9 de febrero de 2009

LA RENOVACIÓN DEL LIDERAZGO ESTADOUNIDENSE


Barack Obama

Seguridad común para nuestra humanidad común

En momentos de gran peligro durante el siglo pasado, mandatarios estadounidenses como Franklin Roosevelt, Harry Truman y John F. Kennedy lograron tanto proteger al pueblo estadounidense como ampliar las oportunidades para la siguiente generación. Más aún, se aseguraron de que Estados Unidos, por medio de sus acciones y ejemplo, guiara e inspirara al mundo, de que defendiéramos y lucháramos por las libertades que miles de millones de personas buscaban fuera de nuestras fronteras.

Roosevelt construyó las fuerzas armadas más impresionantes que el planeta hubiera visto jamás, y sus Cuatro Libertades dieron un propósito a nuestra lucha en contra del fascismo. Truman defendió una nueva y audaz arquitectura para responder a la amenaza soviética, que combinó el poderío militar con el Plan Marshall y ayudó a garantizar la paz y el bienestar de las naciones en todo el mundo. Cuando el colonialismo se derrumbó y la Unión Soviética alcanzó una auténtica paridad nuclear, Kennedy modernizó nuestra doctrina militar, fortaleció nuestras fuerzas convencionales y creó el Cuerpo de Paz y la Alianza para el Progreso. Estos hombres se valieron de nuestras fortalezas para mostrar a la gente de todas partes la mejor cara de Estados Unidos.

Hoy, otra vez tenemos que mostrar un liderazgo visionario. Las amenazas de este siglo son al menos tan peligrosas y, en cierta forma, más complejas que las que hemos encarado en el pasado. Provienen de armas que pueden matar a gran escala y de terroristas globales que responden a la alienación o a la injusticia percibida con un nihilismo asesino. Provienen de Estados villanos aliados de los terroristas y de potencias en ascenso que podrían desafiar tanto a Estados Unidos como a los cimientos internacionales de la democracia liberal. Provienen de Estados débiles que no pueden controlar su territorio o proveer sustento a sus pueblos. Y se originan en el calentamiento del planeta, que espoleará nuevas enfermedades, engendrará más desastres naturales devastadores y catalizará conflictos mortales.

Reconocer el número y la complejidad de estas amenazas no es entregarse al pesimismo. Más bien es un llamado a la acción. Estas amenazas exigen una nueva visión de liderazgo en el siglo XXI -- una visión que se basa en el pasado pero que no está limitada por un pensamiento obsoleto --. El gobierno de Bush respondió a los ataques no convencionales del 11-S con un pensamiento convencional del pasado, que en gran medida veía los problemas como si fueran entre Estados y, por tanto, pudieran resolverse principalmente con medios militares. Esta visión lamentablemente errónea fue la que nos llevó a una guerra en Irak que nunca debería haberse autorizado y nunca debería haberse emprendido. Tras los sucesos de Irak y Abu Ghraib, el mundo ha perdido la confianza en nuestros propósitos y nuestros principios.

Después de perder miles de vidas y gastar miles de millones de dólares, muchos estadounidenses pueden verse tentados a volverse hacia los temas internos y ceder nuestro liderazgo en los asuntos mundiales. Pero ello sería un error que no debemos cometer. Estados Unidos no puede enfrentar las amenazas de este siglo por sí solo, y el mundo no puede enfrentarlas sin Estados Unidos. No podemos emprender la retirada del mundo ni tratar de someterlo por medio de la intimidación. Debemos mantener nuestro liderazgo mundial con hechos y con el ejemplo.

Tal liderazgo exige que recuperemos la visión profunda y fundamental de Roosevelt, Truman y Kennedy, hoy más cierta que nunca: la seguridad y el bienestar de todos y cada uno de los estadounidenses dependen de la seguridad y el bienestar de quienes viven más allá de nuestras fronteras. La misión de Estados Unidos es proporcionar el liderazgo global fundado en el entendimiento de que el mundo comparte una seguridad común y una humanidad común.

El momento propicio de Estados Unidos no ha pasado, pero debe recuperarse de forma positiva. Considerar que el poderío estadounidense está en un declive terminal es desconocer la gran promesa de Estados Unidos y su objetivo histórico en el mundo. Si soy elegido presidente, comenzaré a renovar esa promesa y ese objetivo el día en que tome posesión del cargo.

Más allá de Irak

Para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, primero debemos dar a la guerra de Irak un final responsable y redirigir nuestra atención a un Medio Oriente más amplio. Irak fue una desviación de la lucha contra los terroristas que nos golpearon el 11-S, y el incompetente ejercicio de la guerra por parte de los mandos civiles de Estados Unidos agravó el error estratégico de decidir emprenderla. A la fecha se han perdido más de 3300 vidas estadounidenses, y miles más sufren heridas tanto visibles como invisibles.

El desempeño de nuestros soldados -- hombres y mujeres -- ha sido admirable aunque su sacrificio es inconmensurable. Pero ya es hora de que nuestras autoridades civiles reconozcan una verdad dolorosa: no podemos imponer una solución militar a una guerra civil entre las facciones sunitas y chiítas. La mejor oportunidad que tenemos para dejar a Irak en una mejor situación es presionar a estas partes en guerra para encontrar una solución política duradera. Y la única manera eficaz de ejercer esta presión es comenzar una retirada gradual de las fuerzas estadounidenses, con la meta de sacar de Irak todas las brigadas de combate el 31 de marzo de 2008, fecha congruente con el objetivo que fijó el grupo bipartidista de Estudios sobre Irak. Este movimiento de tropas podría suspenderse temporalmente si el gobierno iraquí cumple con las metas de seguridad, políticas y económicas con las cuales se comprometió. Pero debemos reconocer que, al final, sólo las autoridades iraquíes pueden llevar una paz y estabilidad verdaderas a su país.

Al mismo tiempo, debemos lanzar una amplia iniciativa diplomática regional e internacional para ayudar a conseguir el fin de la guerra civil en Irak, evitar su propagación y limitar el sufrimiento del pueblo iraquí. Para ganar credibilidad en este esfuerzo, debemos dejar en claro que no nos proponemos establecer ninguna base permanente en Irak. Debemos dejar sólo una mínima fuerza militar de apoyo en la región para proteger al personal y las instalaciones estadounidenses, seguir adiestrando a las fuerzas de seguridad iraquíes y erradicar a Al Qaeda.

El empantanamiento en Irak ha hecho inmensamente difícil enfrentar y resolver los muchos otros problemas de la región -- y ha vuelto bastante más peligrosos muchos de esos problemas --. Cambiar la dinámica en Irak nos permitirá concentrar nuestra atención e influencia en la resolución del enconado conflicto entre israelíes y palestinos, tarea que el gobierno de Bush descuidó durante años.

A lo largo de más de tres décadas, israelíes, palestinos, jefes árabes y el resto del mundo han tratado de que Estados Unidos conduzca el esfuerzo para allanar el camino hacia una paz duradera. En los últimos años, todos ellos lo han intentado en vano. Nuestro punto de partida siempre debe ser un compromiso claro y sólido con la seguridad de Israel, nuestro aliado más fuerte en la región y la única democracia allá establecida. Ese compromiso es tanto más importante cuanto que luchamos con amenazas cada vez más graves en la región: un Irán más fuerte, un Irak caótico, el resurgimiento de Al Qaeda, la revitalización de Hamas y Hezbollah. Ahora más que nunca, debemos esforzarnos por asegurar una solución perdurable del conflicto con dos Estados que vivan lado a lado en condiciones de paz y seguridad. Para hacerlo, debemos ayudar a los israelíes a identificar y reforzar a aquellos socios realmente comprometidos con la paz, aislando a quienes buscan el conflicto y la inestabilidad. El liderazgo sostenido de Estados Unidos para la paz y la seguridad requerirá un esfuerzo paciente y el compromiso personal de su presidente. Ése es un compromiso que adoptaré.

En todo Medio Oriente, debemos aprovechar el poderío de Estados Unidos para revitalizar nuestra diplomacia. Una diplomacia decidida, apoyada por todos los instrumentos del poder estadounidense -- político, económico y militar -- , podría tener éxito aun cuando se trate con viejos adversarios, como Irán y Siria. Nuestra política de lanzar amenazas y depender de intermediarios para controlar el programa nuclear, el patrocinio del terrorismo y la agresión regional de Irán está fracasando. Aunque no debemos descartar el uso de la fuerza militar, no debemos vacilar en hablar directamente con Irán. Nuestra diplomacia debe tener el propósito de elevar el costo para Irán de continuar con su programa nuclear aplicando sanciones más duras y aumentando la presión de sus principales socios comerciales. El mundo debe trabajar para detener el programa de enriquecimiento de uranio de Irán e impedir que éste adquiera armas nucleares. Es demasiado peligroso que una teocracia radical disponga de armas nucleares. Al mismo tiempo, debemos mostrar a Irán -- y sobre todo al pueblo iraní -- lo que podría ganar con cambios fundamentales: compromiso económico, garantías de seguridad y relaciones diplomáticas. La diplomacia y la presión juntas también podrían hacer que Siria abandone su agenda radical y adopte una posición más moderada, lo que, a su vez podría ayudar a estabilizar a Irak, aislar a Irán, liberar a Líbano de las garras de Damasco y dar mayor seguridad a Israel.

Revitalización del ejército

Para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, debemos empezar a trabajar de inmediato para revitalizar nuestro aparato militar. Unos cuerpos armados fuertes son, más que nada, necesarios para mantener la paz. Lamentablemente, el Ejército y la Infantería de Marina de Estados Unidos, según nuestros altos mandos militares, enfrentan una crisis. El Pentágono no puede certificar que una sola unidad individual del ejército dentro de Estados Unidos está totalmente lista para reaccionar ante una nueva crisis o emergencia más allá de Irak; 88% de la Guardia Nacional no está preparada para desplegarse en el extranjero.

Debemos aprovechar este momento para reconstruir nuestras fuerzas armadas y para prepararlas para las misiones futuras. Debemos conservar la capacidad para derrotar rápidamente cualquier amenaza convencional a nuestro país y a nuestros intereses vitales. Pero también debemos estar mejor preparados para desplegar tropas en el terreno para enfrentarnos a enemigos que pelean en campañas asimétricas y tienen gran capacidad de adaptación en todo el mundo.

Debemos ampliar nuestras fuerzas terrestres añadiendo 65000 soldados al Ejército y 27000 infantes de Marina. Reforzar estos cuerpos implica más que la satisfacción de cuotas. Debemos reclutar a los mejores e invertir en su capacidad para tener éxito. Esto significa proporcionar a nuestros soldados -- hombres y mujeres -- equipo de primera calidad, vehículos blindados, incentivos y adiestramiento -- incluidos conocimiento de idiomas extranjeros y otras destrezas críticas -- . Cada programa de defensa importante debe reevaluarse a la luz de las necesidades actuales, insuficiencias en el terreno y escenarios probables de amenazas futuras. Nuestras fuerzas armadas tendrán que reconstruir algunas capacidades y transformar otras. Al mismo tiempo, tenemos que comprometer fondos suficientes para permitir a la Guardia Nacional recobrar su preparación y disponibilidad.

No bastará con mejorar nuestros ejércitos. Como comandante en jefe, también usaré a nuestras fuerzas armadas con sensatez. Cuando enviemos a nuestros hombres y mujeres a enfrentarse al peligro, definiré claramente la misión, buscaré el consejo de nuestros comandantes militares, evaluaré objetivamente la información de inteligencia y me aseguraré de que nuestras tropas tengan los recursos y el apoyo que necesiten. No vacilaré en usar la fuerza, unilateralmente si es necesario, para proteger al pueblo estadounidense o a nuestros intereses vitales siempre que seamos atacados o amenazados de manera inminente.

También debemos considerar usar la fuerza militar en circunstancias que vayan más allá de la legítima defensa, a fin de ayudar a mantener la seguridad común que sostiene la estabilidad global -- apoyar a amigos, participar en operaciones de estabilización y reconstrucción o hacer frente a un sinnúmero de atrocidades -- . Pero cuando usemos la fuerza en situaciones que rebasen la legítima defensa, debemos hacer todo lo posible para obtener el amplio apoyo y la participación de otros -- como lo hizo el presidente George H.W. Bush cuando encabezamos el esfuerzo para expulsar a Saddam Hussein de Kuwait en 1991 -- . Las consecuencias de olvidar esa lección en el contexto del actual conflicto iraquí han sido graves.

Alto a la proliferación de armas nucleares

Para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, debemos hacer frente a la amenaza más urgente a la seguridad de Estados Unidos y el mundo: la proliferación de armas, materiales y tecnología nucleares, y el riesgo de que un dispositivo nuclear caiga en manos de terroristas. La explosión de un artefacto de ese tipo supondría una catástrofe, que empequeñecería la devastación del 11-S y sacudiría todos los rincones del planeta.

Como lo han advertido George Shultz, William Perry, Henry Kissinger y Sam Nunn, nuestras medidas actuales no son suficientes para enfrentar la amenaza nuclear. El régimen de no proliferación está siendo desafiado, y nuevos programas nucleares civiles podrían propagar los medios para fabricar armas de este tipo. Al Qaeda se ha fijado el objetivo de provocar una "Hiroshima" en Estados Unidos. Los terroristas no necesitan construir una arma nuclear desde cero; sólo tienen que robar o comprar un arma o el material para ensamblarla. Ahora hay disponible uranio altamente enriquecido -- y parte del mismo en condiciones muy poco seguras -- en instalaciones nucleares civiles en más de 40 países en todo el mundo. En la ex Unión Soviética hay alrededor de 15000 a 16000 armas nucleares y reservas de uranio y plutonio con las que se pueden producir otras 40000 -- todas dispersas en 11 husos horarios -- . Hay gente que ya ha sido atrapada tratando de contrabandear material nuclear para venderlo en el mercado negro.

Como presidente, trabajaré con otras naciones para controlar, destruir y detener la proliferación de estas armas con el fin de reducir drásticamente los peligros nucleares para nuestra nación y el mundo. Estados Unidos debe conducir un esfuerzo global para asegurar todas las armas y el material nucleares de sitios vulnerables en un plazo de cuatro años; ésta es la manera más eficaz de impedir que los terroristas adquieran una bomba.

Esto requerirá la cooperación activa de Rusia. Aunque no debemos dejar de insistir en que haya más democracia y rendición de cuentas en ese país, debemos trabajar con él en áreas de interés común: sobre todo en garantizar que las armas y el material nucleares estén seguros. También debemos trabajar con Rusia para actualizar y revalorar nuestras peligrosamente anticuadas posturas nucleares de la Guerra Fría y para restar importancia al papel de las armas nucleares. Estados Unidos no debe precipitarse para producir una nueva generación de ojivas nucleares. Y debemos aprovechar los adelantos tecnológicos recientes para construir un consenso bipartidista tras la ratificación del Tratado para la Prohibición Completa de las Pruebas Nucleares. Todo ello puede hacerse manteniendo una poderosa fuerza nuclear disuasiva. En definitiva estas medidas reforzarán, en vez de debilitar, nuestra seguridad.

Conforme reduzcamos los arsenales nucleares existentes, trabajaré para negociar una prohibición global verificable de la producción de nuevos materiales para armamento nuclear. También debemos frenar la propagación de la tecnología de armas nucleares y asegurar que los países no puedan construir -- o estén a punto de construir -- un programa de armas atómicas con el pretexto de desarrollar energía nuclear pacífica. Por ello, mi administración proporcionará de inmediato 50 millones de dólares para iniciar la creación de un banco de combustible nuclear manejado por la Agencia Internacional de Energía Atómica y trabajará para actualizar el Tratado sobre la No Proliferación de Armas Nucleares. También debemos implementar totalmente la ley que el senador Richard Lugar y yo presentamos para ayudar a Estados Unidos y nuestros aliados a detectar y detener el contrabando de armas de destrucción masiva en todo el mundo.

Por último, debemos crear una coalición internacional fuerte para impedir que Irán obtenga armas nucleares y eliminar el programa nuclear bélico de Corea del Norte. Irán y Corea del Norte podrían desencadenar carreras armamentistas regionales, creando peligrosos focos rojos nucleares en Medio Oriente y Asia del Este. A la hora de hacer frente a estas amenazas, no excluiré la opción militar. Pero nuestra primera medida debe ser la diplomacia sostenida, directa y enérgica, como la que el gobierno de Bush ha sido incapaz de usar, o no ha estado dispuesto a emprender.

Combate al terrorismo global

Para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, debemos forjar una respuesta global más eficaz contra el terrorismo que llegó a nuestras costas en una escala sin precedentes el 11-S. De Bali a Londres, de Bagdad a Argel, de Mumbai a Mombasa y Madrid, los terroristas que rechazan la modernidad, se oponen a Estados Unidos y distorsionan el Islam han matado y mutilado a decenas de miles de personas sólo durante esta década. Ya que este enemigo opera globalmente, debe ser enfrentado globalmente.

Debemos reenfocar nuestros esfuerzos en Afganistán y Pakistán -- el frente central en nuestra guerra contra Al Qaeda -- de manera que enfrentemos a los terroristas donde sus raíces son más profundas. El éxito en Afganistán resulta todavía posible, pero sólo si actuamos con rapidez, prudencia y decisión. Debemos emprender una estrategia integrada que refuerce a nuestras tropas en Afganistán y funcione para extirpar las limitaciones establecidas por algunos aliados de la OTAN a sus fuerzas. Nuestra estrategia también debe incluir la diplomacia sostenida para aislar al Talibán y programas de desarrollo más eficaces que destinen la ayuda a áreas donde el Talibán está incursionando.

Me uniré a nuestros aliados para insistir -- no sólo solicitar -- en que Pakistán tome duras medidas contra el Talibán, persiga a Osama bin Laden y sus lugartenientes y termine su relación con todos los grupos terroristas. Al mismo tiempo, alentaré el diálogo entre Pakistán e India para trabajar hacia la resolución de su disputa sobre Cachemira, y entre Afganistán y Pakistán para resolver sus diferencias históricas y desarrollar la región fronteriza del Pashtun. Si Pakistán puede mirar hacia el Este con mayor confianza, será menos probable que crea que sus intereses están mejor protegidos con su cooperación con el Talibán.

Si bien una vigorosa acción en Asia del Sur y Asia Central debe entenderse como un punto de partida, nuestros esfuerzos deben ser más amplios. No debe existir ningún refugio seguro para quienes conspiran para matar estadounidenses. Para derrotar a Al Qaeda construiré un ejército del siglo XXI y asociaciones del siglo XXI tan fuertes como la alianza anticomunista que ganó la Guerra Fría para mantenernos a la ofensiva en todas partes de Djibouti a Kandahar.

Aquí, en nuestro país, debemos reforzar nuestra seguridad interna y proteger la infraestructura crítica de la cual depende el mundo entero. Podemos comenzar gastando dólares del presupuesto de seguridad nacional según el nivel de riesgo. Esto significa invertir más recursos para defender el tránsito masivo de personas, cerrar las brechas en nuestra seguridad aeronaval examinando toda la carga de los aviones y cotejando los nombres de todos los pasajeros contra una lista completa de sospechosos, y mejorar la seguridad portuaria garantizando que la carga se revise para detectar material radiactivo.

Para tener éxito, nuestras acciones en materia de seguridad nacional y antiterroristas deben vincularse a una comunidad de inteligencia que maneje exitosamente las amenazas que enfrentamos. Hoy dependemos en gran medida de las mismas instituciones y prácticas que funcionaban antes del 11-S. Tenemos que volver a revisar la reforma de inteligencia, yendo más allá del reajuste de cargos en un organigrama. Para mantenernos al paso con enemigos tan adaptables, necesitamos tecnologías y prácticas que nos permitan recabar y compartir con eficiencia la información dentro de nuestras agencias de inteligencia y entre ellas. Debemos invertir todavía más en inteligencia humana y desplegar más agentes y diplomáticos adiestrados con conocimientos especializados en culturas y lenguas locales. Y debemos institucionalizar la práctica de realizar evaluaciones competitivas de amenazas críticas y reforzar nuestras metodologías de análisis.

Por último, necesitamos una estrategia integral para derrotar a los terroristas globales, que aproveche la gama completa del poder estadounidense, y no sólo nuestro poderío militar. Como lo planteó un alto comandante militar estadounidense: cuando la gente tiene dignidad y oportunidades, "la posibilidad de que el extremismo sea aceptado disminuye en gran medida, si no es que por completo". Es por esta razón que debemos invertir con nuestros aliados en fortalecer a los Estados débiles y ayudar a reconstruir los fallidos.

En el mundo islámico y fuera de él, combatir a los profetas del miedo de los terroristas requerirá más que lecciones sobre la democracia. Necesitamos profundizar nuestro conocimiento de las circunstancias y creencias que apuntalan el extremismo. Dentro del Islam se está dando un debate crucial. Algunos creen en un futuro de paz, tolerancia, desarrollo y democratización. Otros abrazan una intolerancia rígida y violenta contra la libertad personal y el mundo en general. Para incrementar la influencia de las fuerzas moderadas, Estados Unidos debe hacer todos los esfuerzos posibles por exportar oportunidades -- acceso a la educación y a la asistencia médica, el comercio y la inversión -- y proporcionar el tipo de apoyo firme a los reformadores políticos y a la sociedad civil que permitieron nuestra victoria en la Guerra Fría. Nuestras creencias se basan en la esperanza; las de los extremistas, en el miedo. Por eso podemos ganar esta lucha, y lo haremos.

Reconstrucción de nuestras alianzas

Para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, tengo la intención de reconstruir las alianzas, asociaciones e instituciones necesarias para enfrentar las amenazas comunes y reforzar la seguridad común. La reforma que necesitan estas alianzas e instituciones no surgirá intimidando a otros países para ratificar los cambios que ideamos nosotros solos. Vendrá cuando convenzamos a otros gobiernos y pueblos de que a ellos, también, les conciernen las alianzas eficaces.

Con demasiada frecuencia hemos enviado la señal opuesta a nuestros socios internacionales. En el caso de Europa, desechamos sus reservas sobre la pertinencia y la necesidad de la guerra de Irak. En Asia, subestimamos los esfuerzos surcoreanos para mejorar las relaciones con el Norte. En América Latina, desde México hasta Argentina, no logramos tratar adecuadamente sus preocupaciones sobre inmigración, equidad y crecimiento económico. En África, hemos permitido que persista el genocidio durante más de cuatro años en Darfur y no hemos hecho ni remotamente lo suficiente para responder a la petición de la Unión Africana de más apoyo a fin de detener la matanza. Reconstruiré los lazos con nuestros aliados en Europa y Asia y reforzaré nuestras alianzas en el continente americano y África.

Nuestras alianzas requieren cooperación y revisión constantes si queremos que sigan siendo eficaces y pertinentes. La OTAN ha dado grandes pasos durante los últimos 15 años, al transformarse de una estructura de seguridad de la Guerra Fría en una sociedad para la paz. Pero hoy, el reto de la OTAN en Afganistán ha sacado a la luz, como lo expuso el senador Lugar, "la discrepancia creciente entre las misiones cada vez más amplias de la OTAN y sus rezagadas capacidades". Para cerrar esta brecha, reuniré a nuestros aliados de la OTAN a fin de que aporten más tropas para las operaciones de seguridad colectiva e invertir más en las capacidades de reconstrucción y estabilización.

Y mientras reforzamos la OTAN, debemos construir nuevas alianzas y asociaciones en otras regiones vitales. Conforme China asciende y Japón y Corea del Sur se reafirman, trabajaré para forjar un marco más efectivo en Asia que vaya más allá de acuerdos bilaterales, cumbres ocasionales y arreglos ad hoc, como las negociaciones de seis partes sobre Corea del Norte. Necesitamos una infraestructura incluyente con los países de Asia del Este que pueda promover la estabilidad y la prosperidad, así como ayudar a enfrentar las amenazas transnacionales, desde las células terroristas en Filipinas hasta la influenza aviar en Indonesia. Asimismo, alentaré a China a fin de que desempeñe un papel responsable como potencia en ascenso: para que contribuya en la resolución de los problemas comunes del siglo XXI. Competiremos con China en algunas áreas y cooperaremos en otras. Nuestro desafío esencial es construir una relación que amplíe la cooperación, a la vez que reforzamos nuestra capacidad de competir.

Además, necesitamos una colaboración eficaz en temas globales urgentes con todas las grandes potencias -- y con ellas las ahora emergentes, como Brasil, India, Nigeria y Sudáfrica -- . Tenemos que ofrecer a todas ellas algo que ganar del mantenimiento del orden internacional. Para tal fin, las Naciones Unidas requieren una reforma de gran alcance. Las prácticas directivas de la Secretaría de la ONU siguen siendo débiles. Las operaciones del mantenimiento de la paz están abarcando demasiado. El nuevo Consejo de Derechos Humanos de la ONU ha aprobado ocho resoluciones que condenan a Israel, pero ni una sola condena el genocidio en Darfur o los abusos contra los derechos humanos en Zimbabwe. Sin embargo, ninguno de estos problemas se solucionará a menos que Estados Unidos se dedique de nuevo a la Organización y su misión.

Consolidar las instituciones y vigorizar las alianzas y las sociedades son asuntos especialmente cruciales para poder derrotar la tremenda amenaza provocada por el ser humano al planeta: el cambio climático. Sin reacciones drásticas, la elevación de los niveles del mar inundará las regiones costeras en todo el mundo, incluida gran parte del litoral del este estadounidense. Las temperaturas más cálidas y la menor precipitación pluvial reducirán las cosechas, lo que aumentará los conflictos, la hambruna, las enfermedades y la pobreza. Hacia 2050, el hambre podría desplazar a más de 250 millones de personas en todo el mundo. Esto significa mayor inestabilidad en algunas de las zonas más volátiles del mundo.

Como el mayor productor mundial de gases de invernadero, Estados Unidos tiene la responsabilidad de dar el ejemplo. Mientras muchos de nuestros socios industriales trabajan duro para reducir sus emisiones, nosotros aumentamos las nuestras a un ritmo constante: en más de 10% por década. Como presidente, tengo la intención de hacer ley un sistema de cap-and-trade [límites máximos y comercio] que reducirá drásticamente nuestras emisiones de carbono. Y trabajaré para liberar finalmente a Estados Unidos de su dependencia del petróleo extranjero mediante el uso más eficiente de los energéticos en nuestros automóviles, fábricas y viviendas, contando más con fuentes renovables de energía eléctrica y aprovechando el potencial de los biocombustibles.

Poner nuestra propia casa en orden es sólo el primer paso. China pronto sustituirá a Estados Unidos como el emisor de gases de invernadero más grande del mundo. El desarrollo de energía limpia debe ser un objetivo central en nuestras relaciones con los principales países de Europa y Asia. Invertiré en tecnologías eficientes y limpias en nuestro país y utilizaré nuestras políticas de ayuda y de promoción de las exportaciones para ayudar a los países en vías de desarrollo a saltarse la etapa del uso intensivo de energía derivada del carbono. Necesitamos una respuesta global al cambio climático que contemple compromisos vinculantes y aplicables para reducir las emisiones, en especial de los que más contaminan: Estados Unidos, China, India, la Unión Europea y Rusia. El desafío es gigantesco, pero enfrentarlo aportará nuevos beneficios a nuestro país. Hacia 2050, la demanda global de energía baja en carbono podría crear un mercado anual con un valor de 500000 millones de dólares. Satisfacer esa demanda abriría nuevas fronteras a empresarios y trabajadores estadounidenses.

Construcción de sociedades justas, democráticas y seguras

Por último, para renovar el liderazgo estadounidense en el mundo, reforzaré nuestra seguridad común invirtiendo en nuestra humanidad común. Nuestro compromiso global no puede definirse por aquello en lo que estamos en contra; debe estar guiado por un sentido claro de aquello que defendemos. Tenemos gran interés en asegurar que quienes hoy viven en el miedo y la precariedad puedan vivir mañana con dignidad y oportunidades.

A últimas fechas, todo el mundo ha oído hablar demasiado del avance de la libertad. Lamentablemente, muchos han llegado a asociar esto con la guerra, la tortura y el cambio de régimen impuesto por la fuerza. Para construir un mundo mejor y más libre, debemos comportarnos primero de una forma que refleje la decencia y las aspiraciones del pueblo estadounidense. Esto significa poner fin a las prácticas de embarcar presos al amparo de la noche para ser torturados en países remotos, de detener a miles sin cargos o juicios, de mantener una red de prisiones secretas fuera del alcance de la ley para encarcelar gente.

En todas partes los ciudadanos deben ser capaces de elegir a sus dirigentes en condiciones libres de miedo. Estados Unidos debe comprometerse a fortalecer los pilares de una sociedad justa. Podemos ayudar a construir instituciones que rindan cuentas y ofrezcan servicios y oportunidades: poderes legislativos sólidos, poderes judiciales independientes, fuerzas policiacas honestas, prensas libres, sociedades civiles activas. En países devastados por la pobreza y el conflicto, los ciudadanos anhelan verse libres de las carencias. Y como las sociedades muy pobres y los Estados débiles son caldos de cultivo óptimos para las enfermedades, el terrorismo y los conflictos, Estados Unidos tiene un interés de seguridad nacional directo en la reducción drástica de la pobreza global y en unirse con nuestros aliados para compartir más de nuestras riquezas a fin de ayudar a los más necesitados. Es preciso que invirtamos en la construcción de Estados capaces y democráticos que puedan establecer comunidades sanas y educadas, desarrollar mercados y generar riqueza. Tales Estados tendrían también mayores capacidades institucionales para luchar contra el terrorismo, detener la proliferación de armas letales y construir infraestructuras de asistencia médica para prevenir, detectar y tratar enfermedades mortales como el VIH/sida, la malaria y la influenza aviar.

Como presidente, para 2012 duplicaré a 50000 millones de dólares nuestra inversión anual para satisfacer estos desafíos, y aseguraré que los nuevos recursos se destinen a objetivos que valgan la pena. Durante los últimos 20 años, la financiación de la ayuda externa estadounidense ha hecho poco más que seguir el ritmo de la inflación. Está en nuestro interés de seguridad nacional hacerlo mejor. Pero si Estados Unidos va a ayudar a otros a construir sociedades más justas y seguras, nuestros tratos comerciales, el alivio de la deuda y la ayuda externa no deben tomar la forma de cheques en blanco. Combinaré nuestro apoyo con un llamado insistente a la reforma, para combatir la corrupción que destruye a las sociedades y los gobiernos desde dentro. Así lo haré no con el espíritu de un patrón, sino con el de un socio... un socio consciente de sus propias imperfecciones.

Nuestros programas internacionales contra el sida que crecen rápidamente han demostrado que dar más ayuda al exterior puede hacer una diferencia real. Como parte de este nuevo financiamiento, capitalizaré un Fondo de Educación Global con 2000 millones de dólares que unirá al mundo en la eliminación del déficit educativo global, en forma muy parecida a como lo propuso la Comisión del 11-S. No podemos esperar moldear un mundo donde la oportunidad pese más que el peligro si no garantizamos que en todas partes a cada niño se le enseñe a construir y no a destruir.

Hay motivos morales apremiantes y razones de seguridad igualmente contundentes para un renovado liderazgo estadounidense que reconozca la igualdad y el valor inherentes de toda la gente. Como expresó el presidente Kennedy en su discurso de toma de posesión en 1961: "A la gente [que vive] en chozas y aldeas en medio mundo y que lucha por romper las cadenas de la miseria generalizada, le prometemos hacer nuestros mejores esfuerzos para ayudarla a ayudarse a sí misma, por el tiempo que sea necesario, no porque quizás lo hagan los comunistas, no porque busquemos sus votos, sino porque es lo correcto. Si una sociedad libre no puede ayudar a los muchos que son pobres, no puede salvar a los pocos que son ricos". Mostraré al mundo que Estados Unidos permanece fiel a sus valores fundacionales. Lideramos no sólo por nosotros, sino también por el bien común.

La restauración de la confianza de los estadounidenses

Al enfrentarse a Hitler, Roosevelt dijo que nuestro poder estaría "dirigido hacia el bien último así como contra el mal inmediato. Los estadounidenses no somos destructores; somos constructores". Llegó el momento para un presidente que puede construir consensos aquí en nuestro país para un rumbo así de ambicioso.

En definitiva, ninguna política exterior puede cumplir sus metas si el pueblo estadounidense no la entiende y no percibe que tiene algo que ganar si ésta tiene éxito, si no confía en que su gobierno también escucha sus preocupaciones. No podremos aumentar la ayuda externa si dejamos de invertir en seguridad y oportunidades para nuestro propio pueblo. No podemos negociar tratados comerciales para ayudar a impulsar el desarrollo en países pobres mientras no proporcionemos ninguna ayuda significativa a los trabajadores estadounidenses agobiados por las perturbaciones de la economía mundial. No podemos reducir nuestra dependencia del petróleo extranjero o vencer el calentamiento global a menos que los estadounidenses estén dispuestos a la innovación y la conservación. No podemos esperar que los estadounidenses avalen poner a nuestros hombres y mujeres en peligro si no podemos mostrar que usaremos la fuerza sensata y juiciosamente. Pero si el próximo presidente puede restaurar la confianza de los ciudadanos estadounidenses -- si éstos saben que él o ella actúan teniendo en mente sus mejores intereses, con prudencia y sabiduría y una dosis de humildad -- , entonces creo que el pueblo estadounidense anhelará ver que Estados Unidos es el líder otra vez.

Creo que ellos también estarán de acuerdo en que ya es hora de que una nueva generación relate la próxima gran historia estadounidense. Si actuamos con audacia y previsión, podremos contar a nuestros nietos que ésta fue la época en que ayudamos a forjar la paz en Medio Oriente. Ésta fue la época en que enfrentamos el cambio climático y aseguramos las armas que podrían destruir a la raza humana. Ésta fue la época en que derrotamos a los terroristas globales y llevamos oportunidades a los rincones olvidados del planeta. Y ésta fue la época en que renovamos el Estados Unidos que ha conducido a generaciones de viajeros cansados, de todo el mundo, a encontrar en nuestro umbral las oportunidades y la libertad y la esperanza.

No fue hace mucho cuando los agricultores de Venezuela e Indonesia recibieron con beneplácito a médicos estadounidenses en sus aldeas y colgaron imágenes de John F. Kennedy en las paredes de su sala de estar, cuando millones, como mi padre, esperaban todos los días una carta en el correo que les concedería el privilegio de venir a Estados Unidos a estudiar, a trabajar, a vivir o nada más a ser libres.

Podemos volver a ser ese Estados Unidos. Éste es el momento de renovar la confianza y la fe de nuestro pueblo -- y de todos los pueblos -- en un Estados Unidos que combate los males inmediatos, promueve el bien último y, una vez más, lidera el mundo.

EL REGRESO DE LAS GRANDES POTENCIAS AUTORITARIAS


Azar Gat

El final del fin de la historia

El orden democrático liberal global de hoy enfrenta dos desafíos. El primero es el Islam radical, y es el menor de los dos desafíos. Si bien los defensores del Islam radical encuentran repugnante la democracia liberal, y a menudo al movimiento se le describe como la nueva amenaza fascista, las sociedades de las que emana son por lo general pobres y estancadas. No representan ninguna alternativa viable a la modernidad ni plantean ninguna amenaza militar significativa para el mundo desarrollado. Es sobre todo el uso potencial de armas de destrucción masiva -- en especial por parte de actores no estatales -- lo que hace peligroso al Islam militante.

El segundo desafío, mucho más importante, procede del ascenso de grandes potencias no democráticas: los antiguos rivales de Occidente durante la Guerra Fría, China y Rusia, que ahora operan bajo regímenes capitalistas autoritarios, y ya no comunistas. Las grandes potencias capitalistas autoritarias desempeñaron un importante papel en el sistema internacional hasta 1945. Desde entonces han estado ausentes. Pero en la actualidad parecen estar dispuestas a regresar.

La supremacía del capitalismo parece estar profundamente afianzada, pero el predominio actual de la democracia podría ser mucho más incierto. El capitalismo se ha expandido inexorablemente desde que empezó la modernidad; sus mercancías con precios más bajos y su superior poder económico han desgastado y transformado a todos los demás regímenes socioeconómicos, proceso éste que describió de manera memorable Karl Marx en El manifiesto comunista. Al contrario de lo que esperaba Marx, el capitalismo tuvo el mismo efecto sobre el comunismo, "enterrándolo", al cabo, sin lanzar el disparo proverbial. El triunfo del mercado, que precipitó y fortaleció la revolución tecnológico-industrial, condujo al ascenso de la clase media, la urbanización intensiva, la expansión de la educación, el surgimiento de la sociedad de masas y una riqueza siempre mayor. En la era de la Posguerra Fría (como en el siglo XIX y las décadas de 1950 y 1960), existe la creencia generalizada de que la democracia liberal surgió naturalmente de estos acontecimientos: noción a la que, bien se sabe, se adhiere Francis Fukuyama. En la actualidad, más de la mitad de los Estados del mundo tienen gobiernos elegidos mediante las urnas, y cerca de la mitad tienen derechos liberales suficientemente afianzados como para ser considerados completamente libres.

Pero las razones del triunfo de la democracia, en especial sobre sus rivales capitalistas no democráticos de las dos guerras mundiales, Alemania y Japón, fueron más contingentes de lo que suele suponerse. Los Estados capitalistas autoritarios, hoy ejemplificados por China y Rusia, pueden representar un camino alternativo viable a la modernidad, lo que a su vez indica que no hay nada de inevitable acerca de la victoria definitiva de la democracia liberal, o de su predominio futuro.

Crónica de una derrota no anunciada

El campo democrático liberal derrotó a sus rivales autoritarios, fascistas y comunistas por igual, en las tres mayores luchas de poder del siglo XX: las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Al tratar de determinar con exactitud qué justificó este resultado decisivo, es tentador examinar los rasgos especiales y las ventajas intrínsecas de la democracia liberal.

Una ventaja posible es la conducta internacional de las democracias. Quizás más que compensan el que enarbolen un garrote más ligero hacia el exterior con una mayor capacidad de lograr la cooperación internacional mediante las obligaciones y la disciplina del sistema de mercado global. Esta explicación es probablemente correcta en el caso de la Guerra Fría, cuando las potencias democráticas predominaban sobre una economía global ampliamente expandida, pero no se aplica al caso de las dos guerras mundiales. Tampoco es verdad que las democracias liberales tienen éxito porque siempre permanecen unidas. De nuevo, esto fue cierto, al menos como factor contribuyente, durante la Guerra Fría, cuando el campo capitalista democrático mantuvo su unidad, mientras que un creciente antagonismo entre la Unión Soviética y China dividió al bloque comunista. Durante la Primera Guerra Mundial, sin embargo, la división ideológica entre ambos bandos era mucho menos clara. La Alianza Anglo-Francesa estuvo lejos de ser concebida de antemano; fue sobre todo una función de cálculos de equilibrio de poder que una cooperación liberal. Al concluir el siglo XIX, la política del poder había llevado al Reino Unido y a Francia, países con un antagonismo feroz, a un paso de la guerra e incitado al Reino Unido a buscar activamente una alianza con Alemania. La ruptura de la Italia liberal con la Triple Alianza y su adhesión a la Entente, pese a su rivalidad con Francia, fue una función de la Alianza Anglo-Francesa, pues la ubicación peninsular de Italia ponía en riesgo al país por estar en el lado opuesto a la principal potencia marítima de la época, el Reino Unido. En forma similar, durante la Segunda Guerra Mundial, Francia fue derrotada muy pronto y expulsada del bando aliado (que debía incluir a la Rusia soviética no democrática), mientras que las potencias totalitarias de derecha pelearon en el mismo bando. Según estudios hechos sobre la conducta de las alianzas entre las democracias, los regímenes democráticos no mostraron una tendencia mayor a permanecer unidos que otros tipos de regímenes.

Tampoco los regímenes capitalistas totalitarios perdieron la Segunda Guerra Mundial porque sus opositores democráticos sostenían una alta posición moral que inspiró un mayor esfuerzo de su gente, como han afirmado el historiador Richard Overy y otros. Durante la década de 1930 y a principios de la de 1940, el fascismo y el nazismo eran nuevas ideologías que animaron y generaron un entusiasmo popular masivo, mientras que la democracia permaneció en la defensiva ideológica, con la apariencia de ser vieja y desalentada. En cierta manera, los regímenes fascistas demostraron ser más inspiradores durante la guerra que sus adversarios democráticos, y se ha juzgado que en buena medida el desempeño de sus militares en el campo de batalla fue superior.

La supuesta ventaja económica inherente a la democracia liberal también está lejos de ser tan clara como a menudo se supone. Todos los beligerantes en las grandes luchas del siglo XX resultaron ser muy eficaces en producir para la guerra. Durante la Primera Guerra Mundial, la Alemania semiautocrática comprometió sus recursos con tanta eficacia como sus rivales democráticos. Después de las primeras victorias en la Segunda Guerra Mundial, la movilización económica y la producción militar de la Alemania nazi se descuidaron mucho durante los años críticos de 1940-1942. Bien apostada en la época para alterar fundamentalmente el equilibrio de poder global con la destrucción de la Unión Soviética y su predominio en toda Europa continental, Alemania fracasó porque sus fuerzas armadas no contaron con los suficientes suministros para esa tarea. Las razones de esta deficiencia siguen siendo objeto de debate histórico, pero uno de los problemas fue la existencia de centros de autoridad en competencia dentro del sistema nazi. En éste, la táctica de "divide y domina" de Hitler y el celo con que los funcionarios del partido guardaban sus ámbitos asignados tuvieron un efecto caótico. Además, desde la caída de Francia en junio de 1940 hasta el revés alemán ante Moscú en diciembre de 1941, en Alemania había una percepción generalizada de que prácticamente se había ganado la guerra. A pesar de todo, de 1942 en adelante (cuando ya era demasiado tarde), Alemania intensificó enormemente su movilización económica y alcanzó e incluso superó a las democracias liberales en términos de la proporción de PIB destinada a la guerra (aunque su volumen de producción permaneció mucho más bajo que el de la poderosa economía estadounidense). Asimismo, los niveles de movilización económica en el Japón imperial y la Unión Soviética superaron a los de Estados Unidos y el Reino Unido gracias a esfuerzos despiadados.

Sólo durante la Guerra Fría la economía estatal y centralizada de la URSS mostró una debilidad estructural cada vez más profunda; esa debilidad fue la responsable directa de la caída de la Unión Soviética. El sistema soviético había generado exitosamente las etapas primeras e intermedias de la industrialización (aunque a un costo humano terrible) y sobresalió en las técnicas regimentadas de producción en serie durante la Segunda Guerra Mundial. Asimismo, mantuvo ese orden militar durante la Guerra Fría. Pero debido a la rigidez del sistema y la falta de incentivos, resultó estar mal preparado para enfrentarse con las etapas avanzadas de desarrollo y las demandas de la era de la información y la globalización.

Sin embargo, no hay ninguna razón para suponer que, de haber sobrevivido, los regímenes capitalistas totalitarios de la Alemania nazi y el Japón imperial habrían resultado ser económicamente inferiores a las democracias. Las ineficiencias que el favoritismo y la falta de rendición de cuentas suelen crear en tales regímenes podrían haber sido compensadas con niveles más altos de disciplina social. A causa de sus economías capitalistas más eficientes, las potencias totalitarias de derecha podrían haber constituido un desafío más viable para las democracias liberales que la Unión Soviética; las potencias aliadas juzgaban que la Alemania nazi era un desafío tal antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Las democracias liberales no poseían una ventaja inherente sobre Alemania en términos de desarrollo económico y tecnológico, como sí la tenían en relación con otras grandes potencias rivales.

Entonces, ¿por qué las democracias ganaron las grandes luchas del siglo XX? Los motivos son diferentes para cada tipo de adversario. Derrotaron a sus adversarios capitalistas no democráticos, Alemania y Japón, en la guerra porque éstos eran países de tamaño medio con recursos limitados y se alzaron contra la coalición, en extremo superior económica y militarmente -- pero difícilmente establecida de antemano -- , de las potencias democráticas y Rusia o la Unión Soviética. La derrota del comunismo, sin embargo, tuvo mucho más que ver con factores estructurales. El bando capitalista -- que después de 1945 se expandió hasta incluir a la mayor parte del mundo desarrollado -- poseía un poder económico mucho mayor que el bloque comunista, y la ineficiencia inherente de las economías comunistas les impidió explotar completamente sus enormes recursos y ponerse a la altura de Occidente. Juntas, la Unión Soviética y China eran más grandes y por tanto tenían el potencial de ser más poderosas que el bando capitalista democrático. En última instancia, fallaron porque sus sistemas económicos las limitaron, mientras que las potencias capitalistas no democráticas, Alemania y Japón, fueron derrotadas porque eran demasiado pequeñas. Factores contingentes desempeñaron un papel decisivo en inclinar la balanza contra las potencias capitalistas no democráticas y a favor de las democracias.

La excepción estadounidense

El elemento contingente más decisivo fue Estados Unidos. Después de todo, fue un poco más que un azar de la historia que el vástago del liberalismo anglosajón brotara al otro lado del Atlántico, institucionalizara su herencia con independencia, se expandiera a través de uno de los territorios más habitables y menos poblados del mundo, se nutriera de una enorme inmigración de Europa y creara, así, en una escala continental lo que fue -- y es aún -- por mucho la mayor concentración de poderío económico y militar del mundo. Un régimen liberal y otros rasgos estructurales tuvieron mucho que ver con el éxito económico de Estados Unidos, e incluso con su tamaño, debido a su atractivo para los inmigrantes. Pero Estados Unidos difícilmente habría alcanzado tal grandeza de no haber estado ubicado en un vasto y ventajoso nicho ecológico-geográfico, como lo demuestran los contraejemplos de Canadá, Australia y Nueva Zelanda. Y la ubicación, por supuesto, aunque crucial, fue sólo una condición necesaria entre muchas para engendrar al gigante, en efecto, de Estados Unidos como el máximo hecho político del siglo XX. Lo contingente fue al menos tan responsable como el liberalismo del surgimiento de Estados Unidos en el Nuevo Mundo y, por tanto, de su capacidad posterior para rescatar al Viejo Mundo.

A lo largo del siglo XX, el poder de Estados Unidos sobrepasó consistentemente el de los dos siguientes Estados más fuertes juntos, y ello inclinó decisivamente la balanza de poder global a favor de cualquiera de los lados en los que estuvo Washington. Si hubo algún factor que diera a las democracias liberales su preeminencia, fue sobre todo la existencia de Estados Unidos más que cualquier otra ventaja inherente. De hecho, de no haber sido por Estados Unidos, la democracia liberal podría haber perdido las grandes luchas del siglo XX. Éste es un pensamiento tranquilizador que a menudo es pasado por alto en los estudios de la expansión de la democracia en el siglo XX, y hace que el mundo actual parezca mucho más contingente y frágil de lo que sugieren las teorías lineales del desarrollo. Si no fuera por el factor Estado Unidos, el juicio de las generaciones posteriores sobre la democracia liberal probablemente habría reflejado el veredicto negativo sobre el desempeño de la democracia, emitido por los griegos del siglo IV a.C., tras la derrota de Atenas en la Guerra del Peloponeso.

El nuevo segundo mundo

Pero el examen de la guerra no es, desde luego, el único al cual se someten las sociedades -- sean éstas democráticas o no -- . Hay que preguntarse cómo se habrían desarrollado las potencias capitalistas totalitarias si no hubieran sido derrotadas en la guerra. ¿Se habrían despojado, con el tiempo y con más desarrollo, de su antigua identidad y abrazado la democracia liberal, como acabaron haciéndolo los regímenes ex comunistas de Europa del Este? ¿El Estado industrial capitalista de la Alemania imperial de antes de la Primera Guerra Mundial se encaminaba en definitiva hacia un mayor control parlamentario y la democratización? ¿O habría avanzado hacia un régimen oligárquico autoritario, dominado por una alianza entre la burocracia, las fuerzas armadas y la industria, como ocurrió en el Japón imperial (pese a su interludio liberal en la década de 1920)? La liberalización parece aún más dudosa en el caso de la Alemania nazi de haber sobrevivido, por no decir triunfado. Como todos estos grandes experimentos históricos fueron interrumpidos por la guerra, las respuestas a tales preguntas quedan en el terreno de la especulación. Pero quizás el registro de los tiempos de paz de otros regímenes capitalistas autoritarios desde 1945 pueda darnos la clave.

Los estudios que cubren este periodo muestran que las democracias suelen superar a otros sistemas en el plano económico. Los regímenes capitalistas autoritarios son al menos tan exitosos como aquellos -- si no es que más -- en los primeros estadios de desarrollo, pero tienden a democratizarse luego de cruzar cierto umbral de desarrollo económico y social. Esto parece haber sido un patrón recurrente en Asia del Este, el sur de Europa y América Latina. Intentar extraer conclusiones sobre los patrones de desarrollo a partir de estos hallazgos, sin embargo, puede conducir a equívocos, dado que el mismo conjunto de muestra puede estar contaminado. Desde 1945, la enorme atracción gravitacional ejercida por Estados Unidos y la hegemonía liberal han modificado los patrones de desarrollo en todo el mundo.

Como las grandes potencias capitalistas totalitarias, Alemania y Japón, fueron aplastadas con la guerra, y estos países fueron después amenazados por el poderío soviético, se prestaron a una reestructuración y democratización radical. Por consiguiente, países más pequeños que optaron por el capitalismo en vez del comunismo no tuvieron ningún modelo político y económico rival por imitar y no les quedaron otros actores internacionales en las cuales apoyarse sino los del bando democrático liberal. La consiguiente democratización de estos países pequeños y medianos probablemente tuvo tanto que ver con la abrumadora influencia de la hegemonía liberal occidental como con los procesos internos. En la actualidad, Singapur es el único ejemplo de un país con una economía verdaderamente desarrollada que conserva un régimen semiautoritario, e incluso es probable que cambie con la influencia del orden liberal en el cual opera. ¿Pero son posibles las grandes potencias semejantes a Singapur las que resultan inmunes a la influencia de este orden?

La pregunta se torna relevante por la reciente aparición de los gigantes no democráticos, sobre todo la China que fue comunista y hoy presenta un auge capitalista autoritario. Rusia, también, se está apartando de su liberalismo poscomunista y asume un carácter cada vez más autoritario conforme crece su relevancia económica. Algunos creen que estos países podrían convertirse al cabo en democracias liberales mediante una combinación de desarrollo económico, aumento de la riqueza e influencia del exterior. O bien, pueden tener suficiente peso como para crear un Segundo Mundo nuevo no democrático, pero avanzado en lo económico. Podrían establecer un poderoso orden capitalista autoritario que una a élites políticas, industriales y de las fuerzas armadas, que sea de orientación nacionalista y participe en la economía global en sus propios términos, como lo hicieron la Alemania imperial y el Japón imperial.

Mucho se ha afirmado que el desarrollo económico y social origina presiones a la democratización que no puede contener la estructura de un Estado autoritario. También existe la percepción de que las "sociedades cerradas" pueden llegar a sobresalir en la fabricación en serie pero no en las etapas avanzadas de la economía de la información. El jurado sobre estos asuntos no ha dado su veredicto porque el conjunto de datos es incompleto. La Alemania imperial y la nazi estuvieron a la cabeza de las economías científicas e industriales avanzadas de sus tiempos, pero algunos afirmarán que su éxito ya no se sostiene porque la economía de la información es mucho más diversificada. Singapur, que es no democrático, tiene una economía de información exitosa, pero Singapur es una ciudad-Estado, no un país grande. Habrá de pasar mucho tiempo antes de que China alcance la etapa en que pueda ponerse a prueba la posibilidad de un Estado autoritario con una economía capitalista avanzada. Todo lo que puede decirse por el momento es que no hay nada en el registro histórico que indique que es inevitable una transición a la democracia de las potencias capitalistas autoritarias de hoy, mientras hay mucho que indica que tales naciones tienen un potencial económico y militar mucho mayor que el que tuvieron sus antecesores comunistas.

China y Rusia representan un regreso de las potencias capitalistas autoritarias con éxito económico que han estado ausentes desde la derrota de Alemania y Japón en 1945, pero son mucho más grandes de lo que alguna vez fueron estos dos países. Aunque Alemania sólo fuera un país de tamaño medio incrustado incómodamente en el centro de Europa, dos veces casi escapó de sus confines para convertirse en una potencia mundial debido a su poderío económico y militar. En 1941, Japón todavía estaba a la zaga de las principales grandes potencias en términos de desarrollo económico, pero su tasa de crecimiento desde 1913 había sido la más alta del mundo. Sin embargo, en última instancia tanto Alemania como Japón eran demasiado pequeñas -- en términos de población, recursos y potencial -- para enfrentarse a Estados Unidos. La China de la actualidad, por otro lado, es el actor más grande en el sistema internacional en términos de población y experimenta un espectacular crecimiento económico. Al pasar del comunismo al capitalismo, China ha cambiado a una especie de autoritarismo mucho más eficiente. A medida que China reduce rápidamente la brecha económica entre ella y el mundo desarrollado, se vislumbra la posibilidad de que se convierta en una auténtica superpotencia autoritaria.

Incluso en sus actuales bastiones en Occidente, el consenso liberal en lo político y lo económico es vulnerable a acontecimientos imprevisibles, como una aplastante crisis económica que podría trastornar el sistema comercial global o provocar el resurgimiento de las luchas étnicas en una Europa cada vez más agitada por la inmigración y las minorías étnicas. Si Occidente fuera golpeado por tales transformaciones, el apoyo a la democracia liberal en Asia, América Latina y África -- donde la adhesión a ese modelo es más reciente, incompleta e insegura -- podría desmoronarse. Y, entonces, un Segundo Mundo no democrático y exitoso podría ser considerado por muchos como una atractiva alternativa a la democracia liberal.

Hacia un mundo seguro para la democracia

Aunque el ascenso de grandes potencias capitalistas autoritarias no condujera necesariamente a una hegemonía no democrática o a una guerra, sí podría implicar que el casi total predominio de la democracia liberal desde la caída de la Unión Soviética sería efímero y que aún está muy distante una "paz democrática" universal. Las nuevas potencias capitalistas autoritarias podrían llegar a integrarse profundamente a la economía mundial, como lo hicieron la Alemania imperial y el Japón imperial, y a no optar por ejercer la autarquía, como lo hicieron la Alemania nazi y el bloque comunista. Una gran potencia china también puede ser menos revisionista de lo que lo fueron los territorialmente confinados Alemania y Japón (aunque es más probable que Rusia, que sigue tambaleándose por haber perdido un imperio, tienda al revisionismo). De todos modos, Beijing, Moscú y sus futuros seguidores bien podrían estar en términos antagónicos con los países democráticos, con todo el potencial de sospechas, inseguridad y conflicto que esto implica, y ello ostentando mucho más poder del que alguna vez tuvieron los rivales del pasado de las democracias.

Entonces cabe la pregunta: ¿el mayor poder potencial del capitalismo autoritario significa que la transformación de las otrora grandes potencias comunistas resulta a final de cuentas ser una consecuencia negativa para la democracia global? Es demasiado pronto para determinarlo. En lo económico, la liberalización de los países ex comunistas ha dado a la economía global un impulso formidable, y puede esperarse más. Pero la posibilidad de que en el futuro se tornen más proteccionistas también necesita ser tomada en cuenta, y evitarla con diligencia. Después de todo, fue la perspectiva de un proteccionismo progresivo en la economía mundial al finalizar el siglo XX y la propensión proteccionista de la década de 1930 lo que contribuyó a radicalizar a las potencias capitalistas no democráticas de la época y a precipitar las dos guerras mundiales.

En el lado positivo para las democracias, la caída de la Unión Soviética y su imperio despojó a Moscú de casi la mitad de los recursos que manejaba durante la Guerra Fría, con una Europa del Este absorbida por la Europa democrática en gran expansión. Tal es quizás el cambio más significativo en el equilibrio de poder global desde la forzada reorientación democrática de Posguerra en los casos de Alemania y Japón bajo la tutela estadounidense. Además, es posible que al cabo China se democratice, y Rusia podría revertir su alejamiento de la democracia. Si China y Rusia no se vuelven democráticas, será crítico que India siga siéndolo, por su papel vital en el equilibrio con China y por el modelo que representa para otros países en desarrollo.

Pero el factor más importante sigue siendo Estados Unidos. Ante todas las críticas dirigidas en su contra, Estados Unidos -- y su alianza con Europa -- se sostiene como la esperanza individual más importante para el futuro de la democracia liberal. Pese a sus problemas y debilidades, Estados Unidos aún está en una posición global de fortaleza y es probable que la mantenga incluso si crecen las potencias capitalistas autoritarias. No sólo su PIB y su tasa de crecimiento de productividad son los más altos del mundo desarrollado; como un país de inmigrantes con cerca de un cuarto de la densidad demográfica de la Unión Europea y China y un décimo de la de Japón e India, Estados Unidos todavía tiene un potencial considerable de crecimiento -- tanto en lo económico como en términos demográficos -- mientras que todos los otros mencionados muestran poblaciones que envejecen y, en última instancia, se reducen. La tasa de crecimiento económico de China está entre las más altas del mundo, y dados la inmensa población del país y los aún bajos niveles de desarrollo, tal crecimiento abriga el potencial más radical de cambio en las relaciones entre las potencias globales. Pero incluso si persiste la tasa de crecimiento superior de China y su PIB sobrepasa el de Estados Unidos hacia 2020, como a menudo se prevé, China seguirá teniendo apenas un poco más de un tercio de la riqueza per cápita estadounidense y, por tanto, considerablemente menor poder económico y militar. Cerrar esa brecha aún más desafiante con el mundo desarrollado tardaría varias décadas más. Por añadidura, se sabe que el PIB por sí solo es un indicador deficiente del poder de un país, y mencionarlo para celebrar el predominio de China es bastante equívoco. Como ocurrió durante el siglo XX, el factor Estados Unidos sigue siendo la mayor garantía de que la democracia liberal no será lanzada a la defensiva ni relegada a una posición vulnerable en la periferia del sistema internacional.

ANSIEDADES SIN FRONTERAS: ESTADOS UNIDOS, EUROPA Y SUS VECINOS DEL SUR


Ian O. Lesser

Si las relaciones este-oeste dieron forma en gran medida a la última mitad del siglo XX, ¿se definirán las primeras décadas del siglo XXI sobre líneas norte-sur? Como sociedades, Europa y Estados Unidos se ven cada vez más afectadas por los acontecimientos en sus periferias del sur: los estados mediterráneos de la franja del norte de África y Medio Oriente en el caso de Europa; México, América Central y el Caribe en el de Estados Unidos. Periodistas, analistas y trazadores de políticas señalan analogías entre el Mediterráneo y el río Bravo, y la lista de desafíos políticos -- migración, comercio e inversión, temas de seguridad trasnacional y cuestiones de cultura e identidad -- son similares en su apariencia exterior.

Más allá de amplias analogías, los enfoques estadounidense y europeo respecto de sus vecinos del sur son asimétricos en aspectos clave, impulsados por ideas cambiantes en materia de identidad y seguridad, y por la conducción de la política exterior en ambos lados del Atlántico. Además, tanto Europa como Estados Unidos tienen intereses -- acaso más pronunciados en el caso estadounidense -- en la evolución de un "sur" más distante al otro lado del Atlántico.

Los "extranjeros cercanos" de Occidente

El año 2005 marca el décimo aniversario de la creación de la Sociedad Euro-Mediterránea -- el Proceso de Barcelona -- , que vincula la Unión Europea (UE) con socios de Noráfrica y Medio Oriente. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte que liga a Canadá, México y Estados Unidos entró en vigor en 1994. Así, en sentido amplio, ha habido una década de experiencia formal norte-sur en ambos lados del Atlántico. En las relaciones euro-mediterráneas, al igual que en las norteamericanas, existe ahora un ambiente de reflexión y reevaluación, y una vinculación más estrecha que nunca entre las relaciones norte-sur y los intereses nacionales.

Europa y Estados Unidos parecen enfrentar retos similares en sus relaciones con las sociedades relativamente pobres e inseguras del sur. Se puede decir que el compromiso de la UE con el sur es la zona primordial de participación de la política exterior y de seguridad europea. Los países de Noráfrica y el Levante se encuentran firmemente en la órbita de la UE en lo político y, sobre todo, en lo económico. Europa podrá ser un actor global relativamente débil, pero en el Mediterráneo es un actor en "pleno servicio", capaz de desempeñar un papel activo en una gama de temas, entre ellos la seguridad. La decisión del Consejo Europeo, adoptada en diciembre de 2004, de abrir negociaciones formales de acceso con Turquía en octubre de 2005, por acotada y condicional que sea, sólo agudizará el debate sobre estos asuntos en los años por venir. No es probable que los votos francés y holandés por el "no" a la constitución europea, y el prevaleciente sentimiento de incertidumbre dentro de la UE, alteren la postura europea en asuntos del Mediterráneo, aunque sí podrían alterar el ritmo del involucramiento de Europa con sus vecinos del sur.

El interés estadounidense por los acontecimientos del sur, sobre todo en México, no es menos pronunciado. Pero, en contraste con la situación al otro lado del Atlántico, la preeminencia de los temas norte-sur, sobre todo la migración, no ha producido una política consistente de compromiso con México o con América Latina como un todo. En contraste con el Proceso de Barcelona, el TLCAN y el Tratado de Libre Comercio con América Central (CAFTA, por sus siglas en inglés) son más estrechos en sus miras y se enfocan casi por completo en el comercio y la inversión. Los desafíos transnacionales pueden tener un peso importante en el debate político estadounidense sobre una base regional -- en los estados fronterizos clave de California y Texas, así como en Florida -- , pero el centro de gravedad de la política exterior y de seguridad estadounidense se encuentra en otra parte: en Europa, Medio Oriente y, cada vez, más en Asia.

Diferentes enfoques hacia la integración

Los principales marcos institucionales para las relaciones norte-sur -- el Proceso de Barcelona y el TLCAN -- tienen ahora unos diez años de antigüedad. Representan respuestas patentemente distintas a los desafíos de la integración económica, el desarrollo y las relaciones norte-sur. Sobre ambos existe la difundida opinión de que son valiosos, pero enfrentan ciertos problemas. También han tenido implicaciones regionales muy diferentes, pues el TLCAN ha desatado otros importantes esfuerzos de integración en América Latina, en tanto el Proceso de Barcelona ha tenido pocos efectos similares en Medio Oriente y África (donde la UE tiene ya acuerdos de larga data sobre comercio y diálogo político) o, en una base subregional, en el Magreb y Levante. El TLCAN, como iniciativa norteamericana, tiene una dimensión económica Estados Unidos-Canadá muy importante, más cercana a las metas de mercado único dentro de la propia UE que los esfuerzos de integración hacia el otro lado del Mediterráneo. Sobre todo, Barcelona aspira a un amplio compromiso político, cultural y económico, mientras el TLCAN y las iniciativas relacionadas se enfocan con firmeza en el comercio.

Para Europa, Turquía es una parte esencial de la ecuación, parte del Proceso de Barcelona, pero también del proceso de ampliación formal de la UE. De hecho, en los últimos años las líneas entre el compromiso europeo con los estados no miembros, del sur, y su propio proceso de expansión se han vuelto menos claras. La tendencia es hacia el desarrollo de una estrategia global europea hacia las zonas de la periferia que siguen fuera de los planes actuales de expansión, ya sea en África del Norte o Medio Oriente, o en Eurasia. La evolución de esta política de vecindad más amplia tendrá importantes implicaciones para las relaciones de larga data con los países del sur del Mediterráneo, con la posibilidad de que el marco de Barcelona se subsuma con el tiempo en una estrategia más amplia de compromiso para toda la periferia de la UE. Esta tendencia hacia marcos cada vez más amplios de relaciones económicas y políticas externas no tiene en realidad paralelo en la política estadounidense, más allá del interés por negociar nuevos acuerdos regionales y bilaterales: el CAFTA y la elusiva Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA).

La economía política de las relaciones norte-sur en los dos hemisferios tiene algunas características generales en común. Pero también existen marcadas diferencias en este relato trasatlántico de acaudalados y desposeídos.

En primer lugar hay una diferencia en escala. El volumen total de comercio entre Estados Unidos y México (más los países del CAFTA) es mucho mayor que el existente entre la UE y sus socios del MEDA. En 2002 las importaciones europeas del sur del Mediterráneo, incluso Turquía, totalizaron 65000 millones de euros; las importaciones europeas del sur del Mediterráneo sumaron unos 80000 millones de euros. En el mismo periodo, las solas exportaciones estadounidenses a México llegaron a 97500 millones de dólares, y las exportaciones mexicanas a Estados Unidos alcanzaron 137000 millones. El comercio de dos vías entre Estados Unidos y el CAFTA en 2002 fueron de unos 32000 millones de dólares. Ambas regiones han experimentado un incremento sustancial en el comercio norte-sur en la década pasada.

En segundo lugar, las balanzas comerciales difieren en forma significativa en ambos escenarios. En tanto la balanza entre Estados Unidos y México favorece al sur (lo mismo ocurre con el CAFTA), la de la UE y el sur del Mediterráneo favorece mucho a la primera, pese a las exportaciones en gran escala de energía de Noráfrica. Esta disparidad puede en alguna medida explicar las persistentes quejas norafricanas y de Medio Oriente sobre las balanzas comerciales, y la naturaleza de centro y periferia del comercio mediterráneo, en la cual Europa es el centro. El TLCAN y el proyecto CAFTA han llegado mucho más allá en cuanto a eliminar barreras comerciales que lo realizado en el contexto europeo-mediterráneo. Barcelona vislumbra la creación de una zona regional de libre comercio hacia 2010, pero se basa en una serie de acuerdos de asociación individual con Bruselas, y ha tenido un progreso muy disparejo hasta la fecha.

En tercer lugar, en el rubro de inversión existen asimetrías muy similares. La política de la UE hacia el sur, en general, ha puesto mucho mayor peso en la inversión y la asistencia en proyectos que en la liberalización comercial. Al igual que con el comercio, existen importantes diferencias de escala. La inversión extranjera directa (IED) estadounidense en México y América Central es mucho mayor que la europea en el sur del Mediterráneo: totalizó unos 75000 millones de dólares en 2000. En contraste, las inversiones europeas en las economías del MEDA llegaron a unos 25000 millones de euros en el mismo año. En ambas zonas el grueso de la IED se concentra en un puñado de naciones del sur. México y Panamá juntos representan un 95% de la IED estadounidense en la región. En el Mediterráneo, Turquía, Israel y Chipre (ahora miembro de la UE) reciben alrededor de 75% de la inversión europea, situación que probablemente se verá reforzada por la perspectiva de pláticas de acceso total entre Ankara y Bruselas.

Los impedimentos hacia una inversión más extensa del norte en el sur son en general similares a ambos lados del Atlántico. Existe una continua percepción de riesgo político y económico, persistente corrupción y limitaciones en infraestructura, entre ellas la esencial infraestructura suave para la IED: un ambiente regulatorio favorable y un estado de derecho predecible. Los problemas son especialmente pronunciados en Noráfrica y Medio Oriente, donde las tasas de inversión extranjera se cuentan entre las más bajas del mundo. México y Turquía también experimentan dificultades de esta especie, pero son economías relativamente desarrolladas y razonablemente bien colocadas para atraer y retener inversión extranjera. Al mirar hacia el hemisferio occidental, una lección de la experiencia turca podría ser que los acuerdos estrechos, enfocados en el comercio, podrían no ser suficientes para estimular la inversión en gran escala, con efectos sustanciales sobre el desarrollo en el sur. Es probable que se necesite un enfoque más incluyente, pero éste a su vez requiere un alto grado de confianza e interés de los socios del sur. En la experiencia del Mediterráneo, Turquía es uno de los pocos casos de éxito. Marruecos y Túnez han llevado a cabo significativas reformas económicas, pero el primero no ha hecho avances de importancia en términos de "desarrollo humano", y el segundo no ha progresado en términos de reforma política.

En cuarto lugar, la asistencia para el desarrollo tiene sustanciales diferencias en los contextos norte y centroamericano y mediterráneo, las cuales reflejan prioridades distintas y, sobre todo, diferentes filosofías sobre el desarrollo. El norte trasatlántico tiene un gran interés en promover la prosperidad del sur para reducir las presiones migratorias, y como contribución a la estabilidad y seguridad. Este motivo está incrustado en los debates estadounidenses sobre liberalización comercial y promoción de la inversión en el hemisferio, y ha sido una parte aún más explícita en la teoría y la estructura del Proceso de Barcelona.

La asistencia oficial al desarrollo, en forma de aportaciones a proyectos, es un componente importante del compromiso europeo en el sur del Mediterráneo. No existe un equivalente real de esto en las relaciones estadounidenses con México y América Central. El programa MEDA de la UE ha asignado con consistencia alrededor de mil millones de euros anuales a la asistencia económica al otro lado del Mediterráneo. Se trata, por supuesto, de una fracción de la asistencia de la UE destinada al desarrollo económico en el centro y el este de Europa en la década pasada. En sus relaciones con México y América Central, como en todas partes, la asistencia estadounidense está dominada por las actividades no gubernamentales y el sector privado. La asistencia de cohesión en gran escala del modelo europeo no es, ni es probable que sea, un rasgo dominante de las relaciones norte-sur del hemisferio occidental.

En asuntos de comercio, inversión y asistencia, existe una tendencia a tratar las relaciones norte-sur en los dos hemisferios como cuestiones separadas, y como zonas separadas de compromiso para Europa y Norteamérica. En realidad existen muchos intereses e interacciones que se cruzan. El interés estadounidense en el compromiso político, económico y, sobre todo, de seguridad en Medio Oriente y el Mediterráneo es un ejemplo obvio. Pero existen también importantes ejemplos de compromiso europeo con el sur de América. Europa dedica más o menos el doble de ayuda económica oficial a Noráfrica y Medio Oriente que a América Latina en conjunto, pero España por sí sola proporciona más de seis veces de ayuda a América Latina que a receptores del Mediterráneo en su vecindad inmediata, y empresas europeas son inversionistas líderes en toda América Latina.

En quinto lugar, las relaciones norte-sur en ambos hemisferios se caracterizan por un comercio energético cada vez más activo. El grueso de las importaciones estadounidenses de energía viene de fuentes del hemisferio occidental, de Canadá, México y Venezuela, hecho que con frecuencia se pasa por alto cuando se habla de seguridad energética. En Europa, en especial el sur del continente, Noráfrica y Medio Oriente son fuentes energéticas de importancia abrumadora. La expansión de las importaciones europeas de gas natural de Noráfrica, y cada vez más de Asia Central a través de Turquía, ha surgido como dependencia estructural, y como un significativo interés de seguridad económica. La interdependencia energética tiene visos de permanecer como un rasgo esencial de las relaciones norte-sur en ambos marcos regionales.

Por último, las remesas a través de las fronteras son un rasgo compartido en la economía política norte-sur, estrechamente ligado tanto a la inmigración como al desarrollo regional. Las estimaciones del Banco Mundial de 2003 colocan el ingreso mexicano por remesas desde Estados Unidos de 13000 a 14000 millones de dólares por año. En países como Marruecos y Túnez, las remesas de trabajadores en Europa han sido desde hace mucho una fuente esencial de ingresos, junto con el turismo y la agricultura. Las reservas tienen gran peso incluso en productores de energía como Argelia y Libia. Turquía, con más de 1.5 millones de nacionales residentes sólo en Alemania, muchos procedentes de las partes menos desarrolladas del país, tiene un interés particularmente alto en el tema de las remesas.

Migración e identidad: el sur en el norte

La calidad central de las relaciones norte-sur en la política internacional en ambos lados del Atlántico debe mucho a las tendencias migratorias, y a los debates sobre identidad y seguridad que traen aparejados. Estas inquietudes no son nuevas en ninguno de los dos escenarios. Pero el clima posterior al 11 de septiembre y los cambios estructurales en las sociedades del norte han arrojado una nueva luz sobre los temas de la inmigración. Como en otras áreas, las analogías generales respecto del movimiento de personas a través del Mediterráneo y el río Bravo no cuentan la historia completa.

En la década pasada, en ambos hemisferios, ha existido un incremento sustancial en el número de inmigrantes económicos del sur que residen en el norte. El envejecimiento de las poblaciones y los cambios estructurales en las economías europea y estadounidense han reforzado los factores tanto de "atracción" como de "empuje" de la ecuación migratoria. Con las debidas diferencias de escala, existen ciertos paralelismos amplios en términos del porcentaje de personas de origen mexicano en Estados Unidos y, por ejemplo, personas de origen norafricano en Francia: alrededor de 10% en cada caso. Casi de seguro los números verdaderos son más altos que las estimaciones notificadas en ambos casos, y la concentración regional -- en el sur de California o en Marsella -- , si bien disminuye a medida que los inmigrantes se dispersan, sigue siendo un factor en la percepción popular.

La migración, y las percepciones sobre ella, están en flujo en ambos lados del Atlántico. Las políticas migratorias más restrictivas y los controles fronterizos más estrechos han conducido a un descenso en la "circularidad" de la migración sur-norte. Tradicionalmente los inmigrantes procedentes de México, así como los del sur del Mediterráneo, se han desplazado con relativa facilidad a través de fronteras terrestres y marítimas. En años recientes esta pauta de circulación se ha vuelto menos común y más riesgosa. Ha estimulado a los inmigrantes y sus familias a permanecer en el norte, lo cual eleva el número total de residentes ilegales o indocumentados. También ha conducido a un marcado incremento en los riesgos físicos de la migración, y la expansión del tráfico criminal de inmigrantes en la frontera México-Estados Unidos y en el mar Mediterráneo.

La emigración desde el sur se ha vuelto más diversa. Los inmigrantes de ambos entornos, y en especial en el Mediterráneo, proceden ahora de lugares más lejanos -- el África subsahariana y Asia por un lado, y América Central por el otro -- y México y Noráfrica sirven de conductos para la emigración hacia las sociedades del norte. Los inmigrantes del sur también amplían los lugares donde se establecen. En el pasado, países como España y Grecia eran puntos de tránsito de los inmigrantes, que se dirigían hacia partes más ricas del norte de Europa. Hoy es igualmente probable que los inmigrantes que cruzan el Mediterráneo consideren como destino el cada vez más próspero sur europeo. En Norteamérica, la inmigración mexicana y centroamericana ya no es un fenómeno limitado al suroeste de Estados Unidos o Florida. La emigración ha perdido mucho de su sabor regional: ahora es un tema de política pública de escala nacional en ambos lados del Atlántico.

En ambos lados del océano, la cuestión migratoria ha adquirido un ángulo cultural más agudo. Esta tendencia es más pronunciada en Europa, donde las relaciones entre el Islam y Occidente forman parte del debate sobre migración. Estas relaciones se han vuelto mucho más contenciosas en años recientes y constituyen una fuerza prominente en la escena política en Europa, con el ascenso de movimientos antiinmigrantes en todo el continente. La inmigración del sur musulmán ha impulsado un debate vigoroso e incisivo en torno a cuestiones de identidad, integración y secularismo. Los efectos son visibles en una amplia gama de políticas nacionales y en el nivel de la UE, desde la legislación sobre prendas para cubrir la cabeza de las mujeres en Francia hasta la cuestión del lugar de Turquía en la Unión Europea.

Sin duda existe una importante y tal vez una creciente dimensión cultural en el debate estadounidense sobre la inmigración, en especial desde México. Pero en su saldo el debate sobre inmigración en Estados Unidos continúa siendo impulsado con mayor fuerza por preocupaciones tradicionales relativas a costos en empleos, educación y bienestar social. En contraste con Europa, la capacidad de la sociedad estadounidense de asimilar e integrar a los inmigrantes del sur aún es aceptada en muchas partes, sobre todo producto de una sociedad más abierta y, tal vez, de una mayor familiaridad mutua entre sociedades del hemisferio occidental.

Estados Unidos y Europa enfrentan el reto de manejar la migración como un componente de las políticas norte-sur. Los diferentes enfoques se han quedado cortos en ambos lados del Atlántico. El Proceso de Barcelona ha apuntado a un diálogo más amplio con los socios del sur, incluso sobre la cuestión migratoria. No es sorprendente que exista poco consenso en cuanto a tratar la migración como tema de la economía, el desarrollo, la cultura o la seguridad: por supuesto, es todas esas cosas y todas resultan difíciles de abordar en términos multilaterales. No se trata sólo de un problema del diálogo norte-sur. La propia UE continúa tratando la política de migración como una cuestión nacional, si bien existe una tendencia en aumento a armonizar los enfoques nacionales. El acuerdo de Schengen en Europa ha tenido el efecto de trasladar la responsabilidad del control fronterizo europeo a los miembros de la periferia sur de la UE. La situación no es diferente de la de Estados Unidos, donde estados como California, Texas y Florida llevan la carga abrumadora del manejo fronterizo nacional.

En el hemisferio occidental, la migración es el tema en las relaciones México-Estados Unidos, y continúa desafiando la coordinación bilateral. México ha presionado en repetidas ocasiones durante años recientes por un diálogo más amplio y estratégico con su vecino del norte, que incluya asuntos migratorios pero no se limite a ellos. En los estados del sur del Mediterráneo hay notablemente menos entusiasmo por negociar temas migratorios. El gobierno de Bush ha vuelto a manifestar su interés por una reforma política inmigratoria, y ha presentado iniciativas destinadas a regularizar la condición de los inmigrantes como asunto de política pública interna. Pero ninguna legislación orientada a ese propósito ha salido adelante, y un enfoque bilateral sobre el tema, ya no se diga multilateral, sigue siendo elusivo.

En ambos lados del Atlántico existe ahora creciente distancia entre la percepción de los desafíos trasnacionales -- económicos, culturales y de seguridad -- que emanan de la migración y la efectividad de la cooperación bilateral y multilateral sobre el tema con los vecinos del sur. La migración se aborda en forma tentativa como asunto de política interna más que exterior, lo cual deja en suspenso una faceta esencial de las relaciones norte-sur, y no permite realizar el potencial de atender una gama de problemas trasnacionales.

La dimensión de la seguridad

Pese al énfasis que Estados Unidos ha puesto en la seguridad interior y el control fronterizo, es en el ambiente europeo-mediterráneo donde las relaciones norte-sur se basan más en consideraciones de seguridad. La relativa prominencia de los temas de seguridad en el Mediterráneo refleja la severidad de los desafíos internos y externos en Noráfrica y Medio Oriente, y los efectos derivados, reales y potenciales, de los riesgos duros y blandos de seguridad hacia el norte. Los retos de seguridad norte-sur que enfrenta Norteamérica son de naturaleza muy diferente y más difusa. Con más precisión, los retos de seguridad que emanan del sur en el hemisferio occidental, contemplando en ello las drogas, el tráfico de personas, la delincuencia organizada y los riesgos trasnacionales a la salud y el medio ambiente, son también prominentes en el Mediterráneo. Pero en este último estos problemas vienen acompañados de una gama de mayores desafíos en seguridad, desde el terrorismo hasta la proliferación de armas nucleares.

El 11 de septiembre condujo a un amplio replanteamiento de los temas fronterizos y migratorios en términos de seguridad interior. De manera similar, en Europa las políticas migratorias están dictadas cada vez más por temores de seguridad interior. La crisis argelina de la década de 1990 estimuló el crecimiento de redes extremistas trasnacionales en Europa, las cuales se han vuelto un centro de atención especial europea a consecuencia de las explosiones del 11 de marzo de 2004 en Madrid. El resultado ha sido una sutil convergencia de miras en ambos lados del Mediterráneo, donde los trazadores de políticas del norte y del sur se enfocan en primer lugar en la seguridad interior. También las drogas son una parte persistente de esta ecuación de seguridad. Los vecinos del sur son los principales conductos para el tráfico de drogas hacia Europa y Norteamérica, y la economía del narcotráfico es un elemento importante en la economía política de México y América Central por un lado, y de Turquía y Marruecos por el otro. La controvertida asistencia estadounidense en el combate al narcotráfico y la contrainsurgencia en Colombia (Plan Colombia) va mucho más allá de los esfuerzos europeos en Noráfrica, donde los asuntos de soberanía inhiben cualquier involucramiento semejante en el terreno.

Los interlocutores en México y el sur del Mediterráneo, enfocados en la necesidad de reducir las disparidades económicas y sociales entre el norte y el sur, son sensibles a los asuntos de soberanía, y temen los efectos de distorsión de una agenda centrada en la frontera en sus relaciones con sus vecinos del norte. Pero en la medida que el control y la interdicción fronterizos siguen siendo temas clave para el norte, los gobernantes del sur pueden llegar a considerar la seguridad como el único factor de influencia viable para comprometer a los trazadores de políticas europeos y estadounidenses en un diálogo estratégico más amplio.

Desafíos comunes, nuevas oportunidades

Para las sociedades de ambos lados del Atlántico, las relaciones norte-sur están dictadas cada vez más por las interacciones transfronterizas que afectan la política tanto interna como externa. En conjunto, es una cuestión de problemas comunes, respuestas diferentes y nuevas oportunidades.

En primer lugar, el reto de la inmigración desde el sur es similar en escala, si no en números absolutos, a ambos lados del océano. Los factores que impulsan la emigración son similares a grandes rasgos, y el fenómeno ha dado lugar a debates y respuestas sumamente públicos. En términos generales, el debate en Norteamérica sigue enfocándose en primer lugar en la economía, y sólo después en cuestiones de identidad y seguridad. En contraste, el debate cada vez más acalorado en Europa respecto de la inmigración se refiere sobre todo a la región, la cultura y la amenaza de violencia extremista. Pese al 11 de septiembre, la seguridad, inclusive la seguridad de identidad, es un rasgo más prominente de las relaciones norte-sur a ambos lados del Mediterráneo que del río Bravo. El debate estadounidense sobre el "desafío hispánico" sigue siendo una obsesión más intelectual que pública. Las políticas gubernamentales continúan enfocándose sobre todo en los visados y la interdicción, más que en la cuestión cada vez más apremiante de la integración. En todas partes se vuelven más urgentes los aspectos humanitarios y de seguridad de la migración, y con frecuencia estos intereses están en tensión.

En segundo lugar, los enfoques norteamericanos y europeos sobre el diálogo norte-sur y la cooperación han adoptado formas diferentes, y se orientan en direcciones diferentes. En el hemisferio occidental, iniciativas regionales como el TLCAN y el CAFTA se han enfocado casi del todo en la liberalización comercial como vehículo de integración y desarrollo. La UE ha aplicado un enfoque más generalizado, pero no necesariamente más exitoso, a las relaciones con el sur del Mediterráneo. Las relaciones europeo-mediterráneas son más amplias que sus contrapartes del otro lado del Atlántico, más cercanas al enfoque de "enchilada completa" que favorecen los funcionarios mexicanos, pero en consecuencia más complejas y politizadas. Medido en términos de intereses y expectativas mutuos, ningún enfoque está funcionando bien. La única historia de éxito en cualquiera de los dos hemisferios podría ser el compromiso europeo con Turquía, que podría conducir o no a la pertenencia turca a la UE en la próxima década o la siguiente, pero ha estimulado con mucha efectividad la convergencia turca con Europa.

En tercer lugar, Europa y Estados Unidos tienen claros intereses en las relaciones norte-sur fuera de sus respectivas regiones. Lo que Europa hace en su periferia sur, y la posición de los inmigrantes musulmanes en Europa, afectan los intereses estadounidenses en un ámbito global. De modo similar, Europa tiene vínculos históricos e intereses prácticos en el futuro de México y América Central. En un ámbito más amplio, los acontecimientos políticos, financieros, ambientales y energéticos en el "casi extranjero" trasatlántico pueden tener consecuencias globales, y exigirán atención global. Un enfoque más concertado a los problemas que emanan del sur puede y debe ser una faceta clave de una relación trasatlántica revitalizada.

En cuarto lugar, existen zonas específicas donde pueden aprenderse lecciones y adoptarse nuevos enfoques. Europa tiene experiencia sustancial en el uso de fondos de cohesión para impulsar el desarrollo y la integración, tanto dentro de Europa como entre Europa y el sur del Mediterráneo. En la medida en que las relaciones Estados Unidos-México adquieran un carácter más amplio e intensivo, esta experiencia será sumamente relevante para los gobernantes norteamericanos. Las tendencias demográficas en ambos lados del Atlántico orillarán a los trazadores de políticas a confrontar temas similares relativos a la importación de fuerza laboral, la integración de comunidades trasnacionales y necesidades conexas en materia social, de salud y de educación. El interés por las "fronteras inteligentes" es claramente compartido y, por lo menos en el caso del Mediterráneo, Europa y Estados Unidos cuentan con activos disponibles para instaurar nuevas iniciativas de seguridad marítima.

Por último, los desafíos norte-sur en ambos hemisferios se sienten primero y sobre todo en las regiones fronterizas de Europa y Estados Unidos, en los países del sur de Europa y en el oeste y el sur de Estados Unidos. Las ciudades de esas zonas se ven particularmente afectadas, y tienen una función especial en las respuestas políticas. En la próxima década, el aumento de preocupaciones norte-sur debe estimular nuevas líneas de colaboración entre expertos y trazadores de políticas, un diálogo trasatlántico en el cual Lisboa y Los Ángeles, Atenas y Miami puedan tener tanto peso como Washington y Bruselas.