2 de marzo de 2009

¿QUÉ HA HECHO MOSCÚ?


Stephen Sestanovich

Cómo reconstruir las relaciones ruso-estadounidenses

La guerra del verano de 2008 en Georgia —y sus secuelas— cimbró a las relaciones ruso-estadounidenses más que cualquier otro acontecimiento desde el final de la Guerra Fría. Convirtió a Rusia en un inesperado foco rojo durante la campaña presidencial de Estados Unidos y probablemente le ganó uno de los primeros lugares en la agenda del nuevo gobierno. Sin embargo, difícilmente es ésta la primera vez en las últimas dos décadas que Washington se ha sacudido con discusiones sobre acontecimientos amenazadores en Rusia. Al poco tiempo, la excitación generalmente disminuye. ¿Resultará diferente esta crisis? ¿Realmente habrá cambiado la opinión que tiene Washington de Rusia, y en qué medida?

A primera vista, el cambio parece fundamental. Hace 5 años, el Embajador de Estados Unidos en Moscú, Alexander Vershbow, dijo que la principal dificultad de las relaciones ruso-estadounidenses era una “diferencia de valores”. Ambas partes estaban cooperando de manera efectiva en problemas prácticos, argumentó, pero divergían en asuntos como el Estado de derecho y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Ningún funcionario estadounidense haría una declaración semejante hoy, ni lo habría hecho siquiera hace 6 meses. Mucho antes de que los tanques rusos entraran a Georgia en agosto pasado, la lista de asuntos que separaban a Washington de Moscú había aumentado y, más importante aún, estos asuntos iban mucho más allá de la diferencia de valores. Aunque muchos creen que las grandes potencias han dejado de considerar la seguridad como un problema central en su trato mutuo, en realidad es lo que causa más problemas en las relaciones ruso-estadounidenses. Las cosas iban bastante mal cuando el gobierno de Estados Unidos solía decir que el entonces presidente ruso Vladimir Putin estaba socavando la democracia en su país. Una vez que Putin —quien ahora funge como Primer Ministro, aunque aparentemente todavía dirige al país— comenzó a decir que Estados Unidos estaba debilitando el disuasivo nuclear de Rusia, elevó las tensiones a un nivel totalmente nuevo.

Con estos antecedentes, la invasión de Rusia a un pequeño vecino podría haberse visto como la confirmación final de que Rusia se ha convertido, en palabras del economista británico Robert Skidelsky, en “la principal potencia revisionista del mundo”. Aún así, a pesar de todas las referencias recientes a los Sudetes y a la represión de la Primavera de Praga, los gobiernos occidentales han dejado en claro que tales analogías no guiarán su respuesta. Funcionarios y expertos por igual han acompañado sus denuncias sobre Moscú con aseveraciones de que desean trabajar con el gobierno ruso para promover los intereses comunes, ya sea sobre proliferación nuclear, terrorismo, seguridad energética, narcotráfico o cambio climático. Mientras más se invoquen estos temas, menos debe esperarse que cambie la política de Estados Unidos hacia Rusia. Cabe recordar que Harry Truman generalmente no hablaba de su determinación para trabajar con Stalin.

Durante dos décadas, la idea de que Estados Unidos necesita a Rusia por razones prácticas ha llevado a que Washington, incluso en momentos de sorpresa y confusión por las acciones de Rusia, desee evitar que las relaciones con ese país se deterioren más de lo necesario. Aunque los formuladores estadounidenses de políticas públicas han considerado que Moscú es un socio muy demandante con quien llegar a un acuerdo es extremadamente frustrante y en ocasiones casi imposible, nunca han estado preparados para darse por vencidos. Ni siquiera la guerra de Rusia con Georgia ha logrado cambiar esta perspectiva, y al menos en el futuro previsible parece que nada lo logrará.

Lo que ha hecho la guerra, sin embargo, es someter a la muy riesgosa y ahora también decepcionante relación ruso-estadounidense a una revaluación completa: la primera reconsideración real que se le hace desde la Guerra Fría. De pronto, decir que Washington tiene que cooperar con Moscú cuando sea posible y repelerlo enfáticamente cuando sea necesario ya no parece ser una fórmula totalmente satisfactoria. Determinar el equilibrio correcto entre la cooperación y el rechazo —entre el compromiso selectivo y la contención selectiva— se ha convertido en la principal tarea de la política estadounidense para Rusia. Este esfuerzo probablemente perdurará hasta bien entrado el nuevo período presidencial en Estados Unidos, lo que se traducirá en un reto clave para el nuevo Presidente y sus asesores mientras transforman el papel que Estados Unidos desempeña en el mundo.

¿Es el momento del Realismo?

Cada vez que la política exterior estadounidense se enfrenta a un fracaso importante, los comentaristas “realistas” aparecen para sugerir una salida, que generalmente implica recalibrar los fines y los medios, y reconsiderar las prioridades nacionales. Mucho antes de la guerra en Georgia, las cada vez más agrias relaciones ruso-estadounidenses había sido objeto de muchos de esos análisis. (Algunos ejemplos incluyen el artículo que Nikolas Gvosdev escribió en febrero de 2008, “Parting With Illusions: Developing a Realistic Approach to Relations With Russia”, y que fue publicado por el Cato Institute; el artículo de Robert Blackwill “The Three Rs: Rivalry, Russia, ’Ran”, publicado en National Interest en enero/febrero de 2008, y el ensayo de Dimitri Simes “Perder a Rusia”, publicado en el volumen 86, número 6 de Foreign Affairs y en el volumen 8, número 1 de Foreign Affairs en Español.) El argumento de estos realistas, que se escucha con más respeto después de la guerra, es que Washington ha permitido que intereses secundarios impidan llegar a acuerdos en temas de primordial importancia para la seguridad de Estados Unidos. Argumentan que si Washington desea la ayuda de Moscú en asuntos verdaderamente importantes, debería abandonar las políticas que provocan innecesariamente a Moscú.

Para estos realistas, la mayoría de las iniciativas estadounidenses que han irritado a Moscú en los últimos años —presionar regularmente a Moscú con respecto a la democracia, animar imprudentemente a Georgia y a Ucrania para que intenten hacerse miembros de la OTAN, intentar instalar defensas contra misiles balísticos en Europa del Este, desafiar el dominio energético de Rusia en Asia Central y en el Cáucaso, y reconocer la independencia de Kosovo— no merece la mala sangre —ni el actual derramamiento de sangre— que éstas han generado con Rusia. Washington serviría mejor a los intereses estadounidenses negociando una serie de quid pro quos que se centraran en obtener de Rusia lo que Estados Unidos realmente necesita. Los detalles de estos acuerdos propuestos varían, por supuesto, pero en el que se menciona con más frecuencia, Washington tendría cuidado de no invadir la esfera de influencia que Rusia anhela tener en su vecindario a cambio de la ayuda de Rusia para evitar que Irán adquiera armas nucleares.

Esta aproximación a la diplomacia de “hagamos un trato” conlleva una tentadora sencillez. Además, debido a que éste es el papel que el realismo generalmente desempeña en los debates sobre la política exterior estadounidense, sin duda forzará a los tomadores de decisiones en Estados Unidos a reflexionar más acerca de los fines que persiguen, los medios con los que deberían perseguirlos y a qué costo. Aun así, es poco probable que ésta sea la estrategia que adopte el nuevo gobierno de Estados Unidos. En general, se piensa que los diplomáticos negocian acuerdos de este tipo todo el tiempo, pero de hecho es muy raro que los problemas más importantes se resuelvan porque los representantes de dos grandes potencias intercambien activos totalmente inconexos. Los “grandes acuerdos” que favorecen los diplomáticos aficionados casi nunca se consuman.

Los tratos específicos que algunos realistas proponen se basan, además, en suposiciones no analizadas sobre la flexibilidad y la influencia de la política rusa. Moscú difícilmente apoyará un aumento drástico de la presión de Estados Unidos sobre Irán, por ejemplo, así como tampoco lo hizo para el caso de Iraq en los momentos previos a la guerra de 2003. (En ese momento, algunos analistas pensaron que un mini “gran acuerdo” podría lograr que Estados Unidos y Rusia coincidieran en ese tema, pero ninguna de las partes estaba interesada.) Además, la idea de que los líderes rusos podrían lograr que Irán pusiera fin a su cruzada por obtener armas nucleares suscita dudas sobre si este tipo de pensamiento político debería siquiera llamarse “realismo”. Algunos realistas aseguran que Moscú tiene una enorme influencia sobre Teherán, pero rara vez explican de qué manera. De hecho, Estados Unidos tiene mucho más poder —militar, económico y diplomático— para influir sobre la política iraní.

A pesar de su importancia, estas razones no son la base más significativa para cuestionar la receta de los realistas para las relaciones ruso-estadounidenses. Aunque los realistas aducen que las buenas relaciones entre Washington y Moscú son imposibles si una de las partes molesta demasiado a la otra, no hace mucho Putin mismo presidió estas buenas, aunque algo problemáticas, relaciones. Mientras esperaba la visita de su amigo, el presidente estadounidense George W. Bush a mediados de 2002, Putin podría haber pensado en el período de 3 años durante el cual Estados Unidos había bombardeado a Serbia y ocupado Kosovo, acusado a Rusia de crímenes de guerra en Chechenia, abrogado el Tratado de Misiles Antibalísticos, establecido una presencia militar en Asia Central, comenzado a entrenar y a equipar a las fuerzas armadas de Georgia y concluido la mayor expansión en toda la historia de la OTAN, que incluyó a tres países de la antigua Unión Soviética: Estonia, Letonia y Lituania. Los funcionarios del gobierno de Bush naturalmente dijeron que las relaciones ruso-estadounidenses nunca habían sido mejores. Es más, Putin estuvo de acuerdo. Algunas de las acciones estadounidenses que podrían haber parecido problemáticas para Rusia no lo eran realmente, comentó; después de todo, fortalecer la capacidad de los vecinos de Rusia para lidiar con el terrorismo también fortalecía la seguridad de Rusia. Sí, ambas partes estaban en desacuerdo en algunos temas, pero eso no amenazaría una colaboración estratégica más profunda. Después de una reunión con Putin, Bush mismo capturó esta perspectiva en su habitual y campechano modo de hablar: “Seguramente no están de acuerdo con su madre en todo, pero de todas maneras la quieren, ¿no?”.

Ahora que las relaciones ruso-estadounidenses han caído a su nivel más bajo, es esencial recordar —y entender— el alto nivel que tuvieron antes. ¿Por qué Putin dijo cosas en 2002 que nunca hubiera soñado decir en 2008? ¿Fue, como dirían los realistas, debilidad? Quizá, pero si la economía rusa era menos sólida hace 6 años de lo que es ahora, ya se encontraba a la alza. Y en todo caso, en los noventa, el entonces presidente ruso Boris Yeltsin se oponía mucho más abiertamente que Putin a las políticas estadounidenses que le disgustaban, a pesar de que durante su mandato Rusia era bastante más débil que en 2002.

¿Acaso Putin esperaba obtener un mayor beneficio de Washington del que en realidad recibió, y por eso cambió de dirección cuando no obtuvo lo que deseaba? Esta explicación no tiene tantos fundamentos como alegan los funcionarios rusos y los empáticos analistas occidentales. Un año después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Bush le había ofrecido a Putin un nuevo tratado sobre armas estratégicas (que Putin dijo necesitar por razones políticas), cambió la política estadounidense sobre Chechenia de una de condena de Rusia a una de comprensión, reconoció a Rusia como una economía de mercado (un importante paso para relajar las disputas sobre comercio bilateral), apoyó su incorporación a la Organización Mundial del Comercio, aceptó que presidiera por primera vez al G8 (el grupo de países muy industrializados), inició una versión internacional multimillonaria del programa Nunn-Lugar (un esfuerzo que Estados Unidos lanzó en 1992 para ayudar a desmantelar armas de destrucción masiva en la antigua Unión Soviética) y mejoró los lazos de Rusia con la OTAN con el fin de que los representantes rusos pudieran participar en condiciones de mayor igualdad en las deliberaciones sobre la seguridad de Europa.

En términos de beneficios, no estuvo mal, y en ese momento ambas partes hicieron hincapié en que lo anterior representaba mucho más de lo que el presidente Bill Clinton le había ofrecido a Yeltsin. Pero lo que realmente reforzó las relaciones ruso-estadounidenses durante el auge que tuvieron después del 11-S no fue ninguna recompensa transaccional. Ambas partes estaban convencidas de que los dos países percibían los objetivos y los problemas importantes en términos bastante compatibles, y que, más que nunca antes, podían tratarse como iguales. Washington y Moscú no resolvieron sus desacuerdos intercambiando beneficios sino optando por no considerar las diferencias como expresiones de un conflicto más profundo. La venta rusa de armas a China no obstaculizó la cooperación, como tampoco lo hizo el informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado estadounidense. Henry Kissinger ha llamado “consenso moral” a este tipo de entendimiento entre grandes potencias. Aunque el término podría parecer un poco rimbombante, es un útil recordatorio de que la cooperación estratégica duradera implica más que intercambiar nuestros quids por sus quos.

El “consenso moral” de 2002 entre Estados Unidos y Rusia es ahora un recuerdo lejano, y los realistas no se equivocan al subrayar los desacuerdos que han marcado el deterioro de la relación. Sin embargo, lo que ha modificado la relación mucho más que cualquiera de los desacuerdos mismos ha sido un cambio en la forma como los líderes rusos los percibieron. Muchos acontecimientos tuvieron una función en esta transformación: la guerra en Iraq, la Revolución Naranja en Ucrania y los desorbitados precios de los energéticos, entre otros. A partir de ellos, Putin y sus colegas parecen haber sacado conclusiones muy diferentes a las de 2002: a saber, que las relaciones de Rusia con Estados Unidos (y con Occidente en general) eran inherentemente desiguales y conflictivas, y que Rusia serviría mejor a sus intereses si seguía su propio camino.

Mientras los funcionarios del nuevo gobierno de Estados Unidos analizan las piezas individuales de una relación ruso-estadounidense que se ha estropeado, tendrán muchas razones para considerar cambios específicos en la política. En temas que van del equilibrio militar a la promoción de la democracia y hasta las relaciones de Rusia con sus vecinos, los nuevos formuladores estadounidenses de políticas públicas revisarán lo que está funcionando y lo que no para tratar de crear una nueva y más productiva relación. Sin embargo, el obstáculo más importante que enfrentarán no es la complejidad de los asuntos individuales en disputa —en realidad, muchos de ellos son sumamente sencillos—, sino el hecho de que los líderes rusos se han esforzado mucho por replantear la relación. En su opinión, los intereses comunes y la compatibilidad estratégica ya no son su eje.

El regreso del control de armas

El efecto de la nueva perspectiva estratégica de Rusia será particularmente evidente cuando el nuevo gobierno de Estados Unidos revise la política de ese país sobre el control de armas. Los tratados Este-Oeste sobre armas nucleares y convencionales negociados al finalizar la Guerra Fría han ocasionado una reestructuración más dramática y de mayor alcance en las fuerzas militares de lo que generalmente se reconoce. Desde 1990, con poca ostentación y prácticamente sin oposición de cualquiera de las partes, el número de ojivas nucleares rusas en misiles balísticos intercontinentales, que forman la mayor parte de la fuerza nuclear de Rusia, se ha reducido en casi el 70%. Asimismo, sin controversia alguna, la mayor parte de la fuerza nuclear estratégica de Estados Unidos —armas instaladas en submarinos— se ha recortado en casi el 50%. Las reducciones a las fuerzas convencionales han sido aún más drásticas: el número de tanques estadounidenses en Europa bajó de más de 5 000 a 130. Por su parte, Alemania ha eliminado más de 5 000 tanques; Rusia, más de 4 000, y la República Checa, Hungría, Polonia y Ucrania, en conjunto, casi 8 000 tanques. Con tanto desmantelamiento, el equilibrio militar ruso-estadounidense se convirtió gradualmente en el punto menos problemático de la relación.

Sin embargo, ahora, el control de armas ha vuelto al primer plano. Una razón es el calendario: los dos tratados ruso-estadounidenses sobre reducción de armas estratégicas expiarán durante el mandato del nuevo Presidente de Estados Unidos. Pero aún más importante es la opinión distinta de Moscú sobre lo que está en juego. El antiguo Jefe del Estado Mayor General de Rusia, Yuri Baluyevski, declaró en 2008 que las políticas nucleares estadounidenses eran un reflejo de un “impulso por el dominio estratégico”. Sin prestar atención al actual declive de las fuerzas militares en toda Europa, Putin ha declarado que otros Estados se están aprovechando de la naturaleza pacífica de Rusia para iniciar una “carrera armamentista” (y como consecuencia, en diciembre de 2007, suspendió el cumplimiento de Rusia del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa). Los funcionarios rusos también insisten en que el sistema antimisiles estadounidense que se planea desplegar en Europa del Este después de 2012 fue diseñado, a pesar de que Washington lo niegue, para neutralizar la disuasión estratégica de Rusia. Para impedirlo, dicen, Rusia debe desplegar fuerzas nucleares que le devuelvan una posición de relativa igualdad con Estados Unidos. “La seguridad nacional”, como Putin y su sucesor el presidente Dimitri Medvedev suelen decir, “no se basa en promesas”.

Muchos especialistas en política exterior de Estados Unidos ven el regreso del control de armas con una mezcla de aburrimiento y pesar. La mayoría dejó de ver a Rusia como un problema de seguridad interesante hace años. En el Ejército estadounidense, ya no se obtienen promociones en las áreas relacionadas con Rusia. Cuando los expertos civiles se molestan en analizar el tema de la reducción de armas estratégicas, generalmente no es porque piensen que el equilibrio estratégico entre Estados Unidos y Rusia importa, sino porque desean revivir la atención hacia algún tema relacionado, como las armas y los materiales nucleares “sueltos” o la necesidad de que Estados Unidos y Rusia fortalezcan los esfuerzos de no proliferación con grandes recortes a sus propios arsenales. Resulta revelador que la idea más importante sobre el control de armas de los últimos años, fomentada por veteranos de la Guerra Fría como Kissinger, Sam Nunn, William Perry y George Shultz, haya sido la abolición nuclear. Aparentemente, la simple paridad nuclear también los aburre.

La hostilidad hacia el control de armas de la vieja escuela y la falta de atención a la creciente disparidad entre el pensamiento estadounidense y el ruso sobre la seguridad nacional claramente llevó al gobierno de Bush a manejar incorrectamente estos temas con Moscú. Meramente desestimar las acusaciones de Moscú de que los planes antimisiles estadounidenses amenazan la seguridad de Rusia no ha evitado que los rusos se opongan a dichos planes o que se ganen la simpatía de algunos de los aliados de Estados Unidos. Washington propuso permitir la presencia de monitores militares rusos en las bases antimisiles estadounidenses en la República Checa y en Polonia, pero los checos y los polacos se opusieron a este plan, lo que le dio a Moscú una razón más para quejarse.

Para evitar que los problemas militares se conviertan en una fuente continua de discordia entre Estados Unidos y Rusia, el nuevo Presidente de Estados Unidos querrá adoptar una estrategia diferente. Seguramente abandonará la resistencia de su predecesor a los acuerdos formales y legalmente vinculantes de control de armas. Sin embargo, tanto Washington como Moscú se beneficiarán más si conservan algunos elementos de la perspectiva del gobierno de Bush, sobre todo el reconocimiento de que los tratados que funcionan mejor son los que brindan a cada parte la máxima flexibilidad en su puesta en práctica. Si ambas partes también pueden ponerse de acuerdo en que sus fuerzas militares en realidad no se amenazan mutuamente, no tendrán que preocuparse por establecer los detalles para limitarlas.

Sobre esta base, el control de armas podría volver a ser la parte sencilla de la agenda ruso-estadounidense. Washington y Moscú no se enfrentarían a obstáculos reales para la negociación rápida de un nuevo tratado de armas estratégicas que conservara la estructura de los tratados existentes a la vez que hace recortes adicionales (aunque probablemente menores). El actual punto muerto en el que se encuentra la discusión sobre las fuerzas convencionales también podría resolverse, lo que daría como resultado que más Estados entraran al tratado, que bajaran los límites a los principales sistemas de armas y se redujeran las restricciones para el despliegue dentro de las fronteras propias de cada país (esta última es una característica que los rusos han denunciado larga y fuertemente como “colonialista”). En cuanto a la defensa antimisiles, se podría llegar fácilmente a un acuerdo que le brinde a Rusia compromisos concretos y vinculantes de que los planes estadounidenses de despliegue no serán implementados totalmente si la amenaza de Irán no aumenta; por su lado, Moscú no trataría de obstaculizarlos si la amenaza realmente aumenta.

Esto no debería convertirse en un pronóstico totalmente fantasioso. Putin sentó discretamente las bases para un acuerdo sobre defensa antimisiles de este tipo en la declaración que él y Bush emitieron en Sochi, un puerto del mar Negro, la primavera pasada. En ella, Putin dijo que las condiciones que Washington había prometido establecer sobre el despliegue y la operación de sus radares e interceptores en Europa del Este “calmarían” las preocupaciones de Rusia si se aplicaran totalmente y sin engaños. Aunque este lenguaje difícilmente evitará que Putin trate de obtener condiciones aún mejores del nuevo gobierno de Estados Unidos, su estrategia sugiere que los líderes de Rusia no creen necesariamente en las acusaciones que ellos mismos dirigen contra Washington. Resolver los desacuerdos pendientes sobre la cuestión nuclear y sobre otros asuntos de seguridad no hará desaparecer todos los temas contenciosos de las relaciones ruso-estadounidenses, y mucho menos revivirá el consenso de 2002. Sin embargo, lograría lo que los defensores del control de armas afirmaban querer conseguir en los últimos años de la Guerra Fría: cierto grado de previsibilidad y confianza mutua en la relación. Y por ahora, ése sería un avance suficiente.

Entonces ¿por qué es tan difícil imaginar una nueva ronda de acuerdos como ésta? Muchos de los principales protagonistas de la política interna rusa se han beneficiado de la nueva atmósfera creada por la iracunda retórica de suma cero de Moscú: los líderes militares, cuyo presupuesto ha aumentado en casi el 500% desde 2000; los líderes políticos, que han hecho de la sospecha del mundo exterior una especie de sucedáneo para la ideología del régimen; los burócratas y los empresarios, que dicen que revivir la industria militar requerirá continuas inyecciones de fondos estatales. Ninguno de estos grupos cambiará de dirección, a menos que sea de muy mala gana. El equilibrio de poder entre Estados Unidos y Rusia quizá les importe, pero el equilibrio de poder en la política rusa les importa aún más. Mientras la situación interna de Rusia no cambie, podría pasar mucho tiempo antes de que las cuestiones militares vuelvan a convertirse en el punto más tranquilo de las relaciones ruso-estadounidenses.

La democracia después de Bush

El nuevo presidente de Estados Unidos analizará inevitablemente un segundo tema que ha sido parte de la creciente hostilidad en las relaciones ruso-estadounidenses: la reforma democrática. Al igual que el control de armas, este tema ha desempeñado un importante papel en la transformación internacional posterior a la Guerra Fría. En ese entonces, los gobiernos de Europa del Este, incluido Moscú, consideraron la adopción de la ideología y de las instituciones occidentales como el camino hacia la aceptación internacional e incluso hacia la autoestima. Pocos cuestionaron la idea de que los foros multilaterales debían definir las normas y las prácticas democráticas, tales como los criterios para decidir si las elecciones eran libres e imparciales. Sencillamente no había otra forma para que un gobierno demostrara que había roto con el pasado.

Tanto Bush como Putin han alterado de manera sustancial el papel de este asunto en las relaciones ruso-estadounidenses. Bush logró que fuera demasiado fácil describir su “agenda por la libertad” como una herramienta hipócrita para promover los limitados intereses de Estados Unidos, y Putin aumentó su popularidad en parte con base en la idea de que los extranjeros no tienen derecho a juzgar el sistema político de Rusia. Su lema “democracia soberana” ofrecía un manto nacionalista para un gobierno arbitrario y centralizado. La crítica occidental bien pudo haber fortalecido el atractivo de Putin y haberlo ayudado a tildar a sus oponentes internos como desleales y subversivos.

Sin importar lo mucho que el nuevo Presidente de Estados Unidos se lamente por el éxito de Putin, no lo puede ignorar. Hacer de la crítica a la democracia rusa un tema central de la política exterior estadounidense ya no aumenta el respeto por la democracia ni por Estados Unidos en Rusia. Durante su último tramo, el gobierno de Bush se refugió en un tratamiento discontinuo y descuidado del tema, generalmente mediante declaraciones hechas por funcionarios de bajo rango. Si el nuevo Presidente espera tener un nuevo comienzo en las relaciones con Moscú tendrá que recibir asesoría de muy diferentes expertos para evitar una dura retórica ideológica. De sus propios diplomáticos y analistas, escuchará que Medvedev, a pesar de las limitaciones a su poder, ha sido un juicioso y consistente defensor del Estado de derecho y de otras reformas liberales, y en ocasiones ha criticado (sutilmente) el legado de Putin. De los miembros de la oposición democrática en Rusia, escuchará que ni a Washington, ni a ningún otro gobierno extranjero, le incumbe la promoción de la democracia en su país. (Todo lo que piden es que los estadounidenses no los debiliten sugiriendo —o, incluso peor, pensando— que Rusia es una democracia.) Y de los gobiernos europeos, escuchará que el éxito de la promoción de la democracia depende de la “desamericanización” del concepto.

El nuevo gobierno de Estados Unidos, por consiguiente, tendrá buenas razones para hacer del tema de la democracia una parte menos controvertida de las relaciones ruso-estadounidenses. Esto no debía sorprender a nadie: la estrategia previa no ha funcionado. Pero ¿tratar a Rusia más como a, digamos, Kazajistán —como una no democracia lista para la cooperación práctica— realmente mejoraría las relaciones ruso-estadounidenses? Aunque retirar el agente irritante debería ayudar, vale la pena notar que no fue únicamente la política estadounidense lo que dificultó el asunto. De Putin para abajo, los líderes rusos de hecho han seguido haciendo hincapié en su alejamiento ideológico de Occidente, incluso a pesar de que estadounidenses y europeos han comenzado a prestar menos atención a la democracia. La razón es sencilla: el enfrentamiento en este tema ha pagado enormes dividendos políticos. Los rusos que piensan que esto puede continuar no desearán dejar el tema sólo porque un nuevo gobierno en Estados Unidos se sienta tentado a dejarlo por la paz.

¿De quién es la esfera de influencia?

Cuando los tanques rusos cruzaron la frontera de su vecino durante el verano de 2008, forzaron a los formuladores estadounidenses de políticas a tomar nuevas decisiones: cómo y en qué medida apoyar a una pequeña nación occidental sin posibilidades de resistir una invasión rusa. Incluso si la disyuntiva era nueva, la política subyacente no lo era. Desde el momento en el que la Unión Soviética se colapsó, la política de Estados Unidos y de sus aliados occidentales consistió en dar a los vecinos de Rusia, al igual que a otros Estados poscomunistas, la oportunidad de integrarse al mundo occidental. En los noventa, los países que habían sido parte de la Unión Soviética —a diferencia de Hungría y Polonia o incluso Bulgaria y Rumania— no eran considerados buenos candidatos para el premio máximo: la membrecía plena en la Unión Europea y en la OTAN. Sin embargo, gozaban de muchas otras formas de apoyo de Occidente: respaldo para gasoductos y oleoductos que les daban acceso a los mercados internacionales, estímulo a la inversión extranjera directa, esfuerzos de mediación para resolver conflictos separatistas, asesoría técnica para acelerar la entrada a la Organización Mundial del Comercio, capacitación y equipo para combatir el tráfico de drogas y de armas y materiales nucleares, cooperación en materia de inteligencia y de contraterrorismo, y financiamiento para grupos no gubernamentales de supervisión electoral. Todas éstas eran las mismas herramientas que Estados Unidos utilizó en sus relaciones con Rusia y su objetivo también era el mismo: promover el surgimiento de sistemas políticos y económicos de apariencia ligeramente moderna y europea del desastre postsoviético.

Al principio, esta política estadounidense no amenazó las relaciones ruso-estadounidenses. Pero, luego, sucedió algo inesperado: los vecinos de Rusia comenzaron a tener éxito. En los últimos 5 años, el crecimiento económico de muchos de los antiguos Estados soviéticos ha superado al de Rusia. Mientras Rusia se volvía cada vez menos democrática, varios de sus vecinos conseguían importantes avances políticos. Todos ellos comenzaron a tratar de establecer vínculos con Occidente que los alejaran de la sombra de Moscú, y dos de ellos —Georgia y Ucrania— han intentado conseguir la membrecía en la Unión Europea y en la OTAN.

En parte debido a que la política estadounidense realmente no había cambiado con el tiempo, Washington probablemente subestimó la importancia de alentar dichas aspiraciones. Sin duda, calculó mal la determinación de la oposición de Rusia. Una vez que su economía se reanimó, Moscú intentó obstaculizar los proyectos de construcción de ductos de Occidente y bloquear el acceso de los ejércitos occidentales a las bases aéreas de Asia Central, acusó a las ONG occidentales de tratar de desestabilizar a los vecinos de Rusia y, en abril de 2008, Putin tildó a la ampliación de la OTAN como “una amenaza directa a la seguridad de nuestro país”.

En todos estos asuntos, Estados Unidos y Europa calcularon mal su capacidad para ayudar a los vecinos de Rusia a entrar en la órbita occidental sin provocar una crisis internacional de envergadura. Ahora que han medido fuerzas, y que el poder de Rusia ha prevalecido, muchas de las herramientas de política de Occidente han quedado gravemente dañadas. Aquellos miembros de la OTAN que apoyaron el posible ingreso de Georgia o de Ucrania ahora están divididos al respecto. Los antiguos Estados soviéticos que habían considerado que una cooperación más cercana con la OTAN (incluso sin ser miembros de la alianza) era un vínculo vital con el mundo exterior ahora se preguntan si esto aún sigue siendo una buena idea. Los productores de energéticos de Asia Central que estaban pensando construir nuevos ductos fuera de la red rusa podrían considerar que dichos proyectos son demasiado riesgosos. Los esfuerzos de mediación de Occidente se mantienen en espera en toda la periferia de Rusia; en Georgia, están completamente muertos.

Sin embargo, sin importar lo que haya logrado Putin con su ataque en contra de Georgia, ha fracasado en lo más importante. Incluso mientras los líderes rusos han comenzado a hablar abiertamente de su deseo de tener una esfera de influencia, sus acciones han hecho que la adquisición de dicha esfera sea menos y no más aceptable para Estados Unidos y para Europa. Ahora es necesario considerar si la invasión de Rusia marca el inicio de una campaña concertada por Moscú para restablecer su influencia sobre otros Estados de la antigua Unión Soviética. En el pasado, un resurgimiento como ése hubiera parecido indeseable en Occidente por razones sentimentales. Hoy, esas razones son más serias. No puede haber duda de que una Rusia que dominó a un centro industrial como Ucrania y a un depósito de energía como Kazajistán, así como a los otros componentes de la antigua Unión Soviética, cambiaría los cálculos de seguridad nacional de prácticamente todos los principales países del mundo.

Debido a que los riesgos son grandes, la simple prudencia obligará al nuevo gobierno de Estados Unidos a actuar con cautela. Sin importar en qué se embarque Washington en este momento, debe ser capaz de llevarlo a cabo, y eso excluye sobreextenderse. Para tener opciones más amplias en el futuro, los formuladores estadounidenses de políticas públicas deben ofrecerle a Georgia, en el corto plazo, una ayuda humanitaria efectiva; posteriormente, apoyo para la estabilización económica y la reconstrucción, y, después de eso, ayuda para restablecer las fuerzas armadas del país. Cuando esos pasos comiencen a tener éxito, la cuestión de la pertenencia de Georgia a la OTAN volverá a surgir. Georgia merece un lugar en la alianza occidental, pero nada le hará más daño a la seguridad de ese país que plantear el asunto antes de que la OTAN tenga lista una respuesta.

La reconstrucción de Georgia —y también una política que brinde a los países postsoviéticos un lugar en el mundo occidental— debe ser una prioridad del nuevo gobierno de Estados Unidos. No hay otra manera de lidiar seriamente con la destrucción creada por la agresión rusa. Pero al hacer este esfuerzo, Estados Unidos y sus aliados europeos tendrán que hacerle frente a una aparente paradoja: en el pasado, Estados Unidos podía hacer más por los vecinos de Rusia cuando sus relaciones con Moscú eran buenas (y las relaciones de los vecinos con Moscú eran cuando menos corteses). En el futuro cercano, las relaciones ruso-estadounidenses no serán buenas, y eso impondrá una pesada carga sobre la política estadounidense. No hay forma de salir limpiamente de este atolladero, pero para siquiera salir de él, Estados Unidos necesita recuperar la iniciativa diplomática. Necesita ideas y propuestas que puedan suavizar la reciente estrategia de Rusia y al mismo tiempo ofrecer a Moscú una vía diferente para acceder a la influencia internacional.

De hecho, los rusos mismos han presentado la idea que se puede utilizar más fácilmente. Antes de la guerra contra Georgia, en su incursión más importante en la política exterior hasta la fecha, el presidente Medvedev convocó a una nueva conferencia sobre seguridad europea, un recordatorio explícito de la diplomacia de mediados de la década de los setenta de la que surgió el Acta Final de Helsinki. Sin duda, sus fines parecían ser demasiado similares a los del líder soviético Leonid Brezhnev, quien esperaba que una conferencia sobre “seguridad y cooperación” produjera el reconocimiento occidental de la división de Europa. Por su parte, Medvedev desea el reconocimiento de la Comunidad de Estados Independientes, de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva y de otros acuerdos que vinculan a Moscú con varios Estados postsoviéticos. Y, al igual que Brezhnev, quien vivió para ver cómo Helsinki se convertía en el estandarte de los opositores al régimen soviético, Medvedev podría descubrir que un foro como ése, a pesar de su valor propagandístico de corto plazo, les daría a otros gobiernos la oportunidad de poner la conducta de Rusia bajo los reflectores y de promover principios que harían que la realización de su anhelado imperio fuera más difícil de alcanzar.

Con Georgia aún sangrando por la derrota, la idea de explorar propuestas cuyo objetivo es, sin duda, consolidar las ganancias de Rusia, devaluar y limitar a la OTAN y cerrar las vías al mundo exterior para los vecinos de Rusia podría parecer inoportuno e incluso derrotista. No obstante, Estados Unidos y sus aliados no deberían olvidar que tienen ventajas permanentes en empresas diplomáticas como ésta. No es fácil imaginar una conferencia sobre seguridad europea, ni ahora ni en el futuro, en la que Rusia no fuera aislada por su propio comportamiento. ¿Se opondría alguien, además de la propia Rusia, al principio de que todos los Estados son libres de unirse a las alianzas de su elección? ¿Con qué países podría contar Rusia para oponerse a la reafirmación de la soberanía y de la integridad territorial de Georgia? ¿Quién respaldaría la idea de Rusia de que incluso habiendo iniciado una guerra contra Georgia, sus propias fuerzas deberían asumir ahora el papel de pacificadores? ¿Quién estaría de acuerdo con la opinión de Putin, expresada abiertamente a Bush, de que “Ucrania ni siquiera es un Estado”?

Los formuladores de políticas en Moscú alegan que Rusia solamente desea sentarse a la mesa principal de la diplomacia global, formular reglas y establecer normas para el orden internacional. Ellos parecen creer que una conferencia sobre seguridad europea, e incluso un tratado de seguridad europea, fortalecería la esfera de influencia de Rusia. Desean demostrar que cuando hablan, se les escucha. Metas y expectativas como éstas únicamente podrían producir un estancamiento. Sin embargo, el proceso no sería una pérdida de tiempo si tan sólo lograra demostrar que las ideas y la conducta de Rusia no concuerdan con las opiniones de todos los demás participantes. El nuevo gobierno de Estados Unidos debe, por ende, analizar cuidadosamente las propuestas de Rusia, consultar con sus amigos y aliados, sostener conversaciones exploratorias, solicitar aclaraciones, señalar las ideas que le disgusten, etcétera. Entonces debería aceptar la idea de Medvedev con gusto.

Conflicto de intereses

“Ésa es una de las tragedias de esta vida, que los hombres que más necesitan una golpiza siempre son enormes”, dice uno de los personajes de la película La historia de Palm Beach, que Preston Sturges filmó en 1942. Lo mismo sucede con el nuevo predicamento de la política exterior estadounidense. Rusia parece estar siguiendo un rumbo de cada vez mayor enfrentamiento, impulsada por una concepción más áspera de sus intereses que en cualquier otro momento desde el final de la Guerra Fría, por arreglos políticos internos que parecen alimentarse de la tensión internacional y por una mayor habilidad para mantener su posición. Ni el poder de Rusia ni sus objetivos se deben exagerar. Su nuevo poder tiene una base estrecha, e incluso precaria, y sus nuevas metas podrían reconsiderarse si el costo de buscar alcanzarlas es demasiado alto. Pero después de la guerra con Georgia, parece probable que prevalezca un resultado más perturbador. De hecho, el poder de Rusia podría seguir creciendo, e impulsar así las ambiciones del país.

A medida que la participación de Estados Unidos en Iraq comienza a disminuir, los formuladores de políticas públicas y comentaristas estadounidenses también han empezado a reflexionar sobre la gama de problemas a los que Washington tendrá que enfrentarse próximamente. ¿Hará frente a dificultades nuevas y pospuestas con un trasfondo de lazos en gran parte cooperativos con otras grandes potencias, o acaso esas relaciones se están volviendo más conflictivas? Si el conflicto se convierte en la nueva norma, ¿qué tan difícil será manejarlo de forma que sirva a los intereses de Estados Unidos? Rusia ha brindado a los estadounidenses, antes de lo esperado, una idea de la respuesta a estas preguntas.

PROTEGERSE DEL PROTECCIONISMO


Milagros Avedillo Carretero

El proteccionismo en la Gran Depresión de los años 30

El mundo se encuentra inmerso en una de las peores crisis que ha conocido desde los años 30. Economistas y académicos reconocen en los episodios del Crack de 1929 y en los posteriores años de la Gran Depresión varios elementos de coincidencia que recomiendan atender a las lecciones que nos ha dejado la historia económica. Si no lo hacemos, caeremos en los mismos errores que llevaron al colapso económico que entre 1930 y 1932, en tan sólo tres años, contrajo la economía americana en más de un 23%.

Existe un amplio consenso acerca de las causas que agravaron y alargaron la Gran Depresión del período de entreguerras, y el proteccionismo aparece en uno de los primeros lugares de la lista. EEUU fue siempre un país con una fuerte inclinación a proteger el comercio. En la década de los 20 el deterioro de la economía europea había presionado a la baja los costes de sus productos. Ante la amenaza de una pérdida de competitividad, las autoridades americanas habían entrado en una espiral proteccionista con sucesivos aumentos en los aranceles que llegaron a alcanzar tarifas de hasta un 400%, conforme los congresistas de cada estado americano proponían nuevas tarifas para proteger a los productores de sus correspondientes circunscripciones. No obstante, esta política no desinfló la economía americana, que siguió siendo próspera gracias al fuerte crecimiento de Wall Street y de la industria.

Cuando Herbert Hoover llegó a la Presidencia en marzo de 1929 propuso al Congreso un nuevo esquema arancelario para endurecer el comercio, que volvió a revisarse en plena crisis, durante junio de 1930, con la Smoot-Hawley Tariff Act. Ignorando las diversas recomendaciones de expertos económicos, la nueva ley permitió aumentar los aranceles en más de 20.000 productos en los niveles más altos de la historia americana. Hoover estaba convencido de que el proteccionismo había sido la salvaguarda de la economía americana en la década de los 20 y constituiría también el fin de los problemas que asolaban a los americanos tras el colapso financiero. La medida, diseñada para ayudar a los agricultores y sectores industriales más perjudicados, se ha constatado como uno de los peores errores de política económica que agravó y profundizó la Gran Depresión de los años posteriores.

En primer lugar, la medida se interpretó como una declaración de guerra económica en el resto del mundo y 25 países reaccionaron simétricamente, de forma que las exportaciones cayeron entre 1929 y 1932 de 5.200 millones de dólares a tan sólo 1.600 millones. Jacob B. Madse estimó en 2002 que la caída del comercio internacional fue del 33% y tuvo como consecuencia una caída inducida del 14% en el PIB de cada país.

El efecto del proteccionismo sobre la actividad económica se entiende rápidamente si nos ponemos en la piel del consumidor. Tras el cierre de fronteras los ciudadanos se ven forzados a pagar precios más elevados por el mismo producto, lo que inmediatamente supone un empobrecimiento. El consumidor, o no accede a algunos bienes, o restringe la demanda en otros artículos. Los productores, sometidos a una menor competencia exterior, empeoran la capacidad productiva del país, pierden competitividad y no pueden buscar nuevos mercados en el exterior. La economía global se estrecha, arrastra a todos los países, se reducen los recursos, hay menos inversión, se pierden mercados, se retrasa la innovación, todos se empobrecen, se reduce la demanda y empeora la actividad y el empleo. Poniéndolo en términos muy simples, el proteccionismo en EEUU obligaría a los americanos a pagar los electrodomésticos que antes se hacían en China más caros y destinar capacidad productiva que antes dedicaba a tecnología punta a hacer televisores. Evidentemente, el consumidor americano sería más pobre y la productividad americana se deterioraría, lo que reduciría los salarios reales de los trabajadores, haciendo caer la demanda, reduciendo la actividad y, por tanto, también el empleo, justo aquello que quería proteger el proteccionismo.

Tras el New Deal, en 1934, cuatro calamitosos años después de iniciarse la recesión, los líderes del Capitolio no se decidieron a revisar los mecanismos para fijar la política comercial americana. Se aprobó la Reciprocal Trade Agrement Act, permitiendo al entonces presidente, Franklin D. Roosevelt, negociar reducciones de aranceles bilaterales. De esta forma el Congreso, incapaz de representar el interés nacional, renunció a aprobar cada recorte en los aranceles y le dio libertad al presidente para reducirlos bajo el supuesto de reciprocidad. El resultado fue inmediato y el comercio internacional se reactivó rápidamente. En los siguientes 13 años se llegó a acuerdos con 29 países, con una reducción media en los aranceles del 48% al 25%. Después de la Segunda Guerra Mundial, con los acuerdos de Bretton Woods de 1944, se institucionalizó esta visión global, que pasó a ser una de las piedras angulares del GATT. Así, se construía un mecanismo que situaba los intereses generales por encima de los particulares y permitía preservar la gran fuente de riqueza que supone el comercio internacional.

La crisis de 2009: resurge el proteccionismo

Hoy, de nuevo, inmersos en una grave crisis similar a la de entonces y haciendo honor al refrán, a lo largo de los últimos meses los economistas estamos advirtiendo con consternación cómo el mundo vuelve a tropezar con la misma piedra: el proteccionismo. Algunos aseguran que se trata de retórica de la que poco hay que preocuparse, pero la cuestión ha resurgido en el discurso y en las acciones de algunos líderes políticos.

Todo empezó con sonadas recapitalizaciones del Estado para rescatar bancos en dificultades. Sin duda, estas intervenciones eran necesarias para evitar un pánico bancario a corto plazo. No obstante, además de garantizar la viabilidad de las entidades de crédito, estas actuaciones también están devolviendo al sector público su capacidad de intervención en el sector financiero al servicio de la nación. La cláusula Buy American en el plan de rescate de Obama ha sido la más llamativa, pero desde luego no ha sido la única proclama proteccionista. Los británicos asombraron con una manifestación reclamando British jobs for British workers, que tuvo eco en la sociedad y la política del país. Desde los gobiernos europeos se están lanzando paquetes de ayudas al sector del automóvil en Suecia, el Reino Unido y Francia para garantizar la viabilidad de proyectos de inversión en su territorio. En algunos casos se están comprometiendo miles de millones de euros en avales soberanos para que proyectos nacionales compitan en mejores condiciones a la financiación del Banco Europeo de Inversiones, cuya misión, paradójicamente, es preservar la unidad de mercado.

¿Cómo es posible? ¿Qué conduce a los países, incluso a aquellos que más han ganado con el comercio internacional, a refugiarse en el proteccionismo como respuesta a una recesión de esta magnitud? Desatendiendo las advertencias no sólo de los expertos, sino de la propia historia...

La respuesta se centra en la contracción de la demanda agregada, que a su vez conlleva una reducción de la actividad y del empleo a escala mundial. En situaciones de crisis previas, las tentaciones se habían contenido, porque justamente la solución provenía del propio comercio internacional. De esta forma, las crisis experimentadas en algunas regiones del mundo se han podido resolver gracias a la prosperidad de economías en regiones diferentes, lo que ha permitido compensar la caída en la demanda doméstica con la contribución del sector exterior. Así sucedió, por ejemplo, en el año 1993 en España. En aquella ocasión se devaluó la moneda, se recuperó la posición competitiva de la economía española y el comercio internacional volvió a insuflar crecimiento a nuestra economía. La crisis se supero en poco más de un año.

Desgraciadamente, la crisis actual es mucho más profunda y complicada, ya que la caída de la demanda acontece simultáneamente en todo el mundo. Por una parte, las economías más endeudadas, aquellas que más tiraban del consumo mundial como EEUU, el Reino Unido y España, sufren las consecuencias del endurecimiento del crédito y el deterioro de su riqueza por la fuerte la caída en el precio de los activos financieros. Los países productores de materias primas, como los de Oriente Medio, Venezuela y Rusia, asisten a una caída de sus ingresos por exportaciones, tras el desplome de los precios del petróleo derivado de una caída en la demanda mundial. Ello revierte en la demanda de los países estructuralmente exportadores como China, Alemania y Japón, que ven contraerse el comercio con los países de esas zonas del mundo y sufren la recesión de sus economías que, lejos de estar endeudadas, arrojaban superávit. En definitiva, la tarta del consumo mundial ha entrado en una espiral de contracción que está atrapando a las economías de todas las partes del mundo. Nadie se libra de la recesión mundial, independientemente del punto de partida y de la salud de su economía.

Esta situación crea unas expectativas sobre la economía negativas, y tensiona aún más los mercados crediticios fuertemente dañados ya por la crisis de confianza. No hay crédito para nadie, ni familias ni empresas, porque como señalaban los banqueros en 1930 “cómo prestar a alguien que está tan loco como para invertir ante semejante panorama”. De nuevo, la incapacidad del sistema financiero de hacer su labor de intermediación, aunque no cause el inicio de la recesión, la puede hacer más profunda y más duradera. Los bancos en una actuación excesivamente prudente dejan de suministrar crédito a empresas y familias para proyectos a largo plazo, paralizando el crédito hipotecario o de inversión, lo que retroalimenta el declive económico.

Aún a riesgo de abrumar con demasiados datos, veamos como se ilustra esta situación con algunos indicadores. En EEUU el panorama económico sigue sin despejarse y, según las encuestas, la economía estadounidense se contraerá un 2% en 2009. La tasa de paro no deja de aumentar y en enero alcanzó el 7,6%, con una pérdida de 598.000 puestos, las más alta desde 1945. En el Reino Unido, según datos provisionales, el PIB del cuarto trimestre de 2008 registró un crecimiento negativo del 1,5% respecto al tercero. No se producía una recesión de tal índole en la economía británica desde el segundo trimestre de 1992, cuando se registró una caída del PIB trimestral de dos décimas. En Japón, el PIB se ha contraído un 3,3% en tasa trimestral, equivalente al 12,7% en tasa anualizada, un descenso inédito desde la primera crisis energética en 1974, fundamentalmente como consecuencia del hundimiento de la demanda externa. En China, las exportaciones descendieron en enero un 17,5% interanual, la mayor caída en casi 13 años, y las importaciones descendieron un récord de 43,1%. Como resultado de la contracción mundial, la ONU prevé que en 2009 se pierdan 51 millones de puestos de trabajo y se alcance una tasa de paro mundial del 7,1% frente al 6% de 2008.

En definitiva, estamos entrando en una espiral de desconfianza que ya no solamente está instalada en el sistema financiero sino también en la economía real. El papel del Estado es hoy más que nunca determinante para romper este peligroso círculo vicioso y devolver a las economías a una senda de crecimiento creíble con políticas monetarias y fiscales expansivas.

La coordinación frente al proteccionismo

Una vez agotada la política monetaria, los políticos se enfrentan a la difícil decisión de aplicar medidas de reactivación fiscales con importantes consecuencias en la salud de las cuentas públicas. La decisión es difícil porque en una economía abierta la política fiscal expansiva puede suponer un drenaje de demanda hacia el exterior con pocas repercusiones sobre la actividad nacional. Así es, ¿de qué serviría un plan de recuperación en un único país pequeño muy abierto al exterior? Sin duda, el efecto multiplicador de las medidas sería muy reducido, beneficiando seguramente más a los importadores que a los productores domésticos, al tiempo que el sector público aumentaría su endeudamiento, empeorando la estabilidad macroeconómica y sus posibilidades de recuperación. Del mismo modo, un pequeño país podría aprovechar un estimulo fiscal en un país mucho más grande sin poner ni un euro encima de la mesa, saliendo reforzado de la crisis, con una salud impecable en sus cuentas públicas que le permitiría, además, ser más competitivo en el futuro.

La estrategia para los países a la hora de utilizar su política fiscal es, bien usarla y cerrar las fronteras, bien no utilizarla y mantener las fronteras abiertas. Para el mundo, no obstante, a la luz de las lecciones del pasado, lo mejor es una política fiscal expansiva en todas partes y mantener al mismo tiempo las fronteras abiertas.

Se trata de un problema de acción colectiva, similar a la decisión de constituir un cártel, en el cual los agentes obtienen mayor bienestar si actúan cooperando que si deciden entrar en rabiosa competencia. En el primer caso, obtienen el beneficio del monopolista repartido entre los participantes del cartel; en el segundo caso, sus beneficios son nulos. A grandes rasgos, ¿cuándo tiene éxito la constitución de un cártel? En primer lugar, cuando hay pocos participantes. Más de cuatro participantes se suele decir que son demasiados. En segundo lugar, el cártel prospera si la interacción se repite muchas veces y es fácil identificar rápidamente al agente que se desvía del acuerdo. Finalmente, el cártel es más sólido si hay mecanismos de penalización cuando un participante incumple el acuerdo. Veamos si nuestro “cártel” de políticas fiscales simultáneas cumple las condiciones de éxito: el número de participantes es altísimo, solo se juega una vez, no es fácil identificar al que no cumple sus compromisos –porque las políticas domésticas en países pequeños son difícilmente verificables a corto plazo– y, por último, no existe un sistema consensuado de sanciones para el “tramposo”.

Pues bien, quizá esta grave dificultad, la dificultad de “coludir” en políticas fiscales, es la que lleva también a algunos políticos nacionales a reclamar una vuelta al proteccionismo, aunque sea a corto plazo, como medio para mantener los privilegios de los productores domésticos más vulnerables y proteger sus puestos de trabajo. Es una reclamación lícita, y es importante entender de dónde provienen estas tentaciones, porque eso nos permite frenarlas y ponerles remedio. En un mundo con poca demanda, abrir las fronteras ya no supone aumentar la demanda nacional, sino dejar escapar una parte de la tarta a los países vecinos generando, por tanto, una sensación muy fuerte de empobrecimiento. Y esto no sólo en lo que se refiere al mercado de bienes y servicios, sino también a los mercados de capital. Los recursos financieros son cada vez más escasos y la política de avales soberanos, o bancos nacionalizados que asignen crédito con criterios “nacionalistas”, son una fuerte tentación para políticas dispuestas a defender la actividad y el empleo a nivel nacional. Finalmente, algunos alertan sobre la posibilidad de iniciar una espiral de devaluaciones entre las distintas divisas que permitiría alterar de un plumazo la competitividad de unos y otros, anulando cualquier intento de desplegar políticas fiscales expansionistas en el mundo.

Sin bien no es exactamente idéntica, se trata de una situación similar a la creada en 1930 y la guerra arancelaria que desató la Smoot-Hawley Tariff Act en un intento de protección mal entendida a los sectores más desfavorecidos. La batalla de los congresistas por proteger a sus productores estatales desatendía el interés general de la nación norteamericana y la condujo al desastre. Hoy son las presiones nacionales las que nos pueden conducir a la misma situación y necesitamos un actor que vele por el interés general.

La buena noticia es que, gracias al esfuerzo de los últimos años, disfrutamos de instituciones internacionales sólidas que pueden jugar un papel crucial en esta batalla. Los políticos son conscientes de los peligros que entraña el proteccionismo, pero necesitan algún mecanismo que les permita comprometerse con el libre comercio. Es crucial que en las próximas reuniones del G20 se cedan poderes a las instituciones internacionales para gestionar esta crisis, como los congresistas cedieron poderes tras la Reciprocal Trade Agreement Act. Tenemos instituciones especializadas para ello y hemos desarrollado instrumentos muy valiosos de comunicación entre los países. Sólo hay que utilizarlos, otorgarles mayor legitimidad y darles las competencias suficientes para que velen por el interés general de las naciones, de forma que puedan contrarrestar las presiones nacionales que sufren los líderes al regresar a sus casas.

Conclusión

Las próximas cumbres internacionales deberían reforzar el papel de las instituciones internacionales no sólo para evitar situaciones como las actuales, sino especialmente para coordinar las soluciones globales que nos protejan del proteccionismo y eviten que caigamos de nuevo en los errores del pasado. La globalización tiene muchas ventajas –acerca a los países y promueve la prosperidad– pero también hace que los problemas sean cada vez más globales. Podemos resolver los problemas y aprovechar las ventajas con un compromiso a favor de las instituciones internacionales para que velen por una buena y larga vida a la globalización.

¿UNA NUEVA ESTRATEGIA EUROPEA DE SEGURIDAD 2009?


Natividad Fernández Sola

En diciembre de 2007 el Consejo Europeo solicitaba del alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) un examen de la aplicación de la Estrategia Europea de Seguridad (EES) de cara a realizar propuestas para mejorarla y, si fuera apropiado, elementos para complementarla, al objeto de aprobar el resultado por el Consejo Europeo de diciembre de 2008. La opción por esta fórmula en vez de la elaboración de una nueva Estrategia o claramente una más modesta puesta al día de la actual guarda relación con el impasse en el que se encuentra sumido el Tratado de Lisboa y, con él, la elección de nuevo alto representante a quien correspondería la promoción de una nueva EES.

Como ocurrió al elaborarse la EES de 2003, desde ese momento se ha desarrollado un amplio abanico de conversaciones y consultas entre las instituciones, principalmente con la Comisión, y con los Estados miembros. Igual que en aquella ocasión, el Instituto de Estudios de Seguridad de la UE ha organizado una serie de seminarios sobre “los intereses europeos y las opciones estratégicas”, en Roma, Natolín, Helsinki y París. Como entonces se hizo, también ahora puede percibirse un cierto déficit democrático en su elaboración, si bien en esta ocasión los Estados miembros están estrechamente asociados al proceso y han formulado sus propias contribuciones.

A principios de septiembre, los servicios del Consejo proponían las principales áreas de acción y las pautas a seguir en la reunión informal de ministros de Asuntos Exteriores y el 11 de diciembre se presentaba al Consejo Europeo el “Informe sobre la aplicación de la Estrategia Europea de Seguridad – Ofrecer seguridad en un mundo en evolución”.[1] El Consejo Europeo comparte el análisis contenido en el Informe y apoya las resoluciones del Consejo, en las que se acuerdan nuevos objetivos para reforzar y optimizar las capacidades europeas con el objetivo de seguir contribuyendo a la paz y seguridad internacionales al tiempo que se fomenta la seguridad de los ciudadanos europeos.

La EES de 2003

La EES de 2003 supuso la culminación del proceso inicial de gestación de la Política Europea de Seguridad desde la cumbre franco-británica de Saint-Malo en 1998, el establecimiento del objetivo de capacidades militares para 2007, el desarrollo estructurado de capacidades civiles de policía, Estado de Derecho, protección civil y la institucionalización tras la creación del Comité Político y de Seguridad, del Comité Militar y del Estado Mayor de la UE a principios de 2001. Todos estos instrumentos requerían responder a una doctrina y estrategia de uso que debía ser aceptada por todos los Estados miembros.

La invasión de Irak por EEUU en 2003 en coalición con el Reino Unido y la división surgida a raíz de esta intervención entre los Estados miembros de la UE demostró la existencia de una superestructura para la PESD pero la ausencia de unos mimbres básicos de entendimiento en cuanto a su utilización. La Convención que en esos momentos elaboraba el Tratado que establecía una Constitución para Europa tomó buena nota de la situación e introdujo importantes novedades en política exterior de la UE, comenzando por el establecimiento de unos principios y objetivos a los que la misma debería atenerse. La Guerra de Irak de 2003 supuso, además, la quiebra más importante de la relación transatlántica, al no prestarse un apoyo europeo unánime y sin fisuras a la política norteamericana y al unilateralismo de la decisión de la superpotencia.

En este convulso escenario, la EES elaborada por el alto representante de la PESC de la UE, Javier Solana, supone un bálsamo en las relaciones con EEUU y en las propias relaciones intracomunitarias tan dañadas como las anteriores. Por ello, puede afirmarse su virtualidad en el contexto en el que se elabora y aprueba.

Es tradicional la comparación del documento europeo con la Estrategia de Seguridad Nacional de EEUU que le había precedido en 2002, si bien, al no ser la UE un actor nacional, su estrategia no puede compararse sin mas a las de los Estados, ni siquiera a las de los Estados miembros. En ambos documentos aparecen análogas amenazas a la seguridad, pero con una óptica diferente para enfrentarse a las mismas: acción unilateral si fuera necesario por parte de EEUU y multilateralismo eficaz por parte de la UE; e intereses planetarios o globales norteamericanos, frente a intereses preferentemente periféricos de la UE. Diferencias de intereses y de capacidades que no habían de impedir la existencia de una filosofía y unos principios transatlánticos comunes, aunque puestos en tela de juicio en algún momento. La EES lleva a primer plano de la actividad europea de seguridad la lucha contra el terrorismo internacional, aproximándose así a las preferencias securitarias de EEUU.

En estos cinco años, la EES ha permitido el uso de las capacidades al servicio de la UE para el desarrollo de más de una veintena de misiones militares, policiales, civiles o mixtas en los Balcanes, el Cáucaso, Palestina, Indonesia, Somalia y el Congo. El balance de las mismas puede considerarse positivo si tenemos en cuenta la situación de la que la UE venía y los objetivos importantes pero modestos asumidos por la Unión, dentro de sus posibilidades materiales y políticas. Debe recordarse aquí que la Unión está autorizada por el Tratado a desarrollar misiones Petersberg en el amplio sentido del término y que, en su actuación, manifiesta su inclinación hacia el uso de instrumentos de soft power por la línea de política exterior y de seguridad de algunos Estados miembros, entre los que se cuentan varios neutrales.

Con todas sus virtualidades en el contexto en el que se adoptó la EES, la experiencia y la situación estratégica actual recomendaban una reconsideración de la misma por parte de los Estados miembros y las instituciones.

Varias son las insuficiencias que en la actualidad plantea el enfoque de la EES de entre las cuales destacamos la preferencia por el entorno inmediato de la UE y por las medidas de soft power e instrumentos exclusivamente civiles. Ambas chocan con la pretensión de la Unión de convertirse en actor global con impacto real sobre los asuntos candentes de política internacional y que afectan a la seguridad mundial. Aunque, por otra parte, esta actitud es lógica si se tiene en cuenta que los Estados miembros no han abordado en su totalidad, como se habían comprometido, la modernización de sus Ejércitos. Una revitalización de la PESD partiría de una buena base con una EES adaptada a las amenazas globales a la seguridad europea y mundial.

¿Necesidad de una nueva Estrategia Europea de Seguridad?

Podría afirmarse que, aunque sin cambios estructurales en el sistema internacional, el contexto geopolítico ha evolucionado en determinados aspectos. Se mantienen conflictos de trascendencia mundial como el de Oriente próximo, al tiempo que la reciente guerra de Georgia ha demostrado que el riesgo de conflictos armados a las puertas del territorio europeo no ha desaparecido. Se ha incrementado el riesgo de proliferación de armas de destrucción masiva tanto entre Estados como entre actores no estatales, con particular empeño de algunos Estados por conseguir misiles balísticos, mientras surgen esfuerzos multilaterales de limitar el comercio de armas ligeras; y lo que quizá revista mayor trascendencia a medio y largo plazo es que se incrementan las tensiones y conflictos motivados por el acceso a los recursos naturales (energéticos, agua…) en un contexto donde se hace más patente el cambio climático.[2] La insuficiencia de recursos energéticos o el encarecimiento de los productos alimentarios básicos provocan a su vez una crisis económica mundial de la que, como es habitual, salen peor parados los países en desarrollo. A todo ello habría que añadir, como consecuencia del desigual reparto de la riqueza mundial y de los recursos y de los desastres naturales, un incremento de los flujos migratorios que pueden tener consecuencias desestabilizadoras según los países de destino y las dimensiones de tales flujos, así como incidir en el bienestar de la población en general.

A estos argumentos de contexto internacional en pro de una puesta al día de la EES, se suma la actualización de la estrategia norteamericana (NSS) en marzo de 2006 y la promulgación de una nueva Estrategia de Defensa Nacional (NDS) en junio de 2008. En ellas, aunque mantienen sus líneas esenciales, se hace un guiño a la alianza con Europa y se pone el énfasis en las soluciones multilaterales, aunque sin descartar las unilaterales si fueran necesarias para la seguridad del país. Sin embargo, y pese a lo que de positivo tenga esta evolución, en la NSS el excesivo énfasis sobre las amenazas externas y la seguridad en sentido estricto lleva a EEUU a ignorar otras amenazas a la seguridad humana y, en consecuencia, a centrarse casi exclusivamente en medios militares para hacer frente a las amenazas descritas. Puede así percibirse la distinta concepción de seguridad de la superpotencia y de la UE: la seguridad interior (Homeland Security), frente al más amplio concepto de seguridad humana (Human Security) esencialmente considerado por los socios europeos. Esta tendencia se matiza aun más en la NDS, donde se pone el énfasis en la insuficiencia de los medios militares y la necesidad de recurrir a todo tipo de recursos, incluido el soft power, para hacer frente a las amenazas a la seguridad que extiende a las derivadas de la mala gobernanza de ciertos Estados, de la escasez de recursos naturales incrementada por el cambio climático o de las pandemias o catástrofes naturales.

Por otra parte, si la situación en la que se aprobó la EES de 2003, como hemos descrito, era de ruptura y desacuerdo declarado entre EEUU y Europa y en el seno mismo de la UE, hoy estas diferencias se han amortiguado considerablemente manteniendo un clima de entendimiento entre ambos socios, con las habituales diferencias y tensiones en el ámbito comercial y ciertos desencuentros a la hora de coordinar acciones en el marco de la OTAN. En la actualidad, EEUU reclama una PESD con más músculo, descartando los temores pretéritos de que ello debilite la alianza atlántica. La prueba más evidente de este cambio de mentalidad ha sido la primera declaración explícita de la OTAN de apoyo a la defensa europea en la cumbre atlántica de Bucarest en 2008.

Finalmente, los principales gobiernos europeos que más se enfrentaron al unilateralismo de EEUU y con ello más lo provocaron, Alemania y Francia, han sido sustituidos por otros claramente favorables a un incremento de la cantidad y calidad de las relaciones transatlánticas. Por primera vez en la historia de las relaciones transatlánticas ningún gobierno europeo manifiesta abierta animadversión al gobierno estadounidense, máxime habida cuenta de su cambio. Francia incluso ha hecho de la política de defensa la prioridad de su semestre presidencial de la UE. El fin de la cuestionada Administración Bush ha de facilitar un acercamiento todavía mayor entre los aliados de ambos lados del Atlántico. En Europa es ya generalizada la constatación de que la UE no puede ser tan solo un demandante de seguridad cuyo proveedor en exclusiva es EEUU.

A todas estas razones para una actualización de la EES debiéramos añadir la preocupante paralización en los avances de la Política de Seguridad y Defensa (PCSD) que exigen su revitalización sobre la base de la voluntad soberana de los Estados europeos al respecto. Y es que esta política se ha resentido de la paralización del proceso constitucional europeo para el que de momento no se vislumbra salida rápida a falta de una vía de solución a la situación generada por el referéndum irlandés. Sin el Tratado de Lisboa se frena la potenciación de las cooperaciones estructuradas permanentes entre los Estados con mayor nivel de capacidades militares y otras fórmulas de flexibilidad imprescindibles en una Europa de 27 Estados miembros.

Además, asistimos a la frustración de las expectativas generadas por la Agencia Europea de Defensa (AED) que, en la práctica, se limita a verificar compromisos de capacidades nacionales y a obtener mejores precios del material militar pero desatendiendo su objetivo más ambicioso de fomentar proyectos de investigación comunes. Por otra parte, es permanente la crítica de la falta de planificación adecuada de las operaciones y evidente el contencioso sobre el órgano de planificación militar con la OTAN.

Elementos a considerar en la EES de 2009

Como toda Estrategia de Seguridad, la EES debiera comenzar por una clara definición de los intereses de la UE, ya que todo documento de este tipo ha de precisar como se coordinan todos los recursos disponibles para alcanzar el fin perseguido. La EES de 2003 se refiere a la defensa de la seguridad de la UE y a la promoción de sus valores. Siendo bastante evidente cuáles son estos últimos, no ocurre lo mismo con el concepto de seguridad que se acoge. Hoy, la evolución tanto doctrinal como práctica lleva esta respuesta hacia la concepción amplia de seguridad humana pero, si esto es así, existen más amenazas a la misma y hacen falta más medios que los previstos por el documento de 2003.

En segundo lugar, la identificación de las amenazas debe de cambiar, si no en sus líneas esenciales, sí para adaptarse a la situación estratégica actual. Aunque el terrorismo, la delincuencia organizada y los rogue states pueden considerarse como tales, no deben dejarse de lado los riesgos nucleares presentes o potenciales en países como Corea del Norte e Irán y la voluntad de enfrentarse a ellos de forma conjunta y por medios diplomáticos preferentemente, sin descartar la presión militar, económica u otra. Con respecto al primero, el Informe aceptado por el Consejo Europeo cita las pautas de acción de la UE, que han de girar en torno a la prevención de la radicalización y la captación, la protección de los objetivos potenciales, la persecución de los terroristas y la respuesta ante atentados. Como una sub-variedad de delincuencia organizada entendemos puede citarse la piratería, incluida en el citado Informe como amenaza a la seguridad, habida cuenta de la experiencia en el Océano Indico y en el Golfo de Adén que han dado lugar a la primera misión marítima de la Unión. Si bien el Informe mantiene la amenaza de las armas de destrucción masiva (WMD), respecto a la cual la UE debe trabajar en su prevención, en la financiación y en el sentido de la revisión del Tratado de No Proliferación en 2010, añade la amenaza cibernética a la seguridad, el peligro que representan las armas pequeñas y ligeras, la munición de racimo y las minas terrestres.

Junto a esto, y desde un punto de vista de seguridad humana, las pandemias y catástrofes naturales constituyen una amenaza a la misma, muchas veces con un claro vínculo con amenazas a la seguridad en sentido más clásico por cuanto generan conflictos o grandes desplazamientos de población. El cambio climático y la seguridad energética son igualmente problemas que impactan o pueden hacerlo en la seguridad en sentido amplio, pero también por cuanto pueden favorecer o catalizar conflictos armados en zonas inestables. Todo ello se contempla en el Informe de balance de la EES como nuevas amenazas a la seguridad europea, sobre la base de un consenso bastante generalizado al respecto tanto entre los Estados miembros y las instituciones europeas como en los foros científicos. Como se ha indicado, este tipo de amenazas se recogen ya en la NDS de EEUU de 2008. Al respecto, el Informe apuesta por un mercado energético más interconectado, con diversificación de suministro y de rutas de abastecimiento, fomentando acciones al respecto en Asia Central, en el Cáucaso, en África, en los territorios de la Asociación Occidental y en los de la Unión por el Mediterráneo, al tiempo que se fomentan las energías renovables.

Una cuestión más delicada es la relativa a la integridad territorial. En principio se asumía que no había amenazas a la integridad territorial, ni de los Estados miembros ni de otros Estados próximos. Con la ampliación al Este, la invasión de Georgia por parte de Rusia y los temores sobre otros países como Moldavia y Ucrania, ya no está tan claro que la defensa de la integridad territorial no debiera constituir un objetivo de la EES. Al menos, estos acontecimientos traen al primer plano político la vuelta a la política de poder por parte de Rusia. Sin embargo, a esta inclusión se oponen dos elementos. El primero es la falta de medios y de voluntad política de la UE para proceder a la defensa de territorios mediante cláusulas del tipo del artículo 5 del Tratado del Atlántico Norte. Para eso precisamente está la OTAN, organización a la que los mencionados países han solicitado su adhesión. De hecho, se observa que las adhesiones más recientes a la UE han venido precedidas de la previa adhesión al Tratado de Washington, por lo que sería esta organización la encargada de este tipo de defensa territorial. Por otra parte, aunque expresada en términos genéricos, la inclusión de esta amenaza implicaría de facto la declaración de Rusia como amenaza a la seguridad europea. Considerando la importancia estratégica de esta potencia continental para la UE y los importantes vínculos con ella, una aproximación cooperativa y constructiva hacia la política rusa parece más adecuada a la naturaleza de la acción de la UE y sus intereses globales. Era conveniente un pronunciamiento expreso acerca de la política de la Unión frente a Rusia como elemento esencial de la seguridad europea. Consciente del deterioro de las relaciones con la potencia continental, el Informe determina las pautas que debieran regir las relaciones con Rusia, que han de basarse en el respeto de valores comunes e intereses y objetivos comunes; declaración excesivamente ambigua como para servir de criterio unificador de las distintas políticas nacionales respecto a Rusia, siendo como es absolutamente necesario un previo acuerdo político entre los Estados miembros todavía muy distanciados en este punto.

En tercer lugar, la Estrategia Europea de Seguridad debiera contener una más clara precisión de las modalidades y situaciones de uso de la fuerza por parte de la Unión. Si bien la preferencia europea se sitúa en la utilización prioritaria de instrumentos civiles de gestión de crisis, no es menos cierto que determinadas misiones PESD de las desarrolladas hasta el momento han requerido del uso de la fuerza militar y ésta no debe dejarse a la improvisación ni al criterio del jefe de la operación en un momento determinado. En este sentido, la EES, aunque no es una estrategia de defensa –que hoy por hoy es inexistente en Europa–, debería desarrollar estrategias explícitas para las intervenciones de la Unión en las que se equilibren todos los elementos al alcance de la organización. En suma, como se ha señalado acertadamente, la EES debe dejar de ser descriptiva para pasar a ser prescriptiva. A la hora de definir las implicaciones políticas para Europa de las amenazas a la seguridad y el papel de la UE en el mundo, el Informe presentado al Consejo Europeo propugna tres líneas de actuación referidas a un incremento de la eficacia y de las capacidades europeas, a un mayor compromiso con los vecinos y a la permanente potenciación del multilateralismo eficaz. Se trata de las mismas pautas de actuación ya recogidas en la EES, si bien allí el multilateralismo eficaz se contemplaba como un objetivo estratégico. Al desarrollar estos aspectos, el Informe incide en las principales debilidades de la política exterior y de seguridad europea y aboga por su mejora. Así, propugna una mejor coordinación institucional, la adopción de decisiones de inspiración más estratégica, la atención prioritaria a la prevención temprana con medidas de pacificación y de reducción de la pobreza, la utilización coherente de todos los instrumentos a disposición de la UE, la mejora de las capacidades de diálogo y de mediación o la flexibilidad en las respuestas a las crisis mediante las agrupaciones tácticas y los equipos civiles. Asimismo, se realza la importancia de las Naciones Unidas y el papel a jugar por la OTAN y por las organizaciones regionales. Sin embargo, sigue sin definirse esa estrategia explícita para las intervenciones de la UE.

Finalmente, la EES debe establecer una priorización de sus intereses y de sus objetivos estratégicos. En la actual Estrategia tales prioridades no aparecen claramente, aunque la apuesta por la seguridad en el entorno más próximo constituye uno de los elementos clave. Sin embargo, si analizamos la práctica de la PCSD, ésta se compadece mal con tales pretendidas preferencias. Así, de las 20 misiones PESD desarrolladas hasta ahora, cinco han tenido lugar en el Congo, una en Indonesia y dos en Palestina. Sin negar la virtualidad y necesidad de las mismas, sería necesario precisar con arreglo a qué estrategia o criterios se han decidido, a riesgo de llegar a la conclusión de que existe misión donde existe acuerdo de los Estados miembros aunque no entre dentro de las prioridades europeas. Aunque también podría llegarse a la conclusión de la superfluidad de seguir declarando esa preferencia por la periferia europea puesto que, si la UE aspira a ser actor global, no puede limitar sus intereses a esta zona territorial. Sin dejarla de lado, debiera centrarse en aquellos puntos de máximo interés para la seguridad europea. Y aquí se aprecia uno de los cambios del contexto estratégico internacional, porque el mundo al final de esta primera década de siglo no es igual que el de hace cinco años, momento en el que Europa todavía estaba sacudida por el impacto de las guerras balcánicas, ni la UE tiene los mismos medios ni las mismas aspiraciones que entonces. Tampoco entonces suscitaba las expectativas que hoy suscita. En esta línea, el Informe presentado al Consejo Europeo da un paso adelante al ampliar su meta de afianzar la estabilidad más allá de Europa y, si bien se insiste en las necesarias acciones en la periferia europea (Turquía, Balcanes, los países de la PEV –del Este y del Sur–, Ucrania, Belarús y Moldova) se recoge también la necesidad de estabilización de Oriente Próximo, Irak, Irán y Afganistán, con una referencia expresa al apoyo de los países vecinos de Asia Central y a la importancia de la mejora de las relaciones entre la India y Pakistán.

Por otra parte, aunque se continúa insistiendo en el reforzamiento de la seguridad en nuestro entorno inmediato, se introduce el matiz novedoso, ya apuntado en algunos planes de acción de la política de vecindad, de mayor implicación europea en la resolución de conflictos y la inestabilidad de muchos de estos territorios. Con ser positiva esta asunción de responsabilidad, la UE sigue sin hacer un análisis de las consecuencias negativas que genera esta política en relación a los países próximos a nuestro entorno pero excluidos de este círculo privilegiado. Convertirse en actor global exigiría de la Unión ampliar su foco de actuación, reconociendo sus intereses de seguridad humana más allá de su entorno inmediato, por ejemplo y claramente, a los países de Asia Central, evitando, al mismo tiempo, quedar relegada en estas zonas frente a los grandes actores internacionales.

Desde un punto de vista mucho más operativo y vistas las dificultades de las misiones de la UE, se estimaba necesario abordar la posible planificación conjunta de capacidades civiles y militares destinadas a las mismas. Y es que no sólo la planificación de ambas se realiza por separado, generando o pudiendo generar incoherencias, sino que, además, la planificación civil resulta mucho más caótica e ineficaz. El Informe de 2008 abre la puerta a esta planificación conjunta al declarar esenciales unas estructuras de mando y unas capacidades de cuartel general adecuadas y eficaces, que permitan “combinar la pericia técnica civil y militar desde la concepción de una misión, a través de la fase de planeamiento y durante la ejecución”, con lo que será posible la unificación en el planeamiento de los aspectos civiles y militares de una misión. Los esfuerzos del alto representante de crear una nueva estructura única civil-militar de planeamiento estratégico son expresamente apoyados por el Consejo Europeo en la Declaración sobre la potenciación de la PESD.[3]

El Informe continúa la senda actual de enfatizar la contribución a un sistema internacional multilateral, como corresponde a la naturaleza y esencia misma de la UE. Para ello es primordial reforzar la gobernanza global y, aquí, la NDS 2008 norteamericana y la Estrategia Europea se aproximan. Sin embargo, el Informe aceptado por el Consejo Europeo no incide tanto en la buena gobernanza de los países vecinos u otros como en la responsabilidad de proteger a las poblaciones contra los más odiosos crímenes internacionales, en la línea marcada por el documento final de la Cumbre Mundial de las Naciones Unidas de 2005.

Finalmente, se mantiene la aproximación típicamente europea de atacar las amenazas en su fuente, antes de que se manifiesten, con lo que se alude a los marchamos securitarios europeos de vinculación entre seguridad y desarrollo y de seguridad humana, reafirmando la vigencia del modelo europeo de gestión de crisis.

Conclusiones

Tras cinco años de su aprobación, era el momento de hacer balance y aportar los complementos necesarios a la EES. Incluso hubiera sido oportuna la aprobación de una nueva Estrategia, por las razones expuestas; eventualidad que no se contempla por ahora.

Para esta nueva etapa y en el actual contexto internacional, la prioridad absoluta de la UE debe continuar siendo el reforzamiento de un sistema internacional multilateral eficaz que permita mejorar sustancialmente la gobernanza mundial y hacer frente a los nuevos desafíos de seguridad. Para ello, la propia UE ha de ser eficaz, capaz y flexible y, de este modo, contribuir a los cambios requeridos en el sistema internacional, tales como la reforma de las Naciones Unidas, la eficacia de la Corte Penal Internacional, la remodelación del Fondo Monetario Internacional y de las entidades financieras internacionales o la transformación del G8.

Una clara declaración de la relación existente entre seguridad y desarrollo puede asimismo constituir un factor distintivo de la concepción europea de seguridad y de su modo de abordar los problemas mundiales.

Al acoger un concepto amplio de seguridad, resulta coherente la ampliación de la enumeración de amenazas a la misma existentes en la actualidad.

También debieran de precisarse las condiciones y circunstancias del uso de todos y cada uno de los recursos y capacidades al alcance de la Unión, especialmente de las capacidades militares, y prever su disposición más adecuada y rápida y una planificación coherente y mejor aun conjunta con las capacidades civiles. Si este último aspecto es acogido por el Informe adoptado por el Consejo Europeo, no ocurre así con las condiciones de uso de los recursos de la Unión. En definitiva, y para poder ser calificada de estrategia, la EES debiera detallar más los objetivos políticos de la UE para garantizar sus intereses, dejando atrás en la medida de lo posible las ambigüedades diplomáticas que sólo son reflejo de los desencuentros políticos entre Estados miembros.

Pese a la denominación de “Informe”, el documento presentado encierra una auténtica actualización o puesta al día de la EES de 2003 por la que se va a regir la UE en los próximos años.

Como se ha señalado, puede afirmarse que, atendido el texto vigente y las actualizaciones o complementos propuestos en el Informe, nos encontramos más bien ante una Gran Estrategia que ante una Estrategia de Seguridad propiamente dicha, puesto que plasma la teoría acerca de los modos para conseguir seguridad pero, sin embargo, no define claramente cuáles son los intereses de la UE a cuya satisfacción se orienta la política de seguridad y defensa.

Si bien se corrobora la filosofía de la EES como seña de la identidad europea, los Estados miembros no parecen estar preparados para desembarazarse de sus prejuicios en torno a la seguridad europea y trabajar conjuntamente en pro de la misma con unas ideas homogéneas y una estrategia armónica y coherente con los medios y con las aspiraciones de la UE.

Notas:

[1] “Discusión Paper for the Gymnich Meeting on 5/6 September 2008 (non paper)”; “Informe sobre la aplicación de la Estrategia Europea de Seguridad – Ofrecer seguridad en un mundo en evolución”, S407/08.

[2] Climate Change and International Security, Paper from the High Representative and the European Commission to the European Council, S113/08, 14/III/2008.

[3] “Declaration by the European Council on the Enhancement of the European Security and Defence Policy, Annex 2, Presidency Conclusions, 11 and 12 December 2008”, 17271/08.