19 de agosto de 2008

RUSIA Y EL CÁUCASO



María Sol Peirotti

"Tengo un particular recelo y desconfianza por el hombre ruso que se hace con el poder: Quien ha sido esclavo hasta hace bien poco se convierte en un déspota desenfrenado en el momento en que se le abre la posibilidad de ser el patrón de su vecino".
Maxim Gorki.


Antecedentes históricos de Rusia en el Cáucaso

Para comenzar a comprender los intereses de Rusia en la región caucásica, es preciso analizar su entorno. La gran significación geoestratégica y económica se refiere, por un lado, a un enclave inapreciable para acceder al Asia Central. Por otra parte, la región se ubica en las cercanías del Golfo Pérsico y la cuenca del Mar Caspio, que albergan una abundante riqueza en petróleo y gas natural.

Se trata de una zona sumamente compleja. En un espacio geográfico reducido, de poco más de 300.000 km2, se encuentran tres Estados independientes (Armenia, Azerbaiján y Georgia) y siete repúblicas autónomas rusas (Adigueya, Chechenia, Daguestán, Kabardino – Balkaria, Karachevo Cherkessia, Ingushetia y Ossetia del Norte). Convive una gran diversidad étnica (casi treinta grupos étnicos distintos) y religiosa (musulmanes chiítas, sunnitas, judíos, cristianos ortodoxos y monofisitas). Existen varias disputas fronterizas y de diversa índole, basta con mencionar los casos de Abkhazia, Chechenia, Daguestán, Ossetia del Norte e Ingushetia, Ossetia del Sur y Nagorno Karabakh .

Pero, ¿cuál es el origen de tanta conflictividad? Para responder esta pregunta es preciso remontarnos unos siglos atrás en la historia:

Aproximadamente hacia el siglo VII el Islam se hizo presente en el Cáucaso más oriental. Luego, durante el siglo XIII y al amparo de la horda de oro, los mongoles pasaron a controlar el territorio ruso. El dominio mongol fue derrotado gracias a Timur y Tamerlán, que ocuparon el Cáucaso en los siglos XVI y XV, donde cobró un nuevo impulso la penetración islámica.

Los cosacos emprendieron la conquista de las estepas nórdicas desde el siglo XVI, abriendo paso a la incorporación de la región norcaucásica en el siglo XVIII dentro del Imperio Ruso por parte de Pedro el Grande en 1722, pero se necesitó un siglo y medio para consolidar el dominio. La resistencia fue encabezada entre 1785 y 1791 por el Sheik Mansur Ushurma, de procedencia chechena. La expansión rusa en el Cáucaso encontró siempre la resistencia más organizada en Chechenia y Daguestán. Entre 1824 y 1859 el Imán Shamil dirigió a los musulmanes del Norte del Cáucaso en una “yihad” contra los rusos ; usando el Islam para convertir tribus de montañeses daguestaníes y chechenas en una formidable fuerza de combate. Su ambición, frustrada por el superior poder ruso, era la de formar un Estado islámico teocrático. En 1864 y al cabo de 80 años culminaba la guerra caucasiana. El Imperio zarista impuso condiciones de vida inexorables para la población local.

La anhelada Revolución Bolchevique de 1917 despertó en el Cáucaso esperanzas de que se produjeran cambios. En mayo de 1918 se intentó crear un Estado independiente o República Socialista (la República Transcaucásica) en la zona oriental del Cáucaso, que intentaría declarar su independencia. Pero en septiembre de 1919 se constituyó el Emirato del Cáucaso Septentrional en el que participaban daguestaníes, chechenos, ossetios y kabardinos. Dos años después este Emirato fue disuelto por los bolcheviques bajo promesas de cierto grado de autonomía que, desde luego, no fueron satisfechas.

El 20 de enero de 1921, el Congreso de los Pueblos Montañeses del Cáucaso se reunió en Vladikavkaz (capital de Ossetia del Norte). Moscú envió a su Comisario del Pueblo para las Nacionalidades, Josef Stalin, para hacerles llegar la propuesta bolchevique: amnistía para los insurrectos, reconocimiento de la soberanía e independencia de los Pueblos Montañeses, proponiéndoles la creación de una única "República Soviética Autónoma de las Montañas" (Gorskaia Sovetskaia Republika) con una amplia autonomía para cada uno de sus componentes: Chechenia, Ingushetia, Ossetia y Kabardino - Balkaria; a cambio los Montañeses reconocerían al gobierno central.

Miembros de la intelligentsia comunista nativa, que habían luchado en la Guerra Civil, asumieron la dirección de la República. Este período, llamado de los padishahs, coincidente con la NEP (Nueva Política Económica), fue el período de mayor paz entre las diversas naciones caucásicas y popularidad del gobierno soviético entre los Montañeses. Sin embargo, la soberanía de esta República duró poco, ya que en 1922 se optó por su fragmentación y posterior incorporación a las estructuras territoriales de la Federación Rusa.

Por su parte, la región al sur de las montañas de esta República se convirtió en el Oblast Autónomo de Ossetia del Sur, dentro de la República Socialista Soviética de Georgia. Con respecto a Abkhazia, este territorio tuvo una breve existencia como República Socialista Soviética de Abkhazia, separada de la República Socialista Soviética de Georgia hasta 1931, cuando Stalin disuelve unilateralmente la Republica de Abkhazia como República Socialista Soviética, subordinando su status como parte integrante de Georgia, con la modalidad de República Autónoma .

Se fue liquidando la República Soviética Montañesa con la creación de seis regiones autónomas de la República Rusa: Karachevo - Cherkessia (12 de enero de 1922), Kabardino-Balkaria (16 de enero de 1922), Adigueya (27de julio de 1922), Chechenia (20 de noviembre de1922), Ingushetia (7 de julio de 1924), y Ossetia del Norte (7 de julio de 1924). Ocho años después, una nueva Constitución unificaría a estas dos últimas en una República Socialista Soviética Autónoma (en adelante RSSA) de Chechenia – Ingushetia.

En 1942, durante la Segunda Guerra Mundial, el ejército alemán llegó hasta el Cáucaso y, según sostienen algunas versiones, prometieron reconocer la soberanía de los pueblos que colaborasen con ellos. Una vez derrotado el ejército alemán, las autoridades soviéticas, con el propósito de castigar a un pueblo tradicionalmente díscolo y acusado de “traición”, en 1944 se abolió la RSSA de Chechenia – Ingushetia y se deportó al Asia Central a unas 400.000 personas (100.000 de las cuales murieron en el camino). El territorio de esta ex RSSA fue repartido entre las Repúblicas limítrofes. El territorio se convirtió, según el autor Sebastian Smith, en una “bomba étnica de tiempo” . La ingeniería étnica estaliniana se subordinaba a un objetivo: rebajar al mínimo posible el peso de las diferentes identidades nacionales .

El retorno de los deportados comenzó recién hacia 1957, con la autorización de Kruschev. La RSSA de Chechenia – Ingushetia fue restablecida ese mismo año, con un territorio ampliado hacia el norte, pero mutilado hacia el sudoeste, ya que la región de Prigorodni, antes en Ingushetia, fue otorgada a Ossetia del Norte. Las seis RSSA del Cáucaso Septentrional, tenían formalmente menos atribuciones que las Repúblicas Federadas (Georgia, Armenia y Azerbaiján). Todas estas unidades político – administrativas carecían de potestades propias en un modelo marcado por una extrema centralización. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (en adelante URSS) realizó durante todo este período una intensa penetración ideológica, dejando un muy pequeño margen para la autonomía cultural, étnica o religiosa. Cualquier oposición al régimen era completamente ilegal.

En los años de Brezhnev (1964 – 1982) se consolidaron en algunas de estas Repúblicas, instituciones propias que, aunque carentes de verdadero poder real, sirvieron luego de sustento para el asentamiento de un discurso nacional singularizado. Al amparo de estas instituciones, la URSS dejó de ser una cárcel de naciones para convertirse en el hogar caliente del nacionalismo.

En coincidencia con el gobierno de Gorbachov, y sus políticas de Perestroika y Glasnost (apertura gradual, democratización, transparencia y reformas económicas) fue posible que los pueblos comenzaran a reclamar su independencia. Poco a poco se desencadenaron numerosos conflictos internos, en virtud de estos reclamos de autonomía con bases nacionalistas a fines de los años 80’, dando como resultado final el colapso de la URSS a comienzos de la década de 1990. Tanto Georgia como Armenia y Azerbaiján adquirieron la condición de Estado Independiente. Las Repúblicas Autónomas del Norte del Cáucaso, sin embargo, conservaron su carácter subordinado a la Federación Rusa en virtud del Tratado de la Federación Rusa, en algunos casos bastante resistido (en 1990, Chechenia – Ingushetia fue una de las Repúblicas Autónomas del Cáucaso Septentrional que se declararon soberanas y reivindicaron una condición semejante a la que disfrutaban Armenia, Georgia o Azerbaiján).

Factores de valor geoestratégico presentes en el Cáucaso

A continuación serán brevemente enunciados algunos de los factores que se hacen presentes en la región del Cáucaso, causantes de los diversos “juegos de intereses” que se materializan en la zona. Posteriormente, todos ellos aparecerán en las distintas secciones del trabajo, siendo objetos de un análisis más pormenorizado.

Petróleo

Algunos geólogos especializados en temas relacionados al petróleo calculan la existencia de aproximadamente 17 mil millones de barriles de petróleo crudo en el Mar Caspio. Estas estimaciones indican que, además de los vastos depósitos de gas natural, la cuenca del Caspio también tiene hasta 200 mil millones barriles de petróleo . Otros proyectan que la totalidad de reservas de petróleo existentes en el litoral caspiano de los países de Irán, Kazajstán, Azerbaiján, Turkmenistán y Rusia, es de 25 mil millones de toneladas métricas; es decir, casi el 15% del total de las reservas petroleras del mundo (y un 50 por ciento de las reservas de gas natural) . La revalorización geoestratégica de la región, gracias a su potencial energético explica que el control de la energía y de los oleoductos constituyera la clave de la situación geoeconómica de la región del Cáucaso.

En la actualidad, coexisten las rutas del petróleo y gas del Mar Caspio que pasan por Rusia (hacia Europa a través de oleoductos y hacia el Mar Mediterráneo a través del Mar Negro, donde buques aljibes lo llevan a través del estrecho de Bósforo hasta el mar Mediterráneo) y las nuevas vías, que han comenzado a explotarse intensivamente como caminos alternativos a Rusia privándola de toda posibilidad de ganar ingresos de los derechos de uso del oleoducto y del puerto de Novorosiisk (oleoductos de Bakú – Supsa y Bakú – Tbilisi – Ceyhan o BTC).

Argumentando que la URSS descubrió los campos petrolíferos, los desarrolló y construyó los medios de transporte e infraestructura de refinamiento (por lo cual hace 100 años que controlan el petróleo del mar Caspio), los rusos han insistido en que Lukoil y Gazprom participen en el consorcio de compañías locales y occidentales que pretenden explotar estos recursos energéticos. La región es políticamente inestable y la mayor parte de las rutas del petróleo atraviesan zonas plagadas por conflictos.

Terrorismo

Rusia tiene una población de casi 20 millones de ciudadanos musulmanes. Todo suceso que pueda involucrar al fundamentalismo islámico no le resulta ajeno. Tras los atentados del 11 de septiembre, fueron difundidas numerosas versiones de que Osama bin Laden tenía frecuentes contactos con los líderes rebeldes chechenos en la región de la Garganta de Pankisi, al noreste de Georgia. Esto afecta directamente la seguridad rusa en el Norte del Cáucaso. Según los servicios secretos rusos, han elaborado una lista que menciona la presencia de al menos 11 grupos extremistas islámicos en esa zona del territorio ruso. Sin embargo veremos que, más que de terrorismo internacional, se trata de un terrorismo con base regional, con otras motivaciones.

Influencia regional

A mediados de 1993, las autoridades del Kremlin adoptaron una especie de “doctrina Monroe rusa”, reclamando un papel exclusivo en los territorios de la antigua Unión Soviética. Esto significaba que las ambiciones rusas de recobrar el control sobre el Cáucaso Meridional hacían de la independencia de territorios como Chechenia algo impensable para Rusia en términos estratégicos, políticos y geográficos.

Otra cuestión a tener en cuenta es que a partir de la caída de la URSS se ha hecho cada vez más evidente el potencial de esta región y EEUU no ha disimulado su interés por establecer una fuerte presencia en la zona. Ha logrado involucrarse en el Cáucaso ya sea en el contexto de la lucha contra el terrorismo (en Georgia), en el financiamiento de oleoductos (participación de empresas norteamericanas en el Consorcio de Operaciones de Azerbaiján) y la ayuda en la reconstrucción de infraestructura en los tres Estados del Cáucaso.

Por su parte, Turquía también aparece en la región como un contrapeso del poder ruso, una posible puerta hacia Europa y un puente hacia el vasto mundo musulmán del sur. Así, Azerbaiján y Georgia no han dudado en recurrir a Turquía para obtener ayuda. Según Brzezinzki, “es muy probable que la evolución y la orientación de Turquía sean especialmente decisivas para el futuro de los Estados caucásicos. Si Turquía sigue acercándose a Europa es muy probable que los Estados de la región pasen a girar en torno a la órbita europea, algo que desean fervientemente. Pero si la europeización de Turquía queda frenada por razones internas o externas, entonces Georgia y Azerbaiján no tendrán otra opción que la de adaptarse a los deseos rusos”.

La Unión Europea (en adelante UE) también extiende su influencia en el Cáucaso, a través del programa TACIS (Programa de Asistencia Técnica a la Comunidad de Estados Independientes), estimulando el desarrollo económico y cultural mediante la promoción de fondos en los países pertenecientes a la Comunidad de Estados Independientes (en adelante CEI). Además existe el proyecto TRACECA (Transport Corridor Europe-Caucasus- Asia), conocido también como “Ruta de la seda del siglo XXI”, un programa que forma parte de TACIS y que fue propuesto por Armenia, Georgia y Azerbaiján. Mediante este programa se pretende crear un eje de comunicación entre Occidente-Oriente, vía el Mar Negro, el Cáucaso y el Caspio.

Salida al mar

La salida al mar representa siempre una ventaja en sí misma, debido a los recursos que puede ofrecer y, sobre todo, debido a las posibilidades de transporte, con grandes repercusiones económicas. En el caso de la región caucásica, vemos una suerte de istmo entre los mares Negro y Caspio. Ambos tienen un valor importante a nivel geopolítico. El primero, dada su desembocadura al Mar Mediterráneo. El segundo, por su gran riqueza en hidrocarburos. A su vez, la delimitación del Mar Caspio es objeto de numerosas contiendas entre los Estados costeros. Por un lado existe la cuestión de si debe ser tratado como un lago o como un mar: si se lo trata como un mar, se le deberían aplicar todas las normativas que rigen el Derecho del Mar, permitiendo, además, el ingreso de otros países (Rusia, Kazajstán y Azerbaiján sostienen esta teoría, lo que causaría una división proporcional del “mar”). Si, por el contrario, se calificara al Caspio como un lago, no existirían tales obligaciones y se procedería a la división del “lago” en 5 sectores iguales (tesis de Irán y Turkmenistán).

Efecto dominó

El argumento del efecto dominó se ha empleado muchas veces como “justificación de la impracticabilidad” de la secesión chechena. Se sostiene que la ruptura de Chechenia produciría una reacción en cadena en otras repúblicas étnico - nacionales de la Federación Rusa. Este argumento se basa en la experiencia del hundimiento de la Unión Soviética, que terminó con la aparición de quince estados independientes. Quienes defienden este planteo equiparan la guerra contra el separatismo checheno con una suerte de “ataque preventivo” contra un potencial desmoronamiento de la Federación Rusa.

Por otro lado, hay quienes sostienen un argumento contrario, ya que, por ejemplo, el colapso de la Unión Soviética no se produjo por el separatismo, sino por el fracaso de una ideología, una economía centralizada y una extenuante carrera de armamentos y expansión exterior. Además, ningún otro pueblo más que el checheno ha presentado una férrea oposición a Moscú (tan absoluta que los ha llevado a la guerra dos veces). Por último, el separatismo checheno no merece gran simpatía entre la mayoría de las repúblicas rusas, para lo único que les resulta útil es para presionar al centro de la Federación, conseguir mayor autonomía y para hacer de su lealtad en la cuestión chechena moneda de cambio en sus trueques con Moscú.

Diversidad étnica

La importancia del factor étnico-territorial de raíces históricas ha sido avivado especialmente en la etapa post-soviética. A diferencia de Armenia o de Azerbaiján, ambos bastante homogéneos desde el punto de vista étnico, alrededor del 30% de los 6 millones de habitantes de Georgia son minorías. Además, esas pequeñas comunidades, cuya organización e identidad son más bien tribales, han sufrido intensamente a causa del dominio georgiano. En el Cáucaso del Norte las siete repúblicas coexisten en un desconcertante mosaico de divisiones en clanes que han combatido entre sí y a la expansión imperial rusa durante siglos. Estas comunidades caucásicas son heterogéneas, con un componente étnico bien diferenciado, tal como se puede apreciar en el mapa de los grupos étnicos del Cáucaso. El factor religioso, como veremos a continuación, no ha sido determinante en los conflictos y sólo en los últimos cinco años se ha convertido en un catalizador para los activistas más radicales.

La política exterior rusa previa a Putin

Transición de la URSS a la Federación Rusa

Los últimos meses de 1991 fueron un momento singular en la URSS. Tras el fallido golpe de Estado de agosto, se agravó el enfrentamiento entre la Federación Rusa (presidida por Boris Yeltsin) y el gobierno soviético dirigido por Mikhail Gorbachov. Yeltsin fue el encargado de destruir todo resabio soviético (comenzó desde 1991 con la abolición de la URSS, del Partido Comunista y de la KGB), aplicó una “terapia de shock” para la reestructuración económica y eliminó el Soviet Supremo en 1993.

Tras el colapso de la URSS, Rusia quedó sin una concepción clara de sus intereses nacionales, por lo que se vio forzada a crear una nueva política exterior. Mantuvo muchos elementos de la nomenklatura y su deseo de seguir siendo una gran potencia (no hubo un gran “corte” con el pasado) . Hasta 1993, la política exterior rusa se desenvolvió en el marco del “Nuevo Pensamiento Político” ideado por Mikhail Gorbachov y su entonces Ministro de Asunto Exteriores, Eduard Shevarnadze, entre 1987 y 1990. Con la llegada de lo que el presidente George Bush llamó “el nuevo orden mundial”, Yeltsin decidió suscribirse a los ideales democráticos y de los derechos humanos, no sólo para acortar la brecha existente con Occidente, sino también para insertar a Rusia en el “mundo civilizado”.

Andrei Kozyrev, el Ministro de Asuntos Exteriores de Boris Yeltsin durante sus primeros años de gobierno, hablaba de una “sociedad estratégica con Occidente”, con una economía de mercado y un sistema político democrático. A pesar de que los líderes occidentales adulaban a Rusia como si continuase siendo una gran potencia, en los hechos no la trataban así. La asistencia prometida desde Occidente nunca llegaba. Las dificultades internas eran el colapso económico, el desorden social y la confusión política. La política exterior de Kozyrev comenzó a perder popularidad a nivel doméstico, junto con la fascinación por Occidente. Comenzó a sentirse entre la población rusa y las elites políticas una gran desilusión y un fuerte sentimiento anti americano.

El idilio con Occidente comenzó a desmoronarse tras una serie de sucesos como la independencia de la República del Transdniester en Moldavia, las restricciones impuestas a los ciudadanos rusos en Estonia y Letonia, el voto ruso en el Consejo de Seguridad que imponía sanciones económicas a Serbia y las guerras civiles en Tayikistán y Georgia, hechos que ponían en manifiesto la fragilidad del “nuevo orden mundial”. Comenzó un nuevo debate en las elites del poder rusas, los “internacionalistas” (presentes en su mayoría en el Ministerio de Asuntos Exteriores, liderados por Kozyrev) y los llamados “neopatriotas” o derzhavniks (del término ruso “derzhava”, que significa gran Estado), estos últimos comandados por el Consejero de Estado, Sergei Stankevich .

El debate entre internacionalistas y derzhavniks

Los derzhavniks insistían en una activa defensa de los intereses vitales para Rusia en el “extranjero próximo”, tales como el retorno de los armamentos nucleares soviéticos a Rusia, el arreglo de disputas fronterizas y la defensa de la diáspora rusa presente en la ex URSS. Inclusive sostenían como elemento válido el uso de la fuerza en las relaciones internacionales y rechazaban de plano el apoyo incondicional a EEUU, ya que implicaba “dejar de ser una gran potencia”.

Los internacionalistas buscaban una política más conciliatoria, no intervencionista y hasta aislacionista para con el “extranjero próximo” y un apoyo a mantener cierta afinidad con EEUU en los asuntos internacionales.

Sorpresivamente, el consenso en este debate surgió rápidamente, ya que ambas posturas contribuyeron a elaborar una posición común. Para la segunda mitad de 1993, Kozyrev abandonó la “democratización radical” por un “pragmatismo post – imperial”, que tenía en cuenta los intereses nacionales de Rusia, su status como superpotencia nuclear y sus responsabilidades regionales, atemperando la corriente que pretendía restaurar una suerte de imperialismo. En la retórica rusa comenzaron a sustituirse las referencias a la “misión” de Rusia, por invocaciones al “interés nacional” ruso .

El Consenso 93

Lo que luego se dio en llamar el “Consenso – 93”, fue un memorándum elaborado por el Ministro de Asuntos Exteriores Andrei Kozyrev en enero de 1993 (Kontzeptzia vneshnei politiki Rossikoy Federatzii). En el documento se menciona que la tradición nacional de dominación y seguridad nacional y las prioridades de política exterior por encima del desarrollo económico, social y político doméstico han cambiado. A continuación, para el Kremlin, el progreso económico y la estabilización democrática emergían como los objetivos clave a los cuales se subordinaría la actividad externa del país. Se dejaban de lado los componentes “mesiánicos” (la “Tercera Roma”, el “paneslavismo”, el “socialismo internacional”), que durante siglos habían guiado la política exterior rusa.

Una nueva política exterior

El énfasis era inequívocamente doméstico. De los nueve intereses vitales identificados en el documento del Consenso 93, sólo dos se referían al mundo externo a las fronteras de la ex URSS:

- proteger los derechos de la diáspora rusa y
- asegurar una defensa confiable ante cualquier forma de amenaza externa a través del mantenimiento de una suficiente capacidad militar y también mediante la existencia de un sistema estable de relaciones internacionales.

Otros dos se referían a las relaciones con la ex URSS:

- estrechar los lazos con estas Repúblicas y
- proteger a la población rusoparlante presente en ellas.

El resto de los intereses vitales se referían a asegurar la integridad territorial, mantener la estabilidad y fortalecer el orden constitucional, superar las crisis domésticas a través de reformas políticas y socioeconómicas, asegurar un progreso estable y una mejor calidad de vida. El espacio post – soviético fue declarado como el área más importante para la política exterior y de seguridad rusa. Esta área fue definida por Kozyrev como un “espacio geopolítico sui generis, al cual nadie más que Rusia podría pacificar”.

Reformas de Primakov

En enero de 1996, Kozyrev fue reemplazado por Yevgeny Primakov. Sus credenciales soviéticas eran útiles para aplacar a los comunistas y nacionalistas, además del hecho de que intentaba no aislar a nadie. No cambió la política exterior de un modo drástico, aunque logró una síntesis entre un antiamericanismo extremo y un enfoque pro Occidental idealista. La doctrina de política exterior que emergió con él mencionaba que Rusia era:

- una superpotencia regional: Definida el área de la CEI como prioritaria para Rusia, fue gradualmente desapareciendo la división tajante entre internacionalistas y derzhavniks, convirtiéndose casi todos los integrantes de las elites políticas en derzhavniks. Rusia posee intereses vitales en su “extranjero próximo” y para preservarlos recurrirá a todos los medios que sean necesarios, incluyendo la fuerza. Mencionando algunos de los intereses vitales de Rusia en la región, vemos:

- evitar que otros Estados “dominen” el territorio de la ex URSS,
- asegurar un acceso irrestricto a los recursos estratégicos,
- prevenir enfrentamientos locales y conflictos a gran escala en la CEI,
- asegurar el respeto de los ciudadanos rusos en los países de la región. Politización de la diáspora rusa en la CEI (25 millones de rusos).

Se trataba de evitar el deterioro de la posición geoestratégica de Rusia en el espacio post- soviético. Las vías para mejorar esta posición eran variadas, desde el recurso defensivo (contra las hostilidades, como por ejemplo de los fundamentalistas islámicos), la intervención a favor de facciones secesionistas (en el caso de Georgia, con Abkhazia y Ossetia del Sur) además de la labor de mantenimiento de paz e inclusive el boicot económico. Lo importante era mantener el predominio ruso, explotando las debilidades de los nuevos Estados, con gran intervención y desestabilización de los mismos.

- una gran potencia mundial, en condiciones de establecer una asociación en términos de igualdad y beneficios mutuos con Occidente, no de subordinación. Inició una etapa de apartamiento de EEUU en algunos asuntos de política exterior como Irak, Bosnia y Kosovo, el conflicto árabe – israelí, Irán y Cuba. Sin embargo siempre buscaba un equilibrio para no llegar a la confrontación directa, teniendo en cuenta la dependencia rusa de financiación extranjera. Rusia buscaba su inserción internacional en un mundo “multipolar”.

- y una superpotencia nuclear; y como signo inequívoco de ello, podemos señalar que en mayo de 1997, el Secretario del Consejo de Seguridad, Ivan Rybkin, anunció la modificación de la doctrina nuclear rusa, incorporando el concepto del “primer uso”, es decir, la posibilidad de utilizar armas nucleares en respuesta a un ataque convencional.

Primakov tomaba como ejemplo a Aleksandr Gorchakov, el Ministro de Asuntos Exteriores del Zar Aleksandr II, quien, tras la derrota en Crimea en 1856, optó por una modesta pero vigorosa política exterior centrada en la recuperación de Rusia y la prioridad del desarrollo interno.

Sus dos objetivos principales eran: consolidar la presencia de Moscú en la ex URSS y adaptar la política exterior a los intereses económicos. Primakov decía que “la soberanía de las Repúblicas de la CEI no debe ser puesta en duda”, aunque esto no significa que Rusia no desee tener un rol central en esta región, su “área de influencia” .

El liderazgo de Yeltsin era bastante discutible en un contexto de debilidad institucional, económica y militar. Cada vez con mayor intensidad, la elite económica se manifestó por el internacionalismo y la occidentalización. Rusia comenzó a buscar su accesión a la Organización Mundial de Comercio (OMC). En el camino, se encontró con algunos reveses, como la ampliación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (en adelante OTAN), que, como premio consuelo para Rusia devino en la firma de la Russia – NATO Founding Act. El Primer Ministro Chernomyrdin dijo que “la expansión de la OTAN hacia el Este será muy bien compensada por la expansión de gazprom hacia el Oeste”.

La sucesión del Primer Ministro

Rusia fue sacudida por una nueva ola de inestabilidad política, ilustrada con la secuencia de cambios de gabinete entre marzo de 1998 y agosto de 1999. El 23 de marzo el Primer Ministro Viktor Chernomyrdin, que había ocupado el cargo durante cuatro años (desde 1994), fue abruptamente reemplazado por Sergei Kiriyenko, un reformista de 35 años. Debido a la crisis económica desatada por la devaluación del rublo, Kiriyenko fue destituido el 23 de agosto por Boris Yeltsin, quien intentó nombrar nuevamente a Chernomyrdin, pero el parlamento se lo impidió, rechazando dos veces su designación. Como consecuencia, el 10 de septiembre Yeltsin nombró primer ministro a Yevgeny Primakov, hasta entonces Ministro de Asuntos Exteriores.

El 12 de mayo de 1999 Yeltsin separó de su cargo a Primakov, nombrando en su lugar al hasta entonces Ministro del Interior Sergei Stepashin. Supuestamente, Primakov fue depuesto por su lentitud en el proceso de implantar reformas de mercado. Y el 9 de agosto, Stepashin fue despedido sin que se explicitaran los motivos, nombrándose en su lugar a Vladimir Putin, entonces Jefe del Servicio Federal de Seguridad (FSB), la agencia sucesora de la KGB . A partir del 31 de diciembre de 1999, Putin asume como presidente interino y, finalmente, como presidente electo a partir del 26 de marzo del 2000.

La política de Yeltsin en relación a la región del Cáucaso

La política exterior de Yeltsin se vio muy afectada por los sucesos acaecidos en la periferia de Rusia. La independencia de algunos Estados provocó malestar al sur del país, en especial en el Cáucaso y Asia Central. El reconocimiento de eventuales independencias debía reservarse a las quince Repúblicas Federadas Soviéticas de forma tal que quedasen excluidos ciertos territorios que, como Chechenia – Ingushetia, tenían un rango político inferior.

Rusia y sus repúblicas caucásicas: Yeltsin mostraba escaso respeto por las potestades de repúblicas y regiones. A partir de 1991 se vio una voluntad de control por parte del centro moscovita. La fiebre en la era de Yeltsin de conseguir “tantas rebanadas de soberanía como pueda uno digerir” se produjo en gran medida no por la disposición a la secesión de las regiones, sino por el caos post-soviético en Moscú . Yeltsin nombró a representantes presidenciales (en las diferentes estructuras territoriales) encargados de garantizar la compatibilidad entre la legislación local y la estatal. Les otorgó la potestad de destituir a funcionarios que mostrasen oposición al presidente. Se procedió además a designar a jefes de administración llamados a actuar como auténticos gobernadores regionales. El objetivo era controlar y descabezar oposiciones. La Constitución era muy ambigua en la delimitación de las atribuciones respectivas del centro y de los poderes republicanos y regionales.

Por otro lado, Yeltsin garantizó que las Repúblicas conservarían potestades claramente superiores a las de las regiones. En algunos casos como el de Tatarstán, la Federación Rusa accedió a negociar controversiales acuerdos en el marco de un “federalismo asimétrico" . En casos como este, las autoridades republicanas asumían derechos y facultades formalmente negados por la Constitución Federal. Sin embargo, con otras se Repúblicas se mantenía una total intransigencia a la hora de negociar. Tal era el caso checheno. La política nacional rusa apuntaba de forma cada vez más clara a una centralización, diferenciándose poco de sus antecedentes soviéticos.

Hacia diciembre de 1994, en vísperas de la primera intervención en Chechenia, las características del entorno ruso se visualizaban de la siguiente manera:

1) Comenzaba a adquirir cada vez más importancia el discurso imperial, de devolverle a Rusia su antiguo esplendor.

2) El recurso a un procedimiento que consistía en buscar enemigos externos con el fin de que la población olvidara sus cotidianos y reales problemas económicos y sociales. En palabras de Mairbek Vachagayev “si los combates cesasen, ¿de qué se hablaría en Rusia? Del paro, de la pobreza, del sida, de los oligarcas que desafían al Kremlin… Las guerras de Chechenia desvían la atención de la opinión pública rusa” .

3) Yeltsin intentaba reforzar en el Cáucaso una frontera sustentada en una alianza con tres territorios cristianos: Armenia, Georgia y las dos Ossetias.

4) Era preciso prevenir una potencial difusión del ejemplo checheno a todo el Cáucaso Norte y dejar en claro a qué debía enfrentarse quien decidiese imitar el ejemplo checheno. Yeltsin confiaba en un rápido éxito militar y una cómoda victoria política en unas nuevas elecciones presidenciales. A ello se sumaron las promesas del Ministro de Defensa Pavel Grachev de que el conflicto sería solamente una expedición “punitiva”. Sin embargo, también hay que tener en cuenta que durante los tres primeros años del proceso de independencia checheno, ningún agente de la Federación Rusa optó por seguir un camino semejante.

Desde 1994, con una derrota en Chechenia y la emergencia de un régimen oligárquico y corrupto, Rusia ingresó en una etapa de entropía, con una sociedad aún paternalista, una economía en ruinas, desindustrializada y sin reformas; una federación descentralizada pero insostenible y una política pluralista pero liberal. Hacia fines de 1996, el fracaso de la campaña contra Chechenia debilitó los impulsos “agresivos” de Rusia. Esto se reflejó en marzo de 1997, donde luego de la recuperación de Yeltsin tras una cirugía cardiaca, comenzó a ascender una postura más moderada, para la cual la desmilitarización de los conflictos en el extranjero próximo era crucial. Rusia comenzó a poner fin a todos los enfrentamientos y disputas armadas en Moldavia, Tayikistán, Georgia y Nagorno Karabakh.

Rusia y su “Extranjero Próximo” en el Cáucaso

El rol de Rusia hacia el sur es producto de dos características, según el autor Rajan Menon: proximidad y asimetría. Dada su cercanía, Rusia no puede ignorar el Cáucaso. Como los países ubicados en esta región son débiles, Rusia aprovecha para ejercer una gran influencia en ellos y permanece en esta región casi por un “reflejo” imperialista, además la oportunidad de aprovechar la explotación de los recursos energéticos locales. La Rusia post- soviética se ha comportado de una forma inflexible insistiendo con las bases militares en Georgia a cambio de ayudarla a recuperar el control de su propio territorio, o contribuyendo en Azerbaiján a destituir a dirigentes que no gozaban de la aprobación de Moscú. Sin embargo, aunque discutiblemente, podemos decir que Rusia también ha tenido un rol pacificador en el Cáucaso, a la hora de detener enfrentamientos que, de otro modo, hubieran continuado. Sin embargo, Rusia ya no busca gobernar directamente los países de la región, como lo hizo en el período zarista. El analista Peter Toft, sostiene que las estrategias de Rusia en la región del Cáucaso han sido desde siempre el soborno, el dividir y reinar y la cooperación económica.

La política de Putin para Rusia

El rápido ascenso de Vladimir Putin al poder ha sido motivo de numerosos análisis por parte de diferentes autores. Esta cuestión no será objeto de estudio en este trabajo, aunque sí resulta de interés mencionar que pasó de ser casi un total desconocido para la sociedad rusa en el momento que asumió como Primer Ministro (el 9 de agosto de 1999) y que gradualmente fue adquiriendo mayor popularidad, disparado este factor con la segunda intervención en Chechenia a fines del mismo año. En el espacio de tres meses la popularidad de Putin subió de menos de 2 por ciento a 29 por ciento .

Es preciso reconocer que la tenacidad política y la popularidad de Putin se manifestó fundamentalmente en un incentivo que puede movilizar a los rusos: el nacionalismo. Putin ha hecho lo imposible por revivir el nacionalismo ruso, unir una nación fragmentada y forjar una representación de su persona como la “encarnación” y el portavoz del interés nacional ruso.

La campaña chechena fue decisiva y hasta podría mencionarse como uno de los mayores intentos por detener la disgregación de la Federación Rusa. Es un episodio recurrente de la historia que los líderes políticos recurran a la exaltación orgullo nacional para evitar que el pueblo focalice su atención en los problemas reales. Sin embargo el presidente Putin, a partir de la experiencia en Chechenia, debió hacer frente a un segundo problema, que está mucho más cerca del interés nacional ruso: “colocar a Rusia en igual condición que Occidente y que el país retome su grandeza internacional. Putin está preparado para actuar como un nacionalista ruso, pero no está totalmente preparado a romper relaciones con Occidente” .

En el transcurso de los años 90’, Rusia descubrió que debía pasar de “diseñar el mundo” a “adaptarse al medio exterior”. Putin asumió la misión de adaptar las prácticas globales a las condiciones rusas. Putin ve a Rusia como una potencia mundial y su política no es pro – occidental, sino pro – rusa. Como en el judo , no enfrenta a un enemigo abrumador, sino que usa su fuerza para ventaja propia.

Prioridades a nivel doméstico

- Prioridades económicas: Se han agregado algunas prioridades a nivel económico para potencial el rol de Rusia como potencia: duplicación del PBI en 10 años, entrada a la OMC (como medio para acceder a los mercados globales), modernización estructural, control de la producción y transporte de hidrocarburos en la zona de la CEI. Según el autor Dmitri Trenin, Rusia tiende a depender más del capital doméstico que del exterior . Putin plantea que el modelo económico no tiene alternativa a la economía de mercado y que existe la necesidad de corregir el curso político y económico, no por medio de reformas radicales o cataclismos que el país ya no podrá soportar, sino por medio de métodos evolutivos graduales y prudentes. Para ello, propicia una cierta intervención estatal en la economía a la hora de “dirigir el capital”. Por último, es preciso mencionar que el actual crecimiento económico de Rusia está sostenido en los altos precios del petróleo, más que en las reformas económicas. Podríamos decir que Rusia padece la “enfermedad holandesa”, de adicción a las exportaciones de petróleo, dado que la suba experimentada por los precios internacionales del crudo permitió que el país (exportador neto de esta materia prima energética) recibiese un caudal inesperado de divisas fuertes y pudiese reducir su dependencia con el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. Hoy Rusia ha conseguido sobrepasar a Arabia Saudita como el mayor exportador de petróleo.

- Preservar la integridad territorial y la seguridad interna: Dos aspectos críticos que son parte de una política de Estado, más que una innovación de Putin. El mantenimiento de la mayor seguridad del país, la preservación y el fortalecimiento de su soberanía e integridad territorial están mencionados textualmente en el “Concepto de la política exterior de la Federación Rusa”, aprobado por Putin en el año 2000.

Prioridades a nivel externo

- Participación en instituciones internacionales: Rusia intenta moldear su política exterior en términos de las instituciones internacionales como Naciones Unidas y la Organización Mundial del Comercio (aún no ha conseguido una accesión plena). Con respecto a Europa, Rusia busca constantemente la cooperación en el marco de la OTAN, la Unión Europea, el Consejo de Europa y la OSCE. En el contexto asiático, la inserción que busca Rusia se ve reflejada en su participación en la Organización de la Cooperación de Shanghai (OCS) y su Tratado de Seguridad Colectiva, además de la Cumbre Rusia – ASEAN y las reuniones del Foro de Cooperación Asia - Pacífico (APEC). Durante el año 2006 Rusia presidirá el Grupo de los Ocho países más industrializados (G8), el Comité de Ministros del Consejo de Europa, la Organización para la Cooperación Económica del Mar Negro y el Consejo Ártico. Es importante mencionar que durante el año 2005 Rusia adquirió el status de observador el la Organización para la Conferencia Islámica (OCI).

- Resolución de conflictos internacionales: Recurso utilizado como un medio para adquirir protagonismo internacional como potencia. La diplomacia pública es crítica para la política exterior de Putin, además de la proyección de una imagen de ”normalidad” y estabilidad. A pesar de las críticas hacia el giro autoritario que ha tenido la segunda administración de Putin, ha logrado mantener una alta popularidad entre la población rusa y un alto perfil en las negociaciones internacionales sobre distintos temas (negociaciones con Hamas, con Irán, etc.).

- Concepción de sociedades “estratégicas”: Rusia ha conducido su política exterior sobre la base de algunas alianzas clave y estratégicas con las mayores potencias. Es una tradición de la política exterior rusa la preferencia por mantener las negociaciones a nivel bilateral (a pesar de la retórica multilateral). Putin lo menciona en su “Concepto de Política Exterior” en referencia a la “Responsabilidad de Rusia por el mantenimiento de la seguridad en el mundo, tanto a nivel global como regional, supone el desarrollo y complementariedad de la actividad de política exterior en base bilateral y multilateral ”.

- Relación con EEUU: Putin utilizó la Guerra Global contra el terrorismo como una oportunidad para realinear su país con Occidente. Hoy Putin intenta sustentar un equilibrio entre la cooperación en asuntos de seguridad y la competencia por mantener la influencia en Asia Central y el Cáucaso.

- Cooperación económica con Europa: Tendencia a profundizar los lazos económicos, sobre todo en la cuestión energética y la expansión de Gazprom hacia el Oeste. Aquí se repite la tendencia bilateral, ya que Putin prefiere negociar con cada uno de los países de la UE en lugar de negociar como bloque.

- Prudencia con respecto al mundo musulmán: Rusia buscará el delicado equilibrio entre la mediación y el apoyo. Esto se ha visto reflejado a través del diálogo con Hamas y su aceptación en carácter de observador en el marco de la OCI.

Prioridades a nivel de seguridad

- Combatir el terrorismo: Esta cuestión le permite a Putin asumir un rol de líder a nivel internacional a través de una cooperación multilateral y a su vez sirve como argumento para el intervencionismo de Moscú en la ex URSS y Chechenia. Existe cierta primacía de las cuestiones de seguridad; además de la lucha contra el terrorismo, aparecen la resolución de conflictos internacionales, la no proliferación de armas nucleares y el control estratégico de armamentos.

- Priorizar la importancia geopolítica de la CEI: Putin mantiene una mentalidad casi “patrimonial” con respecto a la ex URSS. Existe inquietud a raíz de la presencia de EEUU en Asia Central y Georgia. Rusia intenta cooptar a estos Estados través de acuerdos de seguridad en el seno de la CEI o a nivel bilateral, donde la relación de fuerzas es completamente desigual. En el “Concepto de la política exterior de la Federación Rusa”, se menciona la “formación de un cinturón de buena vecindad a lo largo de las fronteras rusas, la contribución a la eliminación de existentes focos de tensión y prevención de nuevos focos potenciales en las regiones adyacentes a la Federación Rusa”.

En otro párrafo del mismo documento se alude al hecho de “hacer corresponder la colaboración multilateral y bilateral con los estados-partícipes de la Comunidad de Estados Independientes (CEI) a las tareas de la seguridad nacional del país es dirección prioritaria de la política exterior de Rusia”. Por último, en el “Concepto de Seguridad Nacional” también elaborado por el Presidente Vladimir Putin, llama la atención la siguiente frase: “Tendrán importancia prioritaria los esfuerzos conjuntos para resolver los conflictos en los Estados miembros de la CEI, el desarrollo de la colaboración en el área político-militar y de la seguridad, especialmente en la lucha contra el terrorismo internacional y el extremismo. En el Cáucaso y la región del Caspio, Rusia se dispone a llevar un curso concretamente dirigido hacia su transformación en una zona de paz, estabilidad y buena vecindad, lo que deberá contribuir al avance de los intereses económicos rusos, incluyendo en la cuestión de la selección de rutas para importantes flujos de productos fuentes de energía”.

- Defender a los ciudadanos rusos: “La defensa por todos los medios de los derechos e intereses de los ciudadanos rusos y de los compatriotas en el extranjero”, es otra de las consignas mencionadas en el “Concepto de la Política Exterior”.

Vladimir Putin y los países del Cáucaso

Una de las mayores prioridades de la política exterior rusa son las antiguas repúblicas ex soviéticas del Cáucaso y la zona del Mar Caspio. En este aspecto es posible observar una primera diferencia de la política exterior de Putin con la de Boris Yeltsin hacia el llamado “extranjero próximo”. La innovación consiste en que la política de Putin hacia los países de la región se ha vuelto más activa, con el objeto de determinar cuáles son los países con los que cuenta Rusia y con cuáles no.

En abril de 1999, un grupo de países formado por Georgia, Ucrania, Uzbekistán y Azerbaiján (el llamado Grupo GUUAM) comenzó a encabezar una acción conjunta dentro de la CEI, para contrarrestar el papel hegemónico de Rusia en la organización. Por primera vez esto se manifestó en el marco de una cumbre presidida por el presidente Yeltsin que terminó en fracaso, cuando los presidentes de los países de la CEI no pudieron ponerse de acuerdo acerca de una declaración conjunta dirigida al conflicto de Yugoslavia, en franca confrontación con Rusia.

A diferencia de Yeltsin, Putin no tolera la provocación y falta de cooperación de las ex repúblicas soviéticas. El actual presidente está dispuesto a evitar que los Estados Miembros continúen socavando a la CEI y al predominio de Rusia. Por ello, sus designios con respecto a la cumbre del 24 de enero de 2000 de la CEI, fueron los de consolidar y darle coherencia a la organización. Luego esta cumbre, el 10 de marzo de 2000, Putin dio un anticipo de lo que sería la estrategia de Rusia hacia la CEI.

Bajo la consigna de tomar medidas para combatir el terrorismo en la región, los Ministros del Interior de los Estados Miembros de la CEI mantuvieron una reunión de emergencia en Moscú. Aunque el encuentro produjo pocos resultados concretos, Rusia dejó en claro su nueva estrategia y sus ambiciones de poder en la CEI. Allí, Putin recalcó en la persistencia del terrorismo especialmente en Asia Central y el Cáucaso. Como muestra de lo que comenzaría a manifestarse en los hechos, aparecían los discursos de septiembre de 1999, en los que Putin por primera vez empleó términos como “antiterrorismo” para legitimar el accionar en Daguestán.

A su vez, en el marco de las instituciones de la CEI, los Ministros de Defensa junto con Putin, comenzaron a discutir los posibles esfuerzos conjuntos, resultando en la formación de un Centro Antiterrorista, encabezado y financiado por Rusia, que tendría un programa que permitiría a las unidades del FSB ruso vigilar en los países de la CEI “cuando sea necesario”.

El temor hacia una eventual acción fundamentalista islámica ha logrado cohesionar a la CEI. En esas circunstancias se ha enunciado la llamada “Doctrina Ivanov” (en honor a su autor, el Ministro de Asuntos Exteriores Igor Ivanov) que sostiene el uso preventivo de la fuerza militar ante amenazas terroristas.

Asimismo, la política de Putin hacia los Estados de la CEI no se limita solamente al “hard power”. Al nivel de “soft power”, Rusia funciona como una suerte de imán económico para los países de la CEI y a cambio les demanda una cierta “lealtad política”. Esta lealtad se expresaría en términos de la participación en las estructuras de seguridad creadas por Moscú y la eliminación de la influencia de cualquier Estado ajeno a esta Comunidad (EEUU, UE, Turquía o Irán). Para los países de la CEI, soberanía e independencia significan más que nada independencia de Rusia y muchos consideran a la CEI como un “mal necesario”, dada su alta dependencia para con Rusia en el ámbito económico.

Particularizando en los tres Estados independientes ubicados en el Cáucaso, verificamos la existencia de un tradicional aliado de Rusia, Armenia; y de dos Estados “rebeldes”, pero que, a su vez, moderan esta rebeldía porque también dependen de Rusia. Ellos son Georgia y Azerbaiján.

Armenia se ha valido de la CEI como una forma de obtener asistencia militar rusa. A pesar de su ferviente deseo de consolidar su independencia, aún depende intensamente del apoyo militar ruso contra Azerbaiján en el conflicto de Nagorno-Karabakh. Sólo en Armenia se mantiene una estructura política e institucional relativamente estable. A pesar de los estrechos vínculos con Rusia, este país tiene fuertes lazos con EEUU, como se detallará más adelante, ya que es uno de los pocos países beneficiarios de la Millenium Challenge Account.

Los dos Estados más “obstinados” del Cáucaso, Azerbaiján y Georgia no sólo son jugadores geoestratégicos importantes sino también, en palabras de Brzezinski, “pivotes geopolíticos” y sus propias situaciones internas tienen una importancia crucial para el destino de la región . Su importancia radica en la posesión de hidrocarburos en el caso de Azerbaiján y de una posición estratégica (como puente entre Rusia y el mundo islámico y como ruta de oleoductos y gasoductos hacia Occidente) en el caso de Georgia. Como mencionamos anteriormente, ambos pertenecen al Grupo GUUAM, que intenta contrapesar la influencia rusa en la CEI. En este ámbito, los dos decidieron salir del Pacto de Seguridad Colectiva de la CEI. Además han intentado por varios medios aliarse a Occidente y a Turquía (como otra vía de acceso a Occidente en caso de que se convierta en miembro de la UE). Han sostenido numerosas reuniones desde el año 2000 con Turquía, donde los temas van desde los conductos petroleros (como el Bakú- Ceyhan o BTC, cuya ruta evade el territorio ruso y llega al puerto turco de Ceyhan sirviendo como símbolo de “independencia” de estas naciones) hasta el propuesto Pacto para la Estabilidad del Cáucaso.

Sin embargo, no todo es indocilidad, ya que Azerbaiján y Georgia (cuyas fronteras colindan con Daguestán y Chechenia, respectivamente) han admitido estar alarmados con la posibilidad de que el Islam radical se disemine en su propio territorio y han accedido a incrementar la cooperación militar, tecnológica y política con Rusia . Además, ambos Estados han sufrido diversos golpes de estado y los nuevos grupos dominantes mantienen regímenes políticos con una estabilidad altamente cuestionable.

Azerbaiján en particular, es para Rusia una meta de alta prioridad. Su sumisión sería altamente útil para aislar a Asia Central de Occidente y en especial de Turquía. Sin embargo, la estrategia rusa contradice las pretensiones de las élites políticas locales, que no estarán dispuestas a ceder fácilmente los poderes y prerrogativas que han obtenido junto con la independencia. Es muy evidente que Rusia se empeña en combinar una variedad de palos y zanahorias que van desde ofertas de ayuda militar a interrupciones en el suministro de gas. Moscú ha intentado alejar a este país de EEUU y de Turquía. Azerbaiján ha rechazado las peticiones rusas para establecer bases militares en su territorio y también ha rechazado las demandas rusas para que construir un único oleoducto dirigido al puerto ruso del Mar Negro (Novorosiisk), optando en lugar de ello por construir el BTC.

Georgia, representa un desafío en el Cáucaso. Rusia ha adoptado una campaña diseñada para sabotear su rol emergente, fomentando las tendencias separatistas dentro de las regiones autónomas de Georgia, como Ossetia del Sur y Abkhazia, y “intentando sabotear el oleoducto BTC”. En contra de los anhelos georgianos, Putin dejó en claro, que los miembros de la CEI no podrían ingresar a la OTAN, apoyar a los rebeldes chechenos o formar alianzas alternativas entre sí, como la alianza GUUAM. Georgia insiste en ser tratada como una nación independiente, separada de la CEI, por lo cual proclamó ser prooccidental y ya ha empezado a buscar la membresía de la OTAN. Mikhail Saakashvili, quien fuere electo presidente de Georgia durante la “Revolución de las Rosas” en noviembre de 2003, ha comenzado una campaña radical que apunta a integrar a su país en Occidente lo más rápido posible. Con respecto a Georgia predomina mayoritariamente una estrategia de boicot (el caso de la provisión energética rusa) y de “divide y reinarás” (fomento al secesionismo abkhazio y ossetio).

LA RECONSTRUCCIÓN DE ESTADOS DÉBILES


Stuart Eizenstat, John Edward Porter y Jeremy Weinstein

Estado crítico

"La reconstrucción posterior a conflictos" se ha convertido en el tema en boga de la política exterior en Washington. Múltiples estudios de grupos de expertos, una nueva oficina del Departamento de Estado y no menos de 10 iniciativas del Congreso han abordado el tema. Esta intensa actividad para rectificar una deficiencia que data de hace tiempo es algo que debe ser bienvenido: los recientes esfuerzos encabezados por Estados Unidos en Afganistán e Irak han evidenciado que la planificación, el financiamiento, la coordinación y la ejecución de los programas estadounidenses de reconstrucción de estados desgarrados por la guerra son lamentablemente inadecuados.

Pero la estrechez de miras en cuanto a la situación posterior a conflictos pasa por alto un punto importante: existe una crisis de gobernabilidad en gran número de estados débiles y depauperados, y dicha crisis plantea una grave amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. La arquitectura de la política exterior estadounidense tuvo como objeto de su creación las amenazas de los enemigos del siglo XX, cuyo potencial de peligro radica en su fuerza. Hoy, sin embargo, el peligro más delicado para la nación consiste en la fragilidad de otros países: el tipo de debilidad que permitió que la producción de opio se disparara en Afganistán, que floreciera el tráfico de armas pequeñas en toda Asia Central, y que Al Qaeda se aprovechara de Somalia y Pakistán como escenarios para la ejecución de ataques.

El terrorismo, los conflictos armados y la inestabilidad regional están incrementándose en todo el mundo en vías de desarrollo, y sus repercusiones no sólo se resentirán en el nivel local. Es inevitable que los estados frágiles e ingobernables, así como el caos que fomentan, dañarán la seguridad de Estados Unidos y la economía global que sustenta la prosperidad de este país. Sin embargo, Estados Unidos está haciendo poco para reaccionar frente a esta tormenta en ciernes. De hecho, con frecuencia los esfuerzos de reconstrucción de naciones realizados por Washington -- algunos de ellos bien intencionados y otros que ignoran las implicaciones de largo plazo para el desarrollo y la estabilidad -- han desgastado la legitimidad y la capacidad de los estados que se proponían ayudar.

Estados Unidos necesita una nueva y completa estrategia que revierta esta tendencia y retrase la oleada de violencia, las crisis que ponen en peligro las vidas humanas y los levantamientos sociales que imperan en los países en vías de desarrollo de Afganistán a Zimbabwe: y que podrían abarcar al resto del mundo. Una estrategia eficaz de cuatro frentes consistirá en concentrarse en un planteamiento sobre prevención de crisis, respuesta rápida, toma de decisiones centralizadas de Estados Unidos y cooperación internacional.

Ante todo, un plan de tal alcance debe reconocer que las raíces de la crisis de los estados débiles, y cualquier esperanza de una solución de largo plazo, radican en el desarrollo: promover instituciones estables y que rindan cuentas en las naciones en lucha: instituciones que cumplan las necesidades del pueblo, y que las habilite para mejorar sus medios de vida en forma legal, no desesperada. Washington debe reconocer que los países débiles e ingobernables presentan un desafío que no puede resolverse sólo por los medios de la seguridad; sencillamente Estados Unidos no puede convertirse en el policía de todas las naciones en que pueda acechar algún peligro. Así, la construcción de estados no es un mero acto de caridad, sino una inversión inteligente en la propia seguridad y estabilidad de Estados Unidos.

Un desarrollo así de profundo y amplio requerirá que Washington recree y dé nuevo vigor no sólo a su política exterior sino también a sus instituciones. Los estados débiles y sin gobernabilidad plantean una amenaza en el siglo XXI que debe enfrentarse con una operación modernizada y centralizada propia del siglo XXI. En los últimos dos años, las autoridades estadounidenses se han concentrado en perfeccionar la defensa y la inteligencia internas con miras a lograr la seguridad nacional. Ese mismo interés exige hoy que se reconstruyan las instituciones de la política exterior y de desarrollo de Estados Unidos, como ocurrió hace 50 años para encarar la Guerra Fría.

El hecho sorprendente pero obvio es que el desarrollo en muchos de los llamados países en desarrollo, sencillamente, no se está dando, y tal estancamiento pone en peligro a Estados Unidos. No será fácil transformar estados débiles en estados eficaces. Pero ello es un gran reto cuyo precio deberá pagar Estados Unidos dado el papel extraordinario que ha asumido en el planeta.

La naturaleza de la bestia

Los términos "débil", "en vías de la ingobernabilidad" e "ingobernables" son imprecisos al grado del desaliento. Por ejemplo, el que un país sea pobre no lo hace necesariamente "débil". De las más de 70 naciones de ingresos bajos del mundo, alrededor de 50 de ellas -- si se excluyen naciones hostiles bien armadas como Corea del Norte -- son débiles de un modo que constituyen una amenaza para la seguridad estadounidense e internacional. La debilidad de esos estados puede medirse según intervalos en tres funciones críticas que ejecutan los gobiernos de estados claramente fuertes: la seguridad, la provisión de servicios básicos y la protección de las libertades ciudadanas esenciales. Estados "ingobernables" -- Angola, la República Democrática del Congo, Haití, Liberia, Somalia y Sudán, por ejemplo -- no cumplen ninguna de estas funciones. Pero incluso estados "débiles", que pueden faltar en una o dos de estas áreas, pueden ser una amenaza para los intereses estadounidenses

La tarea más básica de un estado es proporcionar la seguridad al mantener el monopolio del uso de la fuerza, protegerse contra amenazas internas y externas y preservar la soberanía sobre el territorio. Si un gobierno no puede garantizar la seguridad, grupos armados rebeldes o actores no estatales criminales pueden valerse de la violencia para sacar provecho de la "brecha de seguridad", como en Haití, Nepal y Somalia.

Un gobierno también debe ofrecer servicios básicos como educación y atención de la salud a sus ciudadanos. La incapacidad de hacerlo crea una "brecha de capacidades", que puede provocar una pérdida de la confianza pública y luego, tal vez, una revuelta política. En muchos entornos, la brecha de capacidades coexiste con una brecha de seguridad, o incluso surge de esta última. En Afganistán y la República Democrática del Congo, por ejemplo, segmentos de la población están separados de sus gobiernos debido a la inseguridad endémica. Y en el Irak posterior al conflicto, existen brechas de capacidades críticas a pesar de la riqueza relativa y la importancia estratégica del país.

Finalmente, para fomentar su legitimidad un gobierno necesita proteger los derechos y las libertades básicas de su pueblo, garantizar el estado de derecho y permitir una amplia participación en los procesos políticos. Intervenir para ayudar a corregir la "brecha de legitimidad" de un estado débil puede ser una labor arriesgada y hasta polémica. A menudo, el respeto a la soberanía nacional y el mantenimiento de la estabilidad pasan por encima del deseo de promover la democracia. Por añadidura, es muy difícil influir en los regímenes autocráticos, como son el de Robert Mugabe en Zimbabwe y la junta militar en Myanmar. Pero el avance de la inestabilidad en esos países pone de relieve por qué no pueden cerrarse los ojos ante tal desafío.

Dar seguridad a 50 estados débiles o ingobernables puede parecer una tarea desalentadora, y hasta agobiante, pero necesaria. En el mundo globalizado, los estados débiles son una amenaza a Estados Unidos, la estabilidad regional y la seguridad internacional de muchas maneras. Lugares como Uzbekistán y Sudán son sumamente atractivos para las organizaciones ilícitas internacionales que se especializan en todo, desde el terrorismo al narcotráfico y a otro tipo de delincuencia organizada. Esos actores no estatales se aprovechan de las fronteras porosas y de las economías subterráneas para establecer bases operativas de las cuales obtener financiamiento, reclutar soldados y planear ataques. Y dadas las frágiles estructuras de gobernación, incluso potencias regionales importantes como Indonesia y Pakistán están lejos de ser inmunes: las regiones fronterizas de Pakistán son prácticamente anárquicas y pueden ser refugio de Osama bin Laden, y la organización afín a Al Qaeda, Jemaah Islamiyah, se ha arraigado en Indonesia.

Además, la violencia, las epidemias y las crisis de refugiados que asuelan naciones en descomposición a menudo se derraman hacia los países vecinos y desestabilizan regiones enteras. Liberia ofrece quizás el ejemplo más conocido. Antes de que fuera finalmente desalojado, Charles Taylor se aprovechó del vacío de poder creado por la inexistencia de un aparato estatal para establecer un régimen avaricioso e incitar una serie de conflictos en toda África Occidental.

Aunque a menudo las implicaciones económicas de la fragilidad estatal no son atendidas en lo necesario, muchos países volátiles también controlan los recursos naturales vitales para otras naciones. Nigeria es uno de los 10 principales exportadores de crudo a Estados Unidos. En septiembre, cuando los cabecillas rebeldes en el delta del Níger, rico en petróleo, declararon que iniciarían una "guerra sin cuartel contra el estado nigeriano", la inestabilidad contribuyó a elevar los precios mundiales del combustible a más de 50 dólares por barril.

Ninguna de estas amenazas es un fenómeno reciente, y Estados Unidos ha tratado de contrarrestarlas desde hace mucho. Desafortunadamente, a menudo los compromisos pasados con estados vacilantes produjeron resultados que no sólo fueron negativos, sino que arrojaron exactamente lo opuesto a lo esperado. Por ejemplo, tras el fracaso de las intervenciones de Estados Unidos y de las Naciones Unidas en Somalia en 1992-1993, el país se desintegró en un anárquico campo de batalla entre jefes de partidos militares en lucha. Una investigación de las Naciones Unidas sobre los recientes ataques terroristas en Kenia documentó la facilidad con que los militantes utilizaron Somalia como zona de paso y vía de escape de estas operaciones.

Antes de adaptar su política exterior, Washington debe examinar y aprender de estos intentos -- y fracasos -- anteriores en la asistencia, el desarrollo y la estabilización de los estados ingobernables o débiles. Se pueden cosechar cuatro enseñanzas esenciales. Primero, el dinero no basta para comprar una gobernabilidad eficaz. Durante el punto culminante de la Guerra Fría, la ayuda externa estadounidense llenó las arcas de dictadores como Mobutu Sese Seko, de Zaire, y Muhammed Zia ul-Haq, de Pakistán. Esta ayuda garantizó su cooperación en la lucha contra el comunismo, pero poco hizo por promover el desarrollo de las bases más amplias. El fortalecimiento de la gobernabilidad requiere mucho más que la mera transferencia de dinero en efectivo. También depende de la capacidad de un estado para proteger sus fronteras, ofrecer los servicios públicos esenciales y garantizar los derechos humanos básicos a su pueblo. La transparencia -- en la toma de decisiones de un gobierno en desarrollo, su asignación de fondos presupuestarios y su administración del estado de derecho -- también debe ser promovida. Estas metas definieron el apoyo estadounidense a El Salvador y Nicaragua a principios de la década de 1990; hoy, a más de 10 años de distancia, ambas naciones están negociando tratados de libre comercio con Washington, signo inequívoco de avance.

Una segunda lección es que Washington no puede simplemente evitar o esperar dejar de tratar con las élites locales, pues son sus acciones, no las de Estados Unidos, las que fortalecerán o debilitarán las instituciones. Ni el aislamiento ni la indulgencia por sí solos pueden afectar en un grado significativo la posición de una élite. Los dirigentes cada vez más autoritarios de Asia Central, por ejemplo, encuentran poca necesidad de responder a las duras palabras para adelantar reformas, sobre todo porque esas palabras se han visto acompañadas de nuevas e incondicionales instilaciones de ayuda, además de visitas de apoyo de funcionarios estadounidenses de alta jerarquía. Tales acercamientos sin visión clara tienen costos potenciales. En cambio, la política exterior estadounidense debe emplear una mezcla dinámica y sofisticada de incentivos y sanciones para atraerse y obligar a las élites, y al mismo tiempo trabajar en expandir la participación pública en el proceso político.

En tercer lugar, al utilizar medidas de corto plazo para resolver crisis complejas, Estados Unidos debe tener el cuidado de no agravar la situación o de crear nuevos problemas. La trágica historia de Afganistán nos recuerda con claridad esta lección: después de ayudar a la resistencia afgana a expulsar a los invasores soviéticos hace más de 10 años, Estados Unidos se mantuvo al margen -- debido a la fatiga del donador y a una mala evaluación de las implicaciones -- mientras las facciones de los mujaidines entraron en mutuo conflicto. La cruenta guerra civil consumió Afganistán, lo que permitió que los talibanes y Al Qaeda tomaran el control del gobierno. Las armas entregadas a los mujaidines para pelear contra los soviéticos se utilizaron contra los soldados estadounidenses en la Guerra de Afganistán después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. En su intento de terminar rápidamente los conflictos en el extranjero, las autoridades deben evitar plantar las semillas de la inestabilidad futura.

Por último, las autoridades estadounidenses deben ser francas en cuanto a la naturaleza de largo plazo de la tarea de construcción de estados. Esto puede parecer políticamente inaceptable, pero no hay excusas para no lanzar compromisos limitados en países enredados en el caos político y económico. Si Estados Unidos no puede sostener su compromiso, sería mejor que no interviniera de ningún modo.

De aquí hacia allá

El gobierno de Bush ha empezado a reconocer la importancia de alentar la democracia y la transparencia en los países en vías de desarrollo con su iniciativa de desarrollo distintiva, la Cuenta del Desafío del Milenio (MCA, por sus siglas en inglés). Aunque la MCA es un experimento audaz, que representa una pieza clave de un amplio programa de ayuda exterior estadounidense, no logra llegar directamente a las naciones que constituyen el mayor riesgo a la seguridad de Estados Unidos.

En vez de distribuir la ayuda para incitar las reformas en los estados débiles -- como los planes de desarrollo en el pasado -- , la MCA sólo se refiere a "países con buen desempeño" como Ghana, Mongolia y Senegal, que "gobiernan con justicia, invierten en su pueblo y estimulan la libertad económica". La MCA no toma en cuenta a países que, por definición, carecen de seguridad, capacidades y legitimidad; en otras palabras, justamente los estados agobiados por la pobreza y asolados por las enfermedades que más amenazan a los intereses de Estados Unidos en el exterior.

Pero cerrar las tres "brechas de capacidades" que infestan a los estados débiles requerirá más que incrementos en la ayuda. Una estrategia amplia de construcción de estados debe basarse en el espectro completo de herramientas con que cuenta el arsenal de la política exterior de Washington, que contempla la política comercial, el alivio de la deuda, la asistencia para la seguridad y la diplomacia. Estados Unidos debe estar preparado también para endurecerse, sea con sanciones o la fuerza militar cuando sea necesario, para promover el desarrollo.

Washington necesita una estrategia más audaz y amplia que vaya más allá de la MCA, una estrategia que se enfoque en mitigar los peligros de los "países con bajo desempeño" utilizando todos los medios disponibles. Este plan total necesita identificar rápidamente los estados de alto riesgo, responder a las amenazas inmediatas, así como poner en marcha y mantener intervenciones de largo plazo. El desarrollo no puede considerarse tan sólo como la búsqueda de propósitos estratégicos diversos; él mismo debe convertirse en un imperativo estratégico. Una vez que así sea, debe continuarse con cuatro iniciativas fundamentales: invertir en la prevención del derrumbe de los estados, aprovechar las oportunidades de la transición política y gubernamental en los estados débiles, renovar las instituciones estadounidenses para que puedan encarar los retos de desarrollo del futuro, y persuadir a los aliados y las organizaciones internacionales a que ayuden a Estados Unidos.

Más que un ápice

El mejor modo de evitar la ingobernabilidad de un estado es prevenirla, y el mejor modo de prevenirla es brindar un apoyo de amplia base al crecimiento económico. De acuerdo con el Banco Mundial, los países de bajos ingresos son unas 15 veces más susceptibles a los conflictos internacionales que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Ayudar a las naciones pobres a estabilizar y diversificar sus economías -- habilitándolas para combatir la pobreza y satisfacer las expectativas populares -- debe ser un aspecto vital de los esfuerzos estadounidenses para reducir en forma significativa el riesgo de un derrumbe estatal total.

La expansión del comercio mundial es el modo más seguro de fortalecer a las economías estancadas. Para tal fin, Washington tendrá que poner en marcha con vigor el reciente marco acuerdo de la Ronda Doha de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio e implementar un nuevo marco para reducir los subsidios agrícolas. Las controversias comerciales agrícolas, que en repetidas ocasiones han amenazado con descarrilar las negociaciones, deben ser resueltas. Al mismo tiempo, Estados Unidos debe dar acceso en forma unilateral a sus mercados a los países pobres mediante iniciativas como la Ley de Crecimiento y Oportunidades Africanas. William Cline, del Centro para el Desarrollo Global, considera que el libre comercio mundial podría ayudar a 500 millones de personas a salir de la pobreza, con la inyección de 200 mil millones de dólares al año en las naciones en vías de desarrollo.

Si se implementa correctamente, el alivio de la deuda también sería un beneficio importante para las naciones en desarrollo. Los ministros de finanzas del grupo G-8 de los estados más industrializados más Rusia siguen analizando cómo reforzar el marco actual para aliviar la deuda de los países pobres más endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés), posiblemente hasta en un 100%. Éste es un principio importante, pero es sólo un principio. A pesar de las proyecciones que van en contrario, los países hoy inscritos en el programa HIPC no están escapándose de las cargas de deuda insostenibles. El G-8 deberá incrementar el alivio a la deuda para asegurar que sus efectos sean duraderos, no sólo paliativos. Y Estados Unidos deberá animar a otros a expandir la elegibilidad para el alivio de la deuda a todos los países de bajos ingresos, no sólo a los HIPC. Para prevenir que haya más brotes de deuda insostenible, el Banco Mundial debe emitir más donaciones en vez de préstamos, medida por la que Washington ya ha presionado.

El derrumbe de los estados también puede prevenirse ayudando a los estados débiles a reformar sus fuerzas de seguridad. Las restricciones del Congreso y su apegada interpretación evitan que muchos de los organismos gubernamentales de Estados Unidos usen fondos para asesorar, capacitar o respaldar la política exterior y las fuerzas militares, a menos que se trate de circunstancias excepcionales. Por supuesto, Estados Unidos debe seguir prohibiendo el compromiso con fuerzas que violen los derechos humanos de los ciudadanos. Pero las restricciones actuales a menudo obstaculizan los esfuerzos estadounidenses de mejorar las fuerzas de seguridad en el exterior. En la Sierra Leona posbélica, por ejemplo, las reglas dominantes evitaron que el gobierno estadounidense proporcionara asistencia alimentaria a los ex combatientes en los campamentos de desarme, que eran, cosa segura, el mejor lugar para ellos. El reforzamiento de la capacidad de un estado débil para vigilar su territorio es un elemento crucial para la construcción de un estado; las leyes estadounidenses que abaten la reforma del sector seguridad deben reconfigurarse.

Cuando la oportunidad llama a la puerta

Aunque la anticipación y la disuasión de la ingobernabilidad de un estado han de ser la meta superior de la política exterior estadounidense, la prevención nunca será perfectamente suficiente. Estados Unidos debe ser capaz de reaccionar con rapidez y eficacia a las crisis en territorios extranjeros, en especial donde los dirigentes locales pueden restablecer el orden con ayuda oportuna. Las transiciones -- de la dictadura a la democracia, de las revueltas a la paz -- ofrecen oportunidades de corta duración para fortalecer a los estados débiles e impedir que caigan en el caos. Para aprovechar estas oportunidades, Washington deberá establecer un conjunto de "capacidades de equilibrio" que ofrezca a las autoridades una lista de cursos de acción inmediatos no militares.

El financiamiento, comprometido rápida y estratégicamente, es la piedra angular de cualquier estrategia de respuesta rápida. Una de las razones fundamentales del éxito militar estadounidense en su respuesta a las urgencias es su casi ilimitada provisión de fondos de contingencia. Las agencias de desarrollo de Estados Unidos carecen de una capacidad comparable. El Congreso debería dar al presidente un fondo "de país en transición" para financiar reconstrucciones imprevistas u operaciones de mantenimiento de la paz. El gobierno de Bush ha propuesto, y el Congreso está considerando su adopción, un fondo de contingencia, por un total de 100 millones de dólares, que se agotaría fácilmente en un solo desastre. De hecho, Estados Unidos gasta ahora más de 200 millones de dólares tan sólo en la reconstrucción de Liberia. Para contrarrestar en forma realista los peligros del mundo moderno, el Congreso deberá otorgar al presidente un fondo de urgencia de restitución de al menos mil millones de dólares, cuyo uso será discrecional.

Pero la respuesta eficaz y rápida no es sólo cuestión de recursos financieros, como demostró la estancada reconstrucción de Irak, en lo que se ha gastado menos de un cuarto de los 18500 millones de dólares asignados por el Congreso. Estados Unidos necesita crear una unidad coherente de respuesta rápida, un plantel centralizado de expertos de varias agencias ocupados en la construcción de estados -- considerando en ello el estado de derecho, la gobernabilidad y las reformas económicas -- , con entrenamiento para colaborar y ser capaces de ponerse en operación con rapidez, libres de las trabas de la inercia burocrática, en los lugares de crisis. En la actualidad hay grupos aislados de conocimientos especializados dispersos en todo Washington, con poca coordinación entre sí. A últimas fechas el gobierno de Bush estableció la oficina del coordinador para la reconstrucción y estabilización en el Departamento de Estado con una plana de 25 personas, lo cual es otro ejemplo de un buen primer paso que podría ser insuficiente. Para coordinar los esfuerzos entre dependencias, esta nueva entidad necesita el tipo de recursos, personal y autoridad que muestre un verdadero cambio. De no ser así, pasará a ocupar un lugar en el cementerio, equivalente a otra capa de la burocracia gubernamental.

Por supuesto, cuando fallan otras formas de intervención, estabilizar un estado débil o ingobernable puede requerir la fuerza militar externa. Pero Estados Unidos no puede ni debe garantizar la seguridad del mundo por sí solo. Por fortuna, potencias regionales como Nigeria y Brasil, así como organizaciones como la Unión Africana (UA) y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, han mostrado una mayor disposición a adquirir alguna responsabilidad en cuanto a tener disturbios en sus regiones. Considérese, por ejemplo, el despliegue de tropas de la UA en la región del Darfur en Sudán. Pero como también ha demostrado Darfur, las tropas regionales sólo se pueden movilizar si cuentan con capacidades logísticas y de transportación adecuadas. Washington debe estar preparado para ofrecer a sus aliados y a las organizaciones regionales el apoyo político y operativo que necesitan para la acción militar preventiva y las misiones de pacificación, como empezó a hacer en Darfur. En un mundo que espera que Estados Unidos tome la iniciativa en cuanto a la seguridad global, ésta es la única alternativa que queda a los estadounidenses para mantener esa carga por sí solos.

Cambio de programa

Cualquier política, sin importar lo bien concebida que sea, depende de adecuadas instituciones de gobierno para ponerla en operación. Como están las cosas, los programas estadounidenses de desarrollo están dispersos entre más de una docena de dependencias, retrasados por múltiples capas de burocracia, prioridades en conflicto y escasez de capital político.

Para reformar su arquitectura institucional, Estados Unidos debe empezar por sustituir la Ley de Ayuda Exterior (Foreign Assistance Act, FAA), la legislación que rige para todos los programas de ayuda al extranjero y que hoy es una de las más bizantinas en los libros. Promulgada en 1961 y actualizada de forma ad hoc en las últimas cuatro décadas, los mandatos sobrepuestos de la FAA y su mezcla de restricciones la hacen compleja y confusa. Si las instituciones han de cumplir sus tareas, deben funcionar siguiendo un nuevo conjunto de pautas creadas para la era moderna, no para la Guerra Fría.

Como parte central de este nuevo mandato legislativo, el gobierno necesita establecer una dependencia de nivel ministerial que daría a los temas del desarrollo una sola y fuerte voz, que corrija el actual desorden burocrático. Dicha dependencia coordinaría las acciones del enmarañado pulpo de entidades que hoy proporciona ayuda exterior. Establecería un solo presupuesto para el desarrollo e integraría las estrategias estadounidenses de construcción de estados para los diversos países y regiones. Y en vez de hacer crecer el gobierno, el nuevo departamento ministerial comprendería a las organizaciones ya existentes, como la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), la Corporación del Desafío del Milenio (MCC, por sus siglas en inglés) y algunos de los programas de ayuda exterior dirigidos por los departamentos de Estado, del Tesoro, de Defensa, de Salud y Servicios Humanos, y de Agricultura.

La dependencia ministerial propuesta va en contra de las actuales tendencias de la política estadounidense para el desarrollo, pero esas tendencias no hacen lo suficiente para garantizar la seguridad de Estados Unidos. La MCC, que se encarga de la Cuenta del Desafío del Milenio, se creó explícitamente fuera de la burocracia existente a fin de mantenerla al margen de la multitud de restricciones que encara USAID. Pero sin una dirección estratégicamente centralizada, los esfuerzos estadounidenses en materia de desarrollo seguirán quedando fuera de los debates sobre política comercial, seguridad y asuntos diplomáticos. Y, lo que es más importante, carecerán de la autoridad política de alto nivel que requieren.

Sin embargo, con todo lo crítico que ha de ser este paso, una nueva dependencia no puede revertir por sí sola décadas de olvido estadounidense de los programas civiles de desarrollo. La dependencia necesitará fuertes socios en el Departamento de Estado, un nuevo grupo de aliados en la Casa Blanca y suficientes recursos de inteligencia para presionar a su favor. El Consejo Nacional de Seguridad deberá establecer una nueva directiva de alerta temprana, encargada de tener bajo su vigilancia las crisis de corto plazo y de poner en acción una respuesta rápida. Como parte de los esfuerzos de Washington por reformar su sistema de inteligencia, la comunidad de inteligencia debe dar más vigor a su cobertura del mundo en vías de desarrollo, así como aprovechar los conocimientos que ya tienen otras dependencias de gobierno, organizaciones no gubernamentales y el sector académico.

En colaboración

Por último, Estados Unidos debe apalancar su prominente posición en la escena global para convencer a sus aliados a ayudarle a combatir la debilidad de los estados, sirviéndose, idealmente, de las instituciones internacionales. Desde luego, las naciones en desarrollo tienen la responsabilidad principal de fortalecer sus instituciones de gobierno. Pero son los países vecinos y las potencias regionales las que padecen más las consecuencias del derrumbe de los estados. Y en virtud de su condición preponderante y de su poder -- y por supuesto, por sus propios intereses -- , las potencias más importantes tienen la obligación de promover la seguridad y el crecimiento económico en todo el mundo.

En fechas recientes, el G-8 parece haber abrazado su papel en la imagen más grande, al ahondar en los temas de conflicto, pobreza, seguridad y desarrollo. Sus miembros han encabezado las respuestas internacionales a la ingobernabilidad y la inestabilidad de los estados: Estados Unidos tomó la iniciativa en Afganistán, Francia en la República Democrática del Congo y el Reino Unido en Sierra Leona. Dirigido por el primer ministro Tony Blair, el Reino Unido, que será anfitrión de la cumbre del G-8 este año, ha mostrado su interés en atender los problemas que acosan al desarrollo en África y las naciones más apremiadas. En la cumbre, los estados miembro del G-8 deberán dar la mayor prioridad a sus compromisos con el acceso a los mercados, mayores flujos de ayuda y un alivio más profundo de deuda a los países más pobres.

Pero para ofrecer soluciones duraderas a los problemas de los estados débiles, los gobiernos de los principales países en desarrollo deben desempeñar un amplio papel en el diseño y la realización de las nuevas estrategias. Como prueba, basta con que consideremos las respuestas internacionales radicalmente diferentes a la Nueva Sociedad para el Desarrollo de África, emprendida en escala local y que fue adoptada, y la Iniciativa Ampliada para el Medio Oriente de la administración Bush, que no se adoptó. Si se reconfigura, el G-20 -- organismo económico formado por los miembros del G-8 e importantes mercados emergentes como Arabia Saudita, Brasil, India, Indonesia y Sudáfrica -- podría representar un papel vital en la consecución de un consenso en una diversidad de muy difíciles temas políticos y de seguridad. El G-20 ya se ha establecido como una voz cantante en la política económica global, y si cuenta con un elevado perfil también podría atender asuntos políticos y de seguridad.

Junto con sus socios del G-8 y del G-20, Estados Unidos debe apoyar a las Naciones Unidas y al Banco Mundial, los cuales, en muchos sentidos, han avanzado mucho más en la creación de estrategias y herramientas innovadoras para comprometerse con los estados débiles. Por lo regular, las organizaciones regionales e internacionales trabajan en las primeras líneas de los problemas globales más acuciantes, y Estados Unidos ha de volver a invertir en estas organizaciones. El informe del Grupo de Expertos de Alto Nivel de la ONU sobre Amenazas, Retos y Cambio -- dedicado en buena parte a los desafíos emergentes de seguridad de este siglo -- podría constituir el punto de partida para la renovación de los esfuerzos multilaterales en el mundo en vías de desarrollo.

Más allá de la política

Esta estrategia no es la promesa de una panacea. Más bien, su propósito es mejorar la capacidad del gobierno estadounidense para la construcción de estados, fortalecer la determinación internacional para ayudar a las naciones débiles, prevenir las crisis antes de que ocurran y responder con rapidez y eficacia cuando ellas se presenten. La promoción del crecimiento económico, la construcción de gobiernos legítimos y la creación de fuerzas policiacas y militares exigen mucho más que una respuesta simple.

Pero nada de ello se dará sin compromisos fundamentales de parte del gobierno estadounidense. Desde el Plan Marshall y las instituciones de Bretton Woods al Departamento de Seguridad Interna, los dirigentes de Estados Unidos han mostrado una notable capacidad de responder a crisis con soluciones innovadoras. Al parecer, los republicanos y los demócratas están de acuerdo en que la construcción de estados es un reto crítico de seguridad de esta era, pero no han llegado a un consenso en cuanto a cómo lograrla. La tarea exige una importante capacidad de dirección del presidente y eliminar la política partidista que actualmente retrasa la acción del gobierno.

Estados Unidos no debe conformarse en una época en que su propia seguridad se ve amenazada por la debilidad de otros estados. Washington debe enfrentar los problemas del desarrollo de los estados que hoy marchan titubeantes, antes de que se vuelvan ingobernables y se conviertan en amenazas intratables. Si toma la conducción de reforma de la achacosa política y las instituciones para el desarrollo y atiende a las causas primordiales del deterioro de los estados, el gobierno de Estados Unidos, junto con sus socios de los mundos desarrollados y en vías de desarrollo, puede configurar un futuro de gobernación más fuerte y legítimo, y un orden mundial más estable.

OBJETIVO: TEHERÁN


Kenneth Pollack y Ray Takeyh

El inexorable reloj

Mientras Estados Unidos lucha por resolver la problemática reconstrucción de Irak, la siguiente gran crisis de seguridad nacional ya se cierne sobre Washington. Investigadores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés) han descubierto que Irán trata de adquirir la capacidad de enriquecer uranio y aislar plutonio, actividades que le permitirían preparar material fisionable para hacer armas nucleares. Las revelaciones sobre el intenso programa secreto de Irán han convencido incluso a los titubeantes europeos de que el propósito último de Teherán es adquirir las armas o, al menos, la capacidad de producirlas cuando así lo quiera.

Aún queda por resolver si Estados Unidos podría aprender a coexistir con un Irán nuclearizado. Desde la muerte del ayatollah Ruhollah Khomeini en 1989, el comportamiento de Teherán ha transmitido algunos mensajes muy confusos a Washington. Los mullahs han continuado definiendo su política exterior en oposición a Estados Unidos y a menudo han recurrido a métodos belicosos para obtener sus objetivos. Han intentado socavar a los gobiernos de Arabia Saudita y otros aliados de Estados Unidos; han entablado una inflexible campaña terrorista contra el proceso de paz Israel-palestinos gestionado por Estados Unidos, y hasta han patrocinado al menos un atentado directo contra Estados Unidos, al atacar con bombas las Torres de Khobar -- un complejo habitacional repleto de soldados estadounidenses -- en Arabia Saudita en 1996. Aunque Teherán ha sido agresivo, antiestadounidense y asesino, su conducta no ha sido ni irracional ni precipitada. Ha calibrado sus acciones con cuidado, mostrado contención cuando los riesgos eran elevados y dado marcha atrás cuando se perfilaban penosas consecuencias. Tales cálculos permiten pensar que Estados Unidos podría, probablemente, disuadir a Irán incluso antes de que franqueara el umbral nuclear.

Sin embargo, no hay ninguna duda de que Estados Unidos, Medio Oriente y quizás el resto del mundo estarían mejor si no tuvieran que vérselas con un Irán nuclear. La parte difícil, desde luego, es asegurarse de que Teherán nunca llegue a tal punto. Parece haber hecho progresos considerables en muchos aspectos de su programa nuclear, gracias a la amplia asistencia de alemanes, chinos, paquistaníes, rusos y quizá norcoreanos. El régimen clerical iraní ha mostrado su disposición a tolerar considerables sacrificios para lograr sus objetivos más importantes.

Sin embargo, hay razones para pensar que aún puede cambiarse el rumbo de Teherán, si Washington saca provecho de los puntos vulnerables del régimen. Si bien la dirigencia de línea dura de Irán ha mantenido una notable unidad de propósitos ante los desafiantes reformistas, se encuentra muy fragmentada en cuanto a los temas clave de política exterior, entre ellos la importancia del armamento nuclear. En un lado del espectro están los que se apegan a la línea dura, los "duros", quienes menosprecian las consideraciones económicas y diplomáticas y ponen las preocupaciones de seguridad de Irán por encima de todas las demás. En el extremo opuesto están los pragmáticos, quienes creen que arreglar la deficiente economía iraní debe superar todo lo demás si es que el régimen clerical ha de conservar el poder en el largo plazo. Entre estos campos oscilan muchos de los más poderosos mediadores iraníes, que preferirían no tener que escoger entre las bombas y los medios de subsistencia.

Esta división ofrece una oportunidad a Estados Unidos, y a sus aliados en Europa y Asia, para fraguar una nueva estrategia que desaliente la búsqueda de armas nucleares de Irán. Occidente debería usar su influencia económica para apoyar a los pragmáticos, quienes podrían entonces llevar a un ritmo más lento, limitar o postergar el programa nuclear de Teherán a cambio de comercio, ayuda e inversión que tanto necesita Irán. Sólo si los mullahs reconocen que tienen una opción rigurosa -- tener armas nucleares o una economía saludable, pero no ambas cosas -- podrían abandonar sus sueños nucleares. Con las crecientes aspiraciones nucleares de Irán, Estados Unidos y sus aliados tienen ahora la oportunidad de presentar a Irán un ultimátum.

La gran división

El bloque conservador de Irán está saturado de facciones y contradicciones. Pero mientras los reformistas y los conservadores difieren en cuanto a los asuntos internos, las divisiones dentro de la facción conservadora se relacionan con aspectos críticos de la política exterior. Los ardientes defensores de la revolución islámica lanzada por el ayatollah Khomeini en 1979 todavía controlan el poder judicial, el Consejo de Guardianes (el perro guardián de la constitución) y otras poderosas instituciones, así como grupos coercitivos clave como los Guardias Revolucionarios y las bandas ciudadanas de vigilancia islámicas del Ansar-e-Hezbollah. Los "duros" se consideran los más fervorosos discípulos de Khomeini y piensan que la revolución es menos una rebelión antimonárquica que un continuo levantamiento contra las fuerzas que otrora sostuvieron la presencia estadounidense en Irán: el imperialismo occidental, el sionismo y el despotismo árabe. El ayatollah Mahmood Hashemi Shahroudi, jefe del poder judicial, dijo en 2001: "Nuestros intereses nacionales corresponden a la enemistad con el Gran Satán. Condenamos cualquier postura cobarde hacia Estados Unidos y cualquier palabra de compromiso con el Gran Satán". Para ideólogos como él, el aislamiento internacional es el precio necesario de la afirmación revolucionaria.

Los pragmáticos entre los herederos de Khomeini creen que la supervivencia del régimen depende de un rumbo internacional más juicioso. Gracias a ellos, Irán siguió siendo un protagonista en el mercado global de energéticos incluso durante su mayor fervor revolucionario. Hoy, esos realistas gravitan en torno al influyente ex presidente Hashemi Rafsanjani y ocupan posiciones importantes en todo el sistema de seguridad nacional. Una de las principales figuras del grupo, Muhammad Javad Larijani, que fuera legislador, sostiene: "No deberíamos tener lo que llamo una testaruda política hacia el mundo". En cambio, los conservadores pragmáticos han intentado hacer acuerdos económicos y de seguridad con potencias extranjeras como China, la Unión Europea y Rusia. En respuesta al derrocamiento por parte de Estados Unidos de dos regímenes de la periferia iraní -- en Afganistán y en Irak -- , adoptaron una postura precavida pero moderada. Amonestando a sus hermanos más radicales, Rafsanjani, por ejemplo, advirtió: "Estamos encarando a un gobierno estadounidense cruel y poderoso, y tenemos que ser cuidadosos y estar alerta".

En un tenor semejante, el tema de Irak también está fracturando el régimen teocrático. Según los reaccionarios de Irán, la misión ideológica de la República Islámica exige que la revolución se exporte a su vecino árabe fundamental (y de mayoría chiíta). Tal acción no sólo establecería la continuación de la importancia de la visión islámica original de Irán, sino que también obtendría un aliado decisivo para un Teherán cada vez más aislado. En contraste, la posición de los realistas de Teherán está condicionada por las exigencias del Estado-nación y sus necesidades de estabilidad. Para este grupo, la tarea más importante por hacer es evitar que las agudas tensiones religiosas y étnicas de Irak entren en Irán. Incitar los levantamientos chiítas, enviar escuadrones suicidas y provocar confrontaciones innecesarias con Estados Unidos de poco puede servir a los intereses iraníes en un momento en que sus propios problemas internos se agudizan. En consecuencia, la dirigencia de Teherán con mayor respaldo público casi siempre ha animado a los grupos chiítas a participar en la reconstrucción, no a obstruir los esfuerzos estadounidenses, y a hacer todo lo posible para evitar la guerra civil. Los "duros", por su parte, han obtenido la autorización de ofrecer alguna ayuda al Ejército Mahdi de Muqtada al-Sadr y otros grupos chiítas consagrados al rechazo.

Oscilante entre los dos campos está el supremo dirigente religioso de Irán, el ayatollah Seyed Ali Khamenei. Como ideólogo principal de la teocracia, comparte las convicciones revolucionarias de los "duros" y sus impulsos de confrontación. Pero como cabeza del Estado, debe salvaguardar los intereses nacionales de Irán y moderar la ideología con el arte de gobernar. En sus 16 años como dirigente supremo, Kahmenei ha intentado equilibrar a los ideólogos y a los realistas, facultando a ambas facciones a prevenir que alguna de ellas alcance una influencia preponderante. Sin embargo, a últimas fechas, la cambiante topografía política de Medio Oriente lo ha hecho ceder un tanto. Con el imperium estadounidense asechando en las fronteras de Irán, Khamenei, uno de los pensadores más belicistas de su país, se ha visto forzado a inclinarse hacia los pragmáticos en algunos temas.

La carta nuclear

Más que cualquier otro tema, la búsqueda de armas nucleares ha agravado las tensiones dentro del orden clerical de Irán. En general, la élite teocrática está de acuerdo en que Irán debería mantener un programa de investigación nuclear que, a la postre, le permitiría construir una bomba. Después de todo, ahora que Washington ha mostrado su disposición a llevar a la práctica su provocadora doctrina de la prevención militar, la aspiración de Irán de contar con armas nucleares tiene una lógica estratégica. Y Teherán no puede ser responsabilizado del todo por buscarlas con tanto empeño. Cuando el gobierno de Bush invadió Irak, que aún no estaba nuclearizado, y evitó utilizar la fuerza contra Corea del Norte, que sí lo estaba, los iraníes llegaron a considerar las armas nucleares como la única disuasión viable ante la acción militar estadounidense.

Aunque los dirigentes iraníes están de acuerdo en cuanto al valor estratégico de un firme programa nuclear, están divididos en la fuerza que debería tener. Los ideólogos conservadores presionan por una salida nuclear a pesar de la opinión internacional, y los realistas conservadores sostienen que el mejor modo de servir a los intereses de Irán es la contención. Los ideólogos, que consideran inevitable un conflicto con Estados Unidos, creen que la única manera de garantizar la supervivencia de la República Islámica -- y sus ideales -- es otorgándole una capacidad nuclear independiente. Ali Akbar Nateq-Nuri, candidato presidencial conservador en 1997 y ahora influyente asesor de Khamenei, rechazó las recientes negociaciones de Teherán con los europeos, señalando que: "Por fortuna, las encuestas de opinión muestran que de 75 a 80% de los iraníes quieren resistir y continuar nuestro programa y rechazar la humillación". En la cosmología de esos partidarios de la línea dura, las armas nucleares no sólo tienen valor estratégico, sino también capital político nacional. Los conservadores iraníes ven en su desafío al Gran Satán un medio de movilización de la opinión nacionalista en que descansa una revolución que gradualmente ha perdido su legitimidad popular.

En contraste, los realistas clericales advierten que, si Irán está bajo intenso escrutinio internacional, cualquier acto de provocación por parte de Irán conduciría a otros estados a abrazar el planteamiento punitivo de Washington y a aislar aún más al régimen teocrático. En una entrevista de 2002, el pragmático ministro de Defensa, Ali Shamkhani, advirtió que la "existencia de armas nucleares nos convertirá en una amenaza a otros que podrían aprovecharla de un modo peligroso para perjudicar nuestras relaciones con los países de la región". La dimensión económica de la diplomacia nuclear también impulsa a los pragmáticos hacia la moderación, pues una débil economía iraní mal puede habérselas con la imposición de sanciones multilaterales. "Si hay conflictos internos y externos, el capital extranjero no fluirá al país", señaló Rafsanjani. "De hecho, tales conflictos provocarán la fuga de capitales de este país."

¡Estúpido!, hablamos de economía

A pesar de sus abundantes recursos, Irán sigue padeciendo tasas de inflación y de desempleo de dos dígitos. Cada año entra al mercado laboral un millón de jóvenes iraníes, pero la economía produce menos de la mitad de esos empleos. La propensión de los clérigos hacia la centralización ha engendrado una economía de dirección ineficiente con una abultada burocracia. Los grandes subsidios a artículos básicos, como trigo y gasolina, gastan decenas de miles de millones de dólares pero hacen poco por aliviar la pobreza. Fundaciones importantes que son filantrópicas sólo nominalmente monopolizan sectores clave de la economía, al operar con escasas competencia, regulación o imposición tributaria. Las ineficientes empresas estatales desangran el presupuesto gubernamental, y un amplio mercado semilegal de entidades comerciales ha surgido de los ministerios del gobierno. El reciente incremento de los precios del petróleo no es una solución de largo plazo para las penurias de Irán; los errores de la economía van mucho más lejos. Veinticinco años después de que la revolución iraní se comprometió a realizar una sociedad más justa, la República Islámica ha engendrado una economía que beneficia sólo a un grupo elitista de clérigos y sus compinches y asfixia a la empresa privada.

La reforma es posible, pero requeriría rematar las empresas públicas y dar marcha atrás en los onerosos subsidios gubernamentales. La élite clerical de Irán está demasiado implicada en arreglos corruptos y teme mucho perder sus prerrogativas como para aprobar medidas que alterarían fundamentalmente la estructura de la economía. Un intenso programa de privatización desataría el malestar popular, cosa que desalentaría el emprendimiento de reformas. Cualquier intento de reestructurar el sector público agravaría una crisis de desempleo ya de sí enardecida. Es improbable que el reaccionario Consejo de Guardianes tolere la privatización de sectores clave como la industria bancaria, pues tales medidas van contra la constitución de Irán. Y con una campaña seria contra la corrupción se perderían los restantes leales al régimen.

Los tecnócratas de Irán reconocen los apuros cada vez más profundos del país. Muhammad Khazai, ministro suplente de Economía y Finanzas, ha admitido que Irán necesitará 20000 millones de dólares de inversión anual por los próximos cinco años si pretende ofrecer empleos suficientes a sus ciudadanos. La industria petrolera -- el alma de la economía iraní -- tiene ante sí un reto aún más atemorizante. La Compañía Nacional de Petróleos de Irán estima que se necesitan 70000 millones de dólares en los próximos 10 años para modernizar la ruinosa infraestructura del país y confía en que compañías petroleras extranjeras y mercados de capitales internacionales ofrezcan tres cuartos de esas enormes inversiones. Dada la incapacidad de la élite clerical de reformar la economía, las inversiones extranjeras se han vuelto decisivas para la restauración económica de Irán. Khazai insiste: "Deberíamos pensar en atraer inversiones extranjeras y preparar el terreno para la entrada de capital foráneo".

Algunos funcionarios han llegado a sugerir que las dificultades económicas de Irán no pueden remediarse si Teherán mantiene su tensa relación con Estados Unidos. El exasperado jefe de la Organización de Administración y Planeación, Hamid Reza Baradaran Shoraka, ha señalado que entre los principales obstáculos para el desarrollo del país están las sanciones impuestas por Washington. Continuar el antagonismo con Estados Unidos poco hará por que se levanten dichas sanciones.

En consecuencia, los realistas han tratado de avanzar en las intenciones nucleares de Irán a fin de asegurarse una relación de seguridad y económica más favorable con Estados Unidos. A semejanza de la dirigencia de Corea del Norte, los oligarcas clericales de Irán esperan utilizar las ambiciones nucleares de Teherán para forzar negociaciones con Washington y obtener concesiones de la capital estadounidense. En una conferencia de prensa de septiembre, el poderoso secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, Hasan Rowhani, reconoció que Teherán había sostenido conversaciones constructivas con funcionarios estadounidenses sobre la guerra en Afganistán y sugirió que "dichas negociaciones sobre el artículo nuclear no [son] del todo descabelladas". Temerosos de que la débil economía iraní no pueda soportar más las sanciones multilaterales, los pragmáticos de Irán están dispuestos a dar marcha atrás al asunto nuclear para ayudar a la economía a salir a flote.

Por lo pronto, estas presiones que compiten entre sí han provocado posturas inconsistentes en el gobierno. Aunque ha acordado suspender los esfuerzos de adquirir capacidades nucleares, el gobierno iraní ha insistido en que nunca renunciará a su programa de armas nucleares y, de hecho, lo ha incentivado. Entretanto, al tratar de anular las sanciones internacionales, Khamenei se ha puesto del lado de los realistas temporalmente. A pesar de las peticiones de los fervientes partidarios clericales y del parlamento iraní para descartar el Tratado de No Proliferación (TNP), en octubre de 2003, él acordó que Teherán firmaría el Protocolo Adicional del TNP, incluyendo en ello un régimen de inspección bastante intrusivo. A fines de noviembre, Teherán también aceptó un arreglo mediado por Alemania, Francia y el Reino Unido por el que se suspenderían las actividades de enriquecimiento de uranio y se renunciaría a completar el ciclo de combustible nuclear.

Un planteamiento nuevo

Con un Teherán dividido en cuanto a cómo equilibrar sus ambiciones nucleares y sus necesidades económicas, Washington tiene la oportunidad de evitar que trasponga el umbral nuclear. Puesto que la economía es una preocupación creciente para la dirigencia iraní, Washington puede incrementar sus influencias trabajando con otros estados que son las relaciones económicas internacionales más importantes de Teherán: los países de Europa Occidental y Japón, así como Rusia y China, si es que se les puede persuadir a cooperar. Juntos, dichos estados deben incrementar los riesgos económicos de llevar adelante las aspiraciones nucleares de Irán. Deben obligar a Teherán a enfrentar una penosa opción: armamento nuclear o salud económica. Para pintar tan agudamente las alternativas de Teherán se requerirá elevar drásticamente los beneficios que ganaría si se somete y el precio que tendría que pagar por no hacerlo.

En el pasado, la disensión entre Estados Unidos y sus aliados respecto de Irán permitió que Teherán eludiera esta difícil elección. En la década de 1990, Washington siguió una estrategia meramente coercitiva hacia Irán, con fuertes sanciones y un débil programa de acción de ayuda. Por su lado, los europeos se negaron incluso a amenazar con limitar sus relaciones comerciales con Teherán, independientemente de cuán malo haya sido su comportamiento. Irán apostó por Europa contra Estados Unidos, valiéndose de la generosidad económica europea para mitigar los efectos de las sanciones estadounidenses, mientras a la vez hacía considerables progresos en su programa nuclear clandestino.

Hoy, la situación es diferente. Un resultado afortunado del desafortunado progreso nuclear de Irán es que Teherán ahora tendrá muchas dificultades para eludir la opción que se le presenta. Las revelaciones de que Irán se ha acercado a la producción de material fisionable en los dos últimos años podrían ayudar a establecer una postura occidental unificada. En los noventa, los europeos pudieron pasar por alto muchas de las fechorías de Irán porque las pruebas de ellas eran ambiguas. Pero como recientemente la IAEA puso al descubierto muchas de las actividades secretas de enriquecimiento [de uranio] -- y Teherán después hubo de admitirlas -- , será mucho más penoso, si no imposible, que los europeos sigan mirando en otra dirección. Todavía no está claro qué tan seriamente Europa considera las actividades nucleares de Irán, pero en declaraciones públicas y privadas, los funcionarios europeos ya no tratan de restarles importancia. Además, cuando, durante las negociaciones con la Unión Europea en noviembre, Teherán solicitó que 20 centrifugadoras de investigación permanecieran activas, los europeos se negaron. Tal resolución marcó un drástico giro de la indolencia que sostuvo Europa durante los noventa. El que Irán se sometiera tan rápido fue un signo seguro de que temía incurrir en la cólera de sus benefactores económicos.

Ahora sería posible modelar una política multilateral que pueda persuadir a Teherán a abandonar su programa nuclear. En colaboración, Estados Unidos y sus aliados deberían ofrecer a Irán dos sendas drásticamente divergentes. En una de ellas, Irán aceptaría renunciar a su programa nuclear, admitiría un amplio régimen de inspecciones y terminaría su apoyo al terrorismo. A cambio, Estados Unidos levantaría las sanciones y resolvería las pretensiones de Irán sobre las riquezas del shah Mohammed Reza Pahlavi. Occidente también consideraría llevar a Irán a organizaciones económicas internacionales como la Organización Mundial del Comercio, garantizaría a Irán mayores lazos comerciales y quizás incluso ofrecería asistencia económica. Las naciones occidentales podrían suavizar el trato acordando ayudar a Irán en sus necesidades energéticas (la razón ostensible de su programa de investigación nuclear) y en negarse a promover un ataque militar directo. Estados Unidos también podría ayudar a crear una nueva arquitectura de seguridad en el Golfo Pérsico en la cual los iraníes, árabes y estadounidenses encontrarían formas de cooperación para enfrentar sus preocupaciones de seguridad, de manera parecida a como Washington lo hizo con los rusos en Europa durante las décadas de 1970 y 1980. Si, por otra parte, Irán decidiera mantenerse en su actual rumbo, los aliados de Estados Unidos se unirían a Washington en imponer precisamente el tipo de sanciones que los mullahs temen que arruinen la precaria economía de Irán. Dichas sanciones podrían cobrar la forma de todo un espectro, desde impedir la inversión en proyectos específicos o sectores enteros (como la industria petrolera) hasta romper con todos los contactos comerciales con Irán si éste se manifiesta abiertamente indispuesto a cumplir las demandas occidentales.

Elevando la apuesta

En un mundo ideal, los iraníes habrían acordado resolver todas sus diferencias con Occidente en un arreglo grandioso. Un trato tan comprensivo sería de gran utilidad para Washington, pues sería el modo más rápido de resolver las actuales disputas y la plataforma más segura a partir de la cual construir una relación nueva y cooperativa. De hecho, durante las presidencias de Ronald Reagan, George H. W. Bush y Bill Clinton, en repetidas ocasiones Washington se acogió a dicho planteamiento. Pero los ideólogos conservadores de Teherán reprimieron los esfuerzos de cualquier iraní que tratara de aceptar las ofertas conciliatorias de Estados Unidos. La administración de Clinton hizo casi una docena de gestos unilaterales hacia Irán, entre ellos el levantamiento parcial de las sanciones, para permitir al gobierno reformista del presidente Muhammad Khatami participar en esas negociaciones. Pero dichas aperturas desencadenaron una fuerte reacción conservadora que acabó por debilitar al gobierno de Khatami.

Incluso si parece improbable una gran negociación dada la complicada política interna iraní, sigue siendo viable una opción de política de "zanahorias y garrotes" [estímulos y castigos]. En este caso, las naciones occidentales plantearían las mismas dos sendas para Irán, pero lo harían en forma de declaraciones de una política conjunta, más que como las metas de las negociaciones bilaterales con Teherán. Funcionarios de Estados Unidos, los países europeos y Japón -- así como los de cualquier otro país dispuesto a participar, incluyendo China y Rusia -- definirían explícitamente lo que esperan que Irán haga o no. Ante estas acciones, los aliados se agregarían en positivo y negativo [las "zanahorias" y los "garrotes"], a fin de que Teherán pueda entender los beneficios que podría ganar por terminar las actividades nucleares y terroristas y las penalidades que sufriría por negarse a darles término.

No será un esfuerzo fácil. Estados Unidos y sus aliados tendrán grandes dificultades en definir claros hitos para medir el sometimiento de Irán, y probablemente estarán en desacuerdo sobre cuánto recompensar o castigar a Teherán en cada etapa. Pero el planteamiento puede funcionar, siempre y cuando se apliquen unas cuantas medidas críticas.

Primero, la estrategia requiere que tanto las recompensas como los castigos potenciales sean significativos. Los iraníes de línea dura no abandonarán fácilmente su programa nuclear. Aunque los mullahs no son tan testarudos como el mandatario norcoreano Kim Jong Il sigue siéndolo -- no permitirían, a sabiendas, que murieran de hambre tres millones de conciudadanos sólo por preservar su programa nuclear -- , sin duda están dispuestos a tolerar considerables penurias para mantener vivas sus esperanzas nucleares. Por tanto, a fin de cambiar la conducta de Teherán, los alicientes tendrán que ser poderosos: grandes recompensas que reanimarían la economía o duras sanciones que seguramente lo incapacitarían.

Segundo, deben presentarse a Teherán expectativas de recompensas considerables, no sólo castigos. Washington debe estar dispuesto a hacer concesiones a Irán a cambio de concesiones reales de él. La razón más obvia de esta condición es que los europeos insisten en ello. Los diplomáticos europeos han señalado consistentemente que pueden persuadir a sus renuentes gobiernos a amenazar con serias sanciones al mal comportamiento continuo de Irán sólo si Estados Unidos conviene en recompensar el sometimiento con beneficios económicos reales.

Además, las "zanahorias" tienen que ser tan grandes como los "garrotes". Sólo la perspectiva de ventajas significativas ofrecerá las municiones a los pragmáticos de Teherán que sostienen que Irán debería revisar su postura nuclear para obtener los beneficios necesarios para revitalizar su ajetreada economía. Los actuales niveles de comercio e inversión de Europa y Japón no han sido capaces de resolver los arraigados problemas económicos de Irán. La propuesta de los pragmáticos sólo será convincente si el sometimiento de Teherán a las exigencias occidentales puede ayudar a un mejor funcionamiento de la economía iraní del que ahora tiene. Es probable que garantizar suficientes concesiones económicas para mantener el statu quo no influirá en los iraníes indecisos; pero sí podrían hacerlo, y significativamente, incentivos más generosos.

La penosa experiencia de tratar que las sanciones impuestas a Irak surtieran efecto durante los noventa indica que debe adoptarse otro prerrequisito para el caso que plantea Teherán. Una de las lecciones aprendidas de Irak es que, aunque muchos gobiernos amenazaron a Saddam Hussein con sanciones si retaba a la comunidad internacional, pocos las impusieron cuando éste las desafió. La mejor manera de evitar que Irán y los aliados de Estados Unidos renieguen de sus compromisos, como han hecho antes, es describir con claridad y por adelantado todos los pasos que Teherán espera emprender o evitar, así como las recompensas y los castigos específicos en que incurrirían.

Por último, todos los incentivos deben aplicarse por incrementos graduales, de modo que los pequeños pasos, positivos o negativos, lleven a Teherán ganancias o sanciones equiparables. Para que los iraníes siquiera consideren renunciar a sus ambiciones nucleares, tendrían que ver ganancias tangibles desde el principio, y ser capaces de aspirar a un tesoro al final del camino. A la inversa, es probable que Teherán no cambie de curso si no padece sistemáticamente consecuencias cada vez más severas por su reticencia. Sin penalidades inmediatas y automáticas, es probable que actúe como lo hizo durante la década de 1990, ignorando las promesas y advertencias de Occidente por ser mera retórica y, al mismo tiempo, manteniendo en curso su programa favorecido por el statu quo.

La opción menos mala

Por supuesto, no existe ninguna garantía de que tal planteamiento persuadirá a Teherán a terminar sus proyectos nucleares o su respaldo al terrorismo. Incluso si Irán detiene esos proyectos, la estrategia está lejos de ser perfecta: muy al menos, requerirá que Washington conviva por algún tiempo con un régimen que aborrece. Pero al establecer con claridad las recompensas que Irán acumularía al cooperar y los castigos que sufriría al resistirse, una política de estímulos y castigos forzaría a la dirigencia de Irán a enfrentar la elección que nunca quisiera hacer: si desechar su programa nuclear o correr el riesgo de debilitar su economía. Como las aflicciones económicas de Irán han sido un factor importante en lo tocante al descontento popular con el régimen, hay una buena razón para creer que, si se le obliga a tomar una opción así, Teherán optaría a regañadientes por salvar su economía y a buscar otras vías para manejar sus aspiraciones de seguridad y de políticas exteriores.

Este planteamiento es también el mejor con que contamos, pues tiene una mayor oportunidad de éxito que las alternativas. Sencillamente, invadir Irán no es una opción; Washington no debería tratar de manejar el programa nuclear de Teherán y su apoyo al terrorismo como lo hizo con el Talibán y el régimen de Hussein. Ahora Estados Unidos está en lo más reñido de la reconstrucción de Afganistán e Irak, con lo que le quedan muy pocas fuerzas disponibles para invadir otro país. El territorio montañoso de Irán y su amplia y nacionalista población harán que cualquier campaña militar sea desanimada. La reconstrucción de posguerra sería incluso más compleja y debilitante de lo que lo fue en Afganistán e Irak.

Aunque casi todos los iraníes quieren un tipo diferente de gobierno del que han tenido y una mejor relación con Estados Unidos, sería temerario creer que Washington pueda resolver sus problemas con las ambiciones nucleares de Teherán montando un golpe de Estado o incitando a una revolución popular que derroque al actual régimen. Los jóvenes iraníes parecen tener una mejor imagen de Estados Unidos que sus mayores, pero su mente más abierta no debe confundirse con el deseo de ver a Estados Unidos interferir en la política de Teherán, algo ante lo que los iraníes han respondido con ferocidad en el pasado. Además, aunque muchos iraníes puedan querer un gobierno diferente, han mostrado poca inclinación a hacer lo que sería necesario para desalojar al actual. La mayoría están cansados de las revoluciones: cuando tuvieron la oportunidad de iniciar una, en medio de las manifestaciones estudiantiles del verano de 1999, pocos atendieron al llamado. Hay buenas razones para creer que los días del régimen están contados, pero pocas para pensar que caerá lo suficientemente pronto o que Estados Unidos pueda hacer mucho por acelerar su desaparición. Propugnar el cambio de régimen podría ser un útil aditamento para una nueva política hacia Irán, pero ello no resolverá los problemas inmediatos de Washington con el programa nuclear iraní y su apoyo al terrorismo.

De modo parecido, en la actualidad, los costos, las incertidumbres y los riesgos de emprender una campaña aérea para destruir los emplazamientos nucleares de Irán son demasiado grandes como para hacerla algo distinto de una medida de último recurso, a pesar de las esperanzas de algunos del gobierno de Bush. Como Teherán se las ha arreglado para esconder las instalaciones nucleares más importantes, no queda claro cómo incluso los bombardeos más exitosos podrían echar atrás el desarrollo nuclear del país. Además, es probable que Irán emprenda represalias. Tiene la red terrorista más capaz del mundo, y Estados Unidos tendría que estar preparado para una amplia embestida de ataques. Quizás aún más importante, una campaña militar estadounidense incitaría a Teherán a desatar una guerra clandestina contra las fuerzas de Estados Unidos plantadas en Irak. Difícilmente son omnipotentes los iraníes allá, pero podrían hacer la situación mucho más penosa y letal de lo que ya es. Sin una mejor inteligencia sobre el programa nuclear de Irán y sin una mejor protección contra un posible contraataque iraní, la idea de una campaña aérea estadounidense debe ser relegada por completo como una opción desesperada.

Irán está hoy en una encrucijada. Podría restringir sus ambiciones nucleares a los parámetros trazados en el TNP, o podría cruzar temerariamente el umbral, enarbolando la bomba como una herramienta de diplomacia revolucionaria. Podría desempeñar un papel positivo en la reconstrucción de un Irak estable, o podría ser un actor dogmático que agravara las divisiones sectarias y étnicas de Irak. Tan difíciles como son hoy los apuros estadounidenses en Irak, Teherán podría hacer mucho por empeorarlos: podría inflamar drásticamente la insurgencia y desestabilizar a su ya inseguro vecino. Desde la caída de Saddam Hussein, Irán ha enviado clérigos y Guardias Revolucionarios a Irak y proporcionado financiamiento para establecer una intrincada red de influencia allá. Aún no queda en claro cuáles son las metas específicas de la teocracia, pero existe la preocupación de que pudieran ser opuestas a las de Estados Unidos.

Hoy, mucho depende de la conducta del gobierno de Bush, del ambiente de seguridad que surge en la región y del grado en el que Washington y sus aliados puedan forzar a Teherán a escoger entre sus ambiciones nucleares y su bienestar económico. Dadas la debilidad económica de Irán y su mudable dinámica de poder dentro de su capa gobernante, una estrategia que ofrezca fuertes recompensas y severas penalidades tiene una probabilidad razonable de alejar a Teherán de sus planes nucleares, en especial si los europeos y los japoneses muestran su plena disposición a participar. En realidad, tal es el único plan que tiene alguna expectativa real de éxito en la actualidad. En vez de seguir criticando las políticas hacia Irán de todos los demás, Estados Unidos debería dejar de hacer perfecto al enemigo que ya es bastante bueno. Washington tiene una oportunidad de refrenar la alarmante conducta de Teherán, con la ayuda de sus aliados y sin el recurso de la fuerza. Si no aprovecha la oportunidad ahora, muy pronto en el futuro querrá haberla tenido.