6 de abril de 2009

HACIA UNA NUEVA ALIANZA ATLÁNTICA


J. Enrique de Ayala

El 4 de abril de 1949 dos naciones norteamericanas y 10 europeas firmaron el Tratado de Washington que dio origen a lo que se conoce desde entonces como la Alianza Atlántica. El tratado de Washington implicó a EEUU y Canadá en la defensa de Europa Occidental ante el peligro del expansionismo soviético en el este y centro del continente, tras el final de la Segunda Guerra Mundial, que culminó con el golpe de Estado de Praga de febrero de 1948 y el bloqueo de Berlín en junio del mismo año. El tratado fue una trasposición y, sobre todo, una ampliación del Tratado de Bruselas, firmado en marzo de 1948 por cinco países europeos y cuyo artículo 4 se convirtió en el 5 del nuevo tratado para constituir un compromiso de defensa mutua entre las partes ante cualquier agresión en su territorio.

En el aspecto organizativo, el Tratado de Washington sólo contemplaba la creación de un Consejo, no permanente, que podía crear órganos subsidiarios y en particular un Comité de Defensa (que actualmente no existe), encargado de proponer medidas para su aplicación (art. 9). La estructura política y militar que conocemos como Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) no estaba contemplada, por tanto, en el tratado y fue creándose posteriormente por acuerdo entre los aliados. Aunque su constitución fue progresiva, podríamos señalar como fecha de nacimiento de la OTAN un período que va desde el año 1951, cuando se activó el Mando Supremo Aliado en Europa (SACEUR), cuyo desarrollo daría lugar a la estructura militar integrada, hasta el año 1952, en el transcurso del cual se constituyó el Consejo del Atlántico Norte como órgano permanente y se nombró el primer secretario general.

La entrada de la República Federal de Alemania en la OTAN y la creación del Pacto de Varsovia en mayo de 1955 completaron el escenario de la Guerra Fría que proyectó sobre Europa el mundo bipolar surgido de la Segunda Guerra Mundial. Con la creación de la Alianza Atlántica, EEUU obtuvo la garantía de una defensa adelantada, alejada de su territorio, ante una posible agresión de su rival estratégico a cambio de proteger las naciones industrializadas de Europa Occidental, que eran muy importantes para su economía y su comercio. Los países europeos accedieron a una protección militar, en especial a un paraguas nuclear, sin la cual era imposible defenderse de la Unión Soviética, ahorrándose unos recursos indispensables para su reconstrucción económica que se apoyó, además, con éxito desde Washington a través del Plan Marshall.

La simbiosis funcionó muy bien durante la Guerra Fría y la OTAN fue adaptando sus estrategias y estructuras con éxito para mantener el statu quo en Europa de acuerdo con los cambios de la situación, a pesar de ciertas diferencias ocasionales entre sus miembros, como la que produjo la implementación de la “respuesta flexible” a principios de los años 60, que resultaría inaceptable para Francia y sería una de las razones de la salida de este país de la estructura militar integrada en 1966. Pero con la caída del muro de Berlín, en noviembre de 1989, y con la reunificación de Alemania en octubre de 1990 comenzó un cambio vertiginoso en el escenario europeo que se completaría con la disolución del Pacto de Varsovia en julio de 1991 y la desaparición de la Unión Soviética en diciembre del mismo año. La OTAN reaccionó rápidamente ante estos cambios, asumiendo nuevas misiones fuera de área.

La ampliación de la OTAN y las relaciones con Rusia

En marzo de 1999 se produjo la primera ampliación de la OTAN, ingresando la República Checa, Hungría y Polonia en el momento de mayor debilidad política, económica y militar de la Federación Rusa. Las relaciones entre Rusia y la Alianza, establecidas en 1997 pero enfriadas en 1999 por la crisis de Kosovo, se relanzaron en mayo de 2002 con la creación del Consejo OTAN-Rusia, que institucionalizó las consultas y la cooperación hasta el punto de convertir a la Federación Rusa en un casi-miembro de la OTAN. La buena relación no impidió que en los años siguientes, siendo ya presidente George W. Bush, Moscú considerara algunas decisiones de la OTAN y de Washington como lesivas para sus intereses. En marzo de 2004, Rusia vio con recelo la segunda gran ampliación, que incluyó Bulgaria, Eslovaquia, Eslovenia, Estonia, Letonia,Lituania y , porque llevó a la OTAN a sus fronteras y puso bajo su control a las importantes minorías rusas de los países bálticos. La ampliación llegó, además, en un momento en el que Rusia estaba recuperando, bajo la presidencia de Vladimir Putin, buena parte de su estabilidad política y económica, y empezaba a reclamar un papel importante en la escena internacional, especialmente el respeto a su seguridad próxima.

Las relaciones se deterioraron sensiblemente cuando, en febrero de 2007, Polonia y la República Checa anunciaron que aceptarían la instalación en su territorio de elementos del sistema de defensa antimisiles balísticos, calificada de hostil por Moscú, negociada de forma bilateral con los países afectados y aceptada por la OTAN en la cumbre de Bucarest, en abril de 2008. La situación empeoró en febrero de 2008 cuando Kosovo declaró unilateralmente su independencia con el apoyo de la mayoría de los miembros de la OTAN salvo Eslovaquia, España, Grecia y Rumania, a pesar de la oposición frontal de Rusia, y cuando dos meses después los Estados miembros de la OTAN declararon que Ucrania y Georgia serían un día miembros de la OTAN, a pesar de las reticencias de varios países europeos, aunque sin fecha fija para el ingreso. Moscú se sintió ignorada ante estas decisiones que le afectaban y para las que no había sido consultada y aprovechó la ocasión que le brindó la intervención georgiana en la región separatista de Osetia del Sur en agosto de 2008 para dar un sonado golpe que mostrara su desagrado. La violenta reacción del ejército ruso, y la posterior ocupación de parte de Georgia, así como el reconocimiento por Moscú de la independencia de Osetia del Sur y Abjazia, hicieron renacer por unos días el fantasma de la Guerra Fría.

Tras congelar sus relaciones con Rusia, excepto en lo que se refiere al apoyo a la operación en Afganistán, la OTAN ha ido recomponiendo esas relaciones hasta anunciar la secretaria de Estado Hillary Clinton en marzo de 2009 “un nuevo comienzo” que incluirá la reactivación del Consejo OTAN-Rusia. La decisión es sabia porque no se puede dejar que Moscú se aísle y se enroque en una actitud hostil hacia la OTAN y la UE. Los europeos no podemos permitirnos tener malas relaciones con Rusia, no sólo por nuestra dependencia energética y porque Rusia es el tercer socio comercial de la UE, sino porque es un actor fundamental en la seguridad europea y en la seguridad global cuyo apoyo puede ser muy valioso, particularmente en la lucha contra el terrorismo (Afganistán) y contra la proliferación (Irán). Esto no quiere decir que se pueda aceptar que Moscú mantenga en Europa “áreas de influencia” o pueda vetar la entrada en la OTAN de ningún Estado soberano, pero sí que es necesario discutir con ella los asuntos por los que se pueda ver afectada, corresponsabilizándola de la seguridad común y atrayéndola a una cooperación cada vez más estrecha con los países occidentales. El sueño de un espacio de seguridad único desde Vancouver a Vladivostok puede y debe hacerse realidad, sin perjuicio de la relación especial que Europa mantiene con EEUU y Canadá.

Las operaciones de la OTAN. Los Balcanes y Afganistán

El éxito de la Alianza Atlántica durante la Guerra Fría fue precisamente no tener que emplear la fuerza militar para conseguir sus objetivos. Las primeras intervenciones militares de la OTAN se produjeron en los Balcanes occidentales, en noviembre de 1992, para la aplicación de las medidas de embargo naval contra Serbia y Montenegro (operación Sharp Guard), y en abril de 1993 para asegurar la prohibición de vuelos sobre Bosnia-Herzegovina (operación Deny Flight). La primera operación de las fuerzas terrestres aliadas fue llevada a cabo por la Fuerza de Acción Rápida aliada para aliviar el asedio de Sarajevo en agosto de 1995 (operación Deliberate Force). En diciembre del mismo año la OTAN comenzó su primera misión militar de gran entidad en apoyo de la implementación de los acuerdos de Dayton que pusieron fin al conflicto en Bosnia.[1]

Mucho más polémica fue la intervención de la OTAN en el conflicto de Kosovo. La operación Allied Force, que bombardeó desde marzo hasta junio de 1999 objetivos militares y civiles de Serbia para obligar a sus tropas a retirarse de la provincia secesionista, se llevó a cabo sin la autorización del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y en contra de la Carta de esta organización, ya que no había mediado agresión por parte del país balcánico contra ninguno de aquéllos que le atacaron, sino contra una parte de su propia nación. La Alianza daba con esta acción un salto cualitativo muy importante, arrogándose el derecho a decidir unilateralmente, sin el respaldo de Naciones Unidas y fuera de su territorio, cuándo está permitida la guerra para detener una catástrofe humanitaria, es decir, ejerciendo un papel de gendarme global que, por supuesto, no está previsto en el Tratado de Washington. El posterior despliegue en Kosovo de una fuerza terrestre, KFOR, sí que contó con el apoyo del Consejo de Seguridad[2] aunque su legalidad actual es dudosa ya que, después de la declaración unilateral de independencia de la provincia, se mantiene sin que haya mediado una nueva resolución del Consejo de Seguridad.

Cuando se produjeron los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en EEUU, el Consejo Atlántico declaró por primera vez en la historia de la Alianza la aplicación del Artículo 5 ante la agresión a un Estado miembro en su territorio y propuso una serie de medidas, la más importante de las cuales fue el lanzamiento de una operación de control naval antiterrorista en el Mediterráneo, que aún perdura (Active Endeavour). No obstante, la Administración Bush prefirió obviar a la OTAN y tomar sus decisiones unilateralmente, sin tener en cuenta las consecuencias que esta actitud tendría en la debilidad y desunión de la organización. La primera decisión unilateral fue lanzar una operación de ataque sobre Afganistán para expulsar a los talibán del poder, entre octubre y diciembre de 2001, al frente de una coalición ad-hoc con el Reino Unido y pequeñas aportaciones de otras naciones. La segunda decisión unilateral fue la invasión de Irak, en marzo de 2003, sin la autorización del Consejo de Seguridad, que creó una división en el seno de la OTAN de cuyas consecuencias todavía no se ha recuperado plenamente la organización (la marginación de la Alianza se resume en la frase del entonces secretario de Defensa, Donald Rumsfeld: “la coalición no crea la misión, sino que la misión crea la coalición”).

A pesar de no haber participado en la decisión de invadir Afganistán, la OTAN se hizo cargo, en agosto de 2003, del mando de la Fuerza Internacional de Asistencia a la Seguridad (ISAF), constituida en diciembre de 2001 por el Consejo de Seguridad para crear un entorno de seguridad alrededor de Kabul y ayudar a la reconstrucción. Lo hizo ante la dificultad de mantener la rotación por países en el mando de la fuerza que se había empleado hasta ese momento y su misión podía considerarse de seguridad, pero en ningún caso de combate como la que tenían las fuerzas de la Operación Enduring Freedom (OEF) para perseguir y neutralizar a los terroristas que quedaban en el país. A partir de octubre de 2003 y hasta octubre de 2006, ISAF fue extendiendo su área de responsabilidad en fases sucesivas por todo el país, incluyendo las áreas del sur y el este donde los talibán eran más activos, y asumiendo efectivos y misiones de combate de la OEF, con lo que la misión de ISAF cambió y, en muchos casos, se ha producido un solapamiento entre las dos operaciones no siempre bien coordinadas.

El deterioro de la situación en Afganistán está poniendo de manifiesto la debilidad política y militar de la Alianza para llevar a cabo misiones complejas fuera de su territorio, al menos cuando no hay una convicción firme en todos los aliados sobre lo que se está haciendo, ni hay acuerdo completo en cuanto a los objetivos a conseguir en el país y en la mejor forma de conseguirlos. Esto produce reticencias en muchas capitales a la hora de atender a los requerimientos de fuerzas, así como restricciones para su empleo, que son mal entendidas por los países más comprometidos. La necesidad de una nueva estrategia más realista y alcanzable en Afganistán que busque una solución política integradora para aislar a los terroristas y persiga, como primera prioridad del esfuerzo aliado, evitar que el país vuelva a suponer una amenaza para la comunidad internacional es ampliamente compartida en la Alianza, especialmente después de que la Administración Obama se haya expresado en este sentido. No obstante, se corre el riesgo de que una vez más esa estrategia se diseñe en Washington y sea aprobada después por el Consejo Atlántico sin entusiasmo, con lo que el resto de aliados, o algunos de ellos, no se sentirán más comprometidos con el éxito de la misión de lo que están ahora.

La cumbre del 60º aniversario

La cumbre de Estrasburgo/Kehl se produce cuando la OTAN trata de recuperarse de un período en el que el unilateralismo de la Administración Bush ha debilitado su cohesión, y en el que se enfrenta a dos retos de gran importancia que van a poner a prueba su eficacia como foro político y como organización militar: la definición de una relación definitiva y estable con Rusia y el conflicto de Afganistán, sin olvidar otros escenarios aún inestables en los que la Alianza tiene importantes responsabilidades, como Kosovo.

En el caso de Kosovo, la intención es que la OTAN asuma más misiones en el ámbito de la seguridad, pero se tratará con precaución porque ninguna declaración aliada puede ser interpretada como un apoyo a la independencia mientras haya países miembros que no la reconocen. En el caso de Afganistán, no habrá reunión con los países no-OTAN que forman parte de ISAF, pero sí se emitirá una declaración separada sobre este escenario, aunque tampoco se esperan grandes novedades. La cumbre estará en cierto modo mediatizada por la reunión promovida por Naciones Unidas el 31 de marzo en los Países Bajos con la asistencia de los países vecinos de Afganistán, incluido Irán, y por el cambio en la estrategia política promovido por la Administración Obama pero que no va a ser discutido en profundidad en la cumbre, la cual probablemente reiterará y ampliará los principios ya aprobados en Bucarest, con especial mención al adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas y al apoyo al proceso electoral.

Por lo que respecta a la ampliación, de los dos países cuyo ingreso ya había sido aprobado en Bucarest, Albania no tendrá problema para ser admitida, mientras que en el caso de Croacia dependerá de la resolución de su conflicto fronterizo con Eslovenia. En lo que se refiere a Ucrania y Georgia, la cumbre reiterará su voluntad de acogerlas algún día y les animará a resolver los problemas que aún impiden que este ingreso se haga efectivo.

La cumbre aprobará una declaración sobre la seguridad aliada que será el documento más representativo del 60º aniversario del Tratado de Washington. En ella se reiterarán los principios intemporales que han sido la base de la Alianza durante seis décadas, se reafirmará el compromiso con la defensa colectiva y con la ampliación, se propondrá un reparto de cargas más equilibrado, se subrayará la implicación aliada en el control de armas y la no proliferación, y se impulsarán las relaciones de cooperación y diálogo con Rusia.

Finalmente, los jefes de Estado y de Gobierno darán un mandato para la elaboración de un nuevo Concepto Estratégico, el tercero desde el fin de la Guerra Fría, que deberá abordar los asuntos de seguridad en sentido amplio, incluyendo nuevos riesgos como los que afectan a la seguridad energética y al cambio climático.

La relación OTAN-UE

Si hay un asunto que aún no se ha abordado adecuadamente en el proceso de transformación de la Alianza Atlántica y cuya resolución va a marcar su futuro y la propia supervivencia, es el de la relación entre la OTAN y la UE, o más precisamente cuál debe ser el papel de la UE –y cómo se debe articular la relación de EEEUU con Europa– dentro de la OTAN, en la era multipolar y global en la que nos encontramos, una vez superada la Guerra Fría.

Aunque con la llegada de Obama a la Casa Blanca esté en vías de superarse el unilateralismo de la Administración Bush, que tanto daño ha hecho a la cohesión de la Alianza, lo cierto es que EEUU ha ejercido su hegemonía con todas las Administraciones, lo que hace de los países europeos en muchas ocasiones meros comparsas de las decisiones tomadas al otro lado del Atlántico. Si Washington decide que hay que presionar a Rusia, se la presiona y se anuncia la ampliación a Ucrania y Georgia; si decide que hay que recomenzar la relación con Moscú, se recomienza; si hay que ser hostil con Irán, se es; y si en Washington se decide que se puede distender la relación e ir a un diálogo directo con Irán, se va. La estrategia en Afganistán va a ser revisada sólo cuando en Washington se ha decidido que era necesario y probablemente en los términos que su secretario de Estado o de Defensa dispongan.

No obstante, todos estos asuntos afectan tanto o más a la seguridad de Europa que a la de EEUU, cuya hegemonía ya no está justificada. Los intereses de seguridad estadounidenses y europeos fuera de la zona del Tratado de Washington pueden no coincidir exactamente, por ejemplo, en cuestiones como las relaciones con Moscú, dada la dependencia europea del gas y petróleo rusos, o en su visión de los conflictos de Oriente Medio debido a la estrecha vinculación entre Israel y EEUU, que condiciona su política en la región. Tomados individualmente, los países europeos no tienen la relevancia económica ni militar necesaria para que su punto de vista sea asumido por Washington. Sólo si actúan unidos en el seno de la alianza, Europa tendrá una voz suficientemente fuerte como para defender sus intereses. La UE tiene que tener la posibilidad de tomar sus propias decisiones, también en el campo de la seguridad y la defensa –incluida la del continente europeo– y de ponerlas en práctica sin necesidad de pedir autorizaciones o apoyos externos, aunque siga manteniendo una relación leal y un pacto de mutua defensa con EEUU, de la misma forma que este país pertenece también a la OTAN pero no depende de ella.

El desarrollo, a partir de la cumbre de Colonia de junio de 1999, de una Política Europea de Seguridad y Defensa, con objetivos limitados y claramente subsidiaria de la OTAN, fue inmediatamente integrado en el mecanismo atlántico a través de la llamada “identidad europea de defensa” que desembocó en los acuerdos Berlín plus, de marzo de 2003, según los cuales la UE puede hacer uso para sus operaciones de recursos OTAN que, no obstante, siguen estando bajo el control de esta organización. El intento de buscar una mayor autonomía llegó un mes después con la propuesta de Alemania, Bélgica, Francia y Luxemburgo de crear un Cuartel General Europeo de operaciones en Tervuren (Bélgica), que fue abortado por la oposición de EEUU y de algunos aliados europeos como el Reino Unido. Los países que se oponen arguyen que estas iniciativas debilitan la OTAN y suponen una duplicación de medios innecesaria. Pero las estructuras y los mecanismos de decisión que es necesario cambiar provienen de la Guerra Fría y perpetúan una relación desigual entre una gran potencia como EEUU y muchos pequeños países europeos, por lo que su modificación no tiene que ser necesariamente mala ni para EEUU ni para Europa, sino que, por el contrario, puede contribuir a crear una relación más sana, eficaz y duradera entre ambas partes.

La UE necesita asumir la responsabilidad de su propia defensa colectiva para poder tener una independencia política que todavía está mediatizada por la dependencia de EEUU en el campo de la defensa. Necesita también disponer de su propia estructura de mando y fuerzas para poder actuar de forma autónoma cuando así lo decida y no sólo en operaciones menores o de continuidad. Y necesita hablar con una sola voz en el seno de la Alianza Atlántica para tener el peso que le corresponde en las decisiones comunes. Todo ello debe ser compatible con el mantenimiento de una especial relación política y militar con EEUU fundada en la historia, en la comunidad de intereses y valores que une las dos orillas del Atlántico, y en el pragmatismo, porque esa relación es buena para ambas partes y también para la seguridad global. La región cubierta por la Alianza Atlántica es el origen de cerca del 60% del Producto Interior Bruto mundial y supone aproximadamente el 65% del gasto mundial en defensa (43% EEUU y 22% UE según datos del IISS). Actuando juntos, su peso es determinante en la escena mundial, y su unión constituye un factor de estabilidad y paz irreemplazable. Probablemente, el regreso de Francia a la estructura militar de la OTAN –más nominal que real porque Francia volvió al Comité Militar en 1995, a los Cuarteles Generales de la estructura militar en 2004 y participa en todas las operaciones aliadas– tiene como fin último tratar de compatibilizar el desarrollo de la Europa de la defensa con el mantenimiento del vínculo trasatlántico, desde una posición de mayor influencia.

Conclusiones

La OTAN fue durante la guerra fría un excelente instrumento para la defensa colectiva del área euro-atlántica contra una amenaza compartida y precisa. Una vez que esta amenaza común y vital ha desaparecido, los intereses entre europeos y norteamericanos no son necesariamente coincidentes en todos los casos. La relación desigual entre una gran potencia y un conjunto de países de menor peso que dependen de ella no puede mantenerse indefinidamente. El interés prioritario de EEUU se ha movido de Europa a otras áreas que Washington considera más críticas para su propia seguridad, como Oriente Medio, Asia Central y el Pacífico. Por su parte, la UE no puede pretender ser un actor global, es decir, ejercer en el mundo el papel que le corresponde por su peso económico y político, mientras su propia seguridad dependa de una potencia externa a la Unión, como EEUU, pues una dependencia militar implica siempre un cierto grado de dependencia política.

No obstante, los países de la Alianza Atlántica comparten riesgos y, sobre todo, valores, intereses y lazos económicos y comerciales que les vinculan estrechamente. La relación entre las dos orillas del Atlántico norte continúa siendo buena para la seguridad de ambas partes y también para la seguridad global. Esto no quiere decir que la relación transatlántica tenga necesariamente que expresarse de la misma forma –es decir, con las mismas estructuras políticas y militares– que en la Guerra Fría, sino que éstas deberán adaptarse a las circunstancias presentes y a las necesidades actuales de las partes. La época en la que Europa necesitaba ser protegida a cambio de quedar bajo la influencia política de EEUU ha terminado y debe ser sustituida por una relación entre iguales.

La nueva alianza debe establecerse sobre la base de que en este lado del Atlántico ya no hay un rosario de países medianos y pequeños, sino una unión política y económica, que puede y debe también ser defensiva, hablando con una sola voz y con el peso que le dan sus casi 500 millones de habitantes y cerca del 30% del PIB mundial. Naturalmente, esto implica que los Estados miembros de la UE acepten estar representados en la Alianza Atlántica de manera conjunta y, también, que estén dispuestos a asumir la responsabilidad de su defensa colectiva aunque se siga contando con el compromiso de defensa mutua con EEUU. De ser así, sería necesario modificar el Tratado de Washington para que recogiera la nueva realidad, es decir, para que se convirtiera en un tratado entre EEUU y la UE, al que por supuesto podrían asociarse el resto de los aliados actuales que no forman parte de la Unión. El nuevo texto debería recoger también la posibilidad de actuar conjuntamente fuera del área cubierta por el tratado actual y extender la defensa mutua a agresiones no puramente territoriales.

En cuanto a la organización, la UE tendría un solo asiento en el Consejo Atlántico y en el resto de órganos aliados, incluido el Comité Militar. La UE debería constituir su propia estructura de mando y de fuerzas –bajo un mando europeo único– que reportaría al Consejo, a través del Comité Militar de la UE. Esta estructura podría basarse en la actualmente existente de la OTAN en Europa, en la que más del 80% del personal y de los recursos son europeos. EEUU podría establecer su propio Cuartel General para el mando de sus fuerzas en Europa, que estaría en estrecha relación con la estructura militar integrada europea para poder coordinar sus respectivos adiestramientos y capacidades y para poder actuar juntos cuando ambas partes así lo decidan. Se trataría, pues, de sustituir el conocido lema de “fuerzas separables pero no separadas” por el de “fuerzas separadas pero reunibles”, de modo que cada parte tenga la posibilidad de actuar separadamente cuando lo considere conveniente, sin necesitar aprobaciones ni recursos ajenos, y de prestar apoyo a la otra cuando sea necesario. La UE estaría en la Alianza, pero no dependería de ella, tal y como está EEUU.

Esta transformación histórica será difícil de llevar a cabo. La cumbre del 60º aniversario puede ceder a la tentación de dejar las cosas como están y reiterar los principios fundacionales como si nada hubiera cambiado. Pero si no se aborda, con prudencia y con decisión, una reforma en profundidad, la Alianza Atlántica puede convertirse en los próximos años en un instrumento obsoleto en el que la responsabilidad de los países europeos se diluya y la paciencia de EEUU se resienta hasta el punto de convertir la acción combinada en inoperante o incluso inviable, con el consiguiente perjuicio para la seguridad común y para la estabilidad global.

Notas:

[1] La Fuerza de Implementación Militar (IFOR) de la OTAN sustituyó a la Fuerza de Protección de Naciones Unidas (UNPROFOR). A su vez, fue sustituida un año más tarde por la Fuerza de Estabilización (SFOR), también de la OTAN, antes de ceder el testigo en diciembre de 2003 a la Operación Althea de la UE.

[2] Resolución 1244. En sus considerandos reafirma el principio de la soberanía e integridad territorial de la República Federativa de Yugoslavia (hoy Serbia, tras la secesión de Montenegro).

LA CUMBRE DE LA OTAN EN ESTRASBURGO-KEHL: ¿REVISAR SUS FUNDAMENTOS TRAS 60 AÑOS?


Félix Arteaga

Las grandes cumbres de la OTAN tienen una liturgia que se repite inexorablemente en cada convocatoria, aunque siempre se piensa que en la próxima puede pasar algo diferente que hará de ella una cumbre histórica. En otras ocasiones los participantes hubieran tenido más tiempo para dedicar al fondo de las cuestiones, pero esta vez tienen que prestar atención a la presentación del presidente Barack Obama en la OTAN, a la reintegración de Francia y a la escenificación de la reconciliación franco-alemana, compartiendo Estrasburgo y Kehl la sede del acto. No parece, pues, que esta cumbre sea propicia para abordar en profundidad algunos problemas estructurales que afectan a la credibilidad y cohesión de la comunidad política y de la organización militar. Cuestiones como las de Afganistán, las relaciones con Rusia, la ampliación o la actualización del concepto estratégico parecen prioritarias y llenarán la agenda de la cumbre, pero si se quiere resolver esas y otras cuestiones los aliados deberán comenzar cuanto antes a revisar los fundamentos básicos de su relación.

El antiguo secretario estadounidense de Defensa, Donald Rumsfeld, ha sido el portavoz más notorio de las críticas a los fundamentos de una organización como la OTAN en la que no creía porque las divergencias internas le impedían tomar decisiones en situaciones críticas, tal y como quedó en evidencia con la forma en que llevó la guerra por comités en Kosovo. También criticó la carencia de capacidades militares adecuadas entre los aliados, por lo que nunca se le pasó por la cabeza pedir su ayuda en Afganistán y prefirió dirigir la campaña contra los talibán desde Tampa en lugar de hacerlo desde Bruselas. Finalmente, no creía en la utilidad de un modelo de organización que no facilitaba su adaptación a la realidad y mantenía que era la misión la que determinaba la coalición, en lugar de lo contrario. Eran críticas de un tiempo en el que algunos responsables estadounidenses de la defensa mantenían una actitud prepotente porque creían saber mejor que los demás aliados qué estrategia se debía seguir y, además, preferían actuar y decidir solos en lugar de mal acompañados. Ahora que el tiempo les ha desautorizado y que una nueva Administración ha recuperado las formas, convendría retomar el fondo de aquellas críticas a la OTAN porque coinciden sustancialmente con las que señalan muchos expertos de uno y otro lado del Atlántico.

Primer fundamento: la función precede al órgano

La lectura del Tratado de Washington sirve para aclarar cuál es el objetivo de la Alianza Atlántica: defender colectivamente los valores, libertades y bienestar de los Estados Partes frente a un ataque armado. Sesenta años después, los Estados miembros no pueden sino seguir interesados en preservar los mismos valores, su integridad e independencia y bienestar, que muchos de los nuevos miembros disfrutan gracias a la OTAN, como hicieron los antiguos miembros. Sin embargo, los aliados se han ido distanciando en cuanto a la percepción de los riesgos y la respuesta a darles se refiere. Sus culturas estratégicas varían respecto al uso de la fuerza en un abanico que oscila desde su empleo fácil e inmediato frente a cualquier riesgo o situación hasta la renuencia a combatir para conseguir los fines aliados. Esos fantasmas nacionales sobre el uso, por exceso o por defecto, de la fuerza afectan a la eficacia de una alianza militar en situaciones como la de Afganistán donde unos aliados combaten decididamente contra la insurgencia mientras que otros eluden hacerlo amparados en las trincheras de las restricciones (caveats) de empleo de sus contingentes.

La polémica sobre si la OTAN debe ocuparse en el futuro de funciones de defensa o de seguridad resulta bastante estéril porque su ventaja comparativa está en la habilidad para emplear la fuerza y para la gestión militar de crisis, independientemente de que sea para unas u otras misiones del espectro asignado. Los Estados miembros se han asociado a la OTAN para usar colectivamente la fuerza cuando sea necesario. Durante la Guerra Fría lo hicieron eficazmente y, mediante la disuasión, impidieron el enfrentamiento entre los bloques y en la posguerra fría aprendieron a usar la fuerza para proteger a las poblaciones bosnia y kosovar. Guste o no, la dimensión militar constituye la esencia misma de la organización y es en esa dimensión donde la OTAN dispone de ventaja comparativa sobre cualquier otra organización o coalición internacional, que no pueden ofrecer una garantía similar.

Mientras haya necesidad de defenderse o de prevenir una agresión armada, la OTAN aportar el instrumento militar de respuesta adecuado. Para ello, la OTAN dispone de una estructura militar con dos Mandos Estratégicos: el de Operaciones (Allied Command Operations, ACO), con sede en Mons (Bélgica), y el de Transformación (Allied Command Transformation, ACT), en Norfolk (EEUU), para ocuparse, respectivamente, de la forma en la que se usará la fuerza en la actualidad y de la forma en la que se usará en el futuro y cómo desarrollar las capacidades para hacerlo. La OTAN sigue aportando a los Estados miembros economías de escala en términos de planeamiento, doctrina, estandarización y procedimientos militares que benefician no sólo a sus miembros de pleno derecho sino a todos los demás (18) con los que colabora en la Asociación para la Paz y a terceros países y organizaciones, desde Japón y Australia a las Naciones Unidas, que desean colaborar con la OTAN aprovechándose de su acervo militar.

Por tanto, la función primaria de la OTAN sigue siendo la de preparar a los aliados para el uso de la fuerza, una necesidad que afortunadamente se ha ido restringiendo en las relaciones internacionales pero que, periódicamente, reaparece poniendo a los aliados frente a decisiones difíciles. Aunque se multiplican las demandas para que la Alianza se ocupe de todos los riesgos que surgen cada día, desde la energía a la piratería, la Alianza no tiene experiencia ni capacidad para gestionar crisis que no son de naturaleza militar y su gestión debería encargarse a otras organizaciones o coaliciones capaces de gestionar esos riesgos no militares de una forma más integral. La OTAN podrá contribuir en los aspectos militares pero no puede reinventarse a medida de las crisis que llaman a su puerta. Las dificultades de la OTAN para gestionar la crisis de Afganistán demuestran que los aliados se han equivocado de estrategia, porque hasta ahora se han empeñado en gestionar una crisis multidimensional con un instrumento militar especializado como la OTAN. Es posible que en la Cumbre del Aniversario se anuncie un cambio de estrategia, subordinando el protagonismo de la OTAN a una gestión más política e integral. La OTAN contribuirá a la nueva estrategia reforzando la seguridad, para lo que precisará más soldados, pero no para hacer funciones civiles sino para combatir a la insurgencia e instruir al Ejercito Nacional afgano y dar tiempo a los gestores civiles. Si fracasa la estabilización se podrá hablar de un fracaso de la OTAN y de sus Estados miembros, pero si fracasa la reconstrucción y el desarrollo en Afganistán habrá que repartir las culpas.

El fundamento organizacional: ¿Alianza, Asociación, Organización o Agencia?

En los tiempos que corren, las organizaciones internacionales de seguridad se “antropoformizan”, parecen tomar vida propia y disponer de ella más allá del margen de autonomía explícita o implícita que les asignan los Estados miembros. Por esta razón, muchos de los titulares que se dedican al 60 aniversario se interrogan por el estado y futuro de la OTAN, como si ésta dependiera de lo que ocurre en Bruselas, de su secretario general y de sus funcionarios más que de las capitales de los Estados miembros y de las opiniones públicas que sustentan a los gobiernos. La eficacia de las organizaciones multilaterales depende de la colaboración de sus miembros, pero la percepción de esa eficacia depende de la visión que se tenga de esas organizaciones. El Tratado de Washington creó una comunidad política –la Alianza Atlántica– y se dotó de una Organización para defenderla la OTAN, pero la percepción de su función ha cambiado desde entonces tanto como lo ha hecho el mundo y las sociedades en los últimos 60 años, y la pérdida de identidad lleva a preguntarse, sobre todo a las nuevas generaciones, qué es la OTAN y para qué sirve.

Los aliados no han sabido encontrar una visión común de futuro ni reforzar la identidad atlántica. Por un lado, se ha pasado de 12 miembros fundadores a 26, y no se sabe cuántos países más ingresarán porque los Estados miembros mantienen una política de puertas abiertas cuyos criterios de admisión son más políticos que técnicos y más de oportunidad que de méritos. En ocasiones se deciden ampliaciones masivas: el big bang de 2004, con siete nuevos miembros, y, en ocasiones, como en la víspera del 60 aniversario, parece que se va a congelar sine die la entrada de candidatos como Georgia, que pocos meses atrás cumplían todos los requisitos técnicos para su ingreso. El problema de una ampliación decidida con esos criterios tan elásticos es que afecta a la credibilidad de la garantía colectiva que aporta el artículo 5 de defensa colectiva, porque hay que preguntarse si los aliados entrarán en combate para defender a los nuevos miembros. No hay más que fijarse en la rapidez con la que Polonia cerró su acuerdo con EEUU sobre el despliegue de misiles para reforzar sus vínculos bilaterales tras constatar la fragilidad de la respuesta colectiva durante los enfrentamientos armados de Georgia. Por otro lado, tampoco se acaba de definir el espacio de actuación de la OTAN ni los intereses de seguridad que se deben preservar. Mientras la inseguridad se desplaza por encima de las fronteras, los aliados no se ponen de acuerdo sobre cuándo y dónde emplear la capacidad militar de la organización y deben negociarlo caso por caso. Cuando los aliados han coincidido en la necesidad de luchar contra el terrorismo yihadista no han dudado en desplegarse en Afganistán, pero en la mayoría de las situaciones prevalecen las diferencias entre quienes aspiran a que la Alianza se convierta en una organización de seguridad global y los que se resisten a esa ampliación de funciones y de escenarios con carácter genérico.

Un indicador de la pérdida de tensión en la OTAN es la progresiva sustitución del término de aliado, coligado para fines comunes, en beneficio del más mercantilista y calculador de socio. La proliferación de distintos estatutos de Estados miembros, asociados o de contacto diluye la cohesión y previsibilidad de la comunidad transatlántica, convirtiéndola en una sociedad con un menor grado de identificación y compromiso colectivo. Lo que en tiempos fue una comunidad con un alto grado de cohesión interna se dirige paulatinamente hacia una asociación donde se difumina la identidad y lo que fue una organización con un alto grado de cooperación se encamina de facto hacia un régimen internacional de coordinación menos exigente y previsible. A la confusión coadyuva la multiplicación de subagrupaciones, reales o percibidas, de los miembros en categorías como europeístas y atlantistas, viejos y nuevos europeos, y productores y consumidores de seguridad. Las agrupaciones de aliados suelen ser arbitrarias y contraproducentes. Probablemente, la que menos sentido tenga es la que contrapone la UE a la OTAN en un juego de suma cero en la que todo lo que ganan los estadounidenses lo pierden los europeos y viceversa. Esa agrupación es arbitraria porque ni todos los miembros europeos de la OTAN comparten esa visión ni la OTAN se reduce a EEUU y a los miembros de la UE. Además, es perjudicial porque la capacidad militar que pierda la UE no la ganará la OTAN, sino que ambas organizaciones ganan o pierden con la mayor o menor capacidad militar de sus miembros europeos. La reintegración anunciada de Francia podría acabar con esa confrontación y permitir la complementariedad y la división de trabajo entre ambas organizaciones.

A pesar de su especialización, la OTAN se vio marginada en la gestión de la crisis de Afganistán y, pese a que los aliados activaron el artículo 5 considerando los atentados del 11-S como un ataque armado, el derrocamiento del régimen talibán se dirigió desde el Mando Central estadounidense (Central Command, CENTCOM) en Tampa (Florida) y no desde Bruselas. La Organización también se ha convertido en rehén de los intereses particulares de Turquía y Grecia y en el foro de enfrentamientos entre estadounidenses y europeístas para reprimir o potenciar una alternativa europea de defensa. Pese a todo, la Organización sigue funcionando cotidianamente con normalidad y proporcionando a los aliados y socios los servicios que se han mencionado. Cada uno se abastece de los servicios que precisa y puede interesarse o despreocuparse por los demás, por lo que el modelo organizacional se encamina hacia el de una agencia de servicios militares a la carta (toolkit box). En caso de que los Estados miembros decidieran revisar el modelo organizacional, merecería la pena sopesar la sustitución del actual, desdibujado del original de comunidad política y organización militar tras tantos retoques, por uno más flexible. El concepto plataforma, acuñado en la Organización de Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE), podría hacer de la OTAN una organización capaz de integrar las cambiantes participaciones y tareas, multiplicando su capacidad de adaptación.

Tercer fundamento: la eficacia depende de la capacidad

Parafraseando a Rumsfeld, no son las misiones las que determinan las coaliciones, sino las capacidades políticas, presupuestarias y militares de sus Estados miembros. En las organizaciones internacionales de seguridad resulta más fácil de contabilizar el esfuerzo de las contribuciones nacionales que el beneficio que obtienen los miembros. Siendo contribuciones entre miembros no iguales, lo equitativo es que la contribución sea proporcional a las posibilidades de cada miembro. Sin embargo, dentro de la OTAN, y a pesar de la concertación de los planeamientos, cada miembro tiene la última palabra para decidir su nivel de contribución. Objetivos como el de invertir el 2% del PNB en esfuerzo militar no se cumplen por la mayoría de los miembros de forma continuada, con lo que se distancia la capacidad y la solidaridad entre ellos. En una organización como la OTAN que planifica las capacidades necesarias para el futuro, el incumplimiento de los objetivos de capacidades compromete su eficacia y, sin las contribuciones necesarias, el multilateralismo pierde eficacia.

Desde las contribuciones más sencillas a los fondos de infraestructura a las más controvertidas de las misiones de combate en Afganistán, la eficacia de la OTAN depende de las contribuciones de los miembros. Sin embargo, la organización carece de mecanismos capaces de exigir las contribuciones esperadas: cada miembro escoge qué acuerdos cumple y cuáles no, por lo que los compromisos políticos e institucionales se atienden con normalidad, mientras que las inversiones en equipos y fuerzas de combate suelen desatenderse con la misma frecuencia. Así, no todos los Estados miembros de la OTAN han transformado sus fuerzas para hacerlas expedicionarias y sólo un 3% del total de las fuerzas armadas europeas tendrá ese carácter. Sigue faltando, entre otros, capacidad de empleo de helicópteros, aviones de transporte estratégico y unidades logísticas que le permitan proyectarse como establece su doctrina. La desigualdad se acentúa con la participación en las operaciones porque los Estados miembros deben afrontar el coste de las mismas por su cuenta, sin que exista ninguna compensación colectiva que reembolse costes comunes y, como resultado, los procesos de generación de fuerzas se estancan una y otra vez ante la falta de capacidades.

Para conciliar la solidaridad con la equidad, especialmente en tiempos de restricciones presupuestarias, sólo caben dos opciones: o se recorta el nivel de ambición de la Alianza o se cambia el sistema de redistribución. Ampliar la agenda y el espectro de intervenciones sin contar con las capacidades adecuadas sólo conduce al absentismo o al despilfarro de recursos escasos. El nuevo concepto estratégico que, seguramente, se va a encargar por esta Cumbre del Aniversario, se convertirá en papel mojado si se prodiga en asumir misiones que no cuenten con los recursos necesarios. La segunda opción, más radical, consiste en establecer criterios de contribución que preserven la solidaridad dentro de unos límites razonables y mecanismos colectivos de financiación comunes que permitan aliviar los costes comunes de las operaciones y los fijos de funcionamiento y estructuras. Pese a tratarse de una Alianza militar, la OTAN ha considerado que todas las contribuciones de los miembros, fueran de seguridad o de defensa, grandes o pequeñas, servían por igual a la Organización. Como resultado –los inventarios militares cantan–, las capacidades colectivas no progresan tanto como la sensación de agravio entre los aliados.

Cuarto fundamento: el que contribuye manda y viceversa

En materia de seguridad y defensa, y en torno a intereses esenciales donde los miembros no pueden transigir, los procedimientos de decisión tienden a estancarse. Las diferencias en la forma de evaluar los riesgos y en la forma de darles respuesta se multiplican a medida que aumenta el número de miembros y, con ello, aumenta el tiempo y las dificultades para llegar a acuerdos. Las decisiones se toman individualmente por cada miembro, primero, y luego se coordinan colectivamente dentro de la organización. Si se decide por unanimidad, la oposición de un solo miembro puede bloquear el acuerdo colectivo.

Las decisiones son procedimientos políticos y, salvo fuerza o amenaza mayor como en la Guerra Fría, será raro que los intereses de seguridad y de defensa de los Estados coincidan unánimemente. La indecisión de la organización le resta credibilidad y obliga a los interesados a buscar caminos informales más flexibles. La Administración Clinton convenció a sus aliados para flexibilizar el mecanismo de decisiones en los casos en que no estén en juego los intereses vitales el denominado no-articulo 5, es decir, la posibilidad de establecer mecanismos de colaboración más restringidos al margen de la unanimidad cuando haya miembros interesados en hacerlo. Esta apertura, que se pensó inicialmente para intervenciones europeas (Berlín plus desde 2002), debería generalizarse para otras posibles combinaciones de actores y potenciaría el modelo organizacional de plataforma. Esto exige diferenciar entre quienes quieren intervenir en una operación y quienes no lo desean en términos de decisión y de contribución. Al igual que la UE ha ido evolucionando desde la unanimidad hacia los procedimientos de autoexclusión (opting out) para evitar que quienes no desean tomar parte en una operación impidan a los demás hacerlo, la OTAN podría recurrir a este sistema para facilitar la agrupación multilateral de Estados miembros. La participación otorgaría el derecho de decisión a quienes contribuyen en una operación concreta, independientemente de la condición de miembro o no de la OTAN. Esto, por un lado, estrecharía la relación con los nuevos socios estratégicos como Japón, Australia, Nueva Zelanda y Rusia y, por otro, evitaría que quienes no desean intervenir se vean sometidos a presiones para lograr el consenso.

La concertación informal al margen de los procedimientos formales de decisión es una práctica corriente en todas las organizaciones y la OTAN debería imitar, por ejemplo, los mecanismos de cooperación reforzada y de cooperación estructurada permanente puestos en marcha por la UE para facilitar la cooperación restringida a quienes quieren y pueden contribuir. La igualdad formal ante las decisiones difícilmente puede sostenerse mientras no exista igualdad o proporcionalidad entre las contribuciones, y a medida que se reduce el número de los que quieren y pueden contribuir a los fines colectivos, aumenta el número de círculos restringidos e informales de decisión.

Conclusiones

Los aniversarios suelen ser, como los últimos días del año, ocasiones propicias para hacer balances y fijarse grandes propósitos de futuro que se olvidan tan pronto como pasan las celebraciones. La OTAN se ha consolidado como la organización militar de referencia y tiene su existencia garantizada mientras preserve su ventaja comparativa sobre las demás organizaciones y coaliciones internacionales. No obstante, la Alianza Atlántica no se ha decidido a resolver algunos problemas estructurales relacionados con el uso de la fuerza, el modelo organizacional, las capacidades necesarias y el proceso de decisiones, que ya están reduciendo su eficacia y credibilidad. En la Cumbre de su 60 aniversario, los jefes de Estado y de Gobierno pueden dejar que se sigan acumulando las contradicciones o comenzar a hacerles frente, actualizando la Alianza Atlántica y a la OTAN a la realidad de seguridad y defensa del siglo XXI. Son cuestiones difíciles de revisar, pero cada vez lo serán más y, dicho en términos de festejos, se trata de saber dónde quieren los invitados presenciar los fuegos artificiales, si dentro o fuera de la sala de reuniones.

Notas:

[1] Según datos de la Agencia Europea de Defensa, para 2007 el Reino Unido puede desplegar el 41% de sus fuerzas terrestres, los Países Bajos el 38%, España el 32%, Italia el 28% y Francia el 26% sobre una media europea del 24%. Datos accesibles en www.eda.europa.eu/defencefacts.

[2] Siguiendo con datos de la misma Agencia, los gastos de mantenimiento y operaciones suponen 16.864 millones de euros para el Reino Unido y 8.407 millones para Francia, mientras que los tres siguientes –Italia, los Países Bajos y España– están en torno a los 2.10 millones, muy lejos de los demás miembros europeos de la OTAN.

1949-2009: LA OTAN ANTE SU FUTURO


Fernando del Pozo

Son los acontecimientos, más frecuentemente los dramáticos, los que trocean el curso de la historia facilitándonos su análisis, permitiéndonos olvidar que los pedazos forman parte de un continuo y así poder escrutarlos individualmente. A falta de tales referencias solemos utilizar los aniversarios terminados en cero como ocasión y apoyatura del análisis retrospectivo. En algún caso ambas circunstancias coinciden, reforzando así el evento, como ocurrió en el cincuentenario de la OTAN, que coincidió con la guerra de Kosovo, uno de los hitos más importantes en la historia de la organización, y que marcó un cierre de la etapa anterior, cómodamente enlatada con la marca “50”, y el comienzo de una nueva. El 60º aniversario de la OTAN no coincide –al menos por ahora, esperemos que así continúe– con ningún hecho de magnitud suficiente para constituir ese hito de referencia, pero parece obligado alumbrar la estela inmediata con la linterna de Coleridge para seguidamente llevarla a la proa y escrutar el futuro, que es lo que realmente importa.

La estela inmediata en realidad llega un poco más lejos que la guerra de Kosovo, por más que esto supusiera un importante hito para la Alianza Atlántica. Como es notorio, el punto temporal en que cambió, más que la OTAN, el mundo, fue la disolución de la Unión Soviética y del Pacto de Varsovia y la consiguiente terminación de la guerra fría. Desaparecido el enemigo por antonomasia, los pronósticos, e incluso deseos negativos, sobre la supervivencia de la OTAN abundaron, adornados por comentarios de tenor irónico de “OTAN, una solución en busca de un problema” o de pretensiones más clásicas “OTAN, ¿quo vadis?”.

Los aliados sin embargo, mientras resolvían el problema al habitual ritmo premioso que se estila en la avenida Leopoldo III en Bruselas, descubrieron, quizá con sorpresa, que la OTAN era precisamente la solución adecuada para los problemas que se estaban fraguando, los nuevos desafíos del comienzo del siglo XXI: las inestabilidades consecuentes a las disoluciones de Yugoslavia y de la Unión Soviética primero, los Estados fallidos, genocidios y enfrentamientos étnicos, y pronto el terrorismo yihadista, resultaron ser las nuevas amenazas a los valores que las naciones del espacio euroatlántico profesan y al modelo de sociedad que se habían dado a sí mismas.

Y esta solución, la herramienta que la OTAN proporcionaba, era algo tan sencillo como la combinación de dos elementos: un foro de debate y toma de decisiones por consenso de las naciones que comparten aquellos valores y la capacidad de operar militarmente a nivel multinacional, que a su vez se compone de una estructura común de mando y un mecanismo de generación de fuerzas. Una combinación simple pero que la OTAN ofrecía en exclusividad.

Esta capacidad militar, aunque fue generada a lo largo de los años para que las democracias pudieran contender colectivamente con la amenaza unitaria del comunismo soviético, lo que requería una estrategia relativamente rígida, planes detallados y fuerzas básicamente estáticas, proporcionó una organización y una experiencia. La transformación de esas fuerzas estáticas y esencialmente nacionales –la integración multinacional sólo se consideraba posible en el ámbito terrestre a niveles muy altos, como el de cuerpo de ejército– en expedicionarias e integradas o integrables a nivel tan bajo como brigada o incluso menos, y la creación de flexibles planes de contingencia, les permitieron actuar en operaciones de paz, donde la acción multinacional, por el plus de legitimidad que proporciona, facilita que la presencia sea inicialmente aceptada por parte de los contendientes, algo crucial para iniciar cualquier labor de interposición o mantenimiento de la paz, y, casi más importante, asegura el imprescindible apoyo de las propias opiniones públicas.

¿El momento de reformar la Alianza?

Sin embargo, a pesar de sus indudables servicios pasados y presentes, la OTAN cuenta hoy con no pocos críticos, incluso entre sus filas, con lo que la duda sobre su utilidad se mantiene viva. Así pues, es preciso preguntarse si esa utilidad, quizá mero fruto inesperado de su eficiente burocracia, es tan perfecta que no necesita mayores adaptaciones, o si por el contrario los moderados cambios hasta ahora llevados a cabo no son sino el tímido comienzo de una renovación más radical; o tal vez si en realidad lo que se necesita es su relevo por otra organización más moderna, con nuevas o superiores capacidades y, sobre todo, más adaptada a los nuevos desafíos.

Hay dos razones principales por las que la OTAN de hoy se ha convertido en un instrumento diferente del creado en 1949, templado y afilado durante la guerra fría.

La primera es que la organización ha postergado la defensa del territorio en su lista de prioridades, por falta de percepción de ese tipo de amenaza, y ha adoptado, en su lugar, la protección de intereses aliados en lugares a menudo alejados del área euroatlántica. Nadie, hace pocos años, hubiera relacionado el Hindu Kush, hoy escenario prioritario de la Alianza, con la defensa de Europa. Por ello, las sucesivas reorganizaciones de la estructura militar de la OTAN se han diseñado buscando una mayor capacidad expedicionaria, y sus planes militares, antes rígidos y numerosos, cada uno para una zona concreta y una situación determinada, se han refundido en unos pocos de contingencia, válidos para lugares y situaciones diversas, tal vez en zonas remotas. La consiguiente reducción de números en las fuerzas que las naciones tienen que aportar ha sido amplia e interesadamente interpretada por políticos y analistas como la recogida de los “dividendos de la paz”, pero en realidad las fuerzas resultantes, aunque menos numerosas, son más onerosas, por ser más dependientes de un transporte estratégico, de un adiestramiento exigente, de medios de mando y control compartidos, y de la posesión de material tecnológicamente avanzado. Esta realidad, casi 20 años después del fin de la guerra fría, no ha sido aún bien asumida por gobiernos que encuentran dificultades para persuadir a la opinión pública de la necesidad de unos gastos que en pocos casos llegan al dos por cien del PIB mutuamente exigido y prometido[2], porque cuesta percibir su relación con la prevención de peligros ciertos para sus vidas y haciendas.

La segunda es la expansión en número de aliados, que casi se han duplicado en 10 años, a la vez que se mantiene el principio del consenso como sistema de toma de decisiones. A ello hay que añadir una similar expansión del Consejo de Asociación Euroatlántico (EAPC, en inglés), que ahora cuenta nada menos que con 50 miembros, y el añadido de otras organizaciones “satélite”, como el Diálogo Mediterráneo (MD, en inglés) y el Istanbul Cooperation Initiative (ICI).

La cuestión que ahora nos acucia es si al incorporar todos estos cambios, la OTAN se ha adaptado de manera suficiente al nuevo entorno estratégico, o si con ello se han introducido unas debilidades antes inexistentes.

El casi olvidado artículo 12 del Tratado de Washington establece: “Cuando el tratado lleve 10 años de vigencia, o en cualquier fecha posterior, las partes mantendrán, si cualquiera de ellas lo solicita, consultas mutuas con vistas a revisar el tratado teniendo en cuenta los factores que en dicho momento puedan afectar a la paz y la seguridad en la zona del Atlántico Norte, incluyendo el desarrollo de acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz y seguridad internacionales”.

Parece obvio que la desaparición de la Unión Soviética y el Pacto de Varsovia constituyen algunos de esos “factores que afectan a la paz y seguridad en la zona del Atlántico Norte”, afortunadamente en este caso de manera positiva. Es igualmente claro que, con el lanzamiento de la política europea de seguridad y defensa (PESD) en la Unión Europea y anteriormente de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa, así como la reducción al estado de dormant de la Unión Europea Occidental, también se han “desarrollado acuerdos tanto de ámbito mundial como regional, concluidos de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas [...]” que afectan a la paz y seguridad de la zona. En el plano negativo, el empleo del terrorismo como arma por organizaciones yihadistas que, aunque existente con anterioridad, entró dramáticamente en escena el 11 de septiembre de 2001, es, sin duda, otro factor que afecta a la estabilidad mundial. Si añadimos a ello la evidencia de que las operaciones en que se ha empeñado la OTAN estos últimos años, aunque con el consenso de todos los aliados, no encuentran fácil acomodo en la literalidad del tratado, la revisión de éste resulta más que justificada.

Pero no basta con saber que los aliados son capaces de acordar acciones específicas para casos particulares. Il n’est pas seulement important qu’une chose marche en pratique (no sólo es importante que algo funcione en la práctica) reza un sabio aforismo francés, mais il faut se demander si elle marcherait en thèorie (hay que preguntarse si funcionaría en teoría). Y esto es así porque si no, con meros acuerdos caso por caso, la próxima puesta en práctica en otro caso diferente puede fracasar. Es pues preciso consagrar la práctica en el nivel teórico, y acordar qué hay que reformar de éste, para qué y cómo. Este acuerdo, sin embargo, es muy difícil de alcanzar, y la razón está en las diferentes concepciones que las naciones aliadas tienen sobre la utilidad de la OTAN. Un grupo importante de ellas, compuesto por las llegadas después de la desaparición del Pacto de Varsovia, antiguas repúblicas socialistas soviéticas o ex miembros del pacto, se incorporaron al Tratado del Atlántico Norte buscando refugio contra los tics imperialistas del antiguo amo, refugio que sólo proporciona precisamente el artículo 5, el de la defensa común.

Otras naciones, como Francia, con el objetivo de despejar el terreno para lo que desean sea un crecimiento en capacidad y responsabilidades de la UE –de la que aún se siente el principal valedor a pesar de la negativa popular en 2005 al Tratado Constitucional– intentan acotar las actuaciones OTAN apoyándose para ello en la literalidad del Tratado de Washington. El argumento empleado es, básicamente, que los conflictos de hoy sólo se pueden resolver con el uso concertado de medios diplomáticos, económicos y otros, además de los militares. La Alianza, según esta teoría, debido a que su esencia es la defensa colectiva, está constreñida a emplear sólo los últimos, mientras que la UE tiene feliz e intrínsecamente acceso a todos.

Finalmente, otras naciones, como Turquía, con la opuesta finalidad de limitar una UE que percibe refractaria a sus deseos de unirse, busca en la interpretación estricta de tratado –y en los acuerdos llamados Berlín Plus, hechos en tal espíritu– la herramienta para oponerse a toda cooperación entre ambas organizaciones, tomándose de paso cumplida venganza por una entrada de Chipre en la UE que incumplió, a ojos de Ankara, las condiciones previamente pactadas. Por tanto, el número de enemigos de revisar el tratado es grande, y sus finalidades dispares.

El camino más modesto para promulgar un nuevo Concepto Estratégico también se ha intentado, aunque sin éxito por una serie de razones coyunturales: fundamentalmente el cambio de presidencia en Estados Unidos entre las cumbres de 2008 y 2009, que impedía que tal concepto pudiera ser el “legado” del presidente saliente, pero sin que el entrante tuviera suficiente oportunidad de ejercer su influencia, y habiendo perdido la ocasión que ofrecía la coincidencia de las dos cumbres, con un próximo cambio de secretario general, y con elecciones el próximo otoño en Alemania –el mayor impulsor de un nuevo Concepto Estratégico– no parece se vaya a presentar uno nuevo antes de dos o tres años. Sólo se ha autorizado la elaboración de un documento llamado “Declaración sobre la Seguridad de la Alianza” que, una vez aprobado en la cumbre del 3-4 de abril como está previsto, pudiera servir de base al deseable y futuro Concepto Estratégico.

La expansión de la Alianza hacia el Este ha introducido también nuevos problemas. Mientras que anteriores incorporaciones a la OTAN –Grecia y Turquía en 1951, Alemania en 1954 y España en 1981– respondían a una lógica compartida por todos los aliados, las que han seguido después –República Checa, Hungría y Polonia en 1997, Bulgaria, Estonia, Letonia, Lituania, Rumania, Eslovaquia y Eslovenia en 2003, Albania y Croacia, además de Macedonia, ya decididas en la cumbre de 2008, pero aún en proceso– han ido respondiendo a una lógica política diferente, con una relación con una Europa unida y coherente cada vez más tenue. Los acuerdos de EE UU con Polonia y República Checa para la instalación de un sistema de defensa antimisil (ABM), y el reciente intento de Washington, abortado por la oposición europea y sentenciado de momento por lo sucedido en Georgia el pasado agosto, de incorporar a Ucrania y Georgia, que como era previsible despertaron las iras rusas, permiten identificar en todo este proceso una estrategia, ciertamente OTAN en cuanto a que ha sido consensuada, pero más americana que europea, y que parece haber hecho abstracción de las realidades geopolíticas.

La sensación rusa de asedio –una obsesión siempre presente pero ahora acrecentada– y el tal vez poco meditado afán político americano de importar ciertos países a la OTAN, con olvido de algunas notorias dificultades en el campo de la seguridad con tal de abrir el camino a Bakú, han sido y aún son problemas innecesariamente añadidos a la ya notable panoplia de ellos que los aliados deben examinar y resolver.

El resultado es peor que la mera prosecución de objetivos poco claros. La cohesión de la Alianza se ha resentido visiblemente, al punto de que como es bien sabido el ex secretario de Defensa americano Donald Rumsfeld pudo agrandar la grieta abierta por la intervención en Irak refiriéndose a “la vieja y la nueva Europa”, enviando con ello un mensaje malvado por lo verosímil. La comunidad de intereses es hoy más dudosa. Los nuevos aliados traen sus propios problemas; véanse las humillantes condiciones griegas para hacer efectiva la acordada incorporación de Macedonia, la hostilidad entre Estonia y Rusia que eclosionó en un potente “ciberataque” de la última a la primera en abril de 2007, la carencia de defensa aérea propia de las tres repúblicas bálticas (e Islandia y Eslovenia), añadiendo así una carga a los demás aliados, o el envalentonamiento del presidente georgiano, Mijail Saakhasvili, por la promesa de ingreso en la OTAN en la cumbre de 2008 y la devastadora respuesta rusa –por si no fueran suficientes las endémicas y debilitantes diferencias entre Grecia y Turquía–.

La percepción que cada aliado tiene de la seguridad (¿colectiva?) y de los riesgos que la amenazan es diferente, con lo que donde antes había una percepción compartida del problema estratégico que la OTAN resolvía, ahora hay casi tantas como aliados. Incluso en el seno de una operación real, la ISAF (Fuerza Internacional de Seguridad y Asistencia en Afganistán), la más importante que tiene la Alianza en curso, ha sido preciso crear una estructura de mando más compleja de lo que reclamaría la entidad de la fuerza implicada, con objeto de acomodar la considerable diferencia entre la estrategia de EE UU y la de un cierto número de aliados europeos.

En pocas palabras, sea cual sea el objetivo servido por el proceso de expansión hacia el Este, se ha hecho evidente que conforme aumenta el número de aliados la cohesión se reduce y el número y variedad de riesgos aumenta. La respuesta, pues, a la pregunta planteada más arriba es que la expansión probablemente crea un problema de cohesión interior tal vez mayor que los problemas de política exterior que resuelve.

OTAN ‘versus’ PESD

En esta tesitura, el siguiente paso en el razonamiento es preguntarse si existen organizaciones, actuales o posibles pero viables, que pudieran reemplazar a la OTAN en esa función de proporcionar seguridad a la sociedad euroatlántica. La primera candidata que se ofrece al pensamiento es la PESD, que va adquiriendo poco a poco una estructura y unas fuerzas que le permiten llevar a cabo operaciones militares, como Althea en Bosnia-Herzegovina o Atalanta en las costas de Somalia, que hasta ahora hubieran sido consideradas privativas de la OTAN. Además, se argumenta, la PESD puede aportar medios y mecanismos, como los diplomáticos, económicos, legales y policiales, de los que la OTAN en principio carece (aunque es de suponer que, siendo nacionales[3], estarían igualmente a disposición de la OTAN si los aliados decidieran utilizarlos).

Se ha mencionado que la capacidad de operar a nivel multinacional es uno de los principales activos, si no el principal, de la OTAN. Pero esa experiencia no es ya privativa de la organización. Formada en su mayoría por aliados (y el resto menos uno pertenecientes a la Asociación para la Paz, por tanto también educados en la misma cultura) la UE ha incorporado mucho de la doctrina y experiencia de la OTAN, y sobre todo la vital capacidad de operar de manera multinacional, aunque la carencia de una estructura de mando permanente –cuyo embrión estuvo a punto de ser establecido en Tervuren, Bruselas, pero faltó la decisión final– la limita a generar fuerzas y encomendar su mando a cuarteles generales nacionales o creados ad hoc, a veces con una precaria multinacionalidad. Con estas carencias, y sin el enorme potencial de EE UU, la UE hace de la necesidad virtud y se ha aplicado en la tarea de participar en la resolución de crisis con el uso concertado de medios civiles –políticos, diplomáticos, económicos, legales, policiales– y militares. El resultado de este empeño, teóricamente excelente[4], es aún imposible de evaluar, pues la doctrina que ha de preceder a la acción aún no está desarrollada, y las operaciones que la UE ha acometido han sido o de escasa entidad (Darfur, República Democrática del Congo) o sucediendo a la OTAN para mantener presencia cuando el problema básico ya está resuelto (Althea en Bosnia, la más importante de la UE por ahora)[5], o puramente civiles donde la OTAN, con su presencia militar, proporciona la seguridad necesaria (Eulex en Kosovo y Afganistán).

Pero la insistencia de los europeos en que las crisis de seguridad hay que acometerlas con más medios que los militares tiene orígenes más amplios que la insuficiencia de estos últimos (lo que de todos modos es discutible)[6]. Hoy hay en Europa una positiva renuencia a utilizar incluso los medios que realmente se poseen. Si esto se debe al antibelicismo resultante de la vacuna contra la violencia organizada que supusieron las devastaciones del siglo XX, pues hasta entonces Europa nada tenía de pacifista, es debatible, pero es claro que para llevar a cabo una acción militar, Europa hoy necesita que alguien la galvanice, y eso sólo puede ocurrir en el seno de la OTAN. No es razonable esperar que la UE adopte por su cuenta las mismas medidas militares a las que se resiste tenazmente cuando se proponen en el seno de la OTAN, generalmente por EE UU. Como demostración, la Unión en su aún nonata Constitución acepta que, al menos para algunos Estados miembros, la defensa común está suficientemente servida con el Tratado del Atlántico Norte.

Podemos concluir que la sucesión de la OTAN por la UE dista de ser algo alcanzable al menos a medio plazo. Si en un futuro, aún lejano, la UE consiguiera algunas de esas cotas de supranacionalidad a las que aspira, podría traer consigo el abandono del principio del consenso en beneficio de la más ágil votación mayoritaria, con lo que algunos de los problemas generados por la ampliación, que también hace cada vez menos coherente a la Unión, podrían resolverse. Por otro lado, la supranacionalidad seguramente obligaría a articular distintos niveles de pertenencia, lo que aumentaría ese déficit de coherencia. En todo caso, estas formidables transformaciones de la UE, con sus pros y sus contras, no parece vayan a ocurrir muy pronto.

La OSCE es a veces citada como la que podría aportar esas otras dimensiones de las que la OTAN carece. Ciertamente algunos ven en ella una especie de Organización de las Naciones Unidas regional, y tal es el papel que desempeñó en algunos periodos de la desmembración de Yugoslavia. Pero tal carácter, al mismo tiempo que le proporciona una cierta dignidad de dispensador de legitimidad, la hace inadecuada para el papel que buscamos. Asimismo, se encuentra fuertemente contestada por Rusia, que se duele de no poder controlar una organización de seguridad colectiva de la que es miembro de pleno derecho. Es innecesario añadir que ello es la demostración clara de que la organización de seguridad que necesitamos deberá estar formada exclusivamente por naciones democráticas –sin extravagantes adjetivos como el de “soberana” que adorna a la peculiar democracia rusa– que compartan intereses y estilos de sociedad. Bastante difícil es ya armonizar las decisiones en foros con esas garantías, como la OTAN y la UE, como para intentar acciones comunes en el campo de la seguridad colectiva con participantes tan dispares como los que integran la OSCE.

La otra posibilidad de reemplazar a la OTAN sería una “unión de las democracias” hoy inexistente, compuesta básicamente por los actuales aliados más otras naciones de sólidas credenciales democráticas, como Australia, Brasil, Israel, Japón, Nueva Zelanda, etcétera. Si tal organización debe ser ex novo o generada mediante una expansión adicional de la Alianza serían alternativas a debatir. El argumento tiene el mérito indudable de que alguno de los citados, y alguno más no citado, serían netos contribuyentes de seguridad, así demostrado por sus contribuciones a la ISAF por ejemplo (aunque el caso de Israel, constantemente incluido en las listas de este debate, es francamente dudoso en cuanto a la seguridad que podría contribuir; la prueba indirecta pero convincente es que no puede enviar fuerzas a Afganistán u otro teatro, no por que no las tenga o no estén bien dotadas y adiestradas, bien al contrario, sino porque las necesita todas para sus propios y acuciantes fines nacionales; en definitiva, está lejos de poder ser un contribuyente neto de seguridad).

Curiosamente ese deseo de expandir el vínculo transatlántico (Norte) hasta el Atlántico Sur y el Pacífico es más citado en círculos políticos y académicos europeos o americanos que en las propias naciones aludidas que, a diferencia de los antiguos miembros de la URSS o del Pacto de Varsovia, no han hecho ninguna manifestación de desear unirse al club, por lo que la viabilidad del proyecto no parece asegurada. En todo caso, se trataría de un instrumento nuevo que, solventando los problemas de la inoperancia de una ONU debilitada por el enorme número y diversidad ideológica de sus miembros, pudiera dar a las operaciones de paz de la comunidad euroatlántica la legitimidad que, a menudo inútilmente, se busca en la ONU y su Consejo de Seguridad. Pero ese papel, sin duda importante, sólo sería posible si esa organización fuera independiente, no el resultado de un crecimiento de la OTAN o su reemplazo.

Una estrategia para el siglo XXI

Así pues, no parece fácil encontrar un sustituto a la Alianza. Lo previsible es que en el próximo futuro aparezcan nuevas o viejas crisis que requieran acción de las democracias occidentales, y el mejor instrumento para contender con ellas es todavía la OTAN. Su estructura de mando permanente, su experiencia acumulada, y la pertenencia de EE UU con su inmenso potencial militar, económico y diplomático, ponen a la Alianza muy por delante de su distante competidor, la UE, para resolver crisis de cierta entidad, y otras organizaciones hipotéticas son incluso menos viables.

Si, por tanto, la herramienta es indispensable, y la necesidad de usarla recurrente, no queda otra opción sino adaptarla, templarla y afilarla para las nuevas tareas. El ambiente estratégico y ella misma han cambiado tan radicalmente, tanto geográfica como políticamente, que los antiguos textos y tradicionales doctrinas no sirven para los problemas de hoy. Si como parece no resulta posible revisar el Tratado de Washington, es preciso lanzar lo antes posible el estudio de un nuevo Concepto Estratégico que, partiendo de la Declaración sobre la Seguridad de la Alianza que se está redactando, describa los nuevos riesgos y amenazas, y extrayendo las adecuadas conclusiones promulgue las nuevas misiones y consiguientes estructuras. En una palabra: que adapte la OTAN al ambiente estratégico del siglo XXI.

Notas:

[1] Este artículo fue publicado originalmente en la revista Política Exterior, número 128.

[2] De las 25 naciones aliadas con fuerzas armadas, sólo seis superan esa cifra acordada. España gasta aproximadamente el 1,2 por cien, superando solamente a Bélgica, Hungría y Luxemburgo.

[3] Uno de los proyectos más acariciados en la UE es la creación de un servicio exterior, que se habrá de materializar cuando entre en vigor el Tratado de Lisboa. Éste será el primer medio de acción de la UE, si no supranacional, al menos no estrictamente nacional. La OTAN, además de la estructura de mando, tiene colectivamente los aviones Awacs, la red de centros de mando de operaciones aéreas (CAOCs), y en el próximo futuro el Alliance Ground Surveillance.

[4] La OTAN también está tratando de incorporar estas ideas en su acervo doctrinal, bajo los nombres de Comprehensive Approach y Effects Based Approach to Operations (EBAO).

[5] La operación naval Atalanta también sucede a una operación OTAN, la Allied Provider, pero no se puede decir que el problema original haya quedado resuelto antes de la entrada de la UE. Ni siquiera la UE parece aspirar a resolverlo, pues en lugar de un end state de la operación ha promulgado meramente una end date (12 de diciembre de 2009).

[6] Un ejemplo frecuente y justamente citado es el de que las naciones europeas de la OTAN poseen entre todas unos 1.400 helicópteros militares, y sin embargo no han sido capaces estos últimos años de desplegar en Afganistán más allá de unas dos docenas al tiempo.