8 de septiembre de 2008

LA ERA DE LA NO POLARIDAD


Richard N. Haass

La característica principal de las relaciones internacionales del siglo XXI está siendo la no polaridad: un mundo dominado no por uno o dos o incluso varios Estados, sino por docenas de actores que tienen y ejercen diversos tipos de poder. Esto representa un cambio mayúsculo frente al pasado.

El siglo xx inició como una era marcadamente multipolar. Pero después de casi 50 años, dos guerras mundiales y muchos conflictos menores, surgió un sistema bipolar. Posteriormente, con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética, la bipolaridad dio paso a la unipolaridad —un sistema internacional dominado por una potencia, en este caso, Estados Unidos—. Pero, actualmente, el poder es difuso, y el inicio de la no polaridad plantea varias preguntas importantes. ¿En qué difiere la no polaridad de las otras formas de orden internacional? ¿Cómo y por qué se materializa? ¿Cuáles son las posibles consecuencias? Y, finalmente, ¿cómo debería responder Estados Unidos?

Un orden mundial “más nuevo”

En contraste con la multipolaridad —que implica varios polos o concentraciones diferenciadas de poder— un sistema internacional no polar se caracteriza por tener numerosos centros con poder significativo.

En un sistema multipolar no domina ninguna potencia, puesto que en ese caso el sistema se volvería unipolar. Las concentraciones de poder tampoco giran alrededor de dos polos, pues entonces el sistema se volvería bipolar. Los sistemas multipolares pueden ser cooperativos, e incluso asumir la forma de un concierto de potencias, en el que unas cuantas potencias importantes colaboran para establecer las reglas del juego y para disciplinar a los que las infringen. También pueden ser más competitivos, girando alrededor de un equilibrio de poder, o conflictivos, cuando el equilibrio se rompe.

A primera vista, el mundo actual podría parecer multipolar. Las principales potencias —China, Estados Unidos, India, Japón, Rusia y la Unión Europea (UE)— cuentan con poco más de la mitad de la población mundial y representan el 75% del PIB mundial y el 80% del gasto global en defensa. Sin embargo, las apariencias pueden ser engañosas. El mundo actual difiere de manera fundamental de uno de multipolaridad clásica: hay muchos más centros de poder, y muchos de estos polos no son Estados-nación. De hecho, una de las características fundamentales del sistema internacional contemporáneo es que los Estados-nación han perdido el monopolio del poder y, en algunos casos, incluso su superioridad. Los Estados están siendo desafiados desde arriba, por organizaciones regionales y globales; desde abajo, por milicias; y por los costados, por una diversidad de organizaciones no gubernamentales (ONG) y corporaciones. El poder ahora se encuentra en muchas manos y en muchos sitios.

Además de las seis principales potencias mundiales, hay numerosas potencias regionales: Brasil y, discutiblemente, Argentina, Chile, México y Venezuela, en América Latina; Nigeria y Sudáfrica, en África; Arabia Saudita, Egipto, Irán e Israel, en el Medio Oriente; Pakistán, en el sur de Asia; Australia, Corea del Sur e Indonesia, en el este de Asia y Oceanía. Un gran número de organizaciones estarían en la lista de centros de poder, incluidas las que son globales (el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, las Naciones Unidas), las que son regionales (la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, la Asociación Surasiática de Cooperación Regional, la Liga Árabe, la Organización de Estados Americanos, la Unión Africana, la UE) y las que son funcionales (la Agencia Internacional de Energía, la Organización para la Cooperación de Shanghái, la Organización Mundial de la Salud, la OPEP). Lo mismo sucedería con algunos estados de los Estados-nación, como California, en Estados Unidos, y Uttar Pradesh, en la India, y con ciudades como Nueva York, São Paulo y Shanghái. Además, están las grandes compañías globales, incluidas aquellas que dominan los campos de la energía, las finanzas y la manufactura. Otras entidades que merecen ser incluidas serían los medios globales de comunicación (al Jazeera, BBC, CNN), las milicias (Hamás, Hezbolá, el Ejército del Mahdi, los talibán), los partidos políticos, las instituciones y los movimientos religiosos, las organizaciones terroristas (al Qaeda), los cárteles de narcotraficantes y las ONG de tipo más benigno (la Fundación Bill y Melinda Gates, Greenpeace, Médicos sin Fronteras). En el mundo actual, el poder, en lugar de estar concentrado, está cada vez más distribuido.

En este mundo, Estados Unidos es y seguirá siendo durante largo tiempo el país con la mayor concentración de poder. Anualmente, gasta más de 500 000 millones de dólares en sus fuerzas armadas —más de 700 000 millones, si se incluyen las operaciones en Afganistán e Iraq— y cuenta con fuerzas terrestres, aéreas y navales que presumen ser las mejores del mundo. Su economía, con un PIB de alrededor de 14 billones de dólares, es la más grande del mundo. Estados Unidos es también una importante fuente de cultura (a través de sus películas y televisión), de información y de innovación. Pero la realidad del poderío estadounidense no debe enmascarar el relativo deterioro de la posición de Estados Unidos en el mundo; al mismo tiempo, este relativo declive de su poder se acompaña de un deterioro absoluto de su influencia e independencia. La participación de Estados Unidos en las importaciones globales ya ha bajado al 15%. Aunque el PIB de Estados Unidos representa más del 25% del total mundial, este porcentaje seguramente bajará con el tiempo, dado el diferencial real y estimado entre la tasa de crecimiento de Estados Unidos, y las de los gigantes asiáticos y de muchos otros países; muchos de ellos tienen tasas de crecimiento que duplican o triplican la de Estados Unidos.

El aumento del PIB es apenas un indicio del fin del dominio económico estadounidense. El surgimiento de fondos soberanos o fondos de inversión estatales (sovereign wealth funds) —en países como Arabia Saudita, China, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Rusia— es otro. Estos fondos controlados por el gobierno, generalmente producto de las exportaciones de gas y petróleo, ahora suman alrededor de 3 billones de dólares. Están creciendo a una tasa estimada de 1 billón de dólares al año y son, cada vez más, una importante fuente de liquidez para las empresas estadounidenses. Los altos precios de la energía, incentivados principalmente por el violento aumento de la demanda en China y la India, continuarán durante algún tiempo, lo que significa que el tamaño y la importancia de estos fondos seguirán creciendo. Están surgiendo bolsas de valores alternas que alejan a las compañías de las bolsas estadounidenses e, incluso, están lanzando ofertas públicas iniciales (OPI). Londres, en particular, está compitiendo con Nueva York por ser el centro financiero del mundo y, de hecho, ya lo superó en cuanto al número de OPI que alberga. El dólar se ha debilitado frente al euro y a la libra británica, y es probable que su valor relativo frente a las divisas asiáticas también baje. La mayoría de las reservas en los bancos centrales del mundo está ahora en divisas distintas al dólar, y es posible que cambie la denominación del petróleo a euros o a una canasta de divisas; sin duda, este paso dejaría a la economía estadounidense más vulnerable a la inflación y a las crisis cambiarias.

El dominio estadounidense también está siendo desafiado en otros ámbitos, como el de la eficacia militar y la diplomacia. Los indicadores de gasto militar no son los mismos que los de la capacidad militar. El 11-S mostró cómo una pequeña inversión de los terroristas podía causar grados extraordinarios de daño físico y humano. Muchas de las piezas de armamento moderno más costosas no son especialmente útiles en los conflictos actuales, donde el campo de batalla tradicional se ha visto reemplazado por zonas urbanas de combate. En esos entornos, un gran número de soldados con poco armamento puede resultar ser un enemigo mucho más difícil para un pequeño número de soldados estadounidenses mejor armados y entrenados.

El poder y la influencia están cada vez menos relacionados en una era de no polaridad. Los llamados de Estados Unidos para que los demás se reformen tenderán a caer en oídos sordos, sus programas de ayuda tendrán menor poder adquisitivo y las sanciones encabezadas por los estadounidenses lograrán menos. Después de todo, China demostró ser el país con mayor capacidad para influir sobre el programa nuclear de Corea del Norte. La capacidad de Washington para presionar a Teherán se ha fortalecido con la participación de varios países de Europa Occidental y se ha debilitado por la renuencia de China y de Rusia para sancionar a Irán. Tanto Beijing como Moscú han diluido los esfuerzos internacionales para presionar al gobierno de Sudán para que finalice su guerra en Darfur. Pakistán, mientras tanto, ha demostrado repetidamente tener una capacidad para resistirse a las peticiones de Estados Unidos, al igual que Corea del Norte, Irán, Venezuela y Zimbabue.

Esta tendencia también se extiende a los ámbitos de la cultura y de la información. Bollywood produce más películas al año que Hollywood. Las alternativas a la televisión producida y difundida por Estados Unidos se están multiplicando. Los sitios web y las ciberbitácoras de otros países representan aún más competencia para los programas de noticias y comentarios producidos en Estados Unidos. La proliferación de la información es tan causa de la no polaridad como la proliferación de armas.

Adiós a la unipolaridad

Charles Krauthammer fue más acertado de lo que pensaba cuando escribió en las páginas de Foreign Affairs, hace casi dos décadas, sobre lo que él denominó “el momento unipolar”. En ese entonces, el dominio de Estados Unidos era real; pero duró solamente 15 ó 20 años. En términos históricos, fue apenas un instante. La teoría realista tradicional habría predicho el final de la unipolaridad y el surgimiento de un mundo multipolar. Siguiendo esta línea de razonamiento, las grandes potencias, cuando actúan como acostumbran hacerlo las grandes potencias, estimulan la competencia de otros que les temen o que les tienen resentimiento. Krauthammer, adhiriéndose sólo a esta teoría, escribió: “Sin duda, la multipolaridad llegará con el tiempo. Quizá en aproximadamente una generación más, también habrá nuevas potencias que se equipararán con Estados Unidos, y el mundo se parecerá, en su estructura, a la era previa a la Primera Guerra Mundial”.

Sin embargo, eso no ha sucedido. Aunque el sentimiento antiestadounidense es generalizado, no ha surgido una gran potencia o potencias que rivalicen con Estados Unidos. Esto se debe, en parte, a que la disparidad entre el poder de Estados Unidos y el de cualquier posible rival es demasiado grande. Con el tiempo, países como China podrían llegar a tener un PIB comparable con el de Estados Unidos. Sin embargo, en el caso de China, gran parte de esa riqueza será utilizada forzosamente para cubrir las necesidades de su enorme población (mucha de la cual sigue siendo pobre) y no estará disponible para financiar el desarrollo militar o para empresas externas. Mantener la estabilidad política durante un período de crecimiento tan dinámico, pero desigual, no será una hazaña sencilla. India se enfrenta a muchos de los mismos desafíos demográficos y a los obstáculos adicionales de un exceso de burocracia y de una infraestructura insuficiente. El PIB de la UE es ahora mayor que el de Estados Unidos, pero la UE no actúa de una manera unitaria, como lo haría un Estado-nación, y no es capaz ni tiene la inclinación de actuar de manera enérgica, como actúan las grandes potencias históricas. Japón, por su parte, cuenta con una población menguante y envejecida y no tiene la cultura política para desempeñar el papel de una gran potencia. Rusia puede estar más dispuesta, pero aún cuenta con una economía agrícola comercial y está agobiada por una población decreciente y por los desafíos internos a su cohesión nacional.

El hecho de que no haya surgido una rivalidad clásica entre grandes potencias y que sea poco probable que surja en el futuro cercano también es resultado, en parte, del comportamiento de Estados Unidos, que no ha estimulado dicha respuesta. Esto no quiere decir que bajo el liderazgo de George W. Bush Estados Unidos no haya alejado a otros países; sin duda lo ha hecho. Pero, en general, no ha actuado de una forma tal que lleve a otros países a concluir que Estados Unidos constituye una amenaza para sus intereses nacionales vitales. Las dudas sobre la sabiduría y la legitimidad de la política exterior de Estados Unidos se han extendido, pero esto ha tendido a provocar más denuncias (y una falta de cooperación) más que una resistencia categórica.

Una limitación adicional al surgimiento de grandes potencias rivales es que el bienestar económico y la estabilidad política de muchas de las otras grandes potencias dependen del sistema internacional. En consecuencia, no desean trastocar un orden que sirve a sus intereses nacionales. Esos intereses están estrechamente ligados al flujo transfronterizo de bienes, servicios, personas, energía, inversiones y tecnología, flujos en los que Estados Unidos tiene un papel fundamental. La integración al mundo moderno desalienta la competencia y el conflicto entre las grandes potencias. Pero, incluso sin el surgimiento de grandes potencias rivales, la unipolaridad ha concluido.

Destacan tres explicaciones de su colapso. La primera es histórica. Los Estados se desarrollan; mejoran su capacidad de generar y combinar los recursos humanos, financieros y tecnológicos que llevan a la productividad y a la prosperidad. Lo mismo sucede con las corporaciones y otras organizaciones. El ascenso de estas nuevas potencias no puede detenerse. El resultado es un número aún mayor de actores que pueden ejercer su influencia regional o globalmente.

Una segunda causa es la política estadounidense. Parafraseando a Pogo, el héroe de las tiras cómicas de Walt Kelly de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, hemos encontrado la explicación: la causa somos nosotros. Tanto por lo que ha hecho como por lo que ha dejado de hacer, Estados Unidos ha acelerado el surgimiento de centros de poder alternativos en el mundo y ha debilitado su propia posición con respecto a ellos. La política energética de Estados Unidos (o la falta de ella) es una fuerza que impulsa el fin de la unipolaridad. Desde las primeras crisis petroleras de la década de los setenta, el consumo de petróleo en Estados Unidos ha aumentado en, aproximadamente, 20%, y, lo que es más importante, las importaciones de productos petroleros han aumentado su volumen en más del doble y casi se han duplicado como porcentaje del consumo. Este aumento de la demanda de petróleo del exterior ha ayudado a incrementar el precio mundial del petróleo de poco más de 20 dólares por barril a más de 100 dólares por barril en menos de una década. El resultado de ello es una enorme transferencia de riqueza y poder a los Estados que cuentan con reservas energéticas. En resumen, la política energética estadounidense ha ayudado al surgimiento de los productores de gas y petróleo como centros de poder importantes.

La política económica de Estados Unidos también ha tenido su parte. El presidente Lyndon Johnson fue muy criticado por aumentar el gasto interno y, al mismo tiempo, participar en la Guerra de Vietnam. El presidente Bush ha iniciado costosas guerras en Afganistán y en Iraq, permitió que el gasto discrecional aumentara en una tasa anual del 8% y redujo los impuestos. Como consecuencia, la posición fiscal de Estados Unidos ha disminuido de un superávit de más de 100 000 millones de dólares, en 2001, a un déficit estimado de aproximadamente 250 000 millones de dólares, en 2007. Quizá el rápido aumento del déficit en la cuenta corriente, que ahora es superior al 6% del PIB, sea más importante.

Esto impone una presión a la baja sobre el dólar, estimula la inflación y contribuye a la acumulación de riqueza y poder en otras partes del mundo. La deficiente regulación del mercado hipotecario estadounidense y la crisis crediticia que ha producido han exacerbado estos problemas.

La guerra en Iraq también ha contribuido a diluir la posición de Estados Unidos en el mundo. La guerra en Iraq ha demostrado ser una costosa guerra de elección, tanto en términos diplomáticos, económicos y militares como humanos. Hace varios años, el historiador Paul Kennedy describió su tesis sobre la “sobreexpansión imperialista”, que postulaba que Estados Unidos finalmente declinaría por sobreexpansión, al igual que otras grandes potencias del pasado. La teoría de Kennedy resultó ser válida casi de inmediato para la Unión Soviética, pero Estados Unidos —a pesar de todo su dinamismo y sus mecanismos correctivos— no ha demostrado ser inmune a ella. No es solamente que a las fuerzas armadas estadounidenses les tomará una generación recuperarse de Iraq; también es que Estados Unidos no cuenta con suficientes activos militares para continuar haciendo lo que está haciendo en Iraq, mucho menos para asumir nuevas cargas de cualquier escala en otros lugares.

Finalmente, el mundo no polar de la actualidad no sólo es resultado del surgimiento de otros Estados y organizaciones o de las fallas y disparates de la política estadounidense; también es una consecuencia inevitable de la globalización. La globalización ha aumentado el volumen, la velocidad y la importancia de los flujos transfronterizos de prácticamente cualquier cosa, desde drogas, correos electrónicos, gases invernadero, bienes manufacturados y personas, hasta señales de radio y televisión, virus (virtuales y reales) y armas.

La globalización fortalece la no polaridad de dos formas fundamentales. Primero, muchos flujos transfronterizos tienen lugar fuera del control de los gobiernos e incluso sin su conocimiento. En consecuencia, la globalización diluye la influencia de las principales potencias. Segundo, estos mismos flujos fortalecen, con frecuencia, las capacidades de los actores no estatales, como los exportadores de energía (que están experimentando un dramático aumento en su riqueza debido a las transferencias de los importadores), los terroristas (que usan Internet para reclutar y entrenar; el sistema bancario internacional, para transferir recursos; y el sistema de transporte global, para trasladar personas), los Estados díscolos o rogue states (que pueden explotar el mercado negro y el gris) y las empresas de la lista Fortune 500 (que mueven rápidamente personal e inversiones). Cada vez es más evidente que ser el Estado más fuerte ya no significa tener un cuasimonopolio del poder. Hoy en día, es incluso más fácil que antes que los individuos y los grupos acumulen y proyecten un poder considerable.

El desorden no polar

Este mundo cada vez más no polar tendrá consecuencias especialmente negativas para Estados Unidos, e igualmente para gran parte del resto del mundo. Será más difícil para Washington liderar en los momentos en los que desee promover respuestas colectivas a desafíos regionales y globales. Una de estas razones tiene que ver con la aritmética básica. Debido a que un mayor número de actores posee un poder significativo y trata de hacer valer su influencia, será más difícil obtener respuestas colectivas y hacer que las instituciones funcionen. Arrear a muchos es más difícil que arrear a unos cuantos. La incapacidad de llegar a un acuerdo en la Ronda Doha de negociaciones comerciales globales es un ejemplo revelador.

La no polaridad también aumentará el número de amenazas y vulnerabilidades que enfrentan países como Estados Unidos. Estas amenazas pueden provenir de Estados díscolos, grupos terroristas o productores de energéticos que decidan reducir su producción, o de bancos centrales cuya acción o falta de acción pueda crear condiciones que afecten el papel y la fortaleza del dólar estadounidense. Quizá la Reserva Federal debería pensárselo dos veces antes de continuar bajando las tasas de interés, para evitar precipitar un rechazo adicional al dólar. Puede haber cosas peores que una recesión.

Irán es un buen ejemplo. Sus esfuerzos por convertirse en una potencia nuclear son el resultado de la no polaridad. Debido principalmente al aumento de los precios del petróleo, se ha convertido en otra concentración significativa de poder, una que puede influir sobre Iraq, Líbano, Siria, los territorios palestinos y demás, así como sobre la OPEP. Tiene muchas fuentes de financiamiento y tecnología, así como numerosos mercados para sus exportaciones de energéticos. Además, debido a la no polaridad, Estados Unidos ya no puede manejar a Irán por sí solo; antes bien, Washington depende de otros para respaldar sus sanciones políticas y económicas o para bloquear el acceso de Teherán a la tecnología y a los materiales nucleares. La no polaridad genera no polaridad.

Sin embargo, aunque la no polaridad fuera inevitable, sus peculiaridades no lo son. Parafraseando al teórico de las Relaciones Internacionales, Hedley Bull, la política global es, en cualquier momento, una mezcla de anarquía y sociedad. El problema está en el equilibrio y la tendencia. Se puede y se debe hacer mucho para configurar un mundo no polar. El orden no surgirá por sí solo. Por el contrario, si se le deja al libre albedrío, un mundo no polar se hará más desordenado con el tiempo. La entropía establece que los sistemas conformados por un gran número de actores tienden hacia una mayor aleatoriedad y desorden en la ausencia de intervención externa.
Estados Unidos puede y debe tomar medidas para reducir las posibilidades de que un mundo no polar se convierta en un caldero de inestabilidad. Éste no es un llamado al unilateralismo; es un llamado para que Estados Unidos ponga en orden su casa. La unipolaridad es cosa del pasado, pero Estados Unidos aún tiene más capacidad que cualquier otro actor para mejorar la calidad del sistema internacional. La pregunta es si continuará teniendo esta capacidad.

La energía es el aspecto más importante. Los niveles actuales de consumo e importaciones de Estados Unidos (aunados a su efecto adverso sobre el clima global) incentivan la no polaridad al canalizar vastos recursos financieros a los productores de gas y petróleo. Reducir el consumo aminoraría la presión sobre los precios mundiales, disminuiría la vulnerabilidad de Estados Unidos a la manipulación de los mercados por los abastecedores de petróleo y reduciría la velocidad del cambio climático. La buena noticia es que esto se puede lograr sin afectar la economía estadounidense.

Fortalecer la seguridad nacional también es esencial. El terrorismo, como la peste, no puede erradicarse. Siempre habrá personas que no puedan integrarse a las sociedades y que persigan metas que no se puedan alcanzar mediante la política tradicional. Y, algunas veces, a pesar del mejor esfuerzo de los que tienen a su cargo la seguridad nacional, los terroristas tendrán éxito. Lo que se necesita, pues, son medidas para hacer que la sociedad sea más resistente, algo que requiere el financiamiento y la capacitación adecuados de los cuerpos de emergencia y una infraestructura más flexible y duradera. El objetivo debe ser reducir el impacto de ataques que sean, incluso, exitosos.

Resistirse a que se sigan diseminando las armas nucleares y los materiales nucleares no protegidos, debido a su potencial destructivo, podría ser tan importante como cualquier otra acción. Al establecer bancos de uranio enriquecido administrados internacionalmente o de combustibles nucleares usados que proporcionen a los países acceso a materiales nucleares restringidos, la comunidad internacional podría ayudar a los países a usar la energía nuclear para producir electricidad en lugar de bombas. Se pueden proporcionar garantías de seguridad y sistemas de defensa a los Estados que, de otra forma, podrían sentirse forzados a desarrollar programas nucleares propios para contrarrestar los de sus vecinos. Asimismo, se pueden aplicar fuertes sanciones —ocasionalmente respaldadas por la fuerza armada— para influir sobre el comportamiento de posibles Estados nucleares.
Aun así, la cuestión de usar la fuerza militar para destruir las instalaciones de producción de armas nucleares o biológicas permanece. Los ataques anticipatorios —ataques que tienen la intención de detener una amenaza inminente— son una forma ampliamente aceptada de autodefensa. Los ataques preventivos —ataques a instalaciones cuando no hay indicios de uso inminente— son otra cosa totalmente distinta. No deben descartarse por principio, pero tampoco se debe depender de ellos. Más allá de las cuestiones de viabilidad, los ataques preventivos corren el riesgo de hacer que un mundo no polar sea menos estable, tanto porque, de hecho, podrían alentar la proliferación (los gobiernos podrían considerar la adquisición o el desarrollo de armas nucleares como un elemento disuasivo) como porque debilitarían la antigua norma contra el uso de la fuerza para propósitos distintos a la autodefensa.

Combatir el terrorismo también es fundamental si no se desea que la era no polar se convierta en una moderna era de oscurantismo. Hay muchas maneras de debilitar a las organizaciones terroristas existentes usando recursos de inteligencia y de aplicación de la ley y de capacidades militares. Sin embargo, ésta es una partida perdida, a menos que se pueda hacer algo para reducir el reclutamiento. Los padres, las figuras religiosas y los líderes políticos deben deslegitimar al terrorismo desacreditando a los que deciden adoptarlo. Más importante aún, los gobiernos deben encontrar la forma de integrar a la sociedad a los jóvenes marginados, algo que no puede ocurrir si no hay oportunidades políticas y económicas.

El comercio puede ser una poderosa herramienta de integración; proporciona a los Estados un interés por evitar conflictos, porque la inestabilidad interrumpe los acuerdos comerciales beneficiosos que producen mayor riqueza y fortalecen las bases del orden político interno. El comercio también hace posible el desarrollo, lo que, por ende, disminuye las probabilidades de que el Estado falle y reduce la marginación de los ciudadanos. El alcance de la Organización Mundial del Comercio debe ampliarse mediante la negociación de acuerdos globales futuros que permitan reducir aún más los subsidios y las barreras arancelarias y no arancelarias. Para aumentar el apoyo político interno a dichas negociaciones en los países desarrollados, probablemente será necesario ampliar diferentes redes de seguridad, incluidas las pensiones y la seguridad social portátiles, la ayuda educativa y de capacitación, y el seguro de desempleo. Estas reformas a las políticas sociales son costosas y, en algunos casos, injustificadas (es mucho más probable que la causa de la pérdida de empleos sea la innovación tecnológica y no la competencia del extranjero), pero aun así vale la pena llevarlas a cabo, dado el valor político y económico general de ampliar el régimen de comercio global.

Quizá se requiera un nivel similar de esfuerzo para garantizar el flujo continuo de inversiones. El objetivo debe ser crear una Organización Mundial de Inversión (OMI) que estimule los flujos de capital a través de las fronteras, con el fin de reducir al mínimo las posibilidades de que el “proteccionismo inversionista” obstaculice actividades que, como el comercio, son económicamente benéficas y crean barreras políticas contra la inestabilidad.

Una OMI podría fomentar la transparencia por parte de los inversionistas, determinar cuándo la seguridad nacional es una razón legítima para prohibir o limitar la inversión extranjera y establecer un mecanismo para resolver controversias.

Finalmente, Estados Unidos necesita mejorar su capacidad para prevenir el fracaso de los Estados y lidiar con sus consecuencias. Para este fin, será necesario construir y mantener un ejército más grande, que tenga mayor capacidad para lidiar con el tipo de amenazas como las que se han enfrentado en Afganistán e Iraq. Asimismo, significará establecer una contraparte civil de las fuerzas de reserva del ejército que proporcionaría un grupo de talento humano para auxiliar en las tareas básicas de construcción nacional. La ayuda económica y militar continua será vital para ayudar a los Estados débiles a cumplir con las responsabilidades que tienen con sus ciudadanos y vecinos.

La no tan solitaria superpotencia

El multilateralismo será esencial para hacerle frente al mundo no polar. Sin embargo, para tener éxito, debe modificarse para incluir a otros actores, además de las grandes potencias. El Consejo de Seguridad de la ONU y el G8 (el grupo de Estados altamente industrializados) necesitan reconstituirse para reflejar el mundo actual y no el de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. Una reciente reunión en las Naciones Unidas sobre cómo coordinar mejor la respuesta global a los desafíos de salud pública proporcionó un modelo. A ésta asistieron representantes de los gobiernos, agencias de la ONU, ONG, compañías farmacéuticas, fundaciones, think tanks y universidades. Una variedad similar de participantes asistió a la reunión sobre el cambio climático que se llevó a cabo en Bali, en diciembre de 2007. Es probable que el multilateralismo tenga que ser menos formal y menos extenso, al menos en su fase inicial. Además de las organizaciones, se necesitarán redes. Lograr que todos estén de acuerdo en todo será cada vez más difícil; por el contrario, Estados Unidos debería considerar firmar acuerdos con menos partes y con objetivos más específicos. El comercio es una especie de modelo en este caso, ya que los acuerdos bilaterales y regionales están llenando el vacío creado por la imposibilidad de concluir una ronda comercial global. El mismo enfoque podría funcionar para el cambio climático, ámbito en el que llegar a acuerdos sobre diferentes aspectos del problema (v. g. la deforestación) o medidas que impliquen a sólo algunos países (los principales emisores de carbono, por ejemplo), podría ser viable, mientras que un acuerdo que incluya a todos los países y trate de resolver todos los problemas podría no serlo. Es posible que el multilateralismo a la carta sea la norma.

La no polaridad complica la diplomacia. Un mundo no polar no sólo incluye a más actores; también carece de las estructuras fijas y de las relaciones más predecibles que tienden a definir los mundos de la unipolaridad, bipolaridad o multipolaridad. Las alianzas, en particular, perderán gran parte de su importancia, aunque sólo sea porque las alianzas requieren amenazas, obligaciones y perspectivas predecibles, que probablemente escaseen en un mundo no polar. Las relaciones, en cambio, serán más selectivas y circunstanciales.

Será más difícil clasificar a otros países como aliados o adversarios, pues cooperarán en algunos temas y disentirán en otros. Se dará importancia a la consulta y a la creación de coaliciones y a la diplomacia que fomente la cooperación cuando sea posible y que proteja a dicha cooperación de los resultados de los inevitables desacuerdos. Estados Unidos ya no se podrá dar el lujo de sostener una política exterior de “o están con nosotros o contra nosotros”.

La no polaridad será difícil y peligrosa; sin embargo, fomentar un mayor grado de integración global ayudará a promover la estabilidad. Constituir un grupo central de gobiernos y terceros comprometidos con un multilateralismo cooperativo sería un gran avance. Llamémosle “no polaridad concertada”; ésta no eliminaría la no polaridad, pero ayudaría a manejarla y disminuiría la probabilidad de que el sistema internacional se deteriore o se desintegre.

LA DECISIÓN DE PUTIN, EL FUTURO DE RUSIA


Zbigniew Brzezinski

Vestido de negro riguroso, incluido su suéter de cuello vuelto (un color al que en tiempos fue aficionado Benito Mussolini), el antiguo teniente coronel del KGB y presidente de Rusia en los últimos ocho años, Vladimir Putin, se dirigía a miles de jóvenes simpatizantes entusiasmados en un estadio deportivo de Moscú el 21 de noviembre de 2007. Su mensaje era una advertencia xenófoba contra la deslealtad nacional por parte de ONG democráticas rusas subvencionadas con dinero extranjero. “Por desgracia, hay todavía personas en nuestro país que actúan como chacales en las embajadas extranjeras (…) Que cuentan con el apoyo de amigos y gobiernos extranjeros pero no con el apoyo de su propio pueblo”, bramaba Putin, acompañado por canciones de la era soviética que atronaban desde los altavoces del estadio, mientras la muchedumbre agitaba banderas nacionales.

Unos días después, el mismo Putin parecía inclinarse ante la legitimidad constitucional de Rusia al reafirmar que cedería la presidencia según lo previsto al expirar su segundo mandato, en marzo de 2008. Esta acción, sin embargo, iba acompañada por el nombramiento a dedo de su sucesor y hoy presidente de Rusia, Dmitri Medvedev, un subordinado burocrático y socio de Putin en diversos negocios desde hacía tiempo. En el plazo de un día, el designado expresaba su esperanza de que Putin aceptase ser el próximo primer ministro del Estado. Dada la situación del poder político en Rusia, el proceso electoral se convertía de ese modo en una farsa y la autoridad del sucesor de Putin quedaba eficazmente reducida. Como dijo un destacado co-mentarista ruso, “Putin no es un presidente saliente; solamente está cambiando de estatus. Era el gerente nacional del país y, después de marzo, se convertirá en su líder nacional”. En la Italia fascista, el jefe de Estado nominal era el rey, pero el poder real estaba en manos del líder nacional, el Duce.

¿Cómo juzgará la historia el legado del hombre sobre el que una vez un presidente de Estados Unidos proclamó que era su compañero del alma y al que una reina británica homenajeó con una cena solemne en el palacio de Buckingham; por quien un presidente francés pretendía transformar una reunión exclusiva para miembros de la OTAN en una fiesta de cumpleaños (sin consultarlo con los anfitriones de la reunión, celebrada en Letonia); que fue capaz de comprar la colaboración comercial de un antiguo canciller alemán y ante quien un antiguo primer ministro italiano prácticamente se puso de rodillas? La adulación de la prensa occidental impulsó la meteórica ascensión de Putin como celebridad mundial hasta un nivel sin precedentes para cualquier líder ruso de la historia, superando incluso las atenciones que en su día le dispensaron al zar Alejandro I las damas que lo idolatraban a su paso por los salones de Londres, París y Viena después de la derrota de Napoleón.

Parte de la respuesta a esa pregunta reside en los efectos negativos a largo plazo que las decisiones de Putin, probablemente tendrán para el sistema político, la economía y las perspectivas geopolíticas de Rusia, a pesar de su aparente éxito a corto plazo. Otra parte de la respuesta requiere también comparar más detenidamente las situaciones que están empezando a darse en Rusia como consecuencia de las políticas de Putin con lo que podría haber sido el fruto alternativo de su presidencia, teniendo en cuenta la compleja realidad de Rusia a comienzos de 2000, cuando fue designado a dedo para la presidencia por el preocupado séquito de su achacoso predecesor. El resultado de la comparación entre lo que está surgiendo y lo que podría haber sucedido puede proporcionar una base para una valoración histórica más rigurosa.

Las motivaciones de Putin

En primer lugar, conviene reflexionar brevemente sobre las pocas claves disponibles para entender las motivaciones de un hombre que, hay que admitir, en un plazo de ocho años logró estabilizar la economía de Rusia y devolver al país su orgullo nacional, en gran medida explotando políticamente las ganancias inesperadas de una creciente demanda internacional de los recursos energéticos rusos. Putin se ha ganado el apoyo general dentro de su país por haber terminado con el caos social que se desencadenó tras la caída de la Unión Soviética y la posterior privatización desordenada de las empresas de propiedad estatal, proceso que enriqueció de forma escandalosa a los “privatizadores” rusos más emprendedores, así como a algunos de sus “asesores” occidentales.

Muchos rusos se han sentido cautivados, como también los visitantes extranjeros y los entusiastas inversores extranjeros en potencia, por el nuevo resplandor de Moscú y el glamour devuelto a San Petersburgo. El renacer del orgullo nacional ruso es comprensible, dado el sentimiento de humillación generalizado tras la repentina caída de la URSS y la desconcertante identificación de los años de Boris Yeltsin con la anarquía y el capitalismo voraz. Muchos rusos han obtenido una satisfacción personal de la grandilocuencia general de Putin, y se han sentido impresionados por la vuelta del Kremlin a la pompa ceremonial de los tiempos de los grandes zares. Gracias a la televisión, los rusos son ahora invitados habituales en el Kremlin, mientras las trompetas resuenan y los guardias vestidos con trajes teatrales abren con grandiosidad las enormes puertas de un vestíbulo dorado en el que se coloca la élite rusa, haciendo reverencias a los lados de una larga alfombra roja mientras el presidente entra dando grandes zancadas con el andar cuidado de un atleta.

Es evidente que la restauración del poder y el prestigio rusos era primordial para Putin desde el principio. Sin embargo, eso sigue sin explicar cómo debían definirse ese poder y ese prestigio, qué creencias básicas motivaban la búsqueda de Putin, qué valores debía representar Rusia según él y con qué actitud debía el país contemplar su pasado reciente.

El propio Putin nunca ha hablado de forma explícita sobre sus motivaciones. Por ello, sólo unas pistas escasas y esporádicas, además de sopesar las consecuencias tangibles de su política, pueden servir de base para hacer algunas conjeturas en relación con los impulsos personales que le han movido y le mueven. Tal vez lo más revelador haya sido el comentario que Putin hizo públicamente en 2005 durante su discurso anual ante la asamblea federal rusa. Sin muchos circunloquios, declaró, casi como si fuese una verdad evidente, que la desintegración de la URSS era “la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX”. No era una declaración casual y tal afirmación le distinguía claramente de sus dos predecesores inmediatos, que habían alabado el desmantelamiento pacífico del imperio soviético como una victoria del pueblo ruso en su camino hacia la democracia. Aunque en el transcurso de un solo siglo su nación había vivido dos guerras mundiales extraordinariamente sangrientas y devastadoras, así como los estragos causados por el terror comunista y el gulag, Putin daba muestras de su preocupación por devolver a Moscú su categoría de potencial mundial.

La extraordinaria afirmación indicaba también que podría haber un significado más profundo en lo que, en principio, parecía simplemente un gesto jocoso: el extraño saludo que hizo Putin a sus antiguos superiores del KGB durante la celebración anual, en diciembre de 2000, del día de los Chequistas, en honor al servicio de seguridad conocido como Cheka, NKVD o KGB. Aunque aparecía en su tristemente conocido cuartel general de Liublianka como presidente de Rusia, Putin actuó como si todavía fuese un funcionario, saludando a sus antiguos comandantes y notificándoles de forma misteriosa: “Orden número uno, conseguir el poder absoluto, cumplida”.

¿Podría ser esto una referencia indirecta al objetivo que quizá se habían fijado algunos jóvenes funcionarios del KGB muy motivados, Putin entre ellos, que se sentían desplazados e indignados por el quejumbroso derrumbamiento del poder soviético? En los tiempos de la decadencia de la URSS, el KGB constituía la élite privilegiada, lo más poderoso y ambicioso que el sistema soviético era capaz de producir. Ya como presidente, Putin se rodeó en el Kremlin de licenciados procedentes de esa peculiar organización, los llamados siloviki. Se puede suponer que ese resentimiento en relación con el hundimiento de la URSS era especialmente intenso entre aquellos que todavía no habían alcanzado la cúspide del sistema reinante pero ya habían recibido un anticipo de sus beneficios. El deseo de cambiar completamente las consecuencias de ese hundimiento y restablecer la embriagadora sensación de poder estaba probablemente más extendido dentro de este grupo que en ningún otro antiguo grupo de funcionarios soviéticos.

El propio Putin nunca ha manifestado del todo cuál es su visión sobre los crímenes de Josef Stalin, y tampoco ha expresado ningún sentimiento. Sus condenas puntuales del estalinismo fueron superficiales y su homenaje a las víctimas de Stalin mínimo. En una de las escasas entrevistas en las que ha hablado de su pasado familiar, expresaba un especial afecto por su abuelo, a pesar del hecho (aunque daba la impresión de que en cierta forma era debido al hecho) de que había prestado sus servicios en el séquito de guardaespaldas de Vladimir Lenin primero y de Stalin después. En el caso de cualquier dirigente alemán, algo siquiera remotamente parecido en relación con un familiar que hubiese sido fervientemente leal a Hitler se habría considerado intolerable por la comunidad internacional. El homenaje público de Putin al fundador de la policía secreta soviética, su oposición oficial a la decisión de Ucrania de calificar como genocidio la hambruna masiva causada por la colectivización de Stalin y su resentimiento ante las conmemoraciones bálticas y polacas de los asesinatos masivos soviéticos mostraron su visión parcial del pasado de la URSS.

Además, la forma particularmente envenenada en que Putin se enfrentó al reto checheno inmediatamente después de asumir el mando, incluida su vulgar referencia en público al lugar donde los miembros de la resistencia chechena deberían morir, da la impresión de un dirigente que, desde el principio, se había marcado a sí mismo el objetivo no sólo de poner fin a la crisis postsoviética, sino también restablecer el poder intimidatorio de la era soviética. Putin rechazó categóricamente varios intentos por parte de chechenos más moderados y de algunos mediadores extranjeros para encontrar una fórmula de compromiso que permitiera un acuerdo pacífico basado en una mayor autonomía. En cualquier caso, la guerra constante durante años para reprimir a los chechenos, en la que probablemente murieron más de 100.000 personas, tuvo dos consecuencias inmediatas pero significativas en el sistema. Consolidó y rehabilitó el debilitado y desmoralizado sistema de seguridad soviético al crear una base para la dominación política del Kremlin por parte de los siloviki, y canalizó el nacionalismo ruso hacia una xenofobia no democrática.

En 2004, los dos predecesores inmediatos de Putin –Yeltsin y Mijail Gorbachov– habían hecho declaraciones en contra de los efectos políticos perniciosos de la guerra incesante contra los chechenos. Yeltsin lo hacía con su característica franqueza: “La supresión de las libertades y el retroceso de los derechos democráticos es, entre otras cosas, una victoria de los terroristas”. Gorbachov llegaba más lejos aún en su exhortación a favor de un proceso político: “Es necesario entablar de nuevo negociaciones con los militantes moderados y distinguirlos de los extremistas con los que hay diferencias irreconciliables”. Putin permaneció impasible.

Una clave más proviene de la evidente disposición personal de Putin respecto al oligarca ruso que ha tenido la temeridad de reclamar que la línea que separa los sectores político y económico de la Rusia postsoviética no vuelva a hacerse borrosa. Cualesquiera que fuesen las transgresiones de MijailJodorkovski durante las privatizaciones de “supervivencia de los más ricos” que se produjeron en la época de Yeltsin, con el cambio de siglo Jodorkovski y su compañía petrolera, Yukos, habían llegado a identificarse con un sistema económico parecido a un mercado libre occidental. Al mismo tiempo, el papel cada vez más activo de la oligarquía dentro y fuera de Rusia en nombre de un activismo prodemocrático con patrocinio privado implicaba una concepción de pluralismo político que era ajeno a las ideas más tradicionales de Putin sobre la restablecida Rusia.

Jodorkovski fue detenido el 25 de octubre de 2003 y condenado a nueve años de prisión el 31 de mayo de 2005. Su detención, juicio y prolongado encarcelamiento tuvieron, de forma parecida a la campaña antichechena, consecuencias de largo alcance en el sistema. Supusieron la unión del poder político con la riqueza económica y colocaron a Rusia en el camino hacia un capitalismo estatal. Los demás oligarcas, intimidados como los boyardos antes que ellos, se inclinaron ante el poder y se les permitió compartir su riqueza con el poder. La adulación por parte de la oligarquía se convirtió en costumbre.

Fuentes rusas han revelado que el propio Putin ha llegado a ser extraordinaria y sospechosamente rico. Durante los comienzos de la era de Yeltsin, Putin era teniente de alcalde de San Petersburgo con Anatoli Sobchak, de quien se decía que era bastante corrupto. Algunos rumores reaparecieron durante el segundo mandado presidencial de Putin y relacionaron al presidente con presuntos acuerdos que implicaban a Finlandia. En noviembre de 2007, Anders Aslund, un miembro del Instituto Peterson de Economía Internacional, reunió alegaciones específicas de fuentes rusas y alemanas en relación con la fortuna personal de Putin y calculó que ascendía a un total de 41.000 millones de dólares. Se aseguraba que gran parte de este capital consistía en participaciones en empresas de energía controladas por el Estado, incluido el 37 por cien de Surgutneftegaz y el 4,5 por cien de Gazprom.

La dificultad para proteger esa fortuna una vez que no estuviese en el poder bien podría haber sido una de las principales razones para la reticencia de Putin a ceder su poder político. Los siloviki también se enriquecieron y siguieron el modelo de los propietarios estatales de Nigeria o Arabia Saudí, que tienen parte de su fortuna escondida en el extranjero. La emponzoñada combinación de poder político y riqueza personal en la Rusia contemporánea hace que las “cortinas amarillas” que distinguían a los privilegiados durante los días del comunismo soviético parezcan una indiscreción trivial.

El hoy presidente Medvedev, el sempiterno número uno durante la administración presidencial de Putin, era al mismo tiempo el presidente de la junta directiva de Gazprom, y ahora personaliza esa unión. La corrupción omnipresente entre quienes ostentan el poder puede tener una consecuencia adicional no prevista. A la larga, al igual que en otros países con recursos energéticos donde ha tenido lugar una tendencia similar, la corrupción de la élite, incluido el alarde exagerado de riqueza personal en el extranjero, puede convertirse en foco de resentimiento de la opinión pública, especialmente cuando los pozos se secan. A corto plazo, esa corrupción hace que los corruptores se pongan instintivamente a la defensiva; de ahí la inclinación oportunista de Putin a utilizar la xenofobia nacionalista para movilizar a la opinión pública en apoyo de quienes ocupan el poder y para desviar la atención de los privilegios de los poderosos.

La visión que surge no es la de un fanático político doctrinario que ha intentado revivir el estalinismo o la URSS. Putin aparece como un despiadado producto del KGB; un nacionalista disciplinado y con la determinación de restablecer el poder de Rusia y un beneficiario oportunista de la bonanza económica inesperada de la que goza el país, que no ha tenido reparos en disfrutar tranquilamente y apropiarse en secreto de los beneficios materia les de ese poder político. Su educación soviética le hace temer la democracia, a la vez que su orgullo soviético le hace reticente a condenar el estalinismo como un crimen. Para Putin y sus siloviki, un sistema democrático auténtico amenazaría su poder y su riqueza. La combinación de orgullo nacionalista e intereses materiales egoístas engendra así un Estado que, aunque no se identifica con el totalitarismo estalinista ni revive el colectivismo soviético, rechaza el pluralismo político y un sistema genuino de mercado libre.

El Estado y la economía están unidos en la teoría y en la práctica.

Con ciertas reminiscencias del rimbombante estilo del fascismo pero vacías de contenido ideológico, lo cierto es que las contribuciones retóricas de Putin no reflejan ningún punto de vista exhaustivo de lo que el Estado, la economía y la sociedad rusos deberían llegar a ser. La exaltación nacionalista del pasado y las vagas referencias a una “democracia soberana” no proporcionan una orientación respecto al futuro de Rusia. Putin se ha centrado en los logros a corto plazo y es digno de mención su hincapié en el orgullo, el poder, la categoría global y el progreso económico, pero no ha recurrido a ningún diseño doctrinal mayor. Consolidar el Estado y maximizar su riqueza, al tiempo que se vilipendia a sus enemigos nacionales o extranjeros, han sido durante su presidencia y ahora como primer ministro sus temas dominantes. Como símbolo político, ya sea en carteles o en sus apariciones televisadas, personaliza el triunfo de la voluntad.

En cualquier caso, su control efectivo sobre el poder político del Estado y sus activos financieros, así como una opinión pública desorientada, han hecho posible que Putin tome decisiones que, al acumularse, empujan a Rusia en tres direcciones básicas: políticamente, hacia un autoritarismo de Estado cada vez más represivo; económicamente, a favor de un estatismo corporativo centralizado; e internacionalmente, hacia una postura más explícitamente revisionista. Cada una es un reflejo no sólo de la predisposición personal de Putin, sino también de los intereses compartidos con una élite de ideas similares. Sin embargo, cada una representa, a largo plazo, peligros para el futuro de Rusia. Una valoración crítica del rumbo marcado por Putin requiere preguntarse si había otras alternativas prácticas a más largo plazo, distintas de las que él ha elegido para Rusia.

Autoritarismo represivo frente a Estado democrático

Hay que reconocer que Rusia estaba sumida en el caos socioeconómico cuando Putin asumió el poder. Al contrario de lo que proclaman quienes hacen apología de Putin, el fin de ese desorden socioeconómico no se consiguió de forma específica ni acumulativa por el despiadado aplastamiento de los chechenos; el espectáculo del juicio de Jodorkovsky y la expropiación de sus posesiones; la subordinación progresiva de la televisión y la radio al control político; la imposición, paso a paso, de un control fuertemente centralizado sobre regiones rusas socioeconómicamente diferentes; la manipulación del proceso electoral; la creciente injerencia del Estado en el funcionamiento de ONG con la excusa de que amenazan la independencia de Rusia; la creación de partidos políticos financiados por el Estado que acceden de forma privilegiada a los medios de comunicación; la confianza en las medidas políticas para limitar la actividad de los partidos de la oposición; el movimiento juvenil nacionalista Nashi, entregado a la causa del propio Putin; o la propagación deliberada a través de medios controlados por el Estado de contenidos xenófobos con el fin de promover la “unidad nacional”.

Todo lo anterior culminó con la manipulación descarada de la Constitución, que cuando se adoptó fue bienvenida como la confirmación de la entrada de Rusia en la comunidad de las naciones democráticas. El clima político de Rusia se ha visto además envenenado por los misteriosos asesinatos de periodistas independientes; la aparente indiferencia de Putin tras el tiroteo a la principal crítica de su política en Chechenia, Anna Politkovskaya; y la concesión de autoridad al Servicio Federal de Seguridad [FSB, en inglés, sucesor del KGB], anunciada en público, para llevar a cabo operaciones letales en el extranjero, seguida no mucho más tarde por el espantoso envenenamiento en Londres de un molesto desertor de dicho organismo, Alexander Litvinenko. El método elegido para matar a Litvinenko indica un esfuerzo deliberado por enmascarar los orígenes del asesinato, a la vez que se infligía el máximo sufrimiento posible a la víctima, como escarmiento para cualquier posible desertor político del FSB. El hecho de que el principal sospechoso del asesinato, identificado por los británicos, fuese posteriormente elegido para formar parte de la Duma, es una muestra de hasta qué punto los valores políticos de Rusia han sufrido una transformación significativa a lo largo de los últimos ocho años.

Aunque fueron los de mayor repercusión en los medios de comunicación, los asesinatos de Politkovskaya y Litvinenko no son, ni mucho menos, incidentes aislados. En la mayoría de los casos, las víctimas tenían un perfil político incómodo y no se detuvo a los ejecutores, lo que refuerza la sospecha de que los asesinatos tenían motivaciones políticas y se llevaron a cabo bajo la protección del Estado.

El 27 de julio de 2006, antes del tiroteo de Politkovskaya, Periodistas Sin Fronteras denunció que “al menos 13 periodistas habían sido asesinados en Rusia debido a su trabajo desde 2000 y que ninguno de esos casos había sido resuelto por las autoridades”. Según el Comité para la Protección de los Periodistas, organización sin ánimo de lucro, 14 periodistas han sido asesinados en Rusia desde 2000 en represalia por su trabajo. Ninguno de los casos ha sido resuelto y 13 presentan indicios de haberse realizado por encargo.

Si el deseo de dar ejemplo con los chechenos y después con Jodorkovsky tuvo una función catalizadora en las decisiones iniciales de Putin, la inseguridad personal y colectiva de la élite fueron útiles para desencadenar un ataque cada vez más intenso contra los restos del legado constitucional de los años de Yeltsin. Todo se precipitó debido a las elecciones democráticasen dos ex repúblicas soviéticas cercanas. Los triunfos de la “revolución de las Rosas” en Georgia a finales de 2003 y la “revolución Naranja” en Ucrania a finales de 2004 provocaron en el Kremlin reacciones cercanas al pánico. Los resultados fueron ferozmente criticados como alteraciones tramadas por EE UU y como anticipo de similares designios para la democracia soberana de Rusia inspirados por extranjeros.

La campaña pública impulsada contra la subversión extranjera adquirió pronto un enfoque interno. El resultado fue la patente manipulación política, cada vez más arbitraria, de los procesos políticos de Rusia, que culminó con las elecciones para la Duma a finales de 2007, y que fueron poco más que un plebiscito controlado por el Estado. El colmo de las ironías fue que, en ese momento, Putin tenía todas las probabilidades de ganar, incluso en un proceso electoral auténtico.

Algunos plantean que la suspensión y después la marcha atrás del desarrollo democrático de Rusia eran necesarias para terminar con los males económicos y sociales del país. También se ha argumentado que la desmoralizadora experiencia soviética de 70 años había dejado como legado una cultura política incompatible con la democracia. Sin embargo, estos argumentos obvian el hecho llamativo de que la vecina Ucrania, un país ligado a Rusia durante décadas y culturalmente próximo, que compartió esa misma experiencia soviética y sufrió una caída libre similar tras el derrumbamiento de la URSS, se las había arreglado para superar sus dificultades internas sin dar un giro hacia una dictadura nacionalista.

Ucrania ha celebrado varias elecciones generales en las que el resultado no estaba predeterminado antes de la votación y ha conseguido preservar un sistema parlamentario que funciona y unos medios de comunicación independientes. Su cultura política es ahora más europea que la rusa y el país está más cerca de Europa de lo que está Rusia. Pero no era así hace dos décadas.

No obstante, es importante señalar que el resultado acumulativo del alejamiento de Putin de la democracia ha sido el nacimiento de un sistema político que no imita a la antigua URSS, ni a la Alemania nazi, ni a la China contemporánea. No es, desde luego, un sistema totalitario como el de Stalin o Hitler. No tiene gulags ni aspiraciones genocidas, y tampoco impone un control social omnipresente o se dedica a sembrar el terror de forma masiva.

A diferencia de los totalitarismos, el autoritarismo represivo actual de Rusia todavía deja algún espacio al disentimiento individual y a la libre expresión en privado, y más aún si se trata de cuestiones no políticas. Es significativo desde el punto de vista político a largo plazo que se siga viajando al extranjero de forma relativamente libre, especialmente aquellos que pueden permitírselo. A diferencia de la transformación de China, el cambio social de Rusia no está dirigido por ningún designio programático.

En última instancia, la fuerza política del sistema autoritario creado por Putin es consecuencia de la repentina aunque posiblemente transitoria riqueza del país. Dicha riqueza favorece el consentimiento popular pasivo y un apoyo positivo centrado en el presidente. Sin embargo, la dependencia del sistema de la afluencia de capital derivada de la extracción y exportación de recursos naturales es también su principal debilidad.

La concentración de riqueza en la cúspide de la escala social, cada vez más evidente, es corrosiva y, con el tiempo, desmoralizadora. Mientras una parte suficiente se comparta para asegurar una sensación generalizada de progreso social, se pospondrá la agitación. No obstante, con el tiempo es probable que se vaya acumulando resentimiento individual, local y regional y que surja un caldo de cultivo para la inquietud social de una opinión pública que ya no está aislada del resto del mundo. La opinión pública de Rusia, a diferencia de la de Arabia Saudí o Nigeria, se identifica a sí misma cada vez más con el estilo de vida occidental y, con el tiempo, eso puede contribuir a que adquiera una conciencia política más crítica y enérgica.

En cualquier caso, Putin ha detenido y luego invertido la evolución de Rusia hacia una democracia constitucional genuina. Marzo de 2008 podría haber marcado un hito en la historia de Rusia. La evolución democrática del país bajo el mandato de Yeltsin era errática, a menudo contradictoria y a veces conflictiva. A pesar de todo, Rusia era más libre hace 10 años de lo que lo es hoy. Todavía no se trataba de una democracia liberal institucionalizada pero avanzaba, aunque a veces tropezara, en esa dirección. En una Rusia así, Putin podría haber seguido dominando la escena política y beneficiándose de la coyuntura económica favorable, al tiempo que consolidaba las bases de la democracia en el ámbito de los derechos civiles, la libertad de expresión y el civismo en la actuación política. Su pasado en el KGB, su arrogancia de gran potentado soviético y, en última instancia, la inseguridad de su riqueza le empujaron en otra dirección, en detrimento de la historia de Rusia.

En resumen, los ocho años del mandato de Putin han supuesto una regresión a las políticas caprichosas y represivas, pero podrían haber sido al menos un modesto avance hacia un sistema de gobierno constitucional. El giro hacia el autoritarismo político en Rusia ha sido una elección, no una necesidad.

Estatismo corporativo frente a economía mixta

El propósito primordial del sistema económico diseñado por Putin era reforzar el Estado, más que promover la iniciativa social para renovar la sociedad rusa. Cuando era teniente de alcalde de San Petersburgo a las órdenes de Sobchak, Putin tuvo su primer contacto directo con el atractivo del dinero y las ventajas de la riqueza oculta. Aquella debió de ser una novedosa y embriagadora experiencia para un ex oficial del KGB de salario modesto. Es dudoso que le hiciera sentir nostalgia del mediocre estilo de vida de la era soviética. También debió de hacerle tomar conciencia de que la combinación de poder político y fortuna privada era una fórmula potente. Una vez al mando de la Rusia postsoviética, la aplicación práctica de ese aprendizaje por parte de Putin se vio reforzada por los imperativos de la vida económica trastornada, descarrilada y desorientada del país. El PIB ruso había caído en picado hasta un nivel que recordaba de forma ominosa la gran depresión de EE UU en 1929. La clase media soviética, burocratizada y de vida sencilla, se vio especialmente afectada. De repente, zonas que habían estado gobernadas por Moscú durante siglos eran Estados independientes que insistían en que se respetasen sus fronteras y sus recursos nacionales.

Un ejemplo característico es el destino de la antes poderosa Aeroflot: los nuevos Estados independientes heredaron partes de su flota aérea, dependiendo de dónde estuvieran aparcados los aviones de la aerolínea el día que se disolvió la URSS. La privatización, al estilo “aprovéchate mientras puedas”, de los activos industriales planificados y previamente pertenecientes al Estado tuvo como consecuencia el turbio pero enorme enriquecimiento de unos pocos afortunados. Mientras tanto, el comercio minorista gestionado por el Estado quebró, para ser sustituido por un comercio privado lamentable, a menudo callejero.

Dada la situación, la reafirmación del control político sobre la vida económica del país era una tentadora opción a corto plazo. La simbiosis reforzada entre los siloviki de Putin y los nuevos oligarcas se vio casi literalmente lubricada por la afluencia de liquidez e inversiones extranjeras, que afortunadamente no dejaba de crecer, en gran medida gracias al aumento de la demanda europea de energía. En consecuencia, el sólido balance global del comercio ruso a finales de 2007 era de 128.000 millones de dólares y sus reservas internacionales equivalían a 466.000 millones de dólares. A medida que la recuperación del PIB se aceleraba y en 2005 alcanzaba los niveles anteriores a la crisis de 1990, con un crecimiento anual aproximado del seis por cien, los beneficios de la cohabitación del poder público y la riqueza privada en el Kremlin se generalizaron pero se distribuyeron de forma más desigual.

Los efectos más visibles de la recuperación son evidentes en Moscú y San Petersburgo, en parte debido a la decisión política de impulsar proyectos muy vistosos, testimonio de la recobrada posición internacional de Rusia, y en parte porque las dos ciudades han sido tradicionalmente los centros de las élites política y social rusas. Aunque el resto del país ha cambiado menos, y las zonas rurales prácticamente nada, la recuperación ha tenido también un impacto social más amplio. Ha estimulado el surgimiento de una clase media que trabaja cada vez más por cuenta propia o que al menos no trabaja para el Estado, y cuyas aspiraciones de tener un mejor nivel de vida se ven cada vez más influidas por los criterios globales del consumo urbano. Para la incipiente clase media, ni que decir tiene para los poderosos nuevos ricos, que son verdaderamente ricos, el estilo de vida de la época soviética es un pasado que no se echa de menos.

La imagen es menos clara cuando el foco se desplaza del corto plazo que incluye la recuperación económica necesaria, al largo plazo que contempla el bienestar social futuro de Rusia y la competitividad económica internacional. En el segundo caso, hay dos características que definen la economía creada durante la presidencia de Putin y que es probable que tengan un efecto negativo en las perspectivas futuras de Rusia. La primera es la concentración de decisiones económicas nacionales en manos de un pequeño círculo de funcionarios con poder político y a menudo con grandes fortunas personales.


La segunda incluye la aparición en la economía nacional de un grupo de corporaciones de propiedad poco clara (empresas energéticas e industriales clave y bancos, por ejemplo) que, en conjunto, dominan el día a día de la vida económica del país. El número de aquellos que poseen pequeñas empresas privadas ha permanecido invariable en los últimos años, mientras que las grandes corporaciones han aumentado de manera espectacular. El resultado es un sistema de estatismo corporativo donde aquellos que tienen el poder actúan como si fueran los propietarios sin serlo legalmente, mientras que los propietarios legales, a menudo ocultos, comparten los beneficios con quienes tienen el poder político y participan con ellos en la toma de decisiones.

Los argumentos para defender la idea de que, con Putin, Rusia “se ha convertido en un Estado corporativo” los ha expuesto de forma elocuente Andrei Illarionov, ex asesor económico de Putin, convertido después en crítico. Ha sido mordaz en su análisis de lo que implica esta evolución para el futuro de Rusia: “Hoy, a comienzos del siglo XXI, optar por este modelo no es otra cosa que la elección consciente de un modelo social tercermundista”, que él identifica con Irán, Arabia Saudí y Venezuela. También señala de forma explícita algunas similitudes con “el Estado corporativo de Mussolini”. Dicho sistema tiene una predisposición natural hacia lo políticamente oportuno y hacia la recompensa económica a corto plazo, en detrimento del interés nacional a más largo plazo y el bienestar social.

Es más, la concentración política de la toma de decisiones económicas y financieras a escala nacional, combinada de forma simultánea con la unión simbiótica de poder político y riqueza económica, ha generado una clase dirigente parásita a la vez que ha asfixiado la innovación competitiva.

Para esa clase dirigente movida por intereses egoístas, reforzar el Estado era una decisión obvia. Inicialmente, el término “federación”, con el que Rusia se autodefinía como Estado tras la caída de la URSS, tenía un significado real, especialmente en lo relativo al autogobierno y, por tanto, a la gestión económica regional. El reconocimiento constitucional de la diversidad económica del vasto territorio ruso tenía la finalidad de favorecer la democracia en el plano local y a la vez estimular la iniciativa y las empresas regionales.

Por desgracia, al cabo de poco tiempo, todo esto quedó interrumpido debido a la decisión premeditada y arbitraria de Putin de destripar la federación. Los gobernadores locales ya no se elegían a escala local, sino que eran designados por el presidente. Las asignaciones presupuestarias volvían a ser prerrogativa exclusiva del gobierno central, con lo que el desarrollo nacional quedaba de nuevo condicionado por un proceso burocrático de toma de decisiones dictadas desde la cúpula. De esta forma, se reafirmaba la tradición de siglos, primero zarista y luego soviética, del monopolio central del poder y del dinero, en manos de una burocracia ubicada en Moscú socialmente parásita y económicamente asfixiante. Los ingresos medios del 10 por cien más rico de la población rusa a principios de 2005 eran 14,8 veces mayores que los ingresos del 10 por cien más pobre, mientras que en Moscú el 10 por cien más rico ganaba 51 veces más que el 10 por cien más pobre.

Esta clase dirigente adinerada ha estado derrochando en el extranjero, tanto de form legal como mediante el blanqueo de dinero, miles de millones de su fortuna sospechosamente adquirida. Aunque Putin se haya quejado en público (“Estamos presenciando el blanqueo de miles de millones de rublos cada mes dentro del país. Estamos presenciando el movimiento de enormes recursos económicos en el extranjero”), hay que dar por sentada la complicidad oficial, al menos al principio. Aunque es difícil precisar las cantidades, el nivel acumulado de flujos, disimulados o no, de capital saliente de Rusia ha sido mucho mayor que las ayudas presupuestarias de Moscú para el desarrollo de las regiones rusas olvidadas durante décadas. Los ricos siloviki y oligarcas rusos, a pesar de su nacionalismo, han preferido invertir en propiedades inmobiliarias en la Riviera francesa y Londres o derrochar su dinero en Chipre o en las Islas Caimán.

El lejano este de Rusia, incluyendo la región de Vladivostok y Kamchatka y las zonas septentrionales de Siberia, han estado durante mucho tiempo tratando de conseguir mayores ayudas para la modernización de las infraestructuras, el desarrollo de la vivienda y las mejoras en general. Sin embargo, los desembolsos se han quedado muy por detrás de lo estipulado. La negligencia del gobierno central y los recursos locales limitados han tenido como consecuencia el desplazamiento de los habitantes de estas regiones hacia zonas más favorecidas del centro y el oeste de Rusia, agravando así desde el punto de vista geopolítico la crisis demográfica en la que está sumida la nación, a la vez que se reduce la probabilidad de que una mayor autonomía regional pueda fomentar la cooperación económica con vecinos extranjeros próximos y más avanzados como China, Japón, Corea del Sur y los países escandinavos.

También es un síntoma de la indiferencia del gobierno central respecto a las regiones periféricas de Rusia el subdesarrollo que caracteriza a los transportes rusos. El país sólo tiene una vía de tren transcontinental y ninguna autopista moderna transcontinental. De hecho, todavía no existe un equivalente al sistema de autopistas interestatales de EEUU, cimentado hace décadas, ni a las autopistas europeas que empezaron a construirse a finales de los años treinta. Más aún, China ha construido en la última década una red de más de 48.000 kilómetros de autopistas modernas y con múltiples carriles, mientras que Rusia está ahora construyendo la primera, modernizando por fin la carretera asfaltada de dos carriles que une Moscú y San Petersburgo, trazada sobre la vía que construyó hace siglos Pedro el Grande.

Los observadores rusos también están preocupados porque la dependencia del país de los flujos de capital generados por el petróleo y el gas está teniendo como consecuencia un declive de la capacidad para impulsar la innovación tecnológica y el dinamismo industrial, en el marco de la competencia mundial por la superioridad económica. La renovación de las infraestructuras industriales, que en la época soviética se situaba en una tasa anual del ocho por cien ha decrecido hasta el uno-dos por cien, en comparación con el 12 del mundo desarrollado. No es sorprendente que el Banco Mundial informase de que, en 2005, los carburantes, los productos de la minería y la agricultura constituyeron el 74 por cien de las exportaciones totales de Rusia, mientras que los productos manufacturados supusieron el 80 por cien del total de las importaciones.

Y no es sólo que Rusia esté supuestamente unos 20 años por detrás de los países desarrollados en cuanto a tecnología industrial, sino que también desarrolla 20 veces menos tecnología innovadora que China y dedica bastante menos dinero a la investigación y al desarrollo que su rival geopolítico oriental, que está transformándose con rapidez. El primer ministro de China, Wen Yiabao, en su visita a Rusia en 2007, señaló con satisfacción que el comercio de productos de maquinaria entre ambos países alcanzaba un nivel anual de 6.330 millones de dólares.

Sin embargo, por cortesía, se abstuvo de añadir que, de esa cantidad, 6.100 millones de dólares corresponden a las exportaciones de maquinaria china a Rusia y sólo 230 millones a maquinaria rusa exportada a China. Para empeorar las cosas, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) prevé, que para 2020, no sólo el PIB chino será cuatro veces mayor que el ruso, sino que India también estará por delante de Rusia.

La ausencia de un programa ambicioso que dé forma a una sociedad avanzada que explote las oportunidades generadas por el aumento del precio de los hidrocarburos rusos, en rápida expansión, es la deficiencia más evidente de los ocho años de Putin en la presidencia de Rusia. Falta visión general, y los alardes nacionalistas sobre la posición del país como potencia energética mundial no pueden sustituirla de forma eficaz. Dicho programa tendría que ser algo más que un conjunto de objetivos. Tendría que estar imbuido de nociones pertinentes sobre lo que se necesita para crear un sistema dinámicamente moderno, socialmente próspero, tecnológicamente innovador, creativamente competitivo y legalmente transparente, capaz de implicarse en una competencia constante con las potencias que lideran la innovación tecnológica en el escenario mundial. Una visión programática así tendría que centrarse en la necesidad de poner remedio a las dolorosas deficiencias que revelan la situación competitiva de Rusia a nivel mundial.

La gestión de la economía nacional por parte de Putin ha sido un éxito a corto plazo en lo que respecta a recuperación, estabilización y crecimiento, pero también representa, a largo plazo, una oportunidad perdida de situar a Rusia en el camino hacia una sociedad avanzada con una economía mixta productiva. Putin no acertó a tomar esa decisión.

Nostalgia de superpotencia frente a democracia

El mundo se sobresaltó en febrero de 2007 cuando, durante la conferencia internacional de Wehrkunde sobre seguridad mundial, Putin lanzó un brusco ataque contra la política exterior de EEUU, acusándola de “sumir al mundo en un abismo de conflictos” por su confianza en “un casi desenfrenado uso excesivo de la fuerza”. Aunque la postura de Putin se aprovechaba de la sensación extendida en todo el mundo de que la política de EEUU desde 2003 se había vuelto imperialista por su confianza en la fuerza, no creíble en sus declaraciones presidenciales e ilegítima en muchas de sus prácticas, la conmoción que causó su andanada, seguida a continuación por una serie de otros cáusticos ataques a las políticas de EE UU, tuvo un efecto gratificante en su país. Para muchos rusos fue señal de que su líder no seguía siendo el protegido del presidente de EE UU sino su contrincante mundial y que el final de la sumisión de Moscú ante Washington señalaba el regreso de Rusia a los días de supremacía mundial.

Para muchos miembros de la élite rusa, esa supremacía se basa en tres hechos decisivos: la relativa igualdad de Rusia y EE UU en armamento nuclear, su condición recién proclamada y frecuentemente sacada a colación de “súper-Estado rico en energía” y el orgullo arraigado nacional respecto al vasto tamaño del territorio ruso. Tomadas en conjunto, estas consideraciones hacen que muchos rusos, en especial entre la élite política, se adhieran al argumento de que, a pesar de sus tribulaciones recientes, a Rusia, como potencia mundial de primera línea, le corresponde una esfera de influencia propia.

Sin embargo, pocos rusos se dan cuenta de que la capacidad nuclear de su país se ve menguada en su significado político por su debilidad en el marco de la versátil dimensión no estratégica del poderío militar, lo que deja a Rusia con la capacidad exclusiva de embarcarse en una autodestrucción mutua con EE UU, pero con medios limitados para una proyección políticamente efectiva del poderío militar. La importancia del argumento de la energía se ve reducida por el hecho de que alimenta a una élite político-económica parásita indiferente a las necesidades globales de desarrollo económico a largo plazo mientras que, como ha observado Dmitri Trenin, analista de política exterior en el centro Carnegie de Moscú, la pretensión de ser una “superpotencia energética es un mito, y además peligroso”.

La intoxicación territorial pasa por alto el hecho básico de que casi la mitad de la superficie de Rusia está situada en zonas de permafrost glacial que en realidad constituyen un impedimento para el futuro económico nacional. Por último, aunque no menos importante, a diferencia de la desaparecida URSS, la Rusia contemporánea no ejerce ninguna atracción ideológica a escala mundial. Hasta cierto punto, Moscú puede ahora compensar esa deficiencia simplemente comprando su influencia en capitales extranjeras clave, como Washington o Berlín; pero el dinero sólo puede comprar servicios oportunistas, no compromisos fervientes.

En este contexto, establecer una política exterior basada en el resentimiento hacia la condición de superpotencia de EE UU, mientras se trata de limitar el acceso de la Unión Europea y China a los recursos energéticos de las zonas no rusas de la antigua URSS, tiende a aislar a Moscú. El temor de Rusia ante el potencial a largo plazo de China genera una relación chino-rusa que es de cooperación táctica pero de sospecha mutua desde el punto de vista estratégico. El resentimiento ruso por no seguir dominando Europa central complica su relación no sólo con la UE, sino también con EE UU.

Para las perspectivas geopolíticas de Rusia, a largo plazo debería ser preocupante el hecho de que zonas política y económicamente vitales situadas al Este y al Oeste se están organizando de tal forma que es probable que la influencia de Rusia se vea aún más reducida. Al Oeste, la UE está consolidando a buen ritmo su integración económica, da pasos esporádicos en su identidad política y prosigue su ampliación. Las torpes intentonas de monopolizar la dependencia ascendente y descendente de la Unión de las exportaciones energéticas rusas están también estimulando un esfuerzo más intenso por parte de Bruselas para desarrollar fuentes de energía alternativas y una política energética supranacional. La presencia en la UE de Estados que guardan vívidos recuerdos de la dominación rusa también ha funcionado en detrimento de Rusia.

En el Este y sureste, una zona en rápido crecimiento, China está consolidándose como potencia tecnológicamente avanzada, y Pekín está haciendo progresos constantes para promover una cooperación regional dirigida por los chinos. El constructivo papel de China en las conversaciones a seis bandas sobre el programa nuclear de Corea del Norte ha reforzado también la sutil tendencia estadounidense a forjar en silencio una alianza estratégica entre EE UU, China y Japón con el objetivo de garantizar la estabilidad y la seguridad en Extremo Oriente. La combinación del poderío industrial chino con su enorme capital humano está destinada a proyectar una sombra sobre las regiones vacías y subdesarrolladas del este de Rusia.

Irán, al sur de Rusia, aunque inestable y volátil, se orientará casi con toda seguridad hacia la UE y China. Al mismo tiempo, la historia predispone a Teherán a la hostilidad contra Moscú. Además, Irán comparte con Turquía su interés por abrir a la economía internacional la zona de Asia Central que antes estaba bajo control soviético, lo que choca con el interés evidente de Moscú por monopolizar el control sobre el flujo de la energía de Asia Central a los mercados mundiales. No es probable que Moscú pueda evitar durante mucho tiempo que la UE (con el apoyo de EE UU), China, India, Irán y Turquía logren acceder directamente a los nuevos Estados independientes de Asia Central, que también desean ser accesibles. La Organización de Cooperación de Shanghai (OCS), que Putin patrocinó con la esperanza de consolidar la posición dominante de Rusia en Asia Central, le ha fallado y ha legitimado el creciente interés de China por el antiguo patio trasero soviético. La presencia reciente en unas maniobras conjuntas de la OCS de tropas chinas en Kazajstán, por vez primera desde la época del imperio mongol, deja constancia del papel cada vez más destacado que desempeña China, y no Rusia, en la región.

Dado el posiblemente amenazador aislamiento geopolítico de Rusia, los futuros dirigentes tendrán que enfrentarse al hecho de que la política exterior de Putin ha sido autodestructiva. Algunos rusos ya se dan cuenta del peligro. El intento de crear una zona de influencia rusa exclusiva pero despoblada entre el Este y el Oeste en el área de la antigua URSS, incluyendo en ella a las reticentes Georgia y Ucrania, es la receta para un desastre nacional. La nostalgia del pasado imperial no sólo es incompatible con la realidad actual, sino que es contraproducente.

Un ejemplo es la beligerancia de Rusia hacia Georgia debido a la función estratégica que el oleoducto Bakú-Ceyhan desempeña en el acceso de la UE al mar Caspio y a las regiones de Asia Central. La dinámica de la globalización actúa en contra de los esfuerzos por sellar esta zona. Además, si se las presiona demasiado, Georgia y Ucrania pueden contar con ayuda externa. Ni la UE ni la OTAN se retirarán de Europa central para plegarse a los deseos de Rusia. Las ampliaciones de la Unión y la Alianza han hecho que Europa sea más segura. De no haber sido así, habrían renacido las ambiciones de Moscú respecto a los Estados bálticos y Polonia y, en cualquier caso, no hay vuelta atrás.

En esa situación, la única opción constructiva para Rusia es hacer valer su herencia cultural europea y transformarse en un Estado constitucional crecientemente democrático basado en una economía mixta, legal y transparente, que aumente sus vínculos con la UE. Paradójicamente, el acercamiento de Ucrania a Occidente, que tanto lamentan los dirigentes del Kremlin, es probable que abra a Rusia el camino en dirección Oeste, a la vez que pone fin a las tentaciones imperialistas de Moscú. Una Ucrania sólidamente instalada en Europa es, de hecho, la condición previa para una futura Rusia europea. El consiguiente surgimiento de una cooperación euroasiática desde Lisboa hasta Vladivostok aumentaría la seguridad de Rusia e impulsaría su modernización social. También haría más fácil que Rusia y EE UU colaborasen de forma más estrecha para reducir el tamaño de sus arsenales nucleares y para evitar de manera más eficaz la proliferación de armas nucleares.

Para concluir, el autoritarismo nacionalista y el estatismo corporativo con reminiscencias de nostalgia imperial trasnochada bloquean por el momento la evolución histórica de Rusia. Sin embargo, ha habido algunos indicios alentadores de que tendencias más ilustradas han logrado infiltrarse en ocasiones incluso dentro del propio régimen de Putin. En el Foro Económico de San Petersburgo de junio de 2007, que atrajo una amplia concurrencia, el recientemente despedido ministro de Desarrollo Económico y Comercio, German Gref, refutó los argumentos del entonces viceprimer ministro, Serguei Ivanov, que hizo hincapié en que la innovación económica de Rusia debería promoverse principalmente a través de industrias controladas por el Estado. El escenario diseñado por Gref para el futuro de Rusia, incluido en el anteproyecto de su ministerio y titulado “Conceptos sobre el desarrollo económico y social a largo plazo de Rusia hasta 2020”, señalaba la importancia de los derechos constitucionales, la iniciativa y las libertades económicas protegidas por la ley como claves para la futura competitividad de Rusia.

Además, aunque privada de derechos, sigue existiendo una abierta oposición a las decisiones políticas y económicas de Putin. Hay políticos en Rusia que se atreven a denunciar las decisiones del gobierno. Se les niega el acceso a los medios de comunicación, pero su mera existencia da testimonio no sólo de su valentía sino también de las posibilidades de renovación política una vez que las actuales políticas empiecen a perder su atractivo y la corrupción haga aflorar un resentimiento social generalizado.

Y lo más importante, la generación rusa más joven, que en el transcurso de la próxima década ocupará el lugar dejado por los vestigios del KGB de la era soviética, tiene una buena formación y ha estado expuesta, directa o indirectamente, a las influencias occidentales. Es significativamente más democrática en sus puntos de vista que la generación anterior. Según la filial rusa de la organización Gallup, el 71 por cien de los rusos menores de 30 años cree que la democracia es el mejor sistema político, mientras que sólo un 50 por cien de los mayores de 50 piensan así. Sean cuales sean sus opiniones políticas, pronto su contacto con Occidente tendrá un efecto político y se redefinirán de forma gradual los puntos de vista de la élite rusa. Dicha redefinición es esencial para el futuro de Rusia.

Como muestra de su sentido común, el 80 por cien de los rusos duda que su país esté actualmente gobernado por la voluntad de su pueblo. En palabras de la experta en ciencias políticas Lilia Shevtsova, “El problema básico de Rusia no reside en la ciudadanía, sino en la clase dirigente. Y aquí tropezamos con la peculiaridad de la evolución de Rusia: la clase dirigente de este país es mucho menos progresista que el pueblo (…) A la gente nunca se le ha ofrecido una alternativa democrática liberal convincente”. Más aún, no ofrecerla fue la decisión de Putin y también su grave error.

Se puede extraer, por tanto, una lección básica de la decepcionante experiencia de Occidente con Putin: el competitivo cortejo del ego del dirigente del Kremlin no ha sido tan productivo como el diseño coordinado de un contexto geopolítico convincente para Rusia. Los incentivos personales pueden reservarse como derechos privilegiados, y la decisión de hacer a Putin miembro del G-8 fue un fracaso estrepitoso en su objetivo de convertirle en un demócrata convencido. Las condiciones externas deben modificarse deliberadamente para que los futuros dirigentes del Kremlin lleguen a la conclusión de que la democracia y formar parte de Occidente son objetivos a alcanzar por el bien de Rusia y no sólo por el suyo propio. Afortunadamente, como el pueblo ruso no puede seguir aislado, aumentan las posibilidades de que lleguen a esta conclusión antes que el Kremlin.

EL CONFLICTO DE GEORGIA Y LA OTAN


Fernando del Pozo

Entre los comentarios leídos estos días sobre los trágicos– y con potencial para mucha más tragedia– acontecimientos en Georgia, sólo unos pocos comentaristas, aunque felizmente cualificados, han puesto el análisis en el contexto de los debates de abril pasado en la cumbre de la OTAN sobre la invitación a Georgia– junto con Ucrania– para incorporarse al Tratado de Washington. Recordemos que el Presidente Bush llegó a esta Cumbre, laúltima paraél, lleno de ardor combativo en favor de la ampliación, muy en especial para estas dos naciones que, a diferencia de los otros candidatos, Albania, Croacia y Macedonia, no estaban, ni aún están, en el Membership Action Plan (MAP), paso obligado para cualquier miembro del Partnership for Peace (PfP) que contemple el ingreso como miembro de pleno derecho del Tratado.

Es sabido que, al comienzo de la Cumbre de Bucarest, celebrada el 2 y 3 de Abril pasados, el Presidente de EEUU solicitó reuniones restringidas tanto de los Jefes de Estado o de Gobierno como de los Ministros de Asuntos Exteriores, con asistencia sólo de los principales, sin asesores, con el claro designio de forzar una aceptación de las candidaturas de Ucrania y Georgia ante la prevista oposición de varios aliados europeos, notablemente, pero no sólo, Alemania y Francia. El fracaso de su intento fue, con característico estilo OTAN, paliado con una fórmula consensuada en la Declaración formal de la Cumbre que promete el MAP en un futuro indeterminado, y la subsiguiente accesión al Tratado[1].

Los acontecimientos de estosúltimos días han suscitado un debate, presentado apasionadamente por los influyentes filósofos André Glucksman y Bernard–Henri Lévy el 13 de agosto pasado en el periódico El Mundo, acerca de qué hubiera pasado si el Presidente Bush hubiera tenidoéxito en su intento. Los autores no parecen tener dudas de que en tal situación Rusia no se habría atrevido a tanto, y, por consiguiente, que esa era la medida que debería haberse tomado.

Las argumentaciones hipotéticas o contrafactuales basadas en lo que podía haber ocurrido de haberse producido un fenómeno que, como la aceptación de la propuesta del Presidente Bush, no se ha producido, gozan de escaso prestigio en el mundo científico. Elaborar teorías basadas en“qué habría sucedido si...” no suele conducir a resultados muy rigurosos. Pero en este caso la cercanía temporal entre la decisión y los resultados objeto de análisis es tal que, a diferencia de la mayor parte de las historias contra–factuales que hemos leído alrededor de la Segunda Guerra Mundial (período favorito para este ejercicio intelectual) y otros episodios, podemos descartar casi todos los demás factores posibles que afectan al resultado por no haber apenas cambiado en los escasos cuatro meses y medio. Existen además, como veremos, cuestiones objetivas, no sujetas a opinión, que limitan la divergencia entre los dos universos que se separaron el 3 de Abril; uno, virtual, en el que el Consejo Atlántico tomó la decisión de invitar a Ucrania y Georgia, y el otro, el real en el que vivimos. La tentación, pues, de analizar las posibilidades del virtual es lógica.

En primer lugar, es preciso constatar que, incluso en el caso más favorable, la invitación a Ucrania y Georgia nunca podría haber sido inmediata. El intervalo entre la invitación y el depósito en Washington de los instrumentos de accesión ha sido históricamente muy variable: cuatro meses en el caso de Grecia y Turquía, seis meses en el caso de Alemania, cinco en el de España, quince para la República Checa, Hungría y Polonia, dieciséis para Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia, Lituania y Rumanía, pero como se ve siempre creciente y sólo inferior a cinco meses en el ya remoto y políticamente bien diferente 1952. En realidad sólo son representativas, como modelo para futuras incorporaciones, las ocurridas desde diciembre de 1997, es decir, cuando entraron la República Checa, Hungría y Polonia, pues fue la experiencia del período interino de estas naciones la que sirvió para estructurar el citado MAP, que ha pasado a formar parte del proceso formal de adhesión. En otras palabras, incluso en el caso más optimista, hoy podríamos haber tenido a Georgia y Ucrania formando parte del MAP, pero ciertamente sus instrumentos de adhesión estaría aún lejos de ser depositados en Washington, pues no parece concebible una permanencia en el MAP, con las elaboradas fórmulas de reuniones para su seguimiento, de duración inferior a un año.

La importancia de esto es clara: sólo los miembros de pleno derecho pueden invocar el Artículo 5 del Tratado de Washington, y con ello recabar la asistencia de todos los aliados al amparo de la declaración de que el ataque a uno es un ataque a todos. La pertenencia al MAP no genera más derechos que los (escasos) que proporciona la implícita pertenencia al PfP, al que de todos modos Georgia y Ucrania ya pertenecen; es decir, posibilidad de dirigirse al Consejo Atlántico, expresiones de simpatía por parte de Consejo Atlántico, declaraciones de condena del agresor, solidaridad moral y poco más. Cabe argumentar con Glucksman y Lévy que la hipotética admisión en el MAP, con la seguridad que conlleva de convertirse en aliado a corto plazo, habría tenido un cierto efecto de disuasión. Pero obsérvese que la fórmula declarada en Bucarest incluye la promesa específica de que esos países serán un día miembros. Ese presunto efecto de disuasión, si existe– lo que a la luz de lo sucedido es más que dudoso– ya estaría obtenido con lo explicitado.

Muy al contrario, lo que parece es que, lejos de sentirse intimidada por la sombra de la defensa común, Rusia se ha apresurado a actuar precisamente para alejar tal posibilidad. Indudablemente, Georgia ha dado una imagen de inestabilidad, y su Presidente Mikheil Saakashvili de aventurerismo, que no favorecen en absoluto la simpatía de sus futuros aliados de la OTAN. La poco meditada intervención de Georgia en la secesionista Osetia del Sur ha sido un desencadenante hábilmente aprovechado por Moscú[2]– en acertada metáfora, Marco Vicenzino, Director del Global Strategy Project, en su interesante artículo“Una Rusia que se reafirma” dice que este Goliat está siendo más listo que el inexperto David– que incluso ha podido al parecer permitirse el lujo de airear imágenes del Presidente Saakashvili en aparente estado de pánico ante un supuesto ataque de un helicóptero, y cometiendo el imperdonable pecado de conminar a sus acompañantes en ese dramático momento a“salir de allí” ?en inglés! La implicación de que este joven Presidente, que ha cursado estudios en Estados Unidos, no es más que un títere de los americanos, no necesita apenas ser argumentada ante el público ruso, ya predispuesto en esa dirección por su habitual inclinación a creerse víctima de maquinaciones occidentales. No deberían no obstante extraerse exageradas conclusiones de ese espontáneo uso del inglés, pues de sus 40 años de vida apenas ha pasado uno en Estados Unidos.

Podemos, pues, concluir que una vez desencadenado públicamente el debate sobre la posibilidad de invitar a Ucrania y Georgia a la OTAN, el resultado era, en cuanto a los fines rusos, relativamente irrelevante: un imposible resultado abiertamente negativo (imposible, ya que el proponente era Estados Unidos) habría reforzado la imagen de resignación occidental a una indiscutida autoridad rusa sobre su near abroad; si el resultado hubiera sido francamente positivo, los tiempos necesarios hasta adquirir la cobertura del Artículo 5 habrían permitido a Rusia las acciones que de todos modos ha tomado en afirmación de esa autoridad; y finalmente, la solución de compromiso que se adoptó no difiere en la práctica de una invitación, excepto que además transpira una división en el seno de la Alianza que confirma a ojos rusos la presunta decadencia e inoperancia de la OTAN.

Consecuencias del enfrentamiento entre la OTAN y Rusia

El desencuentro entre la OTAN y Rusia no dejará de tener consecuencias en sus relaciones, especialmente en las más tensas sobre el despliegue de misiles estadounidenses en Europa y sobre la candidatura ucraniana. Las negociaciones del programa de defensa antimisil americano, que incluye una estación de radar en la República Checa y diez silos de misiles interceptores en Polonia, también pendieron sobre el Consejo OTAN–Rusia (NRC) de la Cumbre de Bucarest como una espada de Damocles cuyo hilo felizmente terminó intacto. Ahora, una vez firmado el acuerdo por Polonia el 20 de agosto de 2008, el enfrentamiento ha alcanzado un nuevo punto crítico y le ha dado a Rusia la oportunidad de airear de nuevo sus reclamaciones.éstas, que parecían olvidadas tras fracasar el intento de hacer pasar la iniciativa estadounidense como una amenaza contra Rusia, resurgen ahora en el contexto del enfrentamiento por las zonas de influencia y se reanudan las amenazas militares a quienes como Polonia pasan ahora a ser objetivo de los misiles rusos por cerrar acuerdos con Estados Unidos. De momento, en loúnico que parecen de acuerdo la OTAN y Rusia, según han declarado ambos lados, ha sido en congelar toda colaboración, lo que parece ser incluye la contribución naval rusa a la operación Active Endeavour (francamente prescindible), visitas de autoridades y buques de guerra, la celebración de sesiones del NRC y NRC a nivel de Representantes Militares, y con esto, lo más sensible, la pérdida–esperemos que temporal– del principal foro de discusión de múltiples asuntos: interoperabilidad y transparencia, búsqueda y rescate en la mar, defensa antimisil deárea, acuerdo sobre transporte aéreo, etc. Felizmente la cooperación en Afganistán, incluido el acuerdo de paso por territorio ruso, parece haber sido excluida de momento de esta debacle.

Por su parte Ucrania, que acompaña a Georgia en la aventura de transitar por el camino que lleva desde ser una República Socialista Soviética a convertirse en un Estado miembro de la OTAN, un camino que hasta ahora sólo han completado las tres repúblicas bálticas, en una muestra de compañerismo que le honra, especialmente en vista de la profunda división interna entre pro–rusos y pro–occidentales, anunció restricciones a los movimientos de buques de guerra rusos en la base de Sevastopol, en territorio ucraniano pero en régimen de arrendamiento o cesión temporal a Rusia hasta el 2017. La efectividad de este anuncio, más allá de irritar profundamente a Rusia que ha llegado a calificarlo de gesto hostil, es dudosa, pues se hizo cuando ya se habían anunciado conversaciones de paz, por lo que la limitación no parece relevante. Si el cálculo que presidió el anuncio fue el de galvanizar la dividida opinión pública en apoyo de la posición pro–occidental del Presidente Yushchenko y de la Primera Ministra Timoshenko, quien por cierto tras el anuncio ha guardado un silencio más que significativo, se han arriesgado a obtener el efecto opuesto; además, la amenaza no es creíble, entre otras razones porque Crimea, de donde serían las fuerzas que tendrían que imponer las medidas en la base de Sevastopol, es la parte más rusa de la ya muy pro–rusa mitad oriental de Ucrania. En aparente demostración de lo hueco de la declaración ucraniana, algunos de los buques de guerra rusos desplegados para estas operaciones han regresado a Sevastopol sin oposición.[3]

Aunque algo fuera del contexto de este análisis, que se centra en las relaciones Rusia–OTAN, no podemos dejar de mencionar la existencia del oleoducto Bakú–Tiflis–Ceyhan y el paralelo gasoducto Bakú–Tiflis–Erzurum, cuya vulnerabilidad a inestabilidades en la zona no ha pasado desapercibida para nadie. Significativamente, la razón de que ambos pasen por Georgia es a su vez consecuencia de otra bien enquistada enemistad caucasiana, que ha obligado a alargar ambos trazados para evitar que Turquía y su fiel amiga Azerbaiyán tengan que negociar con la aborrecida y pro–rusa Armenia. Esto es un recordatorio de que, si el“choque de civilizaciones” de los Balcanes ha sido una fuente de problemas durante un siglo, con Kosovo como el más reciente, ojaláúltimo, episodio, el Cáucaso, con su no inferior mezcla de lenguas, etnias y religiones, y el colapso del imperio ruso–soviético habiendo cumplido la función del hundimiento del otomano, puede muy bien ser la causa de una serie de conflictos encadenados, con la complicación añadida de encontrarse a caballo de uno de los más importantes suministros de energía a Europa, una dependencia que limita las opciones europeas para intervenir si una crisis lo aconseja.

Pero, esté el petróleo o no detrás de todo esto, el asunto de Georgia trasciende con mucho los posibles intereses comerciales. El orgullo nacional ruso, que llevaba décadas sufriendo humillaciones, ha encontrado la ocasión de oro de rehabilitarse, y lo ha hecho de la manera más dramática, interviniendo en un país soberano–lo que no se atrevía a hacer desde Afganistán, ni tiene otros precedentes en más de medio siglo que éste, Checoslovaquia y Hungría, ninguno muy adecuado para ser invocado–. La reafirmación rusa de estosúltimos años, perceptible en numerosas declaraciones y actuaciones de Putin en particular, ha dado en Georgia un salto cualitativo. Con ello es previsible un cambio en la actitud rusa en el seno del NRC, que pasará sin duda a ser más agresiva– nunca una cualidad de la que anduvieran escasos los embajadores y ministros rusos, pero por ello mismo su refuerzo es preocupante– con consecuencias seguramente negativas para los diferendos en el Tratado de Fuerzas Convencionales en Europa (CFE), bajo cuyas previsiones, fuertemente disputadas por Rusia,ésta debería ahora dar explicaciones de su despliegue (aunque no parece estén de humor para ello), y para los otros asuntos antes mencionados en el contexto del NRC.

No es tampoco simple coincidencia que este conflicto, nominalmente acerca de la autonomía o independencia de una provincia de un estado soberano, se haya“descongelado” repentinamente a renglón seguido de los desacuerdos sobre Kosovo entre la mayoría de los aliados por una parte, mayoría que felizmente no incluye a España, que han facilitado y hasta aplaudido una independencia que desafía a la lógica, laética y el derecho, y Rusia por otra que, más por solidaridad con el primo serbio que porética o respeto a la ley, se ha negado a reconocerla. Que no se trata deética o derecho lo demuestra la irónica y precisa inversión de papeles: Europa y los EEUU, que atacaron a Serbia sin esperar una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, y que después se constituyeron en garantes y tutores de la secesión de Kosovo en supuesto castigo a Serbia por las acciones genocidas de Miloševic, exigen en Georgia el respeto a las fronteras internacionales admitidas; y Rusia, el defensor de la integridad de Serbia y de la autoridad de la ONU, invoca un supuesto genocidio georgiano sobre los sur–osetios para intervenir en Georgia propiamente dicha sin esa autoridad de la ONU por la que clamaba, y para propiciar la independencia, por supuesto tutelada por Rusia, de Osetia del Sur (y de Abjazia, ya metidos en harina) descalificando a Saakashvili y mencionando una posible petición de procesamiento en La Haya[4]. Esta inversión de papeles debería persuadir a España de tomar los argumentos propuestos por ambos lados para ambos casos cum grano salis, escoger sólo nuestras propias razones, examinar que estén genuinamente de acuerdo con laética y el derecho internacional positivo, desechando toda tentación de realpolitik, y defenderlas con calor en todos los foros, ciertamente incluidos la Unión Europea y la OTAN.

Conclusiones: Los aliados se encuentran ahora en una difícil tesitura. Si se acepta el persuasivo argumento de Glucksman y Lévy no habría otra opción que rectificar y acelerar la inclusión de Ucrania y Georgia en el MAP, para lo que el Consejo Atlántico está autorizado en la Declaración de Bucarest, y enviar toda clase de señales de que la integración de estas naciones como aliados se hará también de manera acelerada, lo que de todos modos no cambiaría mucho lo acordado en la cumbre; en realidad formalmente no cambiaría nada. Pero esto enviaría a Rusia el mensaje simple y desnudo de que agredir no paga dividendos, de que muy al contrario puede ser contraproducente por mucha superioridad militar que se tenga. Ciertamente, los carros de combate rusos, arrasando todo a su paso, se han llevado por delante los dos principales argumentos teóricos en contra de la invitación a Georgia: que está fuera de los confines de Europa, y por tanto violaría la letra del Tratado de Washington, y que sólo se debe invitar a contribuyentes netos de seguridad, no a“consumidores” deésta. Porque la invasión rusa ha puesto el foco sobre un nuevo aspecto de la seguridad europea: un vecino como Rusia, actuando con la deliberada violencia que ha mostrado en su near abroad, que coincide exactamente en este caso con la periferia europea, es un claro riesgo. La extensión de las garantías del Artículo 5 a Georgia y Ucrania contribuiría a limitar este riesgo, con independencia de si la contribución material de estos nuevos aliados a la defensa común es importante o irrelevante. Y si es precisa una prueba objetiva de que ese intervencionismo es peligroso para los vecinos la ha proporcionado Bielorrusia, habitual palmero de Rusia, incluso posible futuro confederado, que guardó durante el conflicto un ensordecedor silencio– hasta que el embajador de Rusia en Minsk manifestó con mal disimulada brutalidad su“perplejidad” por ello, forzando así una tardía y claramente servil declaración bielorrusa de apoyo. La repentina palidez de Alexander Lukashenko– como la de Yulia Timoshenko en Kiev– es perceptible incluso desde aquí.

Sin embargo, el tono de los comentarios leídos estos días no parece indicar que una acelerada inclusión en el Tratado Atlántico sea la opción que se contempla en las capitales europeas, de nuevo divididas por la grieta entre“viejas” y“nuevas” que acuñó Donald Rumsfeld, siendo el tenor de ellos en la“vieja” y más influyente mitad que“esto ha complicado/perjudicado/retrasado varios años– incluso indefinidamente– las expectativas de ingresar pronto de ambos países”. Cuánto de esta actitud se debe al prurito de sostenella y no enmendalla y cuánto al disgusto por la temeraria imprudencia aparentemente exhibida por Saakashvili[5], actitud ciertamente indeseable en un gobernante con quien se estaría atado por lazos tan firmes como el Artículo 5, es imposible decir. Lo que sí podemos afirmar es que esta división no augura una toma de decisión clara sobre una nueva estrategia, y desde luego la decisión de compromiso de la Cumbre pasada no ha sido revisada ni reforzada en el reciente Consejo Atlántico a nivel de MAE convocado urgentemente tras la intervención rusa, aunque sí ha tomado la positiva determinación de crear una Comisión OTAN–Georgia, siguiendo el modelo de la OTAN–Ucrania (NUC), y en parte del Consejo OTAN–Rusia (NRC), naciones estasúltimas entre las del PfP que tenían el singular privilegio de un foro adicional a 26+1. El ingreso de Georgia en este selecto grupo, aunque no tiene directa relevancia respecto al eventual ingreso como aliado (véase Rusia y el NRC), sin duda envía un mensaje en la dirección adecuada.

Pero esta posición, consistente con la mantenida en la pasada cumbre, no evita la otra contradicción antes aludida con la posición de las mismas naciones respecto a la independencia de Kosovo. Y aquí es donde la actitud de nuestra patria,éticamente inatacable pues, como queda dicho, España es de los pocos, muy pocos, aliados que no reconoce la independencia de Kosovo– aunque la continuada presencia de nuestras fuerzas allí resta algo de coherencia a nuestra postura–, debe ser la de liderar un firme reproche a Rusia por su propia inconsistencia al propiciar y luego reconocer la independencia de Surosetia, y a nuestros propios aliados conminarlos a ser consecuentes, no con sus timoratas actitudes de la cumbre, levemente mejoradas con la creación de la Comisión OTAN–Georgia, sino con la lógica de la inviolabilidad de las fronteras internacionales, el principio de no intervención, y, en definitiva, los propios intereses colectivos aliados, que estarán mejor servidos a largo plazo por una actitud gallarda ahora, que debe incluir fuertes sanciones, ayuda abierta a Georgia, propuestas de declaraciones en la ONU, en fin el arsenal completo de acciones políticas y diplomáticas, que por lo que Rusia, ciertamente Medvedev y Putin, interpretarán, no haya duda sobre esto, como debilidad y división occidental. Las conclusiones que los dirigentes rusos saquen de este análisis para el planeamiento y ejecución de actuaciones futuras quedan a la imaginación del lector. De momento, y a la hora de cerrar estas líneas, Rusia ya ha reconocido formalmente la independencia de Abjazia y Osetia del Sur, por supuesto garantizada por fuerzas de pacificación rusas. Su posible ingreso como miembros de la Federación Rusa no ha sido aún citado, pero a nadie sorprenderá que sus nuevos dirigentes lo supliquen pronto. Permanezcan atentos a la pantalla, tras una breve pausa veremos nuevos e interesantes movimientos en esta zona, en Armenia y Azerbayán (Nagorno–Karabaj), en Bielorrusia, Moldova (Transdniestria), y en Ucrania.

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[1] NATO welcomes Ukraine?s and Georgia?s Euro–Atlantic aspirations for membership in NATO. We agreed today that these countries will become members of NATO. Both nations have made valuable contributions to Alliance operations.We welcome the democratic reforms in Ukraine and Georgia and look forward to free and fair parliamentary elections in Georgia in May. MAP is the next step for Ukraine and Georgia on their direct way to membership. Today we make clear that we support these countries applications for MAP. Therefore we will now begin a period of intensive engagement with both at a high political level to address the questions still outstanding pertaining to their MAP applications. We have asked Foreign Ministers to make a first assessment of progress at their December 2008 meeting. Foreign Ministers have the authority to decide on the MAP applications of Ukraine and Georgia.(Bucharest Summit Declaration, para 23)

[2] Se han desvelado recientemente indicios, sin embargo, de que las preparaciones rusas estaban muy avanzadas con anterioridad a cualquier movimiento georgiano, por lo que la reconstrucción de los hechos podrá exonerar o al menos atenuar el cargo de imprudencia a Saakashvili.

[3] Según noticias de agencia, el crucero Moskva en vez de regresar a Sevastopol con el resto ha aprovechado esta relajada ocasión para una amistosa visita a Sujumi, capital de Abjazia, sin duda para descanso de la dotación en un puerto de una (nueva) nación amiga.¿Diplomacia de cañonero? No, por supuesto, eso es cosa de imperialistas como los yanquis, que mientras tanto han tenido que renunciar a llevar ayuda a Poti y en lugar de ello atracar en Batumi, para no coincidir con buques anfibios rusos que están allí retirando sus fuerzas a una velocidad no precisamente apresurada.

[4] Pavel Felgenhauer, analista de Novaya–Gazeta, ha recopilado (ARI 125/2007, Tácticas y objetivos de la posición rusa respecto a la independencia de Kosovo) declaraciones rusas que ilustran ahora a la perfección este doble rasero: Cuando comenzaron los ataques aéreos de la OTAN [sobre Serbia][...] Rusia detuvo sus programas de cooperación con la OTAN [...] Igor Ivanov, MAE de Rusia, declaró:“Por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial, se ha producido una agresión contra un Estado soberano de Europa. Nunca desde 1945 ha experimentado Europa tan de cerca una situación tan penosa. Sean cuales sean los motivos esgrimidos por los estrategas estadounidenses para justificar sus acciones, sus verdaderos objetivos son claros: imponer una dictadura política, económica y militar estadounidense [....] El embajador ruso ante la ONU, Sergei Lavrov, declaró que el intento de basar la motivación de los ataques aéreos de la OTAN contra Yugoslavia en el deseo de impedir una catástrofe humanitaria en Kosovo“carecía de validez alguna” y que“cualquier intento de aplicar un enfoque diferente del Derecho internacional y de hacer caso omiso de sus normas y principios básicos sientan un peligroso precedente que podría causar una grave desestabilización y un agudo caos a nivel regional y mundial”. De esta forma, Lavrov introdujo el argumento vigente de Rusia de que Kosovo podría sentar un precedente que extendería la inestabilidad y la secesión a otras regiones (ITAR–Tass/Interfax, 25/III/1999). Más recientemente, en noviembre pasado, de nuevo Lavrov, ahora MAE, subrayó que la solución al problema de Kosovo debía basarse exclusivamente en el Derecho internacional y que cualquier resolución del CSNU relativa a Kosovo debía estar supeditada a un acuerdo mutuo previo entre serbios y albanokosovares (RIA–Novosti, 25/IX/2007). Lo de“peligroso precedente” ha resultado una profecía auto–cumplida (N. del A.).


[5] De nuevo es preciso puntualizar aquí que este juicio negativo tal vez tenga que ser revisado.