8 de julio de 2008

ESTRATEGIA INTEGRAL PARA UN ESTADOS UNIDOS DIVIDIDO


Charles A. Kupchan y Peter L. Trubowitz*

Cuidado con la brecha

Estados Unidos se encuentra en medio de un violento y polarizado debate sobre la naturaleza y el alcance de su compromiso con el mundo. La reevaluación actual es sólo la más reciente de muchas; desde el ascenso del país como potencia global, sus dirigentes y ciudadanos han sometido a constante escrutinio los costos y beneficios de las aspiraciones en el extranjero. En 1943, Walter Lippmann ofreció una formulación clásica del tema. "En las relaciones exteriores", escribió, "como en todas las demás, sólo se ha formado una política cuando los compromisos y el poder se han puesto en equilibrio. [...] la nación debe mantener sus objetivos y su poder en equilibrio, sus propósitos dentro de sus medios y sus medios iguales a sus propósitos".

Si bien Lippmann era consciente de los costos económicos del compromiso global, su interés básico era la "solvencia política" del manejo de las relaciones exteriores estadounidenses, no la suficiencia de sus recursos materiales. Lamentaba el partidismo divisorio que tan a menudo había impedido a la nación encontrar "una política exterior establecida y de aceptación general". Ese partidismo "es un peligro para la república", advertía. "Porque cuando un pueblo está dividido en la conducción de sus relaciones con el exterior, es incapaz de llegar a acuerdos sobre la determinación de su verdadero interés. Incapaz de prepararse adecuadamente para la guerra o para salvaguardar su paz con éxito... El espectáculo de esta gran nación que no sabe lo que quiere es tan humillante como peligroso." Las preocupaciones de Lippmann resultaron infundadas; frente a la Segunda Guerra Mundial y el despuntar de la Guerra Fría, el acérrimo partidismo del pasado cedió su lugar a un amplio consenso sobre política exterior que se prolongaría durante las siguientes cinco décadas.

Hoy, en cambio, la preocupación de Lippmann por la solvencia política es más pertinente que nunca. Luego de la desaparición de la Unión Soviética, la conmoción del 11-S y los fracasos de la guerra en Irak, los republicanos y los demócratas tienen menos puntos en común sobre los objetivos fundamentales del poderío estadounidense que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Se ha abierto una brecha crítica entre los compromisos globales del país y su apetito político por sostenerlos. Como quedó en claro con la colisión entre el presidente George W. Bush y el Congreso dominado por los demócratas sobre lo que hay que hacer en Irak, el consenso nacional bipartidista sobre política exterior se ha desmoronado. Si no se atiende, los fundamentos políticos del poder estadounidense continuarán desintegrándose y expondrán al país a los peligros de una política exterior errática e incoherente.

El candidato presidencial que entienda la urgencia y la gravedad de lograr un nuevo equilibrio entre los objetivos estadounidenses y sus medios políticos estará en condiciones de cosechar una doble recompensa. Es probable que él o ella atraigan fuerte apoyo popular; como en las elecciones intermedias de 2006, en la presidencial de 2008 la guerra en Irak y la conducción de la política exterior serán temas decisivos. Ese candidato o candidata, de obtener el triunfo, también incrementaría la seguridad estadounidense al forjar una nueva estrategia integral que sea políticamente sustentable, y de ese modo tranquilizar a una comunidad global que continúe mirando hacia Estados Unidos en busca de liderazgo.

Formular una estrategia políticamente solvente requerirá reducir los compromisos, al tenor de recursos cada vez menores. Al mismo tiempo será necesario estabilizar la política exterior promoviendo el apoyo público para una nueva visión de las responsabilidades globales del país. La solvencia es el camino hacia la seguridad; es mucho mejor que Estados Unidos llegue a una estrategia integral más exigente, favorecida por el respaldo interno, que continuar yendo a la deriva hacia una polarización insuperable que sería tan peligrosa como humillante.

Encontrar la línea conciliatoria

Para los estadounidenses que vivieron durante el consenso bipartidista de la era de la Guerra Fría, la actual pugna política sobre la política exterior parece ser una tremenda aberración. Sin duda, George Bush ha sido un presidente polarizador, no en poca medida por la polémica invasión de Irak y la complicada ocupación subsecuente. Pero, en realidad, la actual lucha partidista sobre política exterior es la norma histórica: la anomalía fue el bipartidismo de la Guerra Fría.

Poco después de la fundación de la república, se formaron partidos políticos para ayudar a superar los obstáculos que el federalismo, la separación de poderes y el regionalismo ponían en el camino de un gobierno eficaz. Con ellos llegó el partidismo. Durante las primeras décadas de la nación, la principal línea de competencia partidista se dio a lo largo de la división Norte-Sur, poniendo a los federalistas hamiltonianos del Noreste contra los republicanos jeffersonianos del Sur. Los dos partidos discrepaban en asuntos de estrategia integral -- en lo específico si Estados Unidos debía inclinarse hacia Gran Bretaña o hacia Francia -- , así como de política económica.

A los federalistas les preocupaba que la nueva república pudiera fracasar si entraba en conflicto con los británicos; por tanto, favorecían un acercamiento hacia Gran Bretaña en vez de extender la alianza con Francia que se fraguó durante la Guerra de Independencia. En asuntos económicos, defendían los intereses de los ambiciosos empresarios del Norte, que pugnaban por instaurar aranceles para proteger las incipientes industrias de la región. Los republicanos, en cambio, se inclinaban hacia Francia con la esperanza de contrarrestar el poderío británico apoyando a su principal rival europeo. Y como adalides de los intereses de los agricultores de la nación, los republicanos abogaban por el libre comercio y la expansión hacia el Oeste. A instancias de George Washington, los dos partidos encontraban puntos en común en la necesidad de evitar "alianzas complicadas", pero coincidían en muy pocas cosas más.

Las pasiones partidistas se enfriaron cuando terminaron las guerras napoleónicas en Europa, y siguió una era de solvencia en la conducción de la política exterior. El colapso del Partido Federalista y la revitalización de una economía ya no perturbada por la guerra dieron paso a lo que un periódico de Boston llamó "una era de buenos sentimientos". Por primera vez, Estados Unidos gozó de un periodo sostenido de consenso político. Entre tanto, la paz preservada por el Concierto de Europa, junto con el intento de acercamiento con Londres que siguió después de la guerra de 1812, hizo posible que los funcionarios elegidos de la nación, comenzando con James Monroe, volvieran sus energías a las demandas de "mejoramiento interno". Los estadounidenses se concentraron en la consolidación y la expansión de la Unión hacia el Oeste, limitando el alcance de la nación a lo que era sostenible en términos políticos y militares.

Este consenso se rompió en 1846, cuando James Polk llevó al país a la guerra contra México en nombre del "destino manifiesto". Los demócratas -- herederos sureños de los republicanos jeffersonianos -- abogaron por la captura de territorio mexicano y vieron en la guerra la oportunidad de reforzar su control sobre los hilos del poder nacional. Temiendo precisamente eso, los whigs del Noreste -- precursores de los republicanos actuales -- emprendieron una batalla en la retaguardia, poniendo en tela de juicio la legitimidad de la toma territorial de Polk y el ascenso de un "poder esclavista" sureño. La guerra de Polk, primera en la que el país entró por decisión propia, desató una nueva ronda de lucha partidista, la cual agravó las tensiones regionales que a la larga desembocarían en la Guerra de Secesión.

Luego de esta guerra se asentó en el país una tensa calma, la cual terminó pronto debido a las divisiones en torno a las aspiraciones por obtener el rango de superpotencia. En el curso de la década de 1890, Estados Unidos construyó una de las mayores flotas de combate del mundo, ganó tierras en el extranjero y aseguró mercados externos. Con todo, los esfuerzos de los republicanos por proyectar a la nación hacia la vanguardia del planeta reabrieron las heridas regionales del país e incitaron fuerte resistencia de los demócratas. Los republicanos prevalecieron debido a su monopolio del poder, pero sus ambiciones geopolíticas pronto demostraron ser políticamente insostenibles. A partir de la guerra con España, Estados Unidos se embarcó en lo que Lippmann llamó "diplomacia deficitaria": sus compromisos internacionales rebasaron la buena disposición del público a soportar las cargas requeridas.

Después de la vuelta del siglo, la política exterior divagó sin coherencia entre alternativas nada halagüeñas. La aventura imperialista de Theodore Roosevelt en Filipinas pronto dejó atrás el apetito del país en sus ambiciones en el extranjero. William Taft probó la "diplomacia del dólar", la cual buscaba satisfacer los objetivos de Washington en el extranjero mediante lo que llamaba medios "pacíficos y económicos". Pero desató la ira de los demócratas, que veían en esa estrategia poco menos que la capitulación ante los intereses empresariales de gran escala. Woodrow Wilson abrazó la doctrina de la "seguridad colectiva" y la Sociedad de Naciones, invirtiendo en asociaciones institucionalizadas que aliviaran los costos del compromiso cada vez mayor del país con el mundo. Pero el Senado, virtualmente paralizado por el rencor partidista, se opuso con firmeza. Como expresó Henry Cabot Lodge, uno de los mayores opositores a la Sociedad de Naciones en el Senado, en tono de mofa, "nunca esperé detestar a nadie en política con el odio que siento por Wilson". Hacia el periodo de entreguerras era evidente el estancamiento político. Los estadounidenses rechazaban tanto el uso firme del poderío estadounidense como el multilateralismo institucionalizado, y prefirieron la seguridad ilusoria del aislacionismo propugnado por Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover.

Uno de los mayores logros de Franklin Roosevelt fue superar esta división política y llevar al país a una nueva era de bipartidismo. Con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, construyó una amplia coalición de demócratas y republicanos como base del internacionalismo liberal. El nuevo rumbo entrañó un compromiso tanto con el poder como con las alianzas: Estados Unidos proyectaría su poderío militar para preservar la estabilidad, pero siempre que fuera posible ejercería su liderazgo mediante el consenso y la colaboración internacional en vez de la iniciativa unilateral. Este acuerdo interno, si bien debilitado por las pugnas políticas por la Guerra de Vietnam, duró hasta el final de la Guerra Fría.

La naturaleza de la amenaza geopolítica que enfrentaba el país ayudó a Roosevelt y sus sucesores a sostener este consenso internacionalista liberal. Washington necesitaba aliados para prevenir que una potencia hostil dominara sobre Eurasia. Las exigencias estratégicas de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría también infundían disciplina, alentando a demócratas y republicanos por igual a unirse en torno a una política exterior común. Cuando las pasiones partidistas afloraban, como ocurrió respecto de las guerras de Corea y Vietnam, fueron contenidas por los imperativos de la rivalidad entre superpotencias.

La constante cooperación bipartidista en política exterior fue producto no sólo de la necesidad estratégica, sino también de cambios en el panorama político del país. Las divisiones regionales se habían moderado; el Norte y el Sur formaban una alianza política por primera vez en la historia de Estados Unidos. El anticomunismo hizo que inclinarse demasiado a la izquierda pareciera una traición política, y en la derecha reinaban las preocupaciones del público por un Armagedón nuclear. El auge económico posterior a la Segunda Guerra Mundial mitigó las divisiones de la era del New Deal, cerrando la distancia ideológica entre demócratas y republicanos y facilitando la forja de un consenso detrás del libre comercio. La prosperidad y la riqueza contribuyeron a nutrir el centro político del país, el cual sirvió de fundamento al internacionalismo liberal que duró medio siglo.

La nación se vuelve a dividir

Contrariamente al sentido común, el derrumbe del acuerdo bipartidista y del internacionalismo liberal no comenzó con George W. Bush. El bipartidismo se vino al suelo después del fin de la Guerra Fría, y llegó al punto más bajo desde la Segunda Guerra Mundial cuando los republicanos ganaron el control del Congreso en 1994. Los repetidos desencuentros sobre política exterior entre el gobierno de Clinton y el Congreso determinaron que quedara vacío el centro bipartidista que había sido la base política del internacionalismo liberal. Entonces, el gobierno de Bush desmanteló lo que quedaba del centro moderado y consiguió que la división partidista sea hoy tan ancha como el cisma de entreguerras que obsesionaba a Lippmann. Los legisladores demócratas y republicanos sostienen hoy puntos de vista muy diferentes sobre política exterior. Sobre las cuestiones más básicas de la estrategia integral estadounidense -- las fuentes y propósitos del poder, el uso de la fuerza, el papel de las instituciones internacionales -- , los representantes de los dos partidos viven en planetas distintos.

La mayoría de los republicanos en el Congreso sostiene que el poder estadounidense depende sobre todo de la posesión y el uso de la fuerza militar, y ven en la cooperación institucionalizada más bien un impedimento. Respaldan con obstinación el esfuerzo actual del gobierno de Bush por pacificar a Irak. Cuando la nueva legislatura realizó las primeras votaciones sobre la guerra en Irak, a principios de este año, sólo 17 de los 201 republicanos de la Cámara de Representantes cruzaron las líneas del partido para oponerse al reciente aumento de efectivos estadounidenses. En el Senado, sólo dos republicanos se unieron a los demócratas para aprobar una resolución que demandaba fijar fechas para el retiro. En contraste, la mayoría de los demócratas sostienen que el poder estadounidense depende más de la persuasión que de la coerción y que se necesita ejercerlo en forma multilateral. Quieren que el país salga de Irak: 95% de los demócratas en ambas cámaras han votado por retirar las tropas en 2008. Como los republicanos optan por la fuerza y los demócratas por la cooperación internacional, el consenso bipartidista entre poder y partidismo -- la fórmula que dio vida al internacionalismo liberal -- se ha deshecho.

Desde luego, el Partido Republicano alberga aún a algunos multilateralistas convencidos, como los senadores Richard Lugar (por Indiana) y Chuck Hagel (por Nebraska). Pero están aislados dentro de sus propias filas. Y algunos demócratas, en especial los que tienen la mira puesta en la presidencia, se desviven por demostrar su determinación en asuntos de defensa nacional. Pero los dirigentes del partido son empujados hacia la izquierda por activistas partidarios cada vez más influyentes. Así, el terreno ideológico común a ambos partidos es mínimo, y las zonas de concordia son cuando mucho superficiales. La mayoría de los republicanos y demócratas cree aún que Estados Unidos tiene responsabilidades globales, pero hay poco acuerdo en cuanto a la forma de conciliar medios y fines. Y sobre la cuestión central del poder contra el partidismo, ambos partidos se mueven en direcciones opuestas, y la divergencia es cada vez más evidente entre el público y entre las élites políticas.

En una encuesta del Pew Research Center de marzo de 2007, más de 70% de los electores republicanos sostuvo que "la mejor forma de garantizar la paz es mediante la fuerza militar". Sólo 40% de los votantes demócratas compartió tal punto de vista. Un sondeo similar realizado en 1999 reveló la misma división partidista, lo cual dejó en claro que no se refiere sólo a la política exterior de Bush, sino también a los objetivos generales del poderío estadounidense. Sin duda, la guerra en Irak ha ensanchado y profundizado las diferencias ideológicas sobre la eficacia relativa de la fuerza y la diplomacia. Una encuesta de CNN indicaba que después de cuatro años de ocupación de Irak, sólo 24% de republicanos se oponía a la guerra, en comparación con más de 90% de demócratas. En cuanto a exportar los ideales estadounidenses, un estudio del German Marshall Fund de junio de 2006 descubrió que sólo 35% de los demócratas creía que Estados Unidos debía "ayudar a instaurar la democracia en otros países", en comparación con 64% de republicanos. De modo similar, un sondeo de CBS News de diciembre de 2006 reveló que dos terceras partes de los demócratas creían que Estados Unidos debe "dejar de inmiscuirse en asuntos internacionales", en tanto sólo la tercera parte de los republicanos opinaba lo mismo.

Impulsado por esas divisiones ideológicas, el partidismo ha devorado a Washington. Según un índice muy utilizado (Voteview), el Congreso está hoy mucho más fraccionado y polarizado políticamente que en cualquier momento de los cien últimos años. Luego que los demócratas ganaron la mayoría en el Congreso en las elecciones intermedias de 2006, muchos observadores pronosticaron que al haber un partido en control de la Casa Blanca y otro en el Congreso propiciaría la cooperación, como ocurrió en el pasado. En cambio, el rencor político sólo se ha intensificado. La Casa Blanca, pese a su promesa inicial de colaborar con la oposición, ha continuado con su conducta enérgica, desdeñando los llamados demócratas a precisar fechas para el retiro de Irak como "un juego de charadas". Poco después de ganar las dos cámaras, los demócratas también prometieron tender la mano al otro lado, pero, tan pronto como abrió la 110 Legislatura, dieron a los republicanos una sopa de su propio chocolate al impedir que el partido minoritario enmendara leyes durante el frenesí inicial de labor legislativa.

Las fuentes de este retorno al rencor partidista son tanto internacionales como internas. En el exterior, la caída de la Unión Soviética y la ausencia de un nuevo competidor en plano de igualdad han relajado la disciplina de la Guerra Fría, dejando la política exterior del país en posición más vulnerable frente a las vicisitudes de la política partidista. La amenaza planteada por el terrorismo internacional ha resultado demasiado elusiva y esporádica para actuar como nuevo unificador. Entre tanto, la cada vez más profunda integración de Estados Unidos en la economía mundial produce disparidades cada vez mayores en riqueza entre sus ciudadanos, lo cual crea nuevas brechas socioeconómicas y erosiona el respaldo al libre comercio.

Dentro de Estados Unidos, se han debilitado las condiciones políticas que otrora alentaron el centrismo. Las tensiones regionales están de vuelta; el país "rojo" y el "azul" están en desacuerdo en cuanto a cuál deba ser la naturaleza de la participación del país en el mundo y también en temas nacionales como el aborto, el control de armas y los impuestos. Los moderados escasean, lo cual da por resultado el adelgazamiento de lo que Arthur Schlesinger Jr. describió apropiadamente como "el centro vital". La redistribución de los distritos electorales legislativos, la proliferación de medios de comunicación altamente partidistas y el creciente poder de internet como fuente de financiamiento de campañas y movilización partidaria han contribuido a la erosión del centro. También un cambio generacional ha cobrado su factura. Casi 85% de los miembros de la Cámara de Representantes fue elegido en 1988 o después. La "gran generación" se retira con rapidez de la vida política y se lleva consigo décadas de servicio con conciencia cívica.

Ahora que la campaña presidencial se acerca a su máxima velocidad y el panorama nacional está ya trazado profundamente según líneas regionales e ideológicas, la confrontación partidista está destinada a intensificarse, lo cual es una receta para un estancamiento político en lo interno y un liderazgo fallido en lo externo.

Para restaurar la solvencia

A principios del siglo XX, profundas divisiones partidistas produjeron giros impredecibles y peligrosos en la política exterior de Estados Unidos y a la larga lo condujeron a aislarse del mundo. Una dinámica similar ocurre a principios del siglo XXI. El firme unilateralismo del gobierno de Bush está resultando políticamente insostenible. Con vistas a las elecciones de 2008, los demócratas preparan ambiciosos planes para imbuir nueva vida en las instituciones internacionales. Pero también descubrirán que la estrategia integral que prefieren será políticamente insostenible. El Partido Republicano, que virtualmente se quedó sin moderados luego de las elecciones de 2006, tiene poca paciencia para el multilateralismo cooperativo, y con gusto desplegará su poder en el Senado para bloquear cualquier esfuerzo programático por obligar a Washington con acuerdos e instituciones internacionales. En especial entre la discordia interna desencadenada por la guerra en Irak, el partidismo y el estancamiento interior podrían una vez más obstruir la habilidad política estadounidense, y quizá incluso provocar una desordenada desvinculación con el exterior.

El electorado ya parece encaminarse en esa dirección. Según la encuesta de CBS News de diciembre de 2006, 52% de los estadounidenses creía que el país debe "dejar de inmiscuirse en asuntos internacionales". Aun en medio de la apasionada oposición a la guerra de Vietnam, sólo 36% de los estadounidenses tenía esa opinión. Las actitudes introspectivas son especialmente pronunciadas entre los más jóvenes: 72% de los que tienen entre 18 y 24 años de edad no cree que Estados Unidos deba tomar para sí la conducción en la solución de las crisis globales. Si Washington continúa buscando una estrategia integral que exceda sus medios políticos, es seguro que el sentimiento aislacionista aumente entre los ciudadanos.

Estados Unidos necesita lograr una estrategia integral que sea solvente en lo político. En el polarizado panorama actual, en el que los demócratas quieren menos proyección de poder y los republicanos menos asociaciones internacionales, restaurar la solvencia significa volver a poner los compromisos del país de acuerdo con los medios políticos. Encontrar un nuevo equilibrio interno que garantice un liderazgo responsable en el mundo requiere una estrategia que sea tan juiciosa y selectiva como llena de significado.

En primer lugar, una estrategia solvente implicaría compartir más responsabilidades con otros Estados. Por lo regular las grandes potencias han cerrado la distancia entre recursos y compromisos devolviendo vínculos estratégicos a los actores locales. Estados Unidos debe usar su poder y buenos oficios para catalizar una mayor confianza en sí mismo en varias regiones, como se ha hecho en Europa. Debe construir a partir de los cuerpos regionales existentes, por ejemplo alentando al Consejo de Cooperación del Golfo a profundizar la cooperación sobre defensa en la Península Arábiga, ayudando a la Unión Africana a expandir sus capacidades y apoyando los esfuerzos de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (asean, por sus siglas en inglés) por construir un foro de seguridad regional. Washington debe impulsar a la Unión Europea a forjar un enfoque más colectivo para la política de seguridad y asumir mayores cargas en la defensa. También debe profundizar sus vínculos con potencias regionales emergentes, como Brasil, China, India y Nigeria. Entonces estaría en capacidad de influir mejor en la conducta de esos países, de modo que complemente los objetivos estadounidenses en vez de obstruirlos.

En segundo lugar, en lo referente a la guerra contra el terrorismo, la estrategia debe enfocarse en los terroristas y no en procurar cambios de régimen. Esto significará concentrar los esfuerzos militares en destruir células y redes terroristas, así como en emplear instrumentos políticos y económicos para atender las fuentes de inestabilidad de largo plazo en Medio Oriente. Al reconocer que la reforma en el mundo árabe se producirá con lentitud, Washington debe aplicar políticas que apoyen con paciencia el desarrollo económico, el respeto a los derechos humanos y la pluralidad religiosa y política. También debe forjar sociedades de trabajo con países preparados para combatir el extremismo. Procurar el cambio de régimen y las visiones radicales de transformar Medio Oriente sólo se volverá en su contra y continuará extendiendo más de lo debido el poderío y la voluntad política estadounidenses.

En tercer lugar, Estados Unidos debe reconstruir su poder duro. Para ello, el Congreso debe destinar los fondos necesarios para atender el efecto devastador de la guerra en Irak sobre la disponibilidad, el equipamiento y la moral de las fuerzas armadas estadounidenses. El Pentágono debe también economizar sus recursos consolidando sus 750 bases en el exterior. Si bien se debe mantener la capacidad de proyectar poder en escala global, se puede reducir la merma en poder humano al recortar la presencia en el campo y confiar más en enclaves preestablecidos y en el personal asentado en Estados Unidos.

En cuarto lugar, Estados Unidos debe contener a sus adversarios mediante el compromiso, como muchas grandes potencias han hecho con frecuencia en el pasado. En el siglo XIX, Otto von Bismarck ajustó apropiadamente las relaciones de Alemania con los principales Estados europeos para garantizar que su país no enfrentara una coalición que lo contuviera. A principios del siglo XX, el Reino Unido logró comprometer a Estados Unidos y Japón, lo cual redujo notablemente los costos de su imperio en el exterior y le permitió concentrarse en peligros más cercanos a su territorio. A principios de la década de 1970, la apertura de Richard Nixon hacia China mitigó sustancialmente el costo de la competencia de la Guerra Fría. Washington debe aplicar hoy estrategias similares, valiéndose de la pericia diplomática para reducir la competencia estratégica con China, Irán y otros rivales potenciales. Si estos esfuerzos hallan eco, prometen rendir beneficios importantes que acompañarían al acercamiento. Si Washington es rechazado, puede sentirse seguro al permanecer en guardia y por tanto evitar el riesgo de una exposición estratégica.

El quinto componente de esta estrategia integral debe ser una mayor independencia energética. La adicción de Estados Unidos al petróleo limita en forma drástica su flexibilidad geopolítica; hacer de guardián en el Golfo Pérsico implica onerosos compromisos estratégicos e incómodos alineamientos políticos. Además, los altos precios del petróleo alientan a productores como Irán, Rusia y Venezuela a desafiar los intereses de Washington. Estados Unidos debe reducir su dependencia del petróleo invirtiendo en el desarrollo de combustibles alternativos y adoptando un esfuerzo autorizado en el nivel federal para que los automóviles sean más eficientes.

Por último, Estados Unidos debe favorecer alianzas pragmáticas sobre las instituciones internacionales formalizadas de la era de la Guerra Fría. Sin duda la colaboración internacional sigue estando en el interés nacional estadounidense. En algunas áreas -- combatir el cambio climático, facilitar el desarrollo internacional, liberalizar el comercio internacional -- , es probable que la cooperación internacional perdure, y tal vez se profundice. Ya está claro, sin embargo, que el apoyo del Congreso a alianzas fijas e instituciones robustas creadas después de la Segunda Guerra Mundial se desvanece con rapidez. Es necesario que las visiones grandiosas de una alianza global de democracias sean atenuadas por la realidad política. Las agrupaciones informales, como el "grupo de contacto" para los Balcanes, el Cuarteto, los participantes en las pláticas de seis partes sobre Corea del Norte y la coalición UE-3/EU que trabaja en contener el programa nuclear de Irán, se convierten con rapidez en los vehículos más eficaces para la diplomacia. En un clima polarizado, lo menos es más: el trabajo pragmático en equipo, las concertaciones flexibles y las coaliciones para tareas específicas deben volverse la marca de un nuevo estilo de gobierno estadounidense.

Lejos de ser aislacionista, esta estrategia de prudente retraimiento protegería contra tendencias aislacionistas. En contraste, procurar una política exterior de aspiraciones excesivas e insostenibles implicaría el riesgo de una reacción política que podría producir precisamente la introversión que ni Estados Unidos ni el mundo pueden permitirse. Estados Unidos debe encontrar un punto medio estable entre hacer demasiado y hacer demasiado poco.

Pasar con vigor al otro lado

El ex secretario de Estado Dean Acheson afirmó alguna vez que 80% de la función de la política exterior consistía en "manejar nuestra capacidad interna de manejar un gobierno". Puede que haya exagerado, pero expresó una verdad perdurable: contar con un buen gobierno depende de una buena actividad política. Volver a equilibrar fines con medios ayudaría a restaurar la confianza del público estadounidense en la conducción de la política exterior. Pero adoptar un ajuste estratégico requerirá acabar con la polarización y construir un consenso estable detrás de él. Como demostró Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial, un liderazgo sólido y una incansable diplomacia pública son prerrequisitos para forjar una cooperación bipartidista en política exterior.

El próximo presidente tendrá que aprovechar las áreas discrecionales en las que demócratas y republicanos puedan hallar un propósito común. Puede que sea necesaria la reciprocidad para salir del atasco y facilitar el acuerdo. Los evangélicos de la derecha y los progresistas sociales de la izquierda pueden cerrar filas sobre el cambio climático, los derechos humanos y el desarrollo internacional. Los demócratas podrían apoyar el libre comercio si los republicanos están dispuestos a invertir en programas de readiestramiento de trabajadores. El deseo de las grandes empresas por preservar el acceso a la mano de obra barata podría ser coherente con los intereses de los electores partidarios de la inmigración; construir un puente entre los dos grupos reconciliaría los intereses corporativos del Norte con los de los inmigrantes en el Sureste. Los demócratas que apoyan el multilateralismo por principio pueden formar equipo con los republicanos que apoyan las instituciones como vehículos para compartir las cargas globales. Si bien éstas y otras transacciones políticas no restaurarán el consenso bipartidista de la era de la Guerra Fría, sin duda contribuirán a construir apoyo político para una nueva estrategia integral, aunque más modesta.

También será útil un mayor esfuerzo por combinar la labor de ambas cámaras del Congreso. Roosevelt superó la oposición de los republicanos al internacionalismo liberal acercándose a ellos, designando a prominentes republicanos para encabezar comisiones internacionales clave y trabajando de cerca con Wendell Wilke, el candidato al que derrotó en la elección de 1940, para combatir el aislacionismo.

El nuevo gobierno debe hacer eso mismo, designando a miembros pragmáticos de la oposición para ocupar puestos importantes en política exterior y estableciendo un comité bipartidista de alto nivel que haga aportaciones regulares y oportunas a las deliberaciones políticas. La forma será tan importante como el fondo conforme los dirigentes estadounidenses busquen una estrategia integral que no sólo atienda las necesidades geopolíticas del país, sino que también restaure la solvencia dentro de Estados Unidos.

* Charles A. Kupchan es profesor de Asuntos Internacionales en la Georgetown University, miembro senior del Council on Foreign Relations y profesor de la cátedra Henry A. Kissinger en la Biblioteca del Congreso. Peter L. Trubowitz es profesor adjunto de Gobierno en la Texas University, en Austin, y miembro senior del Centro Robert S. Strauss de Seguridad y Derecho Internacionales.

¿NUEVO SOCIO ESTRATÉGICO DE ESTADOS UNIDOS?


Ashton B. Carter*

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El verano pasado, el primer ministro indio, Manmohan Singh, anunció que su país y Estados Unidos habían logrado un acuerdo para una "asociación estratégica" de largo alcance. Como parte del pacto, el presidente George W. Bush rompió con una antigua política de su nación y reconoció abiertamente a India como potencia nuclear legítima, poniendo fin a 30 años de esfuerzos de Nueva Delhi por lograr ese reconocimiento.

Mucho del debate en torno al "trato con India", como se le ha llamado tras su conclusión, en marzo pasado, se ha enfocado en asuntos nucleares. Los opositores afirman que la histórica concesión de Bush al país asiático podría asestar un fuerte golpe al régimen internacional de no proliferación nuclear y sentar un peligroso precedente para Irán, Corea del Norte y otros aspirantes a ser potencias nucleares. También señalan que el gobierno de Bush no obtuvo ningún compromiso significativo de Nueva Delhi: ninguna promesa de limitar su creciente arsenal atómico o de dar nuevos pasos para ayudar a combatir la proliferación nuclear y el terrorismo internacional. ¿Por qué, preguntan los críticos, dio Washington tanto a India por tan poco?

Estos detractores tienen razón y no. La tienen en decir que es un pacto desigual y parece haberse trazado con poca consideración a algunas de sus implicaciones. Pero exageran los daños que causará a la no proliferación -- causa importante, sin duda -- , y su comprensión de los objetivos del pacto es demasiado estrecha. Cuando se entienden los arreglos nucleares del acuerdo en forma correcta, tan sólo como parte de una realineación estratégica global que más adelante podría resultar crítica para los intereses de seguridad de Estados Unidos, el trato con India parece mucho más favorable. Washington cedió algo en el terreno nuclear para ganar mucho más en otros frentes, con la esperanza de ganar el apoyo y la cooperación de India -- país democrático de ubicación estratégica e importancia económica en aumento -- para enfrentar los desafíos que un Irán amenazante, un Pakistán turbulento y una China impredecible podrían plantear en lo futuro. La decisión de Washington de otorgar un reconocimiento nuclear a cambio de una asociación estratégica fue una jugada razonable.

Sin embargo, los críticos subrayan con razón una delicada asimetría en el acuerdo: aunque el trato es claro en lo que una de las partes concede, es vago en lo que la otra dará a cambio. India obtuvo un reconocimiento nuclear inmediato; las ganancias para Estados Unidos son contingentes y se encuentran muy adelante en un futuro incierto. Este desequilibrio deja a Washington a merced de la conducta futura de su contraparte: persiste la posibilidad de que India no cumpla su compromiso en la asociación estratégica, en especial si cooperar con Estados Unidos significa abandonar posturas que alguna vez respaldó como cabeza del Movimiento de los No Alineados (MNA) y alinearse en forma decisiva con Washington en un conjunto de temas de seguridad. Falta por ver, por ejemplo, si India, alguna vez férrea detractora del régimen de no proliferación nuclear, se volverá ahora uno de sus partidarios.

La verdad es que es demasiado pronto para decir si la promesa del trato con India se hará realidad. Muy pronto incluso para decir si en verdad se consumará. Para entrar en vigor, las concesiones de la Casa Blanca a India deben incluirse en la legislación estadounidense. Sólo el Congreso puede hacerlo, y muchos de sus miembros buscan equilibrar el pacto a favor de Estados Unidos. Algunos legisladores ansían hacerlo retirando algunas de las concesiones nucleares, entre ellas el reconocimiento como potencia, retroceso que arrojaría una nube perdurable sobre las relaciones entre las dos naciones. Reconociendo el peligro de este enfoque, otros legisladores, con apoyo de prestigiados expertos en la no proliferación, abogan por imponer nuevas condiciones técnicas a India. Esperan limitar lo que perciben como el peligro que plantea el trato con India al régimen de la no proliferación. Pero es probable que el daño fuera manejable, y es dudoso que el regateo sobre detalles técnicos restaurase la pérdida que haya sufrido la reputación de Estados Unidos como impulsor de la no proliferación. Washington ya la ha padecido; pudiera ser que Nueva Delhi considerase que esas condiciones son punitivas o sólo constituyen una renuente aceptación del pacto, resultado que minaría la buena voluntad que la Casa Blanca buscó construir al lanzar una amplia asociación estratégica.

El trato, por problemáticas que sean sus disposiciones nucleares, no debe reformularse o restringirse. Más bien el Congreso debe apoyarlo en su totalidad y aprobarlo con una redacción que defina con claridad las ventajas geopolíticas concretas que Estados Unidos espera ganar de una asociación estratégica con India.

Reconocimiento al fin

Anteriores gobiernos estadounidenses adoptaron la postura de que el arsenal nuclear de India, que se probó por primera vez en 1974, era ilegítimo y debía ser eliminado o al menos limitado con severidad. Lo hicieron así por dos razones. Primera, temían que legitimar el arsenal indio desencadenara una carrera armamentista en Asia porque Pakistán, el archirrival de India, y China se verían tentados a mantenerse al paso de las actividades indias. Segunda, Washington quería apegarse estrictamente a los principios fundamentales del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP): los estados signatarios podían realizar comercio nuclear pacífico; los no firmantes, como India, no. Los trazadores de políticas de Estados Unidos temían que comprometer esos principios daría a los estados con aspiraciones nucleares razones para creer que podrían eludir el TNP si esperaban lo suficiente y desalentaría a los que apoyaban lealmente el tratado contra los proliferadores.

Sin embargo, una postura no es una política. Y eliminar el arsenal de India se volvió una postura cada vez menos realista cuando Pakistán se nuclearizó, en la década de 1980... y luego se convirtió en fantasía en 1988, cuando India probó cinco bombas bajo tierra y se declaró abiertamente como potencia nuclear. Luego de los ensayos indios, el gobierno de Clinton buscó inclinar a Nueva Delhi en direcciones que limitaran acciones en contrapartida de China y Pakistán y, sobre todo, previnieran una guerra nuclear indo-paquistaní. Durante ese periodo Washington sostuvo con firmeza que faltaba mucho tiempo para reconocer la condición nuclear de India. Luego de los ataques del 11 de septiembre de 2001, que impulsaron a Washington a mirar con nuevos ojos sus políticas en el sur de Asia, el gobierno de Bush se acercó primero a Pakistán para procurar su ayuda contra los terroristas islámicos. Pero luego se volvió también hacia Nueva Delhi, y en el verano de 2005 finalmente le concedió el reconocimiento nuclear de facto. De un golpe, pues, Washington invitó a India a unirse a las filas de China, Francia, Rusia, Estados Unidos y el Reino Unido -- los vencedores de la Segunda Guerra Mundial -- como legítima poseedora de la influencia que las armas nucleares confieren. Cuando, a principios de este año, el gobierno de Bush negoció los términos específicos de su arreglo nuclear con Nueva Delhi, Washington abandonó, contra el consejo de especialistas en no proliferación, todo esfuerzo por condicionar el trato a restricciones que impidieran a India aumentar su arsenal nuclear.

Conforme a los términos del acuerdo, Estados Unidos se compromete a comportarse como si India fuese un estado con armas nucleares en los términos del TNP, y a instar a otros a obrar en la misma forma, aun cuando India no ha firmado el tratado y no se le obligará a hacerlo. (Incluso si el gobierno de Bush hubiese deseado hacer de India un estado nuclear de jure conforme al TNP, es probable que tal cambio no hubiera sido posible, pues habría requerido la aprobación unánime de los 118 signatarios.) Washington también se ha comprometido a dejar de negar tecnología nuclear civil al país asiático y ha decidido solicitarle aplicar las salvaguardias de la Agencia Internacional de Energía Atómica (AIEA) sólo a las instalaciones nucleares que designe para propósitos puramente civiles. Ahora también se le autoriza a importar uranio, cuya falta ha detenido largo tiempo el avance de su programa nuclear.

El reconocimiento nuclear atraerá enormes beneficios políticos al gobierno indio. Naturalmente, el acuerdo goza de popularidad entre los electores locales, que de por sí estaban bien dispuestos hacia Estados Unidos. (En 2005, una encuesta del Pew Research Center descubrió que 71% de los indios participantes tenía una visión favorable de Estados Unidos: el mayor porcentaje entre las 15 principales naciones encuestadas.) Los simpatizantes singh del Partido del Congreso Nacional han minimizado la importancia de las pocas obligaciones que India ha adquirido, como es el compromiso de sujetar voluntariamente a inspecciones algunas de sus instalaciones nucleares, práctica de rutina en todos los otros estados nucleares reconocidos, Estados Unidos entre ellos. Las críticas del opositor Partido Janata Bharatiya (PJB) han sido estrechas y técnicas, y probablemente reflejan el malestar de ese partido porque el acuerdo se logró con la intervención del Partido del Congreso en el poder. Si bien algunos miembros del marginal Frente de Izquierda han criticado las condiciones del pacto, sus quejas tienen un eco en las anticuadas políticas del MNA, y es improbable que los detractores puedan obstruir la aprobación del pacto por parte del Parlamento indio. Salvo que el Congreso estadounidense impusiera nuevas condiciones, es probable que el acuerdo se apruebe sin problemas en la legislatura de India.

Los críticos estadounidenses del acuerdo sostienen que la conducta pasada de India no avala esta carta blanca. Alegan que Washington debería al menos demandar que el país asiático deje de producir material fisionable para bombas, como han hecho ya las potencias nucleares reconocidas por el TNP, más que aguardar hasta que exista el Tratado de Suspensión de Material Fisionable que se ha propuesto. Otros arguyen que se debe obligar a India a poner más instalaciones nucleares bajo las salvaguardias de la AIEA, para evitar cualquier desvío de materiales fisionables de su programa de energía nuclear al de armamento nuclear. Y hay otros que quieren que India firme el Tratado Amplio de Prohibición de Armas en vez de permitirle que simplemente se sujete a una moratoria unilateral de nuevos ensayos subterráneos, como ha hecho desde 1998.

El gobierno indio, con apoyo de la opinión pública de su país, ha resistido todo intento de imponer tales restricciones técnicas a su arsenal nuclear. Hasta ahora el gobierno estadounidense ha apoyado con eficacia la postura de Nueva Delhi al insistir en que el acuerdo no es un tratado de control de armamento, sino un acuerdo estratégico más amplio. El gobierno de Bush ha descrito el tema nuclear como el "irritante fundamental" en las relaciones entre ambos países y ha sostenido que, una vez que se deslinde de ese tema, India se volverá participante responsable en el régimen de no proliferación, tirará por la borda los vestigios de sus posturas del MNA, tomará un lugar más normal en el mundo diplomático . . . y se volverá socia estratégica de Estados Unidos.

Daño colateral

La acusación más seria contra el acuerdo es que Washington, al reconocer el estado nuclear de facto a India y recompensar en los hechos la desobediencia, lesiona la integridad del régimen de no proliferación. No hay duda de que al dar marcha atrás con tal brusquedad a la política estadounidense se asestó un golpe a los esfuerzos contra el armamento nuclear, pero el daño es manejable y no afectará los casos más preocupantes en el corto plazo.

Por principio de cuentas, es probable que el efecto del pacto Bush-Singh en los llamados estados villanos sea mínimo. No sería errado suponer que aunque el norcoreano Kim Jong Il calcula hasta dónde puede llegar en su aventura nuclear, apenas si le preocupa la consistencia interna del régimen del TNP (como ocurrió con Saddam Hussein, quien con el tiempo lo ignoró por completo). La ideología imperante en Pyongyang no es tanto el comunismo como una adopción fanática de la autarquía y la autonomía, que parece incluir el desafío abierto a normas internacionales como la no proliferación. La tolerancia de Corea del Norte al ostracismo de la comunidad internacional es legendaria. Detener su programa nuclear -- con medidas que no lleguen a la guerra -- requerirá diplomacia recia y específica, con incentivos y sanciones, en la cual el TNP tendría poca participación.

El impacto del trato con India en Irán, otro país que avanza hacia la condición de potencia nuclear, también será mínimo. El actual juego del gato y el ratón de Irán con la AIEA, Estados Unidos, el Reino Unido, Francia y Alemania indica que los gobernantes iraníes tienen por lo menos un principio de sensibilidad hacia la opinión internacional. El reconocimiento nuclear de India podría dar a Teherán un nuevo argumento -- si India obtiene carta blanca, ¿por qué Irán no? -- , pero nada más. El programa nuclear iraní, como el de Corea del Norte, tiene raíces profundas en el sentido de inseguridad del país y en su orgullo nacional, y estos factores importan mucho más que el TNP. Además, como Teherán continúa asegurando que sólo busca energía nuclear, no armamento, se resistiría a señalar a India como un precedente relevante.

El impacto del tratado se sentirá sobre todo entre otros dos grupos de países: los estados que no son villanos, pero han coqueteado o continúan haciéndolo con la condición nuclear ("los intermedios"), y los que se apegan con fidelidad a las reglas, sea que cuenten con armas o no ("los fieles"). Sudáfrica, Argentina, Brasil, Ucrania, Kazajstán, Belarús, Corea del Sur, Taiwán y, en fecha más reciente, Libia han sido de los intermedios en un momento u otro. Si bien se alejaron de las armas nucleares por razones específicas de sus circunstancias, todos se vieron en alguna forma influidos por el temor de sufrir un ostracismo internacional duradero si violaban el régimen del TNP. Ahora que el trato benigno hacia India parece indicar que el perdón llega a los proliferadores que esperan lo suficiente, algunos estados podrían verse tentados a desviarse. (Viene a la mente Brasil, que ahora intenta enriquecer uranio.)

Curiosamente, el trato con India ha tenido el mayor efecto en los fieles de la no proliferación, entre ellos los cinco estados que están facultados formalmente a poseer armas nucleares conforme al TNP. Estos países no sólo tienen un papel de importancia en enfrentar a los estados villanos y mantener a raya a los intermedios; también brindan apoyo técnico directo al régimen de no proliferación negando exportaciones críticas a gobiernos que infringen las reglas del tratado. En particular, el Grupo de Proveedores Nucleares (GPN) coordina controles sobre las exportaciones de naciones que poseen tecnología avanzada de energía nuclear. El GPN fue resultado de una iniciativa estadounidense, y Washington ha contribuido durante mucho tiempo a evitar que los miembros del grupo cedan a presiones de sus industrias nucleares para vender tecnología al exterior con mayor liberalidad. Ahora que Washington ha cambiado de pronto su política, los estados del GPN podrían considerarse en libertad de elegir cuándo aplicar las reglas de la no proliferación y cuándo no. Los chinos podrían verse tentados a hacer tratos con Pakistán, los rusos con Irán y los europeos con todos los demás.

Por lo tanto, limitar el daño causado por el trato Bush-Singh podría centrarse en manejar a los estados intermedios y fieles. (Desarrollar un plan para ello debió ser una parte lógica de la iniciativa diplomática estadounidense hacia India en 2005-2006, pero el gobierno de Bush no se dignó idearla.) Ese esfuerzo debe ser posible, y las demoradas consultas de Washington con los gobernantes de esos estados han tenido resultados prometedores. De hecho, la mayoría de los países cuya adhesión al régimen del TNP sigue siendo crítica acabarán apoyando el trato o por lo menos aceptándolo, por tres razones. Primero, tienden a aceptar los argumentos de Washington de que la posesión de armas nucleares por parte de Nueva Delhi es un hecho irreversible y que India ha controlado con responsabilidad la transferencia de tecnología delicada; en apariencia no ha habido en ese país un Abdul Qadeer Khan (conocido como A.Q. Khan, que manejaba una red de venta de suministros nucleares en el mercado negro desde Pakistán). En segundo lugar, India no es un estado villano, sino una democracia estable que probablemente desempeñe un importante papel constructivo en el orden mundial en los años por venir. En tercero, los 30 años que ha estado en el cuarto de castigo, los cuales han cargado un alto precio a Nueva Delhi en términos de prestigio y tecnología, deben ser suficientes para dejar en claro que los adherentes al régimen de la no proliferación se toman en serio sancionar a quienes infringen sus normas. Tales argumentos han convencido a muchos miembros de la comunidad de la no proliferación, en particular a Mohamed El Baradei, director general de la AIEA y Premio Nobel de la Paz. Si bien el pacto Bush-Singh ha provocado alguna oposición dentro del régimen del TNP, no es probable una revuelta de sus miembros ni el colapso del régimen. A final de cuentas, el daño a la no proliferación será limitado.

El verdadero trato

Así como los críticos del trato han exagerado sus costos para el régimen de no proliferación, sus partidarios han exagerado sus beneficios, o los han expresado mal. El gobierno de Bush afirma, por ejemplo, que el acuerdo con India obliga a ésta a mejorar sus leyes y procedimientos para controlar exportaciones o desviaciones de tecnología nuclear delicada. Pero India ya está obligada a ejercer tales controles en acatamiento a la Resolución 1540 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, patrocinada por Estados Unidos. Además, Washington promueve el mejor cumplimiento como una ventaja adicional del pacto, al tiempo que elogia el historial en apariencia sólido de India en controlar las exportaciones nucleares, con lo cual trata de presentar el argumento en sentidos opuestos.

Los voceros del gobierno de Bush también han sostenido que el pacto es esencial para evitar que el ascenso económico indio represente una amenaza a la seguridad petrolera mundial y al medio ambiente. Tanto Nueva Delhi como Washington quieren que el país asiático sea capaz de satisfacer las acuciantes necesidades energéticas de su enorme población -- para la cual se proyecta un crecimiento de cuatro veces en el curso de 25 años (más aprisa que el incremento previsto de su PIB) -- sin agravar su dependencia del petróleo de Medio Oriente o contribuir en exceso a la contaminación y el calentamiento global. La energía nuclear puede tener su parte en ayudar a India a atender estos problemas, pero no representará una diferencia esencial. Poco puede hacer para mitigar la sed del principal sector consumidor de petróleo del país -- el transporte -- porque los autos y camiones no funcionan mediante la red eléctrica ni lo harán durante mucho tiempo. En el futuro previsible la electricidad en India será producida en su mayor parte por plantas de combustión de carbón; incluso según las proyecciones más extravagantes, las plantas nucleares proporcionarán menos de 10% de la energía. (Hoy generan sólo 3%.) Quemar carbón de manera más barata y limpia beneficiará más a la economía india y al ambiente que expandir la capacidad de energía nuclear del país.

Los verdaderos beneficios del trato con India para Washington radican en las ganancias significativas, sobre todo en términos de seguridad, que una relación estratégica más amplia podría propiciar andando el tiempo. Por principio de cuentas, con Nueva Delhi como aliado informal, Washington podría esperar contar con la ayuda de India para poner coto a las ambiciones nucleares de Irán, aun si el apoyo indio conllevara el riesgo de comprometer sus amistosas relaciones con Teherán. Ha habido algunos signos prometedores. En reuniones con el consejo de gobernadores de la AIEA, el año pasado, India se adhirió a Estados Unidos y a sus socios europeos para descubrir si Irán había violado sus obligaciones para con el TNP y luego turnar el asunto al Consejo de Seguridad de la ONU, dos signos auspiciosos de que India apoya la campaña internacional para contener las ambiciones nucleares de India. Que ésta colabore activamente con Estados Unidos contra Irán o persista en ofrecer apoyo retórico a la expansión de las actividades del ciclo del combustible nuclear (enriquecimiento de uranio y reprocesamiento de plutonio) será la prueba más clara de si el reconocimiento nuclear "pondrá a India en la corriente dominante" de la política de no proliferación, como el gobierno de Bush predice que ocurrirá.

Estados Unidos también deseará la ayuda de India para enfrentar a una serie de peligrosas contingencias referentes a Pakistán. El arsenal nuclear de esta última nación, junto con el de Rusia, está en el centro de una inquietud urgente por el terrorismo nuclear. Sea la que sea la versión de la historia de A.Q. Khan que uno se crea -- que el gobierno y las fuerzas armadas paquistaníes no estaban al tanto de sus actividades, o que las permitían -- , su moraleja es preocupante. Ello deja ver que terroristas podrían comprar o robar a Pakistán los materiales (plutonio o uranio enriquecido) necesarios para construir bombas nucleares gracias a desvíos por elementos radicales de la élite paquistaní o si se derrumbara el régimen de Musharraf. Y si se originara un incidente en Pakistán, Estados Unidos querría responder en concierto con cuantos actores regionales fuera posible, India entre ellos.

Sin embargo, aún es difícil que Washington y Nueva Delhi reconozcan en público tales riesgos, pues ambos gobiernos tratan de mantener una relación de delicado equilibrio con Islamabad. Estados Unidos necesita el apoyo de Pervez Musharraf para buscar a Osama bin Laden y otros terroristas en territorio paquistaní, prevenir la radicalización de la población de ese país y estabilizar a Afganistán; no se puede dar el lujo de que se le perciba muy inclinado hacia India. El gobierno de ésta, por su parte, también parece interesado en mejorar sus relaciones con Islamabad. Pero aún se recupera del efecto de los bombazos en el Parlamento Indio el año pasado, que han sido atribuidos a terroristas paquistaníes. Asimismo, India podría ser víctima de armas nucleares errabundas en caso de un conflicto en Pakistán.

Andando el tiempo, Estados Unidos podría desear también que India sirva de contrapeso a China. Nadie quiere ver a ésta caer en competencia estratégica con Estados Unidos, pero nadie puede descartar la posibilidad de que así ocurra. La evolución de las relaciones entre ambos países dependerá de las actitudes de la generación más joven de chinos y de sus nuevos gobernantes, de la política que siga cada país, y de sucesos imprevisibles como una posible crisis en torno a Taiwán. Por ahora Estados Unidos e India están en general ansiosos de mejorar el comercio con China y se cuidan de antagonizar con ella; pero es razonable que quieran protegerse de cualquier deterioro en sus relaciones mejorando los vínculos entre una y otra. Ningún gobierno desea hablar en público, mucho menos actuar ahora, para impulsar este interés compartido, pero bien podrían hacerlo en lo futuro.

El trato con India también podría acarrear beneficios más directos a Estados Unidos en términos militares y económicos. Washington prevé la intensificación de contactos entre fuerzas armadas y espera ganar a la larga la cooperación de India en esfuerzos de mitigación de desastres, intervenciones humanitarias, misiones de conservación de la paz y esfuerzos de reconstrucción posterior a conflictos, inclusive operaciones que no se realicen por mandato u orden de la ONU, en las cuales India a lo largo de la historia ha rehusado participar. A juzgar por la evolución de las asociaciones de seguridad de Estados Unidos con naciones de Europa y Asia, la expectativa de tal acción conjunta podría conducir con el tiempo a una planificación y a ejercicios militares conjuntos, compartimiento de inteligencia e incluso capacidades militares conjuntas. Las fuerzas armadas estadounidenses podrían también buscar acceso a ubicaciones estratégicas en territorio indio y tal vez adquirir el derecho de instalar bases allí. A final de cuentas, India podría incluso dotar a las fuerzas estadounidenses bases "más allá del horizonte" para contingencias en Medio Oriente.

En el frente económico, a medida que India expande su capacidad nuclear civil y moderniza sus fuerzas armadas, Estados Unidos se propone ganar tratamiento preferencial para sus industrias. En teoría, el trato con India crea oportunidades económicas en la construcción de reactores nucleares y otra infraestructura de energía en el país asiático. Sin embargo, no hay que exagerarlas. Estados Unidos tendría que lograr preferencias a costa de competidores rusos y europeos y necesitaría convencer a la comunidad científica de India de centrar su expansión en energía nuclear en reactores convencionales y no en tecnologías caras y exóticas (por ejemplo, los reactores reproductores rápidos) como las que ahora prefiere. También se espera que India incremente el tamaño y perfeccione sus fuerzas armadas, en parte mediante la compra de sistemas de armamento extranjeros. Estados Unidos puede contar razonablemente con algún trato preferencial para los vendedores de su país. Las primeras pláticas se han referido a la venta de aviones tácticos f-16 y f-18 y tres aviones p3-c de vigilancia marítima.

La única ruta posible

Por supuesto, no es nada seguro que Estados Unidos se beneficie de la sociedad con India en estos asuntos. Como corresponde a una gran nación en marcha hacia la prominencia mundial, India tendrá sus propias opiniones sobre la mejor manera de cumplir con el pacto -- o no cumplir, como podría suceder -- aunque esté a la procura de sus propios intereses.

Los defensores del trato con India lo han comparado con la apertura del presidente Richard Nixon hacia China en 1971. Es cierto que ambos fueron movimientos audaces, basados en un firme fundamento de interés mutuo, y que ambos fueron saltos de confianza más que astutas negociaciones. Pero existen diferencias tranquilizadoras entre las dos asociaciones incipientes. Nixon y Mao Zedong compartían un enemigo claro y presente -- la Unión Soviética -- , no un conjunto incierto de posibles peligros futuros, como ocurre ahora con Bush y Singh. Más importante: India es hoy, a diferencia de la China de Mao, una democracia. Ningún gobierno de Nueva Delhi puede cambiar el rumbo de una política seguida durante décadas o comprometer de pronto al país en un conjunto amplio de acciones en apoyo a intereses estadounidenses: sólo una evolución profunda y probablemente lenta en las opiniones de las élites indias podría producir cambios semejantes. Los diplomáticos y servidores públicos indios tienen fama de adherirse a posiciones independientes respecto del orden mundial, el desarrollo económico y la seguridad nuclear. Los arquitectos del trato con India han señalado que tales hábitos cederán con rapidez a la vista de las recientes concesiones estadounidenses en el tema nuclear. Pero su expectativa es ingenua: puede que los estadounidenses vean el cambio en la prolongada política de su país como una concesión seria, pero para los indios es un reconocimiento tardío y muy merecido. Washington podría llegar a arrepentirse de jugar tan rápido su carta de triunfo.

Si bien es comprensible la preocupación de los críticos, corren riesgo de expresar su inquietud en términos contraproducentes, sobre todo al buscar reequilibrar el acuerdo Estados Unidos-India imponiendo restricciones adicionales al programa nuclear de esta última. Prevenir una carrera armamentista entre India, China y Pakistán es un objetivo importante, pero se le procura mejor por vías no técnicas. Nueva Delhi ha declarado su intención de buscar un elemento "disuasorio mínimo" -- no una carrera armamentista abierta -- y el gobierno de Bush debe mantenerse fiel a su palabra.

Más que dar marcha atrás, el gobierno de Bush y el Congreso deben avanzar. Un mejor enfoque que restar beneficios del lado indio de la ecuación sería sumarlos al lado estadounidense para asegurar que Washington obtenga lo que tiene derecho a esperar de Nueva Delhi: no sólo restricción nuclear y un nuevo nivel de apoyo en el manejo de potenciales proliferadores como Irán, sino una amplia realineación estratégica. Es muy pronto para decir si los objetivos estadounidenses serán compartidos por India y si se alcanzarán. Pero Estados Unidos no puede hacer nada mejor a favor de sus intereses que expresar sus altas expectativas de esta asociación estratégica y luego darle una verdadera oportunidad de llegar a ser una plena realidad.


* Ashton B. Carter es profesor de Ciencia y Asuntos Internacionales en la Kennedy School of Government de Harvard, y fue subsecretario de Defensa en el primer gobierno de Clinton

EL ROMPECABEZAS DE LA SEGURIDAD ENERGÉTICA


Paul Isbell

En agosto de 1941, ya emprendida la invasión de Rusia, y con Moscú a tiro, los generales de Hitler suplicaron a éste que la capital soviética encabezara los objetivos alemanes, una audaz medida que, probablemente, hubiera supuesto la victoria en el Este. Pero Hitler aplazó la toma de tal medida, convencido de que lo prioritario eran los yacimientos petrolíferos del Cáucaso y de Bakú (a su parecer, el fundamento de la guerra y del futuro del Reich). Sin embargo, para cuando cambió de opinión, había perdido un valioso tiempo y sus hombres habían caído a las mismas puertas de Moscú a manos de tropas soviéticas de refresco y de la llegada del invierno. Pero en lugar de persistir en su intento de decapitar al sistema soviético, en primavera volvió hacia el sur, dedicando todo sus recursos y capital humano en una nueva operación destinada a tomar Bakú. Este monumental esfuerzo se empantanó en las montañas del Cáucaso y lo único que consiguió fue abandonar a su suerte al Sexto Ejército justo al norte de Stalingrado. Convencido, según su juicio intuitivo, de que la prioridad fundamental debía consistir en controlar los yacimientos petrolíferos de Bakú, Hitler debilitó la capacidad estratégica de gran parte de sus tropas en el Frente del Este. Fue alto el precio que pagó por dejarse llevar por esta intuición (que, en última instancia, distorsionó su visión estratégica de las posibilidades germanas en Rusia) que le alentaba a controlar el petróleo. El resto, por supuesto, es historia.

La intuición también nos dice que eran los países miembros de la OPEP del Golfo Pérsico quienes querían imponer en 1973 unos precios mucho más elevados, en perjuicio de la economía mundial. No obstante, tal y como ha estado afirmando durante años el Jeque Zaki Yamani, es muy probable que fuera Henry Kissinger quien convenciera a los saudíes y a los iraníes para que incrementaran sus precios, alegando, de manera contraria a la intuición, que incrementar el precio del petróleo no tenía por qué ir en detrimento de los intereses de EEUU, y, por lo tanto, que no iba a ser algo a lo que el Gobierno estadounidense fuera a oponerse. Incluso a la vista de la inevitable consternación de los consumidores y del claro perjuicio que dicho incremento de los precios ocasionaría a las economías desarrolladas, Kissinger confiaba en que una subida drástica de los precios estimularía la producción de los países no pertenecientes a la OPEP (algo que ocurrió en la realidad). Y, como contrapartida, un boom en la producción petrolífera en el Mar del Norte, México, Alaska y otros países, podría, en última instancia, hacer que flaqueara el poder de fijación de precios del cártel (algo que también ocurrió), cuando no el propio organismo en sí. Es posible que Kissinger haya perdido alguna de sus enmascaradas batallas a lo largo de los años, pero ésta (potencialmente, una de las medidas diplomáticas más osadas de la historia moderna) no es una de ellas.

La historia de la seguridad energética, tanto en la política del mundo real como en los debates de los think tanks, está plagada de falacias intuitivas y fracasos.

Las diferentes caras y facetas de la seguridad energética

La definición estándar, y excesivamente utilizada, de seguridad energética afirma que se trata de la capacidad para asegurar (o garantizar en grado suficiente) el suministro de energía a los consumidores a unos precios razonables. Desgraciadamente, esta definición es tan vaga e incompleta que resulta básicamente inútil en cualquier discusión seria sobre economía energética o geopolítica. Quizá el único aspecto positivo que podría resaltarse de la misma es que aunque casi siempre se menciona al inicio de dichos debates, casi siempre se deja de lado enseguida, más o menos justo en ese punto de la discusión.

Si se quiere sacar algo en limpio de un debate sobre la seguridad energética, la cuestión de la energía debe ser objeto de una disección y una reflexión profundas. En primer lugar, existe una dicotomía entre seguridad energética según los consumidores (“seguridad del suministro”) y seguridad energética según los productores (“seguridad de la demanda”). Para los consumidores, este punto (con muy raras excepciones) se reduce básicamente al precio y a la sensación de que éste no experimentará incrementos que resulten económicamente perjudiciales. Para los productores, la cuestión se reduce a los ingresos y a la necesidad que ellos perciben de mantener unos niveles suficientes de ingresos que permitan alcanzar un desarrollo económico importante y a largo plazo (o, en un contexto lejos de ser óptimo, la necesidad de mantener unos niveles suficientes de ingresos que permitan a los elites captar las rentas económicas).

Para bien o para mal, ambas perspectivas están vinculadas. Unos precios excesivamente bajos favorecen el consumo y el crecimiento de la economía de los consumidores, pero debilitan el potencial de desarrollo económico impulsado por los ingresos en la economía de los productores. Es más, los precios bajos también limitan los incentivos a la inversión en la producción futura de los países productores, lo que crea el marco para la fijación de precios mucho más elevados en el futuro ?a no ser que los precios reducidos se conviertan para las compañías petroleras privadas en la llave de un acceso barato a las inmensas reservas de los países productores?. En cualquier caso, en los países productores, esta situación ha suscitado a menudo la idea de que su soberanía económica y política se está viendo comprometida, provocando así distintas manifestaciones de nacionalismo energético que en numerosas ocasiones augura un incremento de los precios en el futuro. Por otro lado, unos precios más elevados tienden a repercutir negativamente sobre las percepciones económicas y sobre la actividad económica real en los países consumidores, lo que no augura nada bueno para los ingresos de los países productores si, como consecuencia de dichos precios, cae en picado la demanda. Además, unos precios altos pueden estimular la inversión en la producción futura, que a medio plazo tendría efectos moderadores, pero a menudo incentivan la reaparición de nacionalismos energéticos que, las más de las veces, limitan el nivel de inversión en la nueva producción a largo plazo. Por último, los precios elevados también pueden estimular el desarrollo de alternativas combustibles no fósiles, que, en última instancia, podrían destronar a los hidrocarburos de su papel protagonista, tanto en la economía mundial como en las finanzas de los países productores.

Esta ecuación resulta aún más complicada si tenemos en cuenta el hecho de que no podemos asumir con tanta ligereza que, con respecto a los precios, todos los países consumidores vayan a mostrarse siempre dóciles (“palomas”) o que todos los países productores vayan a mostrarse siempre agresivos (“halcones”). Ya hemos mencionado la opinión de Yamani sobre la consideración de Kissinger como el principal arquitecto de la primera crisis petrolífera. No obstante, incluso los presidentes estadounidenses han afirmado en determinadas ocasiones que los precios del petróleo por debajo de los 18 dólares/bbl no redundarían en el interés nacional (supuestamente, pensando en los intereses de la producción de petróleo de estados como Tejas). Europa, por su parte, ha aprendido a vivir con unos precios del petróleo altos (sus consumidores generalmente pagan por duplicado o triplicado ?si no es más? el precio que soportan los estadounidenses por la gasolina y el diesel, y, por consiguiente, el crecimiento de su consumo se ha estancado). De hecho, Europa está mucho más pendiente de la fiabilidad que le brindan los flujos de gas de Rusia que de los precios del petróleo o del gas.

Por otro lado, aunque Arabia Saudí se ve a menudo vilipendiada como el típico Estado árabe empeñado en controlar el petróleo mundial y explotar a los consumidores de todo el mundo con precios al alza, ha sido en realidad durante mucho tiempo la voz moderadora en las políticas de precios de la OPEP. Con el Shah, Irán fue el primer “país paloma” (es decir, una “paloma” respecto a los precios); después, con los ayatolás pasó a ser un “país halcón”, y ahora, una voz cada vez menos relevante en las reuniones de la OPEP dadas sus limitaciones de capacidad impuestas por las sanciones y su necesidad de importar gasolina. Argelia y Libia han sufrido muchos altibajos a lo largo de los años con respecto al tema de los precios. Sólo Venezuela ha sido un constante “país halcón” y, hasta hace poco, con graves limitaciones de capacidad propias por resolver a corto plazo, un constante manipulador del sistema de cuotas. Ni siquiera a Rusia se le puede acusar de imponer precios abusivos: sus recientes interrupciones de corta duración en el suministro de gas a sus vecinos han formado parte de un contexto de negociaciones en el que Rusia ha querido eliminar al menos algunas de las importantes subvenciones que sigue efectuando a las exportaciones de gas a sus antiguas Repúblicas hermanas de la extinta Unión Soviética.

Gran parte del debate sobre seguridad energética gira en torno a los combustibles fósiles. Y así es como debe ser, dado que los combustibles fósiles aportan alrededor del 80% de la mezcla energética principal del mundo. Por lo tanto, la seguridad energética, sea cual sea su verdadero significado, se encuentra inextricablemente vinculada a la producción y el consumo de combustibles fósiles, especialmente el petróleo y el gas, que son las fuentes energéticas más comercializadas a nivel internacional y que constituyen más de la mitad de la mezcla energética del mundo (el carbón tiende a consumirse en los países que lo producen).

No obstante, la generación, transmisión y distribución de electricidad (que representa casi la mitad del consumo energético final mundial y que también puede obtenerse a través de fuentes energéticas combustibles no fósiles), junto con la seguridad y el funcionamiento eficaz de los sistemas eléctricos, constituyen también factores clave de cualquier debate sobre seguridad energética. Se podría afirmar que los asuntos relativos a la electricidad son incluso más importantes que una simple discusión sobre el tema centrada en los hidrocarburos, ya que la electricidad resulta mucho más importante para los cimientos de la economía, es decir, las casas y los edificios de oficinas públicos y corporativos de todo el mundo. Aunque el transporte al centro de trabajo y el envío de mercancías son importantes, si se va la luz, no importa gran cosa si podemos o no salir de casa o llegar al trabajo. Es más, la seguridad energética de la electricidad es, sin duda, la mayor preocupación de los 1.500 millones de personas de todo el mundo que ni siquiera tienen acceso a ella.

De todas formas, existe al menos otro factor importante en el tema de la seguridad energética: la inseguridad que es muy probable que se instaure si el mundo no consigue desplazar a los combustibles fósiles de su papel principal en la economía energética. Incluso aunque se pudieran superar con éxito los problemas generales sobre seguridad energética en relación con los combustibles fósiles y la electricidad, dicho éxito favorecería, paradójicamente, el consumo de una mayor cantidad de combustibles fósiles de forma más rápida al mismo tiempo que una reducción más lenta de las emisiones de dióxido de carbono, lo que supondría el caldo de cultivo para el aumento de las temperaturas y para la manifestación de inestabilidades aún más complejas en los sistemas económicos y políticos mundiales.

La seguridad energética y la cadena del suministro energético

Para que cualquier debate sobre seguridad energética sea completo, debe abordar todos estos factores. En aras de facilitar un análisis de este tipo, sería útil afrontar el tema de la seguridad energética a través del prisma de la cadena del suministro energético, incluidos el upstream (explotación y producción), el midstream (gestión de oleoductos y gasoductos, mantenimiento y administración de las infraestructuras del transporte) y el downstream (refinería, distribución y comercialización).

En el upstream de la producción de petróleo y de gas (en la fuente geográfica de las reservas y de la producción) encontramos ciertos problemas. En primer lugar, está el debate sobre el llamado peak oil (o cénit en la producción de petróleo) o la posibilidad, cercana o no, de que la producción mundial de petróleo alcance un día su límite máximo antes de caer rápidamente, o simplemente se estabilice en una extensa meseta antes de comenzar un declive. La conocida opinión radical afirma que dicho límite está a punto de alcanzarse y que una de las señales más reveladoras de ello lo tenemos en el incremento de los precios, que han batido récords. Una visión más moderada se muestra más optimista con respecto a un pico máximo “duro”, es decir, una situación en la que los precios se disparan hasta interrumpir la demanda porque el suministro ya no puede aumentar. Este punto de vista expone que las teorías de los picos máximos únicamente son aplicables al petróleo convencional, que ignoran la viabilidad económica del petróleo no convencional o de obtención más dificultosa y costosa en las regiones marítimas o en las zonas del ?rtico a medida que se incrementan los precios, y que simplemente niegan la capacidad de la tecnología para incrementar las tasas de recuperación de los yacimientos petrolíferos, que tradicionalmente han representado únicamente el 30% del petróleo. La mayoría de los expertos estima que la posibilidad de que se verifique un pico “duro” es muy pequeña, al menos en los próximos 30 o 40 años. No obstante, algunas voces disidentes de la industria petrolera (incluidos ciertos máximos responsables) consideran que la idea de alcanzar una producción de 115 mbd (la demanda prevista por la AIE para 2030) no es más que una quimera.

La idea de que podría “acabarse” pronto el petróleo (que si lo analizamos con inteligencia simplemente significa que el petróleo podría alcanzar una capacidad máxima a nivel productivo) puede parecer, intuitivamente, un problema importante. No obstante, el debate sobre la producción máxima de petróleo, tal y como se enmarca generalmente, es probablemente irrelevante, a pesar de lo opuesta a la intuición que pueda parecer tal conclusión. La cita ahora inmortal de Yamani (“La Edad de Piedra no llegó a su fin por escasez de piedra”) se ha convertido en una especie de tópico en los debates sobre el petróleo, pero como todos los lugares comunes que perduran, toma su fuerza de una simple, aunque innegable, lógica. No sólo se trata de que, inevitablemente, siempre va a quedar algo de petróleo en el yacimiento, pase lo que pase, porque no existe probabilidad alguna, económica o técnicamente hablando, de extraerlo. Se trata también de que la demanda del propio petróleo tiene probabilidades de llegar a su cénit mucho antes de que cualquier limitación geológica grave imponga un máximo técnico a la producción. Este máximo “blando” en la producción de petróleo, provocado por una moderación de la demanda, es, de hecho, lo que parece que estamos esperando, o incluso tenemos expectativas de que ocurra, en nuestra lucha por frenar el incremento de las emisiones de dióxido de carbono y evitar las peores consecuencias del calentamiento global. Si la amenaza del cambio climático inducido por los combustibles fósiles es real, un pico “duro” provocado geológicamente nos resulta o bien irrelevante (si de hecho es sólo es una posibilidad que podría darse dentro de muchas décadas), o bien un tipo de solución contraria a la intuición, con los daños y perjuicios económicos que pudiera tener (y mucho más útil cuanto antes aconteciera), dado que la falta de suministro y los precios prohibitivos que conlleva todo esto, actuarían como un freno de emergencia para las emisiones de dióxido de carbono. Por otro lado, la crisis internacional que se podría desatar con dicho pico “duro” podría lanzar al mundo entero a crear una economía libre de dióxido de carbono con una celeridad muy superior a la que aplicaríamos en el caso de contar con todas las provisiones y disfrutar de precios más moderados a corto plazo.

No obstante, si el debate sobre el punto de inflexión de la producción del petróleo resulta al final irrelevante, la posibilidad de que el suministro de hidrocarburos en el upstream no pueda seguir el ritmo de la demanda (por otras razones “no geológicas” ?léase, políticas?) supone una amenaza muy real para la seguridad energética y para la estabilidad económica y política. La mayor parte de las reservas mundiales de hidrocarburos (ya sean convencionales o no) se concentran en muy pocos países, la mayoría de los cuales están económicamente subdesarrollados, políticamente inestables, faltos de instituciones democráticas sólidas o se sienten amenazados o excluidos por la globalización. Casi el 75% de todas las reservas de hidrocarburos convencionales se encuentran en “el gran creciente”, que abarca desde la Península Arábiga y el Golfo Pérsico, pasando por Asia Central, hasta Siberia Oriental y la Isla de Sajalín en Rusia. Hasta la fecha, este arco geográfico es uno de los agujeros negros de la democracia de mercado liberal y un enorme escollo para la globalización.

Casi la totalidad del petróleo mundial no convencional se encuentra altamente concentrado en términos geográficos. Cerca de la mitad está atrapado en las arenas asfálticas bajo los bosques y suelos vegetales de Calgary en Canadá, mientras que prácticamente la otra mitad está concentrada en los yacimientos de petróleo ultrapesado de la Faja del Orinoco en Venezuela. Aunque Canadá puede ser un modelo de estabilidad y democracia, el desarrollo de sus arenas asfálticas quintuplicaría las emisiones de dióxido de carbono originadas por la extracción de petróleo convencional en las zonas tradicionales de Oriente Medio. Venezuela, por su parte, es un polvorín metafórico, al menos por ahora.

La concentración de las reservas de hidrocarburos en zonas problemáticas ajenas a la OCDE presenta una serie de desafíos para lo que se entiende tradicionalmente como seguridad energética. Así como la percepción de la globalización se ha vuelto negativa en muchas regiones del mundo no pertenecientes a Asia ni a la OCDE, y así como se han disparado los precios en los últimos años, está otra vez en alza un nacionalismo energético que no se manifestaba desde los años setenta y que ha echado raíces en nuevos campos. Mientras que el epicentro del nacionalismo energético estuvo en su momento en el mundo árabe e islámico (donde continúa enraizado), los nuevos ejemplos más espectaculares de nacionalismo energético los tenemos hoy en día en Rusia y en Venezuela, y ambos han generado otros réplicas entre países vecinos que se encuentran bajo su influencia (Kazajistán, Bolivia y Ecuador). El desafío más significativo que suponen estos fenómenos para la seguridad energética de las principales economías de consumo (y, de hecho, para la seguridad energética colectiva del mundo) reside en las repercusiones potencialmente perjudiciales que podrían tener las políticas energéticas de dichos países productores sobre el índice de inversiones futuras en la exploración, la extracción y el mantenimiento de la producción de petróleo y de gas.

Los recientes cambios en la política de Rusia y Venezuela, por ejemplo, han aumentado significativamente la carga impositiva aplicada a las empresas privadas (IOC, Independent Operating Companies) que operan en sus sectores energéticos, disminuyendo así sus incentivos para continuar invirtiendo en nueva producción. Los precios elevados han permitido mantener la rentabilidad de las actuales operaciones de las IOC, a pesar del incremento de los impuestos y de las regalías, pero las medidas de los países productores encaminadas a restringir aún más las condiciones de acceso y a favorecer a sus propias empresas petrolíferas y de gas nacionales (NOC, National Operating Companies), en detrimento de las IOC, han dejado a estas últimas el acceso pleno a menos del 15% de las reservas de hidrocarburos mundiales, y a las primeras con el control sobre casi la totalidad del resto. Dichas medidas (como la adquisición del proyecto de Shell en Sajalín y del yacimiento de gas de Kovitka de BP por parte de Gazprom, o la retirada de IOC de posiciones de control mayoritarias por parte de PDVSA en Venezuela) han enturbiado aún más el horizonte de las inversiones futuras, ya que las IOC se enfrentan cada vez más a marcos legales inciertos, incluso allí donde se les permite permanecer activas.

Quizá este aspecto “interno” del nacionalismo energético no resultaría tan preocupante desde el punto de vista de los suministros futuros mundiales de petróleo y de gas, si no fuera por el hecho de que las exigencias de inversión previstas que deben cumplirse para atender la demanda del futuro son sobrecogedoras: la AIE cifra en unos 22 billones de dólares estadounidenses la inversión necesaria en energía a nivel global hasta 2030. Es más, aunque existen excepciones (como Saudi Aramco y Petrobras), por regla general, los países productores y sus NOC son menos eficaces a la hora de canalizar los ingresos con vistas a optimizar las inversiones futuras y los niveles de producción. Tales dudas resultan especialmente graves en lo que respecta a Rusia y Venezuela, cuyos Gobiernos y NOC parecen tener ciertos conflictos de intereses y prioridades que no coinciden con el interés de los consumidores de ver optimizarse la producción futura. En consecuencia, se está esbozando un horizonte en el que el suministro de los hidrocarburos a medio plazo (hacia 2015–2020) será insuficiente para satisfacer la demanda mundial, con la influencia decisoria, en última instancia, de unos precios significativamente más elevados. La diferencia entre las repercusiones de esta situación y las del pico “duro” sería minúscula a simple vista, solo que la causa principal no residiría en los límites geológicos, sino más bien en la influencia ejercida por la política energética de los productores sobre la inversión. La reciente tendencia de incrementar los costes de los inputs de todo tipo (materia prima, equipamiento y capital humano) a lo largo de toda la cadena del suministro de hidrocarburos solo exacerbaría este panorama.

A pesar de que esta es una de las amenazas reales más importantes para la seguridad energética global, la atención de los medios de comunicación y la imaginación del público siguen cautivadas por otro rasgo “externo” y secundario del nacionalismo energético: el potencial uso por parte de los países productores de las interrupciones en el suministro de energía como arma geopolítica. Las recientes interrupciones por parte de Rusia en el suministro de gas y petróleo a Ucrania y Bielorrusia, así como las amenazas por parte de Venezuela de interrumpir la exportación de petróleo a EEUU, han reavivado las peores pesadillas que auguran que Europa y EEUU podrían sufrir una crisis energética más catastrófica que la del embargo árabe del petróleo y la de la primera crisis petrolífera. Los ciudadanos occidentales están convencidos de que dichos productores de energía tienen la voluntad y los medios para cerrar el grifo del suministro energético, generando una actitud reaccionaria y proteccionista hacia estos países, sus empresas y sus intereses económicos y financieros en general.

Con arreglo a la intuición, dichos temores parecerían razonables, pero probablemente estén mal fundados. En primer lugar, el mercado del petróleo es global. Las interrupciones en la exportación de petróleo, bien aumentarían el precio para todos los consumidores de manera global, bien su desviación a otras partes del mercado global provocaría un reajuste de los flujos que disiparía cualquier impacto sobre los precios globales del petróleo. Las interrupciones en el suministro de gas representan una mayor amenaza para los países importadores altamente dependientes del suministro por gasoducto de una única fuente hostil, pero incluso en tales casos (el suministro de gas por parte de Rusia a Europa Oriental y Septentrional, o por parte de Argelia a Europa Meridional) los riesgos parecen mayores de lo que en realidad son. Por un lado, ni Rusia ni Argelia pretenden mostrarse hostiles hacia Europa, al contrario de lo que muchos opinan. Por otro lado, los Gobiernos de estos países dependen demasiado de los ingresos que obtienen de las exportaciones de gas a Europa, como para contemplar la posibilidad de morder la mano que les da de comer. Son tan inteligentes, tan sensatos y tan humanos como cualquiera de nosotros, ciudadanos del llamado “Occidente”. La interdependencia global ha llegado demasiado lejos como para permitir que dichas medidas produzcan algo más que victorias pírricas. Una interrupción del gas por parte de Rusia con cualquier impacto significativo se vería limitado por consideraciones como las que frenaron el despliegue útil del arsenal nuclear de la antigua Unión Soviética. Las consecuencias serían demasiado nefastas como para contemplarlas.

Existen, no obstante, determinados factores (distintos del uso de la energía como arma por parte del país productor) que sí provocan interrupciones en el suministro. Algunos de ellos (como los factores meteorológicos ?huracanes en el Golfo de México? e inestabilidad local ?contiendas civiles en el Delta del Níger?) se localizan en el upstream. Muchos otros, sin embargo, se dan en el midstream, a la hora de transportar el petróleo y el gas: los oleoductos y los gasoductos pierden flujo o se cierran como consecuencia de accidentes o sabotajes (a menudo se hace pasar el uno por el otro). Entre otros ejemplos, tenemos el de las fugas provocadas por la corrosión en el oleoducto de BP en Alaska, el de las explosiones de los gasoductos rusos en Georgia, el del sabotaje de los oleoductos iraquíes por la insurgencia, el de los desvíos del flujo de los oleoductos de Shell por los rebeldes nigerianos, etc. La mayor vulnerabilidad en el transporte depende, sin embargo, de los riesgos que corren el petróleo y el gas natural licuado en el transporte que debe efectuarse a lo largo de rutas marítimas mundiales y a través de ciertos “puntos geográficos sensibles”, como los estrechos de Ormuz, Malaca, el Bósforo y los Dardanelos, y los canales de Suez y Panamá. Casi la mitad de los 86 mbd mundiales de petróleo debe circular a diario a través de estos puntos conflictivos potencialmente vulnerables. Se calcula que para el año 2030, si continúa la tendencia actual, alrededor del 30% del petróleo mundial tendrá que pasar diariamente por los estrechos de Ormuz y de Malaca, en su mayor parte con destino a Asia Oriental. Tanto los accidentes como los sabotajes, actos terroristas o acciones militares pueden interrumpir o reducir el flujo de petróleo a través de determinados puntos sensibles, al menos de manera temporal, desencadenando repercusiones potencialmente devastadoras sobre los precios mundiales. La mayor probabilidad de que ocurra tal situación, que está en la mente de muchos en estos momentos, reside en la capacidad que tiene Irán para influir sobre el flujo de petróleo a través del estrecho de Ormuz, posiblemente como respuesta a una intervención militar en su territorio.

El contexto del downstream se encuentra dominado, en lo que respecta a los hidrocarburos, por las refinerías, los sistemas de distribución de los productos petrolíferos, las redes internas de gasoductos y las reservas estratégicas. En lo concerniente a la electricidad, la seguridad energética engloba la generación, transmisión y distribución suficiente, fiable y segura de aquélla, junto con las adecuadas conexiones internacionales de electricidad y de gas, especialmente en países relativamente aislados, como el Reino Unido o España. La seguridad energética del downstream en la mayoría de los países se reduce a regímenes normativos que optimizan la inversión y el mantenimiento de los sistemas de refinería/generación, las redes de distribución/transmisión y las instalaciones de almacenamiento. A pesar de que, como regla general, la seguridad energética en el downstream sólo se vulnera en contadas ocasiones, la naturaleza del régimen normativo es de suma importancia a efectos de evitar un menoscabo de la inversión requerida o un insuficiente mantenimiento que puede, en determinados momentos, producir apagones como los de California y Nueva York en los últimos años, o incluso como el sufrido en Barcelona en 2007. La extrema importancia de la seguridad en el downstream queda realzada por el hecho de que tales interrupciones en el suministro de energía afectan a los consumidores de la manera más directa y brusca, generalmente en forma de cortes de suministro que sólo pueden subsanarse con gran dificultad y penurias, al contrario que los incrementos de precio más graduales producidos por los tipos de interrupción anteriormente mencionados que pueden darse en el upstream y en el midstream.

La clave está en la diversidad

La clave para aumentar la seguridad energética no reside en la hipótesis intuitiva de que lo ideal sería gozar de una independencia energética nacional y de la capacidad para controlar las propias fuentes energéticas (o las ajenas). Más bien, la clave consiste en sumergirse en la realidad energética globalmente interdependiente del modo más diversificado posible y, por consiguiente, menos vulnerable. La diversificación en el plano de la energía constituye un objetivo más apropiado (y realista) que la independencia energética. Esto implica, en la medida de lo posible, una diversidad no sólo en los tipos de energía y en sus fuentes geográficas, sino también en las modalidades y rutas de transporte. Es mejor disponer de petróleo y gas de todas las fuentes geográficas y políticas posibles, así como de una amplia gama de tipos de energía que abarque desde los combustibles fósiles hasta los biocarburantes, desde las energías renovables hasta la energía nuclear, desde los motores de combustión hasta los motores eléctricos híbridos y pilas de combustible.

Asimismo, la diversidad debe estar presente en la matriz del transporte de energía en todo el proceso, desde el upstream hasta el downstream. Por ejemplo, antes que depender sólo de países de tránsito como Ucrania para el transporte del gas ruso a Europa, o depender sólo de los gasoductos rusos que evitan los países de tránsito y llegan directamente a Alemania, como el proyecto del gasoducto North Stream, Europa debería incentivar un equilibrio entre la dependencia del gas ruso que debe atravesar países de tránsito y la dependencia del gas ruso transportado directamente a la UE. Esto generaría un equilibrio respecto a las presiones que, o bien Rusia, o bien Ucrania, podrían utilizar para ejercer influencia sobre la UE. Asimismo, España debería intentar pasar de ser un mero punto de importación de gas, a un país de tránsito canalizador de gran parte del gas de Argelia (y del GNL regasificado desde Trinidad y Tobago o desde Qatar) hasta Francia. Esto también podría alentar a Argelia a desempeñar, además de su papel principal como productor y exportador de gas, el rol de país de tránsito para el gas nigeriano a través de un futuro gasoducto transahariano, en su eventual viaje a Europa a través de futuros gasoductos transmediterráneos.

La cuestión es que la diversidad de suministro aumenta la flexibilidad energética y reduce la vulnerabilidad ante cualquier forma de interrupción en el suministro, al tiempo que la diversidad en las modalidades de transporte y en las rutas mitiga la capacidad política (y la voluntad política) de verse tentado a utilizar cortes en el suministro como arma política.

Realismo e independencia intuitivos versus colaboración e integración no intuitivas

Quizá la mayor trampa potencial para el razonamiento intuitivo en relación con la seguridad energética reside en la insistencia por parte de los Gobiernos de los países consumidores en que la energía es un bien estratégico (en contraposición a un bien simplemente económico), aun cuando acusan a los países productores de permitir que su política envenene sus medidas en materia energética. En el downstream, esta amenaza a la seguridad energética se ha visto recientemente subrayada por la batalla por crear un único mercado energético europeo unificado y la resistencia que han opuesto a ello determinados Gobiernos y sus “campeones nacionales” en los sectores del gas y la electricidad. Los regímenes normativos y las prácticas (y la connivencia ante determinados incumplimientos) que pueden considerarse por parte de algunos gobiernos como la maximización de su propia seguridad energética nacional, tienen a menudo como efecto la debilitación de la seguridad energética óptima en el espacio económico más amplio del que forman parte. En el upstream, los grandes países consumidores, como EEUU o China, exhiben una tendencia demasiado fácil a utilizar la política exterior y el poder corporativo para intentar “garantizar” el acceso a las reservas de hidrocarburos, aunque esto genere tensiones geopolíticas, dé pie a conflictos militares o fragmente la economía global, y ralentice o invierta la tendencia hacia la integración económica global (el principal adelanto que ofrece la única y mayor posibilidad de alcanzar unos niveles óptimos de paz y prosperidad en el mundo).

Con demasiada frecuencia, los debates sobre seguridad energética comienzan con una declaración que se considera obvia (o intuitiva): la cuestión de la energía pertenece al ámbito estratégico de la seguridad nacional (incluso militar), una materia demasiado importante como para dejar su regulación en manos del mercado (a pesar de que este argumento, como ocurre a menudo, simplemente enmascare los intereses corporativos de los “campeones nacionales”). Así de claro lo expresó el propio Churchill; Roosevelt procedió en consecuencia a estas palabras en sus negociaciones con el Rey Saud. Los americanos han estado actuando conforme a tales instintos desde entonces, y muchos europeos temen que carecen de los recursos y de las herramientas para hacer frente a lo que consideran ahora como un obvio desafío estratégico. Los chinos han estado comportándose de un modo similar a través de la expansión de sus NOC en los últimos años, a pesar de que parece que se están dando cuenta (gracias a sus relaciones con la Agencia Internacional de la Energía) de la trampa que pueden haberse estado preparando a sí mismos.

Para algunos puede resultar obvio que el tema de la energía no puede dejarse únicamente en manos del mercado, pero también debería resultar obvio para todos que nada debería dejarse únicamente en manos del mercado. Es necesario instaurar regímenes normativos eficaces, eficientes y ecuánimes, de manera que los mercados no se hundan, que produzcan los niveles de inversión adecuados para el suministro futuro, moderen la demanda innecesaria, permitan que los precios alcancen el equilibrio óptimo (y, manteniendo inmutable todo lo demás, el más bajo posible), y generen al menos los niveles mínimos de investigación y desarrollo de nuevas tecnologías y de nuevas fuentes y tipos de bienes, servicios y energía.

Hace mucho que la mayoría de los países pertenecientes a la OCDE llegaron a esta conclusión, aunque frecuentemente la olvidan o la ignoran. Al ocuparse del comercio internacional, de cualquier naturaleza, la clave está en ensamblar las economías nacionales, basadas en el mercado aunque enmarcadas en contextos normativos adecuados, en un mercado global único cimentado sobre un régimen normativo internacional fundamentado bien en la soberanía compartida, bien en una sólida colaboración internacional. Aunque muchas otras economías no pertenecientes a la OCDE todavía no han aceptado firmemente este axioma, o continúan favoreciendo la regulación estatal sobre los mecanismos del mercado, debería establecerse como prioridad la colaboración internacional a efectos de extender el alcance de los mecanismos y el comportamiento del mercado y de forjar un sistema normativo internacional (un gobierno global) para regular la producción energética, el comercio y el consumo, de modo que el mayor número posible de actores nacionales tenga intereses entrelazados en el mayor grado posible. Puede que sea cierto que la competencia geopolítica (que es tanto la fuente como el producto de la mentalidad “realista”) ejerce una influencia cada vez mayor sobre los sistemas energéticos mundiales. Pero la única estrategia “realista” consiste en resistirse a esta tendencia echando mano de los principios del mercado y la colaboración internacional (aunque esto signifique la aceptación de ventajas o excepciones asimétricas para los países productores a corto plazo ?como permitir el acceso a Rusia o a Argelia al downstream en Europa antes de que esta última tenga un acceso igual y libre al upstream y al midstream en dichos países; o como continuar tolerando las prácticas de los cárteles entre los exportadores de petróleo de la OPEP, sin mencionar la formación de un nuevo cártel de exportadores de gas?).

Conclusiones

Aunque puede que muchos consideren intuitivamente que la energía constituye un caso especial y que la seguridad energética constituye una cuestión de seguridad nacional (algo que también podríamos decir de los microchips, el acero, la comida y casi todo lo demás), la realidad ineludible, por muy contraria a la intuición que pueda parecernos al asimilarla, es que la seguridad energética únicamente puede ser colectiva. Actuar de otro modo equivale a preparar el escenario para una repetición (diferente y más interesante, quizá, pero probablemente más peligrosa) de la primera mitad del siglo XX.