30 de junio de 2008

EL NUEVO ORDEN MUNDIAL NUEVO


Daniel W. Drezner

Ascensos y caídas

Durante el siglo XX, la lista de las grandes potencias del mundo fue previsiblemente corta: Estados Unidos, la Unión Soviética, Japón y Europa noroccidental. El siglo XXI será diferente. China e India están emergiendo como pesos completos en lo económico y lo político. China tiene más de un billón de dólares en reservas de divisa fuerte, el sector de alta tecnología de India está creciendo a pasos agigantados, y ambos países, ya reconocidos como potencias nucleares, están produciendo flotas navales. El Consejo de Inteligencia Nacional, un grupo de especialistas del gobierno estadounidense, prevé que para 2025 China e India serán la segunda y cuarta economías más grandes del mundo, respectivamente. Tal crecimiento está dando paso a una era multipolar en la política mundial.

Este desplazamiento tectónico planteará un desafío a las instituciones globales dominadas por Estados Unidos que han existido desde la década de 1940. A instancias de Washington, estos regímenes multilaterales han promovido la liberalización comercial, los mercados de capital abierto y la no proliferación nuclear, asegurando una paz y una prosperidad relativas por seis décadas, así como incalculables beneficios para Estados Unidos. Pero, a menos que las potencias ascendentes como China e India se incorporen a esta estructura, el futuro de estos regímenes internacionales será incómodamente incierto.

Dado su desempeño en los últimos seis años, uno no esperaría que la administración Bush maneje este desafío demasiado bien. Después de todo, sus impulsos unilateralistas, expuestos vívidamente en la guerra de Irak, se han convertido en un pararrayos para las críticas de su política exterior. Pero la controversia sobre Irak ha opacado un componente más pragmático y multilateral de la gran estrategia de la administración Bush: el intento de Washington de dar una nueva configuración a la política exterior estadounidense y las instituciones internacionales a fin de ajustarse a los virajes en la distribución global del poder. El gobierno de Bush ha estado reasignando los recursos de la rama ejecutiva para concentrarse en las potencias ascendentes. En un intento de asegurar que estos países acojan los principios centrales del orden mundial creado por Estados Unidos, Washington ha tratado de reforzar sus perfiles en foros que van del Fondo Monetario Internacional (FMI) a la Organización Mundial de la Salud, en temas tan diversos como la proliferación nuclear, las relaciones monetarias y el medio ambiente. Como tales esfuerzos se han enfocado más en la llamada baja política que en la guerra global contra el terrorismo, han quedado bajo el escrutinio de muchos observadores. Pero en realidad, George W. Bush ha resucitado el llamado de George H.W. Bush a un "nuevo orden mundial", creando, en efecto, un nuevo orden mundial nuevo.

Este esfuerzo no anunciado es bien intencionado y bien aconsejado. Sin embargo, choca contra dos obstáculos de importancia. El primero es que respaldar a los países que ascienden significa retirar el respaldo a los que decaen. En consecuencia, algunos miembros de la Unión Europea (UE) se han mostrado menos que entusiasmados por algunos aspectos de la estrategia de Estados Unidos. Desde luego, la UE ha hecho sus propios ajustes bilaterales y ha estado feliz de cooperar con países emergentes en respuesta al unilateralismo estadounidense. Pero los estados europeos han estado menos dispuestos a reducir su sobrerrepresentación en las instituciones multilaterales. El segundo problema, que es creación de la propia administración Bush, deriva de la reputación de Washington de inclinarse al unilateralismo. Debido a que se percibe que el gobierno estadounidense ha recortado muchas estructuras globales para una forma de gobierno en años recientes, cualquier esfuerzo que haga esta administración de volver a escribir las reglas del juego global es visto de nuevo como otro intento de Washington de eludir las restricciones del derecho internacional. Una coalición de los escépticos, que incluye estados como Argentina, Nigeria y Pakistán, dificultará que Estados Unidos planifique la inclusión ordenada de India y China en el concierto de las grandes potencias.

Pese a estas dificultades, a Estados Unidos le conviene redoblar sus esfuerzos. El creciente sentimiento antiestadounidense ha revitalizado a agrupaciones de naciones tradicionalmente hostiles a Estados Unidos, como el Movimiento de los No Alineados. Para vencer tal escepticismo, Estados Unidos debe estar preparado para hacer verdaderas concesiones. Si no se logra que China e India se sientan bien acogidas por las instituciones internacionales, podrían crear instituciones nuevas, y Estados Unidos se quedará mirándolas desde fuera.

Plus ça change

Cuando la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el FMI, el Banco Mundial, el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT, por sus siglas en inglés) y la OTAN fueron creados a finales de la década de 1940, Estados Unidos era la potencia hegemónica indiscutible del mundo occidental. Esas organizaciones reflejaban su predominio y sus preferencias, y fueron diseñadas para impulsar el poder de Estados Unidos y sus aliados europeos. Durante siglos, Francia y el Reino Unido habían sido grandes potencias; en la década de 1950 las reglas del juego todavía les concedían importantes prebendas. Se les otorgaron asientos permanentes en el Consejo de Seguridad de la ONU. Se acordó que el director ejecutivo del FMI sería siempre un europeo. Y a Europa se le concedió, de facto, una voz igual a la de Estados Unidos en el GATT.

Hoy, la distribución del poder en el mundo es muy diferente. Según Goldman Sachs y el Deutsche Bank, hacia 2010 el crecimiento anual en ingresos combinados nacionales de Brasil, Rusia, India y China -- los llamados países BRIC -- será mayor que el de Estados Unidos, Japón, Alemania, el Reino Unido e Italia juntos; hacia 2025, será el doble del los del G-7 (el grupo de los países más industrializados).

Ya en la década de 1990 estas tendencias eran evidentes, y el término de la Guerra Fría presentó una oportunidad para adaptar las instituciones internacionales a las potencias en ascenso. En ese tiempo, sin embargo, Washington decidió reforzar los acuerdos preexistentes. El GATT se convirtió en la Organización Mundial del Comercio (OMC). La OTAN extendió su número de miembros admitiendo a estados de Europa del Este y amplió su esfera de influencia a los Balcanes. Las políticas macroeconómicas conocidas como el consenso de Washington se volvieron el evangelio en las más importantes instituciones financieras internacionales. Hubo pocos cambios institucionales para ajustarse a las potencias en asenso, además de la creación del foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC, por sus siglas en inglés) en 1989 y la arduamente lograda admisión de China en la OMC en 2001. Muchos de los nuevos foros, como el Grupo de Trabajo de Acción Financiera sobre el Lavado de Dinero, abarcaron a los sospechosos habituales: Estados Unidos y sus aliados industrializados.

La administración Clinton tenía buenas razones para no hacer más. Rehacer las instituciones internacionales es una ingrata tarea que requiere que los que ostentan el poder cedan voluntariamente parte de su influencia. No era una necesidad urgente de emprenderla en la década de 1990. China e India estaban en ascenso, pero su condición de grandes potencias aún parecía bastante lejana. Incluso cambios menores en la ya duradera política exterior estadounidense -- como la reducción de tropas estadounidenses en Alemania -- fueron motivo de gran controversia. Más importante aún: el enfoque de fortalecimiento de la administración Clinton funcionó. La creación de la OMC reforzó el régimen global de comercio. La OTAN realizó operaciones eficaces en Bosnia y Kosovo. El Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT, por sus siglas en inglés) fue renovado indefinidamente. Pese a las quejas ocasionales acerca del hiperpoderío de Washington, Estados Unidos pareció capaz de promover legítimamente sus intereses mediante el hábil uso de la diplomacia multilateral. En términos generales, la hegemonía estadounidense fue incuestionable.

Sin embargo, estas ganancias no llegaron sin costos encubiertos. Muchas de las potencias en ascenso creían que las vigentes estructuras globales para una forma de gobierno se inclinarían en su contra. La arbitrariedad percibida del FMI durante la crisis financiera asiática de la década de 1990 alentó el resentimiento en la Cuenca del Pacífico. Nueva Delhi se sintió frustrada por las objeciones de Washington a sus ensayos nucleares de 1998 y se hartó de ser vista por Washington estrictamente a través del prisma de la seguridad surasiática. China resintió las prolongadas negociaciones para ingresar a la OMC. Y los bombardeos de la OTAN sobre Kosovo fueron tres veces problemáticos para Beijing: el ataque accidental a la embajada china en Belgrado despertó pasiones nacionalistas, la buena voluntad de Washington de cruzar las fronteras internacionales para proteger los derechos humanos chocó con la noción de Beijing de la soberanía estatal y la decisión de Estados Unidos de pasar por alto a la ONU y actuar mediante la OTAN destacó los límites de la influencia eficaz de China en la política mundial. Al entrar en el nuevo milenio, las economías de más rápido crecimiento del mundo estaban alimentando rencores hacia Estados Unidos.

El nuevo trato

La respuesta de la administración Bush a los ataques del 11-S desencadenó una avalancha de libros sobre cómo replantear la gran estrategia estadounidense. La mayoría de ellos, al apuntar al caos en Irak y los reveses en la guerra contra el terrorismo, condenan la inclinación del gobierno de Bush al unilateralismo belicoso y afirman que es posible una mejor manera de proceder. Dado el rechazo de la administración al multilateralismo en el contexto de la Convención de Armas Biológicas, las convenciones de Ginebra y la Operación Libertad Iraquí, estas críticas tienen sólidos fundamentos.

Pero el análisis es incompleto, aun cuando los excesos discursivos del ex embajador ante la ONU John Bolton y el ex secretario de Defensa Donald Rumsfeld pueden hacer pensar de otro modo. Hay incontables motivos para explicar la reciente extralimitación de Washington ante las potencias en ascenso y su esfuerzo concomitante para reformar la forma de gobierno global. En parte, los cambios en el personal motivaron este cambio; no es coincidencia, por ejemplo, que la mayor parte de estos esfuerzos extralimitados hayan tenido lugar desde que Condoleezza Rice asumió la secretaría de Estado y se hayan acelerado desde que Henry Paulson llegó al Departamento del Tesoro como su titular. En parte, el cambio se endilgó a la administración desde el exterior. Como señaló Philip Gordon, de la Brookings Institution, en estas páginas ["El fin de la revolución de Bush", Octubre-Diciembre, Vol. 6, Núm. 4], el fracaso en Irak hizo del neoconservadurismo una estrategia insostenible.

Sin embargo, en parte, el esfuerzo para institucionalizar un nuevo concierto de grandes potencias ha sido un componente persistente de la política exterior del gobierno de Bush. Y el multilateralismo al estilo de Washington es sobre todo un medio para promover los objetivos estadounidenses. En consecuencia, la administración Bush delega funciones en las instituciones que considera eficaces (digamos, la OMC) y ha buscado consistentemente la imposición de las normas y decisiones multilaterales que le parecen importantes (trátese de los acuerdos de préstamo del FMI o las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU). Pero denuesta a las instituciones multilaterales que no se ajustan a sus propias normas (como otros organismos de la ONU). La Estrategia de Seguridad Nacional de 2006 reitera la posición dual de Washington al señalar que el consenso de las grandes potencias "debe ser apoyado por las instituciones apropiadas, regionales y globales, para hacer la cooperación más permanente, eficaz y de mayor alcance. Donde las instituciones existentes puedan reformarse para satisfacer los nuevos desafíos, nosotros, así como nuestros socios, debemos reformarlas. Donde no existan las instituciones apropiadas, nosotros, así como nuestros socios, debemos crearlas".

Las instituciones globales dejan de ser apropiadas cuando la delegación de la autoridad de toma de decisiones ya no se corresponde con la distribución del poder, y ésa es justamente la situación hoy. El Consejo de Seguridad de la ONU es un ejemplo obvio; y lo es el G-7, aún más célebre. Los estados del G-7 se atribuyeron el manejo de los desequilibrios macroeconómicos globales en la década de 1970. Durante la década de 1980 tuvieron un éxito moderado en ello, cuando representaron la mitad de la actividad económica mundial. Hoy, sin embargo, aunque suelen encontrarse con Rusia (bajo la forma del G-8), no pueden ser eficaces sin incluir en sus deliberaciones al peso completo económico que es China.

Incorporar a las potencias en ascenso mientras se concilian los estados imperantes no es una hazaña sencilla. Pero la labor debería parecer menos intimidante cuando se entienda que el éxito beneficiará a los estados emergentes tanto como a Estados Unidos. Ello llevará a los estados en ascenso reconocimiento y legitimidad para estar en armonía con su nuevo poder. Es seguro que tendrán que aceptar un orden multilateral construido sobre los principios estadounidenses. Pero ellos -- en especial China e India -- han crecido de modo fenomenal justamente al hacerlo. Ahora que les interesa sostener sus actuales altas tasas de crecimiento económico, las potencias en ascenso comparten algunos intereses con Estados Unidos en temas como la certidumbre de abastos energéticos y la prevención de las pandemias globales.

Uno a uno

El equipo de Bush ya ha hecho esfuerzos significativos para adaptarse a los tiempos del mundo cambiante. Hace unos años, empezó a reasignar recursos dentro del gobierno estadounidense. Más recientemente, ha ido a la cabeza de los esfuerzos multilaterales para integrar a China e India en los regímenes internacionales importantes.

El Departamento de Defensa fue la primera burocracia estadounidense que hizo importantes cambios para reflejar el nuevo orden mundial nuevo. Empezó por reubicar a los soldados estadounidenses estacionados en el extranjero. En 2004, más de 250000 soldados estaban desplegados en 45 países, la mitad de ellos en Alemania y Corea del Sur, los campos de batalla de la Guerra Fría. Para mejorar la movilidad de las tropas ante amenazas siempre cambiantes, el presidente Bush anunció en agosto de 2004 que el número de fuerzas armadas estadounidenses estacionadas en el extranjero se reduciría y que 35% de las bases instaladas en el exterior se cerraría hacia 2014. Muchos de esos soldados tendrán su base en Estados Unidos, pero otros volverán a desplegarse en países de la periferia de la nueva zona de amenaza: en Europa del Este, en Asia Central y a lo largo de la Cuenca del Pacífico.

El Departamento de Estado también se está ajustando. En un discurso pronunciado en enero de 2006 en la School of Foreign Service de la Georgetown University, la secretaria de Estado Rice dijo: "En el siglo XXI, las naciones en ascenso como India y China y Brasil y Egipto e Indonesia y África del Sur están definiendo cada vez más el curso de la historia... Nuestra actual postura global no refleja realmente ese hecho. Por ejemplo, tenemos casi el mismo número de personal del Departamento de Estado en Alemania, un país de 82 millones de personas, que en India, país con mil millones de personas. Está claro hoy que Estados Unidos debe empezar a reubicar nuestras fuerzas diplomáticas en todo el mundo... a nuevos puntos críticos para el siglo XXI". Rice anunció que cien empleados del Departamento de Estado serían trasladados de Europa a países como India y China hacia el 2007.

Washington también ha reforzado sus relaciones bilaterales con China e India. Tras un difícil comienzo -- la primera crisis de política exterior del equipo de Bush llegó cuando una aeronave espía estadounidense chocó con un caza chino -- , la administración Bush reorientó su actitud hacia Beijing. "Es hora de llevar nuestra política exterior más allá de abrir las puertas a China como miembro del sistema internacional", anunció entonces el subsecretario de Estado Robert Zoellick en septiembre de 2005. "Necesitamos impulsar a China para que se convierta en un actor responsable en ese sistema" de modo que "colabore con nosotros para sostener el sistema internacional que ha permitido su éxito". El lenguaje del "actor responsable" se ha vuelto desde entonces parte de todos los pronunciamientos oficiales estadounidenses sobre China, y la teoría en que se basa ha guiado varias iniciativas. El otoño pasado, Washington lanzó el Diálogo Estratégico Económico Estados Unidos-China. En diciembre, el secretario del Tesoro Paulson encabezó a seis funcionarios estadounidenses de nivel gabinete y al gobernador de la Reserva Federal en dos días de discusiones con sus homólogos chinos sobre temas que iban de la cooperación energética a los servicios financieros, pasando por los tipos de cambio. En asuntos tan diversos como lidiar con Corea del Norte y Darfur, dar nuevo vigor a la Agenda de Desarrollo de Doha y consultar a la Agencia Internacional de Energía, Washington ha tratado recientemente de llevar a China al concierto de las grandes potencias.

Estados Unidos también ha buscado a India. Durante la mayor parte de la década de 1990, Estados Unidos ha mostrado un fuerte interés en manejar la disputa de India con Pakistán por Cachemira y en evitar crisis nucleares potenciales. Aunque Pakistán es un importante aliado de Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo, la relación estadounidense-india ha mejorado considerablemente en los últimos cinco años. En noviembre de 2006, el Departamento de Comercio estadounidense organizó la mayor de sus misiones de desarrollo económico con India, expandiendo el diálogo comercial entre ambos países. El año pasado, también concluyeron un acuerdo bilateral para cooperar en el uso civil de la energía nuclear: un reconocimiento de facto por parte de Estados Unidos de que India es una potencia nuclear. El acuerdo fortalece el compromiso de India con las normas de la no proliferación en su programa nuclear civil, pero mantiene el programa militar indio fuera de la órbita de las inspecciones de la Agencia Internacional de Energía Atómica. Los críticos del trato advierten que amenaza al NPT. Pero la administración Bush arguye que India es una gran potencia en ascenso, que el genio nuclear no puede meterse de nuevo en la botella y que, como India es una democracia, el genio no causará daños. Según la Estrategia de Seguridad Nacional de 2006, "India ahora está dispuesta a asumir las obligaciones globales en cooperación con Estados Unidos de un modo conveniente a una potencia importante".

Todo incluido

De manera más ambiciosa, el gobierno de Bush ha tratado de readaptar las organizaciones internacionales para que se ajusten más a las potencias en ascenso. En algunos casos, los cambios han ocurrido casi por norma. La formación del bloque G-20 de países en vías de desarrollo, por ejemplo, obligó a Estados Unidos a invitar a Brasil, India y Sudáfrica al cuarto verde de negociaciones en la reunión ministerial de la OMC, en septiembre de 2003, de la Ronda Doha de conversaciones comerciales, en Cancún. Desde entonces, los negociadores comerciales estadounidenses han estado pidiendo a gritos una mayor participación de China con la esperanza de que Beijing moderará las visiones de países en vías de desarrollo más militantes.

De manera similar, Estados Unidos ha alentado a China a participar periódicamente en las reuniones del G-7 de ministros de finanzas y gobernadores de bancos centrales. El objetivo de Washington es reconocer la creciente importancia de China en la política y la economía mundiales y, a cambio, lograr que Beijing conceda que sus políticas cambiarias y su represión del consumo interno contribuyen a los desequilibrios económicos globales. También, en ocasiones, se ha invitado a funcionarios de Brasil, India y Sudáfrica a las reuniones del G-7, siguiendo la teoría de que, como se sostuvo en un artículo reciente del Departamento del Tesoro, "enfrentar los desequilibrios [macroeconómicos] globales requiere tratar intensamente con nuevos actores ajenos al G-7".

Asimismo, con miras a otorgar mayor influencia a China (así como a Corea del Sur, México y Turquía), la administración Bush ha hecho mucho por cambiar las cuotas de votación dentro del FMI. La cuota formal de China ostenta una enorme subrepresentación frente al tamaño económico actual del país. Timothy Adams, subsecretario para Asuntos Internacionales en el Departamento del Tesoro, dijo a The New York Times en agosto de 2006 que "al dar un nuevo plan de gestión al FMI y una mayor voz a China, ésta tendrá un sentido más grande de responsabilidad en cuanto a la misión de la institución". En una reunión en Singapur en el otoño de 2006, el Comité Monetario y Financiero Internacional del FMI estuvo de acuerdo en reasignar las cuotas para reflejar los cambios en el equilibrio del poder económico. Clay Lowerly, secretario asistente para Asuntos Internacionales en el Departamento del Tesoro, reformuló la posición de Washington de ese momento: "Ya hace tiempo que tenemos la opinión de que si no emprendemos acciones para reconocer el papel creciente de las economías en ascenso, el FMI será menos relevante y todos estaremos peor". También recientemente Washington señaló su disposición a que China se incorpore al Banco Interamericano de Desarrollo.

Mientras tanto, el gobierno de Bush ha optado por una mayor cooperación con las potencias en ascenso también en otras cuestiones, en especial la energía, el medio ambiente y la proliferación nuclear. Washington ha comprometido a China mediante el Grupo de Trabajo de Energía del APEC. Esto ha animado a China e India, que están ansiosas por asegurar un acceso regular a la energía, a colaborar con la Agencia Internacional de Energía a fin de crear reservas petroleras estratégicas. Ha lanzado, junto con Australia, China, Corea del Sur, India y Japón, la Asociación Asia-Pacífico para el Desarrollo Limpio y el Clima para facilitar la eficiencia energética y el crecimiento sustentable en materia ambiental. (Como sus miembros representan más de la mitad de la economía mundial, la asociación tiene el potencial de afectar más el calentamiento global de lo que hace el Protocolo de Kyoto.) Estados Unidos también ha contado con que China e India ayuden a detener la proliferación nuclear. Depende de Beijing llevar de nuevo a Pyongyang a las conversaciones de seis partes e implementar sanciones financieras que limiten el acceso de Corea del Norte a moneda fuerte. En octubre de 2006, después del ensayo nuclear de Corea del Norte, por primera vez China suscribió una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que ordena sanciones contra el régimen. De manera similar, Washington ha contado con el respaldo de India a las objeciones estadounidenses al programa nuclear de Irán, así como la presencia de India en la mesa directiva de la Agencia Internacional de Energía Atómica, para llevar su caso contra Teherán al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

En el camino

Es muy pronto aún para determinar si las jugadas de Washington para llevar a Beijing y Nueva Delhi al concierto de las grandes potencias tendrán éxito. Algunas de las iniciativas estadounidenses han sido infructuosas o producido magros resultados. La reforma interna inicial del FMI ha sido, hasta hoy, pobre. La cuota de votación de China se elevó de 2.98 a 3.72%. La reforma del Consejo de Seguridad de la ONU se ha estancado porque las propuestas que emanan de los propios organismos de la organización han parecido poco prácticas y las potencias clave no han sido capaces de llegar a acuerdos sobre qué países merecen ser miembros permanentes. Uno de los muchos estancamientos que paralizan la Ronda Doha es el rechazo de la UE a recortar más los subsidios agrícolas a menos que los países del G-20 estén de acuerdo en abrir el acceso a sus mercados internos no agrícolas. Y los opositores al trato nuclear Estados Unidos-India sostienen que el convenio no puede reconciliarse con las posturas de línea dura de Washington contra Irán y Corea del Norte.

Pero los escépticos deberían considerar que tales empeños sólo rendirán frutos con el tiempo. Estudios independientes realizados por Robert Lawrence e Iain Johnston, ambos profesores de la Harvard University, han mostrado que continuar con la participación de China en la economía internacional y los regímenes de seguridad ha transformado lentamente, durante muchos años, a Beijing, de ser un régimen de gobierno revolucionario a uno conservador. El Diálogo Estratégico Económico con China, que a la fecha ha recibido comentarios de justos a moderados, apenas acaba de empezar. Como fue el caso con la Iniciativa sobre Impedimentos Estructurales dirigida con Japón hace más de 15 años, que a la larga abrió los mercados japoneses a los minoristas estadounidenses, los avances con China no llegarán muy pronto.

Otra dificultad es que reescribir las reglas de las instituciones vigentes es una tarea espinosa. El poder es un juego de suma cero, y así cualquier intento de elevar la posición de China, India y otros estados en ascenso dentro de las organizaciones internacionales costará a otros países algo de su influencia en esos foros. Puede esperarse que esos perdedores potenciales traten de estancar o sabotear los intentos de reforma. Aunque los países europeos son todavía importantes, su crecimiento económico y demográfico no va a la par de las potencias en ascenso o de Estados Unidos. Al haber sido dotados con posiciones privilegiadas en muchas instituciones clave de la Posguerra, los países europeos se oponen a perder la mayor parte en una redistribución del poder a favor de los países de la Cuenca del Pacífico. Y como, en efecto, tienen el poder de veto en muchas organizaciones, pueden resistir los cambios encabezados por Estados Unidos. Los europeos sostienen que ellas deben mucho a la UE, la cual les permite mandar sobre un bloque de votos de 25 miembros en muchas instituciones. Pero si la UE cambia a una política común sobre asuntos internacionales y seguridad, valdría la pena preguntarse por qué Bruselas tiene derecho a 25 voces cuando los 50 estados que componen la Unión Americana sólo tienen una.

Puede esperarse que los países en vías de desarrollo de la periferia de la economía global respalden a Europa en resistir los esfuerzos de reforma encabezados por Estados Unidos: no quieren perder la poca influencia que tienen en las instituciones multilaterales. Tal resistencia puede ser lo más común en el futuro porque la administración Bush, al haber mostrado una inclinación al unilateralismo en algunos asuntos, ha elevado las sospechas acerca de sus motivos. Es probable que muchos países vean en los esfuerzos de reforma de Washington un intento oportunista de liberarse de las restricciones de los acuerdos multilaterales ya en vigencia. Además, el creciente sentimiento antiestadounidense en todo el planeta ha dificultado que esos gobiernos estén dispuestos a cooperar con Estados Unidos para hacerlo así.

La administración Bush también afronta obstáculos en casa. Algunos demócratas en el Congreso se opusieron a la iniciativa de la Casa Blanca para dar a China una influencia mayor dentro del FMI con base en que hacerlo así significaba recompensar a un actor desleal en la economía global; gracias a las elecciones intermedias de 2006, este tipo de oposición tendrá ahora una voz aún más fuerte. Las encuestas de salida mostraron un fuerte apoyo entre los votantes al realismo geopolítico y el populismo económico: posiciones que podrían complicar los esfuerzos por reelaborar los acuerdos para una forma de gobierno global. Por un lado, es más probable que los estadounidenses suscriban cualquier iniciativa de seguridad multilateral que retirara alguna presión de las fuerzas armadas estadounidenses tan implicadas en tantas partes del mundo y con tanto peso sobre sus hombros; por el otro, parecen listos a oponerse a los ajustes respecto a las potencias económicas en ascenso.

¿Fuera o dentro?

Puede parecer raro que hoy Estados Unidos procure privar del derecho a voto a sus viejos aliados en Europa para recompensar a gobiernos que a menudo tienen agendas que se apartan de la suya propia. Pero la alternativa es aún más desconcertante: si estos países no se integran, podrían buscar su propio camino y crear organizaciones internacionales que choquen en lo fundamental con los intereses estadounidenses. En los años más recientes, alimentados por la actitud antiestadounidense, grupos latentes como el Movimiento de los No Alineados han cobrado nueva vida. Si India y China no están hechas para sentirse dirigentes comunes del sistema internacional, podrían hacer el futuro muy incómodo para Estados Unidos. Los nacionalistas de los países en ascenso estarán ansiosos por sacar provecho de cualquier fisura política que pueda desarrollar vínculos entre sus países y Estados Unidos.

En especial, China ya ha empezado a crear nuevas estructuras institucionales ajenas al alcance de Estados Unidos. La Organización de Cooperación de Shanghai (SCO, por sus siglas en inglés), por ejemplo, que consiste en China, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán (con India, Irán, Mongolia y Pakistán como observadores), ha permitido la cooperación militar y energética entre sus miembros, aunque todavía en un bajo nivel. En la cumbre de junio de 2006 de la SCO en Beijing, el presidente iraní Mahmoud Ahmadinejad propuso que la organización "rechace las amenazas de las potencias dominantes de utilizar la fuerza contra otros estados e interferir en sus asuntos". La declaración conjunta publicada al término de la cumbre pareció suscribir este sentimiento, señalando que "las diferencias en las tradiciones culturales, los sistemas políticos y sociales, los valores y modelos de desarrollo formados en el curso de la historia no deberían ser tomados como pretextos para interferir en los asuntos internos de otros países".

China también corteja activamente a países ricos en recursos. En octubre de 2006, fue la anfitriona de una cumbre con más de 40 gobernantes de África para continuar su acceso al continente tan rico en energía. Y sus dirigentes han propuesto la creación de áreas de libre comercio dentro de la SCO y el APEC. Mostraron tanta disposición para seguir adelante que el presidente Bush se vio obligado a retirar la guerra global contra el terrorismo de la agenda del APEC, y en noviembre de 2006 llamó a la creación de una zona de libre comercio para el APEC.

Los esfuerzos de China no necesariamente entran en conflicto con los intereses estadounidenses, pero podrían hacerlo si Beijing lo desea. Desde la perspectiva estadounidense, sería preferible que China e India propusieran sus intereses dentro de las estructuras para la forma de gobierno global conducida por Estados Unidos más que fuera de ellos. Estados Unidos podría obtener algo a cambio de albergar a esos estados en instituciones como la ONU y el FMI y otorgarles el reconocimiento y el prestigio que demandan: un compromiso de Beijing y Nueva Delhi de que aceptarán las reglas básicas del juego global.

Estados Unidos tiene frente a sí un camino lleno de desafíos. Los países europeos siguen siendo aliados vitales. En temas como los derechos humanos y la promoción de la democracia, Europa tiene una voz poderosa y constructiva. Llevar a China e India al concierto de las grandes potencias sin distanciarse de la UE o sus miembros requerirá grandes cantidades de voluntad y destreza diplomáticas. La administración Bush ha despegado con pasos sólidos. Conforme éstos se dan, su labor es sencilla de plantear pero difícil de ejecutar: mantener cerca a los viejos amigos de Estados Unidos, y a sus nuevos amigos, aún más cerca.

ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA A INICIOS DEL SIGLO XXI


Abraham F. Lowenthal

Desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, la relación entre Estados Unidos y América Latina estuvo definida por la "presunción hegemónica" de Estados Unidos, a saber la idea de que Estados Unidos tiene el derecho de insistir en la solidaridad -- por no decir la subordinación -- política, ideológica, diplomática y económica de todo el Hemisferio Occidental. Estados Unidos utilizó el poderío militar de la Infantería de Marina y de la 82ª División Aerotransportada; la intervención clandestina de la Agencia Central de Inteligencia (CIA); asesoría y tutoría de sus agregados militares; asistencia para el desarrollo y a veces imposición por parte de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID); cuotas al azúcar, preferencias arancelarias y otras formas de influencia económica; diplomacia activista por parte del Departamento de Estado; financiación y asesoría a los partidos políticos; defensoría pública e información por parte de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA) -- lo que fuera necesario -- , para asegurarse de que en toda América Latina y el Caribe gobernaran partidos y dirigentes afines a Estados Unidos.

La política exterior estadounidense durante esos años se basaba en tres objetivos: un imperativo de seguridad para impedir que la Unión Soviética estableciera puntos de influencia en el continente americano; metas ideológicas para contrarrestar el atractivo internacional del comunismo y a la vez promover el desarrollo capitalista; y, en general, el propósito de llevar adelante los intereses específicos de las corporaciones estadounidenses, propósito que se superaba siempre que los temas de seguridad se juzgaran más apremiantes.

Tras el retiro de los misiles soviéticos de Cuba en el otoño de 1962, la amenaza estratégica a Estados Unidos de la alianza cubano-soviética declinó drásticamente, aunque Washington siguió concentrándose en evitar que surgiera una "segunda" Cuba. A medida que cambiaban la geopolítica y las tecnologías militares y decaía la importancia comercial y militar del Canal de Panamá, persistió la preferencia estadounidense por el predominio regional. Para la década de 1980, era difícil explicar por qué los dirigentes estadounidenses seguían pensando que era importante ejercer un control firme en Grenada, El Salvador y Nicaragua, pero Washington continuó con sus políticas enteramente intervencionistas. Éstas encontraban su causa no tanto en consideraciones de "seguridad nacional" -- como por entonces solía pretenderse -- , sino de "inseguridad nacional", que es un impulso psicopolítico: el miedo a perder el control sobre lo que Estados Unidos había controlado durante mucho tiempo: los convenios internos y los vínculos externos de los países de la región fronteriza en torno al Caribe. Ese impulso reflejaba el arrastre inercial de las actitudes y políticas hacia el exterior formadas en una era anterior.

Desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1970, y en algunos respectos hasta el final de la Guerra Fría, Estados Unidos trató a la mayoría de los países latinoamericanos como partidarios casi automáticos en una variedad de temas internacionales, que encuadraban en la competencia bipolar de la Guerra Fría. El papel de apoyo de Brasil en la ocupación estadounidense de República Dominicana en 1965 ilustra este modelo, al igual que el respaldo argentino en las intervenciones de la administración Reagan en América Central a principios de la década de 1980. El enfoque estadounidense a América Latina y el Caribe era poco específico y extensamente regional, no muy diferenciado; en efecto, durante muchos años, la política exterior estadounidense se proyectó hacia los problemas y las actitudes de América del Sur que derivaban principalmente de la intensa competencia con Fidel Castro por la Cuenca del Caribe. La Alianza para el Progreso, de alcance hemisférico y anunciada por el presidente Kennedy en 1961, personificó esta tendencia, que luego se reflejó en la "Asociación Madura" del presidente Nixon, en las repetidas referencias del secretario de Estado Kissinger a "la comunidad interamericana" y otros enfoques amplios y generales.

Continuidad y cambio

Las relaciones Estados Unidos-América Latina en el siglo XXI muestran alguna continuidad con patrones de la era de la Guerra Fría, pero tienen diferencias importantes en cuanto a contenido y tono.

Primero, el hecho central de las relaciones interamericanas sigue siendo la enorme asimetría de poder entre Estados Unidos y los demás países del continente. Estados Unidos continúa siendo, y por mucho, más importante para cada país latinoamericano que cualquier país latinoamericano lo es para Estados Unidos. Políticas que son cruciales para el futuro de América Latina suelen establecerse en otra parte, y su impacto en América Latina suele ser más residual que intencional. Los latinoamericanos siguen siendo, en su mayoría, muy vulnerables a tendencias, acontecimientos y decisiones exógenos. Las naciones latinoamericanas rara vez ejercen mucha influencia más allá de la región, si bien Brasil, Cuba, Chile y más recientemente Venezuela son importantes excepciones.

Es difícil exagerar cuántos otros temas y relaciones compiten con América Latina por la atención de los políticos estadounidenses de mayor nivel. No sólo las circunstancias especiales de la difícil guerra en Irak, el dilema de Israel y los espectros de un Irán y una Corea del Norte nucleares sobrepasan por mucho a América Latina en los círculos políticos estadounidenses; siempre hay otros temas y relaciones de mayor prioridad. América Latina como región rara vez es destacada en la pantalla del radar de los políticos estadounidenses. Los llamados a los altos funcionarios estadounidenses para que "presten más atención" a América Latina están destinados al fracaso; la mejor esperanza es elevar la calidad de la atención limitada que le pueden dedicar.

Segundo, en su trato con América Latina, Estados Unidos nunca fue un actor tan coherente como a menudo se le dibuja en el Sur, pero el pluralismo estadounidense se ha vuelto mucho más pronunciado en años recientes. Las políticas de Estados Unidos que afectan a América Latina y el Caribe se definen menos por las relaciones de poder internacionales y los retos externos que por los efectos recíprocos de las influencias internas de diferentes regiones, sectores y grupos: el rust belt [zona con más sindicatos en toda la nación] y el sun belt [zona de las nuevas áreas turísticas]; el sector empresarial (contando aquí compañías farmacéuticas, fabricantes de computadoras, gigantes energéticos, conglomerados de entretenimiento y muchos otros) y el laboral; productores de azúcar, cítricos, cacahuates, arroz, soja, flores, miel, tomates, uvas y otros cultivos; trabajadores agrícolas y consumidores; organizaciones de la diáspora y grupos de interés antiinmigrantes; diferentes comunidades basadas en religiones; fundaciones, grupos de expertos y los medios de comunicación; organizaciones delictivas, entre ellas los cárteles de la droga, y la policía; así como grupos formados para promover los derechos humanos, apoyar las causas de las mujeres, proteger el ambiente y preservar la salud pública.

Múltiples actores relevantes disfrutan de acceso a los políticos en el extraordinariamente difuso y permeable proceso de la política exterior estadounidense. Ello hace relativamente fácil influir en la política de Estados Unidos sobre temas de poca sustancia y en preocupaciones de seguridad inminentes, pero muy difícil de coordinar o controlar, incluso cuando se hacen intentos concertados para lograrlo; sin embargo, esto último no es muy frecuente, ni lo será, dado el número de otros temas y relaciones que Estados Unidos debe manejar.

Tercero, la importancia relativa de los actores privados -- corporaciones, sindicatos, grupos de expertos, los medios de comunicación y entidades no gubernamentales de muchos tipos, entre ellas organizaciones étnicas, comunitarias y religiosas -- en las relaciones de Estados Unidos con América Latina se ha incrementado en años recientes, mientras que ha disminuido la influencia del gobierno federal. En la América Latina de hoy, Microsoft y Walmart son mucho más importantes en la práctica que los Infantes de Marina estadounidenses. La cadena CNN goza de mucha mayor influencia que la Voz de América. Salvo en el Caribe, América Central y Perú, AID puede ahora ser menos importante que la compañía de seguros AIG. Human Rights Watch es, en algunas circunstancias, más poderosa que el Pentágono, pese a que éste ha recuperado mucha importancia a partir del 11-S. Sin duda, Moody's es a menudo más influyente que la CIA. Y el Foro Económico Mundial de Davos es en ciertos sentidos más importante que la Organización de Estados Americanos. Así, el impacto de Estados Unidos como sociedad en los países de América Latina y el Caribe es inmenso, pero difícil de controlar o dirigir mediante políticas o acciones gubernamentales.

Cuarto, con el paso de los años también ha cambiado enormemente la influencia relativa de diferentes partes del aparato gubernamental estadounidense respecto de las relaciones interamericanas. El Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA ya no son las únicas, ni siquiera las principales, dependencias del gobierno estadounidense relevantes para América Latina y el Caribe, como lo fueron de la década de 1950 a la de 1980. Para muchos países específicos en la América Latina de hoy, el secretario del Tesoro, el presidente del Banco de la Reserva Federal y el representante Comercial del Presidente son más importantes que el secretario de Estado. Los gobernadores de California, Texas y Florida son más significativos para muchos temas y países que muchos funcionarios de Washington, como es evidente en los debates sobre la política de inmigración. Los encargados de la Secretaría de Seguridad Interna y de la Agencia Antidrogas, los funcionarios del Departamento de Agricultura y miembros del Poder Judicial tienen, sin duda, más influencia en la política exterior que el subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos.

Para la mayoría de los países latinoamericanos, en la mayor parte de los temas, el Congreso estadounidense es a menudo más importante que el Poder Ejecutivo, y está más abierto a diversos impulsos sociales e imperativos políticos. En consecuencia, el que un país latinoamericano obtenga resultados favorables consistentes del proceso tan abierto y complejo de la política exterior estadounidense es un desafío primordial y continuo.

Contemplar a América por partes

Asimismo, América Latina requiere ser tratada por cada una de sus partes. En su conjunto, por supuesto, los países latinoamericanos y caribeños han sido muy distintos entre sí. Desde hace mucho Argentina ha sido diferente de Haití, Perú distinto de Panamá o República Dominicana de Chile, como lo es Suecia de Turquía, o Australia de Indonesia.

Pero aunque casi todos los países latinoamericanos en los últimos 30 años convergieron en abrazar elecciones democráticas, economías orientadas a los mercados y al equilibrio macroeconómico, de hecho se han venido dando diferencias fundamentales entre los países de la región. Estas diferencias son de especial importancia en cinco dimensiones separadas pero relacionadas: 1) La naturaleza y el grado de interdependencia económica y demográfica con Estados Unidos; 2) la medida en que los países han comprometido sus economías en la competencia internacional y los modos en que se relacionan, en consecuencia, con la economía mundial; 3) la fuerza relativa de sus instituciones, tanto estatales como no gubernamentales; 4) el predominio de las normas y prácticas democráticas, y 5) la medida en que las distintas naciones enfrentan los desafíos en la integración de grandes poblaciones indígenas. Incrementar la diferenciación en estas cinco dimensiones fundamentales hace que el amplio concepto de "América Latina" sea a menudo de dudosa utilidad, pues arroja tanta luz como sombra.

Hoy las relaciones interamericanas deben ser analizadas en el nivel de al menos siete regiones separadas: Brasil; Chile; Argentina y los demás países del Mercosur; el Arco Andino (que para muchos propósitos debe ser más parcializado); México; América Central, y las islas del Caribe.

Las naciones del Mercosur -- Brasil la más grande por mucho -- representan juntas 45% de la población de América Latina y el Caribe (ALC), casi 60% del PIB de la región, más de 40% (cifra que sigue creciendo) de la inversión estadounidense, pero menos de 15% del comercio estadounidense con ALC, y considerablemente menos de 10% de la emigración de ALC a Estados Unidos.

Con todos sus problemas y desafíos, Brasil es un país que cada vez se desempeña mejor. Ha abierto la mayor parte de su economía a la competencia internacional; revolucionado su sector agrícola; desarrollado varias de sus industrias con mercados continentales y hasta mundiales; lenta pero sólidamente ha fortalecido sus instituciones estatales y no gubernamentales, y forjado un consenso centrista cada vez más firme en los esquemas generales de las políticas macroeconómicas y sociales, entre ellas la urgente necesidad de reducir las desigualdades y mitigar la pobreza, y mejorar la educación en todos los niveles. Brasil desempeña un papel importante en el comercio internacional, así como en las negociaciones en materia comercial, ambiental, de salud pública y propiedad intelectual. Va a la cabeza en el activismo e influencia del Sur global, al trabajar estrechamente con India y Sudáfrica en algunos temas; y es probable que, con el tiempo, desempeñe un papel mayor en la Organización de las Naciones Unidas y otros foros multilaterales. El perfil más alto alcanzado por Brasil, tanto en el hemisferio como en el resto del mundo, exige un respeto mayor de parte de Estados Unidos.

Chile es el país latinoamericano más comprometido con la economía mundial, con las más fuertes instituciones y las normas y prácticas democráticas más sólidas. Tiene un desafío muy limitado de integración indígena en esta etapa de su historia, envía pocos emigrantes a Estados Unidos y otras partes, y su economía está hoy tan vinculada con las de Asia, Europa y América Latina como la de Estados Unidos. Chile ha construido un amplio consenso nacional en muchas políticas públicas fundamentales, que apuntalan un alto grado de previsibilidad que favorece la inversión, nacional y extranjera, y permite la planificación estratégica, tanto del gobierno como del sector privado. El perfil internacional de Chile y su prioridad respecto de Estados Unidos son considerablemente mayores de lo que su tamaño, poder militar o fortaleza económica por sí solos podrían indicar; su "poder blando" atrae la atención, manifiesta capacidad de conducción y adquiere influencia.

En contraste, Argentina ha tenido grandes dificultades en la construcción de consensos, el fortalecimiento de las instituciones, la apertura completa de su economía y el logro de la previsibildad que es tan importante para superar el "cortoplacismo" y facilitar el desarrollo sostenible. Aunque Argentina ha sido activa en los asuntos internacionales -- y es un leal y a menudo útil aliado de Estados Unidos contra el terrorismo, el narcotráfico y la no proliferación de armas nucleares -- es de hecho mucho menos importante desde la perspectiva estadounidense de lo que implicaría su supuesta designación como "importante aliado ajeno a la OTAN". Es probable que Argentina no pueda contar con mucha empatía o respaldo concreto de parte de Estados Unidos, independientemente de quién gobierne en Washington o Buenos Aires. La negativa de la administración Bush para rescatar a Argentina durante su profunda crisis económica de 2001-2002 no se debió tanto a una equivocación, tampoco a una decisión arbitraria personal del presidente estadounidense o de su secretario del Tesoro, sino a una consecuencia previsible del significado marginal de Argentina respecto a Washington.

Las agitadas naciones de la región andina representan alrededor de 22% de la población de América Latina, apenas 13% de su PIB, cerca de 10% de la inversión estadounidense, menos de 15% del comercio legal entre Estados Unidos y América Latina, pero casi la totalidad de la cocaína y heroína que importa Estados Unidos (a menudo a través de México o las islas caribeñas, por cierto). Todos los países andinos, en grados diferentes pero invariablemente altos, están asolados por graves desafíos de gobernabilidad, instituciones políticas extremadamente débiles y la integración no resuelta de grandes y cada vez más expresivas poblaciones indígenas. Y de muchas otras, no sólo indígenas, que viven en la pobreza o la pobreza extrema. En tales circunstancias, no funciona el mantra de Washington de que los mercados libres y la política democrática se fortalecen y apoyan entre sí en un poderoso círculo virtuoso. La exclusión masiva, la pobreza y la gran desigualdad generalizadas, la creciente conciencia, la política democrática y las economías de mercado son una combinación extremadamente volátil, que es improbable -- de hecho imposible -- que coexistan en el mediano plazo.

En este contexto, la reciente elección de 2006 de Alan García en Perú oscurece lo que puede ser el resultado más importante de esa elección: que los votantes antisistema, que en definitiva apoyaron a los ganadores de las tres elecciones peruanas previas, constituyen hoy una oposición movilizada o al menos movilizable que podría dificultar mucho la gobernabilidad de la administración García. Ecuador afronta un desafío similar, con partidos e instituciones políticas extremadamente débiles y movimientos indígenas cada vez más activos. Bolivia ha experimentado el triunfo de la población antes excluida, principalmente indígena, bajo el gobierno de Evo Morales, quien no parece seguro de cómo vincular sus impulsos populistas con las realidades de los mercados energéticos y de otro tipo y se muestra ambivalente en cuanto a atar su bandera al mástil Chávez-Castro o desarrollar más relaciones cooperativas sobre una mejor base con sus vecinos inmediatos. Colombia sigue luchando con corporaciones de estupefacientes profundamente afianzadas y movimientos guerrilleros de mucho tiempo, cada uno con orígenes independientes pero que emprenden una cooperación táctica que limita la soberanía eficaz del gobierno nacional. Y Venezuela, bajo el carismático hombre fuerte Hugo Chávez, que cuenta con el apoyo popular pero exhibe un estilo de gobierno cada vez más autoritario, se concentra más en utilizar sus cuantiosos petrodólares para ampliar su influencia internacional que en resolver sus propios desafíos de pobreza, desarrollo y debilidad institucional.

En este turbulento contexto subregional, Estados Unidos se encuentra más embrollado en la región andina de lo que le gustaría: proporcionar asistencia económica y militar esencial al gobierno de Colombia, tratar de mantener abiertas las líneas de comunicación con Evo Morales ante las provocaciones nacionalistas, considerar cómo apuntalar el nuevo régimen de García sin acercarse demasiado, y maniobrar para oponerse a Chávez en el plano internacional sin constituirlo en un blanco o conveniente chivo expiatorio.

México, América Central y el Caribe -- que para muchos propósitos constituyen tres regiones separadas -- representan juntos sólo un tercio de la población total de ALC, pero casi la mitad de la inversión estadounidense en toda la región, más de 70% del comercio latinoamericano y 85% de la inmigración latinoamericana en Estados Unidos. Las tres regiones están cada vez más integradas que nunca con Estados Unidos en términos funcionales, como veremos más adelante.

Diferenciación regional y política exterior estadounidense

Las diferencias entre las distintas subregiones separadas en cuanto a sus relaciones con Estados Unidos son cada vez mayores conforme pasa el tiempo. La mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, en la región de la Cuenca del Caribe y en la costa norte de América del Sur, que enviaron más de 40% de sus exportaciones a Estados Unidos en 1980 hoy exportan un porcentaje aún mayor a Estados Unidos. La mayoría de los países latinoamericanos que enviaron menos de 30% de sus exportaciones a Estados Unidos en 1980 hoy envían un porcentaje menor de sus exportaciones a este país.

Una explicación fundamental, desde luego, es la geografía, es decir la proximidad. Pero la geografía es una constante, y la proximidad debería ser menos significativa conforme avanza la tecnología. Las políticas mismas -- la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y más recientemente el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Centroamérica y República Dominicana (DR-CAFTA, por sus siglas en inglés) -- están reforzando marcadamente los diversos modelos de relaciones con Estados Unidos. La Cuenca del Caribe y el Cono Sur están caminando en direcciones opuestas vis-à-vis Estados Unidos, y los países andinos van en una vía aún distinta. Chile, Brasil y Argentina (y hasta cierto punto los demás países del Mercosur) se relacionan con Estados Unidos como uno más de los cuatro interlocutores más importantes -- los otros son Asia, Europa y el resto de América Latina -- y no como el único o incluso el principal foco de las políticas. Washington es un importante punto de referencia, pero no "el norte" de la brújula política. Venezuela, mientras tanto, se ha colocado como rival de Washington: al proponer una Alternativa Bolivariana para América Latina (ALBA) al concepto respaldado por Estados Unidos de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); al cultivar estrechos lazos con Bolivia y con Cuba en transición; al buscar activamente vínculos con los nuevos aspirantes al poder global, entre ellos China e Irán, y al hacer una ávida campaña por un asiento en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.

En verdad, hoy Estados Unidos ya no puede adoptar y poner en práctica la "política latinoamericana", aplicable a la región entera. La "Idea del Hemisferio Occidental" -- según la cual los países de América Latina y Estados Unidos están juntos y aparte del resto del mundo con intereses, valores, percepciones y políticas compartidos -- ya no es aplicable, sea que se le mire desde Washington o Buenos Aires, Santiago, São Paulo o Brasilia.

Estados Unidos y sus vecinos más cercanos

La naturaleza y la dinámica de las relaciones estadounidenses con México, América Central y los países caribeños cada vez son más distintas de las que se dan con el resto de la región. Estados Unidos se ha convertido en una influencia económica, cultural y política aún más abrumadora en toda su región fronteriza, sobre todo como resultado de una migración masiva desde 1965, de dimensiones históricas sin precedentes. Del mismo modo, las grandes y crecientes diásporas mexicana, centroamericana y caribeña en números cada vez mayores en las diferentes regiones de Estados Unidos están cambiando los contornos de las relaciones entre este país y sus vecinos más cercanos.

Todos, políticos, estrategas comerciales, publicistas, banqueros, empleadores, sindicatos, educadores, policías y el personal médico, saben que la frontera entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos es porosa, a veces hasta ilusoria. En la actualidad, es difícil definir la frontera funcional entre América Latina y la América anglosajona, pero seguramente está bastante más al norte de San Diego por el oeste y de Miami por el este. Las remesas de la diáspora son vitales para las economías de México y muchas naciones centroamericanas y del Caribe. En México, tales remesas ascendieron en 2005 a más de 20000 millones de dólares, casi tanto como la inversión extranjera directa, y se espera que para 2006 lleguen a 24000 millones de dólares; en América Central y República Dominicana, las remesas exceden realmente la inversión extranjera y la asistencia económica exterior combinadas como fuentes de capital. Las contribuciones a las campañas y los votos de la diáspora tienen una importancia decisiva en la política de sus países de origen, mientras que los votos y la participación de los inmigrantes naturalizados son factores siempre crecientes en la política interna estadounidense. Las pandillas juveniles y los cabecillas de la delincuencia socializados en Estados Unidos están causando estragos en sus países de procedencia, en la mayoría de los casos habiendo sido deportados a sus países desde Estados Unidos. Las pandillas latinas son un factor clave en la vida de Los Angeles y otras ciudades estadounidenses. Cambiar las leyes de inmigración estadounidenses y aplicar otros procedimientos fronterizos más rigurosos pueden afectar ligeramente la tasa de entrada de inmigrantes no autorizados al menos por un tiempo, pero no cambiarán las causas y fuentes de los flujos migratorios ni el impacto de patrones establecidos desde hace mucho.

Durante los próximos 25 años, es probable que México y las naciones centroamericanas y del Caribe sean más completamente absorbidos dentro de la órbita de Estados Unidos, debido a las tendencias subyacentes y a políticas como el TLCAN y el acuerdo DR-CAFTA. Usarán el dólar como su moneda informal y en muchos casos, como la oficial; enviarán casi todas sus exportaciones a Estados Unidos; dependerán abrumadoramente de los turistas, la inversión, las importaciones y la tecnología estadounidenses; absorberán la cultura popular y las modas de Estados Unidos pero, a su vez, influirán en la cultura popular en el continente; formarán jugadores de béisbol para las ligas mayores de América del Norte, y quizás lleguen a crear equipos de ligas mayores propias. Seguirán enviando muchos emigrantes hacia el norte, y muchos aceptarán grandes y cada vez más amplios números de norteamericanos retirados como residentes de largo plazo. Los ciudadanos y redes transnacionales crecerán en importancia en toda la región, así como temas como el seguro portátil de gastos médicos internacional y la educación bilingüe. Con el tiempo, todas estas tendencias incluirán casi con seguridad a Cuba, y quizá esto sea pronto.

La agenda interméstica

Los temas que derivan directamente de la extraordinaria y crecientemente mutua interpenetración entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos -- inmigración, estupefacientes, tráfico de armas, robo de automóviles, lavado de dinero, respuesta a huracanes y otros desastres naturales, protección del ambiente y la salud pública, aplicación de la ley y administración fronteriza -- plantean retos especialmente complejos para la política. Estos temas "intermésticos", que combinan aspectos internacionales e internos (o "domésticos"), son muy difíciles de manejar. El proceso político democrático, tanto en Estados Unidos como en sus países vecinos, impulsa políticas a ambos lados en direcciones que a menudo son diametralmente opuestas a lo que sería necesario para garantizar la cooperación internacional requerida para gestionar problemas difíciles que trascienden las fronteras. Un gráfico ejemplo actual es la política de inmigración; los argumentos chauvinistas destacaron en los debates del Congreso estadounidense, y la aprobación legislativa del muro fronterizo entre Estados Unidos y México tienen, sin duda, impactos contraproducentes en México y América Central, cosa que dificulta más la colaboración en éste y otros temas.

Este dilema -- de que los planteamientos de política exterior más atractivos para los públicos "domésticos" tienden a interferir con la necesaria cooperación internacional -- no será fácil de abordar, y no se limita a Estados Unidos. Los impulsos para fincar la responsabilidad de severos problemas al otro lado de la frontera, y de afirmar la "soberanía" aun cuando es poco palpable y en realidad imposible en términos prácticos, son recíprocos e interactivos. Es probable que esta problemática dinámica se intensifique en los próximos años, precisamente en la más íntima de las relaciones interamericanas, las de Estados Unidos y sus vecinos más cercanos. Ello exigirá mayor madurez, sensibilidad y empatía por parte tanto de Estados Unidos como de sus vecinos de lo que ha sido evidente hasta ahora para manejar sus relaciones en forma constructiva y en el interés compartido de todos. La tan reñida elección de 2006 en México y su estrechísimo margen de victoria harán todo esto mucho más difícil.

Los límites de las cumbres hemisféricas

Es irónico que el recurso a las cumbres en el Hemisferio Occidental en las relaciones interamericanas haya florecido justamente en una era en que las políticas de alcance regional de hecho perdían sentido cada año. A causa de las crecientes diferencias entre los países latinoamericanos y caribeños -- y en especial por la acelerada integración funcional en términos económicos y demográficos de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos -- para todos los países del continente las cumbres están destinadas a realizarse en un nivel prácticamente insignificante de exhortación y a quedarse restringidas a temas secundarios y terciarios. Estos cónclaves periódicos obligan a los niveles superiores del gobierno estadounidense a enfocarse, aunque sea brevemente, en las relaciones interamericanas; pueden ser de alguna utilidad en la construcción eficaz de relaciones personales y de modos de comunicación en el nivel de los gobiernos que podrían ser relevantes en circunstancias futuras; y ofrecen las oportunidades de las fotografías políticamente útiles para sus participantes. Pero no es probable que arrojen otros resultados inmediatos y significativos; no deben ser confundidas con esfuerzos serios para encarar problemas importantes. La última cumbre de Mar del Palta de 2005 fue decepcionante en parte por razones inmediatas y circunstanciales, pero los problemas subyacentes eran de largo plazo y estructurales.

América Latina y Estados Unidos en el Siglo XXI: nuevas realidades

En comparación con la mayor parte del siglo pasado, los puntos focales de las relaciones estadounidenses con los países de América Latina y el Caribe en la actualidad tienen mucho menos que ver con la geopolítica y la seguridad nacional, y también mucho menos con la ideología, al menos en el sentido político público. La competencia bipolar que entabló Estados Unidos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 proporcionó una amplia base regional para la política, pero las agendas de hoy son mucho más específicas y locales. Las preocupaciones estadounidenses contemporáneas por América Latina tienen mucho más que ver con asuntos prácticos de comercio, finanzas, energía y otros recursos, y con manejar problemas compartidos que no pueden resolver los países individuales por sí solos: combate al terrorismo, contrarrestar el tráfico de estupefacientes y de armas, proteger la salud pública y el medio ambiente, garantizar la estabilidad energética y manejar la migración. Estas cuestiones suelen plantearse y encararse en contextos bilaterales específicos.

Hoy más que nunca, las relaciones Estados Unidos-América Latina son sencillamente la suma de muchas relaciones bilaterales diferentes. Esto no se debe principalmente a que las recientes administraciones estadounidenses hayan carecido de visión o imaginación, aunque a la mayoría les sucedió, sino a que las bases sustantivas para políticas estadounidenses, generales y significativas, hacia América Latina y el Caribe están notablemente ausentes.

Así, el patrón de las relaciones interamericanas hoy es muy diferente del de las décadas de 1960, 1970, 1980 y hasta del de principios de los noventa. Esto queda un tanto oculto cuando las autoridades estadounidenses parecen sustituir "comunismo" con "terrorismo" como un prisma de distorsión a través del cual lidiar con otros temas, como los estupefacientes o la migración; cuando altos funcionarios estadounidenses tratan de intimidar a dirigentes políticos de un país como Nicaragua; o cuando miembros del Congreso o los medios de comunicación de Estados Unidos hablan enigmáticamente de un eje "Castro-Chávez-Lula", o de un eje "Castro-Chávez-Morales", de un "giro a la izquierda" en América Latina, o hasta de una supuesta "amenaza china" al continente americano.

Pero éstas son semejanzas superficiales. A Estados Unidos ya no le importa mantener fuera del poder a la izquierda latinoamericana ni está dispuesto a intervenir activamente, aun militarmente, para evitar que llegue o se mantenga en el poder. En la década de 1960, habría sido difícil imaginar a Washington adaptarse a dirigentes políticos latinoamericanos como Lula en Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay o Leonel Fernández en República Dominicana, todos ellos descendientes lineales, después de todo, de los partidos, movimientos y dirigentes contra los cuales Estados Unidos estaba alineado en aquella década. Y si Estados Unidos no se adapta a Hugo Chávez en Venezuela, lo que es quizá más sorprendente son los límites claros a una intervención estadounidense en su contra. Nadie espera hoy que los Infantes de Marina aterricen en Caracas o que la CIA asesine a Chávez, si bien los esfuerzos estadounidenses para obstaculizar su influencia regional y global están sin duda al alza.

Segundo, en contraste con la década de 1960, Estados Unidos ya no cuenta con la solidaridad panamericana encabezada por él a la hora de lidiar con la mayoría de los temas internacionales. Los papeles de Chile y México en los debates en la ONU antes de la invasión estadounidense de Irak, la elección de José Miguel Insulza como secretario general de la OEA contra la oposición inicial de Estados Unidos, el amplio respaldo en América del Sur al propósito de Venezuela de ocupar el asiento regional en el Consejo de Seguridad de la ONU, y otras diferencias respecto a cómo tratar con Venezuela y Cuba, todos juntos, ilustran este punto, pero tales ejemplos de ningún modo son únicos. En varios temas importantes, como subsidios agrícolas, propiedad intelectual y cuestiones comerciales desde el algodón, las flores cortadas, la miel y el jugo de naranja hasta los aviones de tipo commuter, aceros especiales, textiles y calzado, Estados Unidos trata con los principales países de América Latina, en especial Brasil, en ocasiones como rivales, en ocasiones como socios potenciales, pero no como aliados automáticos o clientes leales.

Tercero, Estados Unidos ya no puede acercarse a los países de la Cuenca del Caribe con su postura histórica de compromiso intermitente, no haciendo caso de ellos la mayor parte del tiempo pero interviniendo enérgicamente cuando piensa que sus intereses de seguridad están amenazados. Hoy Estados Unidos necesariamente se compromete con sus vecinos de la Cuenca del Caribe un año sí y un año no en una variedad de temas que derivan de la creciente interdependencia que la migración masiva ha causado y fortalecido. Existe una necesidad urgente de invertir mucho más pensamiento creativo en el análisis de lo que significa e implica esta integración funcional de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos, y de qué cambios se requerirán en las actitudes, políticas e instituciones a fin de manejar con eficacia la resultante agenda interméstica. En los años venideros será vital otorgar un rango de competencia regional, a saber la Cuenca del Caribe y quizá para todo el subcontinente norteamericano, a muchos temas de seguridad, económicos, demográficos, ambientales, de salud pública y de otro tipo.

Y mientras Estados Unidos debe concentrar nueva atención a la elaboración de conceptos, políticas e instituciones adecuadas para manejar esta muy especial interdependencia con México, América Central y el Caribe, se requieren esfuerzos comparables en América del Sur. El reciente patrón de incremento en las fricciones sudamericanas: entre Argentina y Uruguay, Argentina y Chile, Uruguay y el Mercosur, Bolivia y Brasil, y Perú y Venezuela; las crisis evidentes en el Mercosur, la Comunidad Andina y la Comunidad de Naciones Sudamericanas; las inciertas y a veces contradictorias reacciones ante Hugo Chávez y su visión bolivariana, todo ello indica que las naciones sudamericanas necesitan hoy reconsiderar cómo se relacionan entre sí y con el resto del mundo, contando en ello a Estados Unidos.

Este replanteamiento debe hacerse en un tiempo en que los llamados populistas y nacionalistas están al alza en varias naciones latinoamericanas; en que algunos países latinoamericanos están sacando ventajas claras de la globalización mientras que otras la están padeciendo; en que China e India son cada vez más relevantes, de modos distintos, para cada conjunto de países; y en que Estados Unidos es algo menos importante de lo que solía ser, pese a que sigue siendo la nación individual más poderosa del mundo.

Las propuestas y los proyectos para las relaciones interamericanas deben provenir sobre todo de América del Sur, pues es muy improbable que hoy Washington proyecte una visión o ejerza la conducción hemisférica en un mundo de espectros y compromisos múltiples, intensos y distantes y de relaciones cada vez más entrelazadas entre vecinos. Brasil, Chile y Argentina podrían trabajar juntos como líderes en tal esfuerzo, construyendo sobre los verdaderos avances en la integración funcional entre estos países que ha estado ocurriendo en los niveles de los negocios, los mercados de trabajo, las redes profesionales y la infraestructura física, si no es que en las instituciones formales. Estos países ya han experimentado con la cooperación internacional en Haití, con algún éxito. Ya ha llegado la hora de que Argentina, Brasil y Chile consideren crear estrategias de cooperación más amplias, en temas que van de la integración regional de Cuba al proyecto bolivariano de Venezuela, del comercio agrícola a la cooperación energética hemisférica y de la reforma de la ONU a acuerdos y regímenes financieros y comerciales internacionales para proteger la propiedad intelectual.

Estados Unidos será un interlocutor importante para los países de América Latina y el Caribe mientras siga siendo la mayor economía del mundo, la más poderosa potencia militar, el participante individual más influyente en las múltiples instituciones internacionales, el nuevo hogar de tantos de sus emigrantes y la fuente de abundante "poder blando". Los países de América Latina y el Caribe seguirán siendo de interés para Estados Unidos mientras sigan siendo mercados relevantes, arenas importantes para la inversión, fuentes de materias primas y de inmigrantes, terrenos de prueba para formas democráticas de gobierno y de economías de mercado, y participantes activos en la comunidad internacional.

En los próximos años las relaciones interamericanas continuarán siendo definidas por los desafíos y las oportunidades globales, por las presiones y las demandas internas tanto en Estados Unidos como en América Latina, y por los acontecimientos regionales y subregionales, y mucho más por los grandes designios en todo el hemisferio. Es probable que las relaciones entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe sigan siendo complejas, principalmente bilaterales, de múltiples facetas y a menudo contradictorias, y que no pueden ser expresadas en amplios fraseos o paradigmas simples. Tampoco es probable que prevalezcan ni una amplia asociación estadounidense-latinoamericana ni una hostilidad general entre Estados Unidos y América Latina.

LA POLÍTICA EXTERIOR EN LAS ELECCIONES PRESIDENCIALES DE EEUU DESPUÉS DEL “SUPER MARTES”


Robert J. Lieber*

Durante el último año, los tres candidatos han manifestado sus opiniones políticas en discursos, debates y documentos de posición, así como en artículos publicados en la prestigiosa revista norteamericana Foreign Affairs (el artículo de Obama fue publicado en el número de julio/agosto de 2007 en tanto que los de Clinton y McCain se han publicado en el número de noviembre/diciembre de 2007). Sin embargo, discursos y artículos de este tipo tienden a ofrecer declaraciones muy generales y las suelen escribir los consejeros de los candidatos, más con un objetivo de campaña que como expresiones de su política. Es más, una vez que el candidato gana las elecciones estas opiniones escritas pueden tener una limitada relevancia cuando el nuevo presidente comienza a enfrentarse a inesperados y acuciantes asuntos que no se han puesto de manifiesto durante la campaña electoral. El mejor ejemplo reciente puede encontrarse en la presidencia de George W. Bush, quien en sus discursos electorales originales y en los escritos de su principal consejera, Condoleezza Rice, había abogado por un papel menos enérgico de EEUU, una mayor humildad en política exterior y cierta renuencia a la hora de contribuir a la “construcción de naciones”. Sin embargo, los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 presentaron repentinamente amenazas a las que respondió la Administración Bush con políticas necesariamente muy distintas a las anticipadas antes de las elecciones del año 2000.

En muchas elecciones presidenciales, las posiciones de los candidatos sobre los asuntos mundiales son menos importantes en sus especificidades que en lo que revelan sobre la capacidad de asumir el peso del cargo presidencial y proteger la seguridad y los intereses nacionales de EEUU, sus amigos y sus aliados. Las palabras de los candidatos están dirigidas a los votantes ya que éstos están decidiendo sobre cuál de los aspirantes a la presidencia tendrá el carácter y el juicio para ofrecer un liderazgo efectivo tanto en la paz como en la guerra y para reaccionar con inteligencia ante impredecibles acontecimientos futuros.

Durante la Guerra Fría, la política exterior era muy importante para los votantes a la hora de sopesar los méritos de los aspirantes a candidatos. Por el contrario, tras la Guerra Fría, la política exterior dejó de parecer tan urgente y los votantes tendían a dar mucha menos prioridad a la cuestión, centrándose en cambio en la economía y en otros asuntos internos. Esto fue evidente en las elecciones presidenciales de 1992, 1996 y 2000. Sin embargo, en los años posteriores al 11-S, la política exterior ha resurgido como una prioridad tanto en las elecciones presidenciales como en las elecciones al Congreso, y pese a que las crisis financieras y la amenaza de una recesión han reavivado el énfasis en la economía, los asuntos de política exterior figuran de forma constante entre las preocupaciones más importantes de los votantes. Por ejemplo, las encuestas a pie de urna en el “Super Martes” en California mostraban que, junto con la economía, las cuestiones de Irak y el terrorismo siguen pesando en la mente de muchos votantes.

La política exterior continúa siendo por lo tanto un asunto electoral capital, pero se ve de forma muy distinta desde cada partido. Para muchos demócratas, esto significa principalmente una oposición a la guerra Irak, además de un deseo de ver la retirada de las tropas norteamericanas lo antes posible. Los demócratas suelen además preocuparse por lo que consideran el daño que se ha infligido a la imagen de EEUU en el exterior durante la presidencia de Bush y desean ver su prestigio restablecido bajo una Administración de Clinton u Obama. Sin embargo, los republicanos tienden a preocuparse mucho más por las amenazas a la seguridad nacional por parte del terrorismo, países hostiles o la proliferación de armas de destrucción masiva. La mayoría piensa que es esencial permanecer en Afganistán e Irak, así como mantener la guerra contra el terror islamista radical, y prefieren un candidato presidencial que comparta estas preocupaciones y tenga la altura política y la firmeza necesarias para perseverar.

Los candidatos presidenciales expresan sus puntos de vista en política exterior teniendo en cuenta estas consideraciones y lo hacen con la idea de que primero deben ganarse el apoyo de los votantes de su propio partido para asegurarse la nominación presidencial demócrata o republicana. Es decir, tiene un fuerte incentivo para atraerse las bases del partido, que son los votantes más activos y comprometidos en las elecciones primarias. Esto puede suponer que en un primer momento asuman posiciones que agradan ideológicamente a los fieles del partido –sobre todo demócratas liberales y republicanos conservadores– pero que quizá no tienen tanto éxito entre los votantes moderados e indecisos en las propias elecciones presidenciales. Se puede tomar como ejemplo el caso de Joseph Lieberman, senador por Connecticut y candidato demócrata a la vicepresidencia en las elecciones de 2000, cuando Al Gore aspiraba a la presidencia. En 2003-2004, cuando Gore decidió no intentarlo de nuevo, Lieberman sí se presentó, esta vez como precandidato demócrata a la presidencia. Sus posiciones moderadas en asuntos domésticos y en política exterior atraían a muchos votantes independientes y a algunos republicanos moderados, de tal forma que podía haber sido un contrincante potencial contra el presidente Bush en las elecciones de noviembre de 2004. Pero su apoyo a la guerra de Irak le perjudicó entre los votantes demócratas, la mayoría de los cuales ya se oponían a ella, y su candidatura acabó fracasando.

Con Hillary Rodham Clinton, los efectos de las maniobras políticas han sido bastante claros. Entre los 50 senadores demócratas con que contaba la cámara alta en octubre de 2002, ella estuvo entre los 29 que votaron a favor de una resolución que autorizaba el uso de la fuerza en Irak. Antes de la guerra, tres cuartas partes del público norteamericano y sendas mayorías en las dos cámaras del congreso (al igual que aproximadamente dos tercios de los países miembros de la UE y de la OTAN) apoyaban en un principio la decisión de utilizar la fuerza contra el régimen de Sadam Hussein. Por lo tanto, el voto de Hillary parecía no sólo reflejar la tendencia mayoritaria, sino que era lógico para un político que esperaba presentarse a la presidencia en el futuro y quería mostrarse firme y creíble en cuestiones de política exterior. Sin embargo, en los meses siguientes a la caída de Bagdad en abril de 2003, cuando los inspectores no lograban encontrar las esperadas armas de destrucción masiva e Irak sufría cada vez más el caos y una insurgencia con crecientes bajas estadounidenses, los demócratas se volvieron de forma decidida en contra de la guerra. Como muchos cargos demócratas, Clinton cambió de posición y criticó cada vez más la forma en que la Administración Bush llevaba la guerra. Sostenía que a ella y a otros congresistas les habían inducido a error en el tema de las armas de destrucción masiva.

Cuando empezó su campaña para llegar a la presidencia, en un principio Clinton apostó por la retirada paulatina de las tropas norteamericanas en Irak. Pero a medida que Barack Obama, quien ha criticada tajantemente la resolución de 2002 que daba luz verde a la guerra, surgió como su principal rival dentro del Partido Demócrata, Clinton se comenzó a pedir una retirada más rápida de los soldados. Aunque ella y Obama comparten posiciones similares ahora, lo hacen en términos generales y sin profundizar en las consecuencias para Irak y la región en general. En sus documentos de posicionamiento, ambos dan a entender que querrán que algún tipo de fuerza estadounidense residual permanezca en la región para hacer frente al terrorismo o a otras amenazas graves.

La senadora Clinton ha adoptado otras posiciones en política exterior, por ejemplo respecto a Irán, que también tienen como objeto atraer a la corriente mayoritaria en las elecciones de noviembre. Por ejemplo, estuvo con la mayoría de los demócratas en el Senado al votar a favor de una resolución que calificaba a la Guardia Revolucionaria de Irán como organización terrorista, mientras que Obama (que estuvo ausente de la votación) declaró que se oponía a la resolución. Pero a medida que la campaña de las primarias en el Partido Demócrata se intensificaba, Clinton se vio sometida a presiones para que adoptase posiciones que atrajeran más a las bases del partido y que respondiesen al reto que suponía la candidatura de Obama.

Por lo tanto, a estas alturas de la campaña presidencial, y a la hora de evaluar las posiciones de McCain, Clinton y Obama en materia de política exterior, es más útil considerar las orientaciones globales de los candidatos y los argumentos generales que estos expresan, que no realizar una exégesis detallada de cada palabra y cada discurso que pronuncian.

John McCain

John McCain ha hecho de la seguridad nacional el eje principal de su campaña. A grandes rasgos hace hincapié en la importancia de permanecer en la lucha contra los terroristas que amenazan tanto a la seguridad como a la libertad, a nivel global y nacional. En la cuestión de Irak, insiste en que es necesario aguantar y advierte que las consecuencias serán muy graves si EEUU se retira antes de que el país se haya estabilizado. Aunque apoyó la decisión de ir a la guerra, McCain también ha criticado la forma en que la Administración Bush y el ejército han respondido a la insurgencia. A finales de 2006 y principios de 2007, cuando cundía el pesimismo acerca de la situación militar en Irak, McCain era partidario acérrimo de la surge (“oleada”), la decisión no sólo de desplegar 30.000 efectivos adicionales sino también de transformar la manera en que se empleaba a las fuerzas de la coalición a fin de despejar amplias zonas de insurgentes y fuerzas de al-Qaeda y proporcionar seguridad real a los iraquíes, hasta que las fuerzas locales puedan hacerse cargo de esta tarea. La eficacia de la surge a la hora de reducir las bajas entre militares y civiles y permitir más estabilidad en Bagdad y otras ciudades importantes benefició enormemente la candidatura de McCain.

En términos más amplios, a McCain se le considera una persona con formación militar, experiencia y madurez como líder, y con una fortaleza de carácter demostrada al soportar torturas y años de prisión en Vietnam. Asimismo, tiene fama de ser algo heterodoxo en el sentido de no tener pelos en la lengua cuando está convencido de que no sólo sus rivales políticos sino miembros de su propio partido se equivocan en una cuestión importante que afecta a los ciudadanos. Así, no sólo se he opuesto a los que, en su opinión, apostaban por políticas que podían debilitar de forma peligrosa la seguridad de EEUU ante las amenazas de grupos terroristas de corte islámico o de líderes extranjeros peligrosos como el presidente iraní Ahmadinejad sino que, a diferencia de otros republicanos, también ha criticado la práctica de la tortura y ha apoyado leyes destinadas a combatir el cambio climático. Además, se muestra favorable al libre comercio y a realizar reformas en materia de inmigración. Se cree que en temas de política exterior consulta a figuras tan prestigiosas como George Shultz, Lawrence Eagleburger, Brent Scowcroft, Robert Zoellick y James Woolsey, y con intelectuales conocidos como Robert Kagan y William Kristol. En la campaña de McCain, el director para asuntos exteriores y de seguridad nacional es un veterano experto, Randy Scheunemann, ex consejero del Senado y del Departamento de Defensa.

Hillary Rodham Clinton

Hillary Rodham Clinton ha hecho hincapié en la importancia de restablecer el liderazgo y la imagen internacional de EEUU. Al igual que otros candidatos demócratas, ha criticado el unilateralismo de la Administración Bush. Ha planteado la necesidad de una cooperación mucho mayor con otros países e instituciones internacionales, y ha indicado la necesidad de tranquilizar a los aliados de EEUU en Europa y Asia. En su artículo publicado en Foreign Affairs, Clinton argumentaba que poner fin a la guerra en Irak es importante para que EEUU pueda recuperar una posición de liderazgo en el mundo, y votó a favor de una resolución que contempla la retirada de tropas norteamericanas de Irak a partir de marzo de 2008. En otros asuntos, Clinton ha adoptado posiciones parecidas a las de otros senadores demócratas de la corriente mayoritaria: a favor de la modernización militar, junto con un incremento en el tamaño del Ejército y la Infantería de Marina (Marine Corps), fuerte apoyo a Israel y una solución al conflicto entre Israel y Palestina que pase por el reconocimiento de dos Estados, oposición a que Irán obtenga armas nucleares e aprobación de incentivos para Teherán si colabora en este sentido, aprobación del Tratado de Prohibición Completa de los Ensayos Nucleares, poner fin a la dependencia de EEUU de las importaciones de petróleo y respaldo decidido a los derechos humanos. Clinton ha insistido en su largos años de experiencia en la vida pública, incluidos ocho años en la Casa Blanca durante la presidencia de su marido y casi ocho más en el Senado. Afirma que esta experiencia le capacita para conseguir sus objetivos en un complejo entorno de política nacional. Sus principales asesores en materia de asuntos exteriores reflejan dichos antecedentes, en el sentido de que entre ellos hay figuras importantes de la presidencia de Bill Clinton: la ex-secretaria de Estado Madeleine Albright, el antiguo asesor de Seguridad Nacional Sandy Berger, el ex-embajador ante la ONU Richard Holbrooke y un alto funcionario en asuntos de Oriente Medio, Martin Indyk.

Barack Obama

Barack Obama comparte en gran parte las posiciones de Clinton, pero con algunos matices. Señala que se opuso a la guerra de Irak desde el principio, y recuerda su oposición a la resolución original que el Senado aprobó en 2002, aunque todavía no era miembro de la cámara por aquel entonces. Obama cree firmemente en el compromiso internacional, y afirma que después de poner fin a la guerra de forma responsable EEUU no debe encerrarse en sí mismo. No descarta el uso de la fuerza para hacer frente las amenazas, pero insiste en que EEUU debe utilizar en primer lugar la diplomacia sostenida. El senador por Illinois afirma que EEUU no debe tener reparos en hablar directa e incondicionalmente con los líderes de Irán, Corea del Norte y Cuba (una postura que Clinton ha calificado de “ingenua”). Obama es partidario de mantener un fuerte compromiso con la seguridad de Israel, quiere detener la extensión de armas de destrucción masiva, apuesta por la actualización del Tratado sobre la no Proliferación de las Armas Nucleares, y respalda la idea de incrementar el Ejército en 65.000 efectivos y la Infantería de Marina en otros 27.000. Apuesta por una fuerte colaboración internacional para derrotar a al-Qaeda y asegura que es necesario seguir luchando contra esta organización terrorista.

Obama, de forma similar a Hillary Clinton, habla de restablecer los lazos con los aliados de EEUU en Europa y Asia. Quiere fortalecer los Estados débiles y ayudar a rehacer los Estados en situación de caos, apoya la idea de reformar la ONU y dice que tiene que haber colaboración efectiva entre todas las grandes potencias para abordar los asuntos globales acuciantes. Obama desea liberar a EEUU de su dependencia del petróleo de importación, promete una reducción drástica de las emisiones de monóxido de carbono y apoya de manera decidida los esfuerzos por combatir el cambio climático. Entre sus asesores principales figuran varios que ostentaron cargos en la Administración de Bill Clinton, incluyendo a Anthony Lake (asesor de Seguridad Nacional en la primera Administración Clinton), Gregory Craig (ex director de Planificación de Política en el Departamento de Estado), Dennis Ross (antiguo jefe de los negociadores en Oriente Medio), Ivo Daalder (Europa) y Susan Rice (una experta en África).

Sería un error centrarse demasiado en la diferencias entre Clinton y Obama en política exterior. Existen pero no son significativas. Clinton pone un poco más de énfasis en posiciones que pueden atraer a un electorado más amplio en unas elecciones generales, más que a votantes demócratas convencidos en las primarias, por ejemplo sobre el tema de Irán o en los plazos y las modalidades de una retirada de Irak. Sin embargo, a medida que Obama ganó impulso y la igualó en la carrera para la nominación demócrata, Clinton cambió sutilmente algunas de sus posiciones a fin de contrarrestar la forma en que el senador por Illinois atraía a las bases del partido. Mientras que los dos candidatos y sus partidarios a veces ponen el acento en sus desacuerdos en política exterior, en realidad los dos representan posiciones de demócratas liberales de la corriente mayoritaria, tal y como las reflejan los elites del partido en materia de asuntos exteriores y las mayorías demócratas en ambas cámaras del Congreso. Y ambos dicen perseguir la esquiva meta de acabar con la dependencia de EEUU del petróleo de importación. En última instancia, los desacuerdos entre ellos tienen menos que ver con política que con la personalidad, el carácter y el contraste entre la experiencia de Hillary Clinton y el carisma de Barak Obama y su llamamiento para que los norteamericanos superen sus antiguas diferencias por motivos de región, raza y partido político.

Conclusión

Una vez que los demócratas elijan a su candidato, en la contienda entre éste y el que será el candidato de los republicanos, el senador McCain, surgirán desacuerdos importantes. En una carrera entre Clinton y McCain, probablemente habrá debates encendidos sobre los logros de Bill Clinton en materia de política exterior. En las discusiones en torno a Irak saldrán a la luz los cambios en la posición de Clinton sobre la guerra, la cuestión de si la estabilidad política es factible, pese a los logros obtenidos en el plano militar durante la surge de las fuerzas norteamericanas, las consecuencias de una retirada de las tropas estadounidenses y la insistencia de McCain en que los intereses vitales nacionales de EEUU impiden una pronta retirada de las tropas. A McCain le criticarán por no proponer una fecha de salida de Irak, mientras que Clinton (y Obama) se enfrentará a la acusación de que su política abrirá la puerta a una guerra civil en Irak que puede beneficiar a al-Qaeda y amenazar la estabilidad de toda la región. En tal contienda electoral, Clinton haría más hincapié en el multilateralismo y la importancia de restablecer la reputación de EEUU y McCain señalaría la amenaza existencial que supone el terrorismo para la seguridad y la libertad de las sociedades libres. McCain insistirá en su experiencia, incluidas sus responsabilidades como jefe militar en un mundo peligroso, en tanto que Clinton seguramente argumentará que la Administración dirigida por su marido consiguió trabajar con otros países para resolver problemas comunes. Puesto que sólo una década les separa en cuanto a edad, el hecho de que McCain’s tenga ya 71 años probablemente no se plantee como un tema polémico en la campaña.

Una contienda entre Obama y McCain podría dar lugar a debates constructivos y de peso sobre sus principios y las genuinas diferencias existentes entre sus políticas. A los dos hombres se les respeta por su integridad y su disposición a cuestionar las ideas convencionales, incluso entre quienes están en desacuerdo con ellos. McCain atrae especialmente a los votantes cuya preocupación principal es la seguridad nacional. Su largo historial de experiencia, pero también su avanzada edad, contrastarían con la juventud relativa de Obama (tiene 46 años y fue elegido senador por primera vez en 2004), capacidad motivadora y potencial como líder. La falta de experiencia y logros de Obama a nivel nacional también será un tema de debate, al igual que la cuestión de si tiene la tenacidad necesaria para enfrentarse a peligros graves en el exterior. Su origen multirracial resultaría atractivo tanto en EEUU como en el exterior, al igual que el carácter, valor e integridad de McCain. Ambos candidatos seguramente no estarán de acuerdo sobre la capacidad de las instituciones internacionales, especialmente Naciones Unidas, de abordar los problemas urgentes del mundo, en contraste con el papel que EEUU puede y debe desempeñar junto con sus aliados. Al mismo tiempo, tendrían diferencias fundamentales sobre Irak. Sin embargo, el debate entre ambos suscitaría un enorme interés en las audiencias tanto nacionales como en el extranjero.

* Profesor de Administración Pública y Asuntos Internacionales de Georgetown University