10 de marzo de 2009

¿PEOR QUE BUSH?


Ted Galen Carpenter

El principal mensaje de la exitosa campaña presidencial de Barack Obama fue su llamado a un “cambio”—aunque muchas veces sin dar mucho detalle acerca de este. Hay una necesidad urgente de cambiar la política exterior de EE.UU. Inclusive durante la guerra fría la estrategia de Washington derivó en que EE.UU. subsidie la seguridad de aliados y clientes, causó que la república se involucre abruptamente en cruzadas militares mal concebidas siendo principalmente notable el caso de la Guerra de Vietnam, e impuso innecesarias cargas financieras por sobre los contribuyentes.

Las cosas se han empeorado aún más desde el fin de la Guerra Fría. Las fuerzas estadounidenses han intervenido en lugares tan diversos como Panamá, Somalia, Haití, los Balcanes y el Golfo Pérsico, y los compromisos de seguridad formal e informal de Washington se han expandido enormemente. La sobre-extensión estratégica de EE.UU. y sus confusas prioridades han alcanzado nuevos niveles bajo George W. Bush con el utópico propósito de implantar la democracia en el Medio Oriente y otras regiones poco prometedoras.

La política exterior de EE.UU. clama por un cambio dramático, pero todavía hay incertidumbre respecto de que el presidente-electo Obama traerá un cambio correcto. Muchas de sus posiciones sobre política exterior son cuestionables, y en los casos en los que ha dado detalles, hay igual cantidad de razones para estar inseguro y escépticos así como razones para estar esperanzados y confiados.

Por ejemplo, él no muestra voluntad alguna de reconsiderar el viejo compromiso de Washington con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). De hecho, defiende una mayor expansión de la OTAN, incluyendo la membresía de Ucrania y Georgia, a pesar de la certeza de que esto provocaría a Rusia. Obama ha alabado las intervenciones de la OTAN tanto en Bosnia como en Kosovo durante los años de Clinton y favoreció la decisión de febrero de 2008 de concederle independencia a Kosovo por sobre la negativa de Moscú.

Su actitud es la más desafortunada, ya que muchas políticas estadounidenses están llenas de obsolescencias o prioridades desordenadas. Por ejemplo, el entusiasmo impulsivo de Obama con la OTAN ignora la creciente evidencia de que la alianza carece de cohesión o razón estratégica para jugar un papel importante con respecto a la seguridad del siglo XXI. El desempeño torpe de la OTAN en Afganistán es solamente el ejemplo más visible. Peor aún, añadir clientes de pequeña seguridad crea responsabilidades peligrosas para EE.UU. como líder de la alianza. Una obligación de defender a Georgia, por ejemplo, podría involucrar a EE.UU. en una comprensible y obscura disputa entre Tbilisi y Moscú respecto del estatus de las regiones secesionistas de Abkhazia y Osetia del Sur. El Presidente Obama debería preguntarse cómo es que arriesgar una confrontación con un poder nuclear teniendo poco qué ganar beneficiaría a EE.UU.

Es con respecto a la cuestión de las intervenciones humanitarias, sin embargo, que la actitud de Obama—y la de algunos potenciales asesores para la política exterior—es principalmente preocupante. En su artículo, “Renovando el liderazgo estadounidense” ("Renewing America´s Leadership"), en la edición Julio/Agosto 2007 de Foreign Affairs incluyó una cuestionable y preocupante presunción. Él insistió que “la seguridad y bienestar de todos y cada uno de los estadounidenses depende de la seguridad y bienestar de aquellos que viven más allá de nuestras fronteras. La misión de EE.UU. es proveer liderazgo mundial basado en un entendimiento de que el mundo comparte una seguridad común y una humanidad común”. Esa presunción acerca de los destinos supuestamente indivisibles no es materialmente distinta de los sentimientos que el Presidente Bush expresó en su segundo discurso inaugural: “La supervivencia de la libertad en nuestra tierra cada vez depende más del éxito de la libertad en otras tierras”.

Pero esa presunción es tanto errónea como peligrosa. Llevada a su conclusión lógica, esta significa que EE.UU. nunca puede estar seguro o ser próspero a menos que docenas de países crónicamente mal gobernados (de alguna manera) sean transformados en estados libres y democráticos. Aquello es un plan para misiones de construcción de naciones y guerras perpetuas. Dados las recientes pérdidas creadas por la reciente debacle en los mercados financieros estadounidenses, también es una misión ambiciosa que los contribuyentes estadounidenses difícilmente podrán costear.

Aunque es difícil imaginárselo, la política exterior de Obama podría demostrar ser inclusive peor que aquella del gobierno de Bush. El coquetea con la noción de que el principio más importante de la política exterior estadounidense debería ser el de promover, defender y hacer cumplir el respeto a la “dignidad humana” en el mundo. Como un concepto operacional, tal estándar es prácticamente vacío. En el mejor de los casos, consistiría de que Washington se convierta en el molestoso del planeta, constantemente sermoneando a otros gobiernos para que mejoren su comportamiento. En el peor de los casos, se podría convertir en una excusa para gigantescos gastos en ayuda externa e intervenciones militares destinadas a proteger a los más desafortunados dentro de los estados fallidos o inclusive en países funcionales con regimenes represivos. Aún así gran parte de los escenarios más probables para tales intervenciones conllevan poca o ninguna conexión con los intereses tangibles de EE.UU. En cambio, este país se embarcaría en potencialmente costosas cruzadas humanitarias que desangrarían a las fuerzas armadas estadounidenses y dejarían vacía la tesorería.

No habrá mejoras si el gobierno de Obama retira las tropas de Irak solamente para lanzar nuevas intervenciones a lugares conflictivos tan estratégica y económicamente irrelevantes tales como Darfur y Burma. Este no es el tipo de política exterior que los estadounidenses quieren o necesitan.

Si el Presidente Obama adopta una estrategia de seguridad restringida para defender los intereses vitales de EE.UU. se ganará—y merecerá—la gratitud de todos los estadounidenses. En cambio, si solamente adopta una nebulosa cruzada para asegurar la “dignidad humana” para todos alrededor del mundo mediante instrumentos de ayuda externa de EE.UU. y el poder militar, socavará a su propio gobierno y hará explotar otra ronda de frustración pública acerca de la falta de voluntad de los líderes políticos de enfocarse en los mejores intereses y el bienestar de EE.UU. Esa es la fundamental decisión a la que se enfrenta el Presidente Obama mientras que ingresa a la Casa Blanca.

¿QUÉ TIENE ESTA CRISIS FINANCIERA QUE NO HAYAN TENIDO OTRAS?


Iliana Olivié

La crisis financiera que estalló en EEUU en 2007 y que se propagó al resto de las economías desarrolladas y en desarrollo a lo largo de 2008 cogió por sorpresa a analistas, poderes públicos y agentes privados.

Como es lógico, han proliferado los análisis sobre las causas y los debates sobre las respuestas más pertinentes. En este sentido, se repiten las comparaciones con otras crisis. Una de las más frecuentes es la comparación con la crisis de 1929 que estalló también en EEUU. Las consecuencias para la economía real se comparan con las de la Segunda Guerra Mundial y la labor iniciada por el G-20 en noviembre de 2008 se compara con el proceso que culminó en los acuerdos de Bretton Woods de 1944. A la vista de estas comparaciones, uno podría deducir que se trata, pues, de una situación tan impredecible como excepcional, que se dio por última vez hace más de 60 o, incluso, 80 años.

Por otra parte, también crece el consenso respecto de las causas más profundas de la crisis. La liberalización financiera que se inicia en las principales economías en los años 70 y que se extiende a los demás países a lo largo de los siguientes decenios generó unos vacíos de control y regulación que abrieron la puerta a operaciones y productos financieros que alimentaron la liquidez internacional pero también el riesgo sistémico hasta el punto del estallido financiero.

Con estos elementos, sería relativamente fácil deducir, en primer lugar, que una crisis de estas características tiene un carácter excepcional. En segundo lugar, si ha sido el resultado de la desregulación, sobre todo a nivel nacional, la solución pasaría por recuperar ciertos niveles de regulación y supervisión financiera.

Seguramente, la actual crisis financiera comparte rasgos con la crisis del 29, y las consecuencias para la economía real que están sufriendo en estos momentos la mayor parte de los países podrían ser equiparables al shock que supuso la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, se trata de una crisis mundial –y no localizada en una región determinada–, cuyo epicentro se encuentra en una economía desarrollada [1]–EEUU en este caso– y con consecuencias graves para la economía real, también a escala mundial.

A pesar de todo ello, también podría argumentarse, por una parte, que la actual crisis financiera no es, desde varios puntos de vista, excepcional. Comparte diversos rasgos con las crisis financieras recurrentes que se han sufrido en economías emergentes y países en desarrollo en los últimos 20 años. Así, por otra parte, desde cierto punto de vista podría decirse que se trata de otra de las manifestaciones de la inestabilidad financiera global que vivimos desde hace ya décadas. Por último, independientemente de que la situación actual sea, al menos parcialmente, el resultado de un proceso de diversas desregulaciones financieras nacionales, existe un problema sistémico o global, que requerirá también de medidas sistémicas o globales.

¿Por qué es importante reubicar el análisis de la crisis en el contexto internacional de los últimos 20 años?[2] A medida que la crisis financiera se ha ido transformando en una crisis real –o, mejor dicho, a medida que a la crisis financiera se ha ido sumando una crisis en el sector real–, los esfuerzos de las autoridades y el debate sobre las respuestas se ha ido volviendo cada vez más local. Esto resulta lógico, puesto que llegados a las consecuencias para la economía real, el ámbito de actuación es más netamente nacional y las respuestas deben diferenciar unos sistemas productivos de otros. Por otra parte, y en el plano estrictamente financiero, el acento en los problemas internos de la economía estadounidense –como el excesivo apalancamiento familiar y empresarial– y en los errores de gestión macroeconómica de sus autoridades –política monetaria expansiva prolongada o gasto público excesivo– también han contribuido a desviar la atención de lo global a lo local. Por tanto, con este trabajo también pretendemos devolver, en el marco del debate sobre las respuestas a la crisis, un mayor protagonismo a las medidas de carácter global.

Un breve recorrido por algunas de las crisis financieras más recientes

No puede fijarse un número concreto de crisis financieras en nuestra historia reciente. Como es lógico, esta cifra dependerá de las variables que tomemos para definirlas –pérdida del x% del valor de la moneda, caída del y% del crecimiento del crédito bancario respecto del PIB, caída del z% del índice bursátil, etc.–. Por ello, diversos análisis sobre crisis financieras ofrecen diversas listas de crisis. Por ejemplo, en una publicación de 2002, Dymski identifica ocho crisis de deuda y de tipo de cambio en ocho años, desde 1994 hasta 2002. Éstas serían la crisis mexicana y el consecuente efecto Tequila de 1994-1995, las crisis financieras asiáticas de 1997-1998, la crisis del real brasileño en 1998-1999, la caída del rublo en el mismo período, la crisis turca de 2000, la argentina de 2001-2002, el nuevo ataque al real brasileño en 2002 –coincidiendo con las elecciones en las que sería vencedor el presidente Lula– y, por último, el colapso uruguayo también en 2002.[3] Pero existen muy diversos “recuentos” de crisis financieras. Wolf cita varios:[4] según un estudio del Banco Mundial de 2001, entre finales de los 70 y finales del siglo XX se produjeron 112 crisis bancarias sistémicas en 93 países. Según Bordo y Eichengreen, se produjeron 95 crisis en economías emergentes y 44 en países de renta alta entre 1973 y 1997; de éstas, 17 de las crisis en economías emergentes fueron crisis bancarias, 57 crisis cambiarias y 21 crisis gemelas. En otras palabras, la crisis financiera internacional que estalló a mediados del año pasado sería, en este contexto, cualquier cosa menos excepcional.

A continuación, trataremos de repasar las principales causas de dos de estas crisis recientes: la crisis mexicana que estalló a finales de 1994 y que se propagó al resto de la región latinoamericana, y la crisis surcoreana de 1997 fruto, en parte, del contagio desde el sudeste asiático.

La crisis mexicana y el efecto Tequila

En los años previos a la crisis mexicana, una parte importante de las economías latinoamericanas iniciaron procesos de reforma que atrajeron la atención de los inversores internacionales. Para el caso de México, tanto los movimientos de reforma internos como las condiciones de acceso a determinados tratados u organismos –la adhesión al Tratado de Libre Comercio (TLC), a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) o al GATT (General Agreement on Tariffs and Trade)– sacaron adelante una agenda económica de reformas que incluyó la desregulación económica interna, la apertura comercial y financiera y la privatización de empresas públicas en varios sectores. Los inversores internacionales, que leyeron positivamente los cambios, se vieron estimulados, además, por el bajo nivel de los tipos de interés en EEUU a principios de los 90, lo que devolvía su atractivo a las inversiones en México tras la “década perdida” de los 80. Así, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), las entradas de capital extranjero en México aumentaron en la primera mitad de los 90, pasando del 1,29% del PIB en 1989 al 10,30% en 1993 para luego descender al -0,82% en 1995.

La financiación externa accedió al país latinoamericano sobre todo en forma de bonos, un título financiero de gran liquidez –y, por tanto, volátil–. Aunque también se registraron entradas en forma de Inversión Directa Extranjera (IDE) y de acciones cotizables, éstas respondían, en su mayoría, a los procesos de privatización y fueron marginales respecto de las entradas en forma de deuda. Los contratos y títulos de deuda estaban, además, denominados en divisas. La entrada masiva de capitales se transformó en un boom de crédito que financió actividades de consumo local e importaciones así como las burbujas especulativas que aparecieron tanto en el sector inmobiliario como en el bursátil. Huelga señalar que estas actividades estaban, además, denominadas en pesos. Esto es, al problema de sobreendeudamiento externo y al del aumento del crédito interno asignado a actividades de alto riesgo, se sumó un desajuste de moneda entre activos y pasivos. En pocas palabras, en los años previos a la crisis de 1994, México estaba sufriendo lo que en la literatura sobre crisis financieras se suele denominar un deterioro de los fundamentals o parámetros fundamentales de la economía.

A esta situación se sumaron, a lo largo de 1994, una serie de choques, algunos económicos y otros de tipo político. En el ámbito económico, quizá lo más destacable es que los tipos de interés de EEUU, cuyos niveles moderados habían propiciado, al menos parcialmente, la entrada de capital en México a principios de los 90, registraron diversos aumentos a lo largo del año. Los mismos tipos de interés que en febrero de 1994 se situaban en el 3,25% habían ascendido al 5,50% en noviembre del mismo año. Con un menor diferencial en los tipos de interés, el atractivo de los títulos de deuda mexicanos era también menor. Además, se desataron una serie de acontecimientos que sumieron al país en una gran inestabilidad política. Cabe mencionar la rebelión en Chiapas en enero de 1994, el asesinato en marzo de Colosio –candidato a la presidencia en las elecciones de agosto– y el asesinato de Massieu, secretario general del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en septiembre del mismo año.

Con todo, desde el estallido de la rebelión en Chiapas, comenzó a caer el índice bursátil; esto es, se produjo en ese momento un cambio de expectativas de los inversores internacionales respecto de las posibilidades de rentabilidad y riesgo en la economía mexicana. Aunque de forma errática, el índice bursátil siguió descendiendo a lo largo del año, se sumó la pérdida de reservas en divisas y comenzó el aumento de los tipos de interés locales en noviembre. El 22 de diciembre, con las reservas agotadas, las autoridades monetarias abandonaron el régimen de tipo de cambio semi-fijo, produciéndose el desplome del peso mexicano. A partir de ese momento, la crisis se contagió al resto de la región latinoamericana, produciéndose el llamado efecto Tequila.

La crisis en Corea del Sur y el contagio desde Tailandia

En la primera mitad de los 90, Corea del Sur emprendió una serie de medidas que llevaron a una mayor apertura financiera. Por una parte, los grandes conglomerados empresariales locales (chaebols) se habían beneficiado de las, hasta ese momento, tímidas reformas y medidas aperturistas. Además, al igual que en México, las presiones internas para la reforma se sumaron a las condiciones exigidas para el ingreso en determinados foros internacionales. Para el caso de Corea del Sur, tendría especial peso el ingreso en la OCDE. De este modo, en los años previos al estallido de las crisis asiáticas, Corea del Sur llevó a cabo una reforma financiera un tanto acelerada y caótica que incluyó la desregulación del sistema financiero interno y la apertura de la cuenta de capitales sin acompañar el proceso de la correcta adaptación del sistema de regulación y supervisión financiera.

La mayor apertura facilitó la entrada de capitales. En 1994 –el mismo año en el que las inversiones comenzaban a huir de México– las entradas de capital extranjero en Corea del Sur se habían multiplicado por más de dos, pasando de algo menos de 10.000 millones de dólares el año anterior a algo más de 22.000 millones. Los flujos de entrada siguieron creciendo hasta 1996, año en el que se situaron en unos 48.000 millones de dólares, para luego caer al año siguiendo y registrarse una salida neta en 1998.

Las entradas de capital estaban compuestas, sobre todo, de deuda –en forma de bonos pero, sobre todo, en forma de préstamos y créditos a corto plazo–. Se trató, pues, de un proceso de sobreendeudamiento externo en el que la financiación tenía, además, un marcado carácter volátil. El sobreendeudamiento externo se tradujo en un sobreendeudamiento interno. A diferencia de lo que ocurrió en México unos años antes y a diferencia, incluso, de lo que ocurrió en otros países asiáticos afectados por la crisis de 1997, en Corea del Sur no se registra, previamente al estallido de la crisis, el desarrollo de una burbuja inmobiliaria o bursátil. El gran volumen de crédito interno tampoco se destinó al consumo de bienes y servicios locales ni a un aumento de las importaciones. El grueso del crédito externo fue directa o indirectamente a financiar actividades productivas del sector manufacturero, generalmente ligadas, además, a actividades de exportación.

Este hecho es de suma importancia por lo que implica para la literatura sobre crisis financieras. En el debate sobre la distribución de pesos entre los factores a la hora de explicar las causas del estallido de una crisis, los analistas que ponen un mayor acento en las causas derivadas de los errores en la política económica local de los países que entran en crisis suelen esgrimir la aparición de burbujas inmobiliarias u otras asignaciones ineficientes del crédito interno como uno de los principales factores explicativos.

Sin embargo, en este sentido, el comportamiento de la economía surcoreana fue “correcto”: ni actividades improductivas y de alto riesgo, ni despilfarro de los recursos externos para financiar mayores niveles de consumo. Corea del Sur utilizó los flujos masivos de capital de los años 1993 a 1997 para financiar una actividad productiva manufacturera que había generado altos niveles de exportación y crecimiento para el país durante décadas.

Pero como las actividades a las que se asigna el crédito no lo son todo en la explicación del estallido de una crisis financiera, el hecho de que las inversiones financiadas con el boom de entradas de capital fueran productivas, no garantizó su correcta asignación. Con una mediocre regulación y supervisión financiera, resultado de una apertura financiera desordenada y rápida, la creciente financiación disponible terminó dirigiéndose –sin los suficientes requisitos de avales, sin el cuidado necesario en la concentración de riesgos, sin una evaluación adecuada de la capacidad de devolución del crédito por parte del deudor– a una red empresarial crecientemente endeudada y decrecientemente rentable.

La sobrecapacidad productiva del sector manufacturero también derivó en un problema de sobreoferta que generó una caída de precios de diversos productos de exportación surcoreanos como los productos eléctricos y electrónicos o los semiconductores.

Del mismo modo que ocurrió en México, unos años antes de este deterioro de los fundamentals –aumento del crédito a actividades poco rentables y debilidades del aparato productivo, problemas en la cuenta corriente, y apreciación del won por la entrada masiva de capital externo y por la depreciación del yen– se sumó un choque externo que indujo el cambio de expectativas de los inversores internacionales.

Para la crisis surcoreana de 1997, este choque externo fue la crisis asiática que se había desatado meses antes en Tailandia. Así, Corea del Sur fue, al margen de los problemas económicos internos que pudiera estar sufriendo, un contagiado de una crisis que había estallado en otra economía. La crisis de balanza de pagos que había llevado a la flotación y desplome del baht en julio de 1997 se propagó a Filipinas, Malasia, Indonesia y Singapur. Con este último, los ataques comenzaron a dirigirse hacia economías más desarrollas y, en concreto, hacia los dragones asiáticos. Así, después del verano, la presión financiera recayó sobre Taiwán primero y, posteriormente, sobre Hong Kong y Corea del Sur. En noviembre de 1997, las autoridades monetarias abandonaron la paridad fija, el valor del won cayó a la mitad en dos semanas y el índice bursátil se desplomó.[5]

La crisis actual: el epicentro en EEUU

Como es lógico, la actual crisis financiera y económica internacional ha dado lugar a una proliferación de análisis sobre sus causas –desde las próximas hasta las últimas–, sus características y sobre las respuestas necesarias en materia de política económica.

Aunque aún esté vivo el debate sobre cuál ha podido ser el peso relativo de cada uno de los factores que terminaron desatando la crisis en EEUU, sí podemos identificar una lista de factores internos que explicarían un deterioro de los fundamentals en los años previos al estallido de la crisis, del mismo modo que hemos hecho con el caso de México o con el de Corea del Sur.

En primer lugar, diversos análisis coinciden en que la política monetaria de la Reserva Federal (Fed) en los primeros años de este decenio pudo estar errada. Se ha apuntado incluso que en 2007 terminó estallando la crisis que debía haber estallado en 2001, como consecuencia de los ya persistentes problemas macroeconómicos –véase el estallido de la burbuja tecnológica– y a raíz de los atentados del 11 de septiembre. Así, la Fed habría capeado, o más bien retrasado, la crisis financiera de 2001 manteniendo los tipos de interés en niveles anormalmente bajos. Además de no solventar definitivamente el problema, la política de la Fed siguió alimentando unos altos niveles de liquidez en el sistema que favorecieron la escasa aversión al riesgo de la inversión nacional e internacional.

En segundo lugar, y en este contexto de bajos tipos de interés, se produjo un aumento del, ya elevado de por sí, consumo privado norteamericano al que se sumó un aumento del gasto público para financiar, entre otras actividades, la presencia militar en el exterior. En paralelo, y para financiar el gasto, crecieron la deuda pública, la privada y la externa; proceso que forma parte del fenómeno denominado como desequilibrios globales en el que el exceso de ahorro asiático, en particular chino, se empleó en financiar la voracidad estadounidense.

Además, está lo que Fernández de Lis ha definido como un sistema de regulación y supervisión financiera fragmentado entre distintos niveles de la administración nacional.[6] Las debilidades de dicho sistema indujeron las malas prácticas en la concesión de créditos, una gestión inadecuada del riesgo, la concesión de créditos a prestatarios insolventes o de préstamos hipotecarios sin colaterales suficientemente sólidos.

Al igual que ocurrió en México o en Corea del Sur 10 años antes, a este deterioro de los fundamentals se sumó un cambio de expectativas de los inversores financieros internacionales, lo que precipitó el estallido de la crisis. ¿Qué propició ese cambio de expectativas? Aunque algunos apuntan a las primeras quiebras derivadas del mercado hipotecario de las subprime en 2007, parecería que hubiera sido más bien el rescate de Fannie Mae o de Freddie Mac, o incluso la quiebra de Lehman Brothers en agosto de 2008 lo que desató el pánico financiero y el contagio global de la crisis.

Elementos comunes

Es obvio que tanto México como Corea del Sur y EEUU sufrían problemas económicos internos antes de sus respectivas crisis financieras. Además, entre dichos problemas, aparece como un denominador común la debilidad del sistema de regulación y supervisión financiera que, en el caso de México y de Corea del Sur, puede ser el resultado de una apertura financiera un tanto rápida y/o desordenada. Así, tendríamos dos primeras lecciones. La primera es que hay que procurar mantener la economía saneada –algo que, obviamente, no todos los países pueden permitirse en todo momento para todos sus sectores–. La segunda es que los sistemas de regulación y supervisión financiera son importantes y que deben ser sólidos y eficaces. Por ello, no es sorprendente que la primera declaración del G-20 tras su reunión en Washington en noviembre de 2008 haga tal énfasis en los sistemas de regulación y supervisión financiera a escala nacional.

Además, cuando hay un exceso de liquidez internacional y una entrada masiva de capitales, suele acabar habiendo una salida también masiva de capitales. O, en palabras de Fernández de Lis, son los excesos los que explican las crisis.[7]

Pero vayamos un paso más allá

A raíz de la crisis del Sistema Monetario Europeo (SME) en los 90, Obstfeld desarrolló el modelo básico de crisis de balanza de pagos de segunda generación.[8] Según el modelo, para que estalle una crisis financiera son necesarios dos elementos. Por una parte, los principales parámetros macroeconómicos, o fundamentals, tienen que encontrarse en una “zona gris”: no pueden ser excelentes –en cuyo caso, la economía en cuestión escaparía a la crisis– ni deplorables –en cuyo caso, la situación económica interna llevaría irrevocablemente a la crisis, sin necesidad de que se sume ningún otro factor–. Por otra parte, tiene que darse un cambio de expectativas por parte de los inversores internacionales. En caso contrario, la economía podría mantenerse en un equilibrio precario de forma indefinida –en realidad, mientras alguien esté dispuesto a seguir financiando la situación–.[9]

Al margen de que la propuesta de Obstfeld pretende explicar las causas últimas de crisis cambiarias, y de que la crisis financiera que estalló en EEUU no incluye un desplome del valor del dólar, ¿podríamos aplicar esta lógica general a las tres crisis repasadas en este trabajo? Esto significaría que, en cada caso, el deterioro de los fundamentals no llevó, por sí solo, al estallido de la crisis. Existen, básicamente, dos formas de saber si esto es así. La primera consiste en analizar si en otros momentos las mismas economías estuvieron sometidas a una precariedad similar de los fundamentals sin, por ello, sufrir una crisis financiera. La segunda vía sería analizando si no hubo otra economía que, en un período similar, sufriera un cuadro macroeconómico igualmente precario sin por ello someterse a una crisis financiera.

Para el caso de la crisis mexicana, diversos estudios de todos los pelajes apuntan al aumento de los tipos en EEUU y a la inestabilidad política interna como los detonantes de la crisis.[10] Para Corea del Sur es aún más llamativo el hecho de que la economía sufriera un deterioro aún mayor de algunas de sus variables macroeconómicas en períodos anteriores sin, por ello, caer en una crisis financiera. Sirva de ejemplo que el endeudamiento exterior, del 12% del PIB en 1996, había llegado a situarse en el 50% entre 1980 y 1986. Por último, y con respecto a EEUU, como es bien sabido, el país lleva registrando déficit gemelos durante décadas. Los desequilibrios globales pueden haberse acentuado en los últimos años pero, desde los años 90, EEUU ha registrado un déficit por cuenta corriente crónico que ha financiado con carga a una deuda que el resto de la economía mundial ha estado dispuesta a suministrar –en parte, porque el dólar es moneda de reserva internacional–. De hecho, la crisis ni siquiera había estallado en el momento en el que el déficit por cuenta corriente se situaba en su peor valor: en la actualidad es del 4,6% del PIB pero ha llegado a situarse en el 6%.

¿Y todo esto por qué es importante? Porque significa que los factores externos, globales o internacionales, son clave –y cada vez lo serán más, a medida que avance el proceso de globalización financiera– en el estallido de crisis financieras con posibles repercusiones a escala mundial. Significa también, por tanto, que la puesta en marcha de medidas que prevengan, en la medida de lo posible, el estallido futuro de crisis como las que estamos sufriendo en estos momentos requiere, necesariamente, que trascendamos el ámbito de la regulación financiera nacional para abordar de forma contundente la gobernanza financiera global.

Conclusión

¿Qué tiene esta crisis que no hayan tenido otras? A la luz del análisis realizado en este trabajo, podría decirse que, desde el punto de vista de su naturaleza o de sus causas últimas, parece que no mucho. Indudablemente, las respuestas de política económica y la magnitud de su impacto no son comparables a las de crisis previas –y desde luego no a las de la crisis mexicana o surcoreana– pero esto es así, sobre todo, porque en esta ocasión el epicentro ha sido en una economía desarrollada y, específicamente, una de las más poderosas y más vinculadas al conjunto de la economía mundial.

Entonces, el hecho de que se haya dado una batería de respuestas a las crisis más ambiciosa que en episodios de crisis previos tiene más que ver con las implicaciones políticas de la crisis que con sus causas económicas. En este sentido, ahora sí se abriría una ventana de oportunidad para avanzar en las reformas financieras internacionales; ventana que también se abrió pero se cerró inmediatamente tras las crisis asiáticas. Por ejemplo, recordemos que fue tras las crisis de finales de los 90 cuando el FMI trató de lanzar un mecanismo que repartiera de forma más equitativa el coste del impago de la deuda internacional entre acreedores y deudores.

Sin embargo, el énfasis en los problemas internos de la economía norteamericana y de diversas economías europeas –incluidas la española, la británica y la islandesa– han desplazado el debate sobre las medidas más propicias para combatir la crisis financiera al terreno nacional. Este fenómeno se refuerza a medida que la crisis financiera se va transformando en recesión económica, que requiere respuestas diferenciadas en función de las características y debilidades propias de cada sistema económico nacional.
Este trabajo ha tratado de poner el acento en la importancia de las medidas de carácter global, en la llamada gobernabilidad financiera internacional, sobre todo de cara a la próxima reunión del G-20 en Londres a principios de abril.

Notas:

[1] En este sentido véase, por ejemplo, E. Ontiveros (2008), “Crisis con personalidad”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, introducción, pp. 9-12.

[2] Para otros análisis sobre causas próximas de la actual crisis, véase, por ejemplo, F. Steinberg (2008), “La crisis financiera mundial: causas y respuesta política”, Revista ARI, nº 58, pp. 9-13, noviembre.

[3] G.A. Dymski (2002), “The International Debt Crisis”, septiembre, mimeografiado, http://www.economics.ucr.edu/papers/papers02/02-10.pdf

[4] M. Wolf (2008), Fixing Global Finance, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, cap. 3, pp. 28-57.

[5] Las explicaciones de las crisis mexicana y surcoreana han sido extraídas de I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.

[6] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.

[7] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.

[8] M. Obstfeld (1994), “The Logic of Currency Crises”, NBER Working Papers, nº 4640, septiembre.

[9] Las crisis de segunda generación se diferencian de las de primera en que en estas últimas los fundamentals deteriorados llevan inevitablemente a una crisis, independientemente de que se dé o no un cambio de expectativas de los inversores internacionales. Se suelen señalar como principales ejemplos de las crisis de primera generación las latinoamericanas de los años 80 y, aunque con menor consenso, la crisis argentina de 2001.

[10] Véase, de nuevo, I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.

QUINCE AÑOS DE TRANSFORMACIÓN EN EL MUNDO POSCOMUNISTA: FUE MEJOR EL DESEMPEÑO DE QUIENES APLICARON RÁPIDAS REFORMAS


Oleh Havrylyshyn

Resumen ejecutivo

El colapso del imperio soviético significó la liberación de cientos de millones de personas del yugo del comunismo. En la mayor parte del mundo poscomunista, la libertad política fue seguida por la liberalización económica. Sin embargo, la transición de la planificación centralizada al libre mercado no fue pareja.

En los primeros días posteriores a la caída del régimen comunista surgieron dos escuelas de pensamiento en relación a la reforma económica: algunos economistas proponían un quiebre rápido con el pasado, mientras que otros preferían un enfoque más gradual. Con el paso del tiempo, resultó innegable que, en términos generales, las reformas rápidas constituyeron una mejor opción que las graduales. Los países que adoptaron reformas de gran alcance tendieron a registrar mayores tasas de crecimiento y menor inflación y recibieron más inversiones extranjeras. Tanto la desigualdad como las tasas de pobreza aumentaron menos en aquellos países que aplicaron reformas rápidas que en los gradualistas.

Es importante mencionar que quienes aplicaron reformas rápidas desarrollaron mejores instituciones que los países que optaron por el cambio gradual. De hecho, todos los países que aplicaron reformas rápidas se convirtieron en democracias liberales, mientras que en muchos de los que aplicaron reformas graduales, como Rusia, pequeños grupos de oligarcas extremadamente ricos capturaron el Estado y la toma de decisiones económicas. La eficiencia de las privatizaciones en gran escala no dependió de la velocidad, sino de la transparencia y la honestidad del proceso.

Quienes deban aplicar reformas en el futuro no deben sentirse intimidados al momento de optar por cambios drásticos. Sin embargo, para que las reformas económicas generen el máximo beneficio posible, es preciso garantizar que el proceso de privatización se lleve a cabo con más transparencia que en el pasado.

En países en los que el Estado está en manos de un grupo reducido de oligarcas, es posible que no puedan aplicarse reformas drásticas en el corto plazo. Aun así, la liberalización del ambiente de negocios, en especial en lo relativo a las pequeñas y medianas empresas, podría estimular la economía sin que la oligarquía que dirige el país se sienta amenazada.

Introducción

El 9 de noviembre de 1989, la caída del Muro de Berlín marcó el final del experimento comunista y el comienzo del fin del imperio soviético. Ese importante acontecimiento histórico se ha erigido como símbolo del final de la Guerra Fría, de la liberación de millones de personas del yugo de un Estado autoritario que las había mantenido aisladas del resto del mundo y de la liberalización de las economías nacionales, que al fin pudieron escapar de las limitaciones de la planificación centralizada socialista.

La euforia del momento fue compartida por muchas personas: no sólo por los ciudadanos de los países socialistas, sino también por muchos otros de todo el mundo. No resulta sorprendente que esa euforia se haya visto acompañada de grandes esperanzas de lograr el mismo grado de libertad democrática y bienestar económico que se disfrutaba en los países avanzados del mundo occidental. Tampoco sorprende que esas expectativas poco realistas no se hayan visto satisfechas rápidamente. Por esta razón, a mediados de los años noventa, en muchos de los países que habían sido comunistas la euforia se vio reemplazada por la desilusión, aunque esto no ocurrió en todos los países.

Los analistas comprenden que los milagros económicos no se dan en pocos años. Todos esperaban que la producción disminuyera antes de volver a aumentar.1 Sin embargo, la magnitud de la caída de la producción en la mayoría de los países fue mayor que la que esperaban los economistas, y el efecto social inicial de la transición fue sin duda doloroso. ¿Justifica esa caída los numerosos llamados de atención de mediados de los años noventa, caracterizados por la declaración del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas que sostiene que la transición en el mundo poscomunista generó “la más aguda pobreza y pérdida de bienestar en el mundo”? (2).

Específicamente, ¿era correcto atribuir los peores efectos de la transición a la aplicación de lo que muchos autores, en el caso de las reformas de Rusia, denominaron “terapia de shock”? Este documento demuestra que esas evaluaciones eran, en el mejor de los casos, prematuras, a menudo exageradas y no aplicables en el caso de muchos de los países con mejor desempeño, incluso a comienzos del período de transición. Más importante aún, cabe destacar que los costos sociales fueron mayores en los países que aplicaron reformas graduales que en los que optaron por reformas rápidas.

Era lógico que los analistas realizaran una evaluación en la mitad del proceso de transformación. Sin embargo, como la reducción inicial de la producción era generalmente aceptada como algo inevitable, algunas de las revisiones no fueron demasiado honestas al momento de calificar los resultados preliminares y estuvieron demasiado predispuestas a concluir que la transición había fracasado. Ahora es posible evaluar la experiencia de transición a lo largo de los 15 años para los que tenemos datos, un período cuya longitud nos permite observar no sólo los efectos negativos de la eliminación de la planificación centralizada en la etapa inicial, sino también los efectos positivos de la transición hacia una economía de mercado.

El proceso de transición se caracterizó por una amplia divergencia en el desempeño económico entre los países que habían sido comunistas: (3) algunos prosperaron, y otros se estancaron. Esa divergencia presenta una pregunta fundamental para quienes deban aplicar reformas en el futuro, en cualquier otro lugar del mundo: ¿Qué tipo de estrategia de reforma genera los mejores resultados?

Gracias al paso del tiempo, ya es posible concluir que las reformas rápidas, en términos generales, fueron mejores que las reformas graduales; que la eficacia de la privatización en gran escala no dependió de la velocidad, sino de la transparencia y la honestidad del proceso; y que la mejor opción para el desarrollo institucional fue la de no demorar la liberalización. De hecho, los países que actuaron pronto y con velocidad en favor de la estabilización y liberalización macroeconómicas también desarrollaron mejores instituciones, como un poder judicial independiente que protege los derechos de propiedad privada.

Estrategias de reforma: teoría y práctica

Una frase muy escuchada a principios de los años noventa sostenía que “no hay precedentes de transiciones desde el socialismo al capitalismo”. La frase se utilizaba legítimamente para enfatizar las dificultades que surgen al momento de elegir la opción óptima para la transición, pero también fue utilizada por los detractores de las reformas para tratar de reducir el ímpetu de la liberalización económica. Decir que no había precedentes no equivale a decir que no había hojas de ruta: de hecho, se habían elaborado muchísimas hojas de ruta dentro y fuera del antiguo imperio soviético.

El Consenso de Washington se refiere a las opiniones sobre políticas de transición generalmente compartidas por las instituciones financieras internacionales (IFI), como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, y por los partidarios del enfoque “big bang” para las reformas económicas, como el ex ministro de finanzas de Polonia, Leszek Balcerowicz, el ex primer ministro checo, Vaclav Klaus, y el ex primer ministro ruso Yegor Gaidar (4). Quienes proponían este enfoque temían que, si las reformas eran demasiado lentas, se crearían grandes oportunidades de búsqueda de renta, tanto entre los viejos sectores como en los nuevos, con lo cual se generarían intereses creados contrarios a la liberalización. Según esta postura, era mejor utilizar el breve “período de gracia” de euforia poscomunista para instaurar rápidamente el nuevo régimen liberal y prevenir los retrocesos de las reformas. Para lidiar con el desempleo, los impulsores del enfoque “big bang” proponían redes de seguridad social que debían ponerse en práctica inmediatamente.

El Consenso de Washington se convirtió con el tiempo en un “hombre de paja” para quienes preferían reformas más graduales y un enfoque de “primero las instituciones” para la transición entre comunismo y capitalismo. Los primeros propulsores de las reformas graduales, como Philippe Aghion de Harvard University y Olivier Blanchard del MIT, sostenían que la magnitud de las dislocaciones sería demasiado grande, a causa de las enormes ineficiencias de la economía socialista. Con el objetivo de evitar esas dislocaciones, se proponía que los cambios fueran graduales, para dar tiempo a la creación de nuevos sectores y puestos de trabajo, a medida que los antiguos eran eliminados o reestructurados (5). Ambas escuelas de pensamiento reconocían la importancia de las instituciones, aunque éstas sin duda revestían mayor importancia para los partidarios de la reforma gradual, que proponían retrasar la liberalización hasta el establecimiento de mejores instituciones (6).

Más allá de este resumen amplio, las diferencias se hacen más sutiles, particularmente en relación a la secuencia de las reformas. En el caso del Consenso de Washington, de las 10 dimensiones de reforma, cinco debían aplicarse al comienzo del proceso y velozmente: la estabilización macroeconómica, la liberalización del mercado, la liberalización del comercio, las reformas legales y (sorprendentemente) el seguro de desempleo. El resto, incluida la privatización en gran escala, comenzaría en una etapa posterior y precisaría de más tiempo.

Los partidarios de las reformas graduales aceptaron la necesidad de una estabilización macroeconómica rápida y, en muchos casos, comprendieron el valor de la privatización en la etapa inicial de entidades pequeñas y de la libertad para empezar nuevas empresas.7 En los primeros debates, los gradualistas querían desarrollar las instituciones antes de comenzar con cualquier tipo de liberalización, y a mediados de los años noventa acusaron al Consenso de Washington de no tener un compromiso real con el desarrollo de instituciones (8). De hecho, la creación de instituciones se retrasó mucho en comparación con otras reformas, como la privatización en gran escala. Por ejemplo, el tristemente célebre programa de privatización “préstamos por acciones”, aplicado en Rusia, se ha vuelto un blanco de las críticas de los que proponen una reforma gradual y basada en las instituciones hacia los que prefieren el enfoque “big bang” (9).

Así, las principales diferencias entre las dos posturas pueden resumirse del siguiente modo:

Los partidarios del enfoque “big bang” temían que las demoras en la estabilización y la liberalización generarían enormes búsquedas de rentas, además de oposición a las reformas y, quizás, retrocesos en éstas.

Por otro lado, si bien aceptaban la necesidad de las instituciones, no creían que éstas fueran un prerrequisito obligatorio para las reformas.

Por su parte, los partidarios de las reformas graduales temían que un cambio demasiado rápido generara mayores costos sociales y sufrimientos para la población.

También sostenían que el desarrollo de las instituciones debía ser un paso previo a la liberalización y la privatización, a fin de garantizar los máximos avances posibles en términos de eficiencia.

Como se expondrá más adelante, los datos empíricos sugieren que los partidarios del “big bang” estaban en lo cierto al pensar que las demoras en las reformas promoverían la búsqueda de rentas. También tenían razón cuando sostenían que las reformas podían ponerse en marcha un poco antes del desarrollo de las instituciones. Los partidarios de las reformas graduales, por otro lado, se equivocaban cuando creían que un cambio rápido podía generar mayores costos sociales que uno lento, pero estaban en lo cierto en relación con el efecto positivo de las instituciones sobre la eficiencia.

Una discusión relacionada con el debate de la eficacia de las reformas económicas era aquella sobre el efecto de las reformas económicas en la democratización. Por ejemplo, Adam Przeworski, de New York University, postuló una hipótesis según la cual, en una democracia, las penurias generadas por las reformas harían que un nuevo gobierno opuesto a las reformas o populista accediera al poder en las siguientes elecciones y diera marcha atrás con los cambios realizados (10). En otras palabras, temía que la liberalización de mercado y la liberalización democrática no fueran compatibles. En este documento se presentan datos empíricos que refutan la hipótesis de Przeworski.

Definición del big bang y del gradualismoEn la mayoría de los países, la transición ha avanzado tanto que es posible que el debate acerca de su velocidad puede parecer tener solo una importancia histórica. Sin embargo, el debate sigue en pie, y los partidarios de ambos enfoques siguen “presentando” datos que confirman sus respectivos puntos de vista.11 Parte de la dificultad radica en que la clasificación de los reformistas como “rápidos” o “graduales” ha sido un poco arbitraria. Esa clasificación arbitraria fue posible porque el proceso de transición implicaba muchas dimensiones, lo cual habilitaba la posibilidad de clasificar un mismo país como rápido o lento.

Tras 1989, por ejemplo, se clasificó a Polonia como un reformista rápido. A partir de 1992, algunos analistas, aunque no todos, también aplicaron esa clasificación a Rusia. Dos estudios que tuvieron mucha repercusión, uno de Peter Reddaway de George Washington University y de Dmitri Glinski de Columbia University, y otro de Joseph Stiglitz, también de Columbia University, criticaron el fracaso de la “terapia de shock”. Sostenían que la liberalización y la privatización rápidas generaban grandes perjuicios sociales, económicos y políticos (12). Ninguno de los estudios prestó especial atención al caso de Polonia, que ya entonces era considerado un éxito en muchos círculos (13). Los críticos de Stiglitz sostenían las reformas aplicadas en Rusia en 1992 no constituían un ejemplo del enfoque “big bang”, porque se habían estancado y, hasta cierto punto, habían sido revocadas, y no se logró una estabilización macroeconómica importante hasta 1999. Todo indica que Stiglitz, en respuesta a esas críticas, redefinió la velocidad de transición como algo que sólo se relaciona con la privatización en gran escala. Dentro de esa definición acortada, Stiglitz sostiene que Rusia es un caso de “big bang” no exitoso, y Polonia, un caso exitoso de reforma gradual (14). Sin embargo, el énfasis que pone Stiglitz en la privatización en gran escala como la principal diferencia entre países con enfoques de reforma “big bang” y países con enfoques graduales es, sin duda, demasiado restrictiva: con excepción de la privatización en gran escala, Polonia emprendió todas las reformas relevantes relativamente rápido.

Para comprender mejor la velocidad desigual de las reformas en distintos países, es preciso analizar el índice de transición más utilizado en el mundo poscomunista, el Transition Progress Indicator (Indicador de Progreso de Transición, IPT), estimado anualmente por el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo. El IPT mide el grado de orientación al mercado de cada país en una escala de 1 a 4,5, en la que 1 representa un régimen con planificación centralizada y 4,5 representa un mercado en pleno funcionamiento. El IPT tiene muchas dimensiones, como la liberalización de precios y del comercio, la política de competencia, la gobernabilidad, la privatización en gran y pequeña escala y la liberalización de los sectores bancario y financiero.

La velocidad y el alcance de las reformas en los primeros años tras el final del régimen comunista son fundamentales para diferenciar entre los dos enfoques. Así, definimos como reformistas rápidos a aquellos países que registraron un aumento de un punto o más en su calificación del IPT a lo largo de tres años.

Realizamos dos ajustes: en primer lugar, algunos países, como Hungría y dos ex repúblicas yugoslavas, que comenzaron con valores elevados iniciales en el IPT (muy por encima de 1,0) aplicaron reformas económicas con menor velocidad que los principales países “big bang”, como Polonia y lo que entonces era Checoslovaquia, pero lograron valores similares en el IPT después de tres o cuatro años. Aplicamos a estos países la clasificación “Comienzo avanzado/progreso sostenido”. En segundo lugar, algunos países lograron un salto abrupto en las calificaciones del IPT, pero no pudieron sostener el ritmo de las reformas. Por lo general, los países en los que la inflación era de más de 5% mensual también dieron marcha atrás con algunas de sus primeras reformas económicas de liberalización. Clasificamos a las reformas de estos países como “big bang abandonado” (15).

Solo cabe aplicar la clasificación “Big bang sostenido” a las reformas de seis países. Esos países realizaron un gran salto hacia la liberalización en los primeros años tras el final del régimen comunista; alcanzaron y conservaron un bajo nivel de inflación; y aumentaron su calificación en el IPT en forma sostenida hasta la actualidad. Los países cuya clasificación es “Comienzo avanzado/progreso sostenido” se movieron más lentamente al principio, quizás a causa de su posición inicial más avanzada, pero progresaron en forma sostenida hasta alcanzar a mediados de los años noventa las calificaciones del IPT de los países de la clasificación anterior. Los países con clasificación “Big bang abandonado”, por su parte, registraron importantes aumentos en su calificación del IPT en los primeros años, pero el ritmo de reforma no fue sostenido y/o no pudieron contener categoría se la inflación. Como en esos países se abandonó el enfoque “big bang” para la reforma, la tercera categoría caería en la práctica en el grupo de países que aplicaron el enfoque de reformas graduales. Los países de la categoría “Reformas graduales” adoptaron ese enfoque desde el principio: en esos países, la estabilización macroeconómica y cualquier liberalización significativa se postergaron durante al menos dos o tres años y durante más tiempo en algunos casos. Por último, la categoría “Reformas limitadas” comprende aquellos países que progresaron en forma muy limitada respecto de la economía de tipo soviético (16).
Distintas estrategias, distintos resultados

El IPT refleja no sólo la liberalización de precios y del comercio, sino también la evolución de las instituciones relacionadas con el mercado, como las mejoras en el clima de competencia abierta y el buen gobierno de las empresas. Por ello, el IPT es muy utilizado como indicador general del progreso hacia una economía de mercado. Sin embargo, algunos críticos del enfoque “big bang” mencionan algunos defectos importantes del IPT, entre los cuales el más importante radica en su incapacidad para reflejar la concentración de poder político y económico en manos de unos pocos “oligarcas” muy ricos, como ocurre en los casos de Rusia y Ucrania (17). Esa deficiencia plantea interrogantes acerca de la “calidad” de la economía de mercado que representa el IPT. Por eso, es importante analizar algunos indicadores más directos del desempeño o de los resultados de la transición.

En el siguiente análisis, evaluamos los cinco grupos de países que tuvieron gobiernos comunistas, según la categorización del IPT de acuerdo con el desempeño que tuvieron en varios otros indicadores, como el desarrollo institucional, el desempeño económico y los desajustes que conllevó el proceso de reforma. Con unas pocas excepciones, los países que comenzaron el proceso de reforma inmediatamente y con decisión lograron los mejores resultados.

Los países que liberalizaron en la fase inicial desarrollaron más rápido las instituciones. Si bien hoy existen muchos indicadores de desarrollo institucional para todos los países, entre ellos los que están en transición, volvemos a recurrir al del BERD porque ofrece una serie temporal más coherente que la de otros indicadores para los países que tuvieron gobiernos comunistas y, también, porque permite realizar comparaciones directas con otros indicadores de liberalización.18 En el cuadro 3 se desglosan en dos los datos del IPT: los relacionados con la liberalización de mercado (LIB) y los relacionados con el desarrollo institucional (INST). Es posible extraer varias conclusiones muy importantes a partir de los datos. Primero, en todos los países, el desarrollo institucional se rezagó mucho respecto de la liberalización económica. En segundo lugar, los países que avanzaron en la fase inicial y rápidamente con la liberalización también lograron un progreso más rápido en el desarrollo institucional. En tercer lugar, el desarrollo institucional no precedió la liberalización en ninguno de los países, ni siquiera en los que aplicaron un enfoque de reforma gradual.

En los países del grupo CEIL, los líderes políticos a menudo sostenían que avanzaban lentamente con las reformas a fin de evitar los errores de la “terapia de shock” aplicada en Rusia. También explicaban que, preparando la base institucional antes de emprender la liberalización económica, estaban construyendo una economía de mercado social. El cuadro 3 sugiere lo contrario: los países del grupo CEIL no sólo están rezagados en términos de liberalización, sino que tampoco avanzaron más en términos de desarrollo institucional. Los países del grupo CEIM progresaron un poco más en términos de instituciones, pero están muy rezagados respecto de los líderes de Europa central y los países bálticos. Únicamente el grupo del sudeste de Europa, donde algunos países todavía sufren por conflictos o por las secuelas de los conflictos, puede compararse con el grupo CEIM.

Por consiguiente, es posible sostener que los líderes políticos de los países menos liberalizados abusaron de la teoría del enfoque de reforma gradual. Ellos no estaban interesados en aplicar reformas económicas o institucionales reales, por el contrario, utilizaron los argumentos de los partidarios de la reforma gradual para retrasar las reformas, lo que suscitó, como se verá más adelante, importantes búsquedas de rentas y “captura del Estado”. Por el contrario, puede decirse que los líderes comprometidos con lograr un progreso firme en la liberalización económica también estaban comprometidos con avanzar en el desarrollo institucional.

Algunos analistas, entre ellos Anders Aslund del Peter G. Peterson Institute for International Economics, sostuvieron que las evaluaciones del proceso de reforma que toman 1989 como año base arrojan una imagen exagerada de la caída de la producción que se produjo durante los años de recesión, ya que las estadísticas oficiales comunistas exageraban la producción nacional incluyendo producciones de valor nulo o negativo y no reflejando los valores negativos de la escasez y las colas de producción. Además, en el caso de los países no incluidos en el grupo de Europa central, la elección de 1989 como año base también exagera la caída en el PIB que se atribuye a la transición, que en muchos países no comenzó sino hasta 1992 y, en algunos casos, más tarde. Aslund tuvo en cuenta algunos de esos efectos sobre el PIB y calculó nuevas estimaciones. Esos ajustes también respaldan las conclusiones de este trabajo: las reformas de mayor alcance y más veloces lograron una recuperación del PIB más sólida y más temprana. De todos modos, el desempeño del grupo CEIL no deja de ser un interrogante. Esto puede deberse en parte a la exageración de las tasas de crecimiento del PIB en las economías, que todavía entonces conservaban muchas características soviéticas, y al hecho de que el retraso de las reformas retrasó también la recaída económica, que era inevitable de todos modos. También cabe mencionar que los buenos datos de producción de los países del grupo CEIL no son del todo coherentes con los indicadores de bienestar que analizaremos más adelantes. (En el caso de Belarús, por ejemplo, la elevada tasa de crecimiento del PIB está relacionada a un importante subsidio energético de Rusia).

El desempeño superior de los países que aplicaron un enfoque “big bang” no se debe únicamente al grado alcanzado por las reformas de mercado. Un análisis econométrico detallado también revela que, a mayor grado de reformas económicas alcanzado en la primera década, mejor desempeño económico (19).

Los países que aplicaron reformas graduales sufrieron más penurias sociales. Uno de los principales motivos detrás de la aplicación gradual de reformas era el temor de que una reforma rápida generara demasiados costos sociales: desempleo, deterioro del ingreso y pobreza. En la práctica, ocurrió exactamente lo contrario.

Los críticos del enfoque “big bang” señalan que el crecimiento del PIB no tiene en cuenta los efectos de distribución —como el aumento de la desigualdad— entre distintos segmentos de la población. A fin de capturar esos y otros costos sociales de transición, utilizamos los indicadores de bienestar social que elabora anualmente el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). El Índice de Desarrollo Humano (IDH) del PNUD es una medida del bienestar que comprende no sólo el ingreso per cápita, sino también su distribución, el alcance de la pobreza y el acceso a necesidades básicas como la vivienda, la salud y la educación.

Cuando analizamos los valores del IDH para los países en transición entre 1990 y 2000, obtenemos una imagen distinta de la que proponen los partidarios de las reformas graduales. De hecho, los valores del IDH para los países de Europa Central no cayeron nada, sino que registraron un aumento sostenido, en especial después de 1995 (20). En el caso de los países bálticos, se registró una caída significativa, pero en el año 2000 el IDH ya se había recuperado y superado los niveles anteriores. Por su parte, los valores del IDH de dos grupos correspondientes a la CEI registraron caídas abruptas y, en 2005, aún no habían logrado recuperar los valores de 1990. La conclusión indisputable es que las reformas radicales generan menos penurias sociales, no más.

¿Por qué son estos resultados tan distintos de los de otros informes de fines de los años noventa, como el informe de 1998 del PNUD llamado Poverty in Transition? En primer lugar, los primeros estudios utilizaban datos que sólo llegaban a 1995 y 1996 (es decir, incluían el período de recesión), y era lógico que mostraran una imagen más negativa de las transiciones. Algunos estudios más recientes confirman que la recuperación significativa de los indicadores sociales de todos los grupos no comenzó sino hasta mediados de los años noventa (21). En segundo lugar, incluso en el caso del período inicial, la mayoría de los estudios se concentraban en los peores casos entre los países de la CEI y no reflejaban en forma adecuada lo que ocurría, por ejemplo, en Europa central. (22).

La recuperación y el desempeño superior de los países que comenzaron con la aplicación de reformas en la etapa inicial también puede verse en los patrones de los coeficientes de Gini del Banco Mundial, que miden los coeficientes de desigualdad y pobreza. El coeficiente de Gini suele calcularse en una escala de 0 a 1, donde 0 representa la igualdad perfecta del ingreso, mientras que 1 representa la desigualdad total del ingreso. En este caso, multiplicamos los valores del coeficiente de Gini por 100 y los promediamos para cada grupo de países. Es importante enfatizar que, si bien los cambios en el coeficiente de pobreza pueden describirse normativamente como “deterioro” o “mejora”, no es posible hacer lo mismo en el caso de las medidas de la distribución del ingreso, como el coeficiente de Gini. En el proceso de transición, una ampliación de la dispersión de la distribución del ingreso no era sólo algo previsible (a medida que la propiedad privada y el mercado reemplazaban el socialismo), sino también algo, al menos hasta cierto punto, deseable. En el sistema de libre mercado, el aumento del ingreso sirve como incentivo para el aumento de la productividad y la iniciativa empresarial.

Puede decirse que, antes de 1989, el coeficiente de Gini era demasiado bajo en las economías socialistas. También puede sostenerse que las disparidades demasiado altas en la distribución del ingreso son “malas”, por razones de eficiencia. Los valores muy altos del coeficiente de Gini son reflejo de sociedades en las que puede existir una gran tensión política entre los grupos de ingresos superiores y los grupos de ingresos inferiores, lo cual genera inestabilidad, pocos incentivos para el trabajo y un desempeño deficiente del crecimiento. En este trabajo no pretendemos juzgar cuál debería ser el coeficiente de Gini indicado después de 15 años de transición, sólo nos limitamos a comparar países poscomunistas entre sí y a ofrecer algunas referencias de otros países.

Como esperábamos, la desigualdad del ingreso aumentó en todos los países. Sin embargo, en la mayoría de los casos, volvió a reducirse después de mediados de los años noventa. El análisis de los valores del coeficiente de Gini de 2002 y 2003 indica que iban de 28 a 36 para los que comenzaron antes con la aplicación de reformas entre los países bálticos y de Europa central, mientras que en el caso de los dos grupos de países de la CEI alcanzaban valores un poco más altos. Algunos trabajos presentan valores mucho más altos para este último grupo de países —40 o más en Rusia, Georgia y Usbekistán, por ejemplo—, si bien es imposible tener mucha exactitud en este aspecto, a juzgar por la gran dispersión de los resultados. Sin embargo, todo indica que el coeficiente de Gini mostró una tendencia ascendente a fines de los años noventa, seguida por una ligera disminución y estabilización.

A partir de una comparación internacional, resulta claro que los valores del coeficiente de Gini más recientes para los países poscomunistas no difieren demasiado de los de otras economías de mercado. Los menores valores del coeficiente de Gini son similares a los menores valores registrados entre países desarrollados, como Dinamarca, mientras que los mayores son comparables a la parte superior del espectro de países desarrollados, como Estados Unidos. En comparación con los países en desarrollo, el desempeño de los países en transición es más similar al de Asia que al de América Latina, esta última región tiene coeficientes de Gini con valores muy altos. A mediados de los años noventa, es decir, antes de la significativa recuperación registrada entre los países de la CEI, todo indicaba que algunos países, como Rusia, estaban alcanzando valores similares a los de América Latina en sus coeficientes de Gini. Sin embargo, el crecimiento económico logró reducir la brecha de la distribución. Resulta interesante que China, que a menudo se menciona como ejemplo de reforma gradual exitosa, haya registrado un aumento en el coeficiente de Gini a más 30, más alto que el de la mayoría de los países poscomunistas.

Los índices de pobreza exhiben una tendencia similar (23). La pobreza en las economías socialistas, antes de la transición, registraba una incidencia reducida. Sin embargo, cabe notar que muchas repúblicas soviéticas tenían índices de pobreza comparables con los países en desarrollo con bajos ingresos, incluso durante el período comunista. Cuando comenzó la transición, los índices de pobreza aumentaron marcadamente en la mayoría de los países y luego comenzaron a caer de manera gradual. Los índices de pobreza recientes, en muchos casos, volvieron a los niveles previos a la transición. Sin embargo, los países del grupo CEIM que aplicaron reformas más gradualmente no sólo registraron un deterioro mucho mayor en términos de pobreza hasta mediados de los años noventa, sino que además siguieron presentando índices de pobreza mucho peores que los de los países bálticos y de Europa central. La tendencia de los países del grupo CEIL es todavía más elocuente: los gobiernos de esos países rechazaron las reformas económicas a causa del deterioro para algunos indicadores de bienestar social. Sin embargo, estos países registraron el mismo aumento inicial en los índices de pobreza y, en años recientes, en el mejor de los casos sólo lograron una corrección parcial, definitivamente mucho menor que la que registraron los países que comenzaron antes con las reformas.

También en este caso, la imagen es clara: los que no esperaron para aplicar las reformas y las pusieron en marcha rápidamente no pudieron evitar totalmente el aumento de la pobreza, pero sufrieron mucho menos y lograron recuperarse y superar los niveles previos tras una década.

En general, todo indica que los datos sobre desempeño económico y costos sociales contradicen la primera hipótesis de los partidarios de las reformas graduales, quienes sostenían que el gradualismo lograba suavizar y minimizar los costos de ajuste.

¿Se comprobaron las hipótesis de las dos escuelas de pensamiento tras la experiencia de privatización?. La segunda hipótesis que plantearon los partidarios de las reformas graduales era que la privatización no generaría la eficiencia esperada a menos que se estableciera el entorno institucional adecuado para un mercado competitivo. Es posible encontrar un test exhaustivo de esa hipótesis en algunos trabajos econométricos, en los que se llegó a la conclusión que la privatización aplicada sin buenas instituciones no genera mejoras significativas en términos de eficiencia (sin embargo, si se las combina con la disciplina de un entorno competitivo, las mejoras pueden ser considerables) (24). Los partidarios de las reformas graduales sostienen que esos estudios confirman su postura. En un sentido muy acotado, están en lo cierto: mejores instituciones implican mejores resultados generales (25); los únicos países que registraron un desarrollo institucional considerable fueron los que apostaron por una liberalización rápida en lugar de aplicar reformas graduales.

El problema que surge al momento de evaluar la privatización está vinculado con el problema de distinguir entre países que aplicaron reformas graduales y países que escogieron enfoques más drásticos para sus reformas. ¿Se justifica catalogar el caso de Polonia como un caso de reformas graduales, sólo porque el gobierno del país comenzó muy tarde con la privatización de grandes empresas propiedad del Estado? ¿Con qué y con quién lo estamos comparando? El país estaba mucho más avanzado que la mayoría de los demás países que tuvieron gobiernos comunistas en términos de privatización en pequeña escala, liberalización de mercado y desarrollo de instituciones. ¿Confirma la experiencia de Polonia con la privatización en gran escala que las reformas graduales generan mejores resultados que las rápidas? La respuesta es afirmativa sólo si la comparación se hace respecto de la experiencia de Rusia. Otros países que privatizaron sus empresas más grandes con mayor velocidad que Polonia, como Estonia y Hungría, lograron resultados igual de satisfactorios (y, quizá, mejores) que los de Polonia, y sin duda mejores que los de Rusia (26). Incluso el caso de República Checa, un país muy criticado por haber aplicado una privatización en gran escala demasiado rápida, no puede compararse con el de Rusia en términos de los resultados actuales. Por otro lado, los países que demoraron la privatización, como Ucrania, registraron resultados que en la mayoría de las dimensiones son peores que los de Polonia y más parecidos a los de Rusia. La privatización es sólo una parte de una estrategia de reforma general y no puede utilizarse como el único criterio para definir si un país se encuentra entre los que aplicaron reformas graduales o entre los que aplicaron reformas rápidas.

Por último, podemos analizar la preocupación de Przeworski: que en una democracia las reformas rápidas pierdan respaldo político y sean abandonadas o, en otras palabras, que se genere un conflicto entre los mercados liberales y las políticas liberales. En los trabajos menos específicos sobre el tema, los datos no permiten extraer una conclusión definitiva. Sin embargo, en los estudios sobre países que tuvieron gobiernos comunistas, los datos son muy claros: existe una correlación fuerte y estadísticamente significativa entre la liberalización económica y la liberalización política (27). Es decir, a diferencia de lo propuesto por Przeworski, los mercados liberales y las políticas liberales avanzaron de la mano en los países poscomunistas.

La teoría gradualista no era errónea, pero en la práctica fue mal utilizada. Ningún país aplicó todas las recomendaciones del modelo de reformas graduales, pero muchos políticos utilizaron argumentos de ese modelo para justificar las demoras en las reformas, lo cual permitió que algunos miembros de la esfera política con información privilegiada se beneficiaran de elevadas rentas, acumularan importantes riquezas durante el período de hiperinflación y obtuvieran acceso preferencial al proceso de privatización en gran escala.

Uno de los principales teóricos del enfoque de reformas graduales, Gerard Roland de la University of California, Berkeley, sostiene que “hasta ahora no se ha prestado suficiente atención al tema de las reformas parciales y a las condiciones que se precisan para generar un ímpetu, ni tampoco, a las condiciones en las que se generan intereses creados que impiden la profundización del proceso de reforma” (28). Los datos reales de los países que tuvieron gobiernos comunistas, que cubren 15 años, sugieren que lo que ocurre es lo segundo: las reformas parciales y/o demoradas, que en muchos casos también significaron demoras en la estabilización macroeconómica, iniciaron un círculo vicioso, en el cual se crearon oportunidades de búsqueda de rentas, se acumularon grandes fortunas en manos de los que poseían contactos dentro de la esfera política, y se formó una oligarquía. Esa oligarquía, a su vez, “capturó el Estado” y utilizó sus influencias para obstaculizar la competencia, la transparencia y la aplicación equitativa de las leyes, con lo cual la transición hacia el mercado y el desarrollo democrático fue congelada.

Entonces, ¿dónde falló el enfoque gradual? Existe una opinión generalizada, aunque no universal, que sostiene que los modelos teóricos y las conclusiones teóricas del modelo de reformas graduales eran correctos. En la práctica, el modelo fue “secuestrado” por políticos que lo utilizaron para beneficio propio. Los países más exitosos fueron aquellos que contaron con líderes comprometidos con el bienestar de la nación. Estos líderes podrían haber utilizado una estrategia gradual. Sin embargo, por razones que muchos de ellos plantearon en sus escritos, no lo hicieron. Entre esas razones están el temor de que las reformas parciales promoverían la búsqueda de rentas, el haber comprendido que la liberalización podía lograrse rápidamente y la certeza de que los cambios institucionales necesarios se darían como consecuencia.32

Recomendaciones de políticas

Para los grupos de países ubicados en los dos extremos del espectro, las recomendaciones de políticas son sencillas. Los países bálticos y los de Europa central están muy cerca de completar sus transiciones, con excepción del desarrollo institucional, y ya no enfrentan los problemas típicos de las economías de transición. Por el contrario, los problemas que enfrentan son habituales en otras economías de mercados emergentes, como el de atraer inversiones sin generar inflación y sobrecalentamiento, o el de mantener la prudencia fiscal ante la presión democrática.

Belarús, Uzbekistán y Turkmenistán son países atrapados en las garras políticas y económicas de un régimen similar al soviético. Cuando surja una oportunidad para que alguno de esos tres países se transforme en una democracia de mercado, las lecciones de los países bálticos y de Europa central serán muy pertinentes. El orden del día debería incluir la liberalización acelerada, la apertura del mercado a las pequeñas empresas, la transparencia en las privatizaciones —ya sean rápidas o graduales— y, en paralelo, el desarrollo institucional. Por desgracia, en esos países se enfrenta el gran riesgo de caer en una trampa creada por la mala gestión de la transición de los estados capturados. En los estados capturados, los ciudadanos suelen pensar que el concepto de “capitalismo” se reduce a propiedad privada, sin percibir la necesidad de la competencia como mecanismo para garantizar los resultados del mercado.

Por cierto, esta “trampa” tiene trascendencia global. Gran parte del resentimiento contra la globalización surge del mismo error: pensar que la propiedad privada por sí sola conforma el capitalismo. Los economistas tendrían que explicar mucho mejor públicamente que un capitalismo sin libre mercado no es un capitalismo verdadero, y que sólo la disciplina competitiva de un libre mercado, amparado por el estado de derecho, puede asegurar que se alcancen los beneficios máximos de un orden de mercado.

En la mitad del espectro, los mercados de los países del sudeste de Europa distan mucho de ser realmente libres. Los países más avanzados, como Bulgaria, Croacia y Rumania, logran buenas calificaciones en el índice de liberalización del BERD, pero quedan a la zaga en lo que respecta a las instituciones. En el caso de los países que aún no ingresaron a la Unión Europea, como Croacia y Macedonia, la mejor estrategia consiste en satisfacer los requisitos para el ingreso a la Unión Europea, ya que ello demostró ser un incentivo muy eficaz para el ordenamiento para los países de Europa central y los países bálticos. Para aquellos países que habían tenido gobiernos comunistas, los abarcadores requisitos de la legislación de la Unión Europea conocidos como “acquis communautaire”, en la práctica significaron una liberalización sustancial del mercado, la mejora de la transparencia y la creación de instituciones democráticas y abiertas.

En otros países de la región balcánica se precisa mucho más. Quienes comenzaron tarde con la aplicación de reformas, como Serbia y los “no países” (como Kosovo), son un ejemplo claro. Si bien no se encuentran en pleno proceso formal de ingreso a la Unión Europea, la posibilidad de ingresar en algún momento podría funcionar como un eficaz incentivo para avanzar con las reformas. Estos países, en función de su tamaño reducido, podrían aprender de la experiencia de Hong Kong y Singapur, cuyas economías abiertas y liberales tuvieron un desempeño mucho mejor que el de los países que se concentraron en promover sus industrias internas. Montenegro, por ejemplo, comenzó a aplicar políticas de libre mercado y libre comercio incluso antes de obtener su independencia.


El caso más complicado es el del grupo CEIM. El primer obstáculo para el desarrollo de estos países la desafortunada situación de los políticos de estados capturados, que, casi por definición, no pueden o no desean aplicar políticas que revertirían la captura del Estado. El atrincheramiento de las elites con intereses creados en una transición congelada implica que las victorias electorales populares (como ocurrió en las revoluciones de los colores en Georgia, Ucrania y Kirguistán), no alcanzan para expulsar por sí mismas a los oligarcas (33).

Sin embargo, es posible hacer algunas cosas. Es probable que al menos algunos de los “nuevos ricos” consideren que el desarrollo institucional, incluida una mayor protección de los derechos de propiedad, es la mejor manera para legitimar la riqueza y el estatus que acaban de adquirir. Por ello, quizás acepten políticas que en el largo plazo liberalizarán la economía y el espacio político.

¿Qué políticas deberían adoptar los países del grupo CEIM? Primero y principal, la liberalización del ambiente de negocios en relación con las pequeñas y medianas empresas (PYME). En la mayoría de los países del grupo CEIM, el sector de PYME es muy activo y está en crecimiento, pero sigue siendo muy pequeño. Su crecimiento se ve obstaculizado por barreras burocráticas, inspecciones arbitrarias e impuestos elevados (34).

Si bien es posible que a los oligarcas no les guste la idea de una competencia futura, se beneficiarán con el crecimiento de la demanda de la clase media. Además, es difícil para los oligarcas defenderse con argumentos como “sólo somos buenos hombres de negocios” y luego oponerse al desarrollo de las PYME. Asimismo, los países del grupo CEIM deberían permitir una mayor competencia externa, en especial en forma de inversión extranjera. Las empresas extranjeras traen de sus países de origen prácticas de negocios que suelen ser más profesionales y transparentes que las de los países que tuvieron gobiernos comunistas. En esa misma línea, es fundamental fomentar una mayor transparencia en el presupuesto, en la recaudación de impuestos, en el otorgamiento de licencias y en los procedimientos regulatorios. Es importante lograr no sólo una simplificación de las reglas, sino también cierto grado de imparcialidad: un campo de juego parejo para empresas y empresarios grandes y pequeños.

También es preciso evitar algunas medidas: la promoción de las PYME mediante donaciones y privilegios impositivos no es una buena idea. Los subsidios gubernamentales aún están incorporados en la mente de las empresas y los empresarios en muchos de los países que tuvieron gobiernos comunistas. Sin embargo, este tipo de apoyo gubernamental no suscita la creación de un sector eficiente de pequeñas empresas. Es más probable que genere una continua dependencia en las dádivas del gobierno, un mal nivel de servicio y precios elevados. En esos países, la mejor manera de promover el desarrollo de las PYME consiste en que los burócratas del gobierno dejen de acosar a esas empresas.

La utilidad de las campañas anticorrupción es discutible. Las elites empresariales de los estados capturados no les temen. De hecho, las consideran útiles, ya que es usual que esas campañas terminen dirigiéndose a empresas menos poderosas, por lo que les sirven para eliminar la competencia. Estas campañas, además, les dan a los políticos la oportunidad de aparentar, tanto nacional como internacionalmente, que están luchando contra la corrupción. Otra política que debe evitarse, incluso si se presenta la oportunidad política de aplicarla, es la de volver a nacionalizar empresas cuya privatización involucró corrupción y dar marcha atrás con todo el proceso. Si bien es posible revertir algunas privatizaciones específicas realizadas con precios muy bajos sin demasiadas consecuencias para la confianza de los inversionistas, sería desastroso volver a nacionalizar una gran cantidad de empresas:35 presentaría una pésima imagen ante los inversionistas, tanto grandes como pequeños; conllevaría una gran carga de trabajo para el sistema judicial; y, probablemente, terminaría quitándole activos a los opositores políticos y para entregárselos a los nuevos amigos políticos.36

En su intento de promover el buen gobierno y la transparencia, las instituciones financieras internacionales deberían ser cautelosas a la hora de respaldar campañas anticorrupción. Como se mencionó anteriormente, esas campañas son a menudo utilizadas como una fachada y, además, no están destinadas a solucionar la corrupción en gran escala, la búsqueda de rentas y la captura del Estado, sino que están dirigidas a las pequeñas empresas, las que consecuentemente se ven forzadas a pasar a la informalidad y, así, a permanecer en una situación de corrupción.37

Por último, los jugadores del sector privado de países industriales con posible interés en los países poscomunistas también deberían insistir —primero y principalmente— en la transparencia. Por supuesto, los participantes del sector privado deberían promover mejoras de carácter general en las instituciones, pero la transparencia es, quizás, la dimensión más importante de mejores instituciones. La promoción esporádica de la transparencia es relativamente sencilla (por ejemplo, como cuando una empresa petrolera internacional desea participar en la licitación de una instalación petrolera de Rusia o de derechos de exploración), pero sería mucho más eficaz que todos los inversionistas extranjeros promovieran la transparencia en forma conjunta. Por supuesto, existe el riesgo de que el pedido de un mejor estado de derecho por parte de las empresas extranjeras parezca falaz si, al mismo tiempo, esas empresas no resisten la tentación de aceptar privilegios especiales. Después de todo, muchos países atraen inversionistas extranjeros ofreciéndoles exenciones impositivas, zonas francas, etc. Sin lugar a duda, en el largo plazo, ni el país anfitrión ni los inversionistas extranjeros se beneficiarán si las empresas extranjeras gozan de privilegios especiales a los que las empresas locales no pueden acceder. Esas distorsiones de precios son tan negativas como la discriminación entre empresas locales favorecidas y otras empresas.

Las declaraciones acerca de la necesidad de transparencia, un campo de juego parejo para las PYME y un mejor estado de derecho, son más eficaces cuando las pronuncia el oficial ejecutivo principal de una multinacional importante que cuando las realizan los funcionarios del Banco Mundial o el FMI. La promoción de la transparencia y la igualdad ante la ley, si bien es difícil de coordinar, sería una contribución adicional muy útil del sector privado al bienestar del mundo poscomunista.

Notas:

1. Véase Michael Bruno, “Stabilization and the Macroeconomics of Transition—How Different is Eastern Europe?” Economics of Transition 1, nro.1 págs.5–19, (1993). Michael Bruno y otros advirtieron que está curva de producción con forma de “U” se dio en todos los programas que aplicaron las reformas y la estabilización en la fase inicial.

2. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Poverty in Transition (New York: UNDP Regional Bureau for Europe and the CIS, 1998). Este documento presenta conclusiones generales de los peores casos dentro la ex Unión Soviética y no tiene en cuenta una imagen muy distinta que comenzaba a surgir en Europa central. Véase también Banco Mundial, Growth, Poverty, and Inequality: Eastern Europe and the Former Soviet Union (Washington: Banco Mundial, 2005). En el documento del Banco Mundial se demuestra que las conclusiones del PNUD eran prematuras, ya que incluso los peores casos de transición comenzaron a registrar mejoras.

3. Algunos analistas, entre ellos el ex asesor de seguridad nacional de Estados Unidos Zbigniew Brzezinski, predijeron amplias diferencias en el desempeño económico de los países poscomunistas. Véase Zbigniew Brzezinski, “The Great Transformation”, National Interest, nro. 3, págs. 3–13, (tercer trimestre de 1993).

4. El término “terapia de shock” se ha convertido en un instrumento retórico que a menudo utilizan quienes critican el concepto. En este documento se utilizan términos más neutrales, como “big bang” y “reformas graduales”.

5. Philippe Aghion y Olivier Blanchard, “On the Speed of Transition in Central Europe”, documento de trabajo del BERD nro. 6, julio de 1993. Véase también Mathias Dewatripont y Gerard Roland, “Transition as a Process of Large-Scale Institutional Change”, Economics of Transition 4, nro. 1, págs. 1–30, (1996).

6. En el cuadro 1 se aclara que el Consenso de Washington no desconoció el desarrollo institucional. Es posible que los críticos estén en lo cierto cuando sostienen que, en los primeros años, el compromiso del Banco Mundial y del FMI con el desarrollo institucional fue sólo nominal, y no lo tomaron como un objetivo importante.

7. Joseph Stiglitz, “Whither Reform: Ten Years of Transition”, Annual World Bank Conference on Economic Development, ed. Boris Pleskovic y Joseph Stiglitz, págs. 27–56, (Washington: Banco Mundial, 2000).

8. Peter Murrell, “How Far Has the Transition Progressed?”, Journal of Economic Perspectives 10, nro. 2, págs. 25–44, (1996). Véase también Luc Moers, “How Important are Institutions for Growth in Transition Countries?”, documento de discusión del Instituto Tinbergen nro. 99-004/2, (1999).

9. En 1994, los bancos de Rusia recientemente privatizados ofrecieron préstamos de dinero al gobierno de Moscú para ayudarlo a cubrir su enorme déficit presupuestario. La garantía consistiría de acciones en grandes empresas estatales. Como el gobierno no pudo satisfacer sus obligaciones de pago, los bancos obtuvieron participaciones mayoritarias en muchas grandes empresas estatales. Algunos críticos sostienen que la incapacidad del gobierno de satisfacer las obligaciones estaba planeada desde un principio. En otras palabras, para los reformistas de Moscú, el mismo acto de privatización era más importante que la transparencia de las condiciones de mercado de esa privatización. Más allá de lo que diga la historia acerca de ese episodio, hacia fines de los años noventa, los partidarios del Consenso de Washington comenzaron a prestar más atención al desarrollo de instituciones adecuadas, en lo que se conoce como reformas de “segunda generación”.

10. Adam Przeworski, Democracy and the Market: Political and Economic Reforms in Eastern Europe and Latin America (Cambridge: Cambridge University Press, 1991).

11. La perspectiva de los partidarios de las reformas graduales puede encontrarse en Sergio Godoy y Joseph Stiglitz, “Growth, Initial Conditions, Law and Speed of Privatization in Transition Countries: Eleven Years Later”, documento de trabajo de la Oficina Nacional de Investigación Económica (NBER, por su sigla en inglés) nro. 11992, (2006), y en Gerard Roland, “Ten Years after . . . Transition and Economics”, documento del personal del Fondo Monetario Internacional nro. 8, (2001). En el caso de la perspectiva “big bang”, puede consultarse Oleh Havrylyshyn, Divergent Paths in Post-Communist Transformation: Capitalism for All or Capitalism for the Few? (New York: Palgrave, 2006) y Stanley Fischer, “Ten Years of Transition: Looking Back and Looking Forward”, documento del personal del Fondo Monetario Internacional nro. 48, (2001).

12. Véase Peter Reddaway y Dmitri Glinski, The Tragedy of Russia’s Reforms: Market Bolshevism against Democracy (Washington: United States Institute of Peace, 2001), y Stiglitz, “Whither Reform”.

13. Los partidarios de las reformas graduales, como Roland, Reddaway y Glinski, acuerdan con los partidarios del enfoque “big bang” que Polonia representa un ejemplo de política exitosa. Sin embargo, los gradualistas sostienen que fueron las condiciones históricas las que hicieron posible que el “big bang” funcionara en Polonia y no en Rusia.

14. Godoy y Stiglitz.

15. Algunos observadores pueden sostener que esas categorías intermedias eliminan el contraste entre el enfoque “big bang” y el enfoque gradual para las reformas económicas en países que tuvieron gobiernos comunistas. Sin embargo, a diferencia de la mayoría de los autores, he planteado definiciones transparentes de ambos enfoques. Las definiciones utilizadas en este trabajo aceptan que existen otras categorías importantes entre los dos extremos (uno de reformas sostenidas y uno de reformas muy graduales). Es innegable que los países que inicialmente ocuparon posiciones altas en el índice de transformación, progresaron en forma sostenida y se apegaron al enfoque “big bang” se acercan a la categoría de reformas “rápidas”. Por otro lado, los países que emprendieron reformas “big bang” al comienzo de la transición, pero que por diversas razones no las sostuvieron o, incluso, dieron marcha atrás, no pueden clasificarse bajo ningún concepto dentro de la categoría de reformas “rápidas”. Es el caso de esos países, en especial el de Rusia, el que a menudo utilizan los críticos del Consenso de Washington como argumento para demostrar que el enfoque “big bang” fue un fracaso. Como las políticas del Consenso de Washington en la práctica no se aplicaron en forma sostenida, es erróneo concluir que han fracasado. Esa conclusión sería equivalente a la de sostener que una medicamento recetado no funcionó sin tener en cuenta que no fue administrado íntegramente. Por supuesto, es legítimo argumentar que el entorno político económico no era fértil para la aplicación de reformas rápidas, pero ese hecho, por sí mismo, no “prueba” que una estrategia alternativa habría funcionado mejor.

16. En este análisis se excluyen muchos países del sudeste de Europa, ya que a causa de la inestabilidad política la transición no comenzó sino hasta fines de los años noventa. Serbia, Montenegro y Bosnia y Herzegovina son algunos de esos países.

17. Joseph Stiglitz, “Whither Reform”.

18. El índice del BERD es una buena variable representativa de un análisis más detallado, algo que puede verse de su elevada correlación (0,945) con otras medidas del desarrollo institucional. Véase Beatrice Weder, “Institutional Reform in Transition economies: How far Have They Come?”, documento de trabajo del Fondo Monetario Internacional, (1999). Véase también Daniel Kaufmann, Aart Kraay y Massimo Mastruzzi, “Governance Matters III: Governance Indicators for 1996–2002”, documento de trabajo sobre investigaciones relativas a las políticas del Banco Mundial, (2003).

19. Puede encontrarse una revisión de los trabajos econométricos sobre el crecimiento en la transición en Oleh Havrylyshyn, “Recovery and Growth in Transition: A Decade of Evidence”, edición especial, documento del personal del Fondo Monetario Internacional, vol.48, (2001).

20. Havrylyshyn, págs. 92–95.

21. Banco Mundial, Growth, Poverty, and Inequality.

22. El caso de Branko Milanovic constituye una excepción, en tanto reconoce que los efectos (en términos de pobreza) en Europa central fueron mucho menos graves que los de la CEI. Véase Branko Milanovic, Income Inequality and Poverty during the Transition from Planned to Market Economy (Washington: Banco Mundial, 1998).

23. Los índices de pobreza representan la proporción de la población que se encuentra por debajo de cierto nivel de ingreso, o umbral. El nivel “umbral” suele diferir entre estudio y estudio, por lo que la dispersión de las estimaciones de los distintos países es bastante alta. Como las definiciones son distintas para cada país, cualquier comparación es imprecisa y no demasiado confiable, como el Banco Mundial advirtió en repetidas ocasiones. Por esa razón, no se incluyen promedios, sino que se utilizan los rangos de índices de pobreza registrados en los distintos grupos de países.

24. Clifford Zinnes, Yair Eilat y Jeffrey Sachs, “The Gains from Privatization in Transition Economies: Is Change of Ownership Enough?”, documento del personal del Fondo Monetario Internacional nro. 48, (2001).

25. Gerard Roland, “Ten Years After . . . Transition and Economics”, pág.46.

26. En “Ten Years After . . . Transition and Economics”, Roland define que Hungría, al igual que Polonia, aplicó una privatización gradual. Esa designación es difícil de encuadrar con el índice de privatización en gran escala del BERD, que indica que Polonia registró más 3 puntos (de 4,5 posibles) en 2006, mientras que Hungría tuvo 4 puntos en 1995 (al igual que Estonia, República Checa y Eslovaquia). Rusia, el ejemplo de privatización rápida favorito entre los partidarios de las reformas graduales, registró un valor de 3 para el índice en 1997 y se mantuvo en ese nivel hasta 2004. Después de 2004, el índice para Rusia disminuyó marginalmente, a causa de cierto grado de renacionalizaciones. Íbid.

27. Havrylyshyn, págs. 55–58.

28. Dewatripont y Roland, pág. 42.

29. El único año disponible es 1999.

30. En este trabajo se utiliza el promedio de dos conceptos distintos de penetración, concentración y captura del Estado, de acuerdo con lo expuesto en Joel Hellman y Mark Schankerman, “Intervention, Corruption, and Capture”, Economics of Transition 8, nro. 3, págs. 295–326, (2000). Hellman y Schankermann no incluyeron los valores de 1999 para algunos países. Esos valores se calcularon utilizando una definición actualizada (pero corregida) incluida en Joel Hellman, Geraint Jones, Daniel Kaufmann, “Seize the State, Seize the Day: State Capture, Corruption and Influence in Transition Economies”, Journal of Comparative Economics nro. 91, págs. 751–773, (2003).

31. En el caso del modelo teórico de reformas parciales y el círculo vicioso de búsqueda de rentas, oligarquía y captura del Estado, puede consultarse Oleh Havrylyshyn, Divergent Paths in Post-Communist Transformation: Capitalism for All or Capitalism for the Few? El libro brinda, entre otros datos, un análisis de regresión que demuestra que el retraso en las reformas potenció la formación de intereses creados.

32. Lezsek Balcerowicz, Post-Communist Transition: Some Lessons (Londres: Institute of Economic Affairs, 2002); Vaclav Klaus, “The Economic Transformation of the Czech Republic: Challenges Faced and Lessons Learned”, Boletín de Desarrollo Económico del Cato Institute nro. 6, (14 de febrero de 2006).

33. Puede tomarse a Ucrania como ejemplo. Lo que se conoce como “Revolución Naranja” no expulsó de la política a los intereses económicos poderosos. La reciente reintroducción de cuotas a la producción de granos, por ejemplo, indica un regreso de la influencia de los intereses creados, contraria a las reformas.

34. Puede encontrarse un desarrollo más extenso de las políticas necesarias para estimular el sector de las PYME en Anders Aslund y Simon Johnson, “Small Enterprises and Economic Policy”, Documento de Trabajo de la Carnegie Endowment for International Peace nro. 43, (mayo de 2004).

35. Por ejemplo, Kryvorizhstal, el mayor complejo de acería de Ucrania, se vendió en una subasta (en la que se favoreció a agentes con información privilegiada) por US$800 millones. Su valor real, que se conoció tras la renacionalización en 2005 y posterior reventa en una subasta abierta a un oferente, que había sido excluido en 2003, fue de casi US$5.000 millones. Sin embargo, es probable que realizar más renacionalizaciones resulte perjudicial.

36. Ha surgido un nuevo e importante debate entre escuelas de pensamiento que denomino de “transición inevitable” (TI) y de “transición congelada” (TC). La postura TI, basada en el teorema de Coase, sostiene que una vez que se establece sólidamente la propiedad privada, cualesquiera sean los medios utilizados para adquirir los activos, los nuevos capitales buscarán seguridad para sus derechos de propiedad y utilizarán su influencia para promover las instituciones de un Estado de derecho adecuado. En oposición, la postura TC utiliza como argumento los ejemplos históricos de elites enquistadas que no aceptan de buen grado los mercados competitivos además de resistirse al aumento de la competencia y a la pérdida de su influencia privilegiada. Esta postura también advierte que, al menos en el futuro cercano, puede esperarse que los “oligarcas” de los países poscomunistas sigan obteniendo diversas formas de renta y beneficios de captura. También pueden utilizar su riqueza e influencia para adquirir derechos de propiedad personales, no sólo en forma de guardias de seguridad armados, sino también (y esto es más importante) en forma de tratos preferenciales, no transparentes, por parte de las autoridades impositivas en particular y de los organismos gubernamentales en general. Existen algunos modelos matemáticos que demuestran que, cuando los costos y beneficios son tenidos en cuenta, el resultado de los modelos depende de la siguiente relación de compensación: en tanto los beneficios de mantener capturado al Estado sean mayores que los costos, las elites no seguirán el comportamiento predicho por la teoría de la escuela de TI. Parte del argumento de esa escuela radica en comparar a los nuevos oligarcas con los “robber barons” de Estados Unidos, que cedieron gradualmente el monopolio que tenían sobre el poder y se conformaron con la riqueza que ya habían acumulado. De hecho, comenzaron donando grandes sumas a obras de caridad. Sin embargo, este argumento también puede interpretarse en la dirección opuesta y centrarse en el hecho de que los “robber barons” no abandonaron su posición de privilegio inmediatamente. Las instituciones antimonopólicas, por ejemplo, tardaron un tiempo prolongado en desarrollarse Es más importante destacar que la comparación no tiene en cuenta una diferencia crucial: los “robber barons” primero agregaron valor a la economía y, sólo entonces, comenzaron a utilizar su influencia. En muchos casos, los oligarcas obtuvieron activos importantes mediante la redistribución y la percepción general es que lo hicieron en forma inmoral, e incluso a veces ilegal. Esa creencia, real o infundada, es suficiente para que los oligarcas teman que puedan ser castigados y que en el futuro puedan perder su posición privilegiada y sus riquezas. Con independencia de los méritos de ambos enfoques, el debate entre las dos escuelas de pensamiento sin duda se mantendrá durante algún tiempo. Véase Konstantin Sonin, “Why the Rich May Favor Poor Protection of Property Rights”, Journal of Comparative Economics 31, nro. 4, págs. 718–31, (2004); y Leonid Polischuk y Alexei Savvateev, “Spontaneous (Non)Emergence of Property Rights”, Economics of Transition 12, nro. 1, págs. 103–27, (2004).

37. También es importante destacar que el FMI, el Banco Mundial y el BERD propugnaron gran cantidad de buenas políticas. Otra importante contribución de las instituciones financieras internacionales es la elaboración de documentos técnicos, Los informes anuales, los documentos de trabajo, las monografías y demás contienen valiosos análisis de los problemas que enfrentan las PYME y de la falta de transparencia registrada durante las privatizaciones. El concepto mismo de “captura del Estado” utilizado en este trabajo fue forjado por investigadores del Banco Mundial. Además, en un memorando reciente del Banco Mundial se detalla el proceso de desarrollo de la oligarquía en Rusia. En ese documento se mencionan individuos, empresas y el valor de los activos de los oligarcas, además de las consecuencias económicas de dicha concentración de riqueza en manos de relativamente pocas personas. Véase Banco Mundial, From Transition to Development: A Country Economic Memorandum for the Russian Federation (Washington, Banco Mundial, abril 2004).