10 de agosto de 2008

LA CRISIS DE PERSONAL MILITAR ESTADOUNIDENSE


Frederick W. Kagan

Botas vs. Bombarderos

Con 345 millones de dólares, aproximadamente, se puede comprar un F-22 Raptor -- el nuevo avión caza furtivo de las fuerzas armadas estadounidenses -- o pagar el costo promedio anual de 3000 soldados (aunque costaría mucho más equipar, mantener y desplegar el caza o las tropas). Los soldados son una mejor inversión. Sin embargo, los encargados de personal, los expertos y los directivos de los cuerpos militares de Estados Unidos han venido subestimando la importancia de las fuerzas de tierra desde 1991. Aun hoy, ante las campañas actuales de contrainsurgencia en Irak y Afganistán, que exigen tanta disponibilidad de soldados, la administración Bush prefiere las capacidades de ataque de largo alcance sobre las fuerzas terrestres. La recién publicada Revisión Cuadrienal de Defensa 2006 y la propuesta presupuestal del presidente para el año fiscal de 2007 confirman esta prioridad.

La administración ha mantenido este énfasis pese a que el olvido prolongado de las fuerzas estadounidenses de tierra ha causado serios problemas en las campañas iraquí y afgana. De no ser corregido, además, este olvido provocará problemas aún peores en el futuro. La guerra es, en esencia, una actividad humana, y los intentos de sacar a los seres humanos de su centro -- como muestran las tendencias recientes y los programas en curso -- quizá conduzcan al desastre.

Los orígenes de la crisis

La actual crisis de déficit de personal en las fuerzas armadas estadounidenses es anterior a los ataques del 11 de septiembre de 2001 y a la guerra de Irak. El problema empezó a principios de la década de 1990, cuando George H.W. Bush comenzó a recortar con imprudencia el gasto militar sin prestar la atención suficiente a los empeños previsibles (e imprevisibles) que las fuerzas armadas habrían de enfrentar. Bill Clinton aceleró estos recortes, aun cuando el número de efectivos militares estadounidenses desplegados en el exterior crecía sin cesar. A finales de la década, las fuerzas armadas estadounidenses se encontraban trabajando al límite y no contaban con suficiente personal para las misiones que debían enfrentar.

Empezaron a proliferar peticiones de que Washington debería revertir algunos de esos recortes. Sin embargo, lo que los críticos pedían exactamente variaba en forma notable. Algunos recomendaban un incremento en el gasto militar tradicional. Pero otros exigían que más dinero fuera a dar a la investigación y desarrollo (I & D) a fin de promover una "revolución en asuntos militares" (conocida en inglés por sus siglas RMA, por Revolution in Military Affairs). Estos entusiastas de la RMA consideraban a la década de 1990 como una "pausa estratégica": Estados Unidos no enfrentaba ninguna amenaza inminente, afirmaban, y por ello deberían aprovechar el tiempo a fin de prepararse para los desafíos futuros desarrollando nueva tecnología.

En su campaña presidencial de 2000, George W. Bush prometió reparar el daño hecho a las fuerzas armadas durante la década previa. Sin embargo, incluso antes de ganar la elección dejó en claro que planeaba resolver el problema de una manera muy concentrada. Bush era (y sigue siendo) un firme creyente en la idea de una RMA; la proclamó como una prioridad desde 1999, mucho antes de que nadie imaginara que Donald Rumsfeld volviera a ser secretario de Defensa. Después de ganar el cargo, Bush rápidamente empezó a transformar su promesa en una realidad en el Pentágono. En febrero de 2001, anunció que incrementaría los fondos para la I & D militar en los siguientes cinco años en unos 20000 millones de dólares y que destinaría 20% del gasto total de I & D a "programas especialmente promisorios que impulsen a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos varias generaciones por delante en materia de tecnología militar". El Pentágono anunció que todos los programas del Departamento de Defensa se evaluarían según el grado en que fueran "transformadores". Y se estableció la Oficina de Transformación de Fuerzas cuya tarea era coordinar y supervisar todos los esfuerzos "transformadores" del departamento.

La administración Bush también buscaba cambios en otra área. Los recortes de finales de la década de 1990 habían dificultado que las fuerzas armadas retuvieran a oficiales experimentados y talentosos en todos sus cuerpos. Tras asumir sus cargos, Bush y Rumsfeld, siguiendo el consejo del Estado Mayor Conjunto, propusieron encarar el problema invirtiendo en iniciativas sobre calidad de vida de los militares: aumentos de sueldo y mejoras en la atención a la salud, vivienda, escuelas militares y cosas por el estilo. La idea era que los miembros calificados que estuvieran en servicio postergaran su retiro al cerrar la brecha en calidad de vida entre los militares y la sociedad civil.

Puede ser que ambas iniciativas -- la RMA y las mejoras en calidad de vida -- fueran bien intencionadas. Pero su efecto combinado fue agravar el problema central que hoy encaran los cuerpos militares estadounidenses: el número insuficiente de fuerzas terrestres. Consideremos la RMA. Sus entusiastas en general prefieren el uso de poder aéreo de largo alcance en vez de las unidades de tierra como solución a la mayor parte de los problemas militares. Los promotores de la RMA, como Rumsfeld, basan su argumento en la eficacia superior del poder aéreo, su capacidad de reducir el daño colateral y de propinar ataques de fina puntería, y en su efectividad en relación con los costos. Algunos llegan a afirmar que utilizar el poder aéreo es moralmente superior a usar las fuerzas terrestres, ya que atacar desde las alturas pone en riesgo al menor número posible de personal estadounidense. Incluso antes del advenimiento de Bush, los entusiastas de la RMA solían recomendar recortes en las fuerzas de tierra para pagar nuevas armas y sistemas de comunicación. En general, tales esfuerzos no tuvieron éxito -- las dimensiones de las unidades de tierra permanecieron básicamente constantes desde 1993 hasta hace muy poco -- , pero sí aseguraron que las propuestas de in¬crementar el tamaño de las fuerzas terrestres no lograran arrastre en Washington. Una vez que Rumsfeld ocupó su despacho con la determinación de hacer de la RMA una realidad, empezaron a filtrarse los rumores sobre los planes de recortar la fuerza de las tropas terrestres para financiar los programas del tipo de la RMA.

Mientras tanto, las iniciativas de Bush sobre la calidad de vida hicieron más lejana la expectativa de incrementar el número de efectivos al elevar notablemente el costo de tales alzas, y al elevar el costo de siquiera mantener los actuales números de las fuerzas terrestres dichas iniciativas también lo hicieron menos probable. Según un informe reciente de la Oficina de Fiscalización General, el costo de indemnización para los militares en servicio activo se elevó 29% desde 2000, en gran medida debido a un incremento de 69% en gastos en atención a la salud de los militares. Ahora cuesta un promedio de 112000 dólares mantener a un efectivo militar en servicio activo por un año, y el costo por indemnización anual total por fuerza en servicio activo, que era de 123000 millones de dólares en 2000, se ha elevado a 158000 millones para 2004. Con tales cifras es demasiado fácil sostener que los incrementos en personal son sumamente caros.

Esto no quiere decir que las mejoras en la calidad de vida no eran necesarias para ayudar a los militares a conservar su personal de más antigüedad; lo eran. Pero no bastaban para resolver la falta generalizada de efectivos disponibles y adiestrados. La calidad de vida de que disfrutaban las tropas estadounidenses se ve igual de afectada por la duración de sus periodos de acción en combate que por sus viviendas, salarios y atención a la salud. Es improbable que resolver un problema a expensas del otro tenga éxito; de hecho, no ha sido así: muchos oficiales jóvenes han empezado a abandonar la fuerza pese a las nuevas iniciativas. En el largo plazo, parece seguro que los despliegues repetidos y de apoyo mutuo que hizo necesario el recorte en las tropas de tierra deteriorarán la moral (y por tanto las tasas de reclutamiento y retención) más rápido de lo que las mejoras en la calidad de vida la restaurarán. Mantener una fuerza militar voluntaria calificada y motivada requiere atacar ambos aspectos del problema.

Mientras tanto, los nuevos sistemas de armamento no son necesariamente más baratos que las nuevas tropas. Así como el costo de los miembros en activo se ha elevado en los últimos años también lo ha hecho el precio de la nueva tecnología. Por ejemplo, el costo proyectado por unidad del F-22 se ha elevado de 149 millones de dólares en 1991 a 345 millones hoy. Costará aproximadamente 63000 millones de dólares -- o sea 40% del costo de indemnización anual (con base en cifras de 2004) de todo el personal en servicio activo -- comprar los 178 aviones F-22 que ahora están en el programa de defensa. Esta nota de precio no incluye los costos de I & D, la modernización de la aeronave (cuyo diseño empezó en 1986), su capacidad de armamento o de vuelo. Y hablamos aquí de un solo sistema de armas. El actual presupuesto de defensa también contempla planes para suministrar el caza F-35 de Ataque Conjunto y acelerar también el desarrollo de un bombardero tripulado de largo alcance.

La naturaleza de la guerra

En sus cinco años en el cargo, la administración Bush ha evitado mejorar las capacidades humanas de las fuerzas armadas, y la crisis no ha dejado de empeorar. El despliegue de largo plazo de soldados estadounidenses en Irak y Afganistán ha cobrado una pesada factura a las fuerzas terrestres. Los periodos de servicio de combate, que duraron seis meses en la década de 1990, se han extendido a un año completo para la mayor parte de las tropas del ejército en Irak y Afganistán. Muchos soldados en servicio de operaciones (y en la Guardia Nacional y las Reservas) ya han sido desplegados en dos ocasiones y ahora enfrentan una tercera. Aunque las tasas de reenganche militar han permanecido altas, las tasas de reclutamiento han caído peligrosamente, la moral se ha desplomado en algunas unidades y algunos expertos, como el general retirado Barry McCaffrey, advierten que al ejército "se le están saliendo las ruedas" mientras lucha por sostener un amplio despliegue con personal insuficiente.

Por añadidura, a menos que Estados Unidos se retire rápidamente de Irak, no se vislumbra ningún alivio en el horizonte. Aunque la administración ha autorizado al ejército mantener cerca de 30000 soldados adicionales en sus filas en los últimos años, el presupuesto del presidente para el año próximo exige que el ejército se deshaga de esas tropas de más. Y las fuerzas terrestres propuestas tanto en el presupuesto como en la Revisión Cuadrienal de Defensa 2006 apoyarían un despliegue de largo plazo de sólo unas 18 unidades de combate de brigada (cada una de las cuales cuenta con unos 3500 soldados). En el punto culminante de las campañas en Irak y Afganistán, en contraste, Estados Unidos tenía más de 20 unidades de brigada desplegadas en las zonas de combate, e incluso éstas no fueron suficientes para pacificar y reconstruir esos países. Casi nadie ignora que el Ejército y el Cuerpo de Infantería de Marina estadounidenses tienen un déficit en el número de efectivos; oficiales de alto rango y analistas suelen referirse al problema cuando discuten las operaciones en Irak y Afganistán o cuando explican las opciones de Estados Unidos . . . o la falta de éstas. El teniente general John Vines, que dejó de ser el comandante de las fuerzas terrestres estadounidenses en Irak a principios de este año, ha señalado que muchos de sus soldados cumplen ahora su tercero o cuarto emplazamiento de servicio en Irak. "La guerra ha durado casi tanto como la Segunda Guerra Mundial y nosotros estamos solicitando muchas fuerzas", dijo en abril. Lo que es difícil de comprender es por qué Washington se ha negado resueltamente a encarar el problema.

La explicación parece provenir de dos creencias, que tienen muy arraigadas los más altos miembros de la administración Bush, sobre cómo funciona la guerra. La primera es la idea, compartida por la mayoría de los entusiastas de la RMA, de que la guerra se trata en lo fundamental de matar gente y destruir cosas. La segunda es la convicción de que los preparativos militares deberían ser guiados por el principio empresarial de invertir en el éxito. El defecto básico de ambas creencias es que consideran a partes del problema como si fueran el todo.

Consideremos el primer concepto. La principal prioridad de la actual "revolución de la información" en materia de guerra es capacitar a las fuerzas militares para localizar, identificar, rastrear, poner en la mira y destruir los sistemas de armamento del enemigo, desde las aeronaves y las instalaciones de radar hasta los soldados individuales. Todos los programas "transformadores" de los cuerpos armados, incluso el programa Sistemas de Combate del Futuro del ejército (una red de sistemas tripulados y no tripulados por seres humanos), ponen énfasis en los sensores que habrán de desplegar. El objetivo, claramente enunciado en varias ocasiones, es lograr una inteligencia "casi perfecta", lo que significa un conocimiento casi completo de dónde se ubican las fuerzas enemigas para poder eliminarlas. De hecho, con pocas excepciones, todos los nuevos sistemas de detección y de inteligencia que hoy está desarrollando el Pentágono tienen la finalidad de localizar e identificar los sistemas del enemigo, no de actuar en forma sinérgica entre sí.

La distinción es relevante. Con el antiguo sistema (aun en uso en Irak), las unidades estadounidenses que procuran información de inteligencia sobre el enemigo no se limitan a mantenerse en las cercanías del enemigo y observar su disposición. De hecho, formaciones de caballería blindada o motorizada atacarían al enemigo antes que ellas (como lo hizo el Segundo Regimiento de Caballería Blindada durante la Guerra del Golfo en 1991, y como lo hizo repetidamente la caballería de la Tercera División de Infantería en 2003). La meta de tales ataques era triple: localizar e identificar al enemigo, determinar sus intenciones y definir las condiciones de la batalla siguiente.

La segunda de estas tareas -- determinar las intenciones del enemigo -- es especialmente difícil para los nuevos sistemas de detección y ataque que han promovido los entusiastas que haga la RMA. Como han comprendido desde hace tiempo los estrategas militares, el mero hecho de bombardear a una fuerza enemiga (como lo haría la nueva tecnología) no forzará necesariamente a que ésta revele el plan de acción que haya diseñado. Las tropas que son bombardeadas se cubren de varias formas; rara vez responden tratando de ejecutar los ataques, defensas o movimientos para los que es¬taban preparadas inicialmente. Así que bombardear a las tropas del enemigo arroja mucho menos información que enfrentarlas de hecho en el terreno.

Algunos defensores de la RMA sostienen que ello no importa; si los combatientes del enemigo están todos muertos, ¿qué importancia tiene cualquier cosa que hayan planeado? Esa visión sería válida si el objetivo de la guerra fuera la aniquilación literal de las fuerzas enemigas, o si uno pudiera estar seguro de que usar el poder aéreo para destruir cierta proporción de las fuerzas armadas enemigas obligaría al enemigo a capitular.

El problema es que los enemigos reales rara vez cooperan. El historial de los intentos de forzar a los gobiernos a rendirse por tales métodos no es bueno. Los alemanes lo intentaron contra los británicos en 1918 y de nuevo en 1940-1941, y fracasaron. Estados Unidos lo intentó contra Vietnam del Norte (con la mayor intensidad en 1972) y también fracasó. Es verdad que al parecer en varias ocasiones Estados Unidos ganó un conflicto por su solo poder aéreo, pero en tales casos contó en general ya sea con el respaldo de las fuerzas aliadas nativas o apoyó el bombardeo con la amenaza de una invasión terrestre. Así, aunque el poder aéreo estadounidense obtuvo la victoria en Bosnia en 1995, lo hizo sólo con el respaldo de una ofensiva terrestre croata; en Kosovo en 1999, los serbios sólo capitularon cuando empezaron a circular rumores de un inminente ataque terrestre estadounidense, y la campaña afgana de 2001 requirió el apoyo de la Alianza del Norte afgana y las tribus pashtun en el sur. Más aún, 39 días de bombardeo en 1991 no lograron que Saddam Hussein se rindiera, ni lo hizo la campaña de "conmoción y temor" de 2003, que golpeó en unos cuantos días varios miles de objetivos con municiones de alta precisión. En ambos casos fue necesario realizar invasiones terrestres de gran escala.

¿Por qué el poder aéreo por sí solo casi nunca logró forzar a los enemigos a rendirse? En realidad la razón es bastante sencilla. La destrucción o la destrucción parcial de una fuerza militar, por sí misma, pone en riesgo la capacidad de un Estado de cumplir sus funciones fundamentales, pero no destruye esa capacidad en forma permanente. Las fuerzas armadas pueden reconstruirse. Una infraestructura destrozada puede ser reparada. Incluso pérdidas de población pueden ser restablecidas con el paso del tiempo. Si los dirigentes de un Estado son lo suficientemente precavidos para pensar en tales términos -- como lo han sido muchos de los adversarios de Estados Unidos -- , no será fácil persuadirlos a capitular tan sólo con la destrucción parcial de sus fuerzas armadas.

La ocupación del territorio de un enemigo con fuerzas terrestres es algo completamente distinto. Un Estado que es atacado con bombardeos aéreos sólo necesita sobrevivir hasta que cesan los mismos. Un Estado que es ocupado, sin embargo, corre el riesgo de nunca recuperar el control de su territorio. Lo que es peor, una fuerza de ocupación puede usurpar las funciones básicas de un Estado, por ejemplo, gobernando el territorio y reorganizando la movilización de recursos para lograr objetivos diferentes. Los Estados ocupados u ocupados parcialmente puede que no sean capaces de revertir dichas reorganizaciones. Esto es algo especialmente cierto en los casos de gobiernos autoritarios, que no pueden sobrevivir sin el control físico de sus poblaciones.

Por ello, la ocupación del territorio de un enemigo pone en un riesgo mucho mayor y más apremiante los propósitos fundamentales de ese Estado enemigo que la mera acción de bombardearlo. Sin embargo, muchos de los antagonistas de Estados Unidos pueden consolarse con el conocimiento de que cualquier bombardeo estadounidense probablemente será de precisión y calculado para hacer el menor daño colateral.

Por tanto, la decisión de desarrollar un método de guerra cuyo éxito dependa primordialmente de la identificación y la destrucción de objetivos en vez de la ocupación del territorio revela una comprensión errónea fundamental de la mismísima naturaleza de la guerra. Tal método concentra demasiados esfuerzos en lo que debería ser una parte subordinada de la guerra -- la destrucción -- y pasa por alto otros aspectos bélicos críticos, sin los cuales esa destrucción tiene poco sentido.

El aspecto empresarial de la guerra

La preferencia de la administración Bush por las soluciones militares que ponen en primer lugar la identificación y la destrucción de objetivos deriva de su segunda convicción errónea acerca de la naturaleza de la guerra: su fe en la aplicabilidad del modelo empresarial en los asuntos militares.

En el campo de los negocios, las compañías lucrativas refuerzan más el éxito que el fracaso. Si una línea de productos funciona bien y otra no lo hace, las empresas cierran la segunda y destinan más recursos a la primera. Un ejemplo reciente es el anuncio de Dell de que abandonará la venta de computadoras personales, aun cuando ése fue el núcleo original del modelo empresarial de la compañía.

La administración Bush sobrevaloró tempranamente este principio como elemento central de su agenda de transformación militar al adoptar el concepto de la "guerra de centros de redes". Desarrollada por un equipo de oficiales militares retirados, la idea radicaba en aplicar las enseñanzas de la "revolución de la información" en los negocios a la guerra. En libros y artículos escritos a finales de la década de 1990 (antes de la quiebra de los mercados accionarios), los defensores de la guerra de centros de redes, como el almirante Arthur Cebrowski, mencionaron compañías como Dell, American Airlines, Cisco Systems y otras para ejemplificar las ventajas competitivas que la aplicación extensiva de la tecnología de la información daba a los negocios, y que podría dar a las fuerzas armadas.

Entonces, en octubre de 2001, Rumsfeld creó la Oficina de Trans¬formación de Fuerzas para coordinar todos los aspectos de la transformación militar y puso en el cargo a Cebrowski. Desde la designación de Cebrowski como director de este nuevo despacho, la administración Bush ha seguido aplicando este modelo empresarial al tema de la guerra.

A la fecha, el cambio ha rendido frutos. Las fuerzas armadas estadounidenses son hoy extremadamente buenas -- y mucho mejores que la competencia -- en localizar y destruir objetivos a miles de millas de distancia. En el nivel de los soldados que combaten con otros soldados, la ventaja es menos pronunciada: en Irak, el enemigo ha sido capaz de matar numerosos soldados estadounidenses, aunque ha sido virtualmente incapaz de evitar que las fuerzas armadas estadounidenses golpeen cualquier objetivo que escojan o cobren represalias a la medida. Desde la perspectiva empresarial, entonces, parece que tiene sentido reducir la inversión en los soldados e incrementar la inversión en sistemas de ubicación de objetivos y ataque, ya que ello parece ofrecer un rendimiento superior, si bien marginal. Ésta es justamente la lógica de que se han valido muchos defensores de la guerra de centros de redes para fundamentar su alegato.

El problema de este enfoque es que, a diferencia de una corporación, una fuerza armada no puede decidir con seguridad que no competirá en ciertos "mercados", como sería una guerra terrestre. Ni puede depender necesariamente de las "utilidades" del "mercado" del poder aéreo para compensar las "pérdidas" en el combate en tierra. Y dado el hecho de que la victoria en la mayoría de las guerras requiere la ocupación del territorio del enemigo, o al menos una amenaza convincente de ocupación, las fuerzas armadas estadounidenses deben seguir compitiendo en el "mercado" del poder terrestre, independientemente de los reducidos "rendimientos marginales" del combate terrestre en comparación con los del combate a base de poder aéreo. El "fortalecimiento del éxito" mediante la reasignación de los recursos para retirarlos de las fuerzas terrestres (y de los elementos de las unidades de tierra que ofrecen capacidades diferentes del poder aéreo) sólo creará vulnerabilidades de las que sacarán provecho los enemigos.

Esto es especialmente así dada la muy diferente naturaleza de la competencia en la guerra en comparación con los negocios. Las empresas compiten entre sí pero no intentan infiltrarse y destruirse mutuamente en términos físicos, psicológicos u organizacionales. El éxito se mide en utilidades, y con frecuencia es posible mejorar las utilidades incrementando la eficiencia interna más que perjudicando a un competidor. En las empresas la eficiencia se traduce directamente en el éxito.

No ocurre lo mismo en la guerra. Después de todo, las organizaciones militares están concebidas para destruirse entre sí como requisito previo para lograr algún propósito mayor. Las eficiencias dentro de una organización militar no contribuyen directamente a la realización de esta meta. Lo hacen sólo indirectamente al liberar recursos que pueden o no ser utilizados para alcanzar el objetivo. Pero es el có¬mo se usan esos recursos proporcionados, no la eficiencia de ese uso, la única medida que contará de hecho en un conflicto. Por tanto, la competencia entre organizaciones militares es central para la guerra de una manera en que la competencia entre compañías no es central para los negocios. Si una fuerza militar opta por salirse de un "mercado", sencillamente crea una vulnerabilidad que otra fuerza puede utilizar para dañarla, e inevitablemente lo hará.

El verdadero valor del poder terrestre

Las fuerzas terrestres realizan una amplia variedad de tareas. Sin embargo, es la capacidad de controlar territorios y poblaciones la contribución más notable para la guerra en esta era de alta tecnología. Sólo los soldados tienen la suficiente capacidad de discriminar, en términos tanto de juicio como de las posibilidades de su armamento, para mezclarse con la población de un enemigo, identificar a los combatientes entremezclados con esa población y cumplir las tareas críticas de gobernabilidad y reorganización que son tan importantes a la hora de persuadir a un gobierno enemigo a capitular. Éstas no son funciones que de algún modo pueda arrogarse el poder aéreo, la computarización o la mecanización; por lo menos no es así hasta que puedan ponerse en el campo robots con capacidades cognitivas reales.

Mientras tanto, la ocupación militar y el control de la población seguirán siendo labores humanas y serán menos susceptibles de mejoras tecnológicas que cualquier otro aspecto de la guerra. Ya desde hace mucho es una realidad que un soldado con un radio (y acceso a un respaldo de artillería o aéreo) puede matar a una gran multitud. Si el objetivo es controlar a esa multitud sin matarla, sin embargo, se requieren cientos de soldados, sin importar cuán buena sea la tecnología de que disponen. El tamaño de la fuerza terrestre necesaria para controlar un territorio conquistado queda determinado por el tamaño de ese territorio, la densidad de población y la naturaleza y el tamaño de la resistencia, no por la naturaleza de las armas de los soldados. Cuando llega el momento de reorganizar o construir instituciones políticas, económicas y sociales, no hay nada que pueda reemplazar a los seres humanos, y éstos en gran número.

En consecuencia, la idea de que los avances tecnológicos en las fuerzas terrestres estadounidenses, como los Sistemas de Combate del Futuro, podrán reducir notablemente el número de soldados necesarios para misiones similares a las de Irak o Afganistán, es ilusoria e impracticable. Mientras la guerra siga siendo un proceso en el que los seres humanos -- como ocurre en toda guerra irregular -- afecten mutuamente el "mercado" del poder terrestre, se requerirá una fuerte inversión en personas.

Esta necesidad se ha confirmado con claridad en la lucha en Irak, donde el éxito de la coalición ha estribado por completo en la interacción entre las tropas aliadas y los iraquíes. El poder aéreo y la capacidad de fuego con bases terrestres de largo alcance han sido de ayuda para matar rápidamente insurgentes y ello con el mínimo daño colateral, pero el papel que han desempeñado es de apoyo en su totalidad. La rapidez con que pueden ser entrenados soldados iraquíes; el número de aldeas en las que la coalición puede ejecutar su estrategia de "limpiar, sostener y construir", y la capacidad de las tropas de la coalición de restaurar y defender la infraestructura iraquí, casillas electorales y fronteras, han sido directamente proporcionales al número de soldados aliados en Irak, no a la calidad de sus equipos. Y no hay razón para imaginar que esta situación cambiará en cualquier operación de contrainsurgencia o de estabilidad futura. La recién publicada Revisión Cuadrienal de Defensa insistió en que las fuerzas armadas estadounidenses deberán seguir siendo capaces de realizar tales operaciones en el futuro en una gran escala y por prolongados periodos. Sin embargo, para hacer eso posible -- para no hablar de asegurar el predominio estadounidense en la guerra convencional -- es preciso mantener grandes fuerzas terrestres. En efecto, Washington necesitará una gran provisión de soldados entrenados y preparados para todo tipo de conflictos en todo el espectro de las décadas por venir.

La gente es primero

Las fuerzas terrestres son costosas. Es preciso reclutar soldados, equiparlos, alojarlos, alimentarlos, entrenarlos y transportarlos . . . estén combatiendo o no. El gasto es de larga duración, ya que los soldados reciben prestaciones de retiro y de salud incluso después de de¬jar el servicio y por el resto de sus vidas (y ello junto con sus dependientes económicos). Como señalamos antes, estos factores se han agravado por los esfuerzos bien intencionados de la administración Bush para mejorar la calidad de vida en las fuerzas armadas a fin de afianzar la retención de sus miembros. El costo de un soldado individual es hoy tan elevado que algunos analistas afirman que ya es imposible mantener en el campo grandes fuerzas terrestres. Estos críticos afirman que deben hacerse ahorros y que estos ahorros sólo pueden provenir de hacer un uso mayor de la tecnología.

Pero los argumentos a favor de la eficiencia de la tecnología suelen enmascarar los costos reales de depender de ella. Al igual que las tropas, las aeronaves y otros sistemas de armamento acarrean importantes costos que perduran durante todo su ciclo de utilidad y exceden por mucho sus precios etiquetados. Se requiere mucha I & D para crear tecnología, lo que implica años, y a veces décadas, para desarrollar un solo producto utilizable (el programa de los F-22, por ejemplo, se inició en 1986). Es necesario mantener grandes disponibilidades de partes de repuesto, municiones y combustible. Están los costos de modernización y actualización, ya que la mayor parte de los sistemas de armamento permanecen en circulación por décadas. La verdad es que comprar un nuevo sistema de armamento, como los F-22, implica el mismo tipo de costos de largo plazo que una brigada de soldados. En efecto, Estados Unidos probablemente tendrá que seguir gastando dinero en los F-22 mucho después de que los soldados de hoy se hayan retirado.

Esto no es necesariamente algo malo. Sean cuales sean los defectos y los méritos de los F-22, es cierto que Estados Unidos necesita desarrollar aviones avanzados para asegurar su superioridad aérea futura y su capacidad para contar con artillería de precisión. Si los cazas F-22 o el F-35 de Ataque Conjunto presentan defectos de importancia, como han señalado algunos críticos, ello no significa que deba arrumbarse el programa; habrá que corregir los defectos.

Pero aunque necesarias, las nuevas aeronaves no son suficientes para satisfacer las necesidades de defensa estadounidense. Como muestran las actuales presiones impuestas por la campaña en Irak, Estados Unidos también necesita fuerzas terrestres mayores de lo actualmente planeado. Y las fuerzas terrestres, como los aviones caza, no pueden crearse de la noche a la mañana. Por lo menos se requiere un año para entrenar a un soldado en las destrezas básicas de los ejércitos increíblemente avanzados de Estados Unidos. Se requiere una generación para producir los generales que estarán al mando de esos soldados. Crear especialistas capaces de sostener una interacción con las poblaciones locales en sus propios idiomas y culturas -- otra necesidad puesta de relieve por los acontecimientos recientes -- requiere décadas.

Estos marcos temporales son a su modo inflexibles. La tecnología y mejores métodos de entrenamiento pueden ser de ayuda, pero no es posible recortar notablemente el tiempo que necesita un cerebro humano para dominar cierto tipo de destrezas. Todo esto significa que las fuerzas terrestres deben establecerse años antes de que se necesiten y deben ser mantenidas incluso en momentos en que no parezcan necesarias. Si bien no existe hoy un ejército en el mundo que pudiera esperar derrotar a las fuerzas armadas estadounidenses, sigue habiendo ciertas tareas (como realizar operaciones de gran escala y de largo plazo de pacificación o contrainsurgencia) para las cuales el ejército [estadounidense] aún no está preparado. La resolución de ese problema exige empezar de inmediato.

En términos prácticos, ello significa incrementar el tamaño de las fuerzas terrestres estadounidenses con al menos 100000 y posiblemente hasta 200000 soldados e infantes de Marina en activo y en reserva, tanto fuerzas de combate como de apoyo. Ningún incremento menor puede resarcir el déficit que hoy dificulta las operaciones estadounidenses en Irak y otras partes. Tal gasto será costoso y puede exigir que se reorganice el presupuesto de defensa. Aunque es importante mantener la superioridad aérea, la verdad es que será mucho menos probable que Estados Unidos sea desafiado en esa arena en el futuro cercano que en tierra. En este respecto, la guerra es lo opuesto a los negocios: Washington debe primero concentrar su atención en lo que hace bien, pero en las áreas de mayor peligro. Hoy por hoy, el mayor peligro es en tierra, no en el aire, ni en el espacio ni en el ámbito submarino.

Pero sería imprudente rechazar de plano los programas transformadores. Puesto que se requieren años y en ocasiones décadas para poner en operación nuevos sistemas de armamento, ya es hora de empezar a planear cómo reequipar a las fuerzas armadas. El mejor enfoque sería elevar el presupuesto de defensa hasta un nivel adecuado para sostener ambos esfuerzos. Aunque este incremento, que podría llegar a 1 o 2% del PIB, inevitablemente arrancará gritos de protesta en ciertos sectores, el tamaño absoluto del presupuesto de defensa, su porcentaje del presupuesto total de Estados Unidos y su porción del PIB son irrelevantes en última instancia. Lo que importa es si el dinero es suficiente o no para pagar el tipo de fuerzas armadas que necesita Estados Unidos a fin de prevalecer en los conflictos actuales y futuros.

En toda la década de 1990 esta máxima fue ignorada. Por razones políticas, las administraciones tanto republicanas como demócratas plantearon límites arbitrarios a los presupuestos de defensa, y se de¬clararon satisfechas con cualquier clase de fuerzas armadas que dichas cifras arbitrarias ofrecieron. A partir de 2001 los estadounidenses han tenido que enfrentar las consecuencias de esas decisiones. Ahora, el país no sólo debe gastar dinero en conflictos actuales y en programas futuros, sino también reparar los daños producidos por una década de gasto insuficiente.

Este problema no debe dejarse a la próxima generación de estadounidenses, que encarará sus propios desafíos imprevisibles. Incluso en tiempos de paz es prudente mantener las suficientes fuerzas armadas, ya que la paz siempre llega a un término (normalmente de modo inesperado). La necesidad es de mucha mayor importancia en este periodo de una guerra tan prolongada.

PERDER A RUSIA. LOS COSTOS DE RENOVAR EL CONFLICTO


Dimitri K. Simes

Ahora que enfrenta las amenazas de Al Qaeda e Irán y la creciente inestabilidad en Irak y Afganistán, Estados Unidos no necesita nuevos enemigos. Sin embargo, su relación con Rusia empeora cada día. El discurso en ambos lados sube de tono, los acuerdos de seguridad están en riesgo, y Washington y Moscú se miran el uno al otro cada vez más a través del viejo prisma de la Guerra Fría.

Pese a que la reciente autoafirmación y la severidad de Rusia dentro y fuera del país haya sido la causa principal de esta desilusión mutua, Estados Unidos carga también con una gran responsabilidad en la lenta desintegración de la relación. Los padecimientos, errores y fechorías de Moscú no son una coartada para los responsables políticos de Estados Unidos, quienes cometieron errores fundamentales al manejar la transición de Rusia de un imperio comunista expansionista a una gran potencia más tradicional.

El mal manejo estadounidense de la cuestión rusa se debe a que en Washington prevalece la idea de que el gobierno de Reagan ganó la Guerra Fría prácticamente solo. Pero no ocurrió así, y sin duda no es ésa la forma en que la mayoría de los rusos ven la caída del Estado soviético. El autocomplaciente relato histórico de Washington explica en gran medida sus fracasos posteriores en su trato con Moscú en la era de la Posguerra Fría.

El error esencial de Washington se hallaba en su propensión a tratar a la Rusia postsoviética como un enemigo derrotado. Estados Unidos y Occidente ganaron la Guerra Fría, pero la victoria de un lado no significa necesariamente la derrota del otro. El dirigente soviético Mijail Gorbachov, el presidente ruso Boris Yeltsin y sus consejeros creyeron haberse unido al bando de Estados Unidos como vencedores en la Guerra Fría. Poco a poco llegaron a la conclusión de que el comunismo era malo para la Unión Soviética, y en especial para Rusia. Desde su punto de vista, no necesitaban presión externa para actuar en el mejor interés de su país.

Pese a las numerosas oportunidades de cooperación estratégica que se han presentado en los últimos 16 años, la conducta diplomática de Washington ha dejado la inequívoca impresión de que hacer de Rusia un socio estratégico nunca ha sido una prioridad importante. Los gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush dieron por sentado que cuando necesitaran la cooperación rusa podrían obtenerla sin esfuerzos o concesiones especiales. En particular, el gobierno de Clinton parecía ver a Rusia como a la Alemania o el Japón de la Posguerra, como un país al que se podía obligar a seguir las políticas estadounidenses y con el tiempo llegaría a tomarles gusto. Parecían olvidar que Rusia no había sido ocupada por soldados estadounidense ni devastada por bombas atómicas. Rusia se transformó, no fue derrotada. Ello delineó profundamente sus respuestas a Estados Unidos.

Desde la caída de la Cortina de Hierro, Rusia no ha actuado como un Estado cliente, un aliado confiable o un verdadero amigo, pero tampoco como un enemigo, ni mucho menos como un enemigo con ambiciones globales y una ideología hostil y mesiánica. Sin embargo, el riesgo de que se sume a las filas de los adversarios de Estados Unidos es hoy muy real. Para evitar que ello suceda, Washington debe entender en qué se ha equivocado, y adoptar hoy medidas adecuadas para invertir la espiral descendente.

La muerte de un imperio

Malos entendidos y concepciones erróneas sobre el final de la Guerra Fría han sido factores significativos que han promovido políticas equivocadas de Estados Unidos hacia Rusia. Si bien Washington desempeñó un papel importante en precipitar la caída del imperio soviético, los reformadores de Moscú merecen mucho más crédito del que suelen recibir.

De hecho, a finales de los ochenta estaba lejos de ser inevitable que la Unión Soviética o siquiera el bloque oriental se derrumbara. Gorbachov asumió el poder en 1985 con el objetivo de eliminar los problemas que el gobierno de Leonid Brezhnev ya había reconocido -- sobre todo, el agotamiento militar en Afganistán y África y el excesivo gasto en defensa que arruinaba a la economía soviética -- y con la aspiración de aumentar el poder y prestigio de la Unión Soviética.

Su drástica reducción de los subsidios soviéticos a los Estados del bloque oriental, el cese de su apoyo a los regímenes de viejo cuño del Pacto de Varsovia y la perestroika crearon una dinámica política totalmente nueva en Europa del Este y condujeron a la desintegración, pacífica en gran parte, de varios regímenes comunistas y al debilitamiento de la influencia de Moscú en la región. Ronald Reagan contribuyó a este proceso aumentando la presión sobre el Kremlin, pero fue Gorbachov, no la Casa Blanca, quien puso fin al imperio soviético.

La influencia estadounidense desempeñó un papel aún menor en provocar la desintegración de la Unión Soviética. El gobierno de George H.W. Bush apoyó la independencia de las repúblicas del Báltico e hizo saber a Gorbachov que adoptar medidas severas contra gobiernos separatistas elegidos legalmente pondría en peligro las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Pero al permitir que partidos independentistas compitieran y ganaran en elecciones relativamente libres y al negarse a utilizar las fuerzas de seguridad en forma decisiva para deponerlos, Gorbachov prácticamente aseguró que los Estados del Báltico abandonaran la Unión Soviética. La propia Rusia asestó el golpe final, al exigir una condición institucional igual al de las otras repúblicas de la unión. Gorbachov dijo al Politburó que permitir el cambio supondría "el fin del imperio". Y así fue. Luego del fallido golpe reaccionario de agosto de 1991, Gorbachov no pudo impedir que Yeltsin -- junto con los líderes de Belarús y Ucrania -- desmantelara la Unión Soviética.

Los gobiernos de Reagan y el primer Bush entendieron los peligros de la descomposición de una superpotencia y manejaron la decadencia soviética con una combinación impresionante de empatía y dureza. Trataron a Gorbachov con respeto pero sin hacer concesiones sustanciales a expensas de los intereses estadounidenses. Esto incluyó rechazar sin demora las solicitudes cada vez más desesperadas de Gorbachov para obtener asistencia económica en grandes cantidades, porque no había ninguna buena razón para que Estados Unidos lo ayudara a salvar el imperio soviético. Pero cuando el gobierno del primer Bush rechazó los llamados soviéticos para que no atacara a Saddam Hussein tras la invasión de Kuwait por parte de Irak, la Casa Blanca se esforzó por prestar la atención debida a Gorbachov sin "restregárselo en la cara", como expresó el ex secretario de Estado James Baker. Como resultado, Estados Unidos fue capaz de derrotar a Hussein y mantener una estrecha colaboración con la Unión Soviética de manera simultánea, en gran parte en los términos de Washington.

Si algo puede criticarse al gobierno de George H.W. Bush es no haber dado pronta ayuda económica al gobierno democrático de la recién independizada Rusia en 1992. El ex presidente Richard Nixon, que observaba de cerca la transición, señaló que un paquete importante de ayuda podría detener la caída libre económica y contribuir a anclar a Rusia en Occidente durante los años por venir. Bush, sin embargo, estaba en una posición débil para adoptar medidas audaces para ayudar a Rusia. A estas alturas ya libraba una batalla perdida con el candidato Bill Clinton, quien lo atacaba por preocuparse por la política exterior a costa de la economía estadounidense.

Pese al énfasis en asuntos internos durante la campaña, Clinton llegó a la presidencia con el deseo de ayudar a Rusia. El gobierno dispuso brindar a Moscú una asistencia financiera significativa, sobre todo por medio del Fondo Monetario Internacional (FMI). Todavía en 1996, Clinton anhelaba tanto elogiar a Yeltsin que incluso comparó la decisión de éste de emplear la fuerza militar contra los separatistas de Chechenia con el espíritu rector de Abraham Lincoln en la Guerra de Secesión.

El mayor fracaso del gobierno de Clinton fue su decisión de aprovecharse de la debilidad de Rusia. El gobierno trató de obtener cuanto fuera posible para Estados Unidos en términos políticos, económicos y de seguridad en Europa y en la ex Unión Soviética antes de que Rusia se recobrara de la tumultuosa transición. El ex subsecretario de Estado Strobe Talbott también ha revelado que funcionarios estadounidenses explotaron incluso la tendencia de Yeltsin a beber en exceso durante las negociaciones cara a cara. Muchos rusos creían que el gobierno de Clinton hacía lo mismo con toda Rusia. El problema fue que con el tiempo a ese país se le pasó la borrachera, y recordó con rabia y selectivamente la noche anterior.

Cómete tus espinacas

Tras la fachada de amistad, los funcionarios del gobierno de Clinton esperaban que el Kremlin aceptara que Estados Unidos definiera los intereses nacionales rusos. Creían que las preferencias de Moscú podían pasarse por alto sin contratiempos si no compaginaban con los objetivos de Washington. Rusia tenía una economía en ruinas y un ejército que se desintegraba, y en muchos aspectos actuaba como un país derrotado. A diferencia de otros imperios coloniales europeos que se habían retirado de sus antiguas posesiones, Moscú, al hacerlo, no hizo ningún esfuerzo por negociar la protección de sus intereses económicos y de seguridad en Europa del Este o en los antiguos Estados soviéticos. Dentro de Rusia, mientras tanto, los reformistas radicales de Yeltsin a menudo recibían con beneplácito la presión del FMI y de Estados Unidos como justificación para las severas y sumamente impopulares políticas monetarias que habían impulsado por cuenta propia.

Pronto, sin embargo, hasta el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Andrei Kozyrev -- conocido en Rusia como el Señor Sí por siempre complacer a Occidente -- , se sintió frustrado con el opresivo amor del gobierno de Clinton. Como dijo a Talbott, quien de 1993 a 1994 fue embajador extraordinario ante los Estados recién independizados: "Ya bastante malo es que ustedes nos digan lo que van a hacer, sin importarles si nos parece o no. Además, para colmo, nos dicen también que obedecer sus órdenes nos conviene".

Sin embargo, tales ruegos cayeron en oídos sordos en Washington, donde este planteamiento arrogante se volvía cada vez más popular. Talbott y sus aliados lo llamaban el tratamiento de las espinacas: un Tío Sam paternalista alimentaba a los gobernantes rusos con políticas que Washington consideraba saludables, por poco apetitosas que parecieran en Moscú. Como expresó Victoria Nuland, consejera de Talbott: "Mientras más se les diga que son buenas para ellos, más asco les da". Al dar a entender que Rusia no debería tener una política exterior independiente -- ni siquiera una política interna independiente -- , el gobierno de Clinton generó mucho resentimiento. Esta estrategia neocolonial iba de la mano con las recomendaciones del FMI que hoy la mayoría de los economistas coinciden en considerarlas poco adecuadas para Rusia, y tan dolorosas para la población que jamás se habrían podido poner en práctica por la vía democrática. Sin embargo, los reformistas radicales de Yeltsin se dieron el gusto de imponerlas sin la aprobación popular.

Entonces, el ex presidente Nixon, así como varios líderes empresariales prominentes de Estados Unidos y especialistas de Rusia, reconocieron lo disparatado del enfoque estadounidense e instaron a una solución negociada entre Yeltsin y la Duma, más conservadora. Nixon se inquietó cuando funcionarios rusos le dijeron que Estados Unidos había expresado su disposición a justificar la decisión del gobierno de Yeltsin de dar pasos "enérgicos" contra la Duma siempre y cuando el Kremlin acelerara las reformas económicas. Nixon advirtió que "alentar vías alternas a la democracia en un país con una tradición tan autocrática como la de Rusia es como tratar de apagar un fuego con materiales combustibles". Más aún, sostuvo que actuar con base en la "presunción fatalmente defectuosa" de Washington de que Rusia no era ni sería una potencia mundial durante algún tiempo pondría en peligro la paz y la democracia en la región.

Aunque Clinton se reunió con Nixon, desestimó el consejo y restó importancia a los peores excesos de Yeltsin. Pronto sobrevinieron el estancamiento entre Yeltsin y la Duma y el decreto inconstitucional de Yeltsin que disolvía el cuerpo parlamentario, lo cual a la larga condujo a la violencia y al ataque con tanques al edificio del parlamento. Luego de ese episodio, Yeltsin impuso una nueva constitución que concedía amplias facultades al presidente de Rusia a costa del parlamento. Esta acción consolidó la posición de poder del primer presidente ruso y sentó las bases para su giro al autoritarismo. La designación de Vladimir Putin -- entonces jefe del servicio ruso de inteligencia posterior a la KGB, la FSB -- como primer ministro y luego como presidente en funciones fue resultado natural del imprudente estímulo estadounidense dado a las tendencias autoritarias de Yeltsin.

Otros aspectos de la política exterior del gobierno de Clinton acrecentaron más aún el resentimiento de Rusia. La expansión de la OTAN -- en especial la primera oleada, que implicaba a Hungría, Polonia y la República Checa -- no fue un gran problema en sí. La mayoría de los rusos estaba preparada para aceptar la ampliación de la OTAN como un hecho infortunado pero no amenazador... hasta la crisis de Kosovo de 1999. Cuando la OTAN entró en guerra contra Serbia, pese a las fuertes objeciones rusas y sin aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, la élite y el pueblo rusos llegaron pronto a la conclusión de que se les había propinado un gran engaño y de que la OTAN seguía en su contra. Las grandes potencias -- en particular las decadentes -- no aprecian tales demostraciones de su irrelevancia.

No obstante la indignación de Rusia por Kosovo, a finales de 1999 Putin, entonces primer ministro, hizo un importante acercamiento hacia Washington poco después de ordenar el envío de tropas a Chechenia. Le preocupaban las conexiones chechenas con Al Qaeda y el hecho de que Afganistán, gobernado por el Talibán, fuese el único país que había establecido relaciones diplomáticas con Chechenia. Motivado por esos intereses de seguridad, más que por algún inusitado enamoramiento por Estados Unidos, Putin propuso que Moscú y Washington cooperaran en contra de Al Qaeda y el Talibán. Esta iniciativa vino después de los ataques con bombas al World Trade Center, en 1993, y las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania, en 1998, momento en el cual el gobierno de Clinton disponía de información más que suficiente para entender el peligro mortal que representaban los fundamentalitas islámicos para Estados Unidos.

Sin embargo, Clinton y sus consejeros, frustrados por el desafío ruso en los Balcanes y la destitución de reformistas de puestos clave en Moscú, desdeñaron el acercamiento. Cada vez más veían en Rusia, no un socio potencial, sino una potencia nostálgica, disfuncional y de débiles finanzas de la cual Estados Unidos debería sacar todo el provecho posible. Así pues, buscaron cimentar los resultados de la desintegración de la Unión Soviética llevando a cuantos Estados postsoviéticos pudiesen bajo la tutela de Washington. Presionaron a Georgia para participar en la construcción del oleoducto Baku-Tbilisi-Ceyhan, que va del Mar Caspio al Mediterráneo sin cruzar Rusia. Alentaron al oportunista presidente de Georgia, Eduard Shevardnadze, a buscar pertenecer a la OTAN y apremiaron a las embajadas estadounidenses en Asia Central a trabajar contra la influencia rusa en la región. Por último, descalificaron la invitación de Putin a una colaboración antiterrorista como neoimperialismo desesperado y como un intento por restablecer la menguante influencia rusa en Asia Central. De lo que el gobierno de Clinton no se dio cuenta, sin embargo, fue que también estaba renunciando a una oportunidad histórica de poner a Al Qaeda y al Talibán a la defensiva, destruir sus bases y potencialmente destruir su capacidad de lanzar operaciones de importancia. No fue sino tras la muerte de casi 3,000 ciudadanos estadounidenses en los ataques del 11 de septiembre de 2001 que esta cooperación comenzó finalmente.

De almas gemelas a rivales

Cuando George W. Bush llegó al poder, en enero de 2001, ocho meses después de que Putin asumiera la presidencia de Rusia, su gobierno se enfrentó a un nuevo grupo de funcionarios rusos relativamente desconocidos. Deseoso de diferenciar su política de la de Clinton, el equipo de Bush no vio en Rusia una prioridad; muchos de sus integrantes consideraban a Moscú como un actor corrupto, antidemocrático . . . y débil. Si bien tal evaluación era acertada, al gobierno de Bush le faltó la previsión estratégica para acercarse a Moscú. Sin embargo, Bush y Putin desarrollaron buena química personal. Cuando se conocieron, en una reunión cumbre en Eslovenia, en junio de 2001, Bush hizo un célebre elogio a Putin por sus convicciones y alma democráticas.

Los sucesos del 11-S cambiaron radicalmente la actitud de Washington hacia Moscú y propiciaron que se diera una amplia profusión de apoyo emocional para Estados Unidos en Rusia. Putin reiteró su antigua oferta de respaldo contra Al Qaeda y el Talibán, concedió derechos de sobrevuelo sobre el territorio ruso, respaldó la instalación de bases estadounidenses en Asia Central y, lo que tal vez fue más importante, facilitó el acceso a una fuerza militar armada y adiestrada por su país y disponible para pronta acción en Afganistán: la Alianza del Norte. Desde luego, tenía en mente los intereses de Rusia; para Putin fue una bendición que Estados Unidos se uniera a la lucha contra el terrorismo islamista. Como muchas otras alianzas, la cooperación entre Rusia y Estados Unidos para labores de antiterrorismo nació de intereses fundamentales compartidos, no de una ideología común o una simpatía mutua.

Pese a esta aproximación a la cooperación, las relaciones siguieron tensas en otros campos. El anuncio de Bush, en diciembre de 2001, de que Estados Unidos se retiraría del Tratado sobre la Limitación del Sistema de Misiles Antibalísticos, uno de los últimos símbolos que quedaban de la antigua condición de superpotencia de Rusia, hirió aún más el orgullo del Kremlin. De la misma forma, la animosidad rusa contra la OTAN no hizo sino crecer después de que la alianza incorporó a los tres Estados del Báltico, dos de los cuales -- Estonia y Letonia -- tenían disputas pendientes con Rusia, relativas sobre todo al trato de las minorías étnicas rusas.

Casi al mismo tiempo, Ucrania se convirtió en una fuente importante de tensión. Desde la perspectiva rusa, el apoyo estadounidense a la Revolución Naranja de Viktor Yushchenko no se refería sólo a promover la democracia, sino también a socavar la influencia rusa en un Estado vecino que se había unido por voluntad propia al imperio ruso en el siglo XVII y tenía lazos culturales significativos con Rusia y una gran población rusa. Además, desde el punto de vista de Moscú, la frontera contemporánea de Ucrania -- trazada por Josef Stalin y Nikita Kruschov como una frontera administrativa entre provincias soviéticas -- se extendía mucho más allá de los confines exteriores de la Ucrania histórica, lo que incorporaba a millones de rusos y creaba tensiones étnicas, lingüísticas y políticas. El enfoque del gobierno de Bush sobre Ucrania -- es decir, su presión sobre una Ucrania dividida para solicitar su pertenencia a la OTAN y su apoyo financiero a organizaciones no gubernamentales que apoyaban activamente a partidos políticos favorables a Yuschenko -- ha alimentado las preocupaciones de Moscú de que Estados Unidos esté siguiendo una política de neocontención. Pocos funcionarios del gobierno de Bush o miembros del Congreso estadounidense consideraron las implicaciones de desafiar a Rusia en una zona tan esencial para sus intereses nacionales y en un tema de tanta carga emocional.

Pronto Georgia se volvió otro campo de batalla. El presidente Mijeil Saakashvili ha estado procurando usar el apoyo occidental, en particular de Estados Unidos, como su principal instrumento para restablecer la soberanía georgiana sobre las regiones de Abjasia y Osetia del Sur, donde separatistas apoyados por Rusia han luchado por independizarse desde principios de los noventa. Además, Saakashvili no sólo ha demandado la devolución de los dos enclaves georgianos, sino que también se ha colocado abiertamente como el principal promotor regional de "revoluciones de colores" y del derrocamiento de líderes que simpatizan con Moscú. Se ha presentado como un campeón de la democracia y un ardiente partidario de la política exterior estadounidense, al punto de enviar tropas georgianas a Irak en 2004 como parte de la fuerza de coalición. El hecho de que fuera electo con 96% de los votos -- número sospechosamente elevado -- , junto con su control del parlamento y de la televisión georgiana, ha provocado inquietud fuera de su país. Lo mismo se puede decir del enjuiciamiento arbitrario de dirigentes empresariales y rivales políticos. Cuando Zurab Zhvania -- el popular primer ministro georgiano y único contrapeso político que le quedaba a Saakashvili -- murió en circunstancias misteriosas que involucraban una supuesta fuga de gas, en 2005, familiares suyos rechazaron en público la versión oficial del incidente, con la clara implicación de que creían que el régimen de Saakashvili estaba vinculado. Pero en contraste con la preocupación estadounidense por el asesinato de figuras de la oposición rusa, nadie en Washington pareció darse cuenta.

De hecho, el gobierno de Bush y políticos influyentes de los dos partidos han apoyado sistemáticamente a Saakashvili en contra de Rusia, sin tomar en cuenta sus transgresiones. Estados Unidos lo ha instado en reiteradas ocasiones a controlar su mal humor y evitar una abierta confrontación militar con Rusia, pero está claro que Washington ha adoptado a Georgia como su cliente principal en la región. Estados Unidos ha suministrado equipo y adiestramiento a las fuerzas armadas georgianas, lo que ha permitido a Saakashvili tomar una posición más dura hacia Rusia. Las fuerzas georgianas han llegado al extremo de detener y humillar en público al personal militar ruso desplegado como fuerza de paz en Osetia del Sur y en Georgia misma.

Desde luego, la conducta de Rusia respecto a Georgia ha distado de ser ejemplar. Moscú ha concedido la ciudadanía rusa a la mayoría de los residentes de Abjasia y Osetia del Sur y ha impuesto sanciones económicas contra Georgia, a menudo con dudosos fundamentos. Y las fuerzas rusas de paz en la zona están allí sin duda para limitar la capacidad georgiana de gobernar las dos regiones. Pero el ciego apoyo estadounidense a Saakashvili contribuye a dar una impresión en Moscú de que Washington está siguiendo políticas encaminadas a socavar lo poco que queda de la influencia regional rusa. La percepción en el Kremlin es que a Estados Unidos le interesa valerse de la democracia como un instrumento para avergonzar y aislar a Putin más de lo que le preocupa la democracia en sí.

Cómo tratar con una Rusia que renace

Pese al incremento de estas tensiones, Rusia todavía no se ha convertido en un adversario de Estados Unidos. Todavía hay una oportunidad de evitar que siga deteriorándose la relación. Para ello se requerirá una evaluación lúcida de los objetivos estadounidenses en la región y un examen de las muchas áreas en las que los intereses de ambos países convergen, en especial las del antiterrorismo y la no proliferación nuclear. Asimismo, se necesitará un manejo cuidadoso de situaciones como el empantanamiento nuclear en Irán, en las que los objetivos de ambos países son similares pero sus preferencias tácticas divergen. Aún más importante, Estados Unidos debe reconocer que ya no disfruta de influencia ilimitada sobre Rusia. Hoy día, Washington sencillamente ya no puede imponer su voluntad a Moscú como lo hizo en los noventa.

El gobierno de Bush e importantes voces del Congreso estadounidense han afirmado en forma razonable que el antiterrorismo y la no proliferación deben ser los temas determinantes de la relación con Rusia. La estabilidad en Rusia -- que sigue albergando miles de armas nucleares -- y de los Estados postsoviéticos es una prioridad esencial. El apoyo de Moscú a las sanciones -- y, cuando sea necesario, al uso de la fuerza -- contra Estados villanos y grupos terroristas sería de gran ayuda para Washington.

Estados Unidos tiene interés en extender la democracia por toda la región, pero sería ilusorio esperar que el gobierno de Putin apoye los esfuerzos de promoción democrática de Estados Unidos. Washington debe continuar procurando que nadie, ni siquiera Moscú, interfiera en los derechos de otros a elegir una forma democrática de gobierno o tomar decisiones independientes en política exterior. Pero debe reconocer que tiene una influencia limitada para alcanzar ese objetivo. Con altos precios de los energéticos, políticas fiscales sensatas y oligarcas controlados, el régimen de Putin ya no necesita préstamos internacionales o asistencia económica, y no tiene problema para atraer cuantiosas inversiones extranjeras pese a la creciente tensión con los gobiernos occidentales. Dentro de Rusia, la estabilidad relativa, la prosperidad y una nueva percepción de dignidad han atenuado el desencanto popular con el creciente control estatal y la rigurosa manipulación del proceso político.

La imagen pública abrumadoramente negativa de Estados Unidos y sus aliados occidentales -- que el gobierno ruso se esmera en sostener -- limita muchísimo la capacidad estadounidense de crear un electorado dispuesto a aceptar su consejo en los asuntos internos de Rusia. En el clima actual, Washington no puede aspirar a mucho más que transmitir con firmeza a Moscú que la represión es incompatible con una asociación de largo plazo con Estados Unidos. Para empeorar las cosas, el poder del ejemplo moral estadounidense se ha dañado. Además, la desconfianza en las intenciones estadounidenses es tan acendrada, que Moscú observa con extrema aprensión hasta las decisiones que no van dirigidas en su contra, como el despliegue de sistemas antimisiles en la República Checa y Polonia.

Entre tanto, mientras Moscú mira con recelo a Occidente, el uso que hace Rusia de sus energéticos con fines políticos ha irritado a los gobiernos occidentales, para no mencionar a sus vecinos, que dependen de esos recursos. Es obvio que Rusia da precios diferentes de sus energéticos a sus amigos; en ocasiones los funcionarios del gobierno y los ejecutivos de Gazprom, la compañía petrolera estatal, han mostrado tanto descaro como satisfacción al amenazar con castigar a quienes se resisten, como Georgia y Ucrania. Pero en un nivel fundamental, Rusia sencillamente está recompensando a quienes llegan a acuerdos políticos y económicos especiales con ella, ofreciéndoles sus recursos energéticos a precios por debajo del mercado. Rusia acepta de mala gana las decisiones atlanticistas de sus vecinos, pero se niega a subvencionarlos. Además, es un tanto hipócrita que Estados Unidos responda con indignación santurrona al uso político que hace Rusia de la energía, considerando que ningún país aplica sanciones económicas con más frecuencia o entusiasmo que Estados Unidos.

Comentaristas estadounidenses acusan a menudo a Rusia de intransigencia en Kosovo, pero la postura pública de Moscú es que aceptará cualquier acuerdo negociado entre Serbia y Kosovo. No hay pruebas de que Rusia haya desalentado a Serbia de llegar a un acuerdo con Kosovo; por el contrario, incluso ha habido indicios de que Moscú podría abstenerse de votar en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que reconociera la independencia de Kosovo sino hay un acuerdo con Belgrado. De modo similar, a Moscú le convendría que territorios no reconocidos de la ex Unión Soviética, en especial Abjasia y Osetia del Sur, pudieran volverse independientes sin consentimiento de los Estados de los que buscan separarse. Muchos en Rusia no objetarían si Kosovo sentara un precedente para los territorios postsoviéticos no reconocidos, la mayoría de los cuales ansía la independencia con vistas a integrarse a Rusia.

Hay otros desacuerdos en política exterior que han exacerbado más las tensiones. Es cierto que Rusia no apoyó la decisión estadounidense de invadir Irak, pero tampoco lo hicieron aliados clave de la OTAN como Francia y Alemania. Rusia ha suministrado armas convencionales a algunas naciones que Estados Unidos considera hostiles, como Irán, Siria y Venezuela, pero lo hace como operación comercial y dentro de los límites del derecho internacional. Es comprensible que a Estados Unidos esto le parezca una provocación, pero muchos rusos expresarían sentimientos similares respecto de las transferencias de armas estadounidenses a Georgia. Y si bien Rusia no ha ido tan lejos como gustaría a Estados Unidos y Europa en cuanto a disciplinar a Irán y Corea del Norte, poco a poco Moscú ha llegado a apoyar las sanciones contra ambos países.

Estos numerosos desacuerdos no significan que Rusia sea un enemigo. Después de todo, no ha apoyado a Al Qaeda ni a ningún otro grupo terrorista en guerra con Estados Unidos ni promueve ya una ideología rival con el objetivo de dominar al mundo. Tampoco ha invadido a sus vecinos ni amenaza con atacarlos. Por último, Rusia ha decidido no fomentar el separatismo en Ucrania, pese a la existencia de una minoría rusa grande y activa en ese país. Putin y sus consejeros aceptan que Estados Unidos es el país más poderoso del mundo y que tiene poco sentido provocarlo sin necesidad. Pero ya no están dispuestos a adecuar su conducta a las preferencias estadounidenses, en particular a expensas de sus propios intereses.

Una fórmula para la cooperación

Trabajar en forma constructiva con Rusia no significa postular a Putin al Premio Nobel de la Paz ni invitarlo a pronunciar un discurso en una sesión conjunta del Congreso estadounidense. Tampoco hay quien aliente a Rusia a unirse a la OTAN ni le da la bienvenida como un gran amigo democrático. Lo que Washington debe hacer es colaborar con ese país para promover intereses esenciales de Estados Unidos en la misma forma en que lo hace con otros Estados importantes no democráticos, como China, Kazajstán y Arabia Saudita. Esto significa evitar tanto un afecto mal depositado como el concepto poco realista de que Estados Unidos puede contar con seguridad con otros países sin consecuencias. Pocos niegan que se deba buscar tal cooperación, pero la ingenua y egoísta opinión tradicional que prevalece en Washington sostiene que Estados Unidos puede asegurarse la cooperación de Rusia en áreas de importancia para sus intereses y a la vez mantener una libertad absoluta para no hacer caso de las prioridades rusas. Los funcionarios estadounidenses creen que Moscú debe apoyar a Washington sin reservas en contra de Irán y los terroristas islamistas según la teoría de que Rusia también considera que son amenazas. Sin embargo, este argumento pasa por alto el hecho de que Rusia ve la amenaza iraní en forma muy diferente. Si bien no quiere un Irán con armas nucleares, no tiene el mismo sentido de urgencia sobre el tema y puede darse por satisfecho con inspecciones invasivas que prevengan el enriquecimiento de uranio a escala industrial. Esperar que Rusia complazca a Estados Unidos en relación con Irán sin tomar en cuenta la política estadounidense en otros asuntos es el equivalente funcional de esperar que los iraquíes acojan a las fuerzas de Estados Unidos y la coalición como libertadores, porque pasa por alto en lo fundamental la perspectiva de las acciones estadounidenses que tiene la otra parte.

Con esto en mente, Estados Unidos debe ser firme en sus relaciones con Rusia y dejar en claro que Irán, la no proliferación nuclear y el terrorismo son asuntos decisivos en la relación bilateral. En forma similar, Washington debe hacer entender a Moscú que la agresión contra un miembro de la OTAN o el uso no provocado de la fuerza contra cualquier otro Estado causaría profundo daño a la relación. También debe demostrar en las palabras y los hechos que se opondrá a cualquier esfuerzo por crear de nuevo a la Unión Soviética. En asuntos económicos, Washington debe dar señales muy claras de que manipular la ley para apoderarse de activos que fueron adquiridos legalmente por compañías energéticas extranjeras tendrá graves consecuencias, entre ellas restricciones al acceso ruso a mercados downstream estadounidenses y occidentales, así como un daño a la reputación rusa que limitaría no sólo la inversión y la transferencia de tecnología, sino también el apoyo de empresas occidentales para involucrarse con Rusia. Por último, Estados Unidos no debe dejarse disuadir por las objeciones rusas en cuanto a colocar sistemas defensivos contra misiles en la República Checa y Polonia. En vez de ello, según expresó Henry Kissinger, Washington debe mantener limitados sus despliegues a su "objetivo declarado de superar amenazas de Estados villanos" y combinarlos con un acuerdo sobre temas específicos, dirigido a asegurar a Moscú que el programa no tiene nada que ver con una hipotética guerra contra Rusia.

La buena noticia es que si bien Rusia está desilusionada de Estados Unidos y Europa, hasta ahora no parece dispuesta a entrar en una alianza contra Occidente. El pueblo ruso no quiere arriesgar su nueva prosperidad, y las élites rusas son reacias a renunciar a sus cuentas en bancos suizos, sus mansiones en Londres y sus vacaciones en el Mediterráneo. Si bien Rusia busca mayor cooperación militar con China, Beijing tampoco parece muy dispuesto a empezar una pelea con Washington. Por el momento, la Organización de Cooperación de Shanghai -- que promueve la cooperación entre China, Rusia y los Estados de Asia Central -- es un club de debate más que una genuina alianza de seguridad.

Pero si la relación actual entre Estados Unidos y Rusia sigue deteriorándose, ello no hará ningún bien a Estados Unidos y sería aún peor para Rusia. El Estado Mayor ruso está presionando por añadir una dimensión militar a la Organización de Cooperación de Shanghai, y algunos altos funcionarios comienzan a promover la idea de un realineamiento en política exterior dirigido contra Occidente. También hay unos cuantos países, como Irán y Venezuela, que apremian a Rusia a colaborar con China para desempeñar un papel preponderante en equilibrar a Estados Unidos en los terrenos económico, político y militar. Y Estados postsoviéticos como Georgia, que buscan enfrentar a Estados Unidos y Rusia, podrían actuar en formas que aumentasen las tensiones. El manejo de escena que hace Putin de la sucesión en Moscú para mantener un papel dominante para sí mismo hace improbable un cambio importante de política exterior, pero nuevos dirigentes rusos podrían tener sus propias ideas -- y sus propias ambiciones -- , y la incertidumbre política o económica podría tentarlos a explotar los sentimientos nacionalistas para ganar legitimidad.

Si las relaciones empeoran, el Consejo de Seguridad de la ONU podría ya no estar disponible -- debido al veto ruso -- , ni siquiera en forma ocasional, para dar legitimidad a acciones militares estadounidenses o imponer sanciones significativas a Estados villanos. Los enemigos de Estados Unidos podrían envalentonarse si cuentan con nuevas fuentes de suministro de equipo militar en Rusia, y con la protección de Moscú en el terreno político y de seguridad. Los terroristas internacionales podrían encontrar nuevos refugios en Rusia o en los Estados que protege. Y un deterioro en las relaciones Estados Unidos-Rusia podría dar a China mucha mayor flexibilidad para tratar con Washington. No sería una nueva Guerra Fría, porque Rusia no será un rival global y es poco probable que fuera el primero en promover un enfrentamiento con Estados Unidos. Pero podría dar incentivos y seguridad a otros para hacer frente a Washington, con resultados potencialmente catastróficos.

Sería imprudente y miope empujar a Rusia en esa dirección repitiendo los errores del pasado, en vez de trabajar para evitar las peligrosas consecuencias de una nueva confrontación ruso-estadounidense. Pero, a final de cuentas, Moscú tendrá que tomar sus propias decisiones. Dado el historial de malas decisiones en política exterior del Kremlin, podría sobrevenir un choque, le guste o no a Washington. Y de ocurrir, Estados Unidos debe abordar esa rivalidad con mayor realismo y más determinación de los que ha mostrado en sus pocos entusiastas intentos de asociación.

ESTADOS UNIDOS, IRAK Y LA GUERRA CONTRA EL TERRORISMO



Lee Kuan Yew*

El rasgo básico de la política exterior estadounidense durante la Guerra Fría fue que era inclusivo: la disposición de aceptar a cualquier nación que se opusiera al comunismo, fuera cual fuese su forma de gobierno. Estados Unidos se enfrentó al sistema soviético y sostuvo la línea en el terreno militar, y su enfoque consistente e integral condujo a la larga a la implosión de la Unión Soviética.

Luego de la Guerra Fría vino la "guerra contra el terrorismo". Terroristas islámicos trataron de echar abajo el Centro Mundial del Comercio en 1993 y perpetraron ataques con bombas en las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania en 1998. Después vinieron los ataques del 11 de Septiembre de 2001. En respuesta, Estados Unidos atacó Afganistán y derrotó al Talibán. Más tarde, en 2003, invadió Irak para deponer a Saddam Hussein e instaurar la democracia.

Sin embargo, durante la guerra contra el terrorismo Estados Unidos no ha sido tan inclusivo como en la guerra contra el comunismo. Aparte de los que integraron la "coalición de los dispuestos", hasta la mayoría de países europeos se han distanciado de Washington.

Estados Unidos no se dio cuenta, además, de la profundidad de las fracturas en la sociedad iraquí: entre kurdos y árabes, sunitas y chiítas, y los miembros de las diferentes tribus y grupos religiosos locales. Estas tensiones fueron contenidas durante cuatro siglos de dominio otomano, y el británico, que sucedió a los otomanos en 1920, puso a Irak bajo fuerte control sunita, centrado en Bagdad. Ahora, a causa de la destrucción de la vieja sociedad iraquí, por primera vez en siglos el poder está en manos de los chiítas iraquíes.

Retirado el control sunita en Irak, el Irán chiíta ya no tiene contrapeso para extender su influencia hacia Occidente. Y al permitir el surgimiento del primer Estado árabe dominado por los chiítas, Estados Unidos ha incitado las aspiraciones políticas de los 150 millones o más de chiítas que viven en países sunitas en otras partes de la región. Durante mucho tiempo Washington ha confiado en sus tradicionales aliados sunitas, como Egipto, Jordania y Arabia Saudita, para mantener bajo control el conflicto árabe-israelí. Ahora es probable que el poderío del bloque sunita ya no sea capaz de contener a un Irán que apoya milicias como Hezbollah y Hamas en contra de Israel. El nuevo primer ministro iraquí, Nouri al-Maliki, chiíta, se vio en la necesidad de expresar su apoyo público a Hezbollah en Líbano durante los enfrentamientos del verano pasado.

No estoy entre quienes dicen que fue un error ir a Irak para derrocar a Hussein y hoy abogan por que Washington reduzca sus pérdidas y se retire. Esto no solucionará el problema. Si Estados Unidos se retira de Irak antes de tiempo, jihadistas de todas partes se sentirán envalentonados para dar la batalla a Washington y sus amigos y aliados. Habiendo derrotado a los rusos en Afganistán y a Estados Unidos en Irak, creerán que pueden cambiar el mundo. Peor aún, si se desata la guerra civil en Irak, el conflicto desestabilizará todo Medio Oriente, pues arrastrará a Arabia Saudita, Egipto, Irán, Jordania, Líbano, Siria y Turquía.

Respecto de Irak, el gobierno de Singapur ha apoyado y apoya con firmeza al presidente George W. Bush y su equipo. Hemos ayudado a entrenar a la policía iraquí y tres veces hemos despachado un buque-tanque de desembarco al Golfo Pérsico, en cada ocasión con unos 170 hombres, un destacamento de aviones c-130 y tres de KC-135 para misiones de reabastecimiento de combustible aire-aire. El presidente Bush tuvo razón en invadir Irak para deponer a Hussein y tratar de retirar las armas de destrucción masiva que agencias de inteligencia de Europa y Estados Unidos juzgaron que poseía Irak. Pero me puse nervioso cuando Estados Unidos desbandó al ejército y la policía iraquíes y despidió del gobierno a todos los baazistas. Temí que eso crearía un vacío.

Recordé cuando los japoneses capturaron Singapur, en febrero de 1942, y tomaron prisioneros a 90000 soldados británicos, indios y australianos: dejaron intactas y en funcionamiento a la policía y la administración civil, bajo control de oficiales militares japoneses, pero con el personal británico encargado aún de los servicios esenciales, como el gas y la electricidad. Salvo una pequeña guarnición, la mayoría de los 30000 elementos de la fuerza invasora japonesa salió de Singapur y partió hacia Java en el curso de dos semanas. Si los japoneses hubieran disuelto a la policía y la administración civil cuando encarcelaron a los soldados británicos, el caos habría sobrevenido.

Las percepciones de unilateralismo estadounidense han desencadenado una contracoalición informal de necesidad entre países que se oponen a la coalición de los dispuestos. Muchos integrantes de esta contracoalición no simpatizan con los jihadistas. Rusia y China, junto con algunos países europeos, se han unido simplemente para proteger sus intereses contra lo que perciben como invasión estadounidense en sus respectivos dominios. No tienen ningún conflicto fundamental de interés con Washington.

Por lo tanto, para aislar a los grupos jihadistas, Estados Unidos debe adoptar un enfoque más multilateral y sumar a su causa a Europa, Rusia, China, India y todos los gobiernos no musulmanes, junto con muchos musulmanes moderados. Se necesita una coalición de alcance mundial para combatir las llamas de odio que avivan los fanáticos islamistas. Cuando los gobiernos musulmanes moderados, como los de Indonesia, Malasia, los estados del Golfo Pérsico, Egipto y Jordania se sientan cómodos para asociarse a una coalición multilateral contra el terrorismo islamista, la marea de la batalla se volverá contra los extremistas.

Reconstrucción de Medio Oriente

El gobierno de Bush se ha propuesto extender la democracia en Irak y en Medio Oriente en general. A la larga, la democracia puede triunfar, pero el proceso no será fácil.

Además, una elección libre e imparcial no es el mejor primer paso hacia la democracia en un país que no tiene historia ni tradición de autonomía. Sin los preparativos adecuados, las elecciones simplemente permiten que la gente exprese sus frustraciones contra la corrupción y las ineptitudes de los gobernantes en turno y vote por la oposición, sin considerar sus características. Eso fue lo que hizo que Hamas ganara el poder en los territorios palestinos.

Un mejor principio sería concentrarse en la educación, la emancipación de las mujeres y la creación de oportunidades económicas. A continuación debe venir un enfoque en instaurar el estado de derecho, fortalecer la independencia de los tribunales y construir las instituciones de la sociedad civil necesarias para la democracia. Sólo entonces conducirán las elecciones libres a un orden más democrático.

Pensar que Irak puede pasar de la dictadura a la democracia mediante dos elecciones en tres años es esperar demasiado. Tal transformación es un esfuerzo para el largo trayecto, que trasciende los ciclos electorales estadounidenses. En sus luchas de hoy, Estados Unidos debe recordar los principios y políticas que guiaron sus respuestas a las amenazas de la Guerra Fría y aceptar que ninguna potencia, religión o ideología puede conquistar por sí sola el mundo ni reconstruirlo a su imagen y semejanza. El mundo es demasiado diverso. Diferentes razas, culturas, religiones, idiomas e historias requieren caminos diferentes hacia la democracia y el libre mercado. Las sociedades en un mundo globalizado se influirán y afectarán unas a otras. Y en el ámbito interno debe decidirse qué sistema social satisfará mejor las necesidades de un pueblo en una etapa particular.

En cuanto al resto de Medio Oriente, Singapur debe mucho a Israel. Cuando alcanzamos la independencia, en 1965, Israel fue el único país que nos ayudó a construir un ejército ciudadano. El coronel israelí que encabezó un equipo de 10 oficiales de 1966 a 1968 volvió a Singapur una década después como general brigadier y se sorprendió de nuestro progreso económico. Lamentó que el progreso económico fuera más lento en Israel. Le dije que habíamos estado en paz con nuestros vecinos y que las fuerzas armadas de Singapur habían sido un factor de disuasión, un arma de último recurso frente al aventurerismo de cualquier país. Israel, en cambio, había estado envuelto en guerras sucesivas.

Para solucionar el conflicto palestino-israelí, debe haber dos estados, uno para Israel y otro para los palestinos. Pero este último debe ser viable, por el cual valga la pena hacer la paz. Estados Unidos debe apremiar a Israel a fin de que aliente el surgimiento de tal Estado palestino y lo ayude a prosperar, y así los palestinos tengan razones para evitar la guerra si ésta ha de destruir el futuro que construyen para sí mismos.

El progreso en la cuestión palestino-israelí no sólo será beneficioso por sí mismo, sino también para aliviar el descontento que produce en los árabes sunitas la percepción de que sus países acceden al apoyo estadounidense a Israel contra los intereses palestinos. Si se viera que Washington apoya activamente el proceso de paz con el objetivo de una solución de dos estados, los gobiernos sunitas tendrían más probabilidades de apoyar abiertamente las políticas estadounidenses hacia la paz en el gran Medio Oriente.

En cuanto a Irán, está comprometido públicamente con la destrucción de Israel y tratará de sabotear cualquier acuerdo de paz, porque la continuación del conflicto palestino-israelí es necesaria para su lucha contra los estados árabes sunitas por la supremacía en el mundo musulmán. Alentado por el reciente ensayo nuclear de Corea del Norte, Irán proseguirá con su propio programa nuclear, y si obtiene suficiente material de misiles, el equilibrio del poder en el Golfo se habrá alterado fundamentalmente. El problema iraní eclipsará al iraquí y estará en primer lugar en la agenda internacional. Y si la teocracia iraní tiene éxito, muchos en los países musulmanes verán en ella, no en la democracia, el camino hacia el futuro.

Beneficios colaterales

La razón por la que me enfoco tanto en Medio Oriente es porque mi primera interacción estrecha con Estados Unidos derivó de la participación de ese país en una dolorosa lucha anterior, la de Vietnam. Entre 1966 y 1971, los gobernantes estadounidenses solían detenerse en Singapur después de visitar Vietnam del Sur para hablar conmigo sobre la situación regional. Washington había enviado unos 500000 efectivos sin conocimiento suficiente de la historia del pueblo vietnamita, y como resultado pagó un precio enorme en sangre, recursos económicos, prestigio y confianza.

En la década de 1970 la sabiduría convencional vio la guerra de Vietnam como un desastre absoluto. Pero ha sido una interpretación errónea. La guerra trajo beneficios colaterales, al ganar tiempo y crear las condiciones que permitieron a la Asia no comunista seguir la ruta japonesa y llegar a constituirse en los cuatro dragones (Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Taiwán) y, más tarde, los cuatro tigres (Indonesia, Malasia, Filipinas y Tailandia). El tiempo trajo la división entre Moscú y Beijing y luego entre Beijing y Hanoi. A su vez, la influencia de los cuatro dragones y los cuatro tigres transformó tanto a China comunista como a Vietnam comunista en economías abiertas de libre mercado y dio mayor libertad a sus sociedades.

Hoy la sabiduría convencional dice que la guerra en Irak es también un desastre absoluto. Pero si los problemas de esa nación se enfrentan con decisión y no con derrotismo, la sabiduría convencional de hoy también puede resultar equivocada. Un Irak estabilizado y menos represivo, en el que las diferentes comunidades étnicas se acepten unas a otras en algún marco instaurado, puede ser una influencia liberadora en Medio Oriente.

El desafío ahora, como en la década de 1970, es que Estados Unidos encuentre una salida honorable de un conflicto que evolucionó en forma inesperada. Una vez que comenzó, sin embargo, el problema tiene que llevarse a una solución final de forma que no se cause daño irreparable a Estados Unidos y al mundo en su conjunto. Un Irak que se aglutine como un solo Estado, que incluya a chiítas, sunitas, kurdos y otros, y que no sea manipulado por ninguno de sus vecinos representa un resultado acorde con los intereses de Estados Unidos, de los vecinos de Irak y del mundo en general. Washington debe, por tanto, unir a todos los vecinos de Irak en el proceso de alcanzar ese objetivo.

El próximo presidente estadounidense enfrentará un nuevo mundo. No sólo habrá que lidiar con Irak, sino también con Irán, y la lucha de largo plazo contra los militantes islamistas estará aún en sus etapas iniciales. Pero Estados Unidos se sobrepuso a los reveses de la guerra de Vietnam, frenó la expansión soviética y se convirtió en la superpotencia indispensable. Con una amplia coalición y una actitud apropiada, Estados Unidos también puede prevalecer hoy.

* Lee Kuan Yew es consejero de ministros de Singapur. Fue primer ministro de ese país de 1959 a 1990. Este artículo es la adaptación de un discurso que pronunció al aceptar el premio Woodrow Wilson por Servicio Público, en octubre de 2006.