12 de diciembre de 2008

EL IMPACTO DE LAS POTENCIAS EMERGENTES EN LA ECONOMÍA MUNDIAL


Federico Steinberg

Introducción

La irrupción de las potencias emergentes en general y de los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) en particular en la economía mundial supone un shock de enormes proporciones que está generando cambios sustanciales en el entorno económico global. Ya está en marcha una reconfiguración de la geografía de la producción mundial. Además, se están produciendo importantes modificaciones en los patrones de intercambios comerciales y financieros, así como en las pautas de consumo energético. De hecho, parece como si la clásica distinción entre centro y periferia planteada por los teóricos del estructuralismo hace medio siglo finalmente estuviera quedando obsoleta.

Para entender la magnitud de estos cambios, basta con subrayar que tan sólo la entrada de China y la India en el sistema de producción global supone un impacto mayor que el que implicó la entrada de EEUU en la economía mundial en el siglo XIX. Entonces, dicho cambio modificó los equilibrios de poder en la geopolítica mundial de forma drástica, por lo que es de esperar que a lo largo de las próximas décadas los principales países emergentes “forzarán” (en el mejor de los casos pacíficamente) reformas en las instituciones de gobernanza global.

Este artículo subraya las implicaciones económicas y políticas del auge de las potencias emergentes, a las que llamaremos “BRIC+”. Tras revisar brevemente las principales magnitudes de este cambio económico estructural, se analizan algunos de sus efectos sobre la política macroeconómica y sobre la nueva división del trabajo, con especial atención a los nuevos patrones comerciales globales y sus efectos sobre el neoproteccionismo en los países avanzados. Por último, se señala el impacto de este proceso para la economía española, subrayando las nuevas oportunidades que abren estos mercados y las políticas necesarias para aprovecharlas.

Las cifras del cambio

Todos los estudios que hacen proyecciones de crecimiento coinciden en que los cambios a los que estamos asistiendo en los últimos años no son más que la punta del iceberg. Según las estimaciones del Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el banco de inversión Goldman Sachs (que acuñó en 2003 el concepto de BRICs), durante las próximas décadas el conjunto de las economías emergentes de Asia, Europa del Este, América Latina y África continuará creciendo al menos tan rápidamente como en los últimos años, con China y Rusia desacelerándose a partir de 2020 –sobre todo por el envejecimiento de su población– pero con la India y otros emergentes asiáticos acelerando su crecimiento (véase Pablo Bustelo, El auge económico de China e India y sus implicaciones para España, Documento de Trabajo nº 31/2007, Real Instituto Elcano). Sin embargo, ya existen datos suficientes como para apreciar una transformación estructural en la economía mundial.

El aumento del peso de los “BRIC+” en la economía mundial no tiene precedentes. Mientras que hace tan sólo 30 años eran responsables del 34% del PIB mundial –medido en Paridad de Poder de Compra– hoy superan el 50% (la cifra alcanza el 30% si se calcula a tipos de cambio de mercado). Además, ya generan el 45% de las exportaciones mundiales, poseen el 75% de las reservas de bancos centrales, consumen más de la mitad de la energía mundial y han sido responsables del 80% del incremento de la demanda mundial de petróleo durante el último lustro, lo que explica el espectacular aumento de su precio. Con todo ello, desde 2003 su producción ha crecido en un 35% mientras que la de los países desarrollados lo hacía sólo en un 13%.

Sus mercados financieros no han quedado al margen de este dinamismo y de hecho están atrayendo a numerosos inversores de los países ricos. Así, en los últimos cinco años sus mercados bursátiles se han revalorizado en promedio un 400% en dólares (en Brasil la cifra alcanza el 900%) mientras que, por ejemplo, el S&P 500 estadounidense sólo se ha revalorizado un 70% durante el mismo período. Por último, las empresas multinacionales de los “BRIC+” se han lanzado a adquirir activos más allá de sus fronteras. En 2007 invirtieron más de 70.000 millones de dólares en el exterior, 55.000 millones en los países desarrollados (estas cifras no incluyen las inversiones de los controvertidos fondos soberanos de los países emergentes, que también están adquiriendo activos en los países avanzados, aunque de forma menos transparente). Este panorama puede completarse con una última cifra de carácter más bien anecdótico: el 80% de las grúas de construcción del mundo están en China, un cuarto de ellas en una sola ciudad, Shangai.

Efectos sobre la economía mundial

La dinámica señalada arriba está generando importantes cambios económicos. Por una parte, aparecen nuevos fenómenos de carácter macroeconómico, en su mayoría positivos. Por otra, se están produciendo procesos de redistribución de rentas (tanto entre países como entre individuos dentro de cada país); es decir, el auge de los emergentes genera ganadores y perdedores que alimentan tensiones geopolíticas internacionales y movimientos defensivos y neo proteccionistas en los países avanzados. Veamos los más importantes.

En primer lugar, las principales fuentes de demanda mundial ya provienen de los “BRIC+”, que han dejado a los países ricos en un segundo plano. Esta diversificación de fuentes del crecimiento ha hecho posible suavizar el ciclo económico mundial y ha dado lugar en los últimos años al período denominado “la gran moderación”, caracterizado por un crecimiento estable, baja volatilidad y una alta capacidad de adaptación de las economías nacionales a los shocks económicos adversos. Así, según datos del FMI, el crecimiento medio de la economía mundial en los últimos cinco años ha sido del 4,9% a pesar de que los países avanzados sólo han crecido en media un 2,6%. Y lo que resulta más positivo es que las actuales turbulencias financieras –originada en las hipotecas de baja calidad en EEUU– no parece estar afectando significativamente a las economías emergentes, por lo que ya se habla de un desacoplamiento del ciclo económico mundial; es decir, que aunque EEUU reduzca su crecimiento (o incluso entre en recesión) las economías emergentes no se verían demasiado afectadas, lo que evitaría una fuerte desaceleración a nivel mundial. Muchos comienzan a hablar ya de una economía global que finalmente ha dejado de volar con un solo motor.

En este contexto, en los últimos cinco años, la renta per cápita mundial ha crecido por encima del 3%, más rápido que en la era dorada del capitalismo de la posguerra (1950-1973) y posiblemente más rápido que en ningún otro período de la historia de la humanidad. Este crecimiento está teniendo importantes efectos sobre el nivel de desarrollo y la reducción de la pobreza. Los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM) podrían cumplirse en 2015 gracias a los “BRIC+”, especialmente los asiáticos. Incluso África, que no logrará alcanzar los ODM y que sigue siendo el continente más marginado de la globalización, está logrando aprovechar esta coyuntura tan favorable y lleva cinco años creciendo a un promedio del 5,5%, especialmente por el aumento del precio de las materias primas que muchos de sus países exportan. Por otra parte, ha comenzado a emerger lo que el Banco Mundial ha bautizado como la nueva clase media global, que en los próximos 20 años podría alcanzar los 1.000 millones de personas, mayoritariamente chinos e indios. Se trata de un nuevo grupo de consumidores con una renta suficiente como para adquirir bienes y servicios de alto valor añadido que se producen (e idean) en los países desarrollados, sobre todo en empresas multinacionales punteras. Esto significa un aumento sin precedentes del mercado potencial para las empresas mejor posicionadas.

En segundo lugar, la entrada de los “BRIC+” en el sistema de producción mundial está generando un cambio estructural en la dotación y relación de factores productivos a nivel mundial que está modificando sus precios relativos; es decir, los salarios y los beneficios empresariales. Para entender lo que está sucediendo basta con pensar en términos de una simple regla económica: en pocos años se ha doblado la oferta de trabajo global, que se ha incrementado en unos 1.500 millones de personas. Pero como los países emergentes son relativamente más abundantes en trabajo –sobre todo trabajo poco cualificado– que en capital, no han sido capaces de aportar una cantidad significativa de capital al conjunto de la economía mundial (y mucho menos de doblar la oferta de capital mundial). Por lo tanto, el efecto de su inserción internacional es una reducción del ratio global capital/trabajo, que lleva a una presión a la baja de los salarios y al alza de los rendimientos del capital (véase Ferrán Casadevall y Clara Crespo, “¿Tenía Marx Razón?”, ARI nº 65/2007, Real Instituto Elcano).

A su vez, este fenómeno tiene diversos efectos. En el lado positivo y desde el punto de vista macroeconómico, los “BRIC+”, con sus bajos salarios y sus fuertes exportaciones de manufacturas y servicios a precios relativamente bajos –que además vienen apoyadas por tipos de cambio que en algunos casos están subvaluados– han venido ayudando a contener la inflación a nivel mundial, incluso con aumentos del precio del petróleo. Esto ha permitido que los bancos centrales de los países desarrollados hayan mantenido tipos de interés más bajos que si no existieran las economías emergentes, lo que ha permitido aumentar la liquidez y el crecimiento a nivel mundial.

Pero esta presión a la baja en los salarios está teniendo importantes efectos adversos sobre los trabajadores de los países desarrollados, especialmente aquellos de cualificación baja y media empleados en sectores que compiten directamente con las importaciones de los países emergentes. Además, esta mayor competencia está aumentando la inseguridad económica en los países ricos, ya que, en ocasiones, el aumento de las importaciones incrementa el desempleo en vez de reducir los salarios reales, especialmente en aquellos países en los que los mercados laborales son menos flexibles (Europa continental). Esto mina la cohesión social y alimenta sentimientos proteccionistas y de rechazo a la globalización. De hecho, aunque los consumidores de los países avanzados pueden acceder a bienes más baratos gracias a las importaciones de los países emergentes, las encuestas muestran que valoran cada vez menos positivamente el libre comercio porque consideran que puede destruir el contrato social sobre el que se articula la convivencia, especialmente si no existen redes de protección social para compensar a los perdedores (véase Ismael Sanz y Ferrán Martínez i Coma, “Apoyo a la globalización y Estado del Bienestar”, ARI nº129/2006, Real Instituto Elcano; y Kenneth Scheve y Matthew Slaughter, “A New Deal for Globalization”, Foreign Affairs, julio/agosto de 2007).

Hasta la fecha, los sectores más afectados por la competencia de los “BRIC+” han sido el textil, el calzado, los juguetes, los automóviles e incluso los bienes industriales de valor añadido medio o que se han estandarizado, como los electrodomésticos o el hardware (naturalmente, el efecto varía de país a país en función de su estructura productiva, por ejemplo, el textil portugués está sufriendo considerablemente más que el español). Además, desde algunas industrias de los países desarrollados se observa con preocupación como China está logrando elevar el valor añadido de sus exportaciones a gran velocidad, lo que implica que sectores de tecnología media o alta (tanto de bienes como de servicios), que creían no estar expuestos a la competencia extranjera, comienzan a estarlo. Además, las nuevas tecnologías han hecho posible que ciertos servicios que en el pasado no eran comercializables internacionalmente, hoy lo sean, lo que aumenta la competencia en los segmentos más estandarizados de los servicios de valor añadido medio, como los informáticos, algunos servicios financieros, bancarios o de telecomunicaciones, e incluso los servicios médicos de radiología (por el momento, el electorado estadounidense se ha mostrado más preocupado por este outsourcing de servicios que el de la UE). También hay que mencionar que el impacto del aumento de la competencia no sólo se está notando en los países desarrollados. Muchos países en desarrollo con mayores costes laborales que los emergentes asiáticos, por ejemplo los del Magreb, ven como sus productos están perdiendo competitividad-precio en los mercados internacionales.

Conclusión

Retos y oportunidades para Colombia

España, al igual que los demás países desarrollados, debe asumir que estos cambios económicos estructurales no van a revertirse y que además se volverán más intensos en el futuro. De hecho, debería ser consciente que en parte son consecuencia de las políticas de liberalización impulsadas por los propios países avanzados durante las últimas décadas, aunque también han sido reforzados por la revolución tecnológica y por las reformas económicas internas de los países en desarrollo. Por ello, es necesario hacer frente a dos retos. El primero es defensivo: suavizar el coste del ajuste interno que el auge de los “BRIC+” tiene sobre la economía y la sociedad. El segundo tiene carácter ofensivo y supone conseguir que las empresas y trabajadores puedan aprovechar las nuevas oportunidades que ofrecen los mercados emergentes.

El primer reto radica en reconocer que muchos sectores tradicionales intensivos en trabajo poco cualificado y que compiten con las importaciones de los “BRIC+” no serán viables en el futuro, lo que hace necesario facilitar la transición desde el actual modelo productivo colombiano hacia otro más intensivo en conocimiento y con mayor productividad. Además, es imprescindible poner en práctica políticas públicas para compensar a los individuos que se vean más perjudicados a lo largo de este necesario proceso de transición y acelerar el proceso de reconversión productiva hacia aquellos sectores viables a largo plazo. Sólo así se conseguirá reducir la falta de apoyo a la globalización y el creciente proteccionismo que se extiende por las sociedades avanzadas. Por ello, las redes públicas de protección social deberían servir para reducir la incertidumbre y la creciente inseguridad económica, pero no para mantener a flote sectores que no pueden competir globalmente y que drenan recursos para inversión en actividades intensivas en conocimiento, que son en las que España y el resto de países desarrollados tienen mayores oportunidades.

El segundo reto es utilizar las políticas públicas para facilitar que las empresas puedan acceder el enorme mercado que suponen los “BRIC+”. En los últimos años, la economía española ha llevado a cabo un gran esfuerzo de internacionalización, por lo que muchas de sus empresas están bien situadas para afrontar este desafío. De hecho, han aumentado su flexibilidad y capacidad de respuesta ante los cambios, ya producen bienes y servicios intensivos en –o que incorporan– conocimientos y tecnología y han sabido fragmentar su cadena de producción y de valor para aprovechar las nuevas oportunidades. Los sectores en los que se vislumbran mayores oportunidades son los de banca y servicios financieros, telecomunicaciones e informática, infraestructuras, transportes, energía, petroquímica, algunos segmentos del mercado agroalimentario, o servicios culturales, por nombrar solamente algunos. Pero para que más empresas españolas logren servir a estos nuevos mercados en los que se enfrentan a la competencia de otras multinacionales, es necesaria una cooperación más intensa y fluida entre administraciones y empresas: deben diseñar conjuntamente las estructuras de incentivos adecuadas para promover las aplicaciones de la inversión en I+D+i.

Finalmente, Colombia también debería intentar que su voz en las instituciones económicas de gobernanza global tenga cada vez más fuerza en un contexto en el que los países avanzados están perdiendo influencia, algo que sólo será posible con una América Latina cohesionada que hable con una sola voz.

LA REPÚBLICA POPULAR CHINA COMO POTENCIA NUCLEAR


Eugenio Anguiano

Introducción

El 6 de agosto de 1945, un avión de la fuerza aérea estadounidense arrojó sobre la ciudad japonesa de Hiroshima la primera bomba atómica de la historia, provocando la muerte inmediata de unas 75 000 personas; tres días después, una segunda bomba de este mismo tipo fue soltada contra la ciudad de Nagasaki, matando alrededor de 40,000 civiles más. Así comenzó la era nuclear, que en más de 56 años ha mostrado un notable desarrollo en cuanto a la calidad, cantidad, potencia y proliferación de armas de destrucción masiva, tanto de fisión como termonucleares (la llamada bomba H). Lo que parecía un monopolio de una sola nación –Estados Unidos– pronto se rompió y hoy día existen cinco países que desde los años sesenta son abiertamente reconocidos y “aceptados” como potencias nucleares, y a ellos se han sumado recientemente otros tres estados que tienen la posibilidad de armar artefactos nucleares en “cualquier momento”: Israel, India y Pakistán (estos últimos dos efectuaron explosiones experimentales en 1998).

En una fecha tan temprana como noviembre de 1945, cuando ya había acabado la Segunda Guerra Mundial y se mantenía una incierta alianza entre los países victoriosos, el presidente de Estados Unidos y los primeros ministros de Gran Bretaña y Canadá suscribieron una declaración conjunta en la que advertían que el conocimiento teórico para fabricar armas atómicas lo poseían varios países y que en el futuro ninguno de ellos podría tener el monopolio de las mismas. No obstante esta previsión, esos tres gobiernos no ocultaron un sentimiento de pesadumbre cuando en septiembre de 1949, ya iniciada la ruptura ideológica y política con su otrora aliado, anunciaron a la opinión pública internacional que tenían claros indicios de que la Unión Soviética había detonado una poderosa bomba atómica; la agencia TASS confirmó a las 48 horas que efectivamente, los soviéticos habían realizado tal experimento, y que los conocimientos para hacerlo los poseían desde 1947.

A partir de ese hecho, comenzó una verdadera carrera entre estadounidenses y soviéticos por perfeccionar sus armas de destrucción masiva, apoyándose en ensayos en la atmósfera —los cuales ambas potencias después acordaron prohibir para dar paso a los experimentos subterráneos— y por hacerse de arsenales nucleares y de los medios adecuados para transportarlos: aviones bombarderos estratégicos, proyectiles dirigidos y submarinos atómicos. Por otro lado, las otras tres naciones que, coincidentemente, habían sido parte sustantiva en la victoria lograda contra el nazifascismo y el militarismo japonés, o en construir el nuevo orden político mundial, gradualmente fueron construyendo su propias armas nucleares; así, Gran Bretaña en 1952, Francia en 1960 y China en 1964 efectuaron sus primeras pruebas, con lo que se unieron.

El caso del ascenso de China como potencia nuclear es muy especial, porque a diferencia de Gran Bretaña y Francia, países donde se logró este avance bélico dentro de un mismo sistema político y social, en el “país del centro” ocurrió una revolución que llevó al partido comunista chino al poder en octubre de 1949. Esto no estaba, de ninguna manera, previsto cuando se negoció entre los llamados “cinco grandes” —Estados Unidos, Unión Soviética, Gran Bretaña, China y Francia— el orden institucional de la posguerra: momento a partir del cual esos países asumirían el papel de guardianes de la paz internacional, desde su posición como miembros permanentes de un Consejo de Seguridad diseñado por esas potencias para que fuera el corazón político de la ONU, formalizada en 1945.

La explosión atómica experimental de la URSS y el triunfo de los comunistas en China fueron dos graves reveses para Estados Unidos y sus aliados, entre los que estaban Gran Bretaña y Francia. Por eso, a pesar de que Washington logró un rápido entendimiento con Moscú, su adversario sistémico, en el sentido de buscar acuerdos políticos para evitar la proliferación de armas nucleares, no dejó de apoyar técnica y militarmente a los británicos, y, en un principio, a los franceses, a fin de que tuvieran el know how necesario para el desarrollo de esas armas. En cambio la República Popular, establecida por lo comunistas chinos, tardó casi una década en formalizar acuerdos de cooperación con la Unión Soviética, su aliado y líder moral, que les permitieran construir su bomba atómica; cuando esa cooperación comenzó, afloraban ya diferencias entre Beijing y Moscú en cuanto a qué camino debería seguir el movimiento comunista internacional y cuál tipo de coexistencia con los enemigos de sistema habría que adoptar. Esas diferencias llevarían a una ruptura abierta a principios de los sesenta, y desde entonces China desarrolló, por su propia cuenta, sus armas nucleares.

La evolución de la capacidad bélica nuclear china se ha logrado, junto con la francesa, a contracorriente de los acuerdos de prohibición parcial de ensayos nucleares y de no proliferación de armas nucleares que los otros tres países poseedores de este tipo de armas impulsaron desde fines de la década de los sesenta. A medida que tanto chinos como franceses desarrollaron una capacidad de disuasión nuclear limitada, desde luego no comparable con la de Estados Unidos y la ex Unión Soviética, fueron gradualmente adhiriéndose a los diferentes acuerdos internacionales para el control de armas nucleares, y otras de destrucción masiva. No obstante, en el caso de China, siguen existiendo fricciones importantes con Estados Unidos, a pesar de que desde principios de los setenta se terminó el estado de confrontación abierta entre ambos estados y de que establecieron relaciones diplomáticas desde 1979.

Esas fricciones se manifiestan en materia de derechos humanos, en diferencias comerciales y, desde luego, en materia de política nuclear. Para China resulta actualmente una preocupación constante las decisiones que adopte Estados Unidos en lo relativo a sistemas de proyectiles o misiles defensivos, porque si tales sistemas se llegan a desplegar y a perfeccionar, el limitado poder de disuasión nuclear chino quedaría totalmente neutralizado. Por el contrario, si los tratados internacionales para el control de armamentos nucleares funcionan bien, Beijing tendrá menos interés en utilizar recursos económicos y técnicos para seguir desarrollando su poderío nuclear, en vez de destinarlos al bienestar de su población.

En las siguientes páginas se hace una descripción del origen y desarrollo de la capacidad nuclear china, el grado relativo de avance que ha logrado y su futuro. Las fuentes de información consultadas para este ensayo son indirectas, aunque varias de ellas se basan en informes y documentos chinos, así como en estudios de personas e instituciones especializadas en asuntos estratégicos y de armamentos, y en la prensa internacional. No se pretende aquí agotar, ni mucho menos, un tema tan complejo como es el relativo al estado que guarda el poderío nuclear chino, pero me parece que, por lo menos, se aportan elementos informativos y analíticos que pueden servir de orientación a otros trabajos de mayor envergadura que se hagan sobre tan importante asunto.

Inicio del programa nuclear chino

El 15 de enero de 1955, el Buró Político del Partido Comunista de China (PCC) tomó la decisión, ante la insistencia de Mao Zedong, de desarrollar y fabricar una bomba atómica. La República Popular China tenía poco más de cinco años de haberse establecido, y su primera Constitución política menos de un año de haberse proclamado, lo mismo que los órganos del Estado, derivados de dicha Constitución. Beijing había suscrito un tratado de amistad con la Unión Soviética, todavía en vida de José Stalin, que no incluía medidas relacionadas con una eventual ayuda de Moscú para un programa nuclear chino. La terrible experiencia de la Guerra de Corea (mediados de 1950 a mediados de 1953) estaba aún muy cercana, y el régimen comunista chino sufría el cerco político que Estados Unidos le había tendido, mismo que intentaba romper acercándose a la India, su vecino más importante; no siendo correligionarios políticos, el pundit Nehru y Zhou Enlai habían suscrito en 1954 un acuerdo de convivencia basado en los llamados “cinco principios de coexistencia pacífica”.[1]

Es decir, en el horizonte internacional no había razón aparente para que China Popular se embarcara en la costosa y entonces aparentemente inalcanzable tarea de adquirir su propia fuerza nuclear. El tratado de asistencia mutua con la URSS ponía al gobierno de Beijing bajo el paraguas protector de su amigo y mentor ideológico, y el PCC postulaba una doctrina internacional opuesta al militarismo, el armamentismo y la hegemonía. En tal entorno, no tenía razón de ser la decisión del liderazgo chino, a la que se dio mínima divulgación, de establecer un programa destinado a colocar a China comunista en el mismo nivel de armamento no convencional de las dos potencias que contendían por el dominio internacional, y que en esos años eran, además de Gran Bretaña [2], las únicas poseedoras de armas nucleares.

El hecho es que los líderes chinos tomaron la decisión de fabricar una bomba atómica, sin haber antes desarrollado en el país la investigación conceptual básica en los campos de física e ingeniería que les diera un sustento para la producción de armas estratégicas. Entre 1955 y 1958, el Estado chino impulsó la búsqueda y el desarrollo del uranio necesario para su ambicioso plan, y puso en marcha la investigación fundamental y la estructura administrativa para llevar a cabo su proyecto. En el siguiente bienio, 1958-1960, ya con sustancial ayuda soviética, se desarrolló en China la infraestructura minera e industrial necesaria para procesar y enriquecer el uranio que serviría de combustible para los venideros artefactos nucleares (Lewis y Xue, 1987, p. 540).

La colaboración nuclear sino-soviética del periodo 1956-1957 se produjo en un contexto de coincidencia de intereses entre los liderazgos chino y soviético, que se manifestó en un claro apoyo del primero a Nikita Krushchev, durante la pugna de éste por ganarse a la mayoría del presidium del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), e impedir que lo removieran del cargo de primer secretario del partido, como lo habían intentado sus adversarios políticos en junio de 1956. El respaldo de Beijing a Khrushchev se dio a pesar de diferencias teóricas entre chinos y soviéticos; Mao había justificado el aplastamiento de la rebelión húngara por parte de Moscú, pero meses después (en febrero de 1957), publicaba su ensayo “Sobre el tratamiento correcto de las contradicciones en el seno del pueblo”, en el que señalaba la existencia de conflictos “no antagónicos” de intereses sociales dentro del socialismo, que no deberían solucionarse mediante supresiones autoritarias (Whiting, 1987, pp.481-482).

También existían diferencias tácticas, consistentes en que, mientras Moscú consideraba necesaria una distensión en la rivalidad con Estados Unidos y el bloque capitalista, a fin de evitar un posible enfrentamiento nuclear, Mao sostenía la tesis de que los logros técnicomilitares de la URSS confirmaban la superioridad sistémica del socialismo, lo que debería traducirse en una posición dura de la URSS frente a los enemigos “de clase”, en vez de la adoptada, mediante la cual se trababa de apaciguarlos, por el temor a una guerra en la que se utilizaran bombas atómicas. Con motivo del 40 aniversario de la revolución bolchevique, Krushchev convocó a una conferencia de partidos comunistas en el poder, en noviembre de 1957 y, no obstante las diferencias ya mencionadas, el 15 de octubre, la víspera de esa reunión cumbre, la URSS y China concluyeron un “acuerdo sobre nuevas tecnologías para la defensa nacional”, mediante el cual Moscú se comprometía a entregar a sus camaradas chinos un modelo de bomba atómica (Whiting, 1987, p. 483).

A pesar de que al poco tiempo Moscú incumpliría el compromiso citado, su ayuda al programa nuclear bélico de la República Popular fue una realidad inobjetable: el 11 de diciembre de 1957 ambos países suscribieron en Moscú un acuerdo de cooperación científica de cinco años, seguido de un protocolo de operación para el bienio 1958-1960, cuyo principal componente era el desarrollo de armas nucleares chinas. La cooperación soviética se materializó en exploración geológica y construcción de una planta en Lanzhou, capital de la provincia de Gansu, en el norte-oeste de China, destinada a la obtención y enriquecimiento del uranio. En junio de 1959, los soviéticos comenzaron a frenar la transferencia de tecnología nuclear y su colaboración con China, hasta suspenderla totalmente a mediados del siguiente año.

Antes de que se interrumpiera esa colaboración sino-soviética, se realizaron conjuntamente cuidadosas exploraciones geográficas en el vasto territorio chino, hasta que se localizó el área apropiada para el desarrollo del proyecto nuclear; como base para los venideros experimentos nucleares, los asesores soviéticos sugirieron un lugar ubicado al noroeste del Lago Lop Nur, en una extensa zona desértica de la Región Autónoma de Xingjiang, al suroeste de la capital provincial (Urumchi). El 16 de octubre de 1959 se aprobó oficialmente el establecimiento de dicha base, y su construcción comenzó el 1° de abril de 1960.

A los largo de los siguientes cuatro años, decenas de millares de trabajadores, muchos de ellos prisioneros, laboraron bajo condiciones difíciles para construir las carreteras, aeropuerto, barracas, plantas de electricidad y otras obras necesarias para contar con una verdadera base de experimentación y desarrollo nuclear con fines bélicos (Norris, 1996, p. 48). Esta fase del programa —1960-1964— se puso en marcha con recursos humanos, tecnológicos e industriales estrictamente chinos, y concluyó satisfactoriamente con la detonación de la primera bomba de fisión, en una torre de ensayos de 102 metros de altura, en Lop Nur, el 16 de octubre de 1964. El artefacto pesó 1 550 kilogramos y fue identificado con el nombre en clave de “596”, equivalente al año y al mes (junio de 1959) en que Khruschev decidió no entregar un prototipo de bomba a sus aliados chinos. La bomba de implosión utilizó uranio-235, lo cual resultó mucho más sofisticado que el diseño original de “cañón ensamblado”, y requirió de un combustible más enriquecido. Según las autoridades chinas, la energía liberada por la explosión fue de 22 kilotones (Enciclopedia, 1990, pp. 157-159). Treinta y dos meses más tarde, el 7 de junio de 1967, se lograba el primer ensayo de una bomba de hidrógeno que se arrojó desde un avión bombardero de fabricación china, a una altura de casi 3,000 metros, con una fuerza estimada en 3.3 megatones.

Lop Nur

El campo de pruebas de Lop Nur comprende más de 100 mil kilómetros cuadrados y cuenta con unos 2 000 kilómetros de carreteras,[3] lo que hace de esa base la más extensa área de experimentación nuclear del mundo. Pero a diferencia de otras potencias nucleares, como Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, que han utilizado diversos espacios tanto en sus respectivos territorios nacionales como en posesiones de ultramar (particularmente en el Océano Pacífico), o de la ex Unión Soviética que contaba con bases experimentales en Siberia y en Asia Central, el de China es el único campo existente, y allí se han efectuado todas las detonaciones experimentales realizadas por este país.

De acuerdo con diversas informaciones, en la base de Lop Nur existen cuatro unidades experimentales diferentes para ensayos nucleares: tres subterráneas y una atmosférica. En la actualidad sólo dos de esas unidades o zonas, que comprenden alrededor de 200 kilómetros cuadrados, están en uso. Una se sitúa en la región de Qinggir (41°57’ Norte y 88°68’ Este) donde se ha efectuado la mayoría de la pruebas nucleares en galeras verticales; la primera de ellas se llevó a cabo el 14 de octubre de 1978, y en los años subsiguientes se hicieron 12 pruebas adicionales de galera, de las 13 verticales que ha practicado la República Popular (de un total de 20 ensayos subterráneos). Las pruebas de galera tienen generalmente una mayor fuerza equivalente de TNT que las experimentadas en túneles horizontales o inclinados; la mayor detonación hecha fue de 600 kilotones, y ocurrió el 21 de mayo de 1992.

Otras dos zonas, llamadas Nanshan y Beishan (montes sur y norte), se localizan al noroeste y al suroeste de la región de Qinggir; en Beishan se detonan artefactos nucleares en túneles y ha sido utilizada solamente para dos pruebas subterráneas, en 1969 y 1980. Siete de las pruebas nucleares subterráneas han sido de túnel, con un poder explosivo de un rango de 1 a 3 kilotones. El área destinada a pruebas atmosféricas, y que se localiza a unos 115 kilómetros al sureste de la región de Qinggir, la última vez que se utilizó para efectuar en ella un ensayo nuclear fue el 16 de octubre de 1980, y desde entonces ha estado inutilizada para fines de experimentación. Eso debido a que el gobierno chino se plegó al Tratado de Prohibición Parcial de Ensayos Nucleares (PTBT), en cuanto a evitar las explosiones experimentales nucleares en la atmósfera, que fueron duramente criticadas por la opinión pública internacional, dada la alta contaminación radiactiva que provocan.

Como se desprende de la descripción anterior, la base de experimentación nuclear de Lop Nur es de una gran extensión, casi del tamaño de países como Guatemala o Grecia, y su “cuartel general” es Malan, un asentamiento que no figura en los mapas, ni en los índices de población de China. En todo caso, se trata de una extensión territorial prácticamente deshabitada, y con muy escasos condados (xian) y aldeas (xiang).

Historia de los ensayos nucleares chinos

Hasta diciembre de 1995, se sabía que China había realizado un total de 43 ensayos nucleares, con una potencia que había variado desde un rendimiento de 1 kilotón a 3.3 megatones; 23 de las explosiones nucleares habían sido en la atmósfera y 20 subterráneas. Se estima que la fuerza total de esos 43 ensayos es de 23.4 megatones, con 21.9 obtenidos en explosiones en la atmósfera y 1.5 en el subsuelo. El programa chino representa sólo el 2% de las 2 044 explosiones nucleares que se efectuaron en el mundo entre 1945 y enero de 1996 (Norris, 1996, p. 49).

De enero de 1996 a la fecha (octubre de 2000) se han registrado en el mundo tres experimentos nucleares más, dos de ellos múltiples: una prueba nuclear subterránea de China, en Lop Nur, que los sismólogos australianos estimaron tuvo una fuerza de 1 a 5 kilotones (Keesing’s, 1996, p. 41189); tres ensayos subterráneos de la India, el 11 de mayo de 1998, con una fuerza acumulada de 55 kilotones, equivalente a cuatro de las bombas arrojadas contra Hiroshima en 1945, y más de 10 veces la fuerza del último experimento chino; y cinco explosiones subterráneas experimentales de Pakistán, en el desierto de Baluchistán, el 28 del mismo mes y año, de una potencia tan reducida que al principio los analistas militares estadounidenses dudaban de la veracidad del anuncio de Islamabad, ya que sólo se registró una débil señal sísmica (Keesing’s, 1998, pp. 42267-9).

En todo caso, lo que importa destacar es que en la historia de las detonaciones nucleares, que comenzó en 1945 con dos bombas atómicas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, y las únicas trágicamente de carácter no experimental, y hasta fines del año 2000, se han registrado en el mundo 2 047 experimentos con fuerza explosiva de diversos tamaños, y con bombas tanto de fisión como termonucleares. De esos ensayos, a China le corresponden 44, mientras que una potencia militar comparable, como Francia, ha efectuado 210 pruebas, 50 atmosféricas y 160 subterráneas, todas en territorios de ultramar (Argelia, la Polinesia francesa, Muroroa y Fangataufa).[4] Los experimentos franceses representan apenas una quinta parte de los hechos por Estados Unidos, y los chinos una veinticincoava parte de los estadounidenses (Norris, 1996, p. 51).

La opinión de expertos en armamento nuclear, como Robert Norris, del Natural Resources Defense Council, de Washington D. C., es que China ha logrado resultados técnicos notables, con un número de pruebas nucleares relativamente pequeño, lo cual ha sido posible gracias a un diseño de uso genérico con una amplia capacidad de adaptabilidad a diferentes formas de detonación y para equipar tanto armas estratégicas (las de destrucción masiva), como armas tácticas (destrucción limitada). Según este mismo experto (op. cit., p. 50), los chinos han desarrollado seis distintos tipos de ojivas nucleares y de bombas:

1. Tipo fisión, de bajo rendimiento explosivo y de aplicaciones tácticas (artillería, municiones atómicas de demolición, bombas tácticas o misiles de corto alcance)

2. Bombas de fisión, que se lanzan por gravedad con potencia de 20 a 30 kilotones

3. Ojivas atómicas para misiles balísticos de diferente alcance, con potencia de 20 a 40 kilotones

4. Ojivas termonucleares de 3 o más megatones de potencia, para misiles de alcance intercontinental

3. Bombas termonucleares de 3 o más megatones de lanzamiento por gravedad

4. Ojivas atómicas de entre 200 y 300 kilotones, para misiles lanzados desde submarinos. [5]

Doctrina nuclear

La determinación de fabricar bombas atómicas, tomada a mediados de la década de los cincuenta, fue seguida por la decisión de convertir a la República Popular en una potencia nuclear, no como mero acto de desafío a Estados Unidos y otros adversarios extranjeros, sino como “un corolario lógico en el esfuerzo por desarrollar el necesario músculo económico y militar, como única forma de ganarse el respeto” de tales enemigos (Gittings, 1974, p. 758). Tal decisión se adoptó en la Comisión Militar Central del partido comunista chino, ambos órganos presididos por Mao Zedong, en junio de 1958, un mes antes de que se efectuara un encuentro secreto en Beijing entre Mao y Khrushchev para discutir varios sucesos internacionales, particularmente en Yugoslavia y otros relativos a la crisis del Medio Oriente, la cual había conducido al desembarco de marinos estadounidenses en el Líbano. Lo extraño fue que en ese encuentro el máximo dirigente chino no informara a su colega soviético del inminente bombardeo que, pocos días después, China comunista lanzaría contra la isla nacionalista de Quemoy, el cual provocaría una movilización militar masiva, naval y aérea de Estados Unidos en el Golfo de Taiwan, y una crisis política que enfrentaría a Beijing y a Moscú con Washington.

Ese incidente vino a confirmar las suspicacias de Khrushchev sobre la proclividad de sus aliados chinos a desplegar acciones internacionales independientes, e incluso contrarias a la línea estratégica que Moscú estableciera en un momento dado en sus relaciones con Estados Unidos y con el bloque militar capitalista. A partir de entonces, el liderazgo soviético llegaría a la conclusión de que el “aventurerismo” de Mao y del PCC no permitía que se proporcionaran al gobierno chino los conocimientos necesarios para producir su propia capacidad nuclear bélica. Como reacción a la limitante impuesta por los soviéticos, Mao ratificó su intención de seguir un camino socialista propio, por el que el desarrollo económico y militar de China estaría fincado en una política de autosuficiencia, en la que la búsqueda de ayuda externa pasaba a ser un objetivo secundario (Schram, 1974, p. 178).

En su programa de desarrollo de armas atómicas y de hidrógeno, que como se explicó en párrafos anteriores resultó sumamente exitoso, los chinos aplicaron su política de autosuficiencia, pero al hacerlo mantuvieron una retórica en la que las armas nucleares eran consideradas como subsidiarias de la doctrina de defensa nacional de China. Dicha retórica pasó por etapas aparentemente paradójicas: en noviembre de 1957, Mao postulaba que las armas nucleares eran meros “tigres de papel” del imperialismo, que no amedrentaban a los pueblos ni a los movimientos revolucionarios y de liberación nacional del mundo. En mayo de 1958, en una reunión del Comité Central del PCC, Mao reiteraba su argumento de que la humanidad sobreviviría cualquier guerra nuclear, diciendo que a lo largo de la historia, la mitad de la población de China había sido destruida un “buen número de veces”, y que se había recuperado otras tantas, y lo mismo haría en caso de una guerra nuclear que, en cambio, “dejaría al mundo limpio del capitalismo”, y entonces “nosotros lo reconstruiremos de nuevo” (Gittings, 1974, p. 759).

Para principios de 1965, cuando la disputa política e ideológica con la URSS ya era abierta, a la vez que China continuaba marginada de la ONU, y bloqueada por Estados Unidos, Mao cambiaría su opinión sobre las armas nucleares, y lanzaría la directiva de que China necesitaba tales armas, a fin de superar a otras naciones que las poseyeran, se tratara de bombas atómicas o de hidrógeno. Para entonces, China ya había detonado experimentalmente sus primeras bombas atómicas y avanzaba en el dominio de la tecnología termonuclear. Dos años antes, las tres potencias nucleares de la época —Estados Unidos, Gran Bretaña y la Unión Soviética— habían negociado y concluido en Moscú un Tratado de Prohibición Parcial de Pruebas Nucleares (PTBT), que fue ratificado y entró en vigor en agosto de 1963. A fines de julio de ese mismo año, el gobierno chino emitió un comunicado al respecto, denunciando que dicho Tratado era un “sucio fraude” mediante el cual las tres potencias impulsoras pretendían “preservar su monopolio nuclear”, y acusando al gobierno soviético de haber permitido “gustosamente” al imperialismo estadounidense lograr la superioridad militar, y con ello traicionado a los pueblos del campo socialista, incluido el pueblo soviético (Keesing’s, 1963/1964, p. 19827).

Por medio de su primer ministro Zhou Enlai, China intentó infructuosamente convocar a una conferencia mundial para la negociación de un desarme nuclear total. En realidad, se trataba de un gesto propagandístico ante la reacción de repudio que tuvo entre la mayoría de la opinión internacional la actitud de Beijing de denunciar el PTBT, al cual se adhirieron en octubre de 1963 otros 105 países, incluidos siete que todavía no ingresaban a la ONU, como las dos repúblicas alemanas y Corea del Sur; casi toda América Latina, con la notoria ausencia de Cuba; China nacionalista (República de China), y los tres países que se oponían a los esfuerzos de las potencias nucleares a favor de la no proliferación. Estos eran, y siguen siendo en 2000, India, Israel y Pakistán, que sí suscribieron el acuerdo de prohibición de todos los ensayos nucleares, excepto los subterráneos.

Durante el resto de la década de los sesenta y los primeros años de los setenta, China Popular continuó con su programa de ensayos nucleares, negándose a aceptar tanto el Tratado de Moscú, de prohibición parcial de tales ensayos, como el tratado también impulsado por Washington, Londres y Moscú, de no proliferación de armas nucleares, que entró en vigor en 1970, por un periodo de 25 años. La justificación de esa política armamentista de Beijing no seguía los mismos razonamientos de la tradicional doctrina de la disuasión nuclear, que habían utilizado Estados Unidos y la Unión Soviética (Gran Bretaña simplemente se alineaba al Pacto Atlántico con Washington), para formar su arsenal atómico. Aunque el gobierno comunista chino estaba desarrollando una capacidad de respuesta nuclear en contra de un posible ataque, no de su enemigo tradicional que había sido Estados Unidos, sino de su ex aliada, la Unión Soviética, posibilidad que en 1969 estuvo a punto de hacerse realidad, y con ello abrió el camino para un acercamiento táctico a los estadounidenses; la intención era que China ingresara en el club de los países nucleares (PN) tolerados por los tratados internacionales, que por otra parte eran el instrumento utilizado por dichos países para detener la proliferación de estas armas de destrucción masiva (ADM) en otras naciones.

La formulación política que la Republica Popular hacía sobre el problema del peligro de una guerra nuclear, y que prevaleció hasta 1975, se puede resumir de la siguiente manera. China está en contra de las armas nucleares y de cualquier tipo de guerra, incluida la nuclear, pero no le teme a la amenaza del uso de armas nucleares que esgrimen las “superpotencias” (manera que tenían los chinos para referirse a Estados Unidos y la URSS sin nombrarlos) cuando quieren imponer su voluntad política sobre otras naciones, en especial las no nucleares; como paso previo a la implantación de tratados internacionales de prohibición de ensayos y de no proliferación de armas nucleares, China propugnaba por la eliminación de todos los arsenales nucleares, y unilateralmente anunciaba el compromiso de nunca ser los primeros en utilizar tales armas. Luego, se desafiaba a las demás potencias nucleares a asumir un compromiso similar, con lo cual no estallaría una guerra atómica.

Un planteamiento de ese tipo –que se resume arriba tomando elementos de varias declaraciones hechas por autoridades y dirigentes chinos de esos años (Keesing’s, varios volúmenes)–, obviamente no resolvía el problema internacional de cómo minimizar los riesgos de la proliferación y de la guerra nucleares. Lo segundo se evitó durante los aproximadamente 45 años que en efecto duró la era de la Guerra Fría, simplemente por el llamado “equilibrio del terror”, que hacía demasiado costosa, casi suicida, la posibilidad de iniciar una confrontación bélica entre países nucleares. En la era actual, en la que ya no hay bloque socialista ni bipolarismo de poder mundial, la disuasión nuclear tiene un significado diferente; con la aparición de nuevos países nucleares y, en general, con la proliferación de la tecnología de armas nucleares y la posesión de las mismas, el papel de los tratados internacionales y de los acuerdos para el desarme entran a una problemática muy diferente. Sin intentar abordar el aspecto global de la proliferación nuclear y el papel de los tratados internacionales para reducirla o eliminarla, en la última parte de este ensayo se presenta un panorama de la posición de China como potencia nuclear, en el que se refleja parte de la situación actual.

Posición y política nucleares de China

En octubre de 1971, la República Popular logró los suficientes apoyos internacionales, incluido el indirecto de Estados Unidos,[6] para ingresar a la ONU como el representante único del estado nación llamado China. Con esto, el régimen comunista chino rompía con los 22 años de aislamiento a los que había sido sometido por Washington, y se incorporaba al orden institucional del mundo. Esta incorporación significaba, entre otras cosas, que al ganar legitimidad y reconocimiento internacionales, los dirigentes chinos aceptaban las reglas de coexistencia establecidas en la Carta de las Naciones Unidas, en sus diferentes acuerdos y en los tratados internacionales vigentes. Entre estos últimos están los instrumentos que se han adoptado para acotar la proliferación de armas de destrucción masiva, principalmente las nucleares, y caminar, a partir de allí, a un hipotético desarme mundial; pero tales instrumentos no son de validez universal, aunque tienden a ello.

China Popular se adecuó muy rápido al sistema institucional, comenzando con el órgano político de mayor importancia, el Consejo de Seguridad de la ONU. Como resultado de los acuerdos alcanzados entre las potencias victoriosas de la Segunda Guerra Mundial, los llamados “tres grandes: —Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña— China es uno de los cinco miembros permanentes de dicho Consejo. Algo que no se proponían esas potencias en 1944, y que con la recuperación del asiento de China en la ONU por parte de la República Popular simplemente ocurrió, fue que desde fines de 1971 los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad (CS) son también las naciones poseedoras de armas nucleares. Es decir, a la tríada original –Estados Unidos, Unión Soviética y Gran Bretaña– se agregarían por decisión nacional propia, y a contrapelo de los deseos de no proliferación,[7] Francia y luego China comunista. Mientras esta última no pudo acceder a la ONU, se daba el caso de que cuatro de cinco miembros permanentes del CS eran también potencias nucleares, en tanto que el quinto, la República de China en Taiwan, no lo era, ni su protector político y militar, Estados Unidos, hubiera permitido que llegara a serlo.

La incorporación al sistema establecido puso en manos del gobierno de Beijing una doble responsabilidad: la de cumplir con su papel de policía político, junto con los otros cuatro países con derecho de veto a las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que tienen que ver con el mantenimiento de la paz y la estabilidad internacionales; y la de asumir su papel de potencia nuclear, a la que no le conviene el surgimiento de otros países poseedores de tales medios de destrucción. En los 20 años siguientes, la República Popular desempeñaría con bastante responsabilidad su papel político en la preservación del statu quo internacional, pero resistiéndose a adoptar los tratados relacionados con la prohibición de ensayos nucleares, la no proliferación y otros similares.

La razón de esa actitud se fundamentaba, al igual que en el caso de Francia, el otro socio tardío del club nuclear de los cinco, en la determinación nacionalista de China de instalarse como reconocida potencia militar de alcance internacional. En el ánimo de dirigentes y estrategas chinos también pesaba el deseo de contar con una fuerza de disuasión nuclear frente a la Unión Soviética, que por lo menos de 1969 a 1985, fue su principal amenaza externa potencial y, aunque parezca descabellado, como disuasión también a Estados Unidos, por la asimetría habida frente a esta otra superpotencia en cuanto al arsenal nuclear disponible y a los medios para lanzarlo. De esta manera, la República Popular continuó con su programa de experimentos nucleares, y con el de desarrollo de aviones, misiles de mediano y largo alcance, bombas, ojivas nucleares, submarinos y toda la parafernalia requerida para darle credibilidad militar a la capacidad de respuesta o represalia a cualquier ataque externo del mismo tipo.

En la década de los noventa, China comenzó a modificar su actitud ante los acuerdos de desarme y de no proliferación. Al igual que Francia, suscribió el Tratado de No Proliferación (TNP), y participó en la quinta conferencia revisora (1995), en la que se determinó prolongar por tiempo indefinido ese Tratado; China y Francia suscribieron también el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares (CTBT), cuya entrada en vigor será cuando todos los países nucleares (los cinco originales, que ya firmaron, aunque el Senado de Estados Unidos rechazó en octubre de 1999 su ratificación), y los 44 que se identifican como “países en el umbral” (los que poseen capacidad técnica e industrial para fabricar estas armas), lo suscriban y ratifiquen. Por cierto, entre 1995 y 1996, antes de adoptar una moratoria unilateral a fin de estimular la ratificación y entrada en vigor del CTBT, tanto franceses como chinos se apresuraron a realizar varios ensayos nucleares.

China no sólo tiene menos artefactos nucleares que los otros cuatro PN, sino también un radio de alcance de sus misiles más limitado que otras potencias. Solamente alrededor de 20 de los proyectiles nucleares chinos tienen alcance intercontinental, y como la mayoría de ellos son propulsados con combustibles líquidos, son más vulnerables a misiles defensivos interceptores, además de que se hallan instalados en lo que la jerga militar llama “bajo estado de alerta”, con el combustible, las ojivas o cargas nucleares y el proyectil almacenados en sitios diferentes. Se cree que actualmente China no tiene la capacidad para lanzar un represalia “bajo advertencia”, es decir, tan pronto exista el aviso de que se ha iniciado un ataque de proyectiles balísticos desde el exterior. Tampoco tiene China una capacidad ofensiva estratégica triple –desde aire, tierra y mar– comparable a la de Estados Unidos o Rusia, ni menos la denominada habilidad C3I (capacidades de control, de comunicación y de inteligencia), crucial para garantizar la rapidez, precisión y amplitud de una acción de guerra nuclear moderna.

A pesar de esa disparidad en cuanto a poder bélico estratégico, existe entre los medios de comunicación y los analistas estadounidenses y occidentales una tendencia a exagerar la amenaza potencial que representa la disponibilidad nuclear china (véase, por ejemplo, a Brad et al, 2000). Lo más grave es que una parte de los estrategas militares y civiles del gobierno de Estados Unidos parecen compartir esa percepción, y por ello han desarrollado una serie de esquemas defensivos, apoyados en misiles equipados con explosivos convencionales y nucleares de alcance limitado, para interceptar y contrarrestar posibles ataques nucleares, también de alcance limitado, de países considerados por Washington como “truhanes”[8] (Irak, Corea del Norte, Libia, etc.), o grupos terroristas, puedan lanzar sorpresivamente contra bases militares estadounidenses en el exterior, o contra países aliados de Washington. Así, han surgido los llamados sistemas de misiles defensivos de teatro –áreas o regiones–, como los que Estados Unidos se propone instalar en el archipiélago japonés para escudar esa zona (“teatro”) de los eventuales ataques de Corea del Norte, y al mismo tiempo extender un manto protector virtual sobre Taiwan, que disuada a China de cualquier intento de recuperar por la fuerza a la “provincia rebelde”, como llama Beijing a la isla.

El futuro

Parece claro que la República Popular China llega al siglo XXI como una potencia nuclear de segundo orden, en comparación con Estados Unidos y la Unión Soviética, e incluso con menor capacidad logística y tecnológica que su pares relativos: Gran Bretaña y Francia. Según algunos especialistas (por ejemplo, Johnston, 1996), China cuenta con la capacidad técnica para incrementar en los años venideros sus fuerzas nucleares en dos o tres veces su tamaño actual, y mejorar su flexibilidad operativa. En cuanto al arsenal, las cifras que aportan los centros de inteligencia extranjeros sobre el inventario chino de ojivas nucleares varía mucho, y su margen de error es muy amplio; por ejemplo, según los cálculos de Norris y otros, hechos en 1995, en la actualidad China dispondría de 72 ojivas estratégicas (véase cuadro arriba), artefactos termonucleares con potencia por ojiva superior a 1 megatón, mientras que Johnston (ibidem) sitúa el número de ojivas en alrededor de 300.

En todo caso, hay coincidencia en que la flexibilidad de operación de China es limitada, debido a que la mayor parte de sus fuerzas de misiles (transportadores de las ojivas nucleares) está constituida por proyectiles tierra-tierra, propulsados principalmente por combustibles líquidos; a que sólo cuenta con un submarino nuclear en operación (SSBN), el cual se pasa casi todo el tiempo anclado en las bases navales, y en que la fuerza de los bombarderos estratégicos es “extremadamente anacrónica” (Johnston, 1996, p. 558).

En realidad, la fuerza nuclear de China le sirve sobre todo para aplicar una estrategia de “disuasión limitada”, a partir de la cual puede definir áreas regionales de influencia y defender sus intereses básicos, que en materia geopolítica se identifican con dos elementos que han estado presentes en la preocupación de los dirigentes comunistas desde octubre de 1949: salvaguardar sus fronteras y evitar hechos consumados en aquellos tramos de la misma que están sujetos a controversia con sus diferentes vecinos (por ejemplo, la zona del río Amur y Usuri con la Unión Soviética; la línea fronteriza de los Himalayas con la India, o la línea divisoria con Vietnam); así como consolidar el dominio soberano sobre extensiones de adquisición relativamente reciente, como Xinjiang y Tibet (siglos XVIII y XIX), habitadas predominantemente por minorías no chinas; y rescatar los territorios costeros (Hong Kong, Macao y Taiwan), que le fueron arrebatados a China en los siglos XIX y XX, por las potencias extranjeras.

La habilidad de China Popular —y el estímulo político— para mejorar cualitativamente y aumentar cuantitativamente su capacidad militar nuclear depende de restricciones y condiciones como las siguientes:

1. El ritmo de crecimiento económico que pueda mantener en el futuro y la fuerza de las demandas internas para asignar recursos a fines civiles y no militares.

2. La participación de China en el Tratado de Prohibición Total de Ensayos Nucleares (CTBT).

3. La posibilidad de avance de un régimen internacional de control de materiales fisibles, que llegue a incluir un sistema confiable de regulación y limitación de inventarios de combustibles nucleares.

4. Un sistema internacional que limite severamente los ensayos sobre nuevos sistemas balísticos internacionales, y la suerte que corra en el futuro el Tratado de Misiles Antibalísticos (ABM).

5. La determinación de Estados Unidos de efectivamente desplegar de 2005 en adelante el sistema de defensa nacional antimisiles (MSD), al que en su diseño para áreas geográficas no estadounidenses, como Asia, denominan sistema de defensa antimisiles por teatros (TMD).

Las condiciones anteriores pueden resumirse en tres elementos. Uno es el futuro desarrollo económico de China, que si logra mantener la tendencia del periodo 1980-2000 le permitiría a ese país contar con los recursos necesarios para continuar con el programa nuclear que comenzó en los años sesenta. El estímulo para avanzar en esa carrera armamentista dependerá de la percepción que los dirigentes chinos tengan sobre las amenazas del exterior. Esto, a su vez, está relacionado con dos factores claves: el avance que tengan los numerosos acuerdos multilaterales de control de armamentos, y la evolución de los esquemas estadounidenses de misiles defensivos.

Los últimos dos elementos, tratados multilaterales de control de armas nucleares y la política estadounidense de misiles defensivos estratégicos, son determinantes para la estrategia nuclear que en un momento dado siga el gobierno chino. Si los tratados se consolidan en cuanto a seguridad de conductas y cumplimientos por parte de otras potencias nucleares, y de países que estén en el umbral nuclear, China relajaría sus preocupaciones tácticas y estratégicas en lo referente a contar con una capacidad de disuasión nuclear limitada (que en capacidad de respuesta nuclear masiva no pretende competir con Estados Unidos o Rusia). Si tales tratados se hacen vulnerables a conductas individuales de otras potencias nucleares, en particular de Estados Unidos, los dirigentes chinos se volverán cada vez más proclives a continuar su desarrollo nuclear militar, independientemente de sus necesidades nacionales de desarrollo económico civil.

La conducta que siga Estados Unidos con respecto a los de sistemas de misiles defensivos será, por tanto, crucial para el comportamiento chino en materia de armamentos estratégicos. Aquí el problema estriba en que los políticos estadounidenses se inclinan, cada vez más, en favor del perfeccionamiento e implantación de los sistemas de misiles defensivos, tanto regionales como nacionales, que constituyen una violación al tratado de misiles antibalísticos (ABM), y son una invitación a una nueva escalada en el armamentismo de tipo nuclear. En suma, el mundo se halla ante la encrucijada de que en el siglo XXI la doctrina de disuasión típica de la Guerra Fría (que en gran medida correspondía a la obsesión estadounidense por contener al comunismo), sea sustituida por el terror a la proliferación tecnológica y real en la posesión y producción de armas nucleares en manos de muchas naciones, y eso lleve a una nueva competencia por desarrollar y perfeccionar sistemas nucleares defensivos, lo que a su vez conduciría a una nueva escalada, definida por el ministro de Relaciones Exteriores de la India como el “paradigma nuclear”, consistente en emular a las potencias que ya poseen estas armas. (Schell, 2000, p. 31).

Glosario de términos técnicos

Bulletin of the Atomic Scientists (October 1999). Los países que tenían más plutonio en grado de combustible para armas eran: Rusia, 140 toneladas de material; Estados Unidos, 85 toneladas; Gran Bretaña, 7.6 toneladas; Francia, entre 6 y 7 toneladas; China, entre 1.7 y 2.8 toneladas; Israel, 300 a 400 kilogramos (suficiente para producir al menos 250 ojivas nucleares); India, 150 a 250 kilogramos; Corea del Norte, entre 25 y 35 kilogramos. (Keesing’s, 1999, 43233).

Combustible nuclear. Elementos con más de 92 protones en su núcleo, que sólo se encuentran en radioelementos artificiales (enriquecidos). Los más usuales para armas nucleares son uranio-235 y plutonio, que deben formar parte de una masa de combustible natural radiactivo, en más de 25%. La bomba atómica arrojada sobre Hiroshima (“Little Boy”) se ensambló con uranio-235, y la lanzada contra Nagasaki (“Fat Man”), con plutonio.

CTBT. (Comprehensive Nuclear Test Ban Treaty). Tratado de Prohibición Total de Ensayos Nucleares, suscrito en 1995, pendiente de ser ratificado para que entre en vigor. En octubre de 1999, el Senado de Estados Unidos rechazó la ratificación; Rusia lo ratificó en abril de 2000.

Explosión. (Física y química). Salida brusca de un gas de un recipiente que lo contiene, por aumento muy rápido de su presión.

Explosión nuclear. (Física atómica). Liberación violenta de la energía nuclear en las reacciones de fisión y de fusión, acompañada de fenómenos derivados de la propagación de las radiaciones y de las ondas choque originadas por dichas radiaciones.

Fisión nuclear. (Fisión atómica). Reacción nuclear en la que tiene lugar la rotura de un núcleo pesado, generalmente en dos fragmentos cuyos tamaños son del mismo orden de magnitud. Va acompañada de emisión de neutrones y radiaciones, con liberación de gran cantidad de energía.

Fusión. (Física). Tránsito del estado sólido al estado líquido de una sustancia.

Fusión nuclear. (Física atómica). Reacción entre núcleos ligeros, que produce un núcleo más pesado y libera partículas y energía.

Fusión termonuclear. (Física atómica) Fusión de dos átomos, provocada por agitación térmica a temperatura elevada, con desprendimiento de energía.

ICBM. Intercontinental ballistic missiles (misiles balísticos intercontinentales).

Implosión. (Física y química). Reducción brusca de la presión en un recipiente, debida a una reacción química o bien a un cambio de estado, que causa una irrupción del fluido de los alrededores.

Kilotón. (Metrología) Unidad empírica para medir la potencia de una bomba nuclear, comparando la energía desprendida con la que produce una carga de 1 000 toneladas de TNT.

MDS/TND (Missile Defense System/Theatre Defense System). El primero se refiere a un sistema nacional estadounidense, y el segundo a un sistema que Estados Unidos pondría en operación, en colaboración con otros gobiernos, como el de Japón y Taiwan, para proteger regiones no estadounidenses (“teatros”) de eventuales amenazas de ataques externos de misiles equipados con ojivas nucleares o con otras armas de destrucción masiva.

Mega (Metrología). Prefijo que en el sistema internacional de unidades se utiliza para expresar el múltiplo 106 de una unidad. Un megatón es igual a un millón de kilotones; equivale a un mil millones de toneladas de TNT.

Misil. Cualquier objeto (vehículo, proyectil, etc.) susceptible de ser lanzado con cualquier tipo de propulsión hacia un blanco determinado. Proyectil autopropulsado a lo largo de su trayectoria o de una parte de ella (misil balístico). Acostumbran clasificarse en función del medio del cual parten (suelo, mar y aire) y de aquél en el que se encuentra su blanco (suelo, mar y aire).

Misil antimisil. Misil suelo-aire destinado a destruir los grandes misiles suelo-suelo en la zona espacio extraterrestre (a 200-300 km de altura).

Misil crucero. Misil constituido por un pequeño avión de reacción impulsado por un turborreactor a velocidades de 600 a 800 km/hora, y portador de una computadora en cuya memoria han sido registrados los principales accidentes del relieve que han de sobrevolar. Puede alcanzar con precisión blancos situados a más de 2 000 km.

Nuclear Warheads. Ojivas o cabezas nucleares.
SLBM. Submarine-launched ballistic missiles (misiles balísticos lanzados desde submarino).
START I. Tratado de restricción de armas estratégicas, firmado en Moscú el 31 de julio de 1991, entre EE. UU. y la URSS, para reducir en 30% las armas estratégicas ofensivas, en tres fases y a los largo de 7 años.

START II. Firmado en Moscú el 3 de enero de 1993, entre Estados Unidos y Rusia, para desmantelar los arsenales nucleares y dejar a fines de 2007 un máximo de entre 3000-3500 ojivas nucleares por país.

STAR III. Negociaciones preliminares para esta fase, que comenzaría luego de cumplirse START-II, se efectuaron en agosto de 1997, entre los presidentes Clinton y Yeltsin, y continuaron en abril de 2000, entre Clinton y Putin; el objetivo es limitar las ojivas nucleares a un máximo de 1500 a 2000 por país.

TNT. Trinitrotolueno; explosivo.

Bibliografía

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Notas

[1] No agresión, respeto a la integridad territorial de otros estados, no intervención en los asuntos internos de otros países, beneficio mutuo en la cooperación y coexistencia pacífica.

[2] El desarrollo nuclear de los británicos se dio como subproducto de la temprana alianza habida entre Londres y Washington para enfrentar la amenaza del nazi-fascismo en Europa. Desde que comenzó en gran secreto el proyecto “Manhattan”, para la fabricación de la bomba atómica estadounidense, el gobierno de Roosevelt decidió que científicos británicos participaran en todos los trabajos correlativos. Así, Gran Bretaña hizo su primera prueba atómica el 3 de octubre de 1952, sobre una fragata que estaba anclada en la isla de Monte Bello, perteneciente a Australia.

[3] Guo Cheng, “una visita al campo de pruebas nucleares de Lop Nur”, Zhongguo Xinwen She, traducción en JPRS TND-84-027, 2 de noviembre de 1984, pp. 4-5. (Citado por Robert S. Norris).

[4] El primer ensayo nuclear francés, cuyo nombre en clave era Gerboise Bleue, ocurrió el 13 de febrero de 1960, más de tres años y medio antes que la primera bomba atómica china.

[5] Submarinos (SLBM), tipo JL-1.

[6] El presidente Nixon había anunciado poco antes su decisión de aceptar la invitación para visitar China, que Mao Zedong le había hecho, lo cual facilitó a muchos países votar en la ONU por el ingreso de la RPC. Más difícil fue la expulsión de Taiwán, caso único en la historia de la ONU, que Washington trató de evitar y por eso, al final, votó en contra de la resolución que aprobó la entrada de la República Popular y la consecuente salida de la llamada República de China, dado que la Organización reconoce la existencia de una sola e indivisible China.

[7] El problema de la proliferación adquirió relevancia política en el momento mismo en que la URSS detonó su primera bomba experimental, en 1949, rompiendo el monopolio estadounidense al que sólo tenía acceso Gran Bretaña, un aliado incondicional de Estados Unidos.

[8] La palabra en inglés es rogue, cuya traducción al español se hace frecuentemente como “bribón; granuja; truhán”. En los medios de comunicación se usa “malhechor”, como equivalente a rogue.

EL IMPACTO DEL PENSAMIENTO DE JUAN PABLO II EN LA POLÍTICA INTERNACIONAL


Guillermo León Escobar Herrán

En el terreno de lo político la discusión del legado de Juan Pablo II es diversa. Karol Wojtyla era de hecho uno de los últimos sobrevivientes de entre los protagonistas de los grandes enunciados de cambio de la década de los 60 en Europa Oriental ya que, desde la frontera religiosa, universitaria y filosófica, planteaba urgencias de liberación de los países acogidos en el entonces blindado “Pacto de Varsovia”, que mantenía las señas de un totalitarismo asfixiante. No debe olvidarse que las circunstancias de su vida lo llevaron al conocimiento directo de lo ocurrido en Auschwitz y en Kolyma y, por tanto, de las similitudes de los campos de concentración nazis y los Gulag soviéticos. Estas experiencias lo llevan, junto al Profesor Josef Tischner, al análisis y a la búsqueda de caminos de reflexión, líneas axiológicas que permitieran en su momento organizar la acción ciudadana en torno al rescate de la sociedad polaca y la búsqueda de caminos de liberación.

Es, igualmente, uno de los grandes que supo oportunamente asimilar el significado de la “Conferencia para la Cooperación y la Seguridad Europea”, comúnmente conocida como la Conferencia de Helsinki (1974-1975) –prorrogada en sus efectos por la OCSE– y se dio cuenta de que junto al reconocimiento de las “grandes amenazas” que se cernían sobre la humanidad (armamentismo nuclear, armamentismo convencional, daños ecológicos y el avance de la pobreza) era preciso encontrar un valor que permitiera unificar la acción política e hiciera posible los cambios y los recogiera de manera que no generaran un problema superior al que trataban de superar. Es entonces cuando entra en juego la “Etica de la Solidaridad”, texto –escrito por el Profesor Tischner– que es impulsado por Wojtyla, con su planteamiento constante del papel de la persona en la historia. Desde entonces –año 1976– adoptó para las tareas que impulsaba, y a partir de sus convicciones, el lema “No tengáis miedo”, que si bien es de reconocida estirpe religiosa será adoptado en el terreno de la política como una arenga que hace posible e impulsa el compromiso.

Detrás de la caída del Muro de Berlín, de la Revolución de Terciopelo, de la acción cumplida en los terrenos de la Perestroika y Glasnost de Gorbachev, así como de la preocupación por el “esplendor” de la verdad de Vaclav Havel, hay un Wojtyla, interlocutor, que desde Polonia y luego desde el Vaticano participó activamente en el debate y en los apoyos –desmentidos los unos, reconocidos los otros– a los grupos de presión que dieron finalmente al traste con el totalitarismo y con la guerra fría. Digo interlocutor porque existe la tendencia en centrar en Juan Pablo II el protagonismo único del manejo de la historia, la iniciativa única en la gestión política y, sobre todo, a ignorar a los otros grandes personajes que construyeron esta nueva dimensión de la política, que trajo para Europa la apertura real al diseño de la unión y para el mundo el final de la confrontación ideológica.

Juan Pablo II, interlocutor de ese cambio que se dio en el espacio geográfico de la OTAN, ha dejado huella de ello en su tarea de señalar a los cristianos que aquello que cumplió no era percibido por él desde la frontera exclusiva de lo político. En efecto, convirtió su pensar político en una elaboración doctrinal que se encuentra en sus encíclicas (a saber: Sollicitudo Rei Socialis, 1987, Centesimus Annus, 1991, “Evangelium Viate, 1995, Fides et Radio, 1998), en donde los temas de la paz, de la necesidad del cambio político, de la verdad como fundamento de la acción política y en general de la acción humana, y el constructivo diálogo entre la fe y la razón van abriendo camino a una sociedad que solamente unida puede sobrevivir.

Es preciso recordar que la renovación de la política ocurre dolorosamente a través del descrédito de los partidos políticos acostumbrados a ser partidos de guerra fría, profundamente ideologizados en la percepción de sí mismos y del adversario, con el discurso de la confrontación y una serie desmesurada de “corrupciones” que se silenciaban por el “bien mayor” de una lucha sin cuartel y sin límites, que debía dejar en claro el vencedor de la confrontación ideológica que era definitivo para la “salvación” del mundo, entendiendo con ello, básicamente, la salvación de la cultura occidental. La acción de la que Wojtyla hace parte, trae consigo el ingreso de la sociedad civil en una dimensión de sustitución de los instrumentos políticos tradicionales, que se van a ver superados por organizaciones civiles que asumirán, lenta pero seguramente, el liderazgo en el terreno de la política (y lógicamente su correspondencia en lo religioso) y llegarán a ocupar puestos preeminentes en la tarea de aglutinar transversalmente a quienes hacen política desde el predicamento valórico del Evangelio. Este fenómeno está llamado a aportar una reactivación en la presencia política de los cristianos en la vida civil, que todavía está por evaluar y que causará transformaciones al menos en occidente en lo atinente a las luchas por el poder. No podemos dedicarnos aquí a ese análisis pero será bueno mirar hacia adelante, al futuro de grupos como “Comunión y Liberación”, el “focolarismo” y otros que hacen parte de lo que, en algún momento, se dio en llamar “el ejército ligero” del Papa.

Sin duda alguna, grande fue el aporte de Juan Pablo II en el tema de la paz. Si se toman sus pensamientos y opiniones desde su discurso inaugural como Pontífice en 1978, el mensaje a la ONU en 1988, el establecimiento de la Jornada Internacional de la Paz el primero de enero de cada año dirigido a los Jefes de Estado y de Gobierno y a todos aquellos que tienen poder y las intervenciones anuales ante el Cuerpo Diplomático, así como las jornadas de Paz en Asís, tendremos un pensamiento coherente que, retomando la conferencia de Helsinki, exige el desarme y abre caminos a la solución pacífica de los conflictos. Son múltiples los llamamientos a la paz en cada país en particular, pero son especialmente conocidos aquellos que encontraron la aceptación universal o el desdén de las grandes potencias comprometidas en acciones de guerra “punitivas” las unas, “preventivas” las otras, como son aquellas que tuvieron lugar en Yugoslavia, en la guerra del Golfo o en los episodios del conflicto no resuelto del Líbano o en el no menos problemático de Palestina e Israel, sin olvidar la ultima gran acción cumplida en el caso de la reciente guerra preventiva contra Sadam Husein, en donde –con el asesoramiento de dos grandes pensadores de la política Vaticana, el Cardenal Roger Etchegaray y el Cardenal Tauran– hubo de experimentar la soledad casi plena de un mundo que en general se plegó activamente al apoyo o se declaró activamente neutral para permitir el “buen suceso” de la acción guerrera. El tiempo le daría la razón pero no cambiaría el proceder de quienes han encontrado en la guerra una de las grandes empresas de la propia supervivencia económica y militar.

Desde entonces suponía el olfato, el conocimiento político de Wojtyla o su análisis de las circunstancias que planteaba la geopolítica y su desarrollo en el futuro, que se plantearía el posible enfrentamiento de culturas que más tarde darían renombre a politólogos como Huntington. El carácter anticipatorio de su estrategia cerró, desde los encuentros ecuménicos de Asís, toda posibilidad de convertir estos conflictos en auténticas guerras de religión como lo habían supuesto algunos analistas militares, posición que hubiera favorecido enormemente la estrategia bélica norteamericana por la solidaridad que ello comportaría, convirtiéndola en una especie de cruzada moderna. Esa decisión –terca para algunos– de mantener vivo y creativo el diálogo con el islam va mas allá de lo religioso y esto fue experimentado sobre todo por Hassan II cuando el Papa se dirigió en un famoso discurso a los jóvenes musulmanes.

El “no” decidido a la guerra santa abre caminos a una posibilidad de diálogo civilizador que es preciso seguir construyendo, ya que lo invertido en la fundamentación de esa posibilidad es grande y posee bases bastante firmes. Esta es una herencia que deja el Pontífice de Roma y que todavía es preciso esperar en manos de su sucesor, ya que el nuevo Papa deberá nombrar al secretario de Estado y ministro que maneje las Relaciones Exteriores. Tanto Shimon Peres como el Gran Mufti Ekrima Said Sabri y el Gran Rabino Shmuel Rabinovitch otorgan la certeza de que esta confianza será cierta.

Tema sin el cual no se comprendería el aporte de Karol Wojtyla es aquel vinculado a una percepción clara de los derechos humanos. En buena parte las antenas de las agencias vaticanas están vinculadas a captar y a percibir mejoras o desmejoras en este tema tan sensible al Pontífice, porque para él la macropolítica encuentra su comprobación en la realidad monda y lironda que ofrece pruebas contundentes que avalan o niegan los enunciados de los planteamiemntos generales. Es en este punto donde se origina la gran concordancia de la Santa Sede con la ONU, en el sentido de ser interlocutores de acciones, por demás controlables y demostrables, que ponen –en muchos casos– en evidencia los equívocos de la acción humanitaria. En especial, África y América Latina son las perlas de cuidado de esta acción tendente al respeto de los derechos de los más débiles. Si se analizan los enunciados, las motivaciones de las acciones de estas dos instituciones, no es raro encontrar enormes concordancias que las han conducido a convertir a la Paz en el derecho fundante de los demás derechos, planteamiento muy caro a Wojtyla en el sentido que ello le permitía hablar de una solidaridad mucho más concreta, del derecho a la vida sin la amenaza de la hecatombe que significa la muerte de inocentes en una guerra, en donde la población civil es sacrificada para tener la satisfacción de la captura de un culpable. Esta sensibilidad del Pontífice avanza hacia su compromiso por evitar que los niños participen –cualquiera que sea el bando– en la guerra y que sin duda toda esa fuerza acumulada se oriente a la producción, en especial de alimentos y a alejar a las gentes de los países pobres de esa maldición que constituye el hambre, que –más que la guerra– es su propio destructor.

Superado ese punto, la concepción de los derechos humanos del Papa avanza a la educación en valores que logren comprometer a las juventudes en la creación de familia y en la construcción de comunidades, así como en la participación política. Es interesante que la política ocupe este puesto de tanta responsabilidad, ya que Juan Pablo II estaba convencido de que la postración de las comunidades no solamente se daba por el sometimiento y la presión exteriores sino también, y en igual medida, por la indiferencia y denegación de acción de los propios. Este planteamiento llega a ocupar el tema de las migraciones, al que las sociedades europeas son especialmente sensibles, pero que son un fenómeno mundial que no puede ser ocultado y frente al cual se hace necesario construir respuestas creativas antes de que sea demasiado tarde coyunturalmente para quienes migran y estructuralmente para las sociedades que los reciben o buscan someterlos a procesos de selectividad o rechazarlos. Este es, en buena parte, el fundamento de una satisfacción que tuvo el Papa antes de morir, al publicarse el primer “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”.

Es preciso, a quienes nos ocupamos de la política, aprender a leer detrás de los documentos religiosos las acciones que preparan las iglesias. Por lo general estamos acostumbrados a reaccionar y luego –desde nuestro punto de vista– atribuir a lo que vemos motivaciones para nosotros comprensibles y es allí donde, por lo común, nos equivocamos o podemos fallar en las interpretaciones frente a un poder que va más allá de lo tangible y que generalmente compromete a las personas en una dimensión diferente a la vida común. Karol Wojtyla desarrolló durante muchos años en el “Sínodo de Obispos”, en sus diferentes capítulos de Europa, Asia, Africa, Oceanía y América, profundas sesiones de análisis de la realidad de estos países a evangelizar con la palabra, pero donde los cristianos debían estar comprometidos con la democracia, de tal manera que los pastores y los agentes de la pastoral favorecieran estos compromisos. Es de esos Sínodos de donde surge el planteamiento de establecer frente a la globalización de la economía, la necesaria globalización de la solidaridad, que era el contrafuerte con el cual, una vez vencido el comunismo, se hacía necesario corregir el mercado y las tendencias del liberalismo salvaje. El análisis de los diferentes países es claro y profundo y, aún más, hay “atrevimientos” políticos importantes como aquellos en donde para América se renuncia a una consideración especial ya que es considerada, en unión con los Estados Unidos y con Canadá, un sólo campo de acción pastoral, tal como se plantea en el documento “Iglesia en América”.

Deja el Papa la Iglesia con un mejor punto de partida de como la encontró. De hecho, la Iglesia heredada con el magnífico peso de renovación del Concilio Vaticano II, pero con el peso igualmente fuerte de las dudas –de muchos– sobre su aplicación generadas en la múltiples dificultades que tuvo el Papa Pablo VI para identificar el camino que debería ser emprendido, es grande. No vamos a entrar en el complejo debate de las asuntos internos de la iglesia en su ámbito doctrinal, litúrgico o de organización interna, pero sí se puede decir que el ingreso de Karol Wojtyla, su buen suceso político en el momento de las decisiones de Europa, convirtieron a la Iglesia en el mayor legitimador mundial del poder político general, tanto que hay quienes afirman que la legitimación político-económica de los poderes nacionales se encuentra en Washington, en tanto que la legitimación moral de todos los gobiernos, católicos o no, se encuentra en el Vaticano. Este proceso de presencia moral ascendente, si bien se debe a la clarividencia de Juan XXIII, hubo de esperar el dinamismo y la claridad sociopolítica de Karol Wojtyla quien, dotado de la capacidad de entender el mundo que vivía y cierto de que podía transformarlo, lo hizo con decisión y sin escatimar matices en los más variados puntos. En efecto, no hay tema de los que son decisivos en donde la iglesia no sea interlocutora válida e informada.

Llama la atención igualmente cómo, a pesar de las múltiples divergencias en los más variados campos, aún en aquellos tan sensibles de la moral personal de algunos miembros de la iglesia, ésta es una institución que ejerce casi sin competencia los oficios de mediación cuando aparecen los grandes conflictos sociales, de violencia y aún de terrorismo. En efecto, en la especial situación de América Latina y de África los procesos exitosos de paz han sido mediados por la iglesia y parece ser que en las décadas por venir esa situación no habrá de ser modificada.

Conclusiones

La muerte del Papa Juan Pablo II marca el fin de una era que incluye 45 años desde que en la década de los años 60 se plantearon las interrogantes fundamentales de la supervivencia, la democracia, la construcción de la paz y la búsqueda de respuestas a los desafíos al bien común. Habrá que esperar que el nombrado Benedicto XVI retome la herencia, que en buena parte es propia por la comunidad de pensamiento y de análisis con Juan Pablo II, y prosiga en la búsqueda de caminos para profundizarla.

Karol Wojtyla vive en el gran instrumentario de ideas que nos ha entregado, con la ventaja de no haber sido un teórico sino un pensador-activista que quiso vivir a fondo lo que pensaba y pensar lo que vivía. Desde Benedicto XV, el Papa de la primera guerra mundial, no tenía la iglesia un pensamiento tan orgánico sobre el mundo en el que desarrolla su opción evangélica. Para los estudiosos, Juan Pablo II demorará mucho en morir puesto que la originalidad de su pensamiento político está apenas naciendo y tendrá que someterse a la prueba de la historia.