17 de septiembre de 2008

EL FIN DE LAS ARMAS NUCLEARES


Joseph Cirincione

El mundo está adentrándose en un momento único que podría revolucionar la política nuclear global. Durante 63 años hemos vivido con la posibilidad de que se produjera una aniquilación nuclear, primero de ciudades, luego de naciones y después de todo el planeta.

Los arsenales atómicos globales se han reducido a la mitad a lo largo de los últimos 20 años, la guerra fría ha terminado, pero la amenaza de un atentado nuclear sigue siendo tan grave como siempre. Un pequeño mecanismo nuclear, similar al que se utilizó sobre Hiroshima, podría borrar del mapa una ciudad mediana. La mayoría de las armas nucleares desplegadas en la actualidad son al menos 10 veces más poderosas que la bomba que cayó sobre Hiroshima. Un ataque nuclear, ya sea por parte de un Estado o de un grupo terrorista, mataría a cientos de miles de personas, provocaría un miedo paralizador y alteraría las condiciones políticas, económicas y medioambientales de todo el planeta. Evitar cualquier uso de armas nucleares debería ser la principal prioridad de la seguridad internacional.

Tras ocho años de discordia política y de preocupaciones por los nuevos programas de armas, vuelve a haber esperanza. Cuatro tendencias convergen para crear una masa crítica que permita una reducción drástica de las armas nucleares e incluso su eliminación. La primera tendencia es el agravamiento de las amenazas nucleares existentes. Entre estas amenazas se encuentran la posibilidad de que un grupo terrorista pueda hacerse con un arma nuclear y utilizarla; los peligros de un uso accidental o no autorizado de algunas de las 26.000 armas nucleares existentes que poseen nueve naciones en la actualidad; los intentos de unos cuantos países –principalmente Irán y Corea del Norte– por desarrollar sus propias armas nucleares; y el posible descalabro del Tratado de No Proliferación (TNP) y la consiguiente cascada de proliferación en todo el mundo.

La mayor amenaza es el terrorismo nuclear. Algunos miembros del servicio secreto de Estados Unidos concluyeron en una declaración ante el Senado en febrero de 2005 que la política de Washington en Oriente Próximo ha estimulado el sentimiento antiestadounidense y que la guerra de Irak ha proporcionado a los yihadistas nuevos adeptos que “saldrán de Irak entrenados y centrados en actos de terrorismo urbano”. Después de la invasión de Irak, los atentados terroristas aumentaron en todo el mundo y Al Qaeda ganó influencia y partidarios. Así, según datos del departamento de Estado y el Centro Nacional de Antiterrorismo, en 2002 el número de incidentes terroristas internacionales “de importancia” fue de 136; 175 en 2003; y 651 en 2004.

Al mismo tiempo, las armas y los materiales se aseguran a un ritmo más lento del esperado. La cantidad de material nuclear asegurado en los dos años que siguieron al 11-S fue, en el mejor de los casos, la misma que en los dos años anteriores a los atentados, tal como recogen los estudios de Matthew Bunn y Anthony Wier (Securing the bomb 2005: the new global imperatives) y otros realizados en la Universidad de Harvard y el Consejo de Seguridad Nuclear de EE UU. Toneladas de material utilizable para fabricar armas siguen estando mal vigiladas en Rusia y en docenas de países. El director de la CIA, Porter Goss, afirmó en su declaración ante el Senado en febrero de 2005 que no podía asegurar al pueblo estadounidense que parte del material que faltaba de los emplazamientos nucleares rusos no hubiera llegado a manos terroristas.

Si seguimos como hasta ahora, será sólo cuestión de tiempo que la demanda terrorista se encuentre con la oferta nuclear. El ex secretario de Defensa William Perry afirmaba en 2005: “Nunca he tenido más miedo a una explosión nuclear que ahora mismo […] Hay una probabilidad superior al 50 por cien de que se produzca un ataque nuclear sobre objetivos estadounidenses en el transcurso de una década”.

También existe el riesgo derivado de las miles de armas existentes. La guerra fría ha terminado, pero las armas desarrolladas en ese periodo permanecen, al igual que los planteamientos de la guerra fría que hacen que miles de ellas estén en alerta inmediata, preparadas para ser lanzadas en menos de 15 minutos. En enero de 2008, el arsenal estadounidense contaba con cerca de 10.000 armas nucleares; unas 3.600 están desplegadas en misiles balísticos intercontinentales Minuteman; en una flota de 12 submarinos nucleares Trident que patrullan el Pacífico, el Atlántico y el Ártico; y en los bombarderos B-2 de largo alcance. Rusia tiene un mínimo de 14.000 armas, con 3.100 en sus misiles SS-18, SS-19, SS-24 y SS-27, en 11 submarinos nucleares Delta que llevan a cabo patrullas limitadas con las flotas del Norte y del Pacífico desde tres bases navales y en bombarderos Bear y Blackjack.

Aunque la Unión Soviética se desmoronó en 1991 y el presidente de EE UU y el de Rusia se consideran amigos, Washington y Moscú siguen manteniendo y modernizando sus ingentes arsenales nucleares. En julio de 2007, justo antes de que el presidente ruso Vladimir Putin se fuera de vacaciones con George W. Bush a Kennebunkport (Maine), Rusia probó con éxito un nuevo misil integrado en un submarino. Este misil lleva seis cabezas nucleares y tiene un alcance de 9.650 kilómetros, es decir, que está diseñado para atacar territorio estadounidense, incluido, casi con seguridad, objetivos en el Estado de Maine donde veraneaban los presidentes. Por su parte, la administración Bush aprobó planes para producir nuevos tipos de armas, empezar a desarrollar una nueva generación de misiles, submarinos y bombarderos nucleares y ampliar el complejo de armas nucleares estadounidense para producir miles de nuevas cabezas si fuera necesario.

Pese a la importancia de la decisión tomada conjuntamente en 1994 por los presidentes Bill Clinton y Boris Yeltsin de no seguir poniéndose el uno al otro en el punto de mira de sus armas, la declaración tuvo pocas consecuencias prácticas. Las coordenadas de los objetivos se pueden cargar en los sistemas de guía de una cabeza nuclear en cuestión de minutos. Las cabezas nucleares se quedan en los misiles en un estado de alerta elevado, similar al que mantuvieron en los momentos más tensos de la guerra fría.

Esto incrementa enormemente el riesgo de un lanzamiento no autorizado o accidental. Como no se ha incluido un tiempo de precaución en el proceso de toma de decisiones de cada Estado, este nivel extremo de disponibilidad aumenta la posibilidad de que uno de los presidentes pueda ordenar de forma prematura un ataque nuclear a partir de información secreta errónea.

No sorprende que otras naciones intenten imitar –a escalas más reducidas– los programas de EE UU y Rusia. Irán, con 3.500 centrifugadoras que no paran de girar en la central de Natanz, se acerca cada mes que pasa a la capacidad de enriquecer uranio para obtener combustible nuclear (o para fabricar bombas nucleares). Pero, ¿qué quiere Irán en realidad? Es probable, tal como señalaba en noviembre de 2007 la Estimación de Inteligencia Nacional (que reúne a todos los servicios secretos de EE UU) que “las decisiones de Teherán se basen en un cálculo de coste-beneficio más que en la prisa por conseguir un arma sin tener en cuenta los costes políticos, económicos y militares”. Según el informe, a Irán todavía le faltan entre cinco y diez años para tener la capacidad de fabricar material para una bomba nuclear.

Aun así, los temores que despierta la amenaza de un Irán nuclear no se calmarán fácilmente. Las posturas agresivas adoptadas por varios líderes mundiales durante el verano de 2008 no han mejorado la situación. Las amenazas de emplear la fuerza no han disuadido a Irán y, de hecho, el programa se aceleró después de que EE UU invadiera Irak, y muchos en Irán utilizan esa guerra como prueba de que no se puede confiar en las naciones occidentales, en concreto en EE UU.

Lo que funcionaría con Irán es lo mismo que ha funcionado para reducir otras dos amenazas en los últimos cinco años: las negociaciones directas. En 2003, Libia concluyó años de negociaciones para llegar a un acuerdo con EE UU y Reino Unido para poner fin a su programa nuclear. A cambio de garantías de seguridad y de incentivos económicos, el líder libio, Muammar el Gaddafi, puso fin a toda la investigación armamentística y ahora mantiene unas relaciones diplomáticas normales con la mayoría de los países. Una estrategia similar está funcionando con Corea del Norte, que probó un misil en 2006. Después de cinco años de políticas que intentaron –sin éxito– coaccionar a Pyongyang, la administración Bush cambió acertadamente de rumbo y empezó a negociar directamente con Corea del Norte a través del grupo de los seis (China, Japón, Rusia, EE UU, Corea del Sur y Corea del Norte). La nueva estrategia ha funcionado, y el país está destruyendo partes de su reactor para producir plutonio en lugar de detonar bombas atómicas.

El acuerdo no es perfecto y, probablemente, pasarán años hasta conseguir un informe completo de todo el inventario y de las exportaciones de Corea del Norte y desarmar el país, pero la dirección es la correcta. La amenaza de Corea del Norte se está reduciendo en vez de aumentar. Pero no es una cuestión que afecte únicamente a los “Estados rebeldes”.

De hecho, es posible que el mayor peligro provenga no de un adversario, sino de un aliado. La crisis política en Pakistán a finales de 2007 puso de relieve el peligro nuclear más inminente. Con un gobierno inestable, un militar impopular en la presidencia del país, material suficiente para fabricar entre 60 y 100 bombas atómicas, fuertes influencias fundamentalistas islámicas en el territorio y grupos islámicos armados –incluido Al Qaeda– dentro de sus fronteras, Pakistán podría convertirse en el país más peligroso de la Tierra.

El ejército pakistaní controla las armas y el material nuclear por ahora, pero un aumento en la inestabilidad podría dividir al ejército o “distraer” a los soldados que vigilan el material armamentístico, lo que podría provocar un ataque. Es en Pakistán –y no en Irak ni en Irán– donde Osama bin Laden tendría más probabilidades de hacerse con un arma nuclear.

Una política fallida

La segunda tendencia es el hecho de que los expertos, los estrategas y la opinión pública reconocen que las políticas recientes de EE UU han aumentado los peligros nucleares. El eje de la política de Bush era mantener la supremacía de EE UU con un arsenal nuclear reducido pero todavía grande, nuevas armas nucleares (como el “revientabúnquer nuclear” o la astutamente llamada “cabeza nuclear fiable de repuesto”), el rechazo de los tratados que limitan la libertad de acción de EE UU y la acción militar preventiva contra Estados hostiles. Pero las amenazas nucleares se multiplicaron a medida que se evaporaba la confianza en el liderazgo estadounidense.

La estrategia de no proliferación de EE UU y sus aliados de 1945 a 2000 tuvo éxito en general. Ocho Estados adquirieron armas nucleares, pero ninguna se utilizó, a pesar de que hubiera situaciones como la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, y los incidentes en Kargil de 1999 y 2001 entre India y Pakistán que amenazaban con desatar una guerra nuclear. A pesar del éxito general de la estrategia de no proliferación de EE UU, recibió duras críticas en el periodo previo a las elecciones presidenciales de 2000. Desde el punto de vista de sus detractores, los 183 países que carecían de armas nucleares quedaban eclipsados por unas pocas naciones que estaban intentando conseguirlas.

Defendían una estrategia más contenciosa con estos Estados e insinuaban que el planteamiento que había contribuido a controlar la proliferación nuclear ya no era práctico ni útil. Cuando Bush llegó a la presidencia en 2000, se rodeó de docenas de funcionarios que consideraban que la tediosa diplomacia y los tratados internacionales no eran lo mejor para la seguridad de EE UU. Entre los tratados que se descartaron estaban el Tratado de Prohibición Total de Ensayos Nucleares (CTBT, en sus siglas en inglés), el Tratado sobre Misiles Antibalísticos, el Tratado sobre Minas Terrestres y, más recientemente, una prohibición internacional de las bombas de racimo.

Los responsables del gobierno Bush sostenían que los tratados y las prohibiciones de armas restringirían innecesariamente al ejército estadounidense y debilitarían su capacidad para mantener el orden global. Afirmaban que era imposible verificar tratados como la Convención sobre Armas Químicas y la Convención sobre Armas Biológicas, y que no estaban consiguiendo evitar ni la fabricación ni la distribución de armas químicas y biológicas. Además, los neoconservadores que asumieron el control de la administración Bush alimentaron un miedo que se desató a raíz del 11-S, e insistían en presentar a EE UU como la víctima de grupos y naciones empeñados en poner al país de rodillas.

La estrategia preferida de Bush era el cambio de régimen. El poder y el juicio estadounidenses servirían como sustituto de los tratados internacionales y de la diplomacia multilateral. El vicepresidente, Dick Cheney, afirmó: “No negociamos con el mal; lo derrotamos”. En lugar de considerar toda proliferación como algo problemático, el gobierno sostenía que había una proliferación buena y otra mala. Aunque aceptaban que India y Pakistán tuvieran armas nucleares, los programas en naciones posiblemente hostiles se calificaban de inmediato de amenazas graves. Los primeros obtenían acuerdos comerciales, y los segundos serían eliminados.

La amenaza que representaban estos pocos Estados y la posibilidad de que transfirieran la tecnología a terroristas era el grito de guerra. Ex presidentes como Clinton se referían a la amenaza “de la proliferación de armas nucleares, biológicas y químicas”, pero Bush cambió la semántica y todo el alcance de la no proliferación cuando dijo: “El mayor peligro al que se enfrentan EE UU y el mundo son los regímenes ilícitos que pretenden conseguir y poseen armas nucleares, químicas y biológicas”. Cambió el centro de atención del “qué” al “quién”. Ya se habían sentado los cimientos para la “guerra preventiva”. La guerra de Irak fue la primera aplicación práctica de esta estrategia radical de cambio de régimen. Resultó que estaba llena de fallos y tuvo unas consecuencias nefastas.

Bush afirmó que Irak estaba produciendo armas nucleares, químicas y biológicas y que pretendía usarlas y/o transferirlas a grupos terroristas. La guerra comenzó en marzo de 2003. Después de los primeros meses, empezaron a extenderse por Washington voces que hablaban de pasar a Teherán, Damasco e incluso Pyongyang. La insurgencia iraquí paralizó la reconstrucción y puso de manifiesto la falta de previsión en la planificación previa a la guerra. El cambio de régimen como herramienta de la no proliferación resultó ser cara, difícil de manejar e impredecible. Era evidente que la guerra no había conseguido su principal objetivo, asegurar armas no convencionales, y que este fracaso se debía al hecho de que en Irak no había programas de armas nucleares, químicas o biológicas en marcha. El gobierno acabó admitiéndolo a finales de 2004.

Cinco años después sigue habiendo tropas estadounidenses en Irak, la guerra de Afganistán no marcha bien, Bin Laden sigue en libertad y el apoyo de la opinión pública para seguir en Irak flaquea. El 60 por cien de los estadounidenses considera que la guerra fue un error, el 80 por cien cree que su país está siguiendo el camino equivocado y la popularidad del presidente Bush ha caído en picado a un mínimo histórico de tan sólo el 23 por cien, según diversos sondeos de abril y julio pasados.

La mayoría de los expertos está de acuerdo. En el plano global, las amenazas terroristas han aumentado, al tiempo que se han abandonado los programas para asegurar las armas nucleares no controladas. El rechazo y la negligencia frente a los tratados internacionales han debilitado la seguridad y la legitimidad de EE UU. En la actualidad, la mayor parte de los problemas en torno a la proliferación que heredó el gobierno han empeorado. La doctrina de cambio de régimen de Bush está muerta.

Un llamamiento al desarme

La siguiente tendencia nació como respuesta a las políticas fallidas de la guerra preventiva. Cada vez hay más voces que piden una nueva campaña a favor de la eliminación total de las armas nucleares. Lo que resulta aún más alentador es que estos llamamientos no provienen sólo de la izquierda, sino de la propia élite de seguridad estadounidense. Las voces que más se oyen en la apelación bipartidista son las de George Schultz y Henry Kissinger, ex secretarios de Estado, ambos republicanos, así como de William Perry, ex secretario de Defensa, y Sam Nunn, ex presidente del Comité de Servicios Armados del Senado, ambos demócratas. Estos veteranos de la guerra fría presentaron su plan en favor de un mundo sin armas nucleares en dos artículos de opinión en The Wall Street Journal en enero de 2007 y enero de 2008.

Todos ellos proponen una serie de pasos prácticos hacia la eliminación, entre los que se encuentran reducir radicalmente los arsenales nucleares de EE UU y de Rusia, prohibir completamente los ensayos de todo tipo de material explosivo, asegurar con rapidez todo el material para evitar el terrorismo nuclear y retirar la alerta inmediata de los misiles estadounidenses y rusos, de modo que un presidente tenga más de 15 minutos para decidir si debe iniciar el Apocalipsis o no.

Estos ex funcionarios, apoyados por antiguos miembros de gabinetes republicanos y demócratas de gobiernos que se remontan hasta el del presidente Richard Nixon, reconocen que la estrategia actual no ha funcionado.

Esta es una de las razones por las que realistas como Kissinger han llegado a la conclusión de que debemos transformar “el objetivo de un mundo sin armas nucleares en una empresa práctica entre las naciones”. Este paso inauguró un espacio político para que otros se inclinaran por una agenda de seguridad más progresista. Después de que Perry, Schultz, Kissinger y Nunn realizaran este histórico llamamiento, hubo otros que acomodaron su paso al de los nuevos generales del control de armamentos. Cerca del 70 por cien de los hombres y mujeres que han ejercido el puesto de secretario de Estado, de Defensa o de asesor de Seguridad Nacional y que siguen con vida están hoy a favor de la eliminación total de las armas nucleares.

Cuando desempeñaban su cargo, todos y cada uno de estos responsables defendían la fabricación y el despliegue de armas nucleares. Ahora ponen en tela de juicio la necesidad militar de las 10.000 armas en EE UU, 14.000 en Rusia y las 1.000 que existen en conjunto en otros siete países. Esta política está en sintonía con los deseos del pueblo estadounidense, ya que, según las encuestas, el 70 por cien está a favor de la eliminación de las armas nucleares.

Ninguno de estos expertos en seguridad cree que la tarea de la eliminación vaya a ser fácil. Tiene que estar minuciosamente orquestada y exigirá la cooperación de todas las naciones, pero consideran que es una batalla que merece la pena librar. No son los únicos. Docenas de instituciones de investigación, grupos de defensa y fundaciones están estudiando o defienden la transformación completa del régimen nuclear global, como, por ejemplo, el International Institute for Strategic Studies, el Council on Foreign Relations, el Monterey Institute for International Studies y la Federation for American Scientists.

Las estrellas y los líderes se alinean

La última tendencia –y probablemente la más importante– son los cambios radicales en el liderazgo de las principales naciones del mundo. En 2009, cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, siete miembros del G-8 y una serie de Estados con un peso internacional destacado habrán nombrado a nuevos presidentes y a primeros ministros en los últimos dos años. Entre ellos: Australia, Chile, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Japón, Pakistán, Rusia, Corea del Sur, EE UU y, posiblemente, Israel e Irán.

El nuevo primer ministro británico, Gordon Brown, prometió: “Estaremos al frente de la campaña internacional para acelerar el desarme entre los Estados que poseen armas nucleares, para evitar la proliferación (…) y para lograr en última instancia un mundo en el que no haya armas nucleares”.

En EE UU, el candidato republicano a la presidencia, John McCain, hizo un llamamiento para que su país “trabajara para reducir los arsenales nucleares en todo el mundo, empezando por el nuestro”. El candidato demócrata, Barack Obama, declaró que “EE UU aspira a un mundo en el que no haya armas nucleares”.

Obama tiene el plan más completo, basado en parte en el trabajo que ha llevado a cabo con el senador republicano por Indiana, Richard Lugar, y las leyes que introdujo junto con el senador republicano por Nebraska, Check Hagel, (resolución del Senado 1977). Según este plan, EE UU aseguraría todo el material nuclear en los 50 países que lo tienen y negociaría fuertes reducciones en los arsenales estadounidenses y rusos. También defiende la eliminación de todo el material nuclear en esos 50 países durante su primer mandato como presidente, así como la negociación de una prohibición mundial verificable de la producción de material fisible. EE UU crearía un banco internacional de combustible nuclear, aumentaría la financiación para las inspecciones y las garantías del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) e intentaría conseguir una prohibición mundial de los misiles de alcance intermedio. Finalmente, la legislación hace un llamamiento para poner las armas en alertas “impulsivas” que permitirían su lanzamiento en el transcurso de 15 minutos.

Próximos pasos

Para aprovechar este momento, los nuevos líderes mundiales podrían convertir en prioridad los primeros cuatro pasos para la reducción y la eliminación de las armas nucleares:

1.– Asegurar el material y las armas nucleares sin control. La clave para poseer armas nucleares es el material fisible. Un grupo terrorista podría tener la mejor ayuda técnica del mundo, pero sin plutonio ni uranio altamente enriquecido no podrá obtener un arma nuclear. Una vez que se adquiere el material, es sólo cuestión de tiempo que un grupo terrorista encuentre a científicos dispuestos a ayudarles a construir el arma y entregársela.

Obtener material fisible no es tarea fácil, pero hay problemas de seguridad en los Estados de la antigua URSS, en Pakistán y en muchas otras naciones con una seguridad laxa en docenas de emplazamientos nucleares civiles. De hecho, hay más de 40 países con reservas de material nuclear que podrían ser objetivos principales de amenazas. Los programas de cooperación para reducir este riesgo han sido eficaces a la hora de localizar y proteger dicho material, pero hay que ampliar el programa de forma inmediata.

Todas las naciones tienen que participar en la aceleración del proceso para garantizar que los grupos y los Estados rebeldes no lleguen antes a este material esencial. Con el apoyo adecuado por parte de los líderes mundiales, esto se podría llevar a cabo en cuatro años.

Además de asegurar y eliminar el material, el mundo debe unirse en un esfuerzo intenso para erradicar el tráfico nuclear. La red del científico pakistaní Abdul Qadeer Khan sigue diseminando secretos y reservas nucleares. En 2003 se descubrió que Khan, el “padre” de la bomba pakistaní, traficaba con secretos nucleares y, a pesar de la indignación internacional, fue indultado y quedó bajo arresto domiciliario en su país. El gobierno pakistaní archivó el caso, pero en 2006 un consorcio de servicios secretos europeos informó que la red de Khan seguía traficando con sus mortíferos depósitos en el mercado negro nuclear. Dichas transferencias deberían implicar sanciones inmediatas, pero las leyes vigentes siguen sin castigar estas transgresiones.

Ya hay un marco para limitar el contrabando nuclear. La resolución 1540 del Consejo de Seguridad de la ONU alienta los esfuerzos internacionales para obstaculizar el comercio y el transporte de material y tecnología nuclear.

Debido a los costes y a las dudas sobre su eficacia, muchas naciones aún no han aplicado dicha resolución. Los países desarrollados deben dar ejemplo y proporcionar fondos para aquellos que necesitan ayuda a la hora de ejecutar las medidas de seguridad enumeradas en líneas generales en la resolución. Los Estados deberían trabajar con el OIEA para incrementar el presupuesto de la organización destinado a las inspecciones y para alcanzar un acuerdo respecto a un método que proporcione material fisible para la obtención de energía nuclear. Los Estados que firmen el protocolo adicional podrían comprar combustible para los reactores a un precio razonable en una central de combustible nuclear controlada a escala internacional. Esto reduciría drásticamente la cantidad de material fisible en peligro.

2.– Una nueva actitud frente a las armas nucleares. Todas las naciones que en la actualidad posean armas nucleares deberían participar en una revisión de su posición. EE UU llevó a cabo una revisión de este tipo al final de la guerra fría para decidir el nuevo propósito del ingente arsenal nuclear del país. Aunque modificó algunas prioridades, la revisión de 1994 no tuvo ningún cambio significativo en la política. Se realizó otra revisión en 2002 y, una vez más, no consiguió superar las políticas de la guerra fría. El próximo presidente de EE UU tendrá que revisar de nuevo las políticas estratégicas nucleares y, esta vez, el objetivo principal no debería ser disuadir a Rusia, sino impedir que otros actores obtengan armas nucleares y mitigar la posibilidad de que cualquier Estado con armas nucleares en la actualidad las use.

Los Estados que poseen armas nucleares deberían hacer lo mismo y elaborar y revelar a la opinión pública los principios generales de su política sobre armas nucleares. Deberían declarar sus inventarios y organizar inspecciones internacionales para fomentar la seguridad y la confianza. Todos los Estados deberían organizarse en torno al principio que acordaron en el TNP: la eliminación total de las armas nucleares.

3.– Ratificar el CTBT. El TNP tendrá que revisarse en 2010 y debe reforzarse con unos métodos de verificación y de sanción más duros. Pero el debate en la conferencia de revisión será encarnizado. Antes de que las naciones sin armas nucleares estén dispuestas a asumir las cargas adicionales de los controles de la exportación y los mecanismos de aplicación, exigirán que los Estados con armas nucleares cumplan sus compromisos anteriores.

Ésta es la razón por la que debería comenzar inmediatamente un plan para ratificar el CTBT. Washington firmó dicho tratado hace 10 años, pero el Senado estadounidense no lo ratificó en 1999. La mayoría de las naciones han firmado y ratificado el CTBT, pero hay países que no lo han hecho, como China, Egipto, Irán, Indonesia, Israel, India, Pakistán o Corea del Norte. La ratificación estadounidense es la clave para salir de este atolladero. China, por ejemplo, ha insinuado que se sumaría al tratado tras un voto afirmativo por parte de EE UU.

Muchas de las preocupaciones del Senado en 1999 –como, por ejemplo, si el tratado podía ser verificado y si el arsenal estadounidense era seguro y fiable si no se realizaran más pruebas se han resuelto. La red de sensores internacionales (construida en gran medida por la organización encargada de la aplicación del CTBT) puede detectar y ha detectado explosiones muy pequeñas, como el ensayo nuclear norcoreano de 2006.

Entretanto, los estudios científicos estadounidenses revelan que las armas de EE UU seguirían siendo seguras y fiables por un periodo de entre 80 y 100 años más sin necesidad de realizar nuevas pruebas. Con una preparación minuciosa y el liderazgo presidencial, el Senado podría ratificar el tratado antes de la Conferencia de Revisión del TNP de 2010, lo cual daría un enérgico impulso a todo el régimen.

4.– Reducir los arsenales. El último paso –y el más lógico– es eliminar sencillamente todas las armas que existen. Cuantas menos armas, material y componentes fisibles existan, menos probable será que los terroristas adquieran el arma que podría acabar con millones de vidas. El punto de partida son los arsenales más importantes: Rusia y EEUU.

Ambos países podrían reducir el número de armas hasta quedarse con unos pocos cientos de ellas sin perder un ápice de su seguridad nacional. Ambos podrían llegar a un acuerdo inmediato para ampliar las disposiciones de verificación del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (que está previsto que expire en 2009) y para comenzar a elaborar nuevos planes que podrían seguir reduciendo a un ritmo constante el número de armas y desembocar con el tiempo en su eliminación.

También hay que mejorar la forma de administrar y llevar la cuenta de las armas nucleares. A lo largo de 2007 se percibieron dos fallos en la seguridad nuclear estadounidense. Seis cabezas nucleares fueron transportadas en avión desde Dakota del Norte a Luisiana sin que durante 36 horas se tuviera constancia que faltaba de su emplazamiento original. Asimismo, la fuerza aérea de EE UU envió accidentalmente componentes de armas nucleares a Taiwan. Si estos fallos están teniendo lugar en el Estado con los mecanismos de orden y control más estrictos, ¿qué podría estar sucediendo en países como Rusia, Pakistán e India? Reducir y consolidar las armas nucleares mejorará su seguridad.

Por último, si los Estados que poseen armas nucleares reducen y eliminan su arsenal, debilitarán los argumentos de cualquier otra nación que pretenda adquirir su propia capacidad nuclear. Con una nueva política estadounidense y un nuevo movimiento internacional a favor de la eliminación nuclear, se intensificará la presión sobre aquellos pocos Estados que intenten conseguir seguridad o prestigio a través de nuevos programas de armamento.

Juntas, estas tendencias abren una etapa política única, pero no seguirá abierta mucho tiempo. Otros acontecimientos e intereses competirán por la atención de los líderes mundiales. Si no se aprovecha el momento, éste pasará. Los líderes mundiales tienen que saber que la eliminación verificable de las armas nucleares será difícil y costosa y que durará muchos años. Habrá obstáculos a cada paso, entre los que estará un coro previsible de cínicos que predigan su fracaso. Pero ellos también deberían saber que, a corto plazo, cualquier avance que se dé hacia la eliminación puede reducir drásticamente muchos de los peligros nucleares. Cada paso hace que el mundo esté más seguro. A la larga, estos pasos pueden proporcionar la luz que nos ayude a salir del oscuro y largo túnel nuclear.

DEMOCRACIA SIN ESTADOS UNIDOS


Michael Mandelbaum

El gobierno de George W. Bush ha hecho de la promoción de la democracia un objetivo central de la política exterior estadounidense. El presidente dedicó a ese tema el discurso inaugural de su segundo periodo en el poder; la Estrategia de Seguridad Nacional de 2006 se concentró en la propagación de la democracia en el extranjero, y la Casa Blanca ha emprendido una serie de iniciativas concebidas para promoverla en todo el mundo, sobre todo las iniciativas militares en Afganistán e Irak. Sin embargo, en esos dos países y en otras partes del mundo árabe donde en otro tiempo las perspectivas de la democracia parecían prometedoras -- Líbano, los territorios palestinos y Egipto -- , los esfuerzos estadounidenses no han prosperado. Ahora que el gobierno de Bush entra en sus 12 meses finales, en ninguno de esos lugares la democracia está más cerca de consolidarse con firmeza. Es un patrón conocido: desde la fundación de la república, casi todos los presidentes han abrazado la idea de propagar la forma estadounidense de gobierno fuera de sus fronteras. El gobierno de Clinton emprendió varias intervenciones militares con el objetivo manifiesto de instaurar la democracia. En donde lo hizo -- Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo -- , el modelo fracasó en su intento de echar raíces.

Sin embargo, el fracaso de Washington en la promoción de la democracia no ha significado el fracaso de la democracia misma. Al contrario, en el último cuarto del siglo XX esta forma de gobierno experimentó un notable ascenso. Confinada en otros tiempos a un puñado de naciones ricas, en un breve lapso se transformó en el sistema político más popular del mundo. En 1900 sólo 10 países eran democracias; hacia mediados de siglo el número se había incrementado a 30, y 25 años después la cifra se mantenía igual. En 2005, 119 de los 190 países del mundo habían adoptado la democracia.

La combinación en apariencia paradójica del fracaso estadounidense en promover la democracia y su exitosa expansión plantea varias preguntas. ¿Por qué los esfuerzos deliberados del país más poderoso del mundo por exportar su forma de gobierno han resultado ineficaces? ¿Por qué y cómo la democracia ha disfrutado de tan extraordinario éxito mundial pese al fracaso de estos esfuerzos? ¿Y cuáles son las perspectivas de la democracia en otras zonas de gran importancia -- los países árabes, Rusia y China -- donde aún no está presente? Responder estas preguntas demanda un entendimiento apropiado del concepto de democracia en sí mismo.

Genealogía democrática

Lo que el mundo del siglo XXI llama democracia es en realidad la fusión de dos tradiciones políticas distintas. Una es la libertad, es decir, la libertad individual. La otra es la soberanía popular, el gobierno del pueblo. La soberanía popular hizo su debut en la escena mundial con la Revolución Francesa, cuyos arquitectos afirmaron que el derecho de gobernar no pertenecía a los monarcas hereditarios que habían gobernado en la mayoría de los lugares durante la mayor parte del tiempo desde el principio de la historia documentada, sino más bien al pueblo al que aquéllos gobernaban.

La libertad tiene un linaje mucho más longevo, que se remonta a las antiguas Grecia y Roma. Consiste en una serie de ordenanzas políticas de zonificación que ponen coto a la interferencia del gobierno en sectores de la vida social, política y económica, y de ese modo los protegen. La forma más antigua de libertad es la inviolabilidad de la propiedad privada, que formó parte de la vida de la República Romana. La libertad religiosa tuvo su origen en la escisión de la cristiandad provocada por la reforma protestante del siglo XVI. La libertad política surgió después de las otras dos, pero es a ella a la que los usos de la palabra "libertad" en el siglo XXI suelen referirse. Implica la ausencia de control gubernamental sobre la expresión de las ideas, la reunión pública y la participación política.

Bien entrado el siglo XIX, el término "democracia" se refería por lo regular sólo a la soberanía popular, y se consideraba indudable que un régimen basado en ella suprimiría a la libertad. Se creía que el gobierno del pueblo conduciría a la corrupción, el desorden, la violencia de la turba y, en última instancia, a la tiranía. En particular, muchos creían que quienes carecían de propiedades se movilizarían, llevados por la envidia y la codicia, para arrebatarlas a sus dueños si el pueblo tomaba el control del gobierno.

A finales del siglo XIX y principios del XX, la libertad y la soberanía popular se fusionaron con éxito en unos cuantos países de Europa Occidental y América del Norte. El éxito de esta fusión se debió en no poca medida a la expansión del Estado benefactor después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, que amplió el compromiso con la propiedad privada al dar a cada miembro de la sociedad una forma de ella y evitó la pobreza de las masas proporcionando a todos un nivel mínimo de vida. Incluso entonces, sin embargo, la forma democrática de gobierno no se extendió ni muy lejos ni a muchos lugares.

La soberanía popular, o al menos una forma de ella, se volvió prácticamente universal hacia la segunda mitad del siglo XX. El procedimiento para implementar este principio político -- llevar a cabo una elección -- era y sigue siendo fácil. En los primeros tres cuartos del siglo XX, la mayoría de los países no escogía a sus gobiernos mediante elecciones libres y justas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos podía afirmar que eran democráticos al menos en el sentido de que diferían de las formas tradicionales de gobernación: la monarquía y el imperio. Los mandatarios no heredaban sus cargos y provenían de los mismos grupos nacionales que las personas a quienes gobernaban. Esos gobiernos encarnaban la soberanía popular en la medida en que las personas que los controlaban no eran ni monarcas hereditarios ni extranjeros.

Si bien la soberanía popular es relativamente fácil de instaurar, es mucho más difícil garantizar el otro componente de la democracia: la libertad. Esto explica tanto el retraso en la propagación de la democracia en todo el mundo en el siglo XX como las continuas dificultades de instaurarla en el XXI. Poner en práctica el principio de libertad requiere instituciones: cuerpos legislativos funcionales, burocracias gubernamentales y sistemas legales plenamente consolidados, con policía, abogados, fiscales y jueces imparciales. Operar tales instituciones requiere aptitudes, algunas muy especializadas. Y las instituciones correspondientes deben estar firmemente fundadas en valores: las personas deben creer en la importancia de proteger esas zonas de la vida social y cívica de la interferencia del Estado.

Las instituciones, aptitudes y valores que necesita la libertad no se pueden establecer por decreto, como no es posible que un individuo domine las técnicas del básquetbol o el ballet sin un prolongado entrenamiento. La unidad apropiada de tiempo para crear las condiciones sociales que conducen a la libertad es, por lo menos, una generación. No sólo se necesita tiempo para desarrollar el aparato de la libertad, sino que debe desarrollarse con independencia y dentro del ámbito nacional; no se le puede enviar desde otro lugar e implantarlo, ya prefabricado. Las aptitudes y los valores que se requieren no pueden ser importados ni delegados.

Si bien el Imperio británico exportó la libertad a India, los británicos gobernaron el subcontinente indio en forma directa durante casi un siglo. En muchos otros lugares controlados por los británicos, la democracia no logró consolidarse. En el siglo XXI, por lo demás, la era de los imperios ha quedado atrás. En ninguna parte la población ansía y ni siquiera desea ser gobernada por extranjeros, aspecto que el enfrentamiento de Estados Unidos con Irak ha ilustrado en forma tan evidente. Vista bajo esta luz, la propagación de la democracia en el último cuarto del siglo XX no sólo parece notable, sino casi inexplicable. Porque si las instituciones de la libertad, que son parte integral de la gobernanza democrática, tardan al menos una generación en construirse, y puesto que los gobiernos no democráticos procuran, a fin de preservar su poder, asegurarse de que las instituciones y las prácticas de la libertad jamás echen raíces, ¿cómo es posible que se instaure la democracia?

La magia del mercado

En la era moderna, la demanda mundial de un gobierno democrático surgió debido al éxito de los países que lo practican. El Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX se volvieron los Estados soberanos más poderosos en lo militar y más prósperos en lo económico. Ambos pertenecían a la coalición vencedora en cada uno de los tres conflictos globales del siglo XX: las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Su éxito causó gran impresión en otros. Los países, como los individuos, aprenden de lo que observan porque entre los países, como entre los individuos, el éxito suscita la imitación. El curso de la historia moderna hizo que la democracia pareciera digna de ser emulada.

El deseo de un sistema político democrático no crea por sí mismo la capacidad de instaurarlo. La clave para instaurar una democracia funcional, y en particular las instituciones de la libertad, ha sido la economía de libre mercado. Las instituciones, aptitudes y valores necesarios para operar una economía de libre mercado son los que, en la esfera política, constituyen la democracia. La democracia se propaga a través de los mecanismos del mercado, cuando las personas aplican los hábitos y procedimientos que ya están llevando a cabo en un sector de la vida social (la economía) a otro (la arena política). El mercado es a la democracia lo que un grano de arena es a la perla de una ostra: el núcleo alrededor del cual se forma.

El libre mercado fomenta la democracia porque la propiedad privada, esencial en cualquier economía de mercado, es en sí una forma de libertad. Además, una economía de mercado que funcione con éxito vuelve más ricos a los ciudadanos de la sociedad en la cual se establece, y la riqueza implanta la democracia, entre otras cosas, al subvencionar el tipo de participación política que requiere la democracia genuina. Muchos estudios han encontrado que a mayor producto per cápita en un país, más probable es que ese país proteja la libertad y escoja su gobierno mediante elecciones libres y justas.

Tal vez más importante es que el libre mercado genera las organizaciones y grupos independientes del gobierno -- empresas, sindicatos, asociaciones profesionales, clubes, etc. -- que se conocen colectivamente como sociedad civil, la cual es indispensable para un sistema político democrático. Las asociaciones privadas ofrecen lugares de refugio del Estado, en los cuales los individuos pueden perseguir sus intereses libres del control gubernamental. La sociedad civil también contribuye a preservar la libertad al servir de contrapeso a la maquinaria del gobierno. La soberanía popular, la otra mitad del gobierno democrático moderno, también depende de elementos de la sociedad civil que el libre mercado hace posibles, en especial los partidos políticos y los grupos de interés.

Por último, la experiencia de participar en una economía de mercado cultiva dos hábitos determinantes para el gobierno democrático: la confianza y el acuerdo. Para que un gobierno funcione en paz, los ciudadanos deben confiar en que no actuará contra sus intereses más importantes y, sobre todo, en que respetará sus derechos políticos y económicos. Para que los gobiernos sean escogidos con regularidad en elecciones libres, los perdedores deben confiar en que los vencedores no abusarán del poder que han ganado. De la misma forma, la confianza es un elemento esencial de los mercados que se extiende más allá del intercambio local directo. Cuando un producto se embarca a grandes distancias y el pago por él se cubre a plazos, compradores y vendedores deben confiar en la buena fe y confiabilidad de la otra parte. Sin duda, en una economía de mercado que funcione con éxito el gobierno está listo para hacer valer los contratos que se hayan incumplido. Pero en tales economías se realizan tantas transacciones que el gobierno sólo puede intervenir en una diminuta fracción de ellas. La actividad mercantil depende mucho más de la confianza en que otros cumplirán sus compromisos que en la seguridad de que el gobierno los castigará si no lo hacen.

El otro hábito democrático que proviene de participar en una economía de mercado es el acuerdo. El acuerdo inhibe la violencia que podría amenazar a la democracia. En cualquier sistema político son inevitables las preferencias diferentes relativas a temas de política pública, a menudo sumamente sentidas. Lo que distingue a la democracia de otras formas de gobierno es la solución pacífica de los conflictos que esas diferencias provocan. Por lo regular esto ocurre cuando cada parte obtiene algo de lo que desea, pero no todo. El acuerdo es también esencial para la operación de la economía de mercado. Después de todo, en cada transacción el comprador querría pagar menos y el vendedor recibir más del precio que finalmente acuerdan. Y llegan a ese acuerdo porque la alternativa es no hacer transacción alguna. Los participantes en un mercado libre aprenden que lo mejor puede ser enemigo de lo bueno, y actuar conforme a ese principio en la arena política es esencial para el gobierno democrático.

Promover los mercados es promover la democracia

De este análisis resulta que la mejor forma de fomentar la democracia es alentar la expansión de los mercados libres. La promoción del mercado es, desde luego, un método indirecto de promoción de la democracia que no rendirá resultados inmediatos. Sin embargo, la rápida propagación de la democracia en las últimas tres décadas dio muestras de una clara asociación con los mercados libres. La democracia llegó a los países del sur de Europa y a Asia y a casi todos los de América Latina después de que todos habían adquirido por lo menos la experiencia de una generación, y a veces más, en la operación de economías de mercado.

Sin embargo, visto bajo esta luz, parecería innecesario promover la democracia de manera indirecta alentando la expansión de los mercados libres. Por lo regular los países no necesitan que se les apremie a replantear sus economías según los parámetros del libre mercado. Hoy en día, prácticamente todos los países lo han hecho, con miras a su propio crecimiento económico. En la segunda mitad del siglo XX el objetivo del crecimiento económico se había vuelto tan importante y generalizado, que la capacidad de promoverlo se había convertido en una forma fundamental de evaluar la legitimidad política de todos los gobiernos. Y la historia del siglo XX parece haber demostrado de modo concluyente que el sistema de mercado de organización económica -- y sólo éste -- puede lograr el crecimiento económico.

En este sentido, el libre mercado actúa como una especie de caballo de Troya. Las dictaduras lo adoptan para afianzar su propio poder y legitimidad, pero su funcionamiento acaba socavando su poder. De hecho, esta línea de análisis parecería indicar no sólo que una política exterior de promoción deliberada del mercado es superflua, sino que el triunfo final de la democracia en todas partes está asegurado mediante la voluntaria adopción universal de las instituciones y políticas de la economía de libre mercado.

Sin embargo, no ocurre así. Mantener la propagación de la democracia en el siglo XXI no es más inevitable que imposible, como demuestran las perspectivas categóricamente diversas de esta forma de gobierno en tres lugares importantes donde no existe: el mundo árabe, Rusia y China.

El futuro de la libertad

Las perspectivas para la democracia en el mundo árabe son escasas. Varios rasgos de la sociedad y la vida política árabes operan contra ella. Ninguno es exclusivo de Medio Oriente, pero en ningún otro lado están todas presentes con tal fuerza. Uno es el petróleo. Las mayores reservas de crudo del planeta que pueden conseguirse fácilmente están ubicadas en la región. Países que se enriquecieron mediante la extracción y venta del petróleo, a menudo llamados petroestados, raras veces se ajustan a las normas políticas de la democracia moderna. Dichos países no necesitan las instituciones sociales ni las aptitudes individuales que, transferidas al ámbito de la política, promueven la democracia. Todo lo que requieren para enriquecerse es extraer y vender petróleo, y un número pequeño de personas puede hacerlo. Ni siquiera tienen que ser ciudadanos del propio país.

Es más, como los gobiernos son dueños de los yacimientos petroleros y recaudan todos los ingresos de la exportación de crudo, tienden a ser grandes y poderosos. Por ende, en los petroestados los incentivos para que los gobernantes mantengan el poder son excepcionalmente fuertes, al igual que los contraincentivos para renunciar al poder de forma voluntaria. En esos países, las economías privadas, que en otras partes sirven de contrapeso al poder del Estado, tienden a ser pequeñas y débiles, y la sociedad civil está subdesarrollada. Por último, los gobiernos no democráticos de los petroestados, en especial las monarquías de Medio Oriente, donde abunda el petróleo y las poblaciones son relativamente pequeñas, usan la riqueza a su disposición para resistir las presiones a favor de un gobierno más democrático. En efecto, sobornan a sus gobernados, persuadiéndolos de renunciar a la libertad política y al derecho a decidir quién los gobierna.

Los países árabes son también candidatos improbables para la democracia porque a menudo sus poblaciones están sumamente divididas por criterios tribales, étnicos o religiosos. Cuando más de un grupo tribal, étnico o religioso habita un Estado soberano en números considerables, la democracia ha resultado difícil de instaurar. En una democracia estable, la población debe estar dispuesta a ser parte de la minoría. Pero las personas sólo aceptarán la condición minoritaria si están seguros de que la mayoría respetará su libertad. En países formados por varios grupos, tal seguridad no siempre está presente, y hay pocas razones para creer que existe en los países árabes. La prueba de su ausencia en Irak está a la vista.

Para el desarrollo de gobiernos democráticos, los países árabes padecen con una desventaja más. Durante buena parte de su historia, los musulmanes árabes se veían como participantes en una batalla épica por la supremacía global contra el Occidente cristiano. La memoria histórica de esa rivalidad aún resuena hoy en el Medio Oriente árabe y alimenta el resentimiento popular contra Occidente. Esto, a su vez, arroja una sombra sobre todo lo que tenga origen occidental, incluida la forma dominante de gobierno en Occidente. Por esta razón, la libertad y las elecciones libres gozan de reputaciones menos favorables en el Medio Oriente árabe que en cualquier otra parte. En vista de todos estos obstáculos, aparte de cualquier otra cosa que pueda decirse del gobierno de Bush, no se le puede acusar de haber elegido un blanco fácil al dirigir sus esfuerzos de promoción democrática hacia el mundo árabe.

Las perspectivas para la democracia en Rusia durante las próximas dos o tres décadas son mejores. Rusia tiene hoy un gobierno que no respeta la libertad y no fue escogido mediante elecciones libres y justas. La ausencia de democracia se debe a que las siete décadas de gobierno comunista dejaron un país sin los cimientos sociales, políticos y económicos sobre los cuales descansa un gobierno democrático. Pero hoy Rusia no enfrenta los obstáculos que en el pasado obstruyeron su camino a la democracia.

Los sistemas políticos y económicos comunistas han desaparecido de Rusia y no se restaurarán. El país también está libre en gran medida de la percepción de raigambre histórica de que tenía un destino cultural y político diferente del de otros. Su población ya no está formada, como ocurrió hasta la industrialización y la urbanización de la era comunista, por una mayoría de campesinos analfabetos y trabajadores agrícolas sin tierra. Hoy el ruso común sabe leer y escribir, es culto y vive en una ciudad; es, en suma, la clase de persona que probablemente llegará a encontrar atractiva la democracia y considerará inaceptable la dictadura.

Las revoluciones en las comunicaciones y los transportes han hecho mucho más difícil a los gobernantes rusos cerrar el país al mundo exterior. En particular, los rusos de hoy son mucho más conscientes de las ideas e instituciones de las democracias del mundo de lo que fueron durante los siglos en que estuvieron gobernados por monarcas absolutos y durante el periodo comunista. Por último, en el siglo XXI Rusia enfrenta mucho menos peligro que nunca de ser atacada por sus vecinos. Desde el siglo XVI hasta casi finales del XX, los monarcas y los comisarios justificaban la acumulación y el ejercicio del poder ilimitado sobre la base de que era necesario para proteger al país de sus enemigos. Esa lógica ha perdido hoy gran parte de su fuerza. Sin embargo, se debe establecer una fuerza que compense esos malos augurios respecto de un futuro más democrático para Rusia. Las grandes reservas de recursos energéticos del país amenazan con inclinarlo en dirección del gobierno autocrático. La Rusia postsoviética tiene el desafortunado potencial de convertirse en un petroestado. Por lo tanto, se puede decir, con sólo un poco de exageración, que las perspectivas democráticas de Rusia van en proporción inversa al precio del petróleo.

De todos los países no democráticos del mundo, en ninguno importan más las perspectivas de la democracia que en China: el país más poblado y el que está en camino de tener, en algún momento del siglo XXI, la economía más grande del planeta. El panorama para la democracia en el país asiático es incierto. A partir de los últimos años de la década de 1970, una serie de reformas que llevaron muchos de los rasgos del libre mercado a lo que había sido una economía de corte comunista puso en movimiento una formidable racha de crecimiento económico de dos dígitos durante un cuarto de siglo. Aunque la institución central de la economía de mercado, la propiedad privada, no se ha instaurado totalmente en China, el ritmo galopante del crecimiento económico ha creado una clase media. Es pequeña en proporción a la enorme población del país, pero sus números se incrementan con rapidez. Cada vez más chinos viven en ciudades, son cultos y se ganan la vida en formas que les brindan cierta independencia en el trabajo, así como ingresos y tiempo libre suficientes para tener otros intereses aparte del trabajo.

Junto con el crecimiento de la economía, en China han proliferado los grupos independientes que constituyen la sociedad civil. En 2005 se registraron oficialmente 285,000 grupos no gubernamentales -- número minúsculo en un país cuya población es de 1,300 millones -- , pero las estimaciones de grupos no oficiales llegan hasta ocho millones. Además, la China del siglo XXI satisface categóricamente una de las condiciones históricas para la democracia: está abierta al mundo. El líder fundador de la China comunista, Mao Zedong, buscó aislarla de otros países. Sus sucesores han abierto las puertas del país y han recibido con beneplácito lo que Mao intentó mantener al margen.

Por consiguiente, el cambio vertiginoso que un cuarto de siglo de reforma económica y sus consecuencias ha llevado a China ha instalado, en un periodo relativamente breve, muchos de los componentes básicos de la democracia política. A medida que el crecimiento económico siga adelante, y las filas de la clase media se expandan y la sociedad civil se extienda, sin duda aumentará la presión por el cambio democrático. Sin embargo, mientras eso ocurre, es igual de seguro que los impulsores de la democracia encuentren una resistencia formidable del gobernante Partido Comunista Chino (PCC).

Aunque ha abandonado el proyecto maoísta de ejercer control sobre todos los aspectos de la vida social y política, el partido sigue resuelto a retener su monopolio del poder político. Silencia cualquier signo de oposición política organizada a su gobierno y practica la censura selectiva. Están prohibidas las expresiones explícitas de disenso político y cualquier cuestionamiento a la función del PCC. Sus esfuerzos para retener el poder no necesariamente están destinados al fracaso. El partido tiene mayor resistencia que la que tenían los partidos comunistas de Europa y la Unión Soviética antes de que fueran aplastados en 1989 y 1991. Como ha presidido una economía mucho más exitosa que sus homólogos europeos y soviético, el PCC puede contar con el apoyo tácito de muchos chinos que no tienen ningún aprecio particular por él ni necesariamente creen que tenga derecho de gobernar el país a perpetuidad sin límites a su autoridad.

La indulgencia popular hacia el gobierno comunista en China tiene otra fuente: el miedo de algo peor. La historia de China en el siglo XX estuvo marcada por recurrentes periodos de violencia. Sin duda el pueblo chino desea evitar nuevos brotes de asesinato y destrucción en gran escala, y si el precio de la estabilidad es la continuación del dominio dictatorial del PCC, quizá les parezca que el precio vale la pena. Los millones que han prosperado en el cuarto de siglo de reformas -- muchos instruidos, cosmopolitas y pobladores de las ciudades de las provincias costeras del país -- tienen razones para desconfiar del resentimiento de los residentes del interior, sobre todo del ámbito rural, que son mucho más numerosos y cuyo bienestar no se ha elevado con el auge económico. Los beneficiarios pueden calcular que el gobierno del PCC los protege a ellos y a sus ganancias. Por último, el régimen puede apelar a un generalizado y potente sentimiento popular para reforzar su posición: el nacionalismo. Por ejemplo, difunde con frecuencia su aspiración a controlar Taiwán, la cual parece disfrutar de amplia popularidad en el continente.
Que China llegue a ser una democracia, cuándo y cómo, son preguntas a las cuales sólo la historia del siglo XXI puede dar respuesta. Sin embargo, es posible aventurar dos pronósticos con cierta confianza. Uno es que cuando la democracia llegue a China, si es que llega -- así como al mundo árabe y a Rusia -- , no será por esfuerzos deliberados y directos de promoción por parte de Estados Unidos. El otro es que la presión por la gobernanza democrática crecerá en el siglo XXI, al margen de lo que Estados Unidos haga o deje de hacer. Crecerá dondequiera que los gobiernos no democráticos adopten el sistema de libre mercado de organización económica. Tales regímenes adoptarán este sistema como parte de sus propios esfuerzos por promover el crecimiento económico, objetivo que los gobiernos de todo el mundo perseguirán en el futuro hasta donde la vista alcanza.

LAS MULTINACIONALES DE LOS PAÍSES EMERGENTES


Andrea Goldstein y Zenaida Hernández

Hace unos años nadie hubiera podido imaginar que Cemex, una empresa de Monterrey (México), se convertiría en el mayor productor de cemento de Estados Unidos mediante la adquisición de varios competidores, ni que el grupo tailandés CP llegaría a ser el mayor inversionista extranjero en China. También hubiera resultado difícil creer que la empresa de telecomunicaciones egipcia Orascom, además de contar con una importante presencia en el norte de África, Irak y Bangladesh, llegaría a organizar la mayor leveraged buy-out (adquisición con apalancamiento) de Europa para comprar el operador Wind en Italia. Hoy día, es difícil encontrar una edición de cualquier diario financiero internacional que no informe de una nueva operación concluida por una multinacional emergente. La más reciente, la disputa entre una empresa india y una brasileña para adquirir nada menos que Corus, la siderúrgica nacida de la fusión de la antigua British Steel con una rival holandesa.

Hace 25 años se comenzó a hablar de las multinacionales de países emergentes. Entonces, un pequeño grupo de economías en desarrollo empezaba a convertirse en fuente de inversión extranjera directa (ied): Argentina, Brasil, Corea, Hong Kong (China), India, Singapur y Taiwán (China). Desde finales de los años ochenta, otros países emergentes, entre ellos Chile, China, Egipto, Malasia, México, Rusia, Sudáfrica, Tailandia y Turquía se han unido como focos importantes de ied. El número de empresas multinacionales en la lista de Fortune 500, cuyas sedes están fuera de América del Norte, Europa, Japón y Oceanía, subió de 26 en 1988 a 61 en 2005.

¿De qué fenómeno estamos hablando?

Encontrar datos sobre las inversiones de las multinacionales emergentes no es tarea fácil. Las estadísticas de IED padecen de grandes limitaciones, todavía mayores en el caso de la inversión cuyo origen es países en desarrollo. Las causas son múltiples, incluidos problemas en los sistemas estadísticos de muchos países, la evasión de capitales para evitar impuestos o controles y la situación de centros financieros off-shore que no reportan flujos de IED en otros países. Por ejemplo, Chipre se ha convertido en una plataforma off-shore para gran parte del capital ruso en el exterior, pasando a ser la principal fuente de IED en Rusia. Una parte importante de las inversiones de Chipre y Europa del Este son en realidad de origen ruso.

Algunos países en desarrollo, como Irán, no reportan la inversión de sus empresas en el exterior. Las cifras oficiales subestiman con frecuencia la cuantía de los flujos reales, como han demostrado estudios en Chile, China, Rusia y Turquía. En China, en especial, el tratamiento favorable de los flujos de inversión extranjera genera incentivos para clasificar como extranjera la inversión cuyo origen es en realidad interno, fenómeno conocido en inglés como round-tripping.

A pesar de estas dificultades, es posible mostrar que la IED con origen en países en desarrollo se está acelerando, pasando de algo más de 53000 millones de dólares en 1992-1998 a más de 85000 en 1999-2004. Desde 2003, la tasa de crecimiento de la IED de países en desarrollo ha sido mayor que la de los flujos con origen en países desarrollados. Según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (UNCTAD), los países en desarrollo representaron 17% de la IED mundial en 2005.

La mayor parte de los flujos de IED procedentes de países emergentes se concentra en Asia. De hecho, la mayor multinacional emergente es Hutchinson Whampoa, un conglomerado de Hong Kong muy activo en servicios de telecomunicaciones y logística que ocupa la decimoséptima posición en el ranking de las mayores multinacionales del mundo publicado por UNCTAD. Dentro de las 100 mayores también se encuentra una compañía coreana (Samsung Electronics), una de Singapur (SingTel), una malaya (Petronas) y una china (CITIC).

La IED de países en desarrollo es sobre todo intrarregional. Las multinacionales emergentes suelen invertir primero en países vecinos, donde han adquirido cierta familiaridad a través del comercio o vínculos culturales, para expandirse después al resto del mundo. Así ocurre con las empresas de China o India que concentran su actividad inversionista en otros países asiáticos, aunque hay importantes excepciones, por ejemplo: las inversiones chinas en la extracción de recursos naturales en América Latina o África.

Gran parte de la inversión de multinacionales latinoamericanas se queda en la región. Existen algunas excepciones de inversionistas globales como Cemex o el gigante minero brasileño CVRD, que en octubre 2006 concluyó la adquisición de la canadiense Inco. Las llamadas "multilatinas" se han expandido regionalmente desde el año 2000 por varias razones, entre ellas la oportunidad de ocupar el lugar dejado por la retirada de otras multinacionales, por ejemplo en telefonía móvil, y de acceder a reservas de petróleo y gas, como las inversiones de Petrobras en Argentina y Bolivia. A diferencia de sus competidoras asiáticas, las multinacionales latinoamericanas apenas tienen presencia en sectores de alta tecnología: automóviles, aparatos electrónicos, equipamiento de telecomunicaciones y productos químicos. Las excepciones más notables son la argentina Tenaris, líder mundial en la producción de tubería de acero sin costura para la industria petrolera, y la brasileña Embraer, con plantas en China y Portugal, y cuyos aviones regionales disputan el liderazgo global con la canadiense Bombardier.

Otros actores regionales importantes son las empresas sudafricanas. Impulsadas por el gobierno desde el fin del apartheid, han invertido 3250 millones de dólares en el vecino Mozambique y otros países africanos. Otros focos crecientes de IED de países emergentes son Turquía, con presencia sobre todo en Asia Central, así como los países de Europa Central y del Este, inducidos por la expansión de la Unión Europea. Las empresas de países del Golfo Pérsico están canalizando las ganancias del petróleo a través de IED tanto en la región como en África, el subcontinente indio y algunos países desarrollados.

Los servicios y la extracción de recursos naturales concentran los flujos de IED entre países emergentes, también llamada IED Sur-Sur. La liberalización de los servicios y la privatización de proveedores estatales de infraestructura han contribuido a la expansión de estas inversiones. Empresas de países emergentes ocupan un lugar importante en el sector de las telecomunicaciones, por ejemplo MTN en África, Orascom en Medio Oriente y América Móvil en América Latina. El sector del petróleo y gas también cuenta con una importante actividad de multinacionales emergentes, en especial empresas estatales que aprovechan su acceso exclusivo a reservas para diversificar su presencia geográfica y sus actividades. Algunos ejemplos son la venezolana PDVSA y la brasileña Petrobras, así como la reciente expansión de empresas estatales petroleras de China o India.

¿Las motivaciones y las consecuencias?

La expansión de la IED de países emergentes refleja tanto el aumento de flujos de capital a estos países como la mayor sofisticación y tamaño de sus empresas. La globalización incrementa los niveles de competencia que enfrentan las empresas de países emergentes, tanto en ventas como en acceso a recursos y activos estratégicos. Las multinacionales emergentes no tienen más remedio que internacionalizarse para fortalecer sus ventajas competitivas. En contraste con las multinacionales tradicionales, las multinacionales emergentes no suelen contar con recursos como tecnología propia, marcas establecidas, acceso a financiación y equipos de gestión con experiencia internacional. Sus trayectorias de expansión son en general lentas y con frecuencia incluyen cambios de curso motivados por las lecciones aprendidas a través de la experimentación.

La cuestión es: ¿se comportan las multinacionales emergentes de manera diferente a sus competidoras de países desarrollados? El debate es tan amplio como inconcluso. Mientras algunos consideran que la estructura institucional es el principal determinante del comportamiento de estas empresas, otros se centran en los potenciales beneficios que las multinacionales emergentes pueden aportar a otros países en desarrollo en términos de empleo y tecnología.

Las respuestas varían, en parte, porque las multinacionales emergentes son variopintas. Incluso es difícil establecer su nacionalidad en el caso de algunas de las más grandes, por ejemplo, Mittal Steel, uno de los mayores productores mundiales de acero que recientemente adquirió la europea Arcelor. Mittal Steel, con su sede en los Países Bajos, está controlada por un ciudadano de India residente en Londres, y sus directivos son en su mayoría indios. Otro caso complejo es el de las multinacionales sudafricanas, como SABMiller, que cotiza en los mercados de valores de Johannesburgo y Londres, y cuyos dos principales accionistas son un grupo estadounidense y una familia colombiana. Otro ejemplo es la adquisición de activos de empresas de la OCDE por parte de multinacionales emergentes, a cambio de una importante participación en su capital, como ocurrió con la compra de la división de computadoras personales de IBM por parte de la compañía china Lenovo.

De hecho, el revuelo que causó el caso de Lenovo es sintomático de un debate crucial sobre las multinacionales emergentes. Éste tiene que ver con las características institucionales y la nacionalidad de estas nuevas multinacionales, sobre todo aquellas controladas directa o indirectamente por el Estado, y su relación con intereses nacionales. El hecho de que las multinacionales emergentes mantengan lazos fuertes con sus gobiernos puede convertirlas en los "brazos armados" de los intereses estratégicos de éstos. La sospecha lleva a los gobiernos de muchos países europeos y al de Estados Unidos a preocuparse por la presencia creciente de las petroleras chinas en África, en particular en Angola.

Otra cuestión importante, relacionada con la anterior, se refiere al impacto de las multinacionales emergentes en países en desarrollo. Si las empresas de los países emergentes no sienten la necesidad de adherirse a principios de buen gobierno corporativo o responsabilidad social, existe el riesgo de que adopten estrategias dudosas cuando invierten en el exterior, sobre todo en temas relacionados con la corrupción y el respeto por los derechos humanos.

Nuestro conocimiento sobre este fenómeno todavía no nos permite llegar a conclusiones definitivas. Además, la literatura económica nos permite presentar otras hipótesis más optimistas sobre las posibles consecuencias de las inversiones Sur-Sur. Por ejemplo, en la medida en que los beneficios de la presencia de multinacionales dependen de la diferencia entre las capacidades tecnológicas de los países de origen y destino, esta brecha es menor para las inversiones entre países en desarrollo. Otra posibilidad es que las multinacionales emergentes tengan una menor aversión al riesgo y abran las puertas de la globalización a países donde las multinacionales tradicionales no están dispuestas a invertir. Después de la firma de los acuerdos de paz en Sierra Leona, los primeros en llegar fueron inversionistas chinos. Su experiencia positiva sirvió de señal para compañías europeas que se han instalado recientemente. Los flujos de inversión Sur-Sur representan también una oportunidad para los países de menores ingresos en la medida en que compensan las fluctuaciones en inversiones procedentes de países desarrollados.

Algunas conclusiones

La globalización afecta a un número creciente de países y empresas y produce efectos complejos. Si hay perdedores y ganadores, se vuelve cada vez más difícil prever dónde están unos y otros. En los años noventa era común asociar la globalización con la desaparición del sistema industrial y empresarial de los países en desarrollo. En cambio, la experiencia nos muestra que son muchas las empresas, no sólo asiáticas sino también latinoamericanas y hasta africanas, que han sobrevivido y crecido aprovechando los avances tecnológicos y la creciente apertura al comercio y la inversión extranjera.

Como hemos visto, la inversión extranjera procedente de países en desarrollo no está exenta de controversias. Éstas son consecuencia de la enorme interdependencia económica entre países causada por la globalización. La opinión pública es sensible a la nacionalidad de los inversionistas extranjeros, como se puso de manifiesto con el intento fallido de la emiratí DP World de comprar la sociedad P&O, que controla terminales en los mayores puertos de Estados Unidos. Tanto en este caso, como en la reacción pública contraria a la tentativa de comprar la petrolera estadounidense Unocal por parte de una empresa estatal china (CNOOC), el mencionado argumento de seguridad nacional enmascaraba un latente proteccionismo. Esto no es nuevo; razonamientos similares se escucharon durante la expansión de las empresas japonesas en los años ochenta. El riesgo de que los episodios de proteccionismo se multipliquen es real y requiere gran cautela en las decisiones políticas, así como un renovado esfuerzo para comprender los motivos y las consecuencias del avance de las multinacionales emergentes.