10 de junio de 2008

LA CIVILIZACIÓN AMERICANA


Charles Jones*

Civilizaciones contrastadas

Poco después de la caída de la Unión Soviética, se hizo célebre el postulado de Samuel Huntington de que el choque de las ideologías que había caracterizado buena parte del siglo XX estaba en peligro de ser reemplazado por un choque de civilizaciones. En el frenesí que siguió, sólo tres de las siete civilizaciones candidatas de Huntington atrajeron la mayor atención. Éstas fueron el Islam, China y Occidente. El debate sobre América Latina como una civilización aparte no fue extenso y tendió a concentrarse en la posición de México como, en palabras de Huntington, una "nación desgarrada". Se decía que los mexicanos no podían determinar si pertenecían a Occidente o a América Latina, en forma semejante a como, al parecer, los turcos estaban suspendidos incómodamente entre Occidente y el Islam.

Una década después parecía que México no había logrado enfrentar el desafío. Por tal razón, la emigración desde México, y a través de él, hacia Estados Unidos planteaba entonces un reto grave e inédito para la identidad nacional estadounidense. El propio Estados Unidos parecía desgarrado, y Huntington aconsejó al otrora líder de Occidente contemplar su propia casa y poner resistencia a las formas liberales cosmopolitas y neoconservadoras de compromiso activo con el mundo en general.

Huntington colocó las fronteras entre civilizaciones en el lugar equivocado. Lo que es peor, tergiversó lo que es una civilización y, en consecuencia, qué representan las fronteras de las civilizaciones. Hay dos razones por las cuales lo hizo. La primera fue la incapacidad de extender, en su análisis de la territorialidad, el constructivismo social, escrupuloso si bien un tanto inflexible, con el cual había delineado la progresiva integración de valores esenciales en las instituciones estadounidenses. La segunda fue que se basó demasiado y sin sentido crítico en interpretaciones históricas que hacían agua. Después hablaremos más de esto.

El argumento presentado aquí es que no existe una civilización occidental individual o que, si la hay, existe una línea de fractura que separa a Europa Occidental del hemisferio occidental en todo tan real (o no) como la línea (trazada en gran parte por Huntington) que separa a Europa Occidental de la cristiandad ortodoxa y que se remonta hasta la división del Imperio Romano. Existe una civilización americana, sin duda, pero abarca a todo el hemisferio y se define brevemente como un proyecto distintivo de modernidad que consiste en el intento de crear repúblicas liberales en sociedades multirraciales.

Las capacidades con las que los diferentes estados americanos (y no me refiero a Colorado o Dakota del Sur) se han acercado a esta tarea y el éxito del que han gozado, por supuesto, han variado muchísimo. Está claro que Estados Unidos de América, según casi todos los criterios, ha sido de los más exitosos. Pero lo que unifica a una civilización no son sus logros, como se señala con los índices de desarrollo o de democracia, y aún menos por algún conjunto arbitrario de variables relacionadas con la urbanización, por decir, o con la productividad, que con demasiada facilidad agrupa a países con historias y valores radicalmente diferentes. El pegamento cultural de las civilizaciones no es un producto o un logro, sino el proyecto compartido y la gama típica de caminos por los cuales se intenta su realización.

La sustantiva división cultural entre América y Europa Occidental no ha pasado inadvertida. Con mucha frecuencia, sin embargo, se ha trazado un contraste entre Estados Unidos y Europa señalando diferencias que, si se miran con más cuidado, pueden ser consideradas como algo que divide a Europa del continente americano como un todo. La religiosidad, según varios criterios, es mayor en Estados Unidos que en Europa Occidental. Pero los mismos criterios indican que los niveles de religiosidad en América Latina son muy similares a los de Estados Unidos. Las tasas de homicidios en las principales ciudades son un segundo fenómeno que se ha esgrimido para diferenciar a Estados Unidos de Europa. Pero Caracas, Rio de Janeiro y Bogotá pueden sostenerse contra cualquier cifra que al respecto Estados Unidos pueda ofrecer. Las tasas de encarcelamiento y la composición étnica de los presos también apuntan a un factor de comparación en la mayor parte del hemisferio, dada la sobrerrepresentación de poblaciones afroamericanas e indígenas (que no siempre son minorías). Sólo ahora los Estados de Europa Occidental empiezan a experimentar los niveles de diversidad étnica que ya caracterizaban a los Estados americanos incluso antes de las masivas inmigraciones europeas del siglo XIX. Los Estados de América surgieron de sociedades con diversidad étnica; los de Europa Occidental, mucho menos.

Tales variables, podría objetarse, no son menos arbitrarias que las empleadas para conceptualizar a Occidente. No es así; son sintomáticas del camino característico americano a través de la modernidad.

Tres concepciones de la modernidad

Solía pensarse que la modernidad era un proceso de difusión tecnológica que partía de un núcleo noratlántico vanguardista. La historiografía reciente ha puesto en entredicho este modelo al reconocer que hay múltiples modernidades, que surgieron independientemente en Asia y en Europa e interactuaron de formas complejas mediante sistemas comerciales y financieros cada vez más integrados, en especial durante la primera globalización de las postrimerías del siglo XIX. Sin embargo, conviene recordar que el alba de la modernidad no siempre se fechó en los finales del siglo XVIII, ya que esto tiene implicaciones específicas para el significado histórico de América.

Por convención, las generaciones anteriores seguían datando el fin de la antigüedad en la caída de Roma en 410 d.C. y el final del periodo medieval en la caída de Constantinopla en 1453 de nuestra era. El periodo moderno de Europa nació al concluir esta segunda catástrofe, que rompió el último eslabón que quedaba con el mundo antiguo. Muy poco después, los descubrimientos en América trastornaron la visión cristiana del mundo, en la cual los tres continentes conocidos -- Europa, África y Asia -- se habían considerado análogos a la Trinidad, pues en conjunto constituían un mundo perfecto, cosa que equivale a decir un mundo completo. Por tanto, América representaba un desafío radical a la cosmología de la época.

El descubrimiento de un nuevo mundo alteró todo. Pero mientras Europa empezaba la creación de los Estados modernos y las economías nacionales en un panorama en el que los restos del imperio universal y la Iglesia aún descollaban irritantemente sobre las limitadas libertades, la costumbre y los privilegios, América constituía una hoja en blanco y planteaba la pregunta de si debería desarrollarse a imitación de Europa o en alguna manera completamente diferente. Puede concebirse a América, entonces, no sólo como una entre una multiplicidad de modernidades, sino como el arquetipo de la modernidad. Pues mientras el proyecto de la modernidad podía ser una aspiración en Europa, habitada por derechos consuetudinarios e instituciones arraigadas, apareció más genuinamente viable en el nuevo continente, que fue imaginado, por turnos, como un nuevo Edén y un territorio virgen ilimitado.

Fue en este espíritu que Hannah Arendt sostenía que la idea misma de revolución era americana de origen. "Hablando simbólicamente -- continuaba -- se puede decir que el escenario estaba preparado para las revoluciones en el sentido moderno de un cambio completo de la sociedad, cuando John Adams, más de una década antes del estallido real de la Revolución Americana [Guerra de Independencia], pudo afirmar: 'Siempre consideré la colonización de América como el inicio de un gran esquema y propósito en la Providencia para la iluminación de los ignorantes y la emancipación de la parte servil de la humanidad en toda la tierra'". (Arendt, On Revolution, 1963, Londres, 1973, p. 23.)

Lo que esto significaba en términos prácticos era que toda clase de experimentos sociales que en esa época no podían emprenderse fácilmente en Europa Occidental resultaron posibles durante el periodo moderno temprano en América, entre ellos el genocidio, el uso de la esclavitud y otras formas de trabajo forzado y la creación de comunidades sectarias aisladas, sea de jesuitas en Paraguay o de mormones en Utah. Entretejida con esto estaba la primacía atribuida a la cultura material y a la acción humana: una intención más deliberada para los ahorros, a diferencia de su evolución en la vieja Europa, una asociación más fácil de la situación social con la riqueza y el consumo y un entusiasmo más vivo por lo que Anthony Trollope denominó las "inventivas".

El resultado ha sido que las formas nacionales americanas de modernidad, sea en Argentina o Perú, han mostrado un fuerte parecido familiar entre sí. No es que América haya sido, por decir, más proteccionista o más liberal que los Estados europeos, sino que las formas en que el medio ambiente, el trabajo y la economía política han sido percibidos, y los discursos que derivaron de esas percepciones, han tenido un sabor peculiarmente americano. De nuevo, no es que los americanos, del Norte y del Sur, sean más o menos civiles o violentos que los europeos, sino que las complejas relaciones entre violencia pública, constitución política, ciudadanía y el imperio de la ley en América tienen un estilo propio, distinguible del igualmente diverso conjunto de relaciones que constituyen la vida política en Europa Occidental.

Los americanos, del Norte y del Sur, han sido muy conscientes de la tradición republicana, y sus fracasos constitucionales, tanto como sus éxitos ocasionales, son testimonio de ello. Los americanos, del Norte y del Sur, se han opuesto más drásticamente y más a menudo que los liberales de Europa Occidental al carácter inherentemente excluyente del liberalismo. Pero los americanos, del Norte y del Sur, han demostrado también, sobre todo durante el periodo en que el autodestructivo militarismo y el expansionismo europeos se encontraban, entre 1870 y mediados del siglo XX, en su peor momento, una conciencia mucho mayor que los europeos de la posibilidad de relaciones regidas por leyes entre Estados gobernados por leyes. Durante este agitado periodo aquéllos tuvieron menos guerras entre sí y llevaron más adelante sus experimentos con métodos pacíficos de resolución de conflictos y el desarrollo de un organismo de derecho internacional regional que cualquier otro continente o región. Para bien o para mal, sus fuerzas armadas siguieron mirando con frecuencia hacia dentro como al exterior y practicaron la aniquilación, la construcción de infraestructura física e ingeniería social tan a menudo como entablaron guerras convencionales interestatales. Éstos y otros puntos en común apuntalan y habitualmente ayudan a explicar las concordancias superficiales en los niveles de religiosidad, tasas de homicidio urbano y otros similares de los que ya se hizo mención.

Se objetará que el elefante que está en esta habitación es el largo historial de imperialismo y militarismo estadounidense, a lo cual la respuesta tiene que ser que a Estados Unidos, en efecto, se le puede haber pasado la mano, pero que incluso cuando es más despiadado sigue un camino reconociblemente americano. La razón de que se comporte como lo hace no es porque sea sui generis, como a menudo se pretende, sino porque es americano, con todo lo que ello implica en cuanto a las interpretaciones de la ley, la constitución, la economía y la sociedad. En otras palabras, comprender la historia del hemisferio como un todo es adquirir una regla para calibrar la naturaleza y el grado de la desviación estadounidense y quizás incluso amonestarla.

Una historia americana común

¿Por qué todo esto no parece más obvio? ¿Por qué, al contrario, parece tan natural distinguir entre un Sur católico, corporativista y menos desarrollado en lo económico y un Norte protestante, liberal y emprendedor? La respuesta es que varios siglos de una cuidadosa construcción ideológica han hecho de la división entre la América anglosajona y la América latina parte del fundamento de sentido común que rara vez ponemos en duda, pero que deberíamos cuestionar constantemente.

En un grado que no debería asombrar tanto como lo hace, esta obra resulta haber sido una consecuencia involuntaria de las rivalidades europeas. La misma palabra "latina", que se ha usado desde la década de 1880 para designar a la América de hablas española y portuguesa, fue acuñada por propagandistas franceses cuando ajustaban cuentas con Gran Bretaña y una Alemania en ascenso en el tercer cuarto del siglo XIX. La Leyenda Negra de la intolerancia católica y del absolutismo de los Habsburgo fue fomentada por propagandistas ingleses durante los dos largos siglos de guerra intermitente con España y pronto se arraigó en las vulnerables colonias inglesas donde durante muchos años la amenaza de las armas españolas y francesas fue constante e inmediata. La romantización decimonónica de los historiadores de Nueva Inglaterra puede haber sido en parte una reacción a las inmigraciones católicas del siglo XIX. Éstas, a su vez, fueron motivadas en parte por la pura necesidad, pero también reflejaron la guerra, la revolución y los opresivos sistemas de trabajo y posesión de la tierra en la vieja Europa. Y en efecto, el movimiento romántico, dentro del cual se ubicaron James Fennimore Cooper, Washington Irving y sus contemporáneos, fue en parte una reacción conservadora a la Revolución Francesa y al golpe que ésta dio a los privilegios hereditarios y a la fe.

La ética protestante del trabajo, a la cual apelaron tan a menudo los conservadores de Estados Unidos, resulta estar implicada en las pretensiones prusianas, muy debatibles, sobre la preponderancia del protestantismo en la identidad nacional alemana. Además, el capitalismo ha prosperado en demasiados territorios diferentes como para que la teoría de Weber conserve mucha plausibilidad, y las investigaciones de Heinz Schilling y la escuela confesionalista alemana de historiadores han cuestionado cualquier distinción drástica entre la formación de Estados en los mundos católico y protestante. De hecho, los trabajos recientes de Regina Grafe y María Alejandra Irigoin ponen en claro que el núcleo del dominio español en América era tan rico como el inexperto Estados Unidos en la década de 1780, lo que indica que la marcada divergencia durante los siguientes 80 años, tras los cuales las tasas de crecimiento de América Latina se emparejaron de nuevo con las del Norte, debe haber sido una consecuencia de las largas y destructivas guerras de Independencia contra España y las subsecuentes luchas de consolidación nacional, más que de las prolongadas diferencias religiosas entre el Norte y el Sur. ¿Por qué tardaron tanto en desaparecer los efectos nocivos del catolicismo?

Finalmente, el discurso de la Doctrina Monroe y de Estados Unidos como Estado poscolonial y antiimperialista, que liberaba a las últimas colonias españolas en América, también puede atribuirse a la política del poder cuando, en primer lugar, ni las potencias europeas ni los más grandes Estados americanos lograron un equilibrio efectivo con Estados Unidos, que crecía con rapidez en la primera mitad del siglo XIX y luego, a partir de 1880, los europeos no lograron dar seguridades a Estados Unidos de que su "Nuevo Imperialismo" no planteaba ninguna amenaza al hemisferio.

Así, la perspectiva de sentido común de que Estados Unidos y América Latina son mundos aparte resulta haber surgido en buena medida en el medio siglo entre 1840 y 1890 y se basó considerablemente en una serie de alegatos propagandistas, muchos de ellos europeos. Descubrir cómo ocurrió esto y entender las formas en que las revisiones historiográficas recientes han desgastado las atávicas creencias sobre las implicaciones económicas de la Reforma o la rapacidad de la Corona española equivale a reconocer cuán lejos de lo natural o lo obvio es separar a Estados Unidos del resto del continente y cuán extraño es vincularlo con Europa en una civilización occidental supuestamente homogénea.

La civilización americana

Una identidad perceptiblemente americana, verdadera pese a haber sido oscurecida durante tanto tiempo por la preponderancia posiblemente efímera de Estados Unidos, une a las repúblicas del hemisferio occidental en el periodo moderno. Junto con variaciones en capacidades y circunstancias, esto ayuda a delinear el espectro de sus conductas entre sí y con los Estados de otras regiones. Una definición de civilización coherente con este análisis no debería tener que ver con establecer homogeneidad dentro de un territorio con fronteras claramente definidas, sino, más bien, con reconocer un estilo característico de interacción y, sobre todo, una solución característica al reto de las diferencias culturales dentro de un territorio.

La perspectiva relacional de la civilización aquí propuesta se aplica también, y de forma crucial, a los conceptos de territorialidad, que para el modernista están dominados por la coherencia, la contención y la contigüidad. El concepto posmoderno de la territorialidad tiene más que ver con los nodos, las redes, los proyectos y los procesos que con la metáfora del espacio como continente. Es en ciudades metropolitanas donde las diferentes religiones, los distintos grupos étnicos y los estilos de vida contrastantes viven típicamente en estrecha intimidad, así que es ahí donde el problema de la diferencia aparece en su forma más marcada. Por tanto, el estilo general de una civilización es más a menudo dictado por las soluciones encontradas en las ciudades: en Beijing, en Roma, en Londres, en Nueva York o Los Angeles. Huntington olvidó que las palabras civil, civilización, civilidad y ciudadano tienen su raíz latina en el término civitas, ciudad.

El problema de la diferencia existe en toda ciudad importante, y cuando una solución distintiva creada en una ciudad se disemina por toda una cultura amplia, a menudo pero no necesariamente como consecuencia del ejercicio de un imperio, hablamos de civilización. Considerado de este modo, un imperio se ve mayúsculamente en sus ciudades y en su núcleo; llega a las fronteras, pero en una condición lastimosa y fatigada. Sin duda, ésta es la carga de la obra de ficción épica de Ivo Andriº´ que recibió el Premio Nobel, sobre la vida provinciana de los bosnios bajo los regímenes otomano y austriaco: Bridge Over the Drina [Un puente sobre el Drina] (Belgrado, 1945, Allen & Unwin, Londres, 1959). Según la visión de Huntington, la civilización encuentra su mayor expresión en la frontera y se define por el contraste que radica al otro lado de la frontera. Esto no ayuda mucho, porque no puede trazarse ninguna frontera en torno al Islam o la cristiandad o cualquier otra religión mundial, por no hablar del poderoso proceso de homogeneización material que llamamos globalización.

Al igual que a Huntington, me repugna cualquier enfoque sobre la diferencia cultural que se base en las fronteras internas. No tiene mucho futuro el tipo de multiculturalismo que intenta alentar buenas relaciones comunitarias haciendo esenciales, primero, a las comunidades. Éste es un ghetto de la mente casi tan pernicioso en sus efectos duraderos como los ghettos literales que se encontraban no hace mucho en ciudades de Europa Central o en la práctica moderna de tratar de resolver los conflictos étnicos mediante la separación: de Irlanda, de la India británica, de Bosnia. Pero, donde Huntington elige la asimilación, yo optaría por un planteamiento más ecléctico de interacción, que tolere la diferencia dentro y entre los individuos.

Como Huntington, soy un constructivista social, que cree que hacemos nuestro propio mundo social mediante nuestras acciones dentro del marco de las condiciones materiales y que, al incorporar nuestras prácticas y valores en instituciones, creamos estructuras que restringen pero nunca extinguen la libertad de acción de quienes vienen después de nosotros. Sin embargo, el constructivismo social de Huntington es un asunto mucho más monumental que el mío. Casi podríamos llamarlo constructivismo de mausoleo. El credo americano, se nos pide que creamos, nació por una contingencia histórica pero siguió un claro proyecto de acción y, una vez instalado en la trama familiar, iría a dar al cofre de la nación, inhibiendo cualquier desarrollo político posterior ("¡algo bueno también!", lo oigo decir). En contraste, el mío es un constructivismo de barrio pobre, un constructivismo sumamente radical, en el que el proceso de construcción es incesante, gradual y cambiante.

Éste no es un estudio de política exterior contemporánea. Es el lector quien ha de extraer las implicaciones. No obstante, una cosa debe quedar bien en claro. Cuando Estados Unidos actúa unilateralmente, cuando usa la fuerza, cuando quebranta la ley, cuando ofende a media humanidad, no está actuando como lo haría cualquier otro país con sus ventajas militares y materiales. Si el desarrollo de una civilización americana tiene algún significado, éste es que el embrollo de intereses petroleros e idealismo, de religiosidad y republicanismo, de civilidad y violencia que caracterizaron la gran estrategia de Estados Unidos es sintomático de su carácter americano, no sólo de su supremacía. De haber tenido una libertad de acción igual, Rusia habría actuado de forma distinta. China lo ha hecho, y seguramente lo hará, aunque quizás no todavía. Una conclusión que se sigue de todo esto es que Huntington se ha equivocado en su reciente inclinación por el nacionalismo y el aislacionismo. La gente habla constantemente de China e India como las potencias del futuro. Pero la apuesta correcta debería ser por América: no Estados Unidos de América, sino América. Como lo plantea Felipe Fernández-Arnesto: "Si el siglo XX fue 'americano' en virtud del predominio estadounidense, el siglo XXI también puede ser americano, en un sentido más amplio de la palabra". (The Americas: History of a Hemisphere, Weidenfeld and Nicholson, Londres.) El neoconservadurismo, el cosmopolitismo y el nacionalismo no agotan el repertorio de la política exterior estadounidense. No es imposible un compromiso más equilibrado con América como el fundamento de la continuación del papel global de Estados Unidos, aunque ahora parezca serlo debido a las obsesiones y la negligencia de sus recientes administraciones.

* Charles A. Jones es profesor adjunto de Relaciones Internacionales en la University of Cambridge. Ha escrito estudios sobre las teorías internacionales de E.H. Carr y Kenneth Waltz, negocios británicos internacionales en el siglo XIX y relaciones Norte-Sur, y numerosos ensayos sobre historia argentina, religión y política y la ética de la guerra. Su último libro, American Civilization, del cual este ensayo es un resumen, salió en otoño de 2007 (School of Advanced Studies, University of London) y se distribuyó en el continente americano por el Brookings Institute. Su siguiente obra importante, War Within Reason, trata de la ética y la estética de la guerra.

LA POLÍTICA DE LAS BASES MILITARES


Alexander Cooley*

Nuevo emplazamiento de tropas estadounidenses

En julio pasado, el gobierno de Uzbekistán expulsó al personal estadounidense de la base aérea de Karshi-Khanabad, que Washington había utilizado como campo de lanzamiento para misiones de combate, reconocimiento y humanitarias en Afganistán desde finales de 2001. Las autoridades de Tashkent no dieron razones oficiales para la expulsión, pero giraron la orden poco después de que la ONU trasladó por aire a 439 refugiados uzbekos de Kirguistán a Rumania, acción que Washington respaldó y a la que Tashkent se opuso. (El gobierno quería que los refugiados volvieran a su país, pero la comunidad internacional se opuso, por miedo de que fueran detenidos y torturados por personal de seguridad uzbeko.) Este desencuentro fue la más reciente de las confrontaciones ocurridas desde la muy criticada represión de manifestantes antigubernamentales en la ciudad oriental de Andijon, en mayo pasado.

Estos sucesos ilustran el persistente problema que funcionarios de defensa estadounidenses enfrentan al tratar de promover valores democráticos en el extranjero y a la vez mantener bases militares en países no democráticos. Aunque algunos en Washington reconocen esta tensión, por lo general arguyen que los beneficios estratégicos de contar con bases cercanas a teatros importantes como Afganistán sobrepasan los costos políticos de apoyar a regímenes anfitriones desagradables. Además, ahora que el Pentágono redefine el papel de las fuerzas armadas en el siglo XXI, sus funcionarios insisten aún más en la importancia de desarrollar una vasta red de bases para hacer frente al terrorismo transfronterizo y otras amenazas regionales. Algunos también dan la vuelta a las objeciones de los críticos a favor de la democracia: sostienen que la presencia militar estadounidense en países represivos otorga a Washington influencia adicional para presionarlos a liberalizarse. Y añaden que confiar en anfitriones democráticos para la cooperación militar puede presentar problemas propios, como el voto parlamentario en Turquía que negó a Estados Unidos la oportunidad de lanzar desde allí la invasión a Irak.

Tales argumentos tienen su mérito, pero no cuentan la historia completa. Por principio, las complicaciones políticas que a veces se asocian al trato con democracias son efímeras. Además, instalar bases en estados no democráticos ofrece sobre todo beneficios a corto plazo, rara vez ayuda a promover la liberalización, y en ocasiones incluso pone en peligro la seguridad estadounidense. Comprometer a gobernantes autoritarios mediante acuerdos para emplazar bases poco ha logrado por la democratización en esos estados porque sus dirigentes saben que, en el fondo, a los planificadores militares estadounidenses les importa más la utilidad castrense que las tendencias políticas locales. La práctica también puede poner en peligro los intereses estratégicos de Washington. Al mismo tiempo que desdeñan los llamados estadounidenses a la liberalización, los gobernantes autoritarios a menudo manipulan argumentos sobre las bases militares para fortalecer su posición personal en sus países. Y cuando alguno de esos autócratas llega a ser derrocado, el sucesor democrático a veces pone en disputa la validez de los acuerdos firmados por el régimen anterior.

Los acuerdos sobre bases militares alcanzados con democracias maduras implican mucho menos riesgos. No representan costos para la legitimidad estadounidense y tienden a ser más confiables, puesto que los tratados sobre seguridad aprobados y celebrados con instituciones democráticas se hacen para durar. Al diseñar una red global de instalaciones militares más pequeñas y versátiles en el extranjero, los planificadores militares estadounidenses harían bien en reconsiderar si los limitados beneficios de establecer bases en países no democráticos compensan los costos que esos arreglos generan de manera inevitable.

Tratos con demonios

A lo largo de la historia, Estados Unidos ha tenido poco éxito en utilizar sus bases extranjeras para promover valores democráticos en países anfitriones. Después de la Segunda Guerra Mundial, instaló bases tanto en estados democráticos como en no democráticos que resistían la influencia soviética. Funcionarios estadounidenses defendían de manera constante sus tratos con países no democráticos, asegurando que ese compromiso podría conducir gradualmente a su democratización. En realidad Estados Unidos logró poco al comprometer de esa forma a dictadores, como no fuera manchar su reputación por virtud de tales asociaciones.

Considérense tres acuerdos sobre bases -- con España, Portugal y Filipinas -- alcanzados en diferentes décadas por administradores estadounidenses de diferentes inclinaciones ideológicas. En 1953 el gobierno de Eisenhower firmó un acuerdo bilateral de defensa con España, entonces dirigida por el dictador Francisco Franco. El pacto concedía a Estados Unidos el uso de una red de bases aéreas, estaciones navales, oleoductos e instalaciones de comunicaciones en España a cambio de un paquete de asistencia militar y económica por 226 millones de dólares. De inmediato fue criticado dentro de Estados Unidos y por aliados estadounidenses en Europa, pues daba a Franco legitimidad y apoyo material en momentos en que otros estados trataban de excluir a su régimen de instituciones internacionales como la ONU y la OTAN. Durante mucho tiempo los funcionarios estadounidenses insistieron en que la presencia militar en España no implicaba apoyo oficial a su régimen, pero los políticos españoles que sucedieron a Franco después de su muerte, en 1975, acusaron a Washington de haber dado una condonación tácita a sus políticas represivas y a sus tácticas secretas.

En la década de 1960, incluso el idealista gobierno de Kennedy se apresuró a moderar sus llamados a la descolonización de África cuando el primer ministro de Portugal, Antonio de Oliveira Salazar, amenazó con impedir el acceso estadounidense a importantes bases en las Azores (islas portuguesas del Atlántico central). A Lisboa le preocupaban los llamados a la autodeterminación de sus colonias africanas, entre ellas Angola y Mozambique. Salazar consideraba la contrainsurgencia en Angola como asunto de política interna, y se indignó cuando en 1961 Washington respaldó una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que demandaba una reforma y una investigación del organismo internacional. Bajo creciente presión del Pentágono, que no quería perder sus instalaciones en el Atlántico, la Casa Blanca cambió su postura a principios de 1962, pero el gobierno portugués mantuvo inactiva la condición de las bases durante toda la década de 1960 para conservar su influencia sobre Washington.

Esta pauta se repitió en otras partes en la década de 1970 y principios de la de 1980, tal vez de manera más visible en Filipinas en tiempos del hombre fuerte Ferdinando Marcos. La base aérea Clark y la estación naval Subic Bay mantuvieron a raya las críticas estadounidenses a Marcos. Aun el gobierno de Carter, pese a su determinación de promover los derechos humanos en el extranjero, ablandó su postura cuando llegó el momento de renovar un acuerdo sobre las bases, en 1979. Marcos pidió cada vez más asistencia económica y militar, y Washington accedió, con lo cual ayudó a sostener al dictador y sus secuaces hasta que fueron derrocados, en 1986.

En todos estos casos la participación estadounidense poco hizo por promover una genuina reforma política, pues los gobiernos calcularon con razón que a Washington le importaban más sus bases que la liberalización política. Al mismo tiempo, al pasar por alto reiteradas violaciones de principios democráticos en aras de preservar sus puestos militares en el extranjero, Estados Unidos se expuso a acusaciones de oportunismo e hipocresía. Durante toda la Guerra Fría, los pragmáticos de la Casa Blanca tal vez habrían respondido a las acusaciones señalando un propósito estratégico dominante: derrotar a la Unión Soviética, pero ahora que la guerra contra el terrorismo ha remplazado a la guerra contra el comunismo, los costos de tal transacción son mucho mayores.

Sistema de inseguridad

Si el primer problema de establecer bases en estados no democráticos es que hacerlo puede interferir con la democratización local, el segundo -- y menos apreciado -- es que tiene serios costos estratégicos para Estados Unidos.

En primer lugar, el apoyo estadounidense a gobiernos autoritarios puede alimentar precisamente el tipo de oposición o radicalismo que las bases estadounidenses indirectamente se proponen erradicar. Los acuerdos sobre las bases ofrecen oportunidades propagandísticas tanto para grupos de oposición legítimos como para extremistas. Y la presencia de una base en un estado no democrático puede generar más extremistas de los que ataje. Véase, por ejemplo, el caso de Arabia Saudita. El ataque terrorista de 1966 a las Torres Khobar, donde se alojaban soldados estadounidenses, envalentonó a terroristas islámicos para exigir la retirada total de las fuerzas estadounidenses de la Península Arábiga. El ataque planteó preocupaciones de seguridad para Washington, pero también indicó al gobierno saudita que la presencia militar estadounidense era una amenaza política interna. A final de cuentas, en 2003 Washington se vio obligado a retirar 5000 efectivos del país árabe.

En segundo lugar, los regímenes no democráticos no son anfitriones de fiar. A veces se da por supuesto que entrar en acuerdos con dictadores garantiza la perdurabilidad de los tratos porque tales regímenes son menos vulnerables que las democracias a los cambios en la opinión pública. Pero muchos científicos sociales creen ahora que operar sin las restricciones de una constitución, una judicatura independiente y una legislatura electa en realidad facilita a los regímenes autoritarios violar pactos como los referentes a bases militares. Los acuerdos con un estado autoritario duran sólo lo que ese régimen -- si acaso -- , porque la condición de los acuerdos está sujeta a las fortunas de éste, más que a un marco institucional duradero. En el pasado, Estados Unidos ha sido expulsado cuando sus aliados autocráticos han sido derrocados desde el interior: Washington perdió acceso a la base aérea Wheelus, en Libia, en 1969, cuando el coronel Muammar al-Kadafi tomó el poder, como ocurrió con los puestos de escucha electrónica en el norte de Irán cuando el régimen de Mohammad Reza Pahlavi se derrumbó en 1979. Incluso cuando gobiernos autoritarios respetan los acuerdos, llegan a revisar en forma unilateral sus términos, por capricho, para servir mejor a sus propósitos internos o extraer concesiones materiales de Washington.

En tercer término, cuando con el tiempo se asientan gobiernos democráticos en países autoritarios, las bases estadounidenses son vulnerables a distintas formas de reacciones negativas. Por ejemplo, en elecciones posteriores a regímenes autoritarios en Tailandia (1975), Grecia (1981) y Corea del Sur (en 1997 y 2002), los líderes opositores obtuvieron cargos realizando campañas contra la presencia militar estadounidense, vinculando en forma explícita las bases con apoyo de Washington a los regímenes no democráticos anteriores. A veces, también, grupos cívicos y medios de comunicación en un estado que atraviesa por una transición democrática denuncian los acuerdos sobre las bases militares firmados con un gobierno autoritario como símbolos de los abusos del régimen. Peor aún, en ciertos casos los nuevos gobiernos democráticos cuestionan la validez de los acuerdos preexistentes, lo cual precipita una severa restricción de los derechos estadounidenses, que a veces conduce a la expulsión. A finales de la década de 1980, el Partido Socialista Obrero Español se negó a extender un acuerdo con Estados Unidos referente al acceso a la base aérea de Torrejón, cerca de Madrid. Y en 1991 el Senado filipino, recién llegado al poder tras el derrocamiento de Marcos, rechazó un plan para prorrogar el arrendamiento de Subic Bay y puso fin a la prolongada presencia militar estadounidense en el lugar. En éstos y otros casos, las reacciones en los países contra la presencia de las bases significaron costos de operación considerables para las fuerzas armadas estadounidenses.

Estos costos de tipo estratégico se relacionan con las dificultades políticas que surgen de celebrar acuerdos con regímenes no democráticos. Si bien funcionarios estadounidenses han creído a menudo que son injustas las acusaciones de que su país sostiene a sus anfitriones autoritarios, tales percepciones se vuelven comunes en naciones donde ha mantenido una presencia militar. Desde un punto de vista práctico, ha resultado difícil separar las necesidades operativas militares del contexto político.

En democracias consolidadas, por otra parte, los gobiernos continúan cumpliendo los compromisos referentes a las bases militares porque están garantizados por un orden legal establecido. Pese a que el gobierno del primer ministro José Luis Rodríguez Zapatero retiró las tropas españolas de Irak poco después de ser electo, en marzo de 2004, continuó respetando un acuerdo preexistente que concedía a Estados Unidos el uso irrestricto de su estación naval de Rota y su base aérea de Morón en apoyo a la campaña contra Irak. Lo mismo se puede decir de otros aliados democráticos que mantienen bases, como Alemania y Grecia, que también se opusieron a la invasión de Irak y, sin embargo, permitieron que en su suelo se realizaran operaciones conectadas con la guerra.

Algunos han sostenido que la negativa de Turquía de permitir que tropas estadounidenses utilizaran su territorio para lanzar una ofensiva en el norte de Irak, en 2003, es prueba de que las democracias pueden ser aliados veleidosos. En realidad, el episodio reveló las debilidades institucionales que caracterizan a los estados en democratización o a las democracias jóvenes. Si bien el primer ministro Recep Tayyip Erdogan consideró que la votación parlamentaria que por estrecho margen negó a Estados Unidos el acceso hacia Irak constituyó una victoria para la democracia, en gran medida fue producto de la relativa inexperiencia de su partido en manejar su nueva mayoría parlamentaria y su relación antagónica con el influyente sector militar de su país. (Erdogan estaba a favor de conceder el acceso, y se dijo que los militares querían poner en entredicho a su partido.) La votación en Turquía reflejó la incertidumbre que caracterizaba la política interna del país en ese tiempo. Pero a medida que las democracias se consolidan e institucionalizan, son capaces de comprometerse de manera más confiable con sus acuerdos externos. En el largo plazo, las democracias constituyen anfitriones más estables para las bases militares que los estados autoritarios.

El arte de la instalación

La pregunta de cómo puede Estados Unidos utilizar mejor sus bases militares en el exterior para asegurar su seguridad ha resurgido a raíz de que el Departamento de Defensa comenzó a repensar el despliegue de tropas estadounidenses en el extranjero después de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Para apoyar la Operación Libertad Duradera en Afganistán, Estados Unidos estableció bases en Kirguistán, Pakistán y Uzbekistán y firmó acuerdos sobre derechos de recarga de combustible y acceso al espacio aéreo en toda Asia Central. En 2003, para compensar la pérdida de acceso en Turquía, utilizó campos aéreos y puertos en Bulgaria y Rumania para apoyar su campaña en Irak. Y en los años siguientes el Pentágono pondrá en práctica la Revisión de Postura Global de Defensa (GDPR, por sus siglas en inglés) de 2004, la cual trazó planes para el cambio más fundamental de la estrategia estadounidense de bases desde la Segunda Guerra Mundial.

La GDPR prevé incrementar el número de instalaciones estadounidenses remplazando y complementando las grandes bases de la era de la Guerra Fría en Alemania, Japón y Corea del Sur con instalaciones más pequeñas, conocidas como sitios operativos de avanzada (FOS, por sus siglas en inglés), y posiciones de seguridad cooperativa (CSL, idem, instalaciones en naciones anfitrionas con poco personal estadounidense pero con equipo y capacidades logísticas), que en ambos casos pueden activarse cuando sea necesario. Los FOS y CSL se utilizarían contra fuentes de inestabilidad regional, cubriendo zonas de las que tradicionalmente Estados Unidos ha estado ausente. Es probable que se ubiquen en Europa Oriental (Bulgaria, Polonia y Rumania) y en África (Argelia, Djibutí, Gabón, Ghana, Kenia, Malí, Sao Tomé y Príncipe, Senegal y Uganda), si bien su ubicación exacta aún está en negociación. La expansión estadounidense en África es particularmente digna de notarse, pues se verá acompañada de mayor cooperación entre ejércitos, como la Iniciativa Pan Sahel, conforme a la cual las fuerzas armadas estadounidenses ayudarán a Chad, Níger, Malí y Mauritania en sus esfuerzos por erradicar el terrorismo local. Esos FOS y CSL se diseñarán para tener máxima flexibilidad operativa, mínimas desventajas políticas y pocas limitaciones al acceso estadounidense. Se espera que al mantener una presencia más ligera Washington sea capaz de evitar algunos de los problemas que han surgido periódicamente en relación con los grandes despliegues en Corea del Sur y Okinawa, Japón, como son accidentes de tránsito y delitos que involucran a personal militar estadounidense.

Las reformas de la GDPR ya han despertado críticas, sobre todo por su costo, por no ser practicables y por el efecto restrictivo que podrían tener sobre las alianzas tradicionales estadounidenses. Sin embargo, pocos críticos han apuntado que un considerable número de las nuevas instalaciones se planean en países con sistemas políticos débiles o no democráticos. Los planificadores de Washington vislumbran que incluso una pequeña presencia militar ayudará a proteger contra amenazas terroristas, asegurar importantes intereses económicos y energéticos, estabilizar los países que albergan bases y normalizar la política regional. Es más probable que los gobiernos de esos países adosen a los grupos opositores, tanto democráticos como extremistas, la etiqueta de amenazas a la seguridad regional y enreden a Estados Unidos en disputas políticas internas y enfrentamientos de baja intensidad en los que no tenga ningún interés apremiante. Antes de instalar más bases en países autoritarios, el Departamento de Defensa haría bien en considerar algunas de sus experiencias recientes.

El problema K2

A partir de los ataques del 11 de septiembre, Washington parece estar repitiendo algunos de sus viejos errores. Cuando instaló la base aérea de Karshi-Khanabad (también conocida como K2), en octubre de 2001, en el sur de Uzbekistán, para lanzar operaciones hacia territorio afgano, poco le importó el déficit democrático de su anfitrión. En marzo de 2002, el presidente Bush y su homólogo uzbeko Islam Karimov firmaron un acuerdo más amplio de cooperación estratégica, que instituía una asociación en la guerra contra el terrorismo y establecía vínculos entre las fuerzas armadas y los servicios de seguridad de ambas naciones. Además de pagar 15 millones de dólares por el uso del aeropuerto, en un tácito quid pro quo, Estados Unidos proporcionó 120 millones en hardware militar y equipo de vigilancia al ejército uzbeko, 82 millones a sus servicios de seguridad y 55 millones en créditos del Export-Import Bank. Por su parte, el gobierno uzbeko se comprometió a agilizar la democratización, mejorar su historial de derechos humanos y promover mayores libertades de prensa. Con la excepción de algunas organizaciones de derechos humanos, pocos en Occidente criticaron el acuerdo; en muchos lugares se le elogió como un paso necesario en la campaña afgana.

Mientras las operaciones en Afganistán continuaban en 2002 y 2003, funcionarios estadounidenses pasaron por alto en gran medida el incumplimiento de los compromisos del gobierno uzbeko. En enero de 2002, Karimov extendió en forma arbitraria su periodo presidencial hasta 2007, pero las autoridades estadounidenses se abstuvieron de denunciarlo y elogiaron la nueva relación de cooperación. Se hicieron de la vista gorda ante el constante aumento de los encarcelamientos políticos que los servicios uzbekos de seguridad realizaban en nombre del contraterrorismo y, como parte de la práctica de "desempeño extraordinario" del gobierno de Bush, ordenaron el envío de docenas de sospechosos de terrorismo a Uzbekistán, aun sabiendo que los funcionarios encargados de aplicar la ley en aquel país recurren por rutina a la tortura.

En el verano de 2004 comenzaron a aflorar signos de abierta inconformidad dentro de la comunidad política estadounidense. En julio de ese año, el Departamento de Estado derogó ayuda por 18 millones de dólares a Uzbekistán a causa de violaciones a los derechos humanos. Pero un mes después, durante una visita a Tashkent del general Richard Myers, entonces presidente del Estado Mayor Conjunto, el Departamento de Defensa concedió a Uzbekistán 21 millones en transferencias de armas y asistencia militar.

Las cosas llegaron a un punto culminante con la represión en Andijon, en mayo pasado, la cual puso de relieve los compromisos políticos que Washington realizaba para mantener el acceso a la K2. Las fuerzas de seguridad uzbekas atacaron a miles de manifestantes, encabezados por militantes armados, que protestaban contra la condena de 23 empresarios acusados de ser extremistas islámicos. Funcionarios del gobierno uzbeko afirmaron que los militantes dirigieron una fuga de prisioneros, capturaron una estación de policía y un cuartel militar, y tomaron varios rehenes. Pero organizaciones de derechos humanos han informado que los manifestantes eran sobre todo ciudadanos inermes que protestaban por medidas políticas y económicas locales. Según testigos, las fuerzas uzbekas dispararon en forma indiscriminada contra la multitud, diezmando oleadas de ciudadanos que trataban de escapar. Organizaciones internacionales no gubernamentales, como el Grupo Internacional de Crisis y Human Rights Watch, han estimado entre 700 y 800 el número de muertos, muy arriba de la cifra oficial de 180, y han acusado al gobierno uzbeko de encubrir los detalles del incidente al intimidar a periodistas y testigos.

Aun así, temerosos de perder acceso a las bases militares, algunos funcionarios estadounidenses se mostraron renuentes a criticar al gobierno uzbeko. En un principio el gobierno de Bush eludió cualquier condena; sus funcionarios de defensa en la OTAN se oponían a que la alianza emitiera un comunicado en demanda de una investigación internacional. Poco después, sin embargo, la secretaria de Estado Condoleezza Rice respaldó en público esa investigación internacional, y un grupo bipartidista de senadores emprendió una investigación para determinar si alguno de los efectivos de seguridad uzbekos implicados en la represión había recibido adiestramiento o equipo estadounidense. En respuesta al escrutinio, autoridades uzbekas comenzaron a limitar los vuelos nocturnos y de carga con destino u origen en K2, y a quejarse de asuntos de pagos y daño ambiental relativos al uso de la base.

En julio pasado, la relación se echó a perder totalmente. Después de que Estados Unidos apoyó el esfuerzo de la ONU de retirar por aire refugiados uzbekos desde el vecino Kirguistán hacia Rumania, contra los deseos del gobierno uzbeko, Tashkent activó una cláusula de terminación del acuerdo referente a la base K2, la cual obliga a las fuerzas armadas estadounidenses a cerrar la instalación en el curso de 180 días, y con ello disipó cualquier ilusión remanente de que el régimen uzbeko fuese un socio confiable en materia de seguridad. Al ordenar el cierre, Karimov subordinó su compromiso con Estados Unidos a otros objetivos geopolíticos e internos: la expulsión lo congració con Moscú y Beijing y tal vez le dio la oportunidad de consolidar apoyo público ante la injerencia de Washington en asuntos internos.

La decisión de Washington de instalar una base en Kirguistán en apoyo a la operación Libertad Duradera generó complicaciones similares. Los funcionarios estadounidenses han enfrentado espinosas transacciones políticas referentes a la operación de la base aérea Ganci, establecida en 2001 con el consentimiento del presidente Askar Akayev. Antes de ese acuerdo, Akayev había afianzado cada vez más su dominio y relegado los esfuerzos en pro de la democratización. El tratado sobre la base dio a su régimen nueva credibilidad internacional, al distraer la atención de Washington de sus abusos políticos y ungirlo como aliado en la guerra contra el terrorismo encabezada por Estados Unidos. La pequeña economía kirguistana también recibió beneficios significativos de los honorarios y negocios generados por la base aérea, los cuales representan de 5 a 10% del PIB de Kirguistán. Entre tanto, los servicios de seguridad de aquel país, que obtuvieron equipo militar y de vigilancia por virtud del tratado, comenzaron a acentuar -- y exagerar -- la amenaza del terrorismo islámico para procurar la asistencia estadounidense continua. En noviembre de 2003 afirmaron haber descubierto un complot para detonar bombas en la base aérea Ganci y haber capturado a tres miembros de una organización radical islámica que contaban con explosivos y croquis de la base. Pero funcionarios estadounidenses y observadores kirguistanos se mantienen escépticos sobre los detalles de esa conjura y las circunstancias de los arrestos.

Ahora que el régimen de Akayev ha caído, Washington podría enfrentar dificultades con sus sucesores. Después que Akayev fue derrocado, en mayo de 2005, por manifestaciones públicas a raíz de unas cuestionadas elecciones parlamentarias, el asunto de la presencia militar estadounidense fue lanzado de pronto a la agenda política del nuevo gobierno kirguistano. En una declaración conjunta emitida el 5 de julio de 2005, la Organización de Cooperación de Shanghai, formada por China, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán, declaró que las bases estadounidenses en Asia Central habían excedido el tiempo de su propósito de apoyar la campaña afgana y debían cerrarse. En su primera conferencia de prensa, una semana después, el presidente Kurmanbek Bakiyev anunció que el gobierno kirguistano presionaría a Washington sobre la necesidad de mantener la base: más tarde ofreció aplicar una política exterior "independiente". Persisten dudas sobre la orientación del nuevo régimen, pero ya es claro que la pérdida de la K2 en Uzbekistán ha conferido mucha mayor importancia a la base aérea Ganci para los planificadores estadounidenses.

Además de la posible reubicación de algunas actividades de la K2 a Kirguistán, funcionarios estadounidenses exploran otras opciones en Kazajstán, Tayikistán y Turkmenistán, donde Estados Unidos ha utilizado en ocasiones campos aéreos para paradas de reabastecimiento. Una visita del secretario de Defensa Donald Rumsfeld a Azerbaiyán, en agosto de 2005, hizo crecer la especulación de que Washington podría estar considerando establecer una presencia militar también allí. En su determinación de mantener un enclave estratégico en Asia Central, Estados Unidos evalúa una vez más realizar tratos con regímenes no democráticos, lo cual daría apoyo material y legitimidad a autócratas y expondría su presencia operativa a la política local.

De salida

Mientras Washington forcejea con dificultades políticas en Asia Central, su futura presencia en la región del Mar Negro -- se llevan a cabo negociaciones para bases en Bulgaria y Rumania -- promete ser mucho más estable en lo político. Bulgaria y Rumania ofrecen cierto número de instalaciones en gran escala, como puertos en el Mar Negro, campos aéreos y zonas de adiestramiento. Las futuras bases en esos países no sólo ayudarían a salvaguardar los intereses de seguridad estadounidenses en la región, sino también servirían de importantes centros de preparación de operaciones en Medio Oriente y Asia Central.

También es probable que las recientes consolidaciones democráticas de Bulgaria y Rumania y la integración de ambos países en instituciones internacionales occidentales creen un ambiente operativo favorable para los años por venir. Los dos apoyaron la campaña encabezada por Estados Unidos en Irak por encima de las objeciones de algunos otros estados europeos (confirmando su lealtad a Washington) y luego se volvieron miembros de la OTAN en 2004 (formalizando su alineamiento estratégico con Occidente). Para garantizar su afiliación a la OTAN, Sofía y Bucarest tuvieron que adoptar importantes reformas institucionales internas: fortalecieron el control civil de sus fuerzas armadas, las redujeron y modernizaron, y mejoraron la transparencia en asuntos relacionados con la defensa. Si bien algunos partidos políticos en ambas naciones, entre ellos el recién electo Partido Socialista en Bulgaria, han prometido adoptar una postura más recia hacia Estados Unidos, ninguno de los que tienen una participación significativa de la votación se opone en realidad a la idea de la presencia estadounidense. Los ciudadanos búlgaros y rumanos parecen apoyar con fuerza el prospecto de las bases estadounidenses, y muchas personas las ven como un importante contrapeso político a la influencia de la Unión Europea.

Lo más probable es que cualquier reacción negativa que pudiera surgir en Bulgaria o Rumania contra las bases estadounidenses fuese resultado de expectativas insatisfechas respecto de los beneficios de su presencia. En concordancia con la nueva postura del Departamento de Defensa sobre las bases, es probable que los enclaves permanentes sean relativamente pequeños -- no más de 1000 elementos de tropa por país -- , de modo que el impacto económico global de las futuras bases podría no cumplir las elevadas expectativas hoy imperantes. Además, si bien los sistemas políticos de ambos países están consolidados, sus medios de comunicación son relativamente nuevos y aguerridamente competitivos. Los incidentes relativos a las bases militares y los escándalos que involucran a su personal sin duda llaman la atención de los medios, al igual que el escrutinio público sobre procedimientos penales y otros aspectos legales que gobiernan esos enclaves. Sin embargo, dado su avanzado estado de democratización y su integración a Occidente, no es probable que Bulgaria y Rumania generen presiones políticas internas como las que han amenazado la presencia estadounidense en otros lugares.

Ahora que mucha de la legitimidad internacional de Estados Unidos está vinculada a lo bien que promueva la democracia en el extranjero, resolver la tensión entre su compromiso con los valores democráticos y su necesidad de bases en el extranjero debe volverse algo prioritario para Washington. Algunos funcionarios estadounidenses han intentado caracterizar la expulsión de la K2 en Uzbekistán como prueba del compromiso de Washington con la democracia, pero fue muy poco y demasiado tarde: ocurrió después de varios años de aparente indiferencia ante los abusos del régimen de Karimov, y el daño a la credibilidad estadounidense ya estaba hecho. Embrollos adicionales como el de Uzbekistán en relación con derechos fundamentales sólo lesionarían más a Washington. Si el Departamento de Defensa toma en serio el propósito de preparar a Estados Unidos para una guerra de nuevo cuño reordenando su despliegue de tropas, haría bien en escoger lugares estables y democráticos para arraigarse.

Los planificadores podrían objetar que la ubicación de una amenaza obliga a menudo a Estados Unidos a establecer su presencia en zonas donde de otro modo no elegiría ir. Aun en tales casos extremos, sin embargo, hay una diferencia entre establecer una base por necesidad y mantenerla una vez que las principales operaciones de combate han terminado. Véase el caso de Uzbekistán. Si bien el sector militar estadounidense ha insistido desde el otoño de 2001 en que la K2 es vital para las operaciones en Asia Central, el valor estratégico de la base ha disminuido en forma considerable en los últimos años. Sin embargo, en ningún momento entre 2001 y la primera mención de expulsar a Estados Unidos de la K2, este verano, reexaminó el Pentágono en público el propósito de la base. Que el Pentágono no distinga entre la justificación estratégica para establecer una base y las razones organizacionales para mantenerla constituye otro impedimento para evaluar los costos reales de diversas estrategias estadounidenses relativas a sus bases militares.

Las operaciones de gran envergadura, como la guerra en Afganistán, son menos probables en el futuro, y así, en la medida en que Estados Unidos se propone establecer una presencia más amplia pero más ligera en varias regiones, tiene mayor libertad de escoger dónde establecer sus bases. Al decidir dónde volver a desplegar tropas, los funcionarios del Pentágono deben considerar con seriedad las implicaciones políticas de sus selecciones. Deben reconocer que al instalar bases militares en el extranjero Washington se enredará sin remedio en la política interna de sus anfitriones, aun si intenta mantener un bajo perfil y un enclave menor. Ubicar bases en estados no democráticos puede resultar relativamente fácil y rápido, pero en el largo plazo socava el compromiso de Washington con la democratización en el exterior y sus intereses estratégicos. Colocarlas en estados democráticos puede generar algún escrutinio de los medios, debate político y críticas públicas en un principio, pero invariablemente las democracias resultan anfitriones más confiables a la larga. Es esencial entender estas transacciones, sobre todo ahora que incluso dentro de regiones de importancia estratégica el Pentágono tiene opciones reales respecto de dónde establecer sus enclaves.

* Alexander Cooley es profesor asistente de Ciencia Política en el Barnard College, de la Columbia University, y fue miembro trasatlántico del Fondo German Marshall de Estados Unidos en 2004-2005. Es autor de Logics of Hierarchy: The Organization of Empires, States, and Military Occupations.

UN NUEVO REALISMO


Bill Richardson*

Hace sesenta años, en las páginas de Foreign Affairs, George Kennan presentó un argumento convincente sobre la necesidad de contar con el compromiso global y el liderazgo estadounidenses para contener al poder soviético. Su visión estratégica sentó las bases para una política exterior realista y con principios que, a pesar de los errores y los contratiempos, unió a Estados Unidos y a sus aliados durante la Guerra Fría.

Tras el experimento fallido con el unilateralismo del gobierno de Bush, Estados Unidos necesita construir, una vez más, una política exterior que se base en la realidad y sea fiel a los valores estadounidenses. Tal política deberá enfrentar los desafíos de nuestro tiempo con acciones efectivas en vez de con esperanzas ingenuas. Además, deberá unirnos por estar inspirada en los ideales de nuestra nación y no en la ideología de un presidente.

Kennan, en su artículo "X"* de julio de 1947 , argumentaba que Estados Unidos debía hacerle frente al poder soviético con el poder estadounidense, y a la ideología comunista con un liderazgo democrático creíble. Entendió que para contener al comunismo soviético se requeriría un liderazgo internacional estadounidense fuerte, y que tal liderazgo dependería de nuestro poder militar, del dinamismo de nuestra economía y de la fuerza de nuestras convicciones. Esta visión estratégica -- porque estaba basada en realidades y en valores estadounidenses fundamentales -- orientó las políticas no sólo de Harry Truman y Dwight Eisenhower, sino también las de los demás presidentes, hayan sido demócratas o republicanos, durante dos generaciones.

Estados Unidos es una gran nación que sabe cómo defenderse. Sin embargo, su grandeza está cimentada en fundamentos más sólidos que el ensimismamiento. Nos defendemos mejor cuando guiamos a otros, y la clave de nuestra historia de liderazgo eficaz ha sido nuestra disposición para buscar y encontrar puntos en común y fundir nuestros intereses con los intereses de otros. Truman y Eisenhower entendieron que defender a Europa y a Estados Unidos de los soviéticos requería un ejército poderoso, pero también entendieron que no podíamos liderar a nuestros aliados si ellos no deseaban seguirnos.

Éstos y los presidentes estadounidenses subsiguientes sabían de la importancia del liderazgo moral. Si bien nuestras notables fuerzas armadas y próspera economía nos daban el poder para liderar, nuestro compromiso con la dignidad humana -- incluyendo nuestra disposición para luchar contra nuestros propios prejuicios -- inspiró a otros a seguir nuestros pasos. Si Estados Unidos quiere ser un líder nuevamente, necesitamos recordar esta historia y reconstruir nuestras sobreutilizadas fuerzas armadas, revivir nuestras alianzas y restaurar nuestra reputación como una nación que respeta la legislación internacional, los derechos humanos y las libertades civiles.

Hoy estamos en el inicio de una nueva era de oportunidades y amenazas globales sin precedente. Los nuevos retos exigen que diseñemos una nueva ruta estratégica. Para hacerlo, debemos rechazar recetas ideológicas fáciles y examinar con cuidado los supuestos que nos orientaron en el siglo XX. Debemos evaluar lo que significa ser Estados Unidos en el mundo actual -- un mundo de rápidos cambios económicos y tecnológicos, graves riesgos energéticos y ambientales que empeoran cada día, y en el que surgen nuevas potencias mundiales y desafíos de seguridad asimétricos simultáneamente -- .

En el siglo XXI, la globalización, en todas sus formas, está erosionando la importancia de las fronteras nacionales. Muchos de los desafíos más grandes -- desde el yihadismo hasta la proliferación nuclear y el calentamiento global -- no sólo los afrontamos nosotros. Los problemas urgentes que una vez fueron nacionales ahora son globales, y los peligros que alguna vez provenían solamente de los Estados ahora también provienen de las sociedades, no de gobiernos hostiles sino de individuos hostiles, o de tendencias sociales impersonales, como el consumo de combustibles fósiles.

La política exterior estadounidense debe ser capaz de lidiar eficazmente con estas realidades. Debemos rechazar tanto las fantasías aislacionistas de dejar de participar en el ámbito global como las fantasías neoconservadoras de transformar a otros países por medio de la aplicación unilateral del poder militar estadounidense. Nuestra política también debe ir más allá del realismo del equilibrio de poder del siglo pasado. En este mundo nuevo e interdependiente, necesitamos un nuevo realismo, guiado por el entendimiento de que, para defender nuestros intereses nacionales, debemos, ahora más que nunca, encontrar puntos en común con otros, para que podamos llevarlos hacia nuestros objetivos compartidos.

Ver la realidad tal como es también requiere reconocer que, debido a los fracasos del gobierno de Bush, la influencia y el prestigio de Estados Unidos se encuentran en su punto más bajo en la historia. El daño es extenso: en una era de terrorismo, cuando necesitamos a todos los amigos que podamos tener, estamos aislados. Las políticas del gobierno de Bush han debilitado nuestras alianzas, envalentonado a nuestros enemigos, mermado nuestras arcas, agotado a nuestras fuerzas armadas y alimentado la hostilidad global hacia nosotros. Desde el calentamiento global hasta las armas de destrucción masiva (ADM) y el número de tropas que se necesitarían para pacificar Iraq, este presidente ha preferido la ideología por encima de la evidencia. No ha estado dispuesto a aceptar que el liderazgo requiere no sólo el poder para destruir sino también el poder para persuadir. En vez de llevar a cabo el trabajo arduo, paciente y necesario para instrumentar una diplomacia estratégica, se ha permitido construir la fantasía de que él podía reordenar al mundo por medio del unilateralismo y la intimidación.

La política exterior del gobierno de Bush adolece también de principios sólidos. Con frecuencia, el presidente ha empleado la retórica de los virtuosos, pero sus acciones no han coincidido con sus palabras. La moralización ha sustituido al liderazgo moral; dar sermones a otros sobre qué es la democracia ha sustituido al respeto de los valores democráticos. George W. Bush ha afirmado que es el campeón de la democracia, pero el resto del mundo ve a una gran nación mermada por prisiones secretas, torturas e intervenciones de líneas telefónicas sin una orden judicial de por medio. Y cada día que seguimos empantanados en Iraq, el mundo recuerda los disparates, la deshonestidad y la indiferencia ante las opiniones de otros que nos llevaron ahí.

El próximo presidente necesita enviar una señal clara al resto del mundo de que Estados Unidos ha dado vuelta a la página y será una vez más un líder, en lugar de un unilateralista solitario. Para hacer esto, el nuevo presidente deberá, primero, terminar con la guerra en Iraq. Necesitamos retirar todas nuestras tropas y abrazar una nueva y decisiva estrategia política que involucre a todos los Estados de la región, así como a la comunidad internacional de donantes. Sólo cuando hayamos hecho esto podremos comenzar la ardua tarea de reconstruir nuestro ejército y nuestras alianzas, así como restaurar nuestra empañada reputación para que podamos avanzar y liderar al mundo para enfrentar los problemas globales urgentes.

Los nuevos desafíos de un nuevo siglo

Salir de Iraq y restaurar nuestra reputación y nuestra capacidad de liderazgo son los primeros pasos esenciales hacia una nueva estrategia de compromiso global y de liderazgo estadounidenses. Pero estos pasos, por sí solos, no son suficientes. Para enfrentar los nuevos problemas de manera eficaz, primero debemos entenderlos en toda su complejidad. Debemos cuestionar los supuestos anteriores, romper con los viejos paradigmas y adoptar enfoques novedosos que sean equiparables a nuestras nuevas tareas. Actualmente, seis tendencias están transformando al mundo.

La primera tendencia es el yihadismo fanático que emana sin control de un Medio Oriente cada vez más violento e inestable. Esta tendencia había ido en aumento durante años, pero la invasión y el colapso de Iraq han impulsado enormemente su crecimiento. Una segunda tendencia que está transformando al mundo (de formas que el público todavía no entiende bien) es el creciente poder y la sofisticación de las redes criminales capaces de perturbar la economía global y de traficar con ADM.

Juntas, estas dos tendencias sirven para elevar el aterrador espectro del terrorismo nuclear. Sabemos que al Qaeda ha intentado adquirir armas nucleares y que el científico nuclear paquistaní A. Q. Khan vendió tecnología nuclear a Estados díscolos (rogue states). Sabemos que partes del arsenal nuclear ex soviético todavía no están seguras y que hay material nuclear esparcido por docenas de países y cientos de lugares, algunos de ellos no más seguros que una tienda de abarrotes. La proliferación de armas nucleares en países nuevos, especialmente en Corea del Norte, ha aumentado aún más las oportunidades de los yihadistas para obtenerlas, al igual que la difusión de tecnologías de energía nuclear que pueden transformarse para usarse en programas armamentistas. Irán, un Estado que tiene vínculos muy cercanos con la organización terrorista más hábil del mundo, Hezbolá, está enriqueciendo uranio. Y al Qaeda ha manifestado su deseo de matar a cuatro millones de estadounidenses, incluidos dos millones de niños. En su locura, afirma que tal masacre de inocentes "equilibraría la balanza de la justicia" por crímenes que, según ellos, hemos cometido en contra de los musulmanes. Estaríamos locos si no tomáramos en serio estas palabras.

Una tercera tendencia que está transformando al mundo es el rápido crecimiento del poder económico y militar de Asia. India y China están destinadas a ser potencias globales en las próximas décadas: una como democracia y la otra no. Y una cuarta tendencia es el resurgimiento de Rusia como un jugador fuerte y seguro de sí mismo en los ámbitos global y regional, que tiene un gran arsenal nuclear y el control sobre recursos energéticos, y que se ve tentado por el autoritarismo y el nacionalismo militante. El ascenso de India y China y el resurgimiento de Rusia demandan el liderazgo estratégico estadounidense para integrar a estos Estados con armas nucleares a un orden global estable.

Una quinta tendencia que está transformando nuestro mundo es el aumento de la interdependencia económica global y de los desequilibrios financieros sin que se tenga el desarrollo suficiente de las capacidades institucionales para gestionar estas realidades. La globalización ha hecho que la economía de cada país sea más vulnerable a las restricciones de recursos y a los choques financieros que se originan más allá de sus fronteras. Una crisis energética global o un colapso repentino del dólar estadounidense podría hacer mucho daño a la economía mundial.

La sexta tendencia que enfrentamos es la de los graves problemas ambientales y de salud de dimensiones globales. El cambio climático y las pandemias como el SIDA no respetan las fronteras nacionales. La pobreza, los conflictos étnicos y la sobrepoblación se extienden a través de las fronteras nacionales, alimentando una economía subterránea cada vez mayor de criminales que lavan dinero, falsifican y trafican con drogas, armas y seres humanos.

Juntas, estas seis tendencias nos presentan problemas cuyos orígenes son internacionales y sociales y, por lo tanto, requerirán soluciones también internacionales y sociales. También exigen un liderazgo político que sólo Estados Unidos, la única superpotencia, puede ejercer. Si el mundo consigue derrotar al yihadismo, prevenir el terrorismo nuclear, integrar a las potencias emergentes dentro de un orden estable, proteger la estabilidad de los mercados financieros globales y combatir las amenazas globales ambientales y de salud, Estados Unidos se merecerá gran parte del reconocimiento. Si el mundo no puede hacer frente a estos desafíos, Estados Unidos tendrá gran parte de la culpa.

Un nuevo realismo

Para lidiar efectivamente con este nuevo mundo, necesitamos un nuevo realismo en nuestra política exterior: un realismo ético, con principios, que no albergue falsas ideas sobre la importancia de un ejército poderoso en un mundo peligroso, pero que también entienda la importancia de la diplomacia y de la cooperación multilateral. Necesitamos un nuevo realismo que se base en el entendimiento de que lo que está sucediendo dentro de otros países nos afecta de manera profunda, pero que nosotros sólo podemos tener influencia, mas no control, sobre lo que sucede dentro de otros países. Un nuevo realismo para el siglo XXI debe entender que, para resolver nuestros propios problemas, necesitamos trabajar con otros gobiernos que nos respeten y confíen en nosotros.

Para ser eficaz en las décadas venideras, Estados Unidos debe establecer las siguientes prioridades. La primera y más importante es que debemos reconstruir nuestras alianzas. No podemos conducir a otros países hacia las soluciones de problemas compartidos si no confían en nuestro liderazgo. Necesitamos restaurar el respeto y el aprecio hacia nuestros aliados -- y hacia los valores democráticos que nos unen -- si es que vamos a trabajar con ellos para resolver problemas globales. Debemos restaurar nuestro compromiso con las leyes internacionales y con la cooperación multilateral. Esto significa respetar tanto la letra como el espíritu de las Convenciones de Ginebra y ser parte de la Corte Penal Internacional (CPI). Significa ampliar el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para incluir a Alemania, a India y a Japón, a un país de América Latina y a un país de África como miembros permanentes.

Debemos ser impecables en nuestro propio respeto hacia los derechos humanos. Deberíamos recompensar a aquellos países que se apegan a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, a medida que negociemos constructiva, pero firmemente, con aquellos que no lo hagan. Y cuando aparezcan el genocidio u otras graves violaciones a los derechos humanos, Estados Unidos debería liderar al mundo para detener tales acciones. La historia muestra que si Estados Unidos no asume el liderazgo para terminar con el genocidio, nadie más lo hará. La norma de la soberanía territorial absoluta es debatible cuando los gobiernos nacionales se asocian con aquellos que violan, torturan y matan masivamente a seres humanos. Estados Unidos debería guiar al mundo hacia la aceptación de una norma mayor de respeto hacia los derechos humanos básicos y hacia el cumplimiento de esa norma por medio de instituciones internacionales y medidas multilaterales.

Necesitamos empezar a tomar con particular seriedad los derechos humanos en África, ya que los dos peores genocidios en la historia reciente han ocurrido ahí, en Ruanda y ahora en Darfur. No pudimos detener la masacre en Ruanda, y durante años hemos sido incapaces de detener la matanza en Darfur. Estados Unidos debe estar sujeto a un estándar superior de liderazgo. Estados Unidos debió haber mandado a un enviado especial tan pronto como comenzaron las masacres en Darfur. Todavía podemos hacer más para movilizar la presión multilateral sobre el gobierno sudanés y sobre China, que tiene una gran influencia sobre Sudán. Es vergonzoso que el gobierno de Bush siga tronándose los dedos con respecto a Darfur, cuando está en nuestro poder hacer algo.

En el largo plazo, creo que la herramienta más importante para detener a los violadores de derechos humanos será la CPI. Si Estados Unidos se uniera a la CPI y la apoyara con entusiasmo, los cálculos de los líderes que se dedican a cometer o que permiten que ocurran los crímenes en contra de la humanidad cambiarían. Una CPI fuerte haría a los líderes criminales responsables de sus actos. Cuando todo lo demás fracase, Estados Unidos también debería tomar el liderazgo y ofrecer apoyo militar a las fuerzas locales y regionales que se oponen al genocidio y organizar intervenciones multilaterales para detener la masacre.

Estados Unidos también debe ser el líder, y no el que se quede atrás, en los esfuerzos globales para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero. Debemos adoptar el Protocolo de Kioto sobre el calentamiento global y luego ir más allá de éste. Debemos guiar al mundo con un esfuerzo descomunal, equivalente al que llevó al hombre a la luna, para mejorar la eficiencia energética y para comercializar tecnologías alternativas limpias. Debemos poner en marcha un ambicioso sistema nacional de mercados de emisiones para disminuir drásticamente nuestro consumo de combustibles fósiles y negociar un acuerdo global igualmente ambicioso y vinculante para hacer que otros -- con mayor urgencia India y China -- sigan nuestros pasos hacia un futuro energético sostenible. He desarrollado estas ideas con detalle en mi plan energético, el cual los grupos ambientalistas consideran el más ambicioso de todos los presentados por los candidatos presidenciales.

Estados Unidos necesita dejar de considerar las relaciones diplomáticas con otros como una recompensa por su buen comportamiento. El rechazo del gobierno de Bush a establecer relaciones diplomáticas con regímenes como el de Pyongyang y el de Teherán sólo fomentó y fortaleció sus tendencias más paranoicas y de línea dura. Ambos gobiernos, como era de esperarse, respondieron a los desaires y a las amenazas de Washington sobre el "cambio de régimen" intensificando sus programas nucleares.

Las amenazas reales

De manera urgente, debemos centrarnos en las verdaderas amenazas a la seguridad que hemos olvidado por estar distraídos en Iraq. Esto significa hacer un arduo trabajo para construir coaliciones fuertes con el fin de infiltrar y destruir redes terroristas, detener la proliferación nuclear y mantener las armas nucleares fuera del alcance de los terroristas. En el siglo XXI, la amenaza nuclear no vendrá de un misil, sino de una maleta o del casco de un barco carguero. En un mundo así, la seguridad nuclear no se conseguirá con sistemas de misiles defensivos o con una nueva generación de armas nucleares. Vendrá mediante una diplomacia firme, paciente y decidida para asegurar el material fisionable en todo el mundo.

El terrorismo nuclear es la amenaza más seria que enfrentamos: nada impedirá que los yihadistas suicidas utilicen una bomba nuclear si ésta llega a su poder. Ya se están haciendo algunas cosas buenas para mejorar la seguridad nuclear global. El acuerdo nuclear con la India -- si el parlamento indio lo aprueba -- ayudará a integrar a una gran democracia, un aliado natural de Estados Unidos, al régimen nuclear global. El Programa de Cooperación para la Reducción de Amenazas Nunn-Lugar ha reducido el peligro de las armas nucleares rusas sueltas. Su presupuesto debería aumentar y su calendario debería acelerarse. La Iniciativa de Seguridad para la Proliferación es también un programa eficaz. Pero la facilidad con la que A. Q. Khan fue capaz de obtener y distribuir tecnología nuclear demuestra que el peligro de tener material nuclear bajo poca o nula supervisión es mundial y que requerirá una solución comprensiva y global.

Estados Unidos, como la potencia nuclear líder, debe encabezar inmediatamente un esfuerzo comprensivo y global para reducir el número de armas nucleares y la cantidad de material fisionable capaz de producir bombas en el mundo, para reunir y asegurar el restante, y para consolidar el enriquecimiento nuclear en todo el mundo a un número limitado de instalaciones ultraseguras, por medio de un acuerdo global referente a la producción y el almacenamiento del combustible. Una estrategia comprensiva también deberá evitar la construcción de nuevas plantas de energía nuclear que utilicen uranio altamente enriquecido.

Si queremos que otros países cooperen con nosotros, necesitamos mostrar que estamos dispuestos a cumplir con nuestra parte. Debemos reafirmar el compromiso que hicimos con la meta de largo plazo de tener un mundo libre de armas nucleares cuando firmamos el Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares. Deberíamos proponer reducir nuestro arsenal a unos cuantos cientos de armas -- suficientes para disuadir cualquier ataque -- si otros Estados nucleares reducen sus arsenales también, y si las potencias que no tienen armas nucleares aceptan salvaguardas globales más fuertes y la consolidación del enriquecimiento nuclear.

Debemos involucrar a China y a Rusia de manera más eficaz, estratégica y sistemática, haciendo de la seguridad nuclear nuestra prioridad más importante, en especial con Rusia. Una de las pocas ocasiones en las que el presidente Bush intentó comprometer al presidente ruso Vladimir Putin con este tema fue durante una conferencia celebrada en febrero de 2005, en Bratislava, Eslovaquia. Durante estas negociaciones, Estados Unidos buscó -- con razón -- incluir que Rusia llevara a cabo la conversión de los reactores civiles que usan uranio altamente enriquecido. Sin embargo, cuando Rusia objetó esta medida, se omitió el tema. La conferencia se utilizó para reprender a Rusia por las violaciones a los derechos humanos en vez de para presionarla para salvaguardar sus armas nucleares tácticas y su material fisionable. Deberíamos estar preocupados por el avance sigiloso del autoritarismo en Rusia, lo cual es un peligro potencial en el largo plazo para nuestra seguridad nacional. Pero también necesitamos darnos cuenta de que incluso las superpotencias tienen una influencia limitada sobre la política interna de otros Estados y de que deberíamos priorizar los asuntos en los que realmente podemos influir. La prioridad más importante del presidente de Estados Unidos debe ser prevenir un 11-S nuclear.

La lucha contra el tráfico de armas y materiales nucleares requerirá una mejor inteligencia humana así como una mejor coordinación de la inteligencia internacional y de las agencias encargadas del cumplimiento de la ley. Además, será necesaria una diplomacia estadounidense fuerte y persistente para unir al mundo, incluyendo a China y a Rusia, a favor de los esfuerzos para contener las ambiciones nucleares de Irán y Corea del Norte, incluso conforme brindamos a estos Estados incentivos y formas honrosas para renunciar permanentemente a las armas nucleares. Deberíamos recordar que ningún Estado ha sido forzado jamás a renunciar a las armas nucleares, pero a muchos se les ha persuadido para hacerlo. El caso de Libia muestra que aun los regímenes con pasados terroristas pueden ser persuadidos de renunciar a sus ambiciones de tener armas nucleares. En un raro uso de la diplomacia y actuando a partir de contactos iniciados por el presidente Bill Clinton, el gobierno de Bush convenció al mandatario de Libia, Muammar al-Gaddafi, de abandonar sus planes para desarrollar ADM y dejar de apoyar al terrorismo. En vez de amenazarlo con un cambio de régimen, convencimos a Gaddafi de que, al salir del aislamiento, tendría un futuro seguro. Después de años de retraso, también estamos progresando con Corea del Norte.

Deberíamos acercarnos a Irán de la misma forma. Necesitamos dejar de amenazar con el uso de la fuerza y, en su lugar, trabajar incansablemente con la comunidad internacional con el fin de imponer severas sanciones multilaterales. Los iraníes deben saber que no tienen futuro como potencia nuclear: la comunidad internacional permanecerá unida en torno a las dolorosas sanciones. Pero también deben saber que recibirán beneficios similares a los que recibió Libia si renuncian al enriquecimiento de uranio. Si cumplen con las normas internacionales de seguridad, las sanciones terminarán, y tendrán acceso garantizado al combustible enriquecido y almacenado en otros lugares.

También debemos abrir un frente ideológico en la guerra contra el yihadismo. Hay una guerra civil dentro del islam entre extremistas y moderados y, sin darnos cuenta, hemos estado ayudando a nuestros enemigos en esa guerra civil. Necesitamos empezar a demostrar, tanto por medio de nuestras palabras como de nuestras acciones, que no estamos implicados -- como afirman los yihadistas -- en un choque de civilizaciones. El choque es, más bien, entre civilización y barbarie. Nuestro enemigo no es el islam: la mayoría de los musulmanes repudia el terrorismo. Incluso la mayoría de los musulmanes que no comparten nuestros valores liberales democráticos sí comparten nuestro compromiso con la paz. Para reclutarlos como socios, necesitamos respetar nuestras diferencias y presentarles una visión que sea mejor que la fantasía apocalíptica de los yihadistas: una visión de paz, de prosperidad, de tolerancia y de respeto hacia la dignidad humana.

Deberíamos apoyar a las democracias y a los demócratas en todo el mundo, pero tenemos que renunciar a la política fracasada de promover la democracia a punta de pistola. Debemos reconocer que la democratización es un proceso complicado, difícil y de largo plazo. A las democracias de hoy les llevó décadas o siglos consolidarse. Creo que todos los países se beneficiarían de la democracia, pero necesitamos reconocer que la democratización no se da de la noche a la mañana, en especial en países con profundas divisiones étnicas o religiosas, o con sociedades civiles débiles.

Mirada fría y principios fervorosos

La reputación de Estados Unidos como un modelo de libertad y de dignidad humana es uno de nuestros mayores recursos. Nosotros la empañamos bajo nuestro propio riesgo. Tras las violaciones a nuestros valores por parte del gobierno de Bush, será necesario desarrollar una hábil diplomacia pública para convencer al mundo de que Estados Unidos se ha redescubierto a sí mismo. Esta diplomacia pública debería incluir emisiones de radio y televisión en lenguas locales, así como programas educativos y de intercambio más amplios.

Sin embargo, para que estos esfuerzos sean creíbles, necesitamos apegarnos realmente a nuestros ideales día con día. Si queremos que los demás valoren las libertades civiles, necesitamos dejar de espiar a nuestros propios ciudadanos. El abuso a los prisioneros, la tortura, las prisiones secretas, la negación del recurso de habeas corpus y las evasiones a las Convenciones de Ginebra nunca más deben tener un lugar en nuestra política. Deberíamos comenzar por cerrar nuestra prisión en Bahía de Guantánamo, en Cuba, y explicar al mundo por qué lo hicimos.

Debemos volvernos a involucrar en el proceso de paz de Medio Oriente con la firme determinación de salir adelante, para que podamos privar a los yihadistas de su herramienta propagandística más efectiva. Debemos utilizar todas nuestras estrategias de persuasión -- sea la fuerza o un sistema de recompensas -- para fortalecer a los palestinos moderados y para llegar a una solución basada en la existencia de dos Estados que garantice la seguridad de Israel. Le pediría a Bill Clinton que fungiera como enviado de alto nivel de tiempo completo para ayudar a negociar un acuerdo definitivo. También, de manera discreta, deberíamos involucrarnos en Cachemira, el polvorín de Asia.

Estamos gastando más de 2 000 millones de dólares a la semana en Iraq, pero no estamos haciendo ni siquiera lo suficiente para proteger nuestras ciudades, plantas nucleares, rutas comerciales marítimas y puertos de un ataque terrorista. Debemos gastar más para reclutar, equipar y capacitar más cuerpos de emergencia, y también debemos mejorar drásticamente nuestras instalaciones de salud pública, las cuales, a más de seis años del 11-S, no están preparadas para un ataque biológico. Además, debemos destinar fondos federales de la partida de seguridad nacional a aquellos lugares donde se necesitan: centros de población e instalaciones que, sabemos, son posibles blancos de al Qaeda.

Estados Unidos también necesita comenzar a prestar atención al resto del continente americano. Necesitamos mejorar la seguridad fronteriza y una reforma migratoria integral. Y para reducir tanto la inmigración ilegal como el populismo antiestadounidense en América Latina, debemos trabajar con los gobiernos reformistas de esa región para aliviar la pobreza y promover el desarrollo equitativo. Necesitamos fortalecer la cooperación energética en la región y fomentar la democracia y el comercio justo. Nuestros esfuerzos para promover la democracia deben incluir a Cuba. Debemos revertir las políticas del gobierno de Bush orientadas a restringir las remesas y las visitas a los familiares en Cuba, así como responder a los avances hacia la liberalización en la isla con medidas para dar fin al embargo.

Finalmente, Estados Unidos debería liderar la lucha global en contra de la pobreza, que es la base de tanta violencia. Mediante el ejemplo y la diplomacia, debemos motivar a todos los países desarrollados a cumplir con sus compromisos en el marco de los Objetivos de Desarrollo del Milenio de la ONU. Una comisión encargada de la puesta en marcha de metas de desarrollo sustentable, compuesta por líderes mundiales y expertos prominentes, debería dar recomendaciones para cumplir con tales compromisos. Estados Unidos debería liderar a los donantes para la condonación de la deuda, aumentar la ayuda a los países más pobres y concentrar los programas de ayuda en la atención sanitaria primaria y en vacunas asequibles. Deberíamos duplicar nuestra ayuda al desarrollo y alentar a otros países ricos para que hagan lo mismo. Necesitamos un Banco Mundial orientado a la reducción de la pobreza y un Fondo Monetario Internacional que tenga una visión más flexible para preservar y construir redes de seguridad social. Debemos promover acuerdos comerciales bilaterales y multilaterales equitativos que generen empleos en todos los países involucrados y que protejan a los trabajadores y al medio ambiente. Debemos estimular el uso extendido de medicamentos genéricos en los países pobres y fomentar sociedades público-privadas para reducir los costos y aumentar el acceso a medicamentos antirretrovirales contra el VIH, a tratamientos contra la malaria y a mosquiteros.

Más importante aún, Estados Unidos debería estar a la cabeza de un Plan Marshall con fondos multilaterales para Afganistán, el Medio Oriente y África. Por una pequeña fracción del costo de la guerra en Iraq, la cual nos ha ganado tantos enemigos, podríamos hacer muchos amigos. Un esfuerzo crucial en la lucha contra el terrorismo deberá ser el apoyo a la educación pública en el mundo musulmán, la cual es la mejor forma de mitigar el papel de aquellas madrazas que fomentan el extremismo. El desarrollo alivia la injusticia y la falta de oportunidades que explotan los terroristas y los amantes de la violencia.

Los desafíos que enfrentamos hoy no tienen precedente. Necesitamos aprender de los errores del gobierno de Bush y adoptar estrategias del siglo XXI para resolver los problemas de este siglo. Necesitamos ver al mundo como es en realidad para que podamos liderar a otros y hacer de él un lugar mejor y más seguro. Ésta es la nueva visión realista de una política ilustrada y eficaz para los desafíos de una nueva era: una política realista, con principios, que observe al mundo con una mirada fría pero que esté inspirada en principios fervorosos.

* Bill Richardson, gobernador del estado de Nuevo México, fue candidato a la nominación presidencial demócrata.