué clase de incentivos? El sector más conservador del régimen se siente seguro en la nueva posición de privilegio regional. Pese a los mensajes conciliadores de moderados como el ex presidente Jatamí y los guiños de su beligerante sucesor –Ahmadineyad declaró meses atrás que su país está abierto a escuchar–, muchos sectores aún mantienen la línea esgrimida en agosto de 2006 por Hossein Shariatmandani, director del conservador diario persa Kayhan, quien declaró a Newsweek que para Irán “establecer relaciones plenas con EE UU no es un punto extra para nosotros. Son los norteamericanos los que llevan 27 años buscando un acuerdo”. “La solución es difícil porque Occidente no tiene nada que el régimen desee, excepto ser tratado como un igual”, puntualiza un diplomático europeo asentado en Oriente Medio. “Lo único que pretende es que se reconozca su posición como motor del islam y se le considere un actor de peso en la escena internacional”.

Más complicado parece convencer a Israel de que es posible un Oriente Medio estable con un Irán armado con munición atómica, pese a que ambos países eran amigos cuando en los 70 arrancó, con beneplácito de EE UU, el programa nuclear del sha de Persia que después rescató Jomeini. Israel no sólo teme un ataque. Sabe que un régimen iraní con tecnología bélica nuclear supondría el fin de su supremacía en la región e impondría un nuevo modelo en una de las zonas más convulsas. El mismo miedo moviliza a los aliados árabes de Washington, y en particular a Arabia Saudí. Tras años de exigir un Oriente Medio sin armas de destrucción masiva –Israel es el único Estado de la zona con armamento atómico– países como Egipto han anunciado planes para construir centrales nucleares.

Barack Obama es el presidente que los estadounidenses han elegido para afrontar este momento de crisis planetaria. Quizá su primera tarea –y en la que resida el éxito o el fracaso de su misión– sea recuperar la solidaridad internacional, el multilateralismo y el diálogo anegados por su infausto predecesor. Primero frente a Rusia. En octubre de 2007, Putin se convirtió en el primer presidente ruso desde Stalin que visita Irán. Como ha señalado el ex ministro israelí de Exteriores, Shlomo Ben Ami, “desde entonces Putin ha hecho todo lo posible para dejar al descubierto el fracaso de la política estadounidense en Irán. Seguramente, Rusia sería capaz de contener al régimen iraní, pero sólo lo hará a cambio de que EE UU respete sus intereses en las antiguas repúblicas soviéticas y acepte también quizá una revisión de los acuerdos posteriores a la guerra fría”.

En Asia Central, el mundo deberá esperar hasta la celebración de las elecciones presidenciales en Irán. El resultado será un buen indicador de las verdaderas intenciones del régimen. Si se alza vencedor Mohamad Qalibaf, alcalde de Teherán y posible candidato conservador moderado, las opciones de entendimiento serán más reales. En una reciente visita a Tokio, Qalibaf se mostró partidario de la negociación con EE UU. En campaña electoral, Obama aseguró que estaba dispuesto a sentarse a una mesa sin condiciones previas. En julio de 1971, Kissinger sorprendió al mundo con el anuncio de su viaje secreto a China. Quizá la historia se imite a sí misma. El tiempo dirá si Obama estará a la altura de Nixon o si el Gran Juego le hará pagar la factura de su poca experiencia igual que al también mediático y joven John F. Kennedy, arrastrado a la Bahía de Cochinos y vapuleado por Nikita Jruschov en la Conferencia de Viena.

LA COMUNIDAD DE INTELIGENCIA ESTADOUNIDENSE TRAS LAS ELECCIONES DE NOVIEMBRE DE 2008: RETOS Y OPORTUNIDADES DE LA ADMINISTRACIÓN OBAMA


Gustavo Díaz Matey

Introducción

Existe una tendencia general a identificar el trabajo de la inteligencia con espías, conspiraciones y acciones encubiertas. Esta situación está generada en gran medida por factores como el gran desarrollo de las novelas de espionaje, fomentada por el éxito de taquilla de este tipo de guiones y, en parte, justificada por los fallos de inteligencia a lo largo de la historia. Por ello, nada mejor que intentar explicar de manera científica y rigurosa la estructura de una de las mayores comunidades de inteligencia del mundo, como es la estadounidense,[1] para que investigadores, académicos y el público en general se hagan una idea del verdadero funcionamiento de una parte esencial de cualquier gobierno: las estructuras de inteligencia que componen la comunidad de inteligencia (CI).

De hecho, uno de los clichés más extendidos desde el 11 de septiembre en EEUU es que la CI está rota. Por norma general, cuando pensamos en algo roto, estamos admitiendo que debe ser reparado o reemplazado, de tal modo que el problema se solucionará. Si bien es verdad que la penosa respuesta al caos que produjo el huracán Katrina nos muestra lo mal preparado que estaba EEUU para responder a este tipo de acontecimientos, el sistema de inteligencia estadounidense no puede ser reemplazado sin más, debido a su complejidad y pluralidad fruto de dos causas principalmente: la primera histórica, ya que los organismos se han ido creando en diferentes momentos históricos, ubicados en diferentes departamentos; la segunda es fruto de la anterior, y es que una vez que se ha creado un organismo administrativo tiende a perpetuarse y pugnar por salvaguardar sus competencias, resistiéndose a su absorción por otro competidor.[2]

De este modo, involucrados en dos guerras, en Afganistán e Irak, y otra contra el terrorismo a largo plazo iniciada por la Administración Bush, el recién elegido presidente de EEUU jugará un papel determinante en el desarrollo de las actuaciones y procedimientos de los asuntos de la comunidad de inteligencia en los próximos años, dependiendo no sólo de su agenda política, sino también de la personalidad de Obama, debido al amplio papel que el ejecutivo juega en los asuntos de inteligencia. En última instancia, es el presidente, como comandante en jefe de la defensa del país, el encargado de ampliar, reducir o modificar la estructura de la comunidad de inteligencia como parte de la estructura de la defensa nacional del país. El presidente es el comandante supremo de las fuerzas armadas (Art. I sec. 2 de la Constitución) y tiene la capacidad de reestructurar los servicios de inteligencia por medio de órdenes ejecutivas. Lo que no significa que éste no tenga que contar con el apoyo del poder legislativo representado en el Congreso, quien en última instancia pasa las propuestas de ley a leyes.[3] En último término, en un país presidencialista como EEUU la responsabilidad de los servicios de inteligencia recae en el presidente y el Consejo de Seguridad Nacional (NSC), nombrados de manera democrática.

Si el trabajo del análisis de prospectiva durante la campaña presidencial no ha sido nada fácil, ya que ambos congresistas –Obama y McCain– cambiaron considerablemente sus posiciones sobre inteligencia desde que fueron elegidos candidatos, ahora que está claro quién ocupará la Casa Blanca en los próximos años la tarea se presenta algo más asequible.

En este sentido, una cosa son las declaraciones que se puedan hacer en campaña y otra muy distinta lo que suceda en los siguientes años tras las elecciones. El ejemplo lo encontramos en la posición de ambos candidatos a las controvertidas medidas relativas a la inteligencia en los últimos años, como la Foreign Intelligence Surveillance Act (FISA), el conjunto de medidas que habilitan a la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) a interceptar llamadas y e-mails entrantes de fuera de EEUU cuando el gobierno sospeche que dichas acciones pueden ser parte de conspiraciones terroristas, sin necesidad de orden judicial, simplemente notificándolo al DCI. Así, la CIA ha conseguido la autorización para monitorizar envíos de dinero, incluidos aquéllos hechos por ciudadanos o residentes estadounidenses.[4] Estas medidas, junto con las prisiones secretas de la CIA, han despertado gran controversia por la vulneración de los derechos humanos que suponen. De este modo, aunque los dos candidatos se han opuesto a las reformas realizadas por la Administración Bush de un modo u otro –McCain intentando distanciarse de la Administración Bush y Obama argumentando la defensa de los derechos civiles–, las posiciones no estaban tan claras, ya que ambos daban prioridad a la seguridad nacional. De este modo, Obama –aconsejado por John Brennan, ex director del Centro Nacional Contraterrorista– afirmó en la campaña que:

“That, in my mind, met my basic concerns. And given that all the information I’ve received is that the underlying program itself actually is important and useful to American security, as long as it has these constraints on them, I felt it was more important for me to go ahead and support this compromise”.[5]

También McCain intentó distanciarse enérgicamente de la Administración Bush en cuestiones como el uso de la tortura con prisioneros:

“The Army general said that the techniques under the Army Field Manual are working and working effectively, and he didn’t think they need to do anything else”.[6]

Sin embargo, el principal asesor de McCain en cuestiones de Política Exterior, Randy Scheunemann, afirmaba poco después que “la posición actual de McCain es que los interrogadores de la CIA no deben estar sujetos a las directrices del Manual de Campo del Ejército”.

Del mismo modo, como hemos podido comprobar, la comunidad de inteligencia no fue un tema demasiado utilizado en la campaña de ninguno de los dos candidatos (aunque sí lo han sido otros temas de seguridad nacional), en parte por el desconocimiento del gran público de lo que constituye la comunidad de inteligencia estadounidense, su gran complejidad y la importancia de la crisis financiera en la que estamos inmersos. De este modo, la CI no fue un tema de especial atención en ninguno de los debates televisados entre los dos candidatos. Sin embargo, a pesar de todo ello, el cómo se relacione Obama como nuevo presidente de EEUU con la CI será determinante para conocer el verdadero alcance de las reformas iniciadas en 2001. De este modo, es interesante comprobar como una de las primeras medidas aprobadas por el nuevo presidente tras su toma de posesión el 20 de enero ha sido la firma de tres órdenes ejecutivas: (1) para revisar la situación de las personas detenidas en Guantánamo y el cierre de las instalaciones de detención; (2) para revisar las opciones de la política de detención con la creación de un grupo interagencias especial para analizar la situación de los detenidos; y (3) para asegurar que los interrogatorios a detenidos cumplan con la más estricta legalidad, revocando la Orden ejecutiva 13440 de 20 de julio de 2007 que otorgaba mayores prerrogativas a la CIA en materias de escucha y detención de sospechosos.

Por tanto, el motivo principal de este trabajo es presentar de forma clara la estructura de la comunidad de inteligencia estadounidense, desde sus inicios hasta llegar a la raíz de los cambios realizados por la Administración Bush con motivo de los fatídicos acontecimientos del 11 de septiembre de 2001.[7] Al presentar la evolución de la estructura intentará explicar la esencia de la inteligencia estadounidense, para posteriormente realizar un análisis de prospectiva de lo que puede quedar y puede ser modificado de la misma con la llegada de Administración Obama a la Casa Blanca. Aunque, como se ha dicho, los temas de inteligencia no ocuparon gran espacio en la campaña electoral, ahora que sabemos que los demócratas formarán gobierno en los próximos años, tendremos la oportunidad de ver hacia dónde desembocarán las reformas de la comunidad de inteligencia estadounidense comenzadas por la Administración Bush en septiembre de 2001. Sin embargo, para ello será necesario recorrer un largo camino con el fin de entender la estructura y la naturaleza de una Comunidad afectada por un gran número de cambios a lo largo de su historia, especialmente en los últimos años, y altamente condicionada a las percepciones y personalidades de los diferentes inquilinos de la Casa Blanca.

Evolución de la CI estadounidense

El desarrollo y evolución de la comunidad de inteligencia estadounidense a lo largo de la historia es peculiar, por lo que es interesante analizarla en profundidad para comprender las diferentes “tensiones” entre distintos departamentos y organismos, no sólo por conservar y ampliar competencias, sino también por la asignación de presupuestos.

EEUU, hasta el final de la Segunda Guerra Mundial, fue muy reacio a crear estructuras de inteligencia permanentes, si bien es verdad que se crearon estructuras ad hoc en momentos de especial dificultad para realizar labores de inteligencia.[8] De este modo, aunque ya en noviembre de 1775 se creó un comité de Correspondencia Secreta en el Congreso Continental para recolectar inteligencia exterior, EEUU no contará con un servicio de inteligencia permanente, estructurado y a nivel nacional hasta casi 160 años más tarde. Es importante tener una noción clara de lo que inteligencia significa, ya que si bien el uso de “espías e informadores” ha existido desde tiempos inmemoriales, la concepción de la inteligencia contemporánea es algo más.[9] De este modo, a pesar de que la Constitución no habla de los servicios de inteligencia, los padres fundadores los dan por supuestos.

En este sentido, durante la Guerra de Secesión ambos bandos usaron “espías” para conseguir algún tipo de ventaja. La Unión recurrió a los servicios de la empresa de detectives privados Pinkerton, dirigida por Allan Pinkerton, quien se unió a las filas del general George McClellan como jefe de inteligencia; dimitió poco después cuando el presidente Lincoln despidió al general en 1862. Durante las mismas fechas se fundó otro cuerpo de inteligencia creado por Lafayette Baker centrado en funciones de contrainteligencia contra los confederados. Sólo un año después, tras los éxitos relativos de estas experiencias, en 1863 el general Joseph Hooker pidió al coronel George H. Sharpe la creación de una oficina de información militar. Sin embargo, a pesar las distintas contribuciones de estas estructuras a la contienda, al final de la guerra fueron disueltas y EEUU volvió a su postura de no contar con estructuras de inteligencia de carácter permanente en tiempos de paz. Podemos decir que la excepción sería la creación del servicio secreto en 1865[10] bajo la autoridad del recién creado Departamento del Tesoro, cuya misión principal era luchar contra los falsificadores de moneda y proteger al presidente.[11]

Esta es la razón principal por la que las estructuras de inteligencia, hasta los cambios producidos al final de la Segunda Guerra Mundial, se encontraban en el seno del Ejército. Hasta 1882 la no creó la primera agencia de inteligencia permanente en tiempos de paz: la Oficina de Inteligencia Naval (ONI). El Ejército de Tierra hizo lo propio y en 1885 creó la División de Inteligencia Militar y en 1888 el Congreso autorizó la asignación de agregados militares a puestos diplomáticos en el extranjero. Estas organizaciones, aunque distaban mucho de ser profesionales, jugaron un papel relativamente importante cuando estalló la guerra con España en 1898.

Cuando el país entró en guerra las labores de inteligencia volvieron a cobrar una notable importancia y se resucitó la División de Inteligencia Militar (MID) del Ejército de Tierra, dirigida por Ralph Van Deman y después por Herbert O. Yardley. También se recuperó la Oficina de Inteligencia Naval (ONI). Ambas organizaciones trabajaron estrechamente con la oficina de investigación del Departamento de Justicia, creada en 1908, y el Servicio Secreto, del Departamento del Tesoro. De igual modo se creó una unidad propia dentro de las tropas militares para realizar labores de inteligencia en Europa (G-2), comandadas por el general Pershing.

A pesar de estos primeros pasos, EEUU llegó a la Primera Guerra Mundial con unas capacidades de inteligencia mucho más limitadas que el resto de actores de la esfera internacional. No obstante, la buena relación con las potencias aliadas y su posterior entrada en guerra contra las potencias del eje permitió que se comenzase a formar la gran alianza entre británicos y americanos en materia de inteligencia que dura hasta nuestros días y que la inteligencia estadounidense comenzase a ver las ventajas de contar con estructuras de inteligencia de carácter permanente. Un claro ejemplo fue la ayuda prestada por los británicos con las operaciones de descifrado de los códigos alemanes (Room 40), realizadas desde el departamento de inteligencia naval británico. Debido al cambio en las condiciones de la guerra, y a los resultados de las estructuras de inteligencia tanto propias como de las potencias aliadas, tras la Primera Guerra Mundial EEUU se encontró dando los primeros pasos para establecer una comunidad de inteligencia, no sin tener que salvar innumerables obstáculos. En 1911, por ejemplo, se dictó la Defense Secrets Act, que penaba la difusión ilegal de información sobre defensa. La ley fue derogada en 1917 y sustituida por la Espionage Act, actualmente en vigor.[12]

En este sentido, en 1916 el Congreso de EEUU autorizó al FBI para que realizase labores de contrainteligencia, tanto como para actividades extranjeras en EEUU como para grupos anarquistas y radicales de carácter político. Posteriormente, el presidente Roosevelt coordinó las actividades de contrainteligencia con la creación de un comité con los directores del FBI, el MID y el ONI. En 1940, el presidente expandió las responsabilidades del FBI para recolectar inteligencia de carácter no militar al hemisferio norte exceptuando la zona del canal de Panamá, y Edgar Hoover, director del FBI, creó una unidad especial de inteligencia dentro del FBI para recolectar inteligencia en Centroamérica y Sudamérica. Por su parte, el Ejército asumiría la recolección de la inteligencia en África, Europa y la zona del Canal y la se hacía cargo de la zona del pacífico. De este modo se comenzó a desarrollar la inteligencia de carácter no militar en EEUU. Como se puede observar, el camino que llevó tanto al Ejército como al FBI a hacerse con competencias de inteligencia no fue fácil y ningún departamento involucrado quiso perder ni competencias ni presupuestos, sobre todo cuando al final de la Segunda Guerra Mundial se comenzaron a oír voces que abogaban por la creación de una estructura de inteligencia permanente con un componente no militar, con lo que comenzaban unas tensiones entre los componentes militares y civiles de inteligencia que durarían hasta nuestros días (como comprobaremos más adelante, cuando analicemos las atribuciones del DCI y del DNI).

Al final de la Gran Guerra, EEUU mantuvo parte de las estructuras creadas durante la contienda. Así, dentro del Ejército de Tierra, el MID siguió operando con una unidad de descifrado de códigos llamado the black chamber, que consiguió descifrar los códigos japoneses antes de la conferencia de desarme de Washington en 1921. La unidad fue desmantelada cuando en 1929 el secretario de Estado Henry L. Stimson eliminó los fondos destinados a ella.[13] En ese año el Ejército creó su propia unidad de inteligencia de señales –el SIS, dirigido por W. Frederick Friedman– que en 1940 descifró los códigos de la maquina de cifrado japonesa púrpura, cuyos productos se diseminaron con el nombre en clave de Magic. Por su parte, la creó en 1924 una organización de radio-inteligencia en la oficina de las comunicaciones navales (ONC), conocida como OP 20-G y dirigida por el teniente Laurence F. Salfford. En ambos casos, tanto en el Ejército como en la Armada, el MID y el ONI trataron de hacerse con el control del servicio de inteligencia de señales y del ONC, respectivamente, pero sin éxito, lo que supuso una falta de centralidad y mando único de estas unidades de inteligencia. En estos ejemplos podemos ver con claridad las reticencias de la época a usar las labores de inteligencia en tiempos de paz. Estas tensiones, como se puede comprobar a lo largo de toda la historia, se manifiestan en la lucha por las distintas partidas presupuestarias entre las distintas agencias.

Al inicio de la Segunda Guerra Mundial el presidente Roosevelt mandó a Inglaterra a William J. Donovan para ver los progresos de la inteligencia británica con respecto a los códigos alemanes. A su regreso el 10 de junio de 1941, Donovan dirigió un memorando al presidente Roosevelt en el que sostenía que era necesario un servicio de información estratégica que tuviese un coordinador de información estratégica, directamente subordinado al presidente y auxiliado por un Comité Consultivo compuesto por el director del FBI y los directores de los servicios de inteligencia del Ejercito y de la Armada y los homólogos de los demás departamentos afectados. El 25 de junio de 1941 Roosevelt dictó una orden militar creando la figura propuesta y el 11 de julio se re-escribió la orden por la oposición creada, eliminando la palabra estratégica. Se creó la Office of Coordination of Information (OCI), con una plantilla de 1.600 personas y poco después, en junio de 1942, se convirtió en la OSS, al servicio del Joint Chiefs of Staff. A pesar de los roces por las competencias, Roosevelt propuso llevar a cabo el proyecto de Donovan de centralizar la inteligencia pero su sucesor como presidente, Harry S. Truman, prefirió disolver la OSS un mes después de la capitulación de Japón. Por otro lado, en el frente del pacífico el general McArthur estableció su propia agencia de inteligencia, la Oficina de Inteligencia Aliada (AIB), orientada a coordinar las actividades de inteligencia de británicos, australianos holandeses y norteamericanos.

Tras el final de la Segunda Guerra Mundial se comenzó a desmantelar la enorme maquinaria de guerra y con ella las estructuras de inteligencia, con lo que comenzó un debate sobre si EEUU necesitaba una estructura de inteligencia permanente y de ser así de qué tipo. En un principio, Truman era muy reacio a crear una estructura permanente de inteligencia, en gran parte debido a la falta de coordinación de las distintas estructuras existentes a la hora de proveer productos de inteligencia al presidente y en parte debido al legado de Pearl Harbor. Sin embargo, una vez desmantelada la OSS, su estructura de análisis se trasladó al Departamento de Estado, creándose la Oficina de Inteligencia e Investigación (INR). En gran parte debido a presiones, en 1946 Truman creó la National Intelligence Authority (NIA), compuesta por el secretario de Estado de Marina y un representante personal del presidente. Las estructuras de contrainteligencia e inteligencia secreta fueron destinadas al Departamento de Guerra y posteriormente al Grupo Central de Inteligencia (CIG), que se encontraba bajo la supervisión del Departamento de Estado, de Guerra y Marina, dentro de la NIA, germen de la CIA, que se crearía por el Acta de Seguridad Nacional de 1947. En esta situación se llegó a la Guerra Fría, época en la que nació y se consolidó la comunidad de inteligencia estadounidense.

En aquel entonces estaba claro que las fuerzas armadas estadounidenses necesitaban una nueva Estrategia de Defensa Nacional y ninguna rama del Ejército quería perder influencia. De este modo, la Fuerza Aérea presionaba para convertirse en una rama aparte del Ejército de Tierra y de la Marina, la Marina quería un mayor presupuesto para construir grandes barcos de guerra ante la inminente perdida del control de la Fuerza Aérea y el Ejercito, por su parte, quería un mayor número de efectivos, abogando por un servicio militar obligatorio. En suma, cada rama de las fuerzas armadas quería una mayor influencia ante la nueva situación y esta influencia debía estar reflejada en los presupuestos asignados.

En esta situación nació el Acta de Seguridad Nacional de 1947, con las enmiendas de 1949, que transformó la estructura de seguridad nacional de EEUU. El acta creó la posición de secretario de Defensa, estableció la Fuerza Aérea como rama independiente del Ejército, se unificaron las tres ramas en el Departamento de Defensa y se coordinaron a través de los Joint Chiefs of Staff (JCS).

Del mismo modo, el Acta creó la CIA, considerada la primera agencia civil de inteligencia en tiempos de paz en EEUU. Cuando en 1947 se formó la CIA, se le unió una agencia ya existente, el Foreign Broadcast Information Service (FBIS), encargada de monitorizar las comunicaciones alemanas y japonesas durante la Guerra. Posteriormente, fue trasladado al Departamento de Guerra y al efímero Grupo Central de Inteligencia, y finalmente a la CIA. El FBIS crea informes que se pueden comprar a través del Departamento de Comercio, por medio de su Servicio Nacional de Información Técnica (NTIS) y hoy este servicio se ha convertido en una suscripción online llamada NTIS.

También se creó la posición de director de la Inteligencia Central (DCI). Hasta el Acta de la Reforma de Inteligencia y el Acta de la Prevención del Terrorismo de 2004, el DCI era la cabeza de la CIA, el principal asesor del presidente en materia de inteligencia y el coordinador de las actividades de inteligencia en el país. Sin embargo, el DCI no controla ni los presupuestos ni el personal de gran parte de la comunidad de inteligencia estadounidense, potestad que sí tiene el secretario de Defensa.[14]

En las enmiendas de 1949 el Ejército perdió gran parte de sus competencias de comunicaciones, principalmente por su mala actuación en la guerra de Corea. Así, la Agencia de Seguridad de las Fuerzas Armadas (AFSA), integrada en el Joint Chiefs of Staff, pasó por la orden ejecutiva de 1952 a ser la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) bajo el secretario de Defensa. Esta agencia con el tiempo se ha convertido en la principal agencia de la comunidad de inteligencia estadounidense, por los presupuestos que tiene asignados. Se ocupa principalmente de la agencia de señales, SIGINT.

En 1958 con el proyecto Corona comenzó la era espacial para la comunidad de inteligencia estadounidense. El éxito de este proyecto y la competencia entre las distintas ramas del Ejército sobre estas cuestiones llevó al presidente Eisenhower a crear la NRO, dentro del Departamento de Defensa. Sin embargo, la CIA tenía un cierto control en sus presupuestos junto con Defensa hasta los años 90. Esta agencia gasta la mayor parte del presupuesto de inteligencia y su misión es diseñar, desarrollar y operar los satélites de reconocimiento de EEUU.

En 1957 se creó, dentro de la oficina ejecutiva del presidente, el Consejo de Seguridad Nacional (NSC) para guiar y coordinar la inteligencia del país. De hecho, el director del NSC es el asistente del presidente para los asuntos de seguridad nacional y esta figura es, por tanto, la piedra angular de la coordinación de la seguridad nacional desde su creación.

Cuando John F. Kennedy llegó a la presidencia de EEUU en 1961, su secretario de Estado, Robert McNamara, añadió otra pieza a la comunidad de inteligencia con la creación de la DIA, la Agencia de Inteligencia de Defensa, cuya misión es consolidar la producción de inteligencia por parte de los militares ayudando al secretario de Defensa y el JCS. De este modo, se configura la estructura de recolección humana en EEUU por lo que los principales recolectores de inteligencia por medios humanos son el Servicio Nacional Clandestino (NCS) de la CIA, anteriormente llamado Directorio de Operaciones, el Defense Humint Service (DHS) y, tras el 11 de septiembre, el FBI. Ya en la post-Guerra Fría, en 1993, el Departamento de Defensa centralizó sus capacidades de recolección de inteligencia humana en el DHS, órgano creado dentro de la DIA.

Con respecto a la recolección de inteligencia por medios técnicos, de 1961 a 1996 fue responsabilidad del Centro Nacional de Interpretación Fotográfico (NPIC), compuesto por personal de la CIA y de la DIA, así como por unidades de las distintas ramas del Ejército. Durante la Guerra Fría uno de los actores más activos en la recogida de información de fuentes abiertas fue la División Tecnológica Exterior de la Fuerza Aérea (FTD). Esta organización es ahora forma parte del Centro de Inteligencia Nacional del Aire y del Espacio (NASIC), dentro de la Agencia Nacional del Aire. En 1996 se creó la Agencia de Imágenes y Mapas (NIMA), cuyo nombre se cambió en 2003 por el de Agencia de Inteligencia Nacional Geoespacial (NGA). En 1996 se reformó la plataforma de imágenes de la CI estadounidenses (IMINT), incluyéndola dentro del Departamento de Defensa. Esta nueva agencia combina los esfuerzos de la Agencia de Mapeado de Defensa (DMA), el NPIC de la CIA y la oficina central de imágenes del Departamento de Defensa, así como otros departamentos de otras agencias. Estos esfuerzos están encaminados a crear un nuevo INT, GEOINT, o inteligencia geoespacial, que incluiría mapas, gráficos y datos medioambientales. En esta situación se llega a la post-Guerra Fría y al 11 de septiembre.

Los cambios después del 11 de septiembre: el debate sobre la necesidad de reforma

El National Security Act (Acta de Seguridad Nacional) de 1947 creó el National Security Council, el director central de Inteligencia (DCI), lo que eventualmente fue el Departamento de Defensa (DoD) y el secretario de Defensa. La CIA se creó dos años después de manera independiente, sin estar supeditada a ningún otro gabinete, en contraste con el resto de miembros de la comunidad de inteligencia, que sí están situados en distintos departamentos. Por tanto, se parte de la premisa de que antes del 11 de septiembre de 2001 la comunidad de inteligencia podía entenderse como CIA/DoD y exterior e interior.

El viejo sistema de inteligencia, que nació con el Acta de Seguridad Nacional de 1947, fue diseñado para hacer frente a la Unión Soviética. Desgraciadamente, las amenazas que se ciernen sobre la esfera internacional son mucho más difusas y complejas, lo que en último término supone que las intenciones del enemigo son incluso más importantes que las capacidades. Mucho se habló tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 de la necesidad de reformar los servicios de inteligencia estadounidenses. El debate está abierto desde múltiples perspectivas: políticas, periodísticas e incluso legales.[15] Aunque la terminología no está del todo clara sobre la necesidad de reforma o de completa trasformación, lo que parece más que evidente es que la relación del nuevo presidente de EEUU para con la CI será importantísima en la próxima legislatura, ya que los desafíos son formidables y las implicaciones de la reforma o la transformación van mucho más allá de lo que muchas veces se piensa. Sin embargo, este es el argumento subyacente en los “cambios” acontecidos en la CI en los últimos años. Así, tras los atentados de 2001, el Congreso ordenó la mayor reorganización de la inteligencia estadounidense de la historia. Con tal fin se creó el USA Patriot Act: “uniting and strengthening America by providing appropriate tools required to intercept and obstruct terrorism acts”. Esta ley desmantela la distinción entre vigilancia interna y externa, creada en los años 70 durante las investigaciones del caso Watergate y tiene el fin de que la CIA y el FBI puedan compartir información mucho más libremente, aunque lo cierto es que supone una vulneración importante de los derechos civiles.[16] Un año después se creó el Departamento de Seguridad Nacional (DHS) por la Homeland Security Act de 2002, cuya oficina de análisis de inteligencia es parte de la comunidad de inteligencia, al igual que el servicio de guardacostas es otro miembro de la CI, integrado en el DHS, mientras que –curiosamente– el servicio secreto no lo es (aunque es parte de la DHS).

En julio de 2004 se constituyó la comisión bipartita sobre los atentados del 11-S, y se recomienda crear la figura del director nacional de Inteligencia (DNI), como un puesto que tuviese la suficiente autoridad para integrar las distintas partes de la comunidad de inteligencia. Del mismo modo, esta comisión recomendó la creación de un Centro Contraterrorista Nacional (NCTC), que incluye el personal del centro contraterrorista de la CIA y el Joint Task Force Combating Terrorism (JITF-CT). El presidente Bush se apresuró a respaldar las distintas recomendaciones de la comisión cuando en julio y agosto de 2004 estableció dos órdenes ejecutivas (EO): la EO 13354 establece el Centro Nacional Contraterrorista (NCTC),[17] creada con el fin de aumentar y reafirmar la posición del DCI, dándole capacidad para reasignar fondos de los NFIP, y consultar reasignaciones con el Secretario de Defensa del JMIP y del Tactical Intelligence and Related Activities (TIARA);[18] la EO 13356 se centra en una de las mayores preocupaciones de la comisión del 11-S, el compartir información entre agencias y a distintos niveles. La orden asigna al DCI la misión de coordinar la información de inteligencia. Del mismo modo, la orden establece el Consejo de Sistemas de Información con el objetivo de compartir la máxima información relativa a amenazas terroristas entre las distintas agencias involucradas.[19]

Según la Comisión de las Armas de Destrucción Masiva (WMD Commission) de marzo de 2005,[20] la inteligencia doméstica y el FBI son uno de los eslabones más débiles del sistema de inteligencia estadounidense. El presidente Bush lanzó una profunda campaña de reorganización de la inteligencia gestionada por el FBI que incluía entre otras cuestiones una reorganización de las tres unidades de inteligencia del FBI en la National Security Branch (NSB), bajo el mando de un director que debía ser aprobado por el DNI y que daría explicaciones a este mismo y al presidente.[21] El principal problema que presenta la reestructuración de la inteligencia doméstica estadounidense reside en que el FBI se centra en la investigación criminal, y cambiar esta cultura no será tarea fácil. De hecho, hay diversos autores que afirman que la comunidad de inteligencia estadounidense necesita una nueva agencia, distinta del FBI, encargada de la inteligencia doméstica.[22] Si bien es verdad que a día de hoy hay un total de cinco agencias encargadas de recolectar inteligencia doméstica.[23]

Posteriormente, mientras que el embajador John Negroponte, apadrinado por Henry Kissinger, [24] esperaba ser confirmado como DNI, el 31 de marzo de 2005 salió a la luz el informe de la comisión sobre las capacidades de inteligencia estadounidenses en relación con las armas de destrucción masiva. La comisión, presidida por el senador Charles Robb y el juez Laurence Silberman, contaba con el respaldo de la Casa Blanca, ya que fue precisamente el presidente quien propuso a la mayoría de sus integrantes. La principal conclusión de esta comisión, reflejada en el informe, fue el fallo de los servicios de inteligencia estadounidenses para descubrir a tiempo que Sadam Hussein ya no poseía armas de destrucción masiva. Hay una paradoja en la recomendación de la comisión de las armas de destrucción masiva de centralizar aún más el sistema de inteligencia estadounidense, y el prematuro consenso de la comunidad de inteligencia estadounidense con respecto a que Irak poseía armas de este tipo. El acta de reforma del Departamento de Defensa Goldwater-Nichols de 1986 (pub L. NO 99-433, 1986) sirvió de ejemplo para la comisión.[25] Para conseguir su integración, el Congreso simplemente elevó el estatus del jefe de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Chairman of the Joint Chiefs of Staff) convirtiéndole en el único y principal consejero militar ante el presidente y el secretario de Defensa, ya que antes de 1986 el DoD sólo tenía una integración débil, en parte porque el Joint chiefs of Staff estaba compuesto por los jefes de las ramas del Ejercito y era responsable de dar consejo al presidente y al secretario de Defensa, pero comúnmente representaba simplemente el mínimo común denominador entre las distintas ramas del Ejercito.

El Congreso respondió al informe de la comisión inmediatamente con el Acta de la Reforma de Inteligencia y la Prevención del Terrorismo, que fue firmada por el presidente el 17 de diciembre de 2004.

En el primer tercio de esta ley, y reflejando una de las principales recomendaciones de la comisión del 11 de septiembre, se establece la creación del sistema de inteligencia nacional por parte de un nuevo puesto: el director nacional de Inteligencia (Director of National Intelligence, DNI), con el fin de conseguir una mayor centralización de la comunidad de inteligencia estadounidense.[26] Básicamente, esta figura recoge los requerimientos del presidente y se los trasmite al director de la CIA. En este sentido, uno de los mayores peligros es exagerar la autoridad que el Acta de Reforma de la Inteligencia le confiere al DNI, ya que la capacidad de aprobar presupuestos que tiene es limitada, en gran parte porque están excluidos los grandes presupuestos de defensa, y los que firma deben ser avalados por los Comités de Inteligencia y del Senado y en última instancia por el presidente.[27] Del mismo modo, puede reorientar presupuestos entre agencias, pero no puede despedir o contratar jefes de las distintas agencias de inteligencia.[28] Muchas veces se olvida que el predecesor de la figura del DNI, el director de la Inteligencia Central (DCI), ya tenía estas atribuciones en pos de las modificaciones que se hicieron en 1992 al Acta de Seguridad Nacional en 1947.[29] Las diferencias principales entre ambas figuras son tres: (1) el DCI no tenía autoridad sobre la inteligencia interna y, sin embargo, el DNI tiene como misión principal coordinar la inteligencia interna y externa; (2) en la reforma de 1992 se establecía que el DCI y el director de la CIA debían ser la misma persona, mientras que en la reforma de 2004 se establece que ambas figuras no pueden coincidir en la misma persona; y (3) la figura del DNI engloba muchas más personas bajo su mando, en gran parte por tener a su cargo la inteligencia doméstica. En última instancia, dirigir la CIA es un trabajo a tiempo completo, siendo el consejero principal del presidente en materias de inteligencia, responsable de identificar las prioridades de las amenazas del país y el coordinador de las agencias de inteligencia encargadas de recoger inteligencia exterior. Ahora es el nuevo DNI quien despacha todas las mañanas con el presidente para darle el Daily Briefing –y no el director de la CIA, León Panetta–, que incluye también la información preparada por el “nuevo” Centro Nacional Contraterrorista.[30] En este sentido, los retos que deberá afrontar el almirante Dennis C. Blair, el nuevo DNI designado por Obama y ratificado por el Congreso, son principalmente cinco: (1) reducir la tensión entre el Departamento de Defensa y la CIA; (2) coordinar las agencias dedicadas a recoger inteligencia técnica; (3) mejorar de manera significativa la inteligencia doméstica; (4) hacer una realidad el ambiente de intercambio de información necesario; y (5) hacer una profunda evaluación de la CIA.[31]

Podemos concluir que la comunidad de inteligencia estadounidense se compone de las 16 agencias encargadas de obtener, analizar y diseminar información al presidente y su Administración:

Una Agencia independiente:

La CIA.

Ocho agencias dependientes del Departamento de Defensa:

La Agencia de Inteligencia de Defensa (DIA).
La Agencia de Seguridad Nacional (NSA).
La Agencia Nacional de Inteligencia Geo-espacial (NGA).
La Oficina Nacional de Reconocimiento (NRO).
Directorio de Inteligencia, Vigilancia y Reconocimiento (Fuerzas Aéreas).
Oficina de Inteligencia (Ejército).
Departamento de Inteligencia (Marines).
Oficina de Inteligencia Naval (Marina).

Dos miembros del Departamento de Justicia:

La Oficina Federal de Investigación (FBI).
La Oficina de Inteligencia de Seguridad Nacional en la Agencia de Lucha contra el Narcotráfico (DEA).

Dos miembros dependientes del Departamento de Homeland Security (dirigido por la recién nombrada Janet Napolitano):

La Unidad de Inteligencia de Guardacostas
La Oficina de Inteligencia y Análisis.

Tres agencias dependientes respectivamente del Departamento de Estado, Departamento de Energía y Departamento del Tesoro:

Oficina de Inteligencia e Investigación (INR) del Departamento de Estado.
Oficina de Inteligencia y Contrainteligencia del Departamento de Energía.
Oficina de Terrorismo e Inteligencia Financiera del Departamento del Tesoro.

En este punto cabría incluir la figura del director nacional de Inteligencia (DNI), que estaría en el limbo entre la CI y los órganos políticos.[32] Bajo nuestro punto de vista, esta figura se debe considerar como un enlace entre la CI y el presidente Obama y de coordinación entre la propia CI, a pesar del carácter político de la misma.

Por último, entre la CI, el DNI y la Administración encontramos cuatro órganos de carácter político, ya que serán nombrados por el propio Obama. De ahí la importancia de la agenda política de cada Administración y la personalidad de cada presidente. Estos cuatro órganos, pese a que por su carácter político quedarían fuera de la CI, desempeñan un papel clave en la diseminación de inteligencia al presidente y su Administración, por lo que es necesario tenerlos en cuenta. Se trata de:

El asesor del presidente para Asuntos de Seguridad Nacional (Assistant to the President for Nacional Security Affairs), el general James Jones. Esta figura se creó con Eisenhower en 1953 y tiene carácter consultivo. Su nombramiento es decisión del ejecutivo y no está sometido al control del Congreso. Se pensó eliminar o someterlo al Congreso tras el escándalo “Irán Contra”. No tiene poder de decisión y no está comprometido con la ejecución de ninguna política u operación. Sirve sólo al presidente y su confirmación por parte del Senado no haría más que tensar la relación entre el asesor y el secretario de Estado, por lo que surgirían dudas acerca de quién habla en nombre del presidente. Por último, si se controlase por el Senado, el presidente usaría otra figura del personal interno de la Casa Blanca (no sujeto a confirmación por el Senado). Esta figura solapa a la de DCI, que sí necesita confirmación del Senado y es sólo para cuestiones de inteligencia.


El consejo de seguridad nacional (NSC), creado por la ley de Seguridad Nacional de 1947. Los miembros de pleno derecho son el presidente (Barack Obama, que también preside el NSC), el vicepresidente (Joseph Biden), la secretario de Estado (Hilary R. Clinton) y el secretario de Defensa (Robert Gates). Son consejeros estatutarios el presidente de la Junta de Jefes de Estado Mayor (Joint Chiefs of Staff), como principal asesor de Defensa, el director central de Inteligencia (León Panetta), como principal asesor de inteligencia, y el asesor del presidente en Asuntos de Seguridad Nacional, el ya mencionado James Jones.[33] Las funciones del NSC son consultivas, ya que asesora al presidente en la integración de materias que afecten a la seguridad nacional para lograr una mejor cooperación. El NSC tiene varios organismos asociados para un mejor trabajo: (a) la Junta de Conflictos de Baja Intensidad; (b) el Comité de Inteligencia Exterior; y (c) el Comité de Amenazas Transnacionales.[34]


El Consejo y la Oficina de Seguridad Interior, creado tras el 11-S por orden ejecutiva del presidente (OE 13 228 sec 5), tiene una composición mucho más amplia que el NSC. Su función es lograr una mejor coordinación y está dirigida por el asesor del presidente para la seguridad interior y ubicada en la oficina ejecutiva del presidente.


El director central de Inteligencia (DCI), creado por la ley de Seguridad Nacional de 1947. Lo nombra el presidente con el consejo y consentimiento del Senado. Sus funciones son tres: (a) presidir la CI; (b) actuar de principal asesor del presidente para asuntos de seguridad nacional relacionados con la inteligencia; y (c) dirigir la CIA. La oficina del DCI consta del vice-director central de Inteligencia y del vice-director de Inteligencia para la Gestión de la CI y el Consejo de Inteligencia Nacional. También existen tres directores auxiliares del DCI nombrados por el presidente con el consejo y consentimiento del Senado, con tareas de obtención de información, análisis y administración. El presidente puede crear otros organismos que asesoren al DCI por Órdenes Ejecutivas, al igual que podría crear grupos de asesoramiento o juntas asesoras.

Conclusiones

La comunidad de inteligencia estadounidense, en su evolución, se ha ido encontrando en una situación que le impedía una acumulación de capital intelectual necesario en las cuestiones importantes.[35] Esta es una de las razones por las que fue incapaz de predecir los acontecimientos importantes y la ruptura de las relaciones soviéticas, no entendió la naturaleza de la revolución cubana hasta que fue demasiado tarde, rechazó la idea de que los soviéticos pudiesen situar misiles nucleares en cuba y fue sorprendida por la ofensiva del Tet en Vietnam, por la invasión rusa en Afganistán y por la caída de la URRS. El final de la Guerra Fría, la falta de claridad acerca de las amenazas a largo plazo para la seguridad nacional y por tanto los objetivos políticos a largo plazo, acrecentaron esta situación hasta que los atentados del 11 de septiembre demostraron la falta de adecuación de la comunidad de inteligencia a los nuevos requerimientos del siglo XXI y que la estructura confederada de la comunidad era inadecuada para las amenazas de este siglo, las cuales requerían flexibilidad y agilidad. Como resultado, nadie por debajo del DCI tenía la autoridad suficiente para comandar las capacidades de inteligencia en materias de contraterrorismo. Por ejemplo, cuando George Tenet publicó un memorando en diciembre de 1998, afirmando que América estaba en guerra con al-Qaeda, la NSA creía que no iba con ellos y la CIA creía que se aplicaba a las demás agencias. De este modo, autores como Gordon Nathaniel Lederman opinan que la comunidad de inteligencia estadounidense es incapaz de actuar de una manera integrada, ya que su estructura se basa en la Guerra Fría, y que el ejecutivo carecía en 2001 de un mecanismo de planeamiento para operaciones contraterroristas. Así, la Comisión de los atentados del 11 de septiembre de 2001 entiende que el contraterrorismo es una materia complicada que requiere una aproximación interdisciplinar.

Después de presentar las dificultades, podremos intentar aproximarnos a la relación que Obama como presidente de EEUU tiene con la CI si atendemos a dos cuestiones principales: (1) su concepción de las prioridades sobre las amenazas que se ciernen sobre el país; y (2) la priorización del gasto, es decir, a la asignación de presupuestos. De este modo, lo que estará claro es que, si no ocurre ningún acontecimiento como el del 11 de septiembre, Obama tenderá a aumentar los presupuestos federales en su conjunto[36] con el fin de aumentar las partidas presupuestarias destinadas a gastos sociales, a pesar de lo cual la tendencia será mantener los presupuestos de defensa y, en última instancia, también los de la CI. Aún así, seguirán siendo cifras muy importantes, tanto para hacer frente a la crisis financiera como por la progresiva retirada de tropas estadounidenses de Irak, destinadas ahora a Afganistán y dependiendo del éxito de las medidas de contrainsurgencia (COIN) aplicadas allí a la progresiva estabilización y salida de ambos conflictos en los próximos años.[37]

De este modo, aunque las reformas de 2004 sustituyeron la figura del DCI como encargado de la coordinación de la comunidad por la figura del DNI (que tiene la misión de coordinar una comunidad de inteligencia que tradicionalmente se ha resistido a ser centralizada), la nueva legislación ha alterado poco la realidad de la comunidad de inteligencia estadounidense, donde el secretario de Defensa controla gran parte de los presupuestos, además del personal de la comunidad.[38] Así, el presupuesto de la comunidad de inteligencia es gestionado en un 80% por el Departamento de Defensa y en un 20% por el DCI (hasta 2004). Cuenta con tres partidas diferenciadas:

National Foreign Intelligence Program (NFIP), renombrado en 2004 a NIP y que consiste en los presupuestos que involucran a más de una agencia y están fuera de los presupuestos de defensa. Incluye la CIA la NSA, la NRO, la NGA, parte de la DIA y las unidades de inteligencia de otros departamentos de agencias que no son de inteligencia, como el FBI, el Departamento del Tesoro y el Departamento de Estado. Supone alrededor del 45%-55% del presupuesto.

Joint Military Intelligence Program (JMIP), que incluye los presupuestos de los programas de defensa y que van más allá de las ramas del Ejército, como el Programa de Reconocimiento Aéreo (DARP) y el Programa de Defensa de Reconocimiento Espacial (JMIP). Supone el 10%-15% del presupuesto y se desarrolla bajo la supervisión del secretario de Defensa, Robert Gates.

Tactical Intelligence and Related Activities (TIARA), que incluye los presupuestos individuales de inteligencia de las Fuerza Aéreas, los Marines, la Marina, el Ejército de Tierra y el mando de operaciones especiales (SOCOM). Supone el 33%-40% del presupuesto y se encuentra también bajo la supervisión del secretario de Defensa.

Por tanto, el Departamento de Defensa no quiere depender de una agencia civil para sus requerimientos de inteligencia. Esta idea debe ser tenida muy en cuenta, ya que las ocho agencias de inteligencia dentro del Departamento de Defensa suponen el 80% de todo el presupuesto en inteligencia del país. Es obvia, por tanto, la rivalidad entre el DNI y el secretario de Defensa.[39] Con el fin de aliviar esta tensión, la Comisión de los atentados del 11 de septiembre recomendó hacer público una mayor parte de los presupuestos de inteligencia pertenecientes a defensa, lo que en ultima instancia significa defender un mayor control de la comunidad de inteligencia estadounidense por parte del poder legislativo, quien en último término controla los presupuestos.[40] De este modo, atendiendo la recomendación de esta Comisión, uno de los cambios más significativos que establece la Ley de 2004 es que el Congreso tenga un mayor peso en la reorganización de la comunidad de inteligencia estadounidense. Sin embargo, cómo resolverá Obama esta tradicional tensión dependerá de las designaciones que presente para cada cargo cuando forme la nueva Administración.

La identidad de la comunidad de inteligencia de EEUU incluye provisiones para dividir la comunidad por miedo a que una agencia de inteligencia pueda menoscabar las libertades civiles y, por lo tanto, la democracia estadounidense. Sin embargo, esta división ha dificultado enormemente la integración de la comunidad de inteligencia en la cultura política estadounidense, ya que cada agencia pugna con todas sus fuerzas por no perder poder relativo dentro de la comunidad, lo que se traduce en lucha por competencias y acceso a los responsables políticos y presupuestos. Sin embargo, tras las reformas de la CI en los últimos años se ha acrecentado el debate sobre la centralización o la federalización (stovepipe) de la comunidad de inteligencia, el cual aún hoy sigue abierto. No obstante, las posiciones tanto de los detractores de la centralización como de los defensores han quedado claras. Como apunta Helen Fessenden: “as any legislation, the success of the intelligence bill depends largely on its implementation. But in this case, the political momentum to build on initial gains is unning out of steam just at the critical point”.[41] Por tanto, será importante seguir de cerca la revisión que haga el recién elegido presidente de las medidas de reorganización de la comunidad de inteligencia aprobadas desde 2004.[42]

Notas:

[1] El presupuesto destinado a la comunidad de inteligencia estadounidense en 2007 era de 47.000 millones de dólares.

[2] C. Ruiz Miguel (2002), Servicios de inteligencia y seguridad del Estado constitucional, Tecnos, Madrid, p. 82.

[3] La CIA y el CNS han sido creados por leyes del Congreso, es más, el Tribunal Supremo ya dijo que el Congreso tiene potestad para proveer la defensa nacional y podrá dictar cuantas leyes sean necesarias para ello. Véase C. Ruiz Miguel, op cit., p. 79.

[4] J.R. Clark (2007), Intelligence and National Security: A Reference Handbook, Praeger Security International, Westport, CT, p. l136.

[5] http://www.npr.org/templates/story/story.php?storyId=92278832.

[6] Ibid.

[7] Desde aquella fecha los servicios de inteligencia estadounidenses han variado considerablemente en estructuras, agencias, departamentos y reasignación presupuestaria.

[8] Clark, op cit.

[9] Sobre una definición más completa de lo que se entiende por inteligencia véase G. Díaz Matey (2008), “Hacia una definición inclusiva de inteligencia”, Revista de inteligencia y prospectiva 4, Plaza y Valdés.

[10] Habría que apuntar que los scouts se encargaban de recolectar información sobre los indígenas americanos.

[11] Tras las reformas de 2002 el Servicio Secreto ha pasado a formar parte del Departamento de Homeland Security (DHS).

[12] Codificada en 18 USCA 18, 793.

[13] El argumento de esta decisión dio origen a la famosa frase “un caballero no lee el correo de otro”.

[14] Para ver la tensión con las fuerzas armadas, si bien el DCI puede ser civil o militar, si es militar los dos subdirectores no podrán ser militares, y de los tres puestos sólo uno puede ser desempeñado por un militar. Pero el Congreso considera deseable que por lo menos uno sea militar, sin estar atado al Departamento de Defensa y cobrando su sueldo anterior más este.

[15] P. Berkowitz (2005), The Future of American Intelligence, Hoover Institution Press, Stanford.

[16] G. Díaz Matey (2006), “The U.S. Intelligence Reform and the National Intelligence Strategy of October 2005”, unisci papers 10, enero, p. 8.

[17] “Executive Order 13354 of 27 August 2004”, “National Counterterrorism Centre”, http://www.fas.org/irp/offdocs/eo/eo-13354.htm.

[18] “Executive Order 13355 of August 27, 2004”, “Strengthened Management of the Intelligence Community”, http://www.fas.org/irp/offdocs/eo/eo-13355.htm.

[19] “Executive Order 13356 of August 27, 2004”, “Strengthening the Sharing of Terrorism Information To Protect Americans”, http://www.fas.org/irp/offdocs/eo/eo-13356.htm.

[20] “Commission on the intelligence Capabilities of the United States Regarding Weapons of Mass Destruction (The WMD Commission)”, http://www.wmd.gov/report/index.html.

[21] El NSB tiene como jefes al director y el subdirector del FBI, al fiscal general del Estado y al DNI.

[22] Véase la p. 118. Este mismo autor aboga por situar esta nueva agencia dentro de la Homeland Security, ya que esto aseguraría las libertades civiles (al estar situada fuera del FBI y del legado de Edgar Hoover), contaría con un gran volumen de información que llega a este departamento (inmigración, seguridad de trasporte y aeroportuaria entre otras) y estaría situado en un departamento encargado de la prevención y no de la persecución como es el FBI. Por último, no empezaría de cero y estaría situado en la división Análisis (Office of Intelligence and Analisis) o en la agencia de inteligencia de los guardacostas u otras oficinas de inteligencia dentro de la DHS. De igual modo, pensar en una comunidad de inteligencia con 17 o 18 agencias es impensable. Sin embargo, esta idea se ha encontrado con muchas críticas después del fiasco del huracán Katrina.

[23] El FBI, las dos agencias de la Homeland Security, y las unidades de inteligencia de los Departamentos de Energía y el Tesoro.

[24] Arthur S. Hulnick (2008), “Intelligence Reform 2008: Where to form Here?”, International Journal of intelligence an counterintelligence, 21, nº 4, p. 623.

[25] El Congreso aprobó el acta Goldwater-Nichols en parte por los fallos de defensa en los 70 y los 80, incluyendo la desastrosa operación de los rehenes de Irán, la tragedia del atentado contra los Marines en Beirut y el escándalo Irangate.

[26] En un principio el título propuesto por la comisión fue National Intelligence Director pero en el acta de reforma fue cambiado por el de Director of National Intelligence para evitar confusiones. El primer DNI fue John Negroponte y su segundo Michael Hayden, embajador en Irak y director de la NSA, respectivamente. Tomaron posesión de su cargo el 21 de abril de 2005. Coincidiendo con sus seis meses en el cargo, el DNI publicó la National Intelligence Strategy en octubre de 2005. Se estableció el Open Source Center (OSC) en noviembre de 2005, bajo el mando de la oficina del DNI y administrado por la CIA. El 21 de diciembre de 2005 se estableció por el acta el Centro de Contra-proliferación Nacional (NCPC). El 20 de febrero de 2007 el vicealmirante retirado John M. McConnell fue nombrado el segundo DNI.

[27] La primacía del presidente en materias de inteligencia quedó puesta de manifiesto en 1952 con la creación de la NSA, ahora la agencia más grande de toda la comunidad de inteligencia.

[28] Véase la p. 57.

[29] “Intelligence Organization Act f 1992, 705 (a) (3)”.

[30] Es curioso que el director de la CIA ya no está presente en el daily briefing (PDF). Véase White House Bulletin, 6/V/2005, y B. Bennett y Timothy Burger, “Editing Spies”, Time Magazine, 23/V/2005, p. 17. El presidente Truman instauró la tradición del daily briefing con los candidatos Eisenhower y Adlai Stevenson en 1952 y desde entonces la CIA aporta un informe pre-inaugural al candidato electo.

[31] En EEUU la CIA es una agencia impopular (tanto para conservadores como para demócratas) y vulnerable.

[32] De hecho, hay autores que incluyen a la figura del DNI en la CI y otros que no. En todo caso, es una figura de coordinación y enlace entre el presidente y la CI, y entre la propia CI.

[33] C. Ruiz Miguel, op. cit., p. 86.

[34] “50 USACA 402, UBSECCIOENS (g) H) e (I)”.

[35] P. Berkowitz (2005), The Future of American Intelligence, Hoover Institution Press, Stanford University, Stanford, CA, p. 43.

[36] William M. Note (2008), “ American Intelligence after the 2008 Election”, InternationalJournal of Intelligence and Counterintelligence, 21, nº 4, p. 430.

[37] D. García Cantalapiedra y G. Díaz Matey (2006), Estados Unidos y el papel de la inteligencia en conflictos asimétricos, UNISI, Madrid. Véase también D. García Cantalapiedra y G. Díaz Matey (2008), “EEUU, el uso de la inteligencia en la doctrina de contrainsurgencia norteamericana”, Documento de Trabajo, Real Instituto Elcano.

[38] A pesar de que se han creado nuevas estructuras como la DHS, o las Fuerzas de Operaciones Especiales (SOF), con el Mando de Operaciones Especiales (SOCOM), que no es parte de la CI y se encuentra bajo la supervisión del secretario de Defensa.

[39] Richard Betts (2004), “The New Politics of Intelligence: Will Reform Work this Time?”, Foreign Affairs, mayo-junio, p. 2.

[40] “9/11 Commission Report”, p. 416.

[41] Helen Fessenden (2005), “The Limits of the Intelligence Reform”, Foreign Affairs, 84, nº 6, p. 108.

[42] La mayor y más importante desde su creación en 1947. La reorganización tuvo lugar por el fallo de inteligencia ante los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las evaluaciones erróneas sobre las capacidades iraquíes sobre armas de destrucción masiva, que llevaron a la invasión de Irak en 2003.

LA DIPLOMACIA EN TIEMPOS DE FE


Thomas F. Farr

Estados Unidos es una nación religiosa, pero ni los estudiosos de la política exterior estadounidense ni los diplomáticos de ese país se han tomado la religión con mucha seriedad. Desde el inicio de las Relaciones Internacionales como disciplina autónoma, su enfoque ha estado definido por la subordinación westfaliana de la religión al Estado del siglo XVII. Por consiguiente, como ha señalado Daniel Philpott, especialista en Relaciones Internacionales, la mayoría de los internacionalistas simplemente han “asumido la ausencia de la religión entre los factores que tienen influencia sobre los Estados”.

Pero, como dice el sociólogo Peter Berger, el mundo es hoy “tan frenéticamente religioso como lo ha sido siempre, y en algunos lugares lo es más que nunca”. Berger fue uno de los primeros estudiosos en poner en tela de juicio la “teoría de la secularización”, la cual sostiene que la religión irá en declive mientras avanza la modernidad. En realidad, a lo largo de las últimas décadas, ha sucedido lo contrario. La fe, lejos de abandonar el escenario mundial, ha desempeñado un papel cada vez más importante en las relaciones humanas, incluso mientras la modernización avanza a pasos acelerados. La revolución chií de Irán en 1979, el papel de la Iglesia católica en la “tercera ola” de democratización y los ataques del 11-S son todos ejemplos de la importancia que ha adquirido la religión como fuerza global. Sin embargo, la mayor parte de los analistas y de los formuladores de políticas públicas han seguido sumidos en la ignorancia o en la confusión. Ahora, los estudiosos están apresurándose para reexaminar la cuestión de la fe en las relaciones internacionales —su “regreso del exilio”, como lo describe un estudio—. Desafortunadamente, los formuladores de políticas públicas están aún más rezagados y las implicaciones para los intereses nacionales de Estados Unidos son preocupantes.

Si acaso los analistas y los formuladores de políticas públicas estadounidenses han notado el resurgimiento de la religiosidad, lo han considerado como un problema para la política exterior estadounidense. Esta preocupación carece de fundamento. Estados Unidos no debería ver la desecularización global en términos estrictamente defensivos, ya que es tanto una oportunidad como una amenaza. En lugar de obstaculizar el avance de la libertad, como consideran muchos secularistas, las ideas y los actores religiosos pueden apuntalar y expandir la libertad ordenada. Para la mayor parte del mundo, la búsqueda religiosa está en el corazón de la dignidad humana. Más aún, la historia sugiere que la protección y el control de la libertad religiosa por el bien común son elementos vitales para que la democracia perdure. Los datos de las ciencias sociales muestran fuertes correlaciones entre la libertad religiosa y los bienes sociales, económicos y políticos.

Por consiguiente, la diplomacia de Estados Unidos debe actuar con determinación para hacer de la defensa y de la expansión de la libertad religiosa un componente central de su política exterior. De hacerlo, Estados Unidos adquirirá una nueva y poderosa herramienta para hacer avanzar la libertad ordenada y para debilitar el extremismo religioso, en un momento en el que otras estrategias han demostrado ser inadecuadas. Una semana antes de la elección presidencial de noviembre, la emblemática Ley de Libertad Religiosa Internacional (IRF, por sus siglas en inglés) celebrará su décimo aniversario. Esa ley establecía que la promoción de la libertad religiosa debía ser un elemento central de la política exterior estadounidense. Pero ni los gobiernos demócratas ni los republicanos, ni tampoco el Departamento de Estado, han visto realmente a la Ley IRF como una herramienta política general —de hecho, la consideran nada más como una medida humanitaria estrecha, sin relación alguna con intereses estadounidenses más amplios—. Una nueva política sobre la libertad religiosa puede empezar por explotar el considerable potencial de esta ley. Pero el éxito en el largo plazo requerirá que se amplíe de manera significativa la prioridad actual: oponerse a la persecución religiosa y sacar de la cárcel a los prisioneros religiosos. Una política de IRF efectiva también debe incluir el equilibrio entre la superposición de las autoridades religiosas y estatales, particularmente frente a una cuestión crítica: cómo podrían las normas basadas en la religión influir legítimamente en la política pública.

La desecularización y sus detractores

La reaparición de la religión pública en el escenario mundial tiene implicaciones complejas. La religión ha fortalecido, tanto como minado, el autogobierno estable. Ha promovido la reforma política y los derechos humanos, pero también ha inducido a la irracionalidad, a la persecución, al extremismo y al terrorismo. Es posible que el islam radical domine los titulares de los diarios, pero la importancia de la religión difícilmente está confinada a los países de mayoría musulmana o a la diáspora musulmana. Un estallido de devoción religiosa entre los ciudadanos chinos preocupa cada vez más a los funcionarios comunistas. Las ideas y los actores religiosos afectan el destino de la democracia en Rusia, así como las relaciones entre las potencias nucleares India y Pakistán, y la consolidación de la democracia en América Latina. Incluso en Europa Occidental —que se ha visto a sí misma como un laboratorio para la secularización—, la religión, en la forma del Islam y de los grupos del renacimiento cristiano, simplemente no desaparecerá.

El mundo está desbordante de comunidades, de teologías y de movimientos religiosos con consecuencias evidentes para todos. Y hay pocas razones para creer que este panorama cambiará pronto. Alrededor del mundo, las encuestas muestran un incremento en la afiliación religiosa y en el deseo de los líderes religiosos de participar más en la política. Dos destacados demógrafos religiosos, Todd Johnson y David Barret, han concluido que “las tendencias demográficas, combinadas con estimaciones conservadoras de conversiones y deserciones, prevén que más del 80% de la población mundial seguirá estando afiliada a alguna religión durante 200 años más”.

El tema central de la seguridad nacional de Estados Unidos es el terrorismo islamista, fomentado por interpretaciones radicales del Islam. El wahabismo, que ha proporcionado gran parte del oxígeno teológico a al Qaeda, aún domina en Arabia Saudita y ha sido exportado internacionalmente a comunidades suníes. Pero Osama bin Laden y el wahabismo no son, ni con mucho, los únicos ejemplos del “islam político” con implicaciones importantes para la seguridad de Estados Unidos. En Iraq, las doctrinas y los líderes chiíes son un factor fundamental para determinar si la democracia iraquí sobrevivirá. En Irán, una pregunta central es si los actores religiosos pueden reformar el chiismo revolucionario legado por el ayatolá Ruhollah Khomeini. A lo largo y ancho del Medio Oriente, la división entre suníes y chiíes es cada vez más importante.

En otros lugares del mundo musulmán, la religión dirige fuerzas políticas poderosas en países clave para los intereses estadounidenses. En Egipto, la Hermandad Musulmana representa una línea del islamismo que ha engendrado o nutrido a líderes radicales, desde Sayyid Qutb hasta Ayman al Zawahiri y bin Laden, aunque ahora opere como un partido político democrático. Hamás, una rama de la Hermandad, adquirió poder en las elecciones palestinas y ha colocado al extremismo islamista en el centro del conflicto entre Israel y Palestina. Hezbolá ha surgido como un importante protagonista de la política libanesa, aun cuando es financiado por Teherán y sigue amenazando a Israel.

En el mundo musulmán, también tienen lugar acontecimientos alentadores. En Turquía, el Partido Islamista de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco) obtuvo el año pasado una victoria decisiva en las elecciones parlamentarias, a pesar de los temores profundamente asentados hacia el Islam político entre amplios sectores de una sociedad turca habituados al secularismo impuesto por el kemalismo. El AKP está demostrando que los partidos religiosos no necesitan desviarse hacia el fanatismo; ha tenido éxito con un buen ejercicio del poder, con la aplicación de políticas económicas adecuadas y con el desarrollo de una filosofía islámica de gobierno que contiene elementos liberales significativos. Los sondeos muestran que los turcos se están volviendo más religiosos y, al mismo tiempo, más opuestos a las leyes extremistas de la sharia. En Indonesia, las comunidades islámicas se están resistiendo al extremismo y están haciendo importantes contribuciones a la sociedad civil y a la gobernabilidad democrática. Mientras la Freedom House califica favorablemente a Turquía y a Indonesia en materia de libertad política y de libertades civiles, no obstante, en ambos países la libertad religiosa sigue siendo un punto débil. En cada uno de estos países, la consolidación de la democracia necesitará avanzar en este frente. Resulta interesante que, con la participación democrática de las comunidades islámicas, las posibilidades parecen aumentar y no disminuir.

La respuesta de la diplomacia de Estados Unidos a la estructura religiosa que domina el orden internacional ha sido, en el mejor de los casos, inconsistente y a menudo incoherente. Un estudio reciente del Center for Strategic and International Studies concluye que “los funcionarios del gobierno de Estados Unidos suelen ser reacios a tratar el tema de la religión, ya sea en respuesta a una tradición secular legal y política de Estados Unidos… o simplemente porque la religión se percibe como un tema demasiado complicado o sensible. El marco institucional actual del gobierno estadounidense para tratar los asuntos religiosos es limitado y a menudo concibe a las religiones como fuerzas problemáticas o monolíticas; además, le otorga demasiada importancia al análisis del Islam centrado en el terrorismo y, en ocasiones, relega a la religión como un asunto humanitario o cultural de carácter periférico”.

Esta ambivalencia con respecto a la religión, en general, y hacia el Islam, en particular, ha sido una profunda debilidad de la estrategia estadounidense para contrarrestar el extremismo islamista. En cuanto a la diplomacia pública y privada, así como a los programas de ayuda exterior y de democracia, la política de Estados Unidos ha estado plagada de confusión acerca del papel —si es que existe— que deben desempeñar las comunidades islámicas. Al decidir cómo “dragar los pantanos” de las patologías sociales, políticas y económicas que nutren al extremismo islamista, los funcionarios estadounidenses nunca han formulado una política exhaustiva hacia el Islam; ni siquiera logran decidir qué se entiende exactamente por “musulmán moderado”. Desde el 11-S, el Medio Oriente se ha visto inundado por dólares estadounidenses destinados a promover la democracia, pero, por regla general, los programas respectivos no se han dirigido hacia los principales promotores de la cultura, de la política y de la sociedad civil local (es decir, las comunidades religiosas musulmanas y los partidos políticos islamistas).

Se han propuesto y retirado diversas estrategias para incluir a los musulmanes: desde la funesta Shared Values Initiative hasta el programa Muslim World Outreach. Algunas de estas estrategias reflejaron la propia confusión moral de Estados Unidos y su cultura regida por las encuestas. Los intentos por “llegar” a la juventud musulmana se han centrado a menudo en la música pop estadounidense; un presidente de la US Broadcasting Board of Governors declaró solemnemente que la estrella pop Britney Spears “representa el sonido de la libertad”. Al evaluar la actuación de Karen Hughes, la zarina de la diplomacia pública saliente, el politólogo Robert Satloff señaló que ella consideraba que su trabajo consistía en mejorar las cifras de aprobación de Estados Unidos, y no en involucrarse en la guerra de ideas del Islam.

El punto ciego del secularismo

La raíz del problema está en las costumbres seculares del pensamiento dominante entre la comunidad de política exterior estadounidense. La mayoría de los analistas carece del vocabulario y de la imaginación para diseñar medidas que se sirvan de la religión, carencia común a todas las grandes escuelas de política exterior. Los realistas modernos ven a los regímenes autoritarios como socios para contener al islam radical y no tienen nada que decir acerca de la religión: sólo la describen como un instrumento de poder. Los internacionalistas liberales, generalmente recelosos del papel de la religión en la vida pública, ven a las religiones como la antítesis de los derechos humanos y consideran que crean demasiados desacuerdos para contribuir a la estabilidad democrática. Los neoconservadores ponen énfasis en el excepcionalismo estadounidense y en el valor de la democracia, pero la mayoría ha prestado poca atención real a los actores religiosos o a sus creencias. Como resultado, la “agenda de la libertad” de Estados Unidos se ha debilitado seriamente.

Hay una amplia confusión sobre el papel adecuado de la religión en la política pública. La creencia persistente de que la religión es intrínsecamente emotiva e irracional y, por lo tanto, opuesta a la modernidad, excluye un pensamiento claro acerca de la relación entre la religión y la democracia. En las políticas públicas no se presta suficiente atención al trabajo de los científicos sociales, como Brian Grim y Roger Finke, que sugiere que la libertad religiosa está ligada al bienestar de las sociedades. La mayoría de los funcionarios estadounidenses estaban habituados a la filosofía de la estricta separación de la Iglesia y el Estado y, sencillamente, se resisten a analizar la religión como un asunto de política pública. (A finales de los noventa, un alto funcionario devolvió al Secretario de Estado un memorando que contenía un tema religioso con una adusta nota explicando que no se trataba de un tema pertinente para el análisis). Aunque algunas acciones de Estados Unidos en el ámbito de la religión podrían generar problemas constitucionales, su Constitución ni ordena la ignorancia religiosa ni proscribe su práctica pública. Lo que requiere de modo inequívoco es la defensa de la libertad religiosa.

Dicho desorden atraviesa la división convencional entre la izquierda y la derecha. Los rígidos instintos separatistas de la izquierda señalan que la religión debe ser un asunto privado, pero el multiculturalismo liberal va en otra dirección. En la derecha, algunos quieren que su religión ocupe el espacio público, excepto el Islam, al que consideran teológicamente defectuoso y una plataforma de lanzamiento para el extremismo. En este sentido, el punto de vista de los conservadores acerca del Islam político coincide con el de los secularistas liberales.

La política estadounidense, excesivamente influida por este pensamiento, no busca promover la libertad religiosa de forma sistemática. El Departamento de Estado ha hecho modestos esfuerzos para luchar contra la persecución religiosa, pero las denuncias de Estados Unidos rara vez tienen un impacto significativo. Incluso si hubieran reducido la persecución, esto no significaría, en sí mismo, libertad religiosa. En una conferencia de prensa para anunciar a los gobiernos considerados por la Ley IRF como los peores perseguidores religiosos, un portavoz del Departamento de Estado dijo que los objetivos de la política de Estados Unidos eran “oponerse a la persecución religiosa, liberar a los prisioneros religiosos y promover la libertad religiosa”. Este resumen ejemplifica lo que ha salido mal. Los dos primeros objetivos han sido tan dominantes que el tercero casi se ha perdido.

La persecución religiosa suele estar asociada con un abuso atroz —tortura, violación, encarcelamiento injusto— basado en la religión. Con toda seguridad, un orden político centrado en la libertad religiosa está exento de dichos abusos, pero también protege los derechos de los individuos y de los grupos para que actúen públicamente de manera consistente con sus creencias. Más importante aún, estos derechos incluyen la libertad de influir en la política pública dentro de los límites de las normas liberales. Plantear este aspecto de la libertad religiosa es un paso crítico para crear un autogobierno estable en sociedades con grupos religiosos poderosos: un paso que la política actual de Estados Unidos ignora.

Después de que Estados Unidos depusiera al régimen talibán en 2001, los afganos eligieron un gobierno democrático y ratificaron una constitución también democrática, con lo que la terrible persecución religiosa de mujeres afganas y de minorías chiíes disminuyó drásticamente. Pero dichos sucesos no trajeron la libertad religiosa. El gobierno afgano ya no tortura a la gente por su religión, pero sigue presentando cargos contra apóstatas y blasfemos, incluidos los funcionarios y periodistas que pretendan discutir las enseñanzas del Islam. En lugar de ver dichos casos como serios obstáculos para la consolidación de la democracia afgana, el Departamento de Estado los ha tratado como problemas humanitarios. Cantó victoria cuando las presiones de Estados Unidos evitaron que el cristiano converso Abdul Rahman fuera sometido a un proceso por apostasía (y a una segura ejecución), permitiéndole huir del país por temor a su vida.

Pero, de hecho, el caso Rahman significó una derrota para la política de la IRF de Estados Unidos, debido a que ignoró el problema real: es poco probable que la democracia de Afganistán perdure, a menos que defienda el derecho de todos los ciudadanos afganos a disfrutar de una libertad religiosa plena, particularmente el derecho de los musulmanes a debatir sobre la libertad y el bien común, el papel que desempeña la Sharia, así como el nexo entre religión y Estado. Este tipo de discurso sostenido es vital para el éxito de cualquier democracia islámica y para vencer al radicalismo islamista. La política de la IRF de Estados Unidos debe hacer frente a este problema en Afganistán y en otros lugares, pero carece de los recursos, del poder burocrático y del mandato para hacerlo.

Con la Ley IRF, se creó una oficina en el Departamento de Estado, encabezada por un embajador especial, para monitorear la persecución religiosa alrededor del mundo, para publicar un informe anual sobre la libertad religiosa y para elaborar una lista anual de los países en los que la persecución es más grave. Cuando un país aparece en la lista, el Secretario de Estado debe considerar si se emprenden acciones punitivas, que pueden incluir la imposición de sanciones económicas en su contra. Este marco ha tenido algunos éxitos modestos. Los embajadores de la IRF han evitado la aprobación de algunas malas leyes y han logrado la liberación de algunos prisioneros religiosos. El actual embajador ha negociado con gobiernos que figuran en la lista, principalmente con Vietnam y Arabia Saudita, sobre lo que deben hacer para dejar de figurar en el listado.

Desafortunadamente, el esfuerzo contra la persecución religiosa se considera, por lo general, poco más que una apuesta humanitaria aislada. La mayoría de los gobiernos extranjeros la percibe como un asunto del manejo que quiere hacer Estados Unidos del mundo. En el Departamento de Estado, la política de la IRF está en una cuarentena funcional y burocrática. Tanto el gobierno de Clinton como el de Bush subordinaron al embajador de la IRF y a su despacho a la oficina de derechos humanos, la cual está fuera del meollo de la política exterior. Esto significa, entre otras cosas, que el embajador está subordinado a un funcionario de menor rango y, a diferencia de otros embajadores especiales, no asiste a las reuniones de los funcionarios principales. Cuando se llevan a cabo reuniones de funcionarios de alto nivel sobre la política de Estados Unidos en China o en Arabia Saudita —o incluso sobre cómo acercarse al islam— no se considera relevante la función de la IRF. Visto desde fuera del Departamento de Estado, esto puede parecer banal, pero visto desde el interior, transmite un mensaje mortal: la IRF no es un asunto central en la política exterior y puede ignorarse sin problema.

Algunos de estos asuntos se han tratado con lentitud. Los programas financiados por Estados Unidos, especialmente aquéllos administrados por la Asia Foundation, están pagando dividendos en Indonesia, donde parece que se está desarrollando una interpretación moderada de la Sharia. La Embajada de Estados Unidos en Nigeria consiguió que los musulmanes y los cristianos reflexionaran juntos acerca de los beneficios religiosos de la democracia. Pero dichos programas tienen recursos insuficientes y operan sin un mandato claro.

La situación sólo mejorará realmente si Washington integra plenamente las consideraciones religiosas en su política exterior. Un embajador en una pequeña oficina del Departamento de Estado, desafortunadamente percibido como representante de un interés especial, no puede ser portador del mensaje. Este asunto debe plantearse desde un departamento que, entre otras cosas, eleve la autoridad del embajador. Pero se necesitará mucho más que un reacomodo burocrático. Si la libertad religiosa debe contribuir a la seguridad nacional de Estados Unidos, serán necesarios cambios importantes en las políticas públicas.

Desecularizar la diplomacia

Cómo puede una nueva estrategia para la religión y la libertad religiosa brindar consistencia a la política exterior de Estados Unidos, mientras se promueven los intereses de seguridad estadounidenses en el mundo musulmán y más allá? Primero, adoptando un principio general: en los asuntos humanos, la religión es normativa, no epifenomenal. Los formuladores de políticas públicas deberían ver a la religión tal como lo hacen con la economía y la política, es decir, como algo que guía la conducta de los pueblos y de los gobiernos de forma importante. Al igual que la motivación política y económica, la motivación religiosa puede actuar como un multiplicador de comportamientos, tanto destructivos como constructivos, a menudo con resultados más intensos. Cuando se asocia a la fe con la identidad social, con el origen étnico o con la nacionalidad, se convierte en un centro todavía más importante de la política exterior.

El problema es más urgente en el Medio Oriente ampliado. Al menos 5 países en la región —Arabia Saudita, Egipto, Irán, Iraq y Pakistán— tienen un peso decisivo para la seguridad nacional de Estados Unidos, porque cada uno de ellos es una fuente importante de extremismo islamista. La consolidación de la democracia en cualquiera de estos países significaría un estímulo para la reforma en los países vecinos, pero cada uno de ellos presenta obstáculos diferentes y considerables. Los reformadores ven la actual política estadounidense de la IRF en estos países como unilateralismo e imperialismo cultural de Estados Unidos. Una política renovada podría ayudar a superar dichos temores, estimular a los actores religiosos a adoptar instituciones democráticas y llevar, en el largo plazo, a alcanzar la libertad religiosa y la democracia duradera.

La constitución cuasiliberal de Iraq y las elecciones han demostrado cómo la religión es la base de la cultura política iraquí. Ahora está claro que Estados Unidos no ha prestado suficiente atención a este factor, junto con muchos otros, en sus planes para Iraq. Una solución duradera en Iraq requerirá la participación de actores religiosos que puedan hablar desde el centro de sus respectivas comunidades. Por consiguiente, la diplomacia de Estados Unidos debe trabajar para otorgar poder a los líderes religiosos, como al influyente clérigo chií, el gran ayatolá Ali al Sistani, y a sus contrapartes suníes. Debería adoptarse la recomendación del Grupo de Estudio de Iraq de mandar a un enviado chií estadounidense a Sistani, pero éste no debería ser tratado como cualquier otro entre los líderes sectarios en Iraq. El tipo de chiismo de Sistani, abierto a la democracia y, hasta cierto punto, a las normas liberales, podría ser decisivo para la consolidación de la democracia iraquí. Podría otorgar cierta garantía teológica para la tolerancia y, con el tiempo, para la libertad religiosa. También podría desempeñar un papel positivo en Irán, donde Sistani nació y se formó, y donde ahora tiene muchos seguidores.

Irán tiene un potencial democrático considerable, y no únicamente entre los poco más de 30 seculares modernistas que son la esperanza de los analistas occidentales. Un camino poco estudiado para la reforma democrática en Irán depende de los juristas iraníes, quienes podrían haberse desviado del modelo de despotismo clerical de Khomeini, y algunos de los cuales se interesan en el experimento de Sistani. Por ahora, a pesar de su descontento con el gobierno actual, el líder supremo Ali Khamenei y el presidente Mahmoud Ahmadinejad han logrado unir el disenso con la traición. Pero los formuladores de políticas públicas de Estados Unidos aún deberán encontrar formas para trabajar con los especialistas religiosos de Irán en Qom y en otros lugares. Esto significa, entre otras cosas, enviar claramente el mensaje de que Estados Unidos se interesa en y está abierto a los reformadores chiíes. Por ejemplo, el Programa Interdisciplinario en Derecho y Religión de la Catholic University of America ha sostenido importantes intercambios con los juristas iraníes sobre temas como la ley familiar y las armas de destrucción masiva. Al apoyar prudentemente dichos esfuerzos, Estados Unidos puede fomentar una reforma interna que rechace la teocracia y el terrorismo por ser dañinos para el chiismo.

Arabia Saudita es el Estado musulmán que con mayor dificultad puede vislumbrarse como una democracia, a pesar de las moderadas tendencias reformistas del rey Abdullah. El establishment wahabí y su perniciosa teología política siguen profundamente arraigados, y ninguna institución política o social ha logrado contrarrestar su influencia. Es muy probable que los candidatos apoyados por el wahabismo dominen las elecciones nacionales. La diplomacia de Estados Unidos debería estar trabajando para transformar esta dinámica; por ejemplo, debería presionar a Abdullah para que permita la formación de partidos políticos islámicos nacionales, tanto suníes como chiíes, que estén abiertos a la democracia. Washington debería exhortar la disolución de la mutawiyin (la policía religiosa y moral), que actualmente está sujeta a un escrutinio inusual debido a sus acostumbradas actividades extremistas, y apoyar el surgimiento de una comunidad política islámica no wahabí capaz de desarrollar normas liberales. Esto podría tomar diferentes formas, incluso la de una monarquía constitucional.

La capacidad de Pakistán para fabricar armas nucleares, así como su estatus de refugio seguro para extremistas islamistas y la inestabilidad que dejó el asesinato de la ex primera ministra Benazir Bhutto, hizo del país un caso excepcionalmente importante. Los militares de Pakistán, igual que los de Turquía, han desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de la cultura política del Estado. Sin embargo, a diferencia de las fuerzas militares seculares turcas, las fuerzas armadas pakistaníes (incluido el ex general Pervez Musharraf) han apoyado a partidos islámicos extremistas como medio para retener el poder. Pero los islamistas radicales no han logrado un éxito electoral propio en Pakistán. Históricamente, su popularidad se ha incrementado con el autoritarismo y ha decrecido con las elecciones libres y justas. Estados Unidos debería adoptar en Pakistán una agenda antirradical más amplia. Seguramente, esto promovería el regreso a la democracia, la formación de un centro político moderado y una acción más efectiva contra los extremistas del Islam. También debería apoyar a los actores religiosos capaces de debilitar al extremismo mediante el establecimiento de una teología política más liberal, apoyando la reforma de la madraza y dirigiendo un debate público sobre el Islam y la democracia.

Podría decirse que Egipto posee el mayor potencial para iniciar una reforma democrática duradera. Es el mayor de los Estados árabes y el centro tradicional de la jurisprudencia Suní. A pesar de haber vivido durante medio siglo bajo regímenes autoritarios, tiene cierta experiencia con el gobierno constitucional; está viendo nacer una sociedad civil y una clase profesional y empresarial; cuenta con un sistema judicial medianamente independiente, y con una comunidad cristiana copta que equivale a entre el 10% y el 15% de la población. Durante años, Estados Unidos ha pagado a El Cairo más de 50 000 millones de dólares para comprar estabilidad y capacidad de predicción, y para contener al Islam radical. Según el gobierno de Hosni Mubarak, si la Hermandad Musulmana —el movimiento opositor islamista— llegara al poder, revocaría los acuerdos de Campo David, precipitaría la guerra con Israel y trabajaría para restaurar el califato.

Si bien la ayuda de Estados Unidos ha contribuido, de hecho no ha podido impedir que creciera el atractivo del Islam radical en Egipto ni su continua exportación; por el contrario, éstos siguen creciendo debido a las políticas de Mubarak. Si se realizaran elecciones libres, sería muy probable que ganara la Hermandad Musulmana. Desafortunadamente, Estados Unidos tiene muy poca idea de lo que esto significaría. A pesar de las indicaciones de que algunos miembros de la Hermandad están adoptando normas liberales, Washington se rehúsa a hablar con ellos oficialmente y rechaza las oportunidades para influir en su evolución política. Su política consiste en apoyar al régimen de Mubarak y esperar lo mejor.

Ésta es la lógica que llevó al 11-S. Estados Unidos no puede eliminar al radicalismo islamista con su apoyo incondicional a los regímenes autoritarios. Incluso en Iraq, suponiendo que continuara el éxito de la estrategia militar de Estados Unidos, en el análisis final sólo los musulmanes, desde el corazón del islam, pueden derrotar al extremismo y al terrorismo. Y el único medio de ofrecerles la oportunidad es mediante una democracia duradera cimentada en la libertad religiosa para todos, especialmente para los musulmanes.

Estados Unidos debería adoptar en Egipto una política que integre a todas las comunidades religiosas y políticas, incluyendo a la Hermandad Musulmana. Pero no debe asumirse que los Hermanos son liberales en formación. Al contrario, debe descubrirse precisamente lo que son y si son capaces de lograr una evolución política y teológica. Estados Unidos no debe repetir los errores que cometió en Irán a finales de los años setenta, que lo llevaron a despertar un día frente a un grupo islamista en el poder sin entender plenamente su vocabulario, y mucho menos sus metas.

El objetivo debería consistir en alentar a la Hermandad para que explique públicamente lo que puede significar en Egipto la democracia islámica. Esto, manejado correctamente, podría forzar a la organización a aclarar cómo concibe la libertad religiosa y, necesariamente, la democracia pluralista. ¿Incluye esta concepción, por ejemplo, el derecho a debatir las enseñanzas del Islam en público, a pedir completa igualdad bajo la ley para las mujeres y las minorías religiosas, a cambiar de religión? Que los liberales nacientes adquirieran más poder con un discurso semejante no es, por ningún motivo, inevitable, pero seguramente es posible. Por lo menos, esto mejoraría la comprensión de Estados Unidos de lo que podría significar la Hermandad en el poder.

Esta estrategia de descubrimiento podría incluir diversos elementos adaptables a una política global de IRF. Lo que la Hermandad diga en privado, debe decirse públicamente, en árabe, en Egipto. Los diplomáticos de Estados Unidos no sólo deben hablar el árabe de los Hermanos, sino también su lenguaje religioso. La capacitación en el Foreign Service Institute debe modernizarse. Se debería dar marcha atrás a la instrucción autodestructiva que se ofrece a los diplomáticos estadounidenses de “evitar el uso de lenguaje religioso”, presentada en documentos de la estrategia diplomática pública en 2007. Washington debe apoyar el desarrollo del feminismo islámico, una escaramuza potencialmente fructífera en la guerra musulmana de las ideas. Un instituto islámico de estudios estadounidenses en suelo de Estados Unidos, sostenido con fondos privados, podría llevar a los mejores juristas y líderes religiosos de todo el mundo musulmán a estudiar la historia, la sociedad, la política y —lo más importante— la religión de Estados Unidos.

Redescubrir el modelo estadounidense

A pesar del fracaso de la política exterior de Estados Unidos para entender y lidiar con la religión, el sistema estadounidense de libertad religiosa aún es vigoroso y adaptable. La historia estadounidense debe ser ilustrativa a medida que los formuladores de políticas públicas buscan adaptar su comportamiento en una era de fe. A mediados del siglo XVII, los congregacionalistas coloniales torturaron y colgaron a los cuáqueros en Boston Common. Un siglo después, los estadounidenses abrazaron un sistema de libertad religiosa que sigue siendo insuperable en la historia. El sistema no fue sólo resultado de la Ilustración o de la separación entre la religión y la sociedad o la política; fue resultado del desarrollo teológico y político, de forma conjunta. Con seguridad, el sistema ha contribuido a que las comunidades musulmanas estadounidenses, a pesar de haber sido objeto durante décadas de influencias wahabíes, no se hayan radicalizado de la misma manera como lo han hecho muchas de las comunidades musulmanas europeas. The Economist notó la ironía: “Lo extraño es que cuando Estados Unidos ha tratado de enfrentarse a los políticos religiosos en el extranjero —especialmente a la violencia yihadista— no ha extraído lecciones de su propio éxito interno. ¿Por qué un país con un pluralismo tan arraigado ha hecho tan poco de la libertad religiosa?”.


Mientras Estados Unidos conmemora el décimo aniversario de la Ley IRF, sus estudiosos en relaciones exteriores y sus formuladores de política exterior deben recuperar una de las creencias nacionales fundamentales: la libertad religiosa significa mucho más que el derecho a no ser perseguido por la religión o el derecho de culto en privado como a uno le plazca. La libertad religiosa protege la dignidad humana y refuerza la sociedad civil. Significa el compromiso duradero y mutuo de la religión y el Estado dentro de los límites de la democracia liberal, y este compromiso es importante no sólo por razones humanitarias. Asimismo, la libertad religiosa brindará a Estados Unidos una nueva y poderosa herramienta para tratar las amenazas de seguridad nacional y los retos de política exterior que hasta ahora han demostrado que confunden a un establishment de política exterior cegado por el secularismo.