29 de septiembre de 2008

UN SISTEMA INTERNACIONAL EN MOVIMIENTO


Mariano Aguirre

¿Está comenzando una nueva Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia? Algunos signos parecen indicar que se podría volver a la tensión que hubo entre Moscú y Washington desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta 1989, que estuvo basada en la competencia militar y el control de zonas de influencia. ¿Volvemos también a una clara diferencia y enfrentamiento entre el Norte y el Sur? Es más sencillo establecer similitudes que entender las nuevas realidades; pero el escenario que está emergiendo no es el de dos potencias de signo ideológico diferente compitiendo por el resto del mundo, sino que Estados Unidos y Rusia son dos actores clave dentro de un conjunto internacional multipolar en el que diversos Estados y actores no estatales pugnan por intereses pragmáticos. Respecto a la ideología, ya no se trata del enfrentamiento comunismo-capitalismo: las identidades nacionales, religiosas o étnicas son elementos ideológicos que se usan para cohesionar comunidades y ganar legitimidad interna, desde el patriotismo mesiánico de Estados Unidos hasta el orgullo nacionalista ruso, pasando por el populismo de Chávez en Venezuela, el neo comunismo chino y el nacionalismo hegemónico de Irán.

Con relación al enfrentamiento Norte-Sur, las cuestiones no son tampoco ni iguales ni lineales: los talibán, los grupos armados en Irak o Hamás son organizaciones muy diferentes entre sí, que están muy alejadas de los grupos de liberación nacional del poscolonialismo entre los años cincuenta y setenta del siglo XX. La violencia entre comunidades, la guerra milenarista contra “Occidente” en casos como Al-Qaeda y la conexión económica entre comercios ilegales y grupos armados no estatales han cambiado el escenario.

Una de las características más notables y complejas del presente sistema internacional es la conexión entre situaciones. Si bien durante la Guerra Fría hubo una proyección de la pugna entre Este y Oeste hacia el denominado Tercer Mundo, en la fase actual hay un vínculo mucho más estrecho y, debido a la comunicación global, rápido entre situaciones y conflictos. La polémica entre Estados Unidos y Rusia tiene precisamente esa característica de interconexión entre lo local y lo global.

Los disgustos de Moscú

En febrero de 2006, el presidente Vladimir Putin aprovechó la conferencia anual transatlántica sobre seguridad de Munich para criticar el unilateralismo de Estados Unidos, el desprecio del gobierno de George W. Bush por el derecho internacional, la guerra de Irak y la forma en que Washington lleva a cabo ciertas cuestiones, como apoyar la posible independencia de Kosovo e instalar un sistema antimisiles en Polonia y la República Checa. Todo ello, según el presidente ruso, sin consultar con Moscú. Las tensiones entre Moscú y Washington se proyectan también sobre qué hacer hacia Irán y sobre la estrategia cada vez más ofensiva de Estados Unidos en Afganistán y su presión sobre los aliados de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) para que comprometan más tropas con mandatos ofensivos.

Estados Unidos ha propuesto a los países del Este europeo formar parte de un sistema de misiles que hipotéticamente eliminarían en vuelo a otros misiles que fueran lanzados desde Irán o Corea del Norte. Pero los problemas son diversos. Por un lado, el sistema es muy caro (225 millones de dólares sólo para el año próximo) y hasta ahora sólo ha mostrado fallos y ineficiencias (1). Por otro Moscú no lo ve orientado a defenderse de potencias lejanas sino como una confirmación, junto con las bases que Washington instalará en Rumania y Bulgaria, de la expansión de la OTAN y de Estados Unidos hasta sus mismas fronteras. El ex primer ministro ruso Evgueni Primakov escribió en febrero de este año en Moskovskié Novosti que la idea es “encerrar” a Rusia, y que la respuesta será cambiar la estrategia militar incluyendo a la “máquina de guerra de la OTAN” entre las posibles amenazas (2). En marzo se informó que la estrategia ya se está revisando y que será mucho más dura contra la “expansión” occidental hacia “el espacio postsoviético” (3).

Al desplegar su sistema antimisiles en Europa Oriental, Washington busca imponer a Europa su voluntad (un reflejo de la Guerra Fría), contando con aliados como la canciller alemana, Angela Merkel, y el saliente primer ministro británico, Tony Blair, para combatir cualquier aspiración crítica de Francia u otros países del continente. De hecho, en Europa hay dudas sobre la efectividad de ese sistema antimisiles y les preocupa el costo que tendrán que compartir en el futuro.

Después de casi una década de crisis y debilidad, Rusia se apoya en la centralización autoritaria del poder y, especialmente, en las rentas del petróleo y las armas nucleares para relanzar su poder y tratar de recuperar la cuota de poder que tenía durante la Guerra Fría. Frente a las elecciones de 2008, Putin se muestra fuerte ante Occidente con el fin de ganar adhesiones nacionalistas internas y el apoyo de las Fuerzas Armadas rusas. A la vez, intenta ser aceptado como un país nuevamente poderoso que no puede ser cuestionado en sus políticas internas, sea por los controles a la libertad de empresa y expresión, o por la intervención militar represiva en Chechenia. En este sentido van dirigidas las últimas declaraciones de Putin sobre las organizaciones internacionales, a las que califica de “arcaicas, no democráticas y torpes” (4).

Rusia está además en desacuerdo con las políticas de Estados Unidos y Europa en Afganistán y en Kosovo. En este último caso, considera que la independencia de Kosovo de Serbia, que Washington y Bruselas están dispuestos a apoyar, podría generar un efecto dominó en regiones que aspiran a la independencia en zonas de la ex Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), como Abjasia, Osetia del Sur, Alto Karabaj y Transniéster (5). A la vez, no quiere ninguna interferencia en su conflicto con la región autónoma de Chechenia, en la que grupos islamistas radicales le cuestionan su intervención y represión.

El declive de Estados Unidos

El caso ruso sirve de ejemplo para las nuevas tensiones que están surgiendo en el sistema internacional. Europa parece estar en el centro de la polémica entre Moscú y Washington; pero es el conjunto del sistema internacional el que se encuentra en un proceso de cambio profundo con el declive de Estados Unidos, el ascenso de potencias regionales, el nuevo papel de Rusia y China, y la ampliación de Europa. Uno de los factores clave en esta ecuación es el papel diferente de Estados Unidos, algo frente a lo que otros actores reaccionan de formas muy diversas.

Estados Unidos ya no es la potencia dominante. Si bien continúa siendo poderosa, tiene serios problemas internos de cohesión social, enfrentamientos entre una visión secular y otra religiosa del Estado, y disfuncionalidades de gestión entre el sector público y el privado y entre el gobierno central y las autoridades federales (como se hizo patente en la crisis del huracán “Katrina”, en Nueva Orleáns, en 2005). A su vez, Washington tiene una falta de credibilidad externa que deriva en parte de una falta de visión estratégica, lo que le ha hecho perder liderazgo. De modo que el debate sobre el papel de Estados Unidos será central durante un largo tiempo.

Existe un creciente acuerdo en que ese país se encuentra en una etapa de declive de su liderazgo –imperial para unos y democrático para otros–. Pero, de hecho, conservará un gran peso durante décadas, pues aunque probablemente perderá más poder, no habrá otras potencias que lo equilibren (6). Algunos analistas consideran que esta falta de liderazgo global acentuará el caos. Sin embargo, es precisamente la falta de política y visión global lo que ha convertido a Estados Unidos en parte del problema y no de las soluciones en, por ejemplo, Oriente Medio.

No hay, sin embargo, un claro consenso sobre si Estados Unidos se ve afectado por una crisis circunstancial, debida al gobierno de George W. Bush, o si se trata de una crisis a largo plazo. En el primer caso, sería una situación que podría ser superada si el próximo gobierno apuesta por el multilateralismo, evita aventuras agresivas como la guerra de Irak, colabora con los aliados de diversos continentes, fortalece las Naciones Unidas, reconoce el papel de Europa y encauza una política práctica con Rusia y China. Éstas son las principales conclusiones de un importante informe de la Universidad de Princeton, que aboga por trabajar en el marco multilateral si es que Estados Unidos quiere seguir liderando en el mundo (7). En el segundo escenario, se trataría de un proceso que situaría a Estados Unidos en otro papel en el mundo, compartiendo poder, compitiendo por recursos con jugadores muy fuertes e incluso recurriendo con más frecuencia al sistema multilateral y sus instrumentos para proteger sus intereses nacionales y globales, pero no necesariamente liderando (8).

El historiador neomarxista Immanuel Wallerstein considera que Estados Unidos está sumergido en un declive estructural de largo plazo, y que el gobierno de Bush y la ideología neoconservadora son expresiones de esa debilidad. Predice, además, que el dólar dejará de ser la moneda dominante para los intercambios comerciales globales, y que será sustituido por un sistema de múltiples monedas (9).

Paul Kennedy, por su parte, el historiador que hace dos décadas predijo la caída del imperio estadounidense luego de compararlo con otros casos como el español y el británico, considera que, ante los cambios en el sistema internacional y el auge de potencias emergentes, Estados Unidos podría corregir el rumbo y seguir siendo una gran potencia con capacidad hegemónica. Sin embargo, al descuidar su deuda fiscal y comercial, especialmente al emitir cada mes bonos del Tesoro que son comprados por los ministerios de Hacienda de otros países (especialmente asiáticos), y promover políticas costosas y agresivas, que le generan más deuda en Oriente Medio y deterioran su soft power, Kennedy considera que ese país no se prepara para enfrentar los cambios (10).

Sin embargo, William Wohlforth argumenta que hay una confusión acerca del concepto de poder y del alcance de los desafíos. Todos los grandes poderes, dice Wohlforth, tienen problemas que enfrentar, competencias, guerras y variables que, según como se interpreten, pueden mostrar debilidad o fuerza. A diferencia de Kennedy, este autor indica que Estados Unidos tiene un “poder latente” que puede usar si las cosas, por ejemplo en Irak, se complican aún más. Por otro lado, señala que otras potencias emergentes pueden establecer alianzas con Washington en contra de otros países, y de esta manera volver a fortalecer a Estados Unidos (11).

La crisis de legitimidad y el declive de Estados Unidos son observados con preocupación por diversos gobiernos, incluso por aquellos que tienen contradicciones con Washington. La Unión Europea (UE), por ejemplo, espera que Estados Unidos vuelta a ser líder en la era posterior a Bush. En la medida en que Europa se ve afectada por las divisiones internas, por la imposibilidad de tener una Constitución y por la incapacidad de contar con una política exterior común, Estados Unidos es visto como un líder hegemónico necesario que provee decisiones (aun cuando no se esté de acuerdo con ellas), con el fin de no tener que tomarlas desde Bruselas. Del mismo modo, aunque es previsible que China y Rusia deseen una cierta debilidad de Estados Unidos, de ninguna forma desean que pierda totalmente un liderazgo que, de otra forma, podrían tener que asumir mientras no se llegue a un futuro de múltiples poderes y ningún líder hegemónico.

Nuevas y viejas potencias

Este debate, del que aquí se presentan sólo unos pocos ejemplos, sobre el declive estadounidense es relevante para analizar si el momento de unipolaridad que ha sido marcado por Washington desde el fin de la presidencia de Bill Clinton, y en constante ascenso durante el mandato de Bush, será la tendencia dominante en el futuro o, por el contrario, se retornará a conductas multilateralistas. Por una parte, es probable que la nueva administración no haga una revolución en las grandes líneas de su política exterior. Si así fuese, continuará el unilateralismo, aunque quizá más moderado. Hay, sin embargo, quienes consideran que el Partido Republicano debe renovarse para alejar el fantasma de este gobierno, y que los demócratas realizarán cambios profundos en la política exterior cuando no estén con el peso del veto del presidente sobre sus acciones. Probablemente, no haya en el futuro una política única desde Washington sino varias, especialmente hacia la guerra en Irak, el conflicto palestino-israelí, Rusia y China.

Los ascensos económicos, comerciales y políticos de China y Rusia, al igual que los de la India, el Brasil y Sudáfrica, plantean un escenario de múltiples poderes.12 El mayor peligro es que esta dispersión del poder avanza en muchos casos hacia nacionalismos basados en el interés realista más conservador y no cooperativo, en vez de ayudar a formar un sistema multilateral de cooperación internacional; de modo que podríamos estar ante una peligrosa multipolaridad. Europa podría ser el único espacio multiestatal basado en una voluntad y unas reglas de seguridad común y políticas cooperativas, con una política exterior adecuada a esa forma de relacionarse con el mundo. Pero eso la obliga a tener una posición coherente y más firme, de la que carece actualmente (13).

El auge de las nuevas potencias planteará también problemas de competitividad, y regiones que hasta ahora han tenido la poderosa herramienta del proteccionismo verán la necesidad de encontrar nuevas formas de competir con los emergentes y adaptarse internamente para convivir con ellos (14). Los dirigentes de algunos de estos poderes emergentes, como el caso de Lula da Silva en el Brasil, consideran que “tal vez la mayor prueba de nuestra capacidad de forjar un gobierno verdaderamente global esté en el reparto de responsabilidades y costes en cuanto a los cambios inaplazables que tenemos por delante” (15). Este concepto de responsabilidades puede leerse como una actualización práctica de la antigua idea de solidaridad entre no alineados.

Riesgos conectados

Al observar los cambios que han sucedido en el sistema internacional desde el final de la Guerra Fría, es importante advertir los grandes temas que han emergido y a los que se enfrentan los Estados y el sistema multilateral. Ninguno de ellos es novedoso, pero cada uno ha pasado a tener más peso, y el conjunto define un escenario internacional diferente y más complejo del que se conocía.

Entre esos temas se encuentran: la crisis del Estado; el resurgimiento de las identidades nacionales, étnicas y religiosas, y en algunas casos la utilización violenta de ellas (terrorismo); la crisis ambiental, y en particular el impacto del cambio climático y su relación con posibles o reales conflictos por recursos (tierras cultivables, agua) entre comunidades; la fragilidad de los mercados financieros internacionales; la proliferación de armas de destrucción masiva; y la desigualdad y pobreza globales.

Algunas de estas cuestiones, y la combinación de ellas, dan lugar a complejas situaciones. Por ejemplo, las migraciones dependen de la pobreza y (crecientemente) de la crisis ambiental, que elimina recursos para la supervivencia organizada de una serie de comunidades. Los modelos de desarrollo basados en el consumo masivo de hidrocarburos generan demandas, competencias y tensiones por estos recursos, a la vez que esos modelos industriales incrementan la crisis ambiental. Igualmente, el nacionalismo y una concepción religiosa del Estado se combinan con la voluntad de algunos Estados de contar con armas de destrucción masiva para fortalecer su posición hegemónica regional. Y la radicalización de las identidades en contextos de pobreza, marginación y resentimiento poscolonial aumenta las posibilidades de creación y legitimación social de grupos terroristas, tanto en sus países de origen como en otros hacia los que emigran (16).

Por otra parte, la fragilidad y volatilidad de los mercados financieros puede causar mayor pobreza en una región y/o aumentar la desigualdad. Esta combinación de factores se verifica también en la cuestión del crecimiento de las grandes ciudades en el mundo. El paso del minifundio a la agricultura tecnológica orientada crecientemente a la exportación fomenta mayores migraciones hacia las ciudades, en las que es cada vez más difícil gestionar y proveer servicios adecuados a millones de personas. Estas ciudades pasan a tener estructuras jerárquicas, con periferias violentas en las que rigen sublegalidades controladas por grupos y líderes vinculados a economías ilegales que desafían a un Estado ausente, y centros protegidos por seguridad –especialmente– privada que se conectan, a la vez, al sistema económico global.

El Estado, en muchos casos, no actúa en estas zonas conflictivas urbanas, pero a la vez está presente a través de la corrupción y connivencia policial en los tráficos y actividades ilícitas. También en este caso hay una conexión entre las rupturas urbanas y la crisis del Estado como proveedor de seguridad y un régimen legal universal y justo (17).

El informe que elaboró el grupo de expertos de Naciones Unidas en el año 2004 resalta, precisamente, esta interconexión de factores para identificar seis áreas de desafíos o amenazas para el futuro: las amenazas sociales y económicas, incluyendo la pobreza, las enfermedades infecciosas y la degradación ambiental; los conflictos entre Estados; los conflictos internos, incluyendo las guerras civiles, genocidios y otras atrocidades de gran escala; las armas de destrucción masiva (nucleares, radiológicas, químicas y biológicas); el terrorismo; y el crimen internacional organizado (18).

El Estado, cuestión central

Hay diversas formas de aproximarse a estas cuestiones con el fin de comprender mejor la situación de cada país y región, y elaborar prácticas económicas, comerciales y políticas. Si el análisis se centra en la estructura de las relaciones internacionales, emergen dos factores: el Estado y el sistema multilateral de Naciones Unidas. El Estado continúa siendo el actor central de la diplomacia, la economía y la integración en la economía global. El sistema multilateral se encuentra, a la vez, en una situación crítica, pero es utilizado por los Estados, incluso por aquellos que pretenden dejarlo de lado, en situaciones de emergencia.

Pese a las diferentes interpretaciones que han situado al Estado como un actor en declive, e incluso en vías de extinción, ante el avance de las multinacionales y otros actores globales, continúa siendo central para negociar la situación en cada país del sistema internacional y para gestionar cuestiones internas. Ante una economía crecientemente transnacionalizada, el Estado desempeña un papel esencial como puente en la interacción entre los niveles internos e internacionales. La profesora Saskia Sassen, por ejemplo, indica que la globalización económica no podría funcionar sin las capacidades que ofrece el Estado nacional. Según la autora, el Estado se reconfigura y desnacionaliza, pero no desaparece (19).

En una dirección similar que reafirma el poder del Estado pero subraya sus limitaciones, el profesor Geoffrey Underhill indica que “el Estado permanece como el principal (y, de hecho, legalmente único) actor que toma decisiones políticas en el anárquico orden internacional, y que continuará respondiendo a los grupos políticos internos. Pese a ello, está lejos de poseer todos los recursos políticos y económicos”. En un sistema de Estados que interactúan entre sí, “la distinción en los análisis entre las dimensiones internas e internacionales es artificial”.

De acuerdo con esta visión, vivimos en un sistema internacional de Estados “en el que un amplio arco de diferentes agentes y actores son parte de un proceso político global centrado en las instituciones de la autoridad política, en particular los Estados” (20). La cuestión del Estado tiene diversas implicaciones para los cambios en el sistema internacional. Uno muy relevante es el impacto que tiene la limitación de sus capacidades en aproximadamente cincuenta países. Una de las cuestiones centrales del sistema internacional es la fragilidad estatal: la debilidad, y en algunos casos el colapso, le impiden cumplir sus funciones básicas como proveedor de bienes y seguridad, garante de derechos y poseedor del monopolio legítimo del uso de la fuerza. Esta debilidad limita también sus capacidades como socio del sistema internacional. La fragilidad del Estado tiene una fuerte vinculación con los conflictos armados y distintas formas de violencia –especialmente, porque carece de los instrumentos necesarios para gestionar conflictos de intereses entre los actores sociales–, con las inestabilidades regionales, y en algunos casos aparece como potencial “paraíso” para la práctica y el paso de comercios ilícitos y para albergar terroristas (21).

La teoría de la fragilidad del Estado conduce a algunos autores a plantear que el sistema internacional tiende a fracturarse entre Estados centrales democráticos que no usan la fuerza entre sí, Estados intermedios en evolución y Estados periféricos o premodernos que usan la violencia en sus relaciones externas e internas (22). Esta situación induce a respuestas del sistema internacional que incluyen una revisión del papel de la ayuda internacional al desarrollo, las intervenciones humanitarias, la promoción de la democracia y la construcción del Estado. Fukuyama, por ejemplo, sostiene que la crisis de los Estados frágiles es uno de los problemas más graves del sistema internacional, y que debe enfrentarse con políticas de construcción del Estado que fortalezcan las capacidades locales, aunque en algunos casos, debe plantearse la soberanía compartida (o protectorados) durante un tiempo de transición (23).

Frente a esta visión, otros investigadores consideran que la crisis del Estado, que en gran medida ha sido generada por el sistema colonial y poscolonial y por la aplicación de políticas neoliberales en los años ochenta del siglo XX, es ahora utilizada para legitimar políticas económicas, y eventualmente intervenciones militares, que sirven para reconfigurar un sistema global neoimperial que continuaría manteniendo centros y periferias (24).

La cuestión de la fragilidad estatal se vincula también con el debate sobre los modelos políticos del presente y el futuro. Hay un acuerdo generalizado en que la democracia liberal es el modelo que tiene mayor aceptación y fuerza en todo el mundo. Al mismo tiempo, la situación en Estados débiles o desintegrados, y en los que las identidades desempeñan un papel importante en las formas de organización social, como es el caso de Afganistán, Somalia o Líbano, pone en cuestión que el modelo democrático sea el más adecuado o, en todo caso, que sea posible su funcionamiento.

Éste es un interrogante grave, ya que pone en cuestión decenas de procesos de rehabilitación posbélica (hay aproximadamente cincuenta en curso) y construcción del Estado, como, por ejemplo, en Haití. Por otro lado, los modelos democráticos tradicionales se ven alterados por el ejemplo que dan gobiernos autoritarios elegidos democráticamente (Venezuela, Irán), así como por gobiernos que favorecen el ingreso de grandes masas de población en el consumo por encima de los valores democráticos (China).

Un multilateralismo complejo

En el sistema multilateral se manifiestan diversos movimientos contradictorios. Por una parte, la complejidad de los problemas globales y su interdependencia indican una necesidad y demanda mayor de gestión compartida, es decir, que el sistema internacional y sus instituciones den respuesta a cuestiones nítidamente universales como la protección del medio ambiente o de los derechos humanos y la lucha contra el crimen internacional (25). A la vez, como el Estado tiene esa característica y doble papel (débil y necesario, gestor del plano interno y conector con el externo), es también inevitable que el sistema multilateral formado por Estados tenga un carácter ambivalente en el que aparece como redundante a la vez que necesario.

Esta ambivalencia se ve agravada por el regreso a políticas realistas tradicionales. En coherencia con las políticas económicas neoliberales, a partir de septiembre de 2001 se produjo un regreso al realismo tradicional y competitivo, que sitúa el interés nacional y el equilibrio de fuerzas por encima de la idea kantiana de cooperación institucional entre Estados para obtener beneficios mutuos y seguridad en común. El caso de Rusia es muy significativo en este aspecto. Como explica Dimitri Trenin: “La forma de entender la política exterior por parte del Kremlin es asumir que, al ser un país grande, Rusia básicamente no tiene amigos: otras potencias no quieren que Rusia sea fuerte porque podría ser un formidable competidor, y muchos desean ver a una Rusia débil a la que puedan explotar y manipular. De acuerdo con este pensamiento, Rusia tiene la opción de aceptar el sometimiento o reafirmar su posición de gran potencia, y reclamar su justo lugar en el mundo junto a Estados Unidos y China, en vez de estar situada en compañía del Brasil y la India” (26).

La proliferación de armas nucleares por parte de poderes regionales sería uno de los resultados más graves de esta tendencia. El regreso al realismo, sin embargo, no es absoluto, porque los Estados buscan formas de cooperación dentro y fuera del sistema multilateral tradicional, sea en organizaciones regionales, en asociaciones industriales, económicas y comerciales, e incluso –en el terreno de la seguridad– en operaciones de mantenimiento de la paz. Más aún, las grandes potencias que se ven desplazadas, en particular Estados Unidos, podrían utilizar en el futuro próximo los marcos multilaterales como una manera de controlar y pactar un orden con las potencias emergentes (27).

A la vez, el sistema internacional cuenta con otros actores no estatales (desde organizaciones no gubernamentales hasta grupos armados) que tienen peso y capacidad de negociación.

Esta tensión entre el interés nacional de casi doscientos Estados del sistema internacional y los problemas e intereses comunes ha estado presente desde la creación de Naciones Unidas, y se convivirá con ella en el futuro. Los Estados tenderán a hacer diversas alianzas sobre cuestiones puntuales (por ejemplo, el comercio o el medio ambiente) con muy diversas variables que en algunos casos rompen con la tradicional división Norte-Sur. Ante la predicción (o deseo, en el caso de los neoconservadores) de que la ONU desaparecerá o será totalmente ineficaz, la realidad será más sutil: las organizaciones multilaterales continuarán siendo necesarias para negociar y gestionar, y continuarán teniendo una difícil relación entre los Estados que las crean, las sostienen y, a la vez, no quieren verse superados ni controlados por ellas (28).

Aunque las reuniones del G-8 y del Foro de Davos suelen ser más declarativas que resolutivas, en los últimos años han introducido y mostrado que cuestiones como la crisis ambiental y la pobreza están incorporadas en sus agendas, aunque no necesariamente en sus prácticas más eficaces. En el último año, la presión ha aumentado para que los gobiernos adopten medidas contra el calentamiento global y para que vinculen la crisis medioambiental con sus modelos económicos y consideren que el deterioro del medio físico aumentará la presencia de “refugiados ambientales” así como la tensión violenta entre comunidades por recursos como el agua y la energía. La crisis ambiental se analiza, por tanto, como un factor “multiplicador de conflictos” (29).

El sistema internacional, en resumen, se encuentra sometido a profundos cambios y tensiones que no se previeron al final de la Guerra Fría. Se aseguraba un largo dominio de Estados Unidos, se creía que Rusia continuaría débil, no se imaginó que China crecería tanto, y una alianza entre poderes como Sudáfrica, el Brasil y la India (IBSA) alrededor de intereses puntuales parecía algo romántico del pasado. Tampoco era imaginable hace veinte años que líderes populistas como Chávez, y de izquierda moderados como Lula o Bachelet, pudiesen sobrevivir sin ser derrocados por sus elites y la CIA.

El mundo ha cambiado drásticamente, y eso obliga a reflexionar sobre el papel de cada país y región, sus alianzas, posibilidades y responsabilidades (30). La respuesta que se ha dado desde el neoconservadurismo a estos problemas de declive y complejidad ha sido el uso de la fuerza, y tratar de imponer la democracia y cambiar regímenes sin mirar al mundo real. Pero el resultado de ello ha sido exacerbar las contradicciones y los problemas. Se precisan, por tanto, visiones sofisticadas e innovadoras.

Notas:

1 “Missile Fantasies”, Editorial, The Washington Post, 25 de febrero de 2007.

2 Eugueni primakov, “Une montée en puissance américaine qui inquiète Moscou”, en Courrier International, núm.858, 15 de febrero de 2007, p. 13.

3 Luke Harding, “Russian generals aim again at NATO and the West”, en The Guardian Weekly, 16 de marzo de 2007.

4 Pilar Bonet, “Rusia propone un nuevo orden económico”, en El País, 11 de junio de 2007.

5 Pilar Bonet, “Moscú teme un efecto dominó”, en El País, 22 de junio de 2007.

6 Roberto Russell, “El orden político internacional pos-Irak”, en Mónica Hirst (et al.), Imperio, estados e instituciones, Buenos Aires, Altamira, 2004, p. 21.

7 G. John Ikenberry y Anne-Marie Slaughter (dirs.), Forging a World of Liberty under Law, The Princeton Project, Princeton University, 2006. Disponible en línea: .

8 Helmut Schmidt, Las grandes potencias del futuro, Barcelona, Paidós, 2006.

9 Immanuel Wallerstein, “La trayectoria del poder estadounidense”, en New Left Review, Madrid, Editorial Akal, septiembre-octubre de 2006, pp. 67-82.

10 Paul Kennedy, “Vuelve el debate sobre el ‘declive’ de Estados Unidos”, en El País, 20 de junio de 2006.

11 William Wohlforth, “Unipolar Stability”, en Harvard International Review, primavera de 2007, pp. 44-48.

12 Véase los Working Paper, de Susanne Gratius, y los Backgrounder, de Sarah-Lea John. sobre potencias intermedias y la alianza de países IBSAL. Disponible en línea: . Véase también, Alcides Costa Vaz (comp.), Intermediate States, Regional Leadership and Security: India, Brazil and South Africa, Brasilia, Editora UNB (Universidad de Brasilia), 2007.

13 Bernard Adam, Mariano Aguirre, Mary Kaldor (et al.), Europe, puissance tranquille?, Bruselas, Editions Complexe- GRIP, 2007.

14 Anthony Giddens, Europe in the global age, Cambridge, Polity Press, 2007, pp. 47 y ss.

15 Luiz Ignácio Lula Da Silva, “Los países emergentes en la cumbre del G-8”, en El País, 8 de junio de 2007.

16 Chris Abbot, Paul Rogers y John Sloboda, “Respuestas globales a amenazas globales. Seguridad sostenible para el siglo XXI”, Documento de trabajo FRIDE, núm. 27, Madrid, FRIDE, 2006.Disponible en línea: .

17 Kees Koonings y Dirk Kruijt (eds.), Fractured Cities. Social Exclusion, Urban Violence and Contested Spaces in Latin America, Londres, Zed Press, 2007.

18 Véase A More Secure World: Our Share Responsibility, Report of the Secretary General´s High Level Panel on Threats, Challenges and Change, Nueva York, Naciones Unidas, 2004, p. 2.

19 Saskia Sassen, Territory, Authority, Rights, Oxford, Princeton University Press, 2007.

20 Geoffrey R. D. Underhill, “Conceptualizing the Changing Global Order”, en Richard Stubbs y G. Underhill (eds.), Political Economy and the Changing Global Order, Oxford, Oxford University Press, 2006, pp. 5-6.

21 Véase los diversos trabajos sobre los Estados frágiles de Susan Woodward, Martin Doornbos, Mariano Aguirre y otros autores, en la sección Paz y Seguridad del FRIDE; y los estudios de Amélie Gauthier sobre Haití, el único “Estado frágil” de América Latina y el Caribe. Disponible en línea: .

22 Robert Cooper, The Breaking of Nations, Londres, Atlantic Books, 2004.

23 Francis Fukuyama, State-building. Governance and World Order in the 21st Century, Cornell, Cornell University Press, 2005.

24 Véase, por ejemplo, David Sogge, “Something Out There: State Weakness as Imperial Pretext”, en Achin Vanaik (ed.), Selling Us Wars, Northampton, Olive Branch Press, 2007, pp. 241-268.

25 John Baylis y Steve Smith, The Globalization of World Politics, Oxford, Oxford University Press, 2005, p. 725.

26 Dimitri Trenin (Deputy Director of the Carnegie Moscow Center), “Russia leaves the West”, en Foreign Affairs, julio-agosto de 2006. Disponible en línea: .

27 Esta es la tesis y recomendación de Daniel W. Drezner. Véase, D. W. Drezner, “The New World Order”, en Foreign Affairs, abril de 2007. Disponible en línea: .

28 Paul Kennedy, The Parliament of Man. The Past, Present and Future of the United Nations, Toronto, HarperCollins, 2006.

29 Thomas Homer-Dixon, “Terror in the Weather Forecast”, en International Herald Tribune, 25 de abril de 2007.

30 Sobre los estudios internacionales y su adaptación a los cambios, véase Fred Halliday, “Las relaciones internacionales y sus debates”, Informe, Madrid, Centro de Investigación para la Paz, 2006.

FIN DE UNA ÉPOCA, FIN DE UN SIGLO


Miguel Ángel Vecino

Diez años después de la caída del Muro de Berlín y del final de la era bipolar en las relaciones internacionales, las esperanzadoras expectativas que se anunciaron en los primeros años han quedado en entredicho. Hoy, mucho más que hace una década, la humanidad parece volcada hacia el futuro, sin prestar gran atención a la historicidad de los acontecimientos, es decir a la relatividad temporal determinada por su inclusión en un contexto histórico. Contradictoriamente, de esa mirada fija en el futuro, aún no ha surgido un marco siquiera aproximado de la nueva era.

Desde el punto de vista intelectual, la ausencia de estructuras conceptuales, la falta de perspectiva sobre el futuro de las relaciones internacionales y la carencia de una discusión abierta sobre cuáles serán los posibles escenarios, deja claramente al descubierto las consecuencias de la imprevisión del cambio ocurrido a partir de 1989.

No se puede dudar que el final de la bipolaridad abrió una nueva época en las relaciones internacionales y en la política exterior, que fue recibida con alborozo. Se partió del axioma de que, al acabarse el antagonismo entre las grandes superpotencias, el ser humano entraba en una época de paz y prosperidad. La teoría de la llamada “paz democrática”, que tanto arraigo tiene en Estados Unidos desde mediados de los años setenta (1), parecía confirmarse, como anunció el presidente Clinton en su discurso de reelección en 1996, siguiendo en ello la línea ya adoptada por el presidente Bush.

Ciertos intelectuales dieron un paso más en sus optimistas presagios y consideraron que el mundo entraba, políticamente hablando, en su último estadio evolutivo que se concretaba en la realización del sistema democrático-liberal (Fukuyama, 1992) (2). Económicamente, la globalización se convertía en el continente y, al mismo tiempo, en el contenido de las nuevas relaciones económicas internacionales. En definitiva, el ser humano iniciaba una nueva era, como la caída de Constantinopla fue el comienzo de la Edad Moderna, y la Revolución Francesa de la Contemporánea. Sin embargo, los análisis hechos hasta el momento no pasan de la constatación del final de un período y de reconocer el comienzo de otro.

La mayoría de los autores se limitan a consignar que hemos entrado en una época “post...” pero sin llegar a concretar los elementos que la caracterizarán, porque con “post” se dice lo que ya no es, pero no lo que se ha llegado a ser. Es preciso constatar que, en lo que ideológicamente atañe a las relaciones internacionales y a la política exterior, estamos en un período en el que la previsión ha desaparecido para dejar el terreno dominado por interrogantes sobre el futuro. Esta carencia es debida ante todo a la falta de discusión, la cual conlleva la imposibilidad de construir una “agenda” coherente de los problemas inmediatos o a medio plazo a los que tenemos que hacer frente. Muchos de los análisis hechos no son más que justificaciones de lo ocurrido, que adolecen de una lamentable mediocridad difícilmente disimulada bajo un vocabulario tan grandilocuente como huero.

De ellos es preciso colegir que hoy vivimos un momento en que sólo hay relaciones internacionales; la política exterior está ausente tanto teórica como prácticamente. A la desaparición del panorama político de los últimos grandes líderes se ha unido una incapacidad manifiesta de los hacedores de la política exterior para preparar un marco de prospectiva y análisis, de forma que en la actualidad los estados gesticulan, amagan, representan, hablan, pero no actúan porque les falta estrategia. En otras palabras, carecen de política exterior. Para que ésta exista se necesita ante todo una planificación, unas metas identificadas y un conocimiento de los actores y de los medios que intervendrán en su desarrollo.

Desde 1989 se han ido enunciando axiomas (frecuentemente presentados como realidades o descubrimientos con una muy endeble argumentación) (3), más que formulando teorías. La evolución de los acontecimientos ha demostrado que la mayoría de esos axiomas se han ido desmoronando: el “descubrimiento empírico” de la paz democrática no es tan seguro que sea la solución universal para acabar con los conflictos internacionales4; la democracia tampoco parece que sea el último estadio evolutivo de la humanidad ni menos aún que se extienda por todo el planeta como un reguero de felicidad; y finalmente, la globalización no está aportando riqueza y pleno empleo a todo el mundo. Para remediar la completa desorientación sobre el escenario internacional futuro, sería necesario determinar las bases de lo que originó el nuevo período histórico, lo que han supuesto estos últimos diez años y de lo que hoy por hoy tenemos como evidencias en cuanto al próximo futuro.

Origen de un colapso, fin de una época

Cuando Mijaíl Gorbachov fue elegido séptimo secretario general del Comité Central del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) nadie pudo prever el cambio radical que se operaría en ese país causando el hundimiento de su imperio y el fin del sistema internacional existente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. No vamos a tratar aquí de las causas de ese colapso, sobre las que se han escrito y se escriben miles de libros eruditos, tanto referidos al caso soviético como al de sus satélites.

Constataremos solamente un hecho pero que da la pauta para comprender lo ocurrido después: la imprevisión y celeridad del hundimiento de la Unión Soviética y su zona de influencia. No sólo no hubo prácticamente ningún tratadista que previese el repentino final de ese sistema, sino que los estudios occidentales de los tiempos inmediatamente anteriores a 1989 le auguraban una larga existencia. Esto fue debido a una doble razón: por un lado, a la ignorancia sobre la realidad de la Unión Soviética y, por otro, a que Occidente terminó creyendo su propia propaganda sobre el peligro comunista, haciendo la amenaza más terrible de lo que en realidad era. Tanto la imprevisión como la celeridad impidieron que se pudiese tener un marco de referencia que ofreciese una política exterior alternativa y de ahí la cantidad de errores cometidos en los primeros años posteriores a 1989 y de promesas hechas a la ligera sin calibrar las consecuencias.

No ha sido suficientemente señalado el hecho de que fue la primera vez en la historia de la humanidad, en que un sistema político se derrumbó sin que sufriese un ataque directo por parte de otro sistema que pretendía sustituirlo. El régimen soviético no estaba sufriendo en la década de los ochenta una presiones especialmente duras por parte de Estados Unidos. Cayó como resultado de la inviabilidad acumulada durante siete décadas de existencia, por la irracionalidad teórica y práctica del propio sistema, que habían carcomido las estructuras del régimen hasta tal punto que el más mínimo movimiento de reforma precipitó toda el entramado hacia el desastre.
No podía hablarse en aquellos años de un enfrentamiento abierto entre las dos superpotencias, las cuales habían demostrado a lo largo de las crisis que habían ocurrido durante las décadas de condominio planetario, su adaptación al sistema establecido, el cual ninguna de las dos ni deseaba ni podía cambiar: “En octubre de 1953, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos había aceptado en privado que los estados satélites de la Europa oriental ‘sólo podían ser liberados por una guerra general o por los propios rusos’. Como observa enigmáticamente Barlett, ‘nada de esto era posible’” (Kennedy, 1989). Ese contentamiento con el statu quo tuvo una ilustración significativa en la oposición que tanto Moscú como Washington hicieron al llamado eurocomunismo, por cuanto éste pretendía proponerse como vía intermedia entre el totalitarismo soviético y el capitalismo occidental, poniendo en peligro el esquema bipolar.

Por lo repentino del cambio, las relaciones internacionales se encontraron de la noche a la mañana privadas de las estructuras propias de un sistema: el bipolar, que había expirado dejando el terreno libre por abandono del enemigo a la hegemonía de la superpotencia superviviente, Estados Unidos.

Intentos de creación de una teoría explicativa del cambio: del recurso a la historia, al “pensamiento único”

En un primer momento ese vacío estructural se quiso llenar mediante una transposición de épocas precedentes: algunos historiadores, como Zbigniew Brzezinksi, lo compararon con el período subsiguiente a las revoluciones de 1848; otros con el período previo a la Primera Guerra Mundial; un tercer grupo, al período de entreguerras. Hasta un cierto punto, todas esas comparaciones se apoyan en similitudes reales (movimiento nacionalista, falta de un sistema universalmente reconocido en las relaciones internacionales, agudizamiento de los enfrentamientos, etc.) pero ninguna de ellas encajaba plenamente en la nueva situación creada, porque precisamente todo lo que esas situaciones tenían en común, que no se daba en la presente, era que el sistema internacional sobrevivía con retoques (en el caso de 1848), que se quería cambiar el sistema en favor de uno de los actores (período previo a la Primera Guerra Mundial) o se estaba creando sobre las bases de una victoria en una guerra (período de entreguerras). Además, en todos esos casos no había surgido un único poder que eventualmente tuviese bajo su hegemonía a todo el planeta.

Así, los ejemplos históricos servían como referencias para un estudio, pero no como modelo para el marco actual, por lo que a partir de 1989 los estados se encontraron frente a una serie de datos sin comparación con otros anteriores. El recurso de la historia fue abandonado relativamente pronto para recurrir a una utilización interesada de ciertos acontecimientos históricos. Un paradigma de esta actitud puede ser la selección abusiva y tergiversada llevada a cabo por los partidarios de la “paz democrática”, utilización anterior a 1989 pero que se agudizó a partir de ese momento.

Sin embargo, ante la imposibilidad de explicar y justificar válidamente los acontecimientos que se solapaban a una velocidad vertiginosa, se recurrió a una estrategia de evidentes caracteres totalitarios que Jean-François Kahn denominó “pensamiento único”: “la visión, cada vez más unívoca, que se nos propone –o que se nos impone– de lo que ocurre en el mundo desde el hundimiento del comunismo” (Kahn, 1995, p. 25). Este discurso unívoco sobre el mundo se basa en la absoluta necesidad de impedir una discusión amplia que ponga en tela de juicio las decisiones, frecuentemente irreflexivas, que toman los poderes constituidos, decisiones cuyas consecuencias son desconocidas o que siéndolo se teme que no serían admitidas por la mayor parte de la sociedad. El camino se ha trazado unilateralmente y el contestatario no es discutido sino desprestigiado o como dice el citado autor francés “el inconformismo se asimila a pensamiento bárbaro” (Kahn, 1995, p. 45).

Naturalmente, dado el predominio absoluto de Occidente en el mundo, ese “pensamiento único” ha supuesto la monopolización del concepto de humanidad y de valores humanos por el propio Occidente, excluyendo cualquier discusión abierta con otras civilizaciones, o la inclusión de ideas no acordes con sus intereses: “Occidente intenta y continuará intentando mantener su posición preeminente y defender sus intereses, definiéndolos con los intereses de la “comunidad mundial”. Esta definición se ha convertido en el eufemístico nombre colectivo (sustituyendo a “mundo libre”) para dar legitimidad universal a los actos que reflejan los intereses de Estados Unidos y otras potencias Occidentales”(Huntington, 1996, p. 184).

El “pensamiento único” ha impedido igualmente discutir temas capitales para el futuro de la propia Europa. Tenemos un ejemplo evidente con respecto a la construcción europea: cuando se celebró en Francia el referéndum sobre el Tratado de Maastricht, las posturas contrarias a la ratificación o incluso las que expresaban dudas sobre la oportunidad eran pública y reiteradamente denigradas cortando de raíz cualquier discusión sobre la base de que la crítica era “producto de la ignorancia del crítico”, “de la insensatez” de los que se oponen o, como se dijo en una ocasión en una radio pública francesa, “los críticos tienen la absurda pretensión de que empleemos nuestro escaso tiempo en escuchar sus estupideces”. El debate sobre la ratificación, en aquellos países en los que había una élite política o intelectual refractaria, simplemente se escamoteó y cuando esto no pudo hacerse, el referéndum arrojó un resultado negativo (como en Dinamarca) o de dudosa validez (como en Francia). Otro ejemplo, ya a nivel europeo, fue el de la moneda única: nunca un tema tan vital para la vida y la soberanía de los estados ha sido tan apañado, dirigido, censurado y finalmente aprobado sin que los ciudadanos pudiesen dar su opinión con conocimiento de causa.

Merece la pena detenerse un segundo para insistir sobre la miopía e irracionalidad de la decisión sobre el euro. No fuimos pocos los que advertimos de la inoportunidad del momento para llevar a cabo ese proyecto. No es que la idea fuese mala en sí misma, sino que conllevaba riesgos enormes cara al futuro: época de profunda inseguridad en el mundo debido a la transición que atravesaba, desigualdad entre las economías que formaban parte del proyecto, falta de sustento real de los presupuestos sobre los que se asentaba la futura moneda, etc. Fue como clamar en el desierto. Hoy vemos los resultados en la permanente depreciación del euro frente al dólar y las dificultades por las que atraviesa la construcción europea. Incluso cuando el Banco Central Europeo (BCE) decidió el 31 de agosto de 2000 volver a subir los tipos de interés hasta el 4,5%, la respuesta de los mercados financieros fue hundir el euro hasta su mínimo histórico con relación al dólar (0,8840). Es evidente que la tendencia no se invertirá hasta que los gobiernos europeos adopten una posición más realista. Pero esta subida en los tipos de interés, como las diez precedentes, no frenará la caída. Sin embargo sí frenará el crecimiento europeo, toda vez que si el BCE no quiere ver al euro despeñarse en los mercados financieros deberá continuar incrementando los tipos de interés. Además, la supuesta independencia del BCE con respecto a los gobiernos ha quedado negada por los hechos: cuando, pese al descenso de la cotización del euro, a Alemania le convenía impulsar sus exportaciones para reactivar su economía, el Banco Central no consideró oportuno aumentar las tasas de interés para no frenar la recuperación alemana (y de hecho desdeñó la depreciación cuando a gritos se le pedía ese incremento que además frenaría la creciente inflación). No obstante, cuando los síntomas de inflación comenzaron a ser preocupantes igualmente en aquel país, el BCE inició la subida de las tipos.

El predominio de una nueva ideología oficial, admitida prácticamente en todos los estados, ha eliminado en su origen la discusión libre sobre el futuro del mundo. Todos aquellos que emitían dudas sobre la validez del camino seguido han quedado reducidos a la más mínima expresión testimonial, cuando no directamente acallados, lo cual ha dejado las manos libres a las élites detentadoras de los instrumentos decisorios para imponer el camino que ellas han escogido unilateralmente, pensando exclusivamente en sus intereses a corto plazo.

La élite dirigente defiende que la rapidez con la que se suceden los acontecimientos no deja lugar a discusiones estériles y de este modo se han suprimido simple y llanamente las discusiones, estériles o no; amoldarse a las exigencias del pensamiento actual es la condición sine qua non para ser oído. Así, intentar formar un instrumento intelectual que sirva para estudiar el presente y prever los cambios proponiendo soluciones o caminos alternativos, se ha convertido en una imposibilidad práctica.

Sin embargo, es preciso sacar a relucir, siquiera como enunciado de una posible discusión, las eventuales consecuencias que traerán los acontecimientos que están teniendo lugar, para lo cual es prioritario empezar por delimitar aquellos temas que dominan el escenario internacional en estos momentos.

Características de un período de transición

Las transformaciones que estamos viviendo no son más que la preparación de un cambio radical que será el núcleo de la nueva edad histórica, que sin duda alguna se caracterizará por dos notas contrapuestas: la globalidad y la división.

Por primera vez en la historia de la humanidad, todo el planeta es política, económica e intelectualmente abarcable, lo cual no quiere decir “dominable”. Esto es lo que se ha llamado la globalización, que está fundamentada en una concepción puramente económica de la evolución histórica. Para los partidarios de la globalización, las corrientes financieras y mercantiles se han convertido en el eje del mundo gracias a las telecomunicaciones y de la mano de la globalización se llevará a todo el planeta, los valores sociales, políticos y, por supuesto, económicos occidentales. Sin embargo, esto no son más que especulaciones sobre suposiciones, porque no hay nada empíricamente demostrado ni demostrable por ahora, dado que vamos por un camino totalmente desconocido y los elementos seguros que poseemos para enjuiciarlo son únicamente los hechos que tenemos a la vista. Así, con respecto a los valores democráticos supuestamente defendidos por el nuevo orden mundial: “no existe ninguna estructura creada que asegure que ese orden será organizado de acuerdo a líneas democráticas” (Falk y Strauss, 1999).

A partir de esos valores, lo que puede constatarse que está realmente produciendo la globalización es, por un lado, una nueva división del planeta, en la que se establece una frontera entre el mundo desarrollado y el resto; y por otro, un replanteamiento dentro del mundo occidental del llamado Estado del Bienestar, que sería una frontera interna de los estados desarrollados.

La primera de esas divisiones corresponde a la exclusión de los circuitos de interés económicos de aquellas zonas que, dado su subdesarrollo, no ofrecen atractivo como lugares de inversión. Prácticamente toda África, parte de América Latina y de Asia, están en esa zona. Un reciente estudio de Barbara Stalling (directora de la División de Desarrollo económico de las Naciones Unidas) y Wilson Peres señala que “las econo- mías de América Latina y el Caribe son hoy más vulnerables debido a la globalización y a la liberalización del comercio y las finanzas, de lo que eran en el pasado” (Paff, 2000) (5).

Por lo menos a medio plazo, ese Tercer Mundo verá desvanecidas sus probabilidades de desarrollo y de mejorar su nivel de vida, el paro crecerá, las desigualdades sociales aumentarán y la dependencia del exterior desarrollado será mayor. Al ser el concepto de rentabilidad el baremo por el que se mide cualquier intervención, los estados que no contribuyan directa y sustancialmente a la riqueza global, mediante su actividad económica, no tendrán posibilidad de obtener beneficios de la globalización, y este principio es igualmente aplicable a nivel individual.

El impacto de la globalización no ha dejado de provocar un fuerte seísmo en la escala de valores que rigió el mundo hasta 1989. A través de la fuerza del pensamiento único, hoy en día muchas reivindicaciones sobre la redistribución de la riqueza mundial y el derecho de los países a disponer de sus propios recursos se han visto acalladas cuando no anuladas, sin que tampoco se pueda afirmar que se les haya atacado directamente.

La ayuda a los países menos desarrollados no aparece ya en portada como elemento esencial de la actividad exterior de los estados más desarrollados, y si bien las peticiones de porcentajes del PIB que deben destinarse a ayuda al Tercer Mundo no han desaparecido, los gobiernos de la mayoría de los estados industrializados no cumplen con las promesas hechas anteriormente.

La segunda de las fronteras a las que me he referido tiene una connotación propia a los países industrializados. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la presencia de la Unión Soviética y su supuesta intención de dominar el mundo alentando los movimientos revolucionarios6, indujo a un cambio de perspectiva en la concepción demócrata-liberal de las obligaciones del Estado. El sistema puramente capitalista fue cediendo ante las presiones de los sindicatos y partidos de izquierda, en favor de una redistribución de la riqueza que evitase a grandes sectores de la sociedad tener que apoyar la revolución soviética para poder vivir dignamente. Se creó así un Estado intervencionista, principalmente en Europa Occidental, que se hacía cargo de una serie de prestaciones sociales (como la seguridad social, el seguro del desempleo, la creación de puestos de trabajo, etc.) y además se atrevía a nacionalizar aquellas empresas que se consideraban de especial interés o necesidad para el conjunto de la nación.

Objetivamente hablando, éste fue un ataque directo al capitalismo como sistema económico, que quedó deformado en mayor o menor medida. Sin embargo, dado que la restauración del sistema capitalista en su estado puro podría causar un desastre mayor, se aceptó la deformación a cambio de no tener que hacer frente a una revolución social presumiblemente sustentada por el enemigo soviético. La consecución del pleno empleo, la lucha contra la pobreza, y el bienestar de la mayor parte de la población se convirtieron en ejes de la política económica de muchos gobiernos occidentales, aunque fuese siguiendo una política keynesiana que podía a largo plazo conducir a graves turbulencias económicas.

Los imperativos de la relación de fuerzas en el exterior se imponían sobre las consideraciones económicas. Estados Unidos se mantuvo aislado de esa corriente por las profundas diferencias económicas, sociales, ideológicas y políticas con respecto a Europa. Para Europa, la conflictividad social era una cuestión histórica; para Estados Unidos, un problema que podía solucionarse mediante los mecanismos intrínsecos a su propio sistema. Lo que ha cambiado ahora es precisamente esa necesidad de frenar la revolución social sustentada desde el exterior.

El fin del régimen comunista ha significado una desbandada ideológica, porque la columna vertebral sobre la que se sustentaba todo el entramado, la propia Unión Soviética y su sistema, se había hundido estrepitosamente: es difícil seguir creyendo en algo a lo que han renunciado los propios guardianes de la ortodoxia. La sociedad de consumo fue el gran enemigo del sistema soviético: en Occidente (como después se demostró que ocurría en los países ex comunistas) los obreros no querían derribar un Estado burgés para instaurar un Estado obrero, sino dejar de vivir ellos mismos como obreros y poder disfrutar de las ventajas de la vida burguesa.

El capitalismo de la edad de la globalización desea restablecer la puridad del sistema. La época de las grandes transferencias monetarias al Estado, vía impuestos, para redistribuir la riqueza toca a su fin; los propios sindicatos y los partidos de izquierda tienen enormes problemas para mantener unas reivindicaciones que son difícilmente sostenibles cuando hay una gran tasa de desempleo y una competencia internacional que obliga a abaratar costes para hacer frente a un desarrollo tecnológico que elimina cada vez mayor parte de mano de obra necesaria para llevar a cabo la producción. Ni los partidos de izquierda ni los sindicatos saben como resolver el problema y su inoperancia ha conllevado el descenso brutal en la sindicación en todos los países europeos y el escaso eco que suelen tener las llamadas a las grandes movilizaciones sociales.

No es que no se pueda crear empleo, sino que para crearlo es necesario que se acepten las nuevas condiciones del mercado. Si los gobiernos no quieren ver aumentado el nivel de desempleo y el cierre de fábricas tienen que aceptar las condiciones de la globalización y entre ellas está la de ayudar a las empresas a fabricar barato. Para ello, éstas necesitan pagar menos impuestos, no estar sujetas a una legislación laboral que impide o dificulta el despido, etc. Si el Estado acepta reducir los impuestos, tiene que reducir los gastos o endeudarse continuamente. Esta segunda opción queda descartada por el pensamiento económico actual dominante, por lo que la primera solución se mantiene, conduciendo a la reducción de prestaciones sociales antes aseguradas por el Estado.

Así, el individuo queda sujeto a la necesidad de amoldarse a las nuevas condiciones laborales o ir al paro del cual cada vez es más difícil salir. Los que por razones de las nuevas exigencias laborales no quieren o no pueden adaptarse a los cambios, se ven encerrados al interior de una frontera que las normas del capitalismo de la globalización ignoran, quedando desamparados a su suerte. De ahí la proliferación de organizaciones no gubernamentales cuya misión es ocupar el terreno abandonado por el antiguo Estado protector. Así, la pobreza dentro del mundo desarrollado está dejando de ser una excepción coyuntural para convertirse en una consecuencia lógica de la competencia a ultranza del más puro capitalismo.

La lucha por la influencia y la política de poder

Esta situación tiene un reflejo inmediato e innegable en las relaciones internacionales, puesto que la globalización conlleva un nuevo reparto del poder a escala mundial entre los principales actores. En el anterior sistema bipolar, los estados desarrollados occidentales respetaban ciertas prerrogativas en aquellas zonas históricamente dependientes (por ejemplo, Francia en el África francófona) y el poder o capacidad de maniobra no obedecía siempre a una relación con el poder real de cada Estado, sino que intervenían consideraciones de orden geoestratégico que falseaban la verdadera fuerza de cada uno de los actores.

Además, los posibles enfrentamientos entre ellos siempre se mantenían dentro de unos límites que en modo alguno hiciesen peligrar el conjunto de las alianzas, sobre todo en Occidente. La cohesión necesaria para hacer frente al enemigo común coartaba la libertad de acción exterior y en el caso de Alemania o Japón, su política exterior se encontraba totalmente mediatizada por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.

El fin de la bipolaridad y la desaparición de un enemigo común reconocido y temido, ha conllevado la pretensión de todos los actores de recuperar su plena libertad de acción, buscando una nueva distribución de poder acorde a sus ambiciones y a su fuerza real. Dentro del ámbito europeo, esta nueva realidad se evidencia justamente en una contradicción: cuando la unidad de acción se veía forzada por la realidad bipolar, no existían más que los esbozos de una política exterior común, que entonces hubiera sido relativamente posible llevar a cabo; cuando desapareció el enfrentamiento entre los bloques y esa política común pudo hacerse realidad, estados como Alemania evidenciaron desde un primer momento su pretensión de tener su propia política exterior que podía no sólo divergir de la de sus socios, sino incluso contravenir las decisiones tomadas junto a los otros miembros de la Unión Europea.

Esto ocurrió con el reconocimiento unilateral por Bonn de la independencia de Eslovenia y Croacia días después de que se decidiese en una reunión de la UE que por el momento no se reconocerían a dichos estados. En la actualidad es difícil pensar en la posibilidad de que tal política común se haga realidad, pese a ciertos gestos simbólicos como el nombramiento de un encargado de la política exterior y seguridad común (el denominado Mr. Pesc) cuya labor, por lo menos hasta ahora, ha sido puramente figurativa. Ningún Estado permitirá que su política exterior sea dirigida por extraños y, además, desde el punto de vista democrático, admitirlo sería una aberración. A corto plazo y quizá también a largo plazo hay que abandonar el absurdo discurso “unionista” que por ahora sólo sirve para dejar en ridículo a ciertos políticos y desprestigiar la idea de Europa que tanto tiempo y esfuerzo ha costado forjar.

Si bien Estados Unidos es reconocido como la única superpotencia, su triunfo no se ha traducido ni se traducirá en un interés por todo el planeta. Durante la época bipolar, por el elemental principio de que quien no estaba en la propia zona de influencia, caía en la zona de la alianza enemiga, los intereses estadounidenses abarcaban la totalidad del planeta. En la actualidad, Washington puede permitirse ignorar, y de hecho ignora, a aquel o a aquellos que no ofrezcan interés para la economía globalizada, seguro de que el desdeñado no caerá en ninguna zona de influencia de un potencial enemigo, sino que caerá en el vacío del olvido. Estados Unidos no pretende ser una potencia absoluta a nivel planetario sino hegemónica, porque su dominio directo sobre todo el mundo no le sería rentable. Este poder es lo que Joffe denomina “Imperial soft power” (Joffe, 1997, p. 23)

La ruptura de las rigurosas estructuras de la época anterior a 1989 ha dejado libertad de distribución de zonas a las principales potencias, las cuales dependen de la voluntad de Washington para lograr ese espacio propio. Así, a título de ejemplo en el caso europeo, Alemania se ve obligada a seguir pautas de comportamiento impuestas, directa o indirectamente, por la potencia hegemónica, para poder tener un protagonismo a nivel regional; mientras que Gran Bretaña se basa voluntariamente en su estrecha relación con Estados Unidos para mantenerse en una situación de primera potencia, carácter que desmiente su pérdida de poder. Francia, a su vez, intenta librarse del corsé que la hegemonía americana le impone mediante un intento, condenado al fracaso, de tener una real libertad de acción en el exterior. Pero estas son pretensiones que rara vez se sustentan en algo más que un mimético y ancestral deseo de todos los estados de extender su influencia, no habiendo una planificación determinada para dar coherencia a esta pretensión.

Esta lucha por la primera fila en el escenario internacional tiene un reflejo indiscutible en dos organizaciones internacionales cuya reforma se ha presentado como ineludible: las Naciones Unidas, a nivel mundial, y la propia Unión Europea a nivel regional. Las Naciones Unidas atraviesan un momento especialmente difícil. La unanimidad alcanzada en la Guerra del Golfo no fue el inicio de una nueva era sino la última etapa de la vida de una organización que ya no refleja la real correlación de fuerzas en el mundo.

Estados Unidos había dejado bien patente su reticencia a colaborar con un organismo del que era el mayor contribuyente, pero del que no lograba obtener el apoyo deseado para respaldar sus acciones. Como ejemplo claro de la política de poder, Washington dejó de pagar sus contribuciones y luego puso fin al mandato del secretario general Butros-Gali. Durante la Guerra en Kosovo, tanto Estados Unidos como otros estados pusieron en duda, cuando no negaron claramente, la necesidad de un mandato expreso de la ONU para poder intervenir militarmente en esa parte de los Balcanes.

Las otras potencias, reconociendo la necesidad de reorganizar el sistema onusiano y más en particular su Consejo de Seguridad, no lograban llegar a un acuerdo entre los que veían con sumo recelo una revisión del status quo heredado de la Segunda Guerra Mundial, y los revisionistas que juzgaban, con razón, que el Consejo de Seguridad no podía seguir representando sólo a los vencedores y dejar fuera a primeras potencias económicas como Alemania o Japón, o a estados demográficamente de primera magnitud como India, Brasil, Nigeria, etc. El problema subyacente no es otro que el control que se podrá ejercer sobre la reforma una vez iniciada. La falta de acuerdo sobre la transformación de las Naciones Unidas es una prueba de la lucha que muchos estados tienen entablada por una preeminencia que no quieren perder o que quieren obtener. Mientras, la reforma sigue en el limbo.

Nadie, sin embargo, parece haber querido profundizar públicamente en el análisis de lo que la ONU significa para la nueva edad histórica que empieza. Esta organización, como toda creación humana, es producto de una época concreta, sus fines quedan establecidos en virtud de las circunstancias de su momento histórico y las estructuras responden a la relación de fuerzas entre sus miembros. Las transformaciones tienen que ser tan profundas para adaptar la ONU a las nuevas realidades internacionales que cabría preguntarse si más que transformación no se tendría que hacer una refundación.

Sea lo que fuere, la primera cuestión que cabría plantearse es cómo se podrán transforma o refundar las Naciones Unidas sobre las nuevas bases internacionales si todavía no se conocen cuáles serán. El segundo interrogante será el de saber si una vez conocidas las coordenadas del nuevo orden internacional, las grandes potencias estarán dispuestas a aceptar una organización de ese tipo. Aquí, como en tantos otros casos, vivimos en un periodo “post” y no puede transformarse algo sólo pensando en lo que “ya no es”. La Cumbre del Milenio en septiembre 2000 ha demostrado la veracidad de esta descripción.

Esta idea de supremacía de las grandes potencias, tiene su traducción práctica en la importancia que ha adquirido el G-7 (8 con Rusia). Las decisiones más importantes en cuanto al conflicto kosovar no se tomaron en el cuartel general de la OTAN en Bruselas, ni en la sede de la ONU, sino en el entorno de las reuniones de los países más industrializados, incluso si alguno de ellos, como Japón, poco o nulo interés podía tener en semejante conflicto. A la imagen de la Europa de los Congresos del siglo XIX, las grandes potencias definían los intereses de la humanidad en virtud de sus propias preocupaciones, en una adaptación del principio político del despotismo ilustrado: “todo por la humanidad pero sin la humanidad”.

En esta parálisis reorganizativa, la Conferencia Intergubernamental que debía proceder a una transformación de las instituciones de la Unión Europea (UE) para adaptarlas a las nuevas realidades quedó en un simple proyecto que constataba una evidencia: la estructura actual de la UE no puede hacer frente a las consecuencias de nuevas ampliaciones. El problema residía en el desacuerdo entre todos los miembros sobre lo que cada uno cedería en aras de la construcción europea. Se constató que todos estaban de acuerdo en que los demás tenían que ceder. El esquema del conflicto en la ONU era aplicable (una vez adaptado a las circunstancias concretas) a la Unión Europea. Ante la dificultad en avanzar se ha escogido el camino más fácil: huir hacia adelante.

Conclusiones

De las páginas que anteceden, se pueden extraer una serie de conclusiones sobre lo que sí es (y no únicamente sobre lo que “ya no es”) el panorama internacional en estos momentos. Estamos en el período de transición de una nueva edad en la Historia. Dada la imprevisión del cambio acontecido, no existe una estructura conceptual capaz de sustituir al rígido esquema bipolar.

Concluida esa última época, es decir la división del mundo en Este y Oeste, los actores internacionales intentan encontrar un puesto en la nueva estructura planetaria que se está forjando que satisfaga sus deseos de poder e influencia. Estados Unidos ha quedado como la única potencia cuyo poder y primacía son indiscutibles (o así parecía). No tiene competidores dada su inalcanzable superioridad no sólo sobre cada una de las otras potencias individualmente consideradas, sino sobre todas ellas reunidas. Además, para éstas, aunque no se regocijen especialmente de su papel subordinado, “la asociación con (Estados Unidos) es más importante para ellas que los lazos que las unen entre sí”(Joffe, 1997, pág. 21).

Los organismos internacionales respondían a unas circunstancias exteriores que ya no existen. Salvo que Estados Unidos esté especialmente interesado en su reforma y adaptación a los nuevos tiempos, su supervivencia está seriamente comprometida. En todo caso, es evidente que Washington no tolerará la creación de un centro de poder que incomode sus intereses.

El fin de la Unión Soviética supuso ante todo, la victoria de la economía de mercado que, gracias al fin de la división del mundo, ha entrado en una nueva era: la de la globalización.

El predominio de la economía capitalista ha obligado a los estados a un replanteamiento acelerado de sus medios y objetivos, sin que por ahora se haya logrado establecer una planificación totalizadora y coherente de cómo ha de ser el nuevo Estado, el cual por ahora se limita a volver al papel que el liberalismo abstencionista le dio durante el siglo pasado. El predominio económico sí está imponiendo un nuevo concepto de distribución de la riqueza. Si la idea de “rentabilidad” se afirma como eje de la acción de los actores internacionales, cada vez más seres humanos, tanto dentro como fuera del mundo desarrollado, verán degradarse su situación económica, lo que producirá una reacción anti-universalista.

Si el Estado no vuelve a su papel de suavizador de las tensiones sociales y el librecambismo a ultranza domina la escena internacional, esas tensiones se agudizarán terminando por cuestionar la viabilidad del sistema democrático liberal y corriéndose el riesgo de que se produzcan movimientos reivindicatorios socioeconómicos a nivel planetario que intenten implantar un nuevo igualitarismo económico a costa, si es preciso, de los valores democrático-liberales. Pero la puesta en duda de la democracia puede igualmente originarse en la acumulación de poder económico en unos pocos sujetos, que consideren la democracia un sistema contrario a sus intereses.

La distribución del mundo en nuevas zonas de influencia que cada potencia intentará reservarse para sí, no frenará su eventual enfrentamiento a largo plazo si esa distribución no es respetada por las grandes compañías mundiales que suplanten el acuerdo político por una lucha por la apropiación de los mercados. Identificadas las zonas de los mundos rentables y no rentables, las primeras serán un objeto de discordia entre los estados más poderosos, a no ser que la política rectifique las pretensiones ultra-liberales de la economía, mientras que las segundas serán el hervidero de una creciente pauperización.

En resumen, si el nuevo escenario mundial toma en consideración la necesaria salvaguarda de ciertos intereses nacionales y sociales a través de un acuerdo entre las exigencias políticas y las económicas, se puede iniciar una época de progreso a nivel planetario. Si por el contrario, lo político queda rebajado a un papel de ejecutor de las decisiones del pensamiento económico capitalista ultra-liberal, corremos grave peligro de entrar en una era de gran inestabilidad en la que la indiferencia hacia los más necesitados terminará germinando en enfrentamientos sociales a nivel nacional y mundial, como nunca antes se han visto.

La tarea más importante que tienen ante sí en estos momentos de transición los teóricos e historiadores de las relaciones internacionales es la de intentar imaginar los posibles futuros escenarios en los que se desarrollará la acción de los actores internacionales a medio y largo plazo; no puede pretenderse hoy en día crear un sistema de relaciones, pero sí debe intentarse sentar las bases para que una ulterior fase de la reflexión construya ese sistema, único fundamento posible para lograr la estabilidad y la paz internacionales.

Referencias bibliográficas

FUKUYAMA, F. (1992) El fin de la Historia y el último hombre. Barcelona: Ed. Planeta.

HUNTINGTON, S. (1996) The Clash of Civilizations and The Remaking of World Order. Nueva York: Simon and Schuster.

JOFFE, J. (1997) Foreign Affairs. Sept.-oct.

KAHN, J. F. (1995) La Pensée Unique. Fayard.

KENNEDY, P. (1999) Auge y caída de las grandes potencias. Barcelona: Plaza y Janés.

Notas

1. La bibliografía es inmensa. Como ejemplos pueden consultarse, Russett, B. (1993) Grasping the Democratic Peace. New Jersey: Princeton University Press; Burg ,S. L. (1996) War or Peace New York: New York University Press; Elman, M. F. (1997) (ed) Paths to Democracy Massachusetts: M.I.T.; Weart, S. R. (1998) Never at War. New Haven: Yale University Press; y el último libro publicado sobre el tema, al escribir estas páginas, Gowa, J. (1999) Ballots and Bullets. New Jersey: Princeton University Press.

2. Este autor ha sido muchas veces criticado y en ocasiones da la sensación de que sus detractores no han comprendido el fondo real de su argumentación. A mi entender plantea un sistema teórico que podría servir como base para reflexión, y no ser desechado con el desprecio que frecuentemente ha recibido. Cosa distinta es que sus afirmaciones sean discutibles. La teoría de Fukuyama está directamente relacionada en el aspecto internacional con la de la “paz democrática”. 3. “Hablando estrictamente, la paz democrática es un descubrimiento empírico y no una teoría”. Elman, M. F. pág.1. nota 1. en op. cit. Elman ed. en nota 1.

4. Para una crítica de esta teoría vease p.e. Vecino, M.A. (1999) “¿Son pacíficas las democracias?” en Política Exterior sept/oct. nº 71, pág. 133 y ss.

5. Paff, W. (2000) International Herald Tribune, 31 de agosto.

6. No siendo este el lugar para tratar en extenso el complejo tema de las intenciones imperialistas de la Unión Soviética, me limito a señalar la necesidad de replantearse la veracidad de la teoría que afirmaba que la URSS quería destruir Occidente. En mi opinión, durante la época de Stalin, los intentos expansionistas soviéticos en el mundo occidental fueron detenidos en seco y no hubo realmente ni la voluntad ni tampoco la creencia por parte de los líderes del Kremlin que tal revolución universal pudiera realmente ser llevada a la práctica.

FEDERACIÓN RUSA, CAMBIO VS CONTINUIDAD


Paola López

Introducción

El mundo de hoy, es un mundo interdependiente, que ha sido influenciado por la diversidad de conflictos tanto bélicos como ideológicos, que han definido el comportamiento de las relaciones internacionales, así como su conformación en donde aparecen los Estados como el principal actor del sistema internacional.

De esta forma en el presente ensayo se hará referencia al impactante rol que está jugando la Federación Rusa, cuyas raíces se desprenden de factores ideológicos históricos, y que hasta nuestros días han trascendido, generando incertidumbre y precaución de su política exterior, quienes en su proceso de adaptación han creado su propio sistema conforme a las pretensiones en el nuevo orden mundial.

Al finalizar la guerra fría se generaron muchas expectativas de una armonía mundial, empezando un proceso de modificación, lo que no implicaba un proceso pacífico. Federación Rusa, Cambio vs Continuidad, es un tema que merece de un breve recuento histórico, y análisis del comportamiento tanto de la URSS como de Moscú.

URSS y Federación Rusa

Antes de la Revolución Bolchevique de 1917, la Rusia zarista se había empeñado por muchos siglos en la expansión de sus territorios. El nuevo régimen soviético, después de un primer periodo de relativo aislacionismo, reasumió una política definida aunque fundamentalmente relacionada con la seguridad de sus áreas de fronteras. Durante la guerra fría, la política exterior de la Unión Soviética se fue haciendo cada vez más global en su campo de acción como líder del bloque comunista. Los aspectos relacionados con el poder fueron preocupación primordial de los soviéticos, a menudo mostrando un conflicto entre su retórica y sus obras reales, sacrificando con frecuencia su ideología por buscar intereses particulares.

La política exterior rusa desarrollada tanto antes como después del desmembramiento de la Unión Soviética desafía el simple encasillamiento. A través de los años Moscú ha exhibido diversas variedades en la forma de comportarse; en algunos casos como una “paloma” y en otros como un “halcón”. A veces los líderes rusos han actuado en lo que parecería ser la respuesta a instintos defensivos y en otras oportunidades parece que actuaran con impulsos oportunistas. Los rusos han continuado preocupándose fundamentalmente por el status de los Estados y de los grupos a lo largo de sus fronteras, lo que los líderes soviéticos en forma eufemista llaman “el exterior cercano”. En realidad muchos nacionalistas rusos no reconocen aún la pérdida de regiones tales como Ucrania, Kazajstán y Bielorrusia.[i]

Rusia en palabras de Samuel P. Huntington[ii], ha sido un país desgarrado durante varios siglos, siendo además el Estado central de una civilización importante, la ortodoxa, la cual está en juego en la definición de la política Rusa ante Occidente.

El cambio al que la Federación Rusa se estaba enfrentando en la post guerra fría, generó divisiones en la opinión pública de los rusos. Una encuesta hecha en 1992 con una muestra de 2.069 rusos europeos dio que el 40% de los encuestados estaban <>, el 36% <> y el 24% <>. En las elecciones parlamentarias de Diciembre de 1993, los partidos reformistas obtuvieron el 34,2% de los votos, los partidos antirreformistas y nacionalistas el 43,3%, y los partidos centristas el 13,7%. Así mismo, en las elecciones presidenciales de junio de 1996, la opinión pública rusa volvió a dividirse: el 43% apoyó al candidato de Occidente, Yeltsin, y el 52% del voto fue para los candidatos nacionalistas y comunistas. En la cuestión fundamental de su identidad, Rusia en los años noventa siguió siendo claramente un país desgarrado, en el que la dualidad occidental-eslavófila constituía “un rasgo inalienable del… carácter nacional”[iii].

Conforme a estas estadísticas obtenidas recién finalizada la Guerra Fría, se puede evidenciar, que la integración del mundo soviético al occidente no se determinó por el triunfo de éste último, ni será factor determinante, pues siempre existirán secuelas de la historia de la URSS, las cuales si bien no los llevaron a la victoria del conflicto ideológico contra el capitalismo, hacen parte de una identidad cultural que a nuestros días se encuentra presente, a pesar de un cierto predominio occidental, teniendo en cuenta los nuevos desafíos y amenazas del sistema internacional.

Desarrollo: Cambio vs Continuidad

A raíz de la desintegración de la Unión Soviética en 1991, uno de los actores principales en el período de la post-segunda guerra mundial, y las diferentes transformaciones que ha tenido la actual Federación Rusa en su política exterior, se plantea el siguiente interrogante: ¿qué se puede esperar de Rusia?, ¿como principal estado sucesor de la URSS, se comportará de forma muy similar a su antecesor, o por el contrario sus objetivos y modus operandi se orientarán en un camino diferente al ya recorrido?

Este interrogante, se ha ido acentuando paulatinamente entre los diferentes actores del Sistema Internacional, principalmente los Estados Unidos como hegemón mundial, y otros países europeos y occidentales. Para dar respuesta éste, es menester presentar los diferentes aspectos que llegan a influir en el comportamiento de las relaciones de la Federación Rusa con el mundo.

Factor Económico:

Conforme al progreso que ha tenido la Federación Rusa, con la apertura de su economía al occidente, y por consiguiente la pérdida de influencia del partido comunista en el tejido social ruso, a medida que las antiguas generaciones han ido desapareciendo y conforme las condiciones económicas y sociales en el país han mejorado, se constituye en una de las principales ventajas del país.

El período 1999-2005 se caracterizó por el fuerte desarrollo de prácticamente todos los sectores y ramas de la economía. En los últimos siete años, el PIB creció alrededor del 54%, con un crecimiento medio superior al 6%, el consumo de los hogares un 58,4%, y las inversiones en capital fijo un 79% aproximadamente. La producción industrial ha mantenido un crecimiento medio algo superior al 7% durante el periodo y se ha obtenido una reducción sustancial de la tasa de inflación, un considerable aumento de las reservas de divisas y la recuperación de los ingresos reales de la población a niveles superiores a la crisis de agosto de 1998[iv].

La economía rusa ha crecido a un promedio del 7% durante la presidencia de Putin, y se ha acrecentado sustancialmente la capacidad de captación de impuestos lo que ha permitido aumentar el gasto público y obtener continuamente un superávit presupuestario, y hace parte de la BRIC.[v]

Los hidrocarburos constituyen un instrumento esencial de la proyección exterior de Rusia. En particular, la capacidad de producir gas licuado constituirá una de las piezas que pueden incrementar el papel de Rusia en el escenario internacional. Sin embargo, el elemento más novedoso puede tener lugar en el poderío militar de Rusia, que se verá acrecentado y proyectado hacia el exterior.

En relación a los cambios estructurales, no han sido los mejores, pues las políticas agrarias, de servicios o de competencia han tenido han experimentado una falsa actividad notable, y por añadidura la financiación en infraestructuras físicas, educación, sanidad ha sido escasa y poco eficaz. Sólo dos ámbitos se escapan a esta tendencia: la energía y la industria de defensa. Respecto al sector energético se han creado dos entidades “estatales”, Gazprom y Rosneft, que actúan como gestores de estas actividades económicas estratégicas para el país. Estas actuaciones, junto con las subidas sostenidas en los precios de los hidrocarburos, han aumentado los ingresos presupuestarios que han permitido financiar unos gastos públicos crecientes. [vi]

Otras debilidades básicas son, la elevada dependencia de las exportaciones de materias primas, la baja competitividad de los sectores industriales orientados al mercado interior, así como la ausencia de un sistema financiero eficiente.

Además de problemas de integración regional, inversiones en infraestructuras, mejoras en el ámbito de nuevas tecnologías, reforma en la administración del estado, que son fuente de conflictos internos.

De esta forma Rusia ha continuado proyectándose como un poder mundial, mientras lucha internamente con los problemas económicos propios de su reestructuración, con las reformas políticas y con las diferencias raciales.

Factor Político y Social

Durante años Rusia a buscado ser reconocido por los países de occidente como una potencia mundial, y tener atribuciones que le permitan intervenir en los asuntos globales, ha abogado por su integración en diferentes organizaciones multilaterales como la OTAN y el Grupo de los 8, como herramienta y medio de demostrar su poder energético y económico.

No obstante, la concepción de integración de la Federación Rusa, difiere substancialmente de las de Occidente, como las personificadas por la Unión Europea. Moscú no está dispuesto a entregar ninguna parte de la soberanía nacional a entidades supranacionales o a suscribirse a cualquier código político, legal y económico vinculante. Sin embargo, la integración en el contexto de Asia Pacífica es de más fácil aceptación, porque las estructuras multilaterales imponen mucho menos obligaciones onerosas a sus miembros, que en la Unión Europea y la OTAN. También se da un pequeño sentido a la identidad regional colectiva de Asia Pacífica, o propósitos comunes. A diferencia de Europa, en donde no hay un sistema más o menos uniforme a las normas y valores Asiáticas a los cuales, aquellos forasteros, como Rusia deba conformarse con el fin de ganar aceptación[vii].

A consecuencia de la concepción que Occidente a tenido de la Federación Rusa, viéndolo como un caso especial, por representar una ideología opuesta a la de la mayoría durante años, la política rusa se ha acercado cada vez más a la integración con China y en general con Asia Pacífica.

A finales del siglo XIX, se decía que el éxito de Rusia radicaba en su ejército y en su armada; hoy, su éxito radica en su petróleo y su gas. Los energéticos son un recurso fundamental que deberían explotarse mientras sus precios son elevados, pero también son una eficaz arma política, aunque deban manejarse con cuidado[viii].

Es de esta forma como se ha utilizado ésta arma política, para realizar alianzas con el Asia Pacífica, intensificando una interdependencia en la zona, así como fortaleciendo su poder en la carrera energética, y garantizando la seguridad tanto a nivel nacional como regional.

Se puede decir, que en términos de la apertura económica tanto de Rusia como de China y otros países soviéticos, se ha generado una fuerte lucha por el poder mundial, entre nuevas potencias basadas en una ideología occidental, pero a su vez con ciertos rasgos anti-occidentalistas en términos del rechazo al tradicional intervencionismo del hegemón, lo que ha fortalecido las alianzas de la región.

No obstante, la Federación Rusa ha empezado a construir su propio sistema de gobierno, preocupándose más por su imagen y de su posición en el concierto de las grandes potencias mundiales, quienes al tener la ventaja energética, y haber obtenido tan buenos resultados en la economía de los últimos años, sienten una gran seguridad, alejándose cada vez más de occidente sin que esto implique un radical anti-occidentalismo de la época comunista, puesto que ya no existen diferencias ideológicas, sino una competencia a nivel del capitalismo.

Un punto de similitud entre las políticas de la URSS y la Federación Rusa, es la necesidad de mantener un una influencia dominante en sus países vecinos, aún en la actualidad cuando ya son “estados independientes”, hecho que se evidencia en la creación de la CEI (Comunidad de Estados Independientes), la cual fue creada con la intensión de de mantener bajo su control a países miembros de la antigua Unión Soviética tras su independencia en 1991, como Georgia, Armenia, Azerbaiyan, Ucrania, Moldavia, Uzbequistán.

La pregunta de si la política exterior rusa podría ser diferente de la que era en la URSS, de acuerdo al análisis histórico y aspectos de la actualidad, nos dejan concluir, que es evidente el cambio que se ha dado en materia de la apertura económica y del interés de la federación respecto a la OTAN y el Grupo de los 8, a las medidas que se tenían en la época socialista, no obstante encontramos puntos de cierta continuidad, en la medida en que aún en la actualidad existe una gran preocupación por mantener un dominio geopolítico, a pesar de la independencia de los diferentes Estados, y de defender sus fronteras, lo cual refleja viejas conductas.

Conclusiones

La Federación Rusa no está dispuesta a dejarse influenciar por su rival en la historia, Estados Unidos, y en cambio se está preparando aún más, para ser por fin reconocida como una potencia mundial, para lo cual se alía con sus semejantes, es decir, con China y con toda una región que ya se está saliendo del control del predominante occidente, y está haciendo gala de sus atributos, los cuales como se mencionó en párrafos anteriores, si no se manejan con la suficiente prudencia e inteligencia, terminarían con la peor catástrofe de la humanidad, poniendo en juego el futuro no sólo de sus naciones, sino del mundo en su totalidad.

Es así como en cierta forma se estaría dando una continuidad, a los hechos de guerra y discordias entre los países más influyentes, en el caso ruso, se está viendo con cautela, siendo concientes que las anteriores disputas podrían renacer, ya no en el mismo contexto del Guerra Fría, pero si generando dificultades en las relaciones diplomáticas, que afectan directamente a la población, teniendo en cuenta que en el sistema internacional, la interdependencia entre los estados es cada vez mas fuerte, debido al fenómeno de la globalización, que ha permitido el desarrollo y evolución de gran parte de las naciones.

La Federación Rusa, como la mayoría de los Estados, mueve sus fichas en conveniencia con sus objetivos nacionales y ambiciones mundiales, es evidente que la competencia nunca terminará, partiendo del punto de vista filosófico, que el hombre está en una constante lucha de supervivencia, y las relaciones internacionales es un constante juego de ajedrez, en donde siempre habrá un ganador y un perdedor.

Considero que el enfoque que está tomando la política exterior rusa así como sus semejantes vecinos en la región asiática, va mucho más allá de una discordia ideológica, pues Occidente ha conseguido gran parte de sus pretenciones capitalistas en éste país, más no ha sido suficiente para que se sienta conforme con su posición mundial, y su condición de ser un Estado especial.

Como bien dicen, de los errores se aprende, y tanto la URSS, la Federación Rusa como Estados Unidos en representación de la cultura de Occidente, han cometido bastantes, que han ocasionado grandes pérdidas a la humanidad, es por ésta razón que la cooperación internacional se debe intensificar de una forma más coherente a la situación mundial y no sólo en torno a los intereses de unos pocos que tienen el poder.

En cierta forma Rusia ha sido vista en la historia, como el Estado rebelde y en contra a las ideologías de la mayoría, precisamente porque esa mayoría ha sido influenciada por la gran potencia mundial, potencia que no ha llegado impactar en la misma dimensión a la Federación, y en efecto se convierte en el revolucionario del sistema internacional junto con otros que comparten sus ideales.

Trayendo ésta posición a la actualidad se está generando una nueva polarización, en donde ya no son los mismos aliados de la bipolaridad del siglo XX, sino que está reconfigurando el orden mundial, integrando las economías que han tenido un crecimiento muy notable, después de ser las menos reconocidas.

Como se pudo observar en los datos económicos de la Federación Rusa, ésta ha tenido un cambio muy significativo, elemento que hoy la posiciona en muy buen lugar en comparación con la URSS, hecho que causa desconfianza en los Estados que no han estado de acuerdo, o no han permitido la integración plena de éste en el sistema internacional.

Ésta situación alienta a los rusos a seguir en la lucha por el dominio, en cierta forma motivada por el mismo Occidente, quien le mostró y enseño las herramientas a las cuales se debía adaptar para estar más acorde con la nueva era de la postguerra fría.

Ahora bien, lo que queda esperar es la astucia de Moscú, en la ejecución de sus alianzas, estrategias y modus operandi, en el contexto internacional, pues será esto lo que determine sus futuras actuaciones, para lo cual debe mantener el status quo en todos los aspectos, pues como es común en la mayoría, muchas veces el auge económico no se da en concordancia con la evolución cultural, política y/o social, lo que puede generar el fracaso del sistema, ya que no se está avanzando en la misma escala, ocasionando un desnivel de la balanza.

Bibliografia

PEARSON Frederic S., ROCHESTER J. Martin. Relaciones Internacionales Situación Global en el siglo XXI. Cuarta Edición. Ed. Mc Graw Hill.

HUNTINGTON Samuel P. El choque de Civilizaciones y la Reconfiguración del orden mundial. Ediciones Paidós Ibérica S.A., Barcelona, 1997.

Blog Seminario Asia y Africa. Facultad de Relaciones Internacionales, Estrategia y Seguridad. Universidad Militar Nueva Granada. Bogotá, Colombia.

CLSA. Asia-Pacific Markets. Asian geopolitics. Special report. The Integratios Agenda.

SÁNCHEZ ANTONIO Andrés, Claves de la Rusia de Medvedev. Real Instituto Elcano, Europa – ARI N°57-2008. Fecha: 05-06-2008.

Informe Económico y Comercial Rusia. Elaborado por la Oficina Económica y Comercial de España en Moscú. Actualizado a 30 de abril de 2006.



Notas


[i] PEARSON Frederic S., ROCHESTER J. Martin. Relaciones Internacionales Situación Global en el siglo XXI. Cuarta Edición. Ed. Mc Graw Hill. Capítulo 4 Descripción del comportamiento de la política exterior: ¿Qué hacen las naciones-Estado?. Rusia: perfil de su política exterior. Pág.139.

[ii] HUNTINGTON Samuel P. El choque de Civilizaciones y la Reconfiguración del orden mundial. Ediciones Paidós Ibérica S.A., Barcelona, 1997.

[iii] Ibid., pág 170.

[iv] Informe Económico y Comercial Rusia. Elaborado por la Oficina Económica y Comercial de España en Moscú. Actualizado a 30 de abril de 2006.

[v] En economía internacional, []se emplea la sigla BRIC para referirse conjuntamente a Brasil, Rusia, India y China, que tienen en común una enorme población (Rusia y Brasil por encima de los cien millones, China e India por encima de los mil millones), un enorme territorio, lo que les proporciona dimensiones estratégicas continentales y gran cantidad de recursos naturales, y lo que es más importante, que en los últimos años han presentado cifras de crecimiento de su PIB y de participación en el comercio mundial muy elevados, lo que les hace atractivos como destino de inversiones.

[vi] SÁNCHEZ ANTONIO Andrés, Claves de la Rusia de Medvedev. Real Instituto Elcano, Europa – ARI N°57-2008. Fecha: 05-06-2008.

[vii] CLSA. Asia-Pacific Markets. Asian geopolitics. Special report. The Integratios Agenda. Pág. 32.

[viii]
http://seminarioasiafrica.blogspot.com/2008_08_10_archive.html