1 de septiembre de 2008

¿DÓNDE ESTÁN LOS NEOCONS?


Soeren Kern

En marzo de 2006, la Casa Blanca hizo pública una versión revisada de su Estrategia de Seguridad Nacional. Este documento actualiza la versión anterior, de septiembre de 2002, realizada un año después de los ataques terroristas en Nueva York y Washington, pero antes de la invasión de Irak. Esta doctrina, que es la más extensa sobre seguridad nacional que publica el Gobierno de los EEUU, explica la estrategia sobre la que se basa la política exterior norteamericana. Stephen Hadley, asesor de Seguridad Nacional de EEUU, y su equipo en el Consejo de Seguridad Nacional han sido los encargados de redactarlo.

La estrategia revisada identifica nueve tareas esenciales para la política exterior norteamericana. Los EEUU deben: (1) liderar las aspiraciones por la dignidad humana; (2) potenciar alianzas para vencer el terrorismo global; (3) cooperar con otros para distender los conflictos regionales; (4) impedir que enemigos con armas de destrucción masiva amenacen a los EEUU y sus aliados; (5) iniciar una nueva era de crecimiento económico global a través de mercados libres y el libre comercio; (6) ampliar el círculo de desarrollo mediante la creación de sociedades abiertas y la construcción de infraestructuras democráticas; (7) desarrollar agendas de acción conjunta con las demás instituciones de poder global; (8) transformar las instituciones de seguridad nacional norteamericanas para afrontar los desafíos y oportunidades del siglo XXI; y (9) aprovechar las oportunidades y enfrentarse a los retos de la globalización.

En su carta de presentación, el presidente de los EEUU, George W. Bush, intenta situar el informe en un contexto político más amplio, argumentando que: “América está en guerra. Esta es una estrategia de seguridad nacional para tiempos de guerra, necesaria por el gran desafío al que nos enfrentamos –el auge del terrorismo impulsado por una ideología agresiva de odio y muerte, revelada plenamente a los americanos el 11 de septiembre de 2001. Esta estrategia refleja nuestra más solemne obligación: proteger la seguridad del pueblo americano”. De hecho, la doctrina revisada, al igual que su predecesora, ofrece la visión de una modalidad específicamente americana de internacionalismo.

A continuación se ofrece un análisis de los puntos principales de la nueva estrategia.

Continuismo en la política exterior norteamericana

La característica más destacada del nuevo documento de estrategia de seguridad nacional es el continuismo ideológico y conceptual con las pautas previamente marcadas por la Administración Bush. Aquellos que intenten encontrar un cambio de dirección o la admisión de que se han cometido errores se verán defraudados: el triunfo en la guerra global contra el terrorismo seguirá siendo la prioridad principal de la política de seguridad nacional estadounidense; Oriente Medio seguirá siendo el principal foco de atención de la política exterior de los EEUU; y la prevención de amenazas emergentes será un elemento fundamental de la gran estrategia americana.

Además, la estrategia revisada está impregnada de ese idealismo neoconservador que caracterizó a Bush en su primer mandato. La idea de que la promoción de la democracia es la mejor manera de construir un mundo mejor subyace todo el documento. De hecho, la libertad se presenta como la única solución duradera para problemas que abarcan desde la eliminación del terrorismo al control de la proliferación. La doctrina revisada también se centra en las políticas que la Casa Blanca ha manifestado desde la reelección de Bush en noviembre de 2004. Aboga por una mayor libertad de comercio en el mercado global y advierte en contra del aislacionismo, dos temas recurrentes en los discursos de Bush desde que inició su segundo mandato.

Esta doctrina revisada es ciertamente bastante más conciliadora en cuanto al tono, y es de agradecer su enfoque más pragmático que la versión anterior. En el texto de presentación, por ejemplo, Bush dice que el poderío norteamericano “no se basa solamente en la fuerza de las armas. Se fundamenta en unas sólidas alianzas, amistades e instituciones internacionales”. De hecho, el documento revisado explica en mucho mayor detalle que la versión de 2002 el papel esencial de la diplomacia internacional en la resolución de problemas urgentes.

Sin embargo, a pesar de cambios perceptibles de estilo, la estrategia revisada no presenta cambios fundamentales en cuanto a la política se refiere. Algunos de los puntos más memorables del documento de 2002, tales como el compromiso de mantener una fuerza militar lo suficientemente fuerte como para disuadir a adversarios que deseen “exceder o igualar el poder de los EEUU”, simplemente se han redactado de nuevo: “Mantendremos una fuerza militar sin igual”. Además, el documento revisado defiende incondicionalmente la decisión de la Casa Blanca de invadir Irak en 2003, para pasar a denunciar a Irán como la mayor amenaza futura a los EEUU.

Según Hadley, el documento de 2006 –que, con 49 páginas, es dos veces más largo que la versión de 2002– no intenta formular una nueva estrategia, pero sí “quiere tener en cuenta todo lo que se ha conseguido hasta el momento y mostrar los nuevos retos a los que nos enfrentamos”. Por otro lado, mientras que la doctrina anterior se basaba en el mantenimiento y potenciación del poderío militar, económico y militar de los EEUU, la estrategia revisada apuesta por una “estrategia activa de libertad” a largo plazo para derrotar al terrorismo. (Este documento revisado está también en línea con el Informe Cuatrienal de Defensa, difundido por el Pentágono en febrero de 2006 y en el que se presenta una estrategia a largo plazo para transformar las fuerzas armadas norteamericanas).

Aunque una ley de 1986 exige la revisión anual de la estrategia de seguridad nacional, según la Casa Blanca no había sido necesaria una actualización hasta el momento porque la esencia de la doctrina no había cambiado. Hadley argumenta: “No creo que se trate de un cambio de estrategia. Más bien se trata de saber el estado en que se encuentra esta estrategia, teniendo en cuenta el tiempo transcurrido y los acontecimientos que se han dado hasta hoy.”

En cualquier caso, los dos pilares fundamentales de esta actualización, es decir, la promoción de los derechos humanos, la libertad y la democracia, y la cooperación con los amigos y aliados de los EEUU, han sido las principales características de la política exterior norteamericana durante muchas décadas. Así, Bush recalca la continuidad de esta visión: “El camino que hemos escogido es consecuente con la gran tradición de la política exterior norteamericana. Como las políticas de Harry Truman y de Ronald Reagan, nuestro enfoque es idealista en cuanto a nuestros objetivos nacionales pero realista en cuanto a la forma de alcanzarlos”.

Centrados en promover la democracia

La promoción de la libertad y la democracia en el exterior se ha convertido en el motivo central de la presidencia de Bush, así como el fundamento de su política exterior. En este contexto, la revisión de la estrategia de seguridad subraya que la paz y la estabilidad mundial se fundamentan en la existencia de naciones libres. De hecho, las palabras iniciales de esta estrategia revisada se han tomado textualmente del discurso inaugural del segundo mandato del presidente Bush en enero de 2005: “La política de los EEUU está basada en la búsqueda y el apoyo de los movimientos e instituciones democráticos en cada nación y cultura, con el objetivo final de acabar con la tiranía en nuestro mundo”.

La estrategia repite afirmaciones como que la democracia y la libertad son las únicas soluciones perdurables a problemas que abarcan desde la distensión en los conflictos regionales hasta el asegurar el crecimiento económico global. Al mismo tiempo, el documento infunde una dosis de realismo reconociendo que “las elecciones por sí solas no son suficientes” y que para un país también es necesario construir unas instituciones democráticas. La estrategia también reconoce que la democracia, por sí sola, no puede garantizar la estabilidad, especialmente sin una clase media sólida y una economía fuerte que la sustente.

Esta estrategia obliga a la Administración Bush a: denunciar los abusos de los derechos humanos; mantener reuniones de alto nivel en la Casa Blanca con los líderes reformistas de naciones oprimidas; servirse de la ayuda exterior para apoyar procesos electorales y la sociedad civil; y aplicar sanciones a gobiernos opresores. La doctrina presta también especial atención a la intolerancia religiosa, el sometimiento de las mujeres y el tráfico de seres humanas.

Sin embargo, en la práctica, los EEUU gastan aún más en contrarrestar el terrorismo, en la no proliferación y en la cooperación en cuestiones de defensa, que en la promoción de la democracia. Además, la mayor parte de los casi 20.000 millones de dólares asignados a la ayuda exterior norteamericana en 2006 son destinados a países estratégicamente importantes para los EEUU, en algunos casos, a pesar de su carácter no democrático. Por otra parte, aunque los EEUU han asignado 1.700 millones de dólares para apoyar a grupos de oposición, muchos países, incluidos China, Rusia y Egipto, han tomado fuertes medidas contra éstos y encarcelado a prominentes líderes de la oposición.

Derecho inherente a la autodefensa

La versión revisada de la estrategia de seguridad nacional confirma el derecho norteamericano a utilizar la fuerza preventiva con el fin de eliminar las amenazas emergentes que impliquen el uso de armas de destrucción masiva. Según el documento, “hay pocas amenazas tan graves como un ataque terrorista con armas de destrucción masiva. Con el fin de prevenir o impedir tales actos hostiles por parte de nuestros adversarios, los EEUU actuarán, si es necesario, de forma preventiva ejerciendo nuestro derecho inherente a la autodefensa” ya que “no podemos esperar con los brazos cruzados a que ocurra algo grave”. El informe también dice que aunque al-Qaeda ha “perdido significativamente fuerza” desde la guerra de Afganistán, su dispersión plantea nuevos retos que requieren que los EEUU sepan defenderse de un enemigo menos centralizado.

La Administración Bush postuló por primera vez su doctrina del ataque preventivo en 2002. Dicha doctrina supuso el mayor replanteamiento de la estrategia norteamericana de los últimos 50 años al dejar atrás lo que habían sido décadas de política exterior durante la Guerra Fría, marcadas por la disuasión y la contención. La nueva doctrina implicó una postura más pro-activa de eliminación de las “amenazas asimétricas” provenientes de organizaciones terroristas y de países inestables armados con armas de destrucción masiva antes de que pudieran atacar a los EEUU. La estrategia de 2002 afirmaba que los EEUU debían reservarse el derecho a tomar “acciones preventivas para defenderse, incluso en el caso de que se desconozca la hora y el lugar en que se cometerá el ataque enemigo”.

En lo que es un importante cambio de estilo, el documento enfatiza que la acción militar es la última opción, y que la diplomacia y los esfuerzos colectivos son las vías preferentes para anular las amenazas. Sin embargo, la estrategia defiende el planteamiento de la Administración Bush para entrar en guerra contra Irak. De hecho, observa que una de las principales lecciones aprendidas tras fracasar en el intento de encontrar armas de destrucción masiva, es que países como Irán deberían actuar con cautela: “la estrategia fanfarrona, denegatoria y de engaño de Saddam Hussein es un juego peligroso que los dictadores juegan a su cuenta y riesgo”.

Irán es el desafío más importante

Como clara señal de que la política preventiva de EEUU está ideada para enviar un mensaje directo a Teherán, solamente dos páginas más adelante el documento revisado afirma que la amenaza nuclear iraní es el mayor desafío al que se tendrán que enfrentar los EEUU un futuro próximo. “Quizá no nos enfrentemos a ningún desafío mayor proveniente de un solo país”, comenta el informe. “Continuaremos tomando todas las medidas necesarias para proteger nuestra seguridad nacional y económica contra las consecuencias adversas de su mala conducta”, reza el documento. (De hecho, solo dos horas después de que se presentara la estrategia de seguridad nacional el 16 de marzo, Irán expresó públicamente su deseo de iniciar conversaciones directas con los EEUU sobre Irak.)

En cualquier caso, muchos analistas ven esto como un esfuerzo de la Casa Blanca por empezar a fijar los cimientos políticos y preparar al pueblo americano para una acción militar preventiva contra Irán. El documento cita los actuales esfuerzos diplomáticos del Reino Unido, Francia, Alemania y Rusia para distender la crisis con Irán, y previene de las consecuencias de un posible fracaso: “este esfuerzo diplomático deberá tener éxito si lo que desea es evitar un enfrentamiento”.

El documento revisado emplea un lenguaje excepcionalmente duro para denunciar a Teherán como “un aliado del terror” y “enemigo de la libertad”. En contraste, Irán fue mencionado solamente una vez en la estrategia de seguridad nacional de 2002, y entonces como víctima de los ataques iraquíes con armas químicas durante los años 80. Al mismo tiempo, el documento intenta tender la mano al pueblo iraní. Según el nuevo texto, “nuestra estrategia se basa en bloquear las amenazas del régimen, mientras hacemos extensible nuestro compromiso de ayuda al pueblo oprimido por ese régimen”.

Multilateralismo pero con aquellos con posiciones similares a los EEUU

El documento revisado insta a cooperar con “otros centros importantes de poder global”, una categoría notablemente amorfa que incluye a la OTAN, la Organización Mundial del Comercio y a países como la India. De hecho, la estrategia aboga por el multilateralismo en los asuntos exteriores, pero probablemente no de la manera que muchos europeos lo preferirían. En su carta de presentación, Bush comenta que “son esenciales los esfuerzos multinacionales efectivos” para resolver muchos problemas globales, tales como las pandemias, el terrorismo, el tráfico de seres humanos y los desastres naturales. “La historia ha demostrado que solamente cuando nosotros hacemos nuestra parte, los demás hacen lo que les corresponde. América debe seguir proporcionando el liderazgo”, escribe Bush.

Sin duda, “efectivo” es el término fundamental empleado por Bush. A pesar de que en el documento a menudo se emplean frases como “fortaleciendo alianzas”, “cooperando con otros”, y “desarrollando agendas de acción conjunta”, la Casa Blanca no tiene ninguna intención de limitarse a operar sólo con instituciones multilaterales ya existentes, en las que la acción puede quedar bloqueada por otros que a menudo se muestran hostiles a los EEUU.

De hecho, lo más seguro es que la Casa Blanca continuará con la práctica ya establecida de formar las llamadas coalitions of the willing (“coaliciones con aquellos con posiciones similares a los EEUU”) para problemas concretos. Esto se debe a que cree que estas estructuras ad hoc pueden ser más efectivas que instrumentos multilaterales formales como las Naciones Unidas. En este contexto, el documento revisado expone un amplio abanico de iniciativas de este tipo: la Iniciativa de Proliferación de Seguridad, que tiene el apoyo de más de 70 países; la iniciativa contra el SIDA en África; la Asociación Asia-Pacífico para un Desarrollo y un Medio Ambiente Limpios con Australia, China, Japón y Corea del Sur; y la Iniciativa de Operaciones de Paz Global, que se dedica a formar a efectivos de mantenimiento de paz para África.

Una estrategia específica para cada país

Analizada por regiones, la estrategia de seguridad revisada enfatiza la necesidad de: la democracia y la estabilidad económica en el hemisferio occidental; el buen gobierno y la paz en África; una mayor participación democrática en Oriente Medio; la continuada transformación de la OTAN y de la Unión Europea; y el respeto a los derechos humanos en China y Rusia.

Pero el documento se centra mucho más en países específicos que la versión anterior. La nueva estrategia afirma que el objetivo principal de la política exterior norteamericana es acabar con la tiranía en el mundo, caracterizada como una combinación de brutalidad, corrupción, inestabilidad y pobreza, y el sufrimiento bajo dirigentes y sistemas despóticos. El documento pasa a citar a los gobiernos de Bielorrusia, Birmania, Cuba, Irán, Corea del Norte, Siria y Zimbabwe como “sistemas despóticos”.

El documento cita a Siria como uno de los “aliados del terror” y “enemigos de la libertad”, y apela al mundo a “exigirles a estos regímenes que rindan cuentas”. También tilda al mandatario cubano Fidel Castro de “dictador opresivo” y al venezolano Hugo Chávez de “demagogo inflado por el dinero del petróleo” que “busca desestabilizar” Latinoamérica (Venezuela también aparece en el Informe Cuadrienal de Defensa realizado por el Pentágono en febrero de 2006. Este dato es importante ya que raramente un documento de estas características menciona a países por sus propios nombres).

A pesar de que la estrategia afirma que “el genocidio no debe tolerarse”, el Gobierno del Sudán, curiosamente, no aparece en la lista de regímenes abusivos. Además, el documento elogia, de manera poco convincente, “los pasos preliminares de Arabia Saudí para ofrecer a sus ciudadanos la oportunidad de tener más influencia en su gobierno”.

Según el texto, Irán y Corea del Norte suponen una amenaza potencial para la paz y la seguridad en sus respectivas regiones. Pero el documento también critica duramente a China y Rusia, dos países clave en las negociaciones internacionales dirigidas a restringir el programa nuclear iraní. La relación de los EEUU con China y Rusia es compleja; ambos países son para los EEUU un desafío y una oportunidad únicos. En este contexto, Washington ha intentado persuadir a Pekín y a Moscú de que es necesaria una mayor transparencia.

El documento es particularmente duro con China: “al ir convirtiéndose en una potencia global, China debe actuar como una parte interesada responsable que cumple con sus obligaciones y colabora con los EEUU y otros países para hacer progresar el sistema internacional responsable de su éxito”. Aunque es cierto que la Casa Blanca aplaude el éxito económico chino, argumenta que su transición de economía de planificación estatal a mercado libre está incompleta. “Sin embargo, los líderes chinos deben darse cuenta de que no pueden seguir por este camino pacífico mientras sigan manteniendo maneras de ancestrales de pensar y actuar que agravan los problemas en la región y en el mundo”.

En reconocimiento de estos desafíos completamente nuevos, la estrategia afirma que los líderes chinos “están actuando como si quisiesen, de alguna manera, ‘bloquear’ las fuentes de energía de todo el mundo o intentar dirigir los mercados en lugar de abrirlos –como si pudieran practicar un mercantilismo prestado de otra época–”. Y, en referencia a las actividades llevadas a cabo por China en países como Sudán, reprende a Pekín por “apoyar a países ricos en recursos naturales sin considerar el desgobierno de estos regímenes en el interior o el exterior”. Estas advertencias no aparecían en la primera versión de la estrategia, y en la sesión informativa posterior a la publicación de la nueva versión, Hadley comentó que la advertencia es un intento de lograr que los líderes chinos recapaciten sobre “su constelación de intereses en sentido más amplio”.

El documento revisada también se muestra escéptico con respecto a Rusia. De hecho, como reflejo de la creciente tensión entre Washington y Moscú, la estrategia de seguridad nacional parece francamente pesimista sobre Rusia: “lamentablemente, las tendencias recientes apuntan hacia una disminución del compromiso con las libertades e instituciones democráticas. El fortalecimiento de nuestras relaciones dependerá de la política, externa e interna, que adopte Rusia”.

Los desafíos de la globalización

La estrategia revisada reconoce las oportunidades y retos que presenta la globalización, un tema que se mencionaba solo indirectamente en la versión de 2002. El texto afirma que los EEEUU tienen como objetivo afrontar los retos de la sanidad pública, como las epidemias de gripe y el SIDA. El comercio ilícito de drogas y de seres humanos, la destrucción del medio ambiente y los desastres naturales como el tsunami, requieren también una atención muy especial.

Aunque las organizaciones internacionales existentes juegan un cierto papel, la estrategia revisada sugiere que hay situaciones específicas que se solucionan mejor a través de coalitions of the willing. También vincula la globalización con la libertad al afirmar las democracias efectivas están mejor preparadas para afrontar los desafíos globales que los Estados mal gobernados.

Neoconservadurismo + realismo = neorrealismo

Las encuestas de opinión indican que la mayoría de los norteamericanos son muy críticos con la actual política exterior de la Administración Bush. Según la encuesta Confidence in US Foreign Policy del 30 de marzo (elaborada por Public Agenda, una organización sin ánimo de lucro con sede en Nueva York), sólo el 36% de los encuestados creen que su país puede ayudar a difundir la democracia –uno de los principales objetivos de la Administración Bush en Irak y en todo Oriente Medio–. Únicamente el 22% cree que los EEUU pueden hacer “mucho” para crear la democracia en Irak. El objetivo de difundir la democracia fue el que recibió el menor apoyo en comparación con otras prioridades, y sólo un 20% dijo que era “muy importante”. Por el contrario, el 71% de los encuestados dijo que era “muy importante” ayudar a los países que habían sufrido desastres naturales, como el tsunami del Océano Índico.

Sin embargo, las dudas sobre la guerra en Irak se extienden aún más allá de la opinión pública norteamericana. Dentro del Partido Republicano, la invasión también ha enfrentado a los neoconservadores, que veían la guerra como un catalizador del cambio democrático en Oriente Medio, con los realistas tradicionales, que argumentan que los árabes no están culturalmente preparados para la democracia. Los neoconservadores (a veces llamados también idealistas) quieren una política exterior que promueva los ideales americanos de autogobierno y respeto por los derechos humanos en países con regímenes despóticos. Argumentan que la difusión de la democracia es siempre un interés norteamericano y no temen utilizar la fuerza militar, unilateralmente si es necesario, para conseguir este fin. En contraste, los realistas desean una política externa gobernada por ideas claras y muy bien definidas de lo que constituyen los intereses nacionales de los EEUU. También son notoriamente cautos en lo que respecta a las intervenciones militares. En cualquier caso, tanto idealistas como realistas creen que el principal objetivo de la política exterior norteamericana es reforzar la seguridad de los EEUU.

Pero también ha habido una ruptura dentro del bando neoconservador. Uno de los más acérrimos defensores de la guerra de Irak, el teórico neoconservador Francis Fukuyama, ha cambiado de parecer y ahora opina que la invasión no fue una buena idea. En su libro America at the Crossroads, Fukuyama presenta una virulenta crítica al afán neoconservador de apoyar la guerra, comentando que la Administración Bush “infravaloró enormemente el coste y la dificultad de reconstruir un país como Irak y de guiarlo hacia una transición democrática”. También acusa a los neoconservadores por no haber tenido en cuenta uno de sus propios principios básicos: “la ingeniería social demasiado ambiciosa a menudo lleva a consecuencias inesperadas y, frecuentemente, acaba volviéndose contra sus propios fines”. No obstante, en cierta manera Fukuyama contradice su propia argumentación al no reconocer que él mismo proclamaba su apoyo a la invasión de Irak ya desde tiempos de la Administración Clinton.

En cualquier caso, muchos de los estrategas neoconservadores que idearon la respuesta norteamericana al 11-S ya no están en la Casa Blanca, y su influencia directa en la formulación de la política exterior de los EEUU ya no es la que era. Al mismo tiempo, los llamados “neorrealistas” han pasado a llenar el vacío. Los neorrealistas, liderados por la secretaria de Estado, Condoleezza Rice, comparten la idea neoconservadora de que la difusión de la democracia es importante, pero también están a favor de la idea realista de trabajar conjuntamente con los aliados de EEUU para alcanzar los objetivos norteamericanos en el exterior. En términos prácticos, esto implica que el segundo mandato de la Administración Bush se centrará, probablemente, en una política exterior algo más “multilateral” que la que llevó a cabo en su primer mandato, aunque, como dice muy claramente la nueva versión del documento de estrategia, no menos “muscular”.

En la medida en que el debate sobre Irak es un debate sobre el conjunto de la forma y contenido de la política norteamericana en Oriente Medio, la Administración Bush se ha comprometido a mantener el rumbo. En su discurso sobre el Estado de la Nación en enero de 2006, Bush proclamó de manera relativamente ambiciosa que el objetivo de su administración es derrotar al islamismo radical. De forma similar, en su discurso de enero de 2006 (conocido como The Long War), el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, afirmó que Occidente debe afrontar cuanto antes la amenaza que representa el islamismo radical. “Empujados por una ideología militante que celebra el asesinato y el suicidio, sin territorio que defender, con poco que perder, o bien ellos logran cambiar nuestro sistema de vida, o nosotros logramos cambiar el suyo”.

La mayoría de los europeos y americanos estarían de acuerdo en que la libertad es un objetivo por el que merece la pena esforzarse en todo el mundo. Pero, ¿puede la nueva estrategia de seguridad nacional funcionar en la práctica? ¿Será su agenda democrática un éxito o un fracaso? A todas estas preguntas, el texto revisado ofrece una respuesta indecisa: “lograr este objetivo es la tarea de generaciones”. Lo que está más allá de toda duda es que los neoconservadores han tenido un efecto permanente sobre la política exterior norteamericana y que perdurará durante muchas décadas.

Conclusión

La revisión de la estrategia de seguridad nacional dice que el objetivo principal de la política exterior de los EEUU es promover la democracia. El documento pone de manifiesto que la Casa Blanca desea un acercamiento con los críticos del estilo “en solitario” del primer mandato de la Administración Bush, y hace hincapié en la necesidad de mantener alianzas sólidas y de preferir la diplomacia al uso de la fuerza militar. Al mismo tiempo, mantiene el uso del ataque preventivo como parte central de la estrategia de los EEUU. Además, defiende la decisión de invadir Irak en 2003 y señala a Irán como el principal desafío futuro al que se enfrentan los EEUU. Aunque el documento revisado es más conciliador y pragmático que el anterior, es también notable por su continuismo ideológico. En este contexto, intenta combinar el idealismo de los neoconservadores con el pragmatismo de los realistas. Así, el neorrealismo es el nuevo paradigma filosófico para el resto del mandato de Bush. Queda por ver cómo se desarrollará en la práctica. Pero el “idealismo muscular” (muscular idealism) es, sin duda, el nuevo realismo americano.

GEORGIA, 7 DE AGOSTO DE 2008: LA CRISIS EN SU CONTEXTO


Elena García Guitián

Algunos datos históricos

Georgia es un pequeño país de menos de cinco millones de habitantes, que obtuvo su independencia oficial en 1991, al separarse de la Unión Soviética, en un período turbulento. Desde el principio, durante el proceso que le condujo a ella, se encontró con la oposición de los líderes de algunos de sus territorios que defendían la permanencia dentro del sistema soviético y se oponían al proyecto de Estado–nación georgiano. Se generaron así diferentes conflictos de carácter étnico–político entre georgianos y otros grupos (abjazos, osetios y adzaros) que han condicionado totalmente la transición georgiana hacia un modelo de Estado moderno y democrático con una economía de mercado.

Aunque necesario para entender correctamente la evolución de dicho conflicto, no es este el lugar adecuado para explicar con detalle la tormentosa historia de los pueblos que han habitado esta región: norcaucásicos, armenios, azeríes, georgianos, etc., situados casi siempre bajo la órbita de algún poderoso enemigo/aliado imperial como los persas, griegos, romanos, turcos o rusos. Lo que si hay que señalar es que existen importantes discrepancias entre los actuales georgianos a la hora de interpretar esa historia. En el imaginario oficial, Georgia es una nación con un territorio perfectamente definido (aunque disminuido respecto a su época más gloriosa), organizada como Estado y con una continuidad histórica innegable, en la que junto a los georgianos conviven otras etnias. En el imaginario de los que reclaman la separación, en ella hay otros pueblos con distintas identidades políticas y otra interpretación de las mismas referencias históricas, lo que a sus ojos proporciona argumentos suficientes para apoyar su reivindicación de soberanía en la parte del territorio georgiano en la que viven.

Los abjazos, por ejemplo, reclaman la restitución de un Estado que tuvo su origen hace más de 1.500 años, aunque se encontrara gran parte de su historia bajo diversos protectorados y ocupaciones. Algo rechazado por los georgianos, quienes reivindican esos mismos orígenes como constitutivos de la nación georgiana y consideran que los ancestros de los abjazos actuales llegaron de las montañas en el siglo XVII, instalándose en un territorio que era suyo.

Los surosetios, por su parte, esgrimen su actual mayoría y sus lazos con Osetia del Norte (Rusia) para afirmar su legítimo derecho a la autodeterminación, algo impensable para los georgianos, que no los consideran habitantes originarios, sino otro de los pueblos del Caúcaso llegado posteriormente de las montañas. Y no olvidemos la región de Adzaria, que parece haber desaparecido como problema tras la expulsión en 2004 del gran cacique que controlaba la región, Aslan Abashidze, pero que cuenta con una población musulmana que reivindica sus vínculos con Turquía.

A pesar de las tensiones históricas existentes entre los diferentes pueblos que han coexistido en el territorio georgiano, habitualmente presentes en las narrativas nacionales de cualquier país, los conflictos adquirieron otro carácter con la extensión del nacionalismo como ideología en una época de progresivo declive del Imperio ruso a final del XIX, y se complicaron enormemente con la política hacia las nacionalidades desarrollada durante la época soviética. En el caso de Georgia, su elite adoptó un discurso nacionalista de base cultural y política con el que se resistió a la “rusificación”, lo que les facilitó conseguir el reconocimiento como Estado independiente durante el período de 1918–1921. No obstante, desde un primer momento, ese discurso nacionalista suscitó la desconfianza de otros grupos étnicos que comenzaron a su vez a defender sus propias narrativas nacionales, dando lugar a choques importantes entre las diversas elites y creando una complicada situación que se vio radicalmente alterada con la “anexión” de Georgia a la Unión Soviética.

Su nuevo estatus hizo que sufriera las arbitrarias variaciones y crueles experimentos en la política respecto a las nacionalidades que caracterizó la época soviética. Así, aunque consiguió una amplia autonomía que le permitió mantener su identidad, a pesar de las presiones periódicas para imponer el ruso, y alcanzar un cierto florecimiento cultural, otro tipo de políticas dificultarían su existencia futura. Decisiones adoptadas por los líderes soviéticos como la repoblación de algunos territorios con otras minorías (georgianos en Abjazia) o la deportación de poblaciones (musulmanes a Turquía) generaron mucho descontento, y la concesión –a veces revocada– de autonomía a los territorios que también reivindicaban su identidad cultural, con la consiguiente creación de estructuras institucionales siguiendo un modelo estatal, proporcionaron argumentos a sus elites políticas para rechazar su pertenencia a Georgia en el momento de su independencia.

Esto queda claro en el caso de Abjazia, pero sobre todo en el de Osetia del Sur, que ya en 1990 –antes que la propia Georgia– autoproclamó su independencia y originó un conflicto armado que no se detuvo hasta los acuerdos de paz de 1992.

El resultado de todo ello es que dentro de los límites territoriales del Estado georgiano, diseñados conforme a las fronteras que tenía en el periodo de independencia del que disfrutó antes de ser incorporado a la Unión Soviética, coexisten diferentes proyectos de Estado incompatibles entre sí. Además, esa independencia se alcanza en el momento de la desintegración del sistema soviético, lo que produjo un colapso institucional y económico (corrupción, violencia, y liderazgo no democrático) poco favorable para las transiciones hacia la democracia de los nuevos Estados

El nuevo Estado georgiano

Dentro de la Unión Soviética, como hemos señalado, Georgia pudo mantener y desarrollar su identidad nacional, y también fue capaz de crear casi un Estado paralelo basado en una economía sumergida controlada por clanes. Ello explica en parte que la declaración de independencia que tiene lugar el 25 de mayo de 1991 desatara un período de lucha interna por la hegemonía política y, a la vez, económica en el país.

Uno de los impulsores de la independencia, Zviat Gamsajurdia, hombre carismático pero autoritario, considerado por muchos un “iluminado”, es elegido primer presidente, y unos meses después tiene lugar un golpe de Estado que desata una guerra civil que no acaba hasta 1993 y que deja al país en la miseria y moralmente devastado.

La crisis institucional es total. La lucha se lleva a cabo entre grupos de partidarios (“zviatistas”) y oponentes de Gamsajurdia (antiguos colaboradores como Tenguiz Kitovani, Jaba Ioseliani y Tenguiz Sigua), que actúan como señores de la guerra ayudados por grupos paramilitares. Estos últimos forman parte de un Consejo de Estado que se hace con el poder y pide a Eduard Shevardnadze que acceda a formar parte de él y se involucre activamente en la política georgiana.

En ese momento, el conflicto interno se agudiza con las disputas territoriales. Los líderes que reivindican la independencia aprovechan el caos para consolidar su poder y, a la vez, los combatientes georgianos inician intervenciones militares justificadas con el argumento de que forma parte de la persecución de los partidarios de Gamsajurdia. El resultado es el comienzo de otra de las sangrientas guerras de secesión, la de Abjazia, que no se detiene hasta mayo de 1994.

En el enfrentamiento militar participan combatientes del Caúcaso (algunos de ellos posteriormente convertidos en protagonistas de la guerra de Chechenia) y Rusia facilita armas a todos los contendientes, posiblemente satisfecha con la desestabilización de la nueva nación. Pero también juega un papel fundamental para alcanzar la paz, lo que Georgia reconoce aceptando ingresar en la Comunidad de Estados Independientes (CEI). Así, mediante las fuerzas pacificadoras de esta organización, Rusia instaura un status quo que se impone tanto en Abjazia como en Osetia, cuyos líderes confían en Moscú.

Después de vencer definitivamente a los “zviatistas”, conseguir los acuerdos de paz en estos territorios, y deshacerse de los otros incómodos miembros del Consejo, comienza la etapa de Shevarnadze, elegido presidente en 1995 y que se caracteriza por el pragmatismo, pero también por la acomodación al sistema y la incapacidad para generar ningún avance hacia la institucionalización del sistema político y su democratización.

Gracias sobre todo a los buenos contactos internacionales de su líder, Georgia recibe grandes ayudas económicas por parte de la UE y Estados Unidos, y mantiene una correcta relación, no exenta de tensiones, con Rusia. Pero esas ayudas son engullidas por la corrupción absoluta que impera en el sistema. La economía está en manos de clanes que se disputan el comercio en las distintas zonas del país (los principales: Shevarnadze en Tbilisi; Abashidze en Adzharia; Tedeyev en Osetia; y Ardzimba en Abjazia), no se recaudan impuestos y se producen continuos cortes en el suministro de agua, electricidad y gas. La supervivencia de la población se garantiza gracias a la fortaleza de las relaciones familiares y sociales, con una juventud devastada por las drogas y la violencia, y a una economía de subsistencia que permite adquirir productos agrícolas locales e importaciones de Turquía.

En este contexto, a todas las partes parece interesarles el estancamiento de la resolución de los conflictos territoriales. Pero hablar de “conflictos congelados” no significa que nadie mueva ficha. Los más de 200.000 desplazados de la guerra de Abjazia son visibles en Tbilisi y recuerdan con su presencia en el hotel Iveria, situado en el mismo centro de la ciudad, la tragedia. Y ya durante el período Shevardnadze se producen múltiples crisis, como los intentos de regreso de refugiados georgianos ayudados por paramilitares, que son rechazados, o los choques con Rusia originados en la guerra de Chechenia, que provocan incidentes en el valle de Kodor, en una concatenación ininterrumpida de incidentes que van transformando ese status quo inicial, multiplicando los agravios y la falta de entendimiento de todos los actores.

La caída de Shevardnadze se materializa en noviembre de 2003 cuando Mijaíl Saakhasvili, antiguo colaborador suyo, pasa a la oposición y llama a la movilización ciudadana contra el régimen, en lo que se ha venido a llamar la “Revolución de las Rosas”. En las elecciones celebradas en enero del año siguiente, éste alcanza el poder con el 96% de los votos con un discurso renovador en el que se impone como principales objetivos de su mandato la lucha contra la corrupción y la democratización del país. Pero para ello Georgia debía ser un país fuerte capaz de solventar sus conflictos territoriales y consolidar su estatus de país plenamente europeo, lo que se tradujo en un discurso claramente nacionalista y pro–americano, lo que empeoró las relaciones con Rusia.

El resultado ha sido un mandato lleno de claros y sombras. Por un lado, Saakhasvili aportó algo de ilusión a una población absolutamente desmoralizada y apática. Incorporó a su equipo a jóvenes que habían adquirido experiencia a través del activismo político en la incipiente sociedad civil (básicamente ONGs vinculadas a organizaciones internacionales), y comenzó a desarrollar políticas públicas para modernizar y democratizar las instituciones: lucha anticorrupción, reforma de la policía, profesionalización de la justicia, mayores garantías para las inversiones extranjeras, etc. Sin embargo, aunque ha conseguido introducir evidentes mejoras que todos reconocen, para alivio del común de los georgianos, el contexto de partida no era el más idóneo para alcanzar resultados rápidos, y su gran apoyo popular inicial le ha servido para ejercer el poder de forma personalista y, en muchas ocasiones, autoritaria.

En este sentido, los indicadores internacionales utilizados para medir la calidad de la democracia en Georgia son claramente insatisfactorios. El sistema político georgiano es un sistema presidencialista caracterizado por el predominio del poder ejecutivo, la debilidad de la oposición (con partidos demasiado identificados con grupos de interés y faltos de líderes atractivos), la baja actividad de la sociedad civil, y muy centralizado (aunque de hecho son los clanes locales los que controlan gran parte de la actividad política y económica del país). Por ello, a pesar del discurso oficial, aunque el nivel de corrupción ha descendido, el índice total de calidad democrática no ha mejorado desde el periodo Shevardnadze.

Quizás la impaciencia, o la impotencia, para conseguir llevar a cabo su proyecto, es la que ha ido ampliando la imagen autoritaria de Saakashvili y ha fortalecido a la oposición. El resultado fueron los acontecimientos de 2007, que comenzaron con el enfrentamiento con su ministro de Defensa, Irakli Okruashvili, posteriormente destituido, quien a su vez le acusó de corrupción; continuaron con la represión de manifestantes de la oposición y la declaración del estado de emergencia en noviembre de ese mismo año; y, aparentemente, finalizaron con la celebración adelantada de elecciones, que volvió a ganar, aunque con menos apoyo.

Un segundo rasgo de su mandato ha sido el cambio radical en las alianzas exteriores que ha imprimido a la política georgiana. Saakhasvili se ha convertido en ferviente defensor del presidente Bush y ha apoyado acríticamente sus políticas, hasta el punto de mandar un contingente de tropas de 2.000 soldados a Irak en el momento en el que otros países comenzaban a retirar los suyos. Está realmente convencido de que sólo la ayuda estadounidense permitirá a Georgia escapar de la cada vez más intensa y abierta interferencia rusa e incorporarse a Europa como le corresponde, por ello el ingreso en la OTAN se ha convertido en su principal meta en política exterior. Por el contrario, las relaciones con Rusia, a quien ve como potencia imperialista y principal culpable de alentar las ambiciones separatistas, se han deteriorado a pasos agigantados. El resultado ha sido que la cuestión georgiana ha pasado a ocupar un lugar importante en la agenda internacional.

Los Estados Unidos consideran a Georgia un aliado estratégico por su proximidad a Irán (siendo un Estado cristiano y democrático); por alojar un oleoducto que lleva petróleo a occidente evitando que pase por territorio ruso o iraní; por haberse convertido en uno de los países aliados en la crisis de Irak; y por su discurso anti–ruso, que contribuye a reforzar su condena de la deriva autoritaria del Kremlin y a legitimar la influencia estadounidense en países limítrofes con Rusia. El gobierno ruso, por su parte, trata a Georgia como un mero peón de los Estados Unidos en su estrategia de dominio mundial. Y la reacción de la UE ante la nueva política de Saakashvili muestra la diferencia de opinión de sus miembros. Mientras algunos países simpatizan con las ambiciones georgianas, por padecer conflictos territoriales o por coincidir en su desconfianza hacia Moscú, para otros son un estorbo en la mejora de las relaciones con Rusia y demasiado coincidentes con los intereses de Estados Unidos.

Lo que está claro es que la nueva estrategia georgiana les ha obligado a todos a tomar partido, y estas decisiones están incidiendo de forma importante en la política internacional.

En tercer lugar, el gobierno de Saakashvili estableció como uno de sus objetivos principales “solucionar” los problemas de los territorios separatistas. Como hemos señalado anteriormente, los conflictos no han estado congelados, porque la situación en ellos no ha parado de evolucionar, como reflejan los constantes movimientos efectuados por todos los actores.

Lo que si logró el nuevo gobierno georgiano al comienzo de su mandato (2004), precisamente mediante la organización de una incursión militar, fue expulsar a Aslan Abashidze de Adzaria, territorio autónomo que funcionaba de facto como independiente, bajo su total control. Y este éxito le condujo a intentar la misma estrategia para afrontar los otros problemas territoriales.

La firma de los acuerdos de paz había llevado a Osetia del Sur y a Abjazia a adquirir un estatus político no muy distinto al que hemos descrito en el resto de Georgia. En el caso de Osetia, la división entre enclaves de mayoría surosetia y georgiana que viven de espaldas los unos de los otros se iba agudizando, con muchos refugiados de ambas partes fuera de su territorio.

En las elecciones de 2001, el control político acaba en manos de un ex miembro del Partido comunista, Eduard Kokoiti, relacionado con el clan Tedeyev, que es el que controla la frontera y el contrabando –con la implicación de militares rusos– entre Rusia y Georgia, y los incidentes con el gobierno georgiano se multiplican. Kokoiti instaura un régimen personalista muy poco democrático –a pesar de utilizar el referéndum y las elecciones– que ofrece buenos argumentos a Saakashvili para desprestigiarlo, transformando la naturaleza del conflicto al presentarlo como algo provocado por un núcleo de mafiosos jaleados por los rusos. Por ello, en 2004, poco después de llegar al poder, decide intervenir militarmente en una operación justificada como antimafia, precipitada también por la detección de movimientos de tropas rusas, teniendo además como antecedente su éxito en Adzaria.

El resultado fue un nuevo fracaso georgiano y el aumento de la influencia rusa en la zona. La precaria economía de Osetia del Sur depende en un 60% de la ayuda de Rusia, que paga sueldos y pensiones, concede pasaportes rusos a los surosetios (dando razones de peso de nuevo a los georgianos para denunciar su papel como pacificador) y construye carreteras y un oleoducto sólo para los pueblos de mayoría osetia, facilitando el aislamiento de los de mayoría georgiana.

En Abjazia, los acuerdos de paz supusieron la consagración de un nuevo equilibrio demográfico en el que los habitantes de etnia abjaza se convirtieron en mayoría y crearon instituciones políticas de facto totalmente independientes de las de Georgia. El asilamiento inicial y los embargos consagraron una economía de subsistencia en una zona que en la época soviética era un paraíso turístico. En los últimos años, sin embargo, se ha producido una activación de la intervención rusa que ha transformado bastante la situación al permitir, sin respaldo legal, la adquisición de propiedades por parte de inversores rusos, lo que ha suscitado la desconfianza de los propios abjazos. Porque a pesar de tener pasaportes rusos y utilizar el rublo, su meta principal es alcanzar la independencia, y temen que un desarrollo económico mayor suponga su colonización por parte de los rusos. Algo, por otro lado, nada descabellado, como muestra el hecho de que, aunque en las últimas elecciones celebradas en este territorio saliera reelegido el nacionalista Serguei Bagapsh, éste tuviera después que incorporar a su equipo al candidato apoyado desde Moscú.

El estallido del conflicto (7 de agosto de 2008)

Ésta es a grandes rasgos la descripción de la situación existente hasta que, sobre todo a partir de 2007, comienzan a desencadenarse rápidamente los acontecimientos, en un contexto internacional que ha cambiado. Sucesos como la entrada de los georgianos en el valle de Kodor (situado en la frontera con Abjazia); la creación de una administración pro–georgiana paralela en Osetia ( presidida por Dimitri Sanakoyev); el incremento de la actividad paramilitar de los surosetios con disparos e incidentes constantes; las protestas del Gobierno georgiano por la actuación rusa en el conflicto en todos los foros internacionales; la celebración en Osetia de un referéndum para solicitar la independencia; las tensiones internas en Tbilisi, que llevan a declarar el estado de emergencia, etc., reflejan una situación que nada tiene que ver con un conflicto congelado.

Ese continuo goteo de graves sucesos, unido a un análisis del estado de la relación de Georgia con sus aliados, es lo que explica la decisión de intervenir en Osetia del Sur el 7 de agosto de 2008. Aunque se han dicho muchas cosas sobre las razones de esa intervención, no está claro por qué se adopta en ese momento ni cuáles eran los objetivos. Vistos lo antecedentes y la estrategia utilizada en ellos, parece dudoso afirmar que se tratara de un ataque militar georgiano perfectamente planificado para hacerse con la totalidad del territorio, pues presenta más similitudes con el tipo de incursión de 2004. Además, desde el punto de vista estratégico, si ese hubiera sido el objetivo resultaría en error garrafal no haber procedido a cerrar el túnel de Rok, único paso desde Rusia, en vez de acceder directamente a Tsjinvali.

Respecto a las razones que justificaron la incursión, el gobierno georgiano considera que no se trató de un juicio precipitado e inmaduro que les hizo caer en la trampa rusa. Georgia tiene fuerzas militares dentro de Osetia del Sur, protegiendo especialmente los pueblos georgianos y la frontera, que estaban siendo atacados desde hacía meses con objeto de provocarles e iniciar el conflicto militar, y en Tbilisi se decidió que debían responder para no perder la credibilidad ante sus ciudadanos.

En todo caso, la acción del gobierno georgiano fracasó por tres motivos: la resistencia armada en Tsjinvali fue infinitamente más fuerte de lo que esperaban; no previeron una reacción de los rusos de este tipo; y la estrategia militar no estaba diseñada para hacer frente a la situación que se generó.

Y es que algo importante había cambiado respecto a incidentes anteriores: el papel que Rusia desempeñaba en los conflictos. Su progresiva intervención en la política y la economía de Abjazia y Osetia ya no dejaba duda sobre su implicación como parte en él. A la vez, el discurso pro–americano de Saakashvili y sus intentos de entrar en la OTAN habían situado la relación con Georgia en el centro del diseño de la nueva política exterior de Rusia. Por otro lado, la mejora de su situación económica y la estabilización política conseguida bajo el mandato de Putin no ocultaban la deriva autoritaria que estaba teniendo lugar y que también reflejan los índices de calidad democrática, más bajos aún que los de Georgia.

Los georgianos son muy conscientes del cambio y saben que la política rusa en Abjazia y Osetia es el resultado de los movimientos que Georgia ha realizado en el ámbito internacional. En este sentido, creen que el retraso de su ingreso en la OTAN con el argumento de que tiene serios conflictos territoriales le ha dado a Rusia razones para avivarlos aún más. Y, de hecho, el presidente Saakashvili se defiende de las críticas a su actuación diciendo que la intervención de agosto se precipitó (en “época de vacaciones”) por las informaciones que alertaban de preocupantes movimientos de tropas rusas en la frontera que parecían confirmar la tan temida invasión.

Lo que debería descartarse es la visión de que el gobierno georgiano estaba actuando como un comparsa siguiendo una estrategia diseñada por los estadounidenses, en su beneficio, con objeto de debilitar a Rusia. La realidad es que en este conflicto interactúan muchas partes que principalmente persiguen sus propios intereses aunque a la vez contribuyan a satisfacer los de los demás. Y parece que la tibia primera reacción del gobierno de Bush reflejaba más su sorpresa ante la iniciativa de Saakashvili que un apoyo entusiasta por el éxito en la consecución de un plan diseñado conjuntamente.

Conclusiones


Todavía no sabemos con certeza cuáles fueron de verdad las razones que impulsaron el envío de tropas a Osetia del Sur, ni si la realidad era tal y como la percibió el gobierno georgiano. En todo caso la descripción del contexto nos muestra una situación muy conflictiva en la que las decisiones debían adoptarse teniendo en cuenta el equilibrio interno del país y su repercusión en el ámbito internacional. Y lo que cabe concluir es que los georgianos primaron su política interna.

El resultado ha sido la destrucción de pueblos y ciudades en Osetia del Sur y la ocupación de zonas de Georgia por parte de las tropas rusas, en una operación militar que ha adoptado a la vez la forma de acción “pacificadora”, de “castigo” y “preventiva”. En el contexto actual, dada su resistencia a abandonar algunos enclaves georgianos, ello puede suponer que Rusia vaya a mantener bajo su control parte de ese territorio ocupado.

Pero esa activa presencia de Rusia en el desarrollo de los problemas internos de Georgia ha hecho que se conviertan en uno de los temas candentes de la política mundial. Y eso va a condicionar los acontecimientos futuros, que van a depender de los movimientos de las piezas de actores muy diversos y de los acuerdos a los que lleguen entre si.

Georgia ha perdido los territorios de Abjazia y Osetia, cuya independencia ha sido ya reconocida por el Kremlin ignorando las presiones internacionales y las propias tensiones existentes dentro de Rusia que tiene a su vez territorios que reivindican su independencia (lo que supone fuertes incoherencias de sus líderes al respecto y del manejo del antecedente de Kosovo).

El interés de Georgia, por el contrario, se centrará en conseguir que la Unión Europea convenza a Rusia de que les deje intervenir como mediadores en el conflicto, por haberse convertido ésta en parte de él (al defender a “sus ciudadanos”), y lograr el apoyo del grupo de países que recelan del gobierno ruso para incorporarse lo más rápidamente posible a la OTAN. De nuevo esto dependerá tanto de las presiones estadounidenses como de las dinámicas internas de la UE, en la que no hay que despreciar la influencia del nuevo grupo que constituyen los países del Este y que son claramente pro–georgianos.

Pero aparte de afectar al destino de Georgia, otra de las consecuencias de este conflicto es que va a precipitar el rediseño de un nuevo equilibrio de poderes entre los Estados Unidos, la UE y Rusia, cuyos rasgos es prematuro todavía avanzar. Los europeos tendrán que tomar decisiones sopesando, por un lado, el grado en el que sus intereses están ligados a los de Rusia dada su gran dependencia energética de ella, y, por otro, la desconfianza que les suscita la deriva autoritaria rusa, traducida en la actitud agresiva en sus relaciones exteriores que ha mostrado claramente en este conflicto. Y aunque es de esperar que Estados Unidos siga manteniendo una política similar respecto a estos temas, una victoria del candidato demócrata podría modificar de forma importante la manera de abordar sus relaciones exteriores.

Analizado todavía con poca distancia, lo que cabe concluir es que el resultado de los sucesos de agosto, a pesar de lo que pueda parecer, ha perjudicado a todos los actores. La iniciativa de los georgianos ha complicado enormemente su posición en los conflictos territoriales, ha supuesto la destrucción de infraestructuras en gran parte del país, causando un gran daño a su población, y ha minado la confianza internacional en el gobierno existente, que seguramente tendrá que responder más adelante ante sus ciudadanos por lo sucedido. Los surosetios han heredado un territorio desolado y los abjazos se han convertido en un enclave ruso. Los rusos, a pesar de haber conseguido el triunfo militar, se han metido en un avispero en estas zonas y corren más riesgo de sufrir nuevos conflictos separatistas. Además, moralmente están sufriendo un gran desprestigio mundial por su acción desproporcionada, incrementando la animosidad anti–rusa, sobre todo en territorios que siguen siendo de su interés. Los estadounidenses, por su parte, han mostrado sus limitaciones para intervenir efectivamente en el exterior y han constatado los peligros de suscitar en el imaginario mundial la idea de que sus amigos están protegidos frente a todo. La UE ha puesto de relieve las dificultades que tiene para desarrollar una política exterior coherente y se ha dado cuenta de que la incorporación de los países del Este ha introducido un nuevo equilibrio interno que puede transformarla de forma importante. Y, por último, la ONU ha vuelto a exhibir su incapacidad para ayudar a resolver los conflictos dada su dependencia de las grandes potencias.

EEUU: ABASTECIMIENTO ENERGÉTICO EXTERNO Y POLÍTICA INTERNACIONAL


Enrique Palazuelos Manso y Alejandra Machín Álvarez

1. Introducción

En un trabajo anterior (Palazuelos y Machín, 2008) hemos analizado las causas que determinan el aumento de la dependencia energética de EEUU con respecto a las importaciones de crudos de petróleo y también de gas natural y derivados de petróleo. El análisis del sistema energético revela dos características fundamentales. La primera es la creciente importancia del sector del transporte en el consumo final de energía, donde representa el 40%, lo cual implica una colosal demanda de derivados de petróleo, utilizados como combustibles, sobre todo en el transporte por carretera.[1] La segunda característica es la presencia mayoritaria del carbón en la generación de electricidad, cuyo consumo final también sigue creciendo a buen ritmo. Esto significa que los combustibles no fósiles (nuclear y renovables) tienen una aportación muy limitada en el mix eléctrico, siendo el gas natural el único recurso que muestra una cierta capacidad para complementar al carbón.

La intensidad energética requerida por la actividad productiva sigue cayendo, en términos de consumo de energía (y de petróleo) por unidad de PIB. Sin embargo, la dimensión del parque de vehículos, junto a la creciente potencia de los mismos, y la electrificación de los hogares y de los servicios dan lugar a que la demanda energética se sitúe en niveles exageradamente elevados si se comparan con los de los otros países desarrollados.[2] Al mismo tiempo, la producción nacional de crudos de petróleo y de gas natural sigue descendiendo y las refinerías muestran una limitación cada vez más ostensible para proporcionar la cantidad de crudos que demandan el transporte y los demás sectores de consumo final. Esas restricciones originan el aumento de las importaciones de crudos, derivados y gas.

En 2006, las compras de crudos se elevaban a 575 millones de toneladas, equivalentes al 60% de la demanda interna. Las compras netas de derivados, descontando las exportaciones, superaban los 50 millones de toneladas y las compras de gas natural se situaban en 120.000 millones de metro cúbicos, equivalentes a casi el 20% de la demanda interna. El ascenso de las importaciones cobra una significación todavía mayor si se considera que tienen lugar en un período en el que los precios experimentan una fuerte subida, multiplicándose casi por cuatro entre 1999 y 2007.[3] De ese modo, el aumento simultáneo de la cantidad y del precio de las compras ha supuesto un fuerte incremento del peso de la factura energética en la balanza comercial estadounidense. La incidencia relativa de las compras energéticas en la importación total de bienes ha pasado del 7,5% en 1999 al 18% en 2006.[4]

Ante esa evidencia, la Administración Bush que ha gobernado el país desde 2001 a 2008 no ha tenido ninguna capacidad de respuesta. Su política energética ha sido un híbrido de inoperancia y pasividad, limitándose a formular vagas apelaciones sobre la necesidad de disponer de nuevos combustibles y nuevas tecnologías para fabricar automóviles, que podrían reducir la demanda de petróleo y, por ello, las importaciones de dicho combustible. Sin embargo, ni el estado actual de la tecnología, ni los recursos dotados por el gobierno y las empresas permiten presagiar en qué plazo (más bien largo) podrían suceder tales cosas. Mientras tanto, el sistema energético carece de propuestas concretas que sean capaces de frenar el consumo del sector del transporte y los crecientes requerimientos de electricidad, por lo que asiste impasible al ascenso de las importaciones.[5] En esa tesitura, la necesidad de garantizar el flujo creciente de suministros externos convierte el aprovisionamiento energético en una cuestión crucial de la política exterior o de seguridad nacional del país, con hondas repercusiones sobre la evolución del escenario político internacional.

Este trabajo se ocupa de analizar esa relación entre las importaciones energéticas y la política exterior de EEUU. El análisis arroja tres rasgos principales, de los cuales se deriva una conclusión: (1) las importaciones seguirán creciendo durante las próximas décadas; (2) la procedencia geográfica de las importaciones tendrá que modificarse debido a los cambios que se producen en varias de las principales regiones en las que ahora se abastece; y (3) la política exterior seguida por la Administración Bush se convierte en un fuerte obstáculo para llevar a cabo esa modificación geoestratégica de las zonas de aprovisionamiento energético. La conclusión que se deriva de todo ello es que los próximos gobernantes de EEUU tendrán que reconsiderar en profundidad su política internacional para que sea viable una estrategia que garantice el petróleo y el gas natural requerido por su demanda interna.

El trabajo está organizado en seis partes que siguen a esta introducción. En primer lugar se muestra la distribución geográfica de las importaciones en la actualidad. A continuación se presentan las previsiones que permiten vaticinar, de forma unánime, el incremento de las importaciones en el transcurso de las dos próximas décadas. Después se analizan por separado los cambios geoestratégicos que, de modo inexorable, tendrán que producirse en las importaciones de petróleo y de gas natural para seguir garantizando el abastecimiento externo de ambos hidrocarburos. Finalmente, se aborda la incompatibilidad que existe entre esos cambios y la política exterior seguida durante la presente década por los dirigentes norteamericanos. El último apartado recoge las conclusiones del análisis precedente.

2. El abastecimiento externo en la actualidad

(a) Crudos de petróleo

Las zonas de procedencia de los crudos apenas han variado levemente en el curso de las dos últimas décadas a pesar de que las compras han aumentado con rapidez (véase la Tabla 1). Aproximadamente la mitad de los crudos sigue realizándose en el continente americano. Se observa una ligera subida de la parte que aportan los dos países septentrionales, Canadá y México (hacia el 30%) en proporciones similares, mientras que se reduce la participación de los países de América del Sur (hacia el 20%). El retroceso concierne a Venezuela, uno de los grandes socios tradicionales, y a Colombia, compensado sólo en parte con el aumento de las compras a Ecuador, Brasil y otros países de la región, cuya contribución al abastecimiento estadounidense sigue siendo modesta.

Fuera del continente, las compras realizadas en Europa no superan el 7%, las efectuadas en Rusia –aunque en ascenso– no alcanzan el 2% y las efectuadas en Asia Meridional y Oriental apenas suponen el 1%. Por lo tanto, el grueso de las importaciones provenientes de fuera del continente corresponde a Oriente Medio y África. Entre la cuarta y la quinta parte de las compras estadounidenses proceden de Oriente Medio, aunque en realidad se realizan sólo en tres países: Arabia Saudí (alrededor del 15%), Irak (menos del 6%) y Kuwait (2%). La cuota de África es algo menor (17%) y el número de países es más amplio y sigue diversificándose con los años, aunque Nigeria y Angola siguen ocupando los lugares más destacados.

En conjunto, considerando que EEUU adquiere la cuarta parte de las importaciones mundiales de crudos, el rasgo más destacable sigue siendo que su abastecimiento se halla muy concentrado: el 60% procede de cuatro países (Canadá, México, Venezuela y Arabia Saudí) y si se suman Nigeria e Irak entre los seis países aportan las tres cuartas partes de las importaciones estadounidenses.

(b) Derivados de petróleo

En este caso los flujos comerciales son de doble dirección, ya que las exportaciones también alcanzan cifras significativas [6]. No obstante, las compras son mayores y han experimentado un crecimiento más rápido en las últimas décadas, debido a las limitaciones y al tipo de especialización tecnológica de las refinerías estadounidenses.[7] En la actualidad, las compras de productos refinados equivalen a la séptima parte del total de las importaciones de petróleo.

La distribución de esas compras sí ha experimentado una notable modificación conforme su volumen total pasaba de unos 50 millones de toneladas en los primeros años noventa a más de 100 millones en los últimos años. Las regiones que han ganado presencia como proveedores son Europa Occidental, América del Norte y Rusia, que conjuntamente aportan la mitad de las importaciones.

La contribución europea (21%) corre a cargo de un amplio número de países, entre los que destacan los Países Bajos, el Reino Unido y Noruega, mientras que la aportación norteamericana concierne sobre todo a Canadá (19%) y la cuota de Rusia todavía no alcanza el 8%, aunque ha sido la que más ha crecido.[8] Las regiones que pierden presencia son América Latina (25%) y África (11%), debido sobre todo al fuerte retroceso de los suministros de Venezuela y a la lentitud con que crecen las compras en Argelia, mientras que Oriente Medio sigue teniendo una presencia testimonial.

Las importaciones de productos refinados se hayan menos concentradas que las de crudos: los cuatro mayores socios representan el 45% del total. Además, el hecho de que esos productos se elaboren en una amplia diversidad de países y que se transporten con relativa facilidad reduce de modo considerable las implicaciones que conlleva su importación en términos de seguridad.

(c) Gas natural

Hasta el inicio de la presente década, cuando las importaciones no alcanzaban los 90.000 millones de metros cúbicos anuales, la práctica totalidad era suministrada por Canadá a través de gasoductos. El incremento de las compras ha dado lugar a dos hechos simultáneos: la incorporación de nuevos proveedores (lejanos) y la adquisición de gas en forma licuada, que es el único modo comercial en el que este hidrocarburo puede transportarse por barco.

De ese modo, ha cobrado una cierta presencia Trinidad y Tobago, desde donde se importan alrededor de 11.000 millones de metros cúbicos. A distancia, pequeñas cantidades de gas son adquiridas en Argelia, Nigeria, Egipto, Omán, Qatar y Australia. No obstante, Canadá sigue ostentando una cuota levemente inferior al 90%.

3. Previsiones: aumento de las importaciones

Las características del sistema energético de EEUU otorgan un notable margen de fiabilidad a las previsiones acerca de su desenvolvimiento en las próximas décadas, ya que sus principales tendencias resultan bastante evidentes. Por ello, se aprecia una notoria coincidencia entre las previsiones oficiales del Departamento de Energía (Energy Information Administration, EIA, 2008) y las que formulan la International Energy Agency (IEA, 2004), Asian Pacific Energy Research Centre (APERC, 2007) y otros organismos internacionales en buena parte de los aspectos fundamentales. Todos prevén una escasa modificación de la estructura de la demanda de energía primaria y estiman que en 2020 y en 2030 el petróleo seguirá representando más del 35% de esa demanda y más de la mitad del consumo final. El consumo de petróleo crecerá en torno al 1,2%-1,4% anual, es decir, a un ritmo parecido al registrado en la primera mitad de la década actual. El transporte absorberá casi las tres cuartas partes del consumo de productos petrolíferos –frente al 67% actual–, la industria consumirá más del 20% y el pequeño resto se destinará a la generación de electricidad y al consumo de los hogares y los servicios.

Las previsiones sobre el comportamiento de la producción de crudos sí presentan algunas diferencias. Las reservas probadas ofrecen un margen limitado para la expansión de la capacidad extractiva. Entre 1990 y 2006, las reservas probadas declinaron desde 4.617 millones a 4.082 millones de toneladas (BP, 2007) y con una producción en retroceso la ratio reservas/producción es inferior a los 12 años. La propia EIA acepta que el margen para el descubrimiento de nuevos yacimientos relevantes es reducido. No obstante, dicha agencia gubernamental se muestra optimista en cuanto a las posibilidades que ofrece la producción de combustibles líquidos no convencionales y la mejora de las extracciones offshore en el Golfo de México, por eso estima que la tasa de variación podrá volver a ser positiva en unas décimas hasta el inicio de los años veinte, alcanzando cifras de producción por encima de los 450 millones de toneladas. En cambio, la International Energy Agency calcula que la extracción de crudos y otros recursos líquidos convencionales seguirá descendiendo a una tasa del -1,2% anual y autores como Sieminski (2005) sitúan la capacidad de producción de crudos en 2030 por debajo de los 270 millones de toneladas.

Las previsiones sobre las importaciones también son unánimes a la hora de considerar el paulatino aumento de las compras al exterior, si bien los cálculos sobre la magnitud que pueden adquirir esas compras reflejan las divergencias mencionadas en torno a la producción. Tanto APERC como EIA prevén una tasa de crecimiento de las importaciones de petróleo (incluyendo las de derivados) en torno al 1,4% anual, lo que supondría que en 2020 las compras de crudos ascenderían a más de 710 millones de toneladas. La previsión de la IEA eleva esa cifra por encima de los 750 millones de toneladas.

Con los datos disponibles cabe bosquejar el siguiente escenario entre 2010 y 2020. Si el consumo crece con suavidad, a una tasa media del 1%, al final de ese intervalo superaría los 1.100 millones de toneladas. Si la producción de crudos decrece un -1% anual hasta 2010 y un -0,5% anual en la década siguiente, al final del intervalo se situaría en 280 millones. De ese modo, el diferencial entre el consumo y la producción superaría los 620 millones en 2010 y los 720 millones en 2020.[9] En esa fecha, las compras de crudos equivaldrían a las dos terceras partes de la demanda interna, que sumadas a las compras de derivados harían que las importaciones significaran más del 70% del consumo de petróleo.

Esas cifras implican que en el transcurso de la segunda mitad de la década actual las importaciones de crudos aumentarán en unos 45 millones de toneladas y a lo largo de la siguiente década en otros 100 millones. Se trata de una estimación moderada, ya que supone un crecimiento de las importaciones al 1,5% entre 2006 y 2020, mientras que en el intervalo 1991-2005 lo hicieron al 3,7% anual.

En el ámbito del gas natural, las previsiones de los organismos mencionados señalan que se mantendrá su participación en el consumo final (21%-22%) y caerá ligeramente en el total de la demanda de energía primaria (20%) si se reduce su contribución en la producción electricidad. La EIA prevé un crecimiento pausado de la demanda, tanto intermedia como final, con una tasa media del 0,7% anual. La producción podría frenar su caída o incluso detenerla, como propone la EIA, dando paso a un crecimiento en torno al 0,5% anual hasta 2020, gracias al incremento que experimentan las reservas probadas (hasta 5,9 billones de metro cúbicos), equivalentes a más de 11 años de producción actual.

Con esos ritmos de crecimiento de la producción y el consumo, las importaciones netas pasarían de 105.000 millones a 135.000 millones de metros cúbicos,[10] creciendo a una tasa media del 1,6% anual entre 2006 y 2020. Al final del intervalo, las compras netas significarían el 20% de la demanda interna frente al 17% actual.

4. Necesidad de modificar las zonas de abastecimiento de crudos de petróleo

Una vez expuestas las previsiones que apuntan al incremento de las importaciones de petróleo, cabe evaluar las posibilidades de que esas mayores necesidades se sigan abasteciendo en las regiones en las que se ha venido haciendo en las últimas décadas, o bien la necesidad de que se produzca cambios que originen una reorientación geoestratégica de las compras de hidrocarburos.

Para realizar ese análisis, consideramos que hay cinco factores principales que permiten determinar en qué medida serán necesarios y/o posibles esos cambios:

(1) La disponibilidad de recursos de petróleo en cada región exportadora, lo cual depende de sus reservas, capacidad extractiva y nivel de consumo interno.

(2) El grado de estabilidad de las condiciones socio-políticas de cada región.

(3) Las relaciones políticas bilaterales de EEUU con cada región.

(4) Las garantías que tenga EEUU, como importador, para acceder a los recursos energéticos en cada región: liberalización comercial, presencia de compañías transnacionales, firma de acuerdos políticos o económicos con los respectivos gobiernos.

(5) Opciones alternativas que tengan los países exportadores para orientar sus ventas hacia unos u otros países importadores.

(a) América del Norte

Canadá viene siendo el mayor proveedor de petróleo a EEUU y así seguirá siendo durante las próximas décadas. Sus reservas de hidrocarburos líquidos convencionales (crudos, gas condensado, aditivos) todavía son significativas, con una ratio reservas/producción de 15 años, aunque las fuentes oficiales canadienses pronostican un paulatino descenso de la capacidad de producción. Sin embargo, en la zona de Alberta dispone de un volumen de reservas 10 veces mayor de arenas bituminosas desde las que se pueden obtener crudo de petróleo (Reynolds, 2005; EIA 2007b; Bayoumi y Martin, 2006; NET, 2005). No obstante, su explotación no está exenta de problemas, ya que el 80% se encuentran en yacimientos profundos y su extracción requiere el uso de tecnologías específicas y un considerable consumo de gas, que junto con agua se utiliza para generar vapor que empuje esas arenas hacia la superficie, para convertirlo después en crudo sintético que pueda ser procesado en las refinerías. Los costes que exigen esos procesos hacen que la extracción de arenas sea rentable mientras los precios de los crudos internacionales se sitúen por encima de los 35 dólares-barril, lo cual es bastante probable en el escenario petrolero de las próximas décadas.

Las previsiones que avanza la EIA (2007a) estiman que la producción de crudos podrá crecer un 1,8% anual, gracias a que la extracción de arenas lo hará casi un 5% anual. Ese crecimiento aportará un incremento de unos 50 millones de toneladas. Por su parte, el consumo de petróleo seguiría aumentando de forma más moderada, en torno al 1% anual, lo que elevaría la demanda interna en unos 15 millones de toneladas. Por tanto, las posibilidades de exportación en 2020 habrían aumentado en unos 35 millones de toneladas, que se sumarían a los 80-90 millones que se exportan en los últimos años.[11]

Considerando esa mejora de la capacidad extractiva, no existiría ningún obstáculo adicional para que aumentasen las compras estadounidenses. Todas las condiciones parecen favorables: la estabilidad del régimen político y de la sociedad canadienses; la liberalización de que gozan las actividades energéticas; la dotación de infraestructuras (existentes y previstas); la fiabilidad que ofrecen las compañías nacionales y estadounidenses que explotan y comercializan los recursos; y la solidez de la cooperación bilateral entre los dos países. Tampoco cabe esperar que surjan alternativas que modifiquen el hecho de que la práctica totalidad de las exportaciones de petróleo canadiense se destina a EEUU.

México ofrece un panorama bastante diferente. Es otro de los principales proveedores de crudo a EEUU, pero las previsiones diagnostican que sus recursos irán menguando en el curso de la próxima década. La principal zona productora del país, Cantarell, que venía aportando más del 60% del petróleo mexicano, reducirá con celeridad su capacidad extractiva. De hecho, ya lo viene haciendo, sin que esa caída sea compensada por la aportación de otros campos.[12] Las reservas probadas muestran claros síntomas de agotamiento, habiéndose reducido desde los 7.000 millones de toneladas estimados en 1990 hasta menos de 2.000 millones en 2006 (BP, 2007), con una ratio reservas/producción inferior a los 10 años y en franco declive.[13]

El monopolio estatal (PEMEX, 2008) prevé un importante retroceso de la producción de los campos tradicionales, cifrado en unos 90 millones de toneladas hasta 2020, lo que significa un 45% de su nivel actual. La posibilidad de reducir ese impacto contractivo vendría de la explotación de las cuencas del sudeste y de Chicontepec, así como de campos previamente abandonados y, sobre todo, de la prospección y explotación de los recursos off shore. Otras fuentes destacan que México sigue contando con un buen potencial petrolero (Conzelman, 2006; Romo et al., 2005; NET, 2005; y Barbosa y Domínguez, 2005), si se realizan las inversiones necesarias y se dispone de la tecnología que permita extraer crudos en las aguas profundas del Golfo de México. Algunos (EIA, 2007c; y Téllez, 2005), responsabilizan a PEMEX de la insuficiencia de inversiones (merced a la posición rentista que ocupa el Estado mexicano, que obtiene la mitad de sus ingresos presupuestarios a través del monopolio petrolero (Fuentes, 2007). De hecho, las previsiones de quienes estiman que la producción podría volver a aumentar se basan en un (hipotético) cambio institucional que liberalice el sector de la energía, acabe con el monopolio de PEMEX y permita la incorporación de compañías transnacionales en la explotación de los hidrocarburos mexicanos, incluyendo los recursos bituminosos no convencionales.[14]

De ese modo, los analistas vinculados con las compañías transnacionales y los portavoces de los gobiernos estadounidense y mexicano asocian el desarrollo del potencial petrolero con el cambio de las características institucionales del sector energético y, por tanto, con modificaciones en el marco socio-político. Sin embargo, las pasadas experiencias en las que entró en debate la posibilidad de modificar la estructura empresarial y la política petrolera mostraron con meridiana claridad la frontal oposición de la mayoría de la sociedad mexicana y de una parte considerable de la clase política, tanto a escala federal como en el ámbito de los estados donde se concentra la producción petrolífera. Las presiones internas y externas contra el carácter nacional de los recursos petrolíferos y contra el control de PEMEX sobre la actividad petrolera han puesto de relieve que el cuerpo mayoritario de la sociedad mexicana apuesta por mantener la soberanía nacional sobre la explotación de los hidrocarburos. Por tanto, cualquier cambio de posición –más allá de ciertas modificaciones sobre el funcionamiento de PEMEX– sólo sería posible a partir de un cambio del marco político, dando lugar a una fuerte inestabilidad social.

Si no se produce ese cambio radical de las condiciones políticas, no parece realista suponer ningún incremento significativo de la producción, ya que la mejora de la política de inversiones y la consolidación de nuevos campos será necesariamente lenta y no podrá evitar el declive de las principales reservas ahora existentes. Por tanto, parece razonable suponer que en el intervalo de 2006 a 2020 la producción caerá a una tasa media de, por lo menos, el 1% anual, de modo que al final del período su nivel se situaría en unos 160 millones de toneladas, es decir, unos 30 millones menos que al comienzo. Considerando que el consumo se mantenga relativamente estable, la caída de la producción se trasladaría a la merma de las exportaciones. Actualmente, México exporta unos 100 millones de toneladas, es decir, más de la mitad de su producción, y el 80% se destina al mercado estadounidense (Galina et al., 2002). Suponiendo que se mantenga esa proporción, la merma experimentada por las exportaciones totales supondría una reducción de las ventas de crudos a EEUU en unos 24 millones. O bien, como sucede con Canadá, si México destinara la totalidad de sus exportaciones al mercado estadounidense, el descenso sería de sólo 10 millones de toneladas, quedándose sin otros socios a los que abastecer.

Así pues, cabe prever un descenso del aprovisionamiento petrolero de EEUU en México, en un margen (10-30 millones) que depende del declive de la producción y de la orientación exportadora que adopte dicho país. La eventual modificación de las condiciones institucionales en las que se asienta la política energética mexicana requeriría un drástico cambio político. Y ese cambio introduciría nuevas incertidumbres tanto en el contexto social del país como en el potencial petrolero, derivadas de la fuerte influencia ejercida por EEUU sobre el gobierno mexicano y del grado de control que tuvieran las compañías transnacionales sobre los recursos energéticos mexicanos. Se trata de un escenario posible, pero que no parece probable teniendo en cuenta las condiciones actuales.

(b) América del Sur

Las previsiones sobre Venezuela también incorporan un fuerte componente político y geoestratégico. En la actualidad, sigue siendo uno de los cuatro socios principales con que cuenta EEUU para abastecerse de petróleo, pero las relaciones futuras arrojan notables incertidumbres. Esta fuera de dudas el gran potencial petrolero venezolano, dotado de grandes reservas convencionales que aún se acrecientan más al contabilizar los recursos de crudos extra-pesados. Aunque se incremente el consumo interno, su capacidad exportadora seguirá creciendo en el transcurso de las próximas décadas.

Desde la perspectiva de EEUU, los dilemas del abastecimiento en Venezuela conciernen a los otros cuatro factores. El grado de estabilidad socio-política es relativo, ya que existe una importante oposición política y social que no se aviene a compromisos con el régimen liderado por Chávez y sólo aspira a desplazarle del poder. Si no llega a conseguirlo, cualquier nuevo episodio de agudo conflicto (intentonas golpistas o huelgas que afecten al sector petrolero) podría afectar a la capacidad extractiva del país. Al mismo tiempo, la fuerte enemistad política que enfrenta a los respectivos gobiernos y el control absoluto que ejerce la compañía estatal (PdVSA) sobre los recursos extractivos del país, reducen el margen de fiabilidad de que dispone EEUU sobre el aprovisionamiento futuro en ese país.[15] Además, la política exportadora venezolana dispone de otras opciones para reorientar –al menos parcialmente– sus ventas de crudos hacia otras regiones, bien hacia Asia Orienta o Europa, bien hacia un fortalecimiento de las relaciones energéticas en América Latina.

En consecuencia, cabe plantear escenarios hipotéticos sumamente dispares. Uno radicalmente distinto al actual, surgiría si se produjera un cambio político que acabase con el régimen chavista, después de que el líder concluya su último mandato presidencial. Se trata de la apuesta firme que ha mantenido infructuosamente la Administración Bush y, por tanto, su éxito supondría una gran ventaja para los intereses petroleros de EEUU y de las compañías transnacionales. Otro posible escenario estaría caracterizado por la continuidad del régimen político, pero en un contexto de inestabilidad social, como el vivido en 2002-2003. Esas condiciones afectarían al funcionamiento del monopolio estatal, empeoraría su actividad productiva y reducirían su capacidad de exportación. Por tanto, los suministros de petróleo destinados a EEUU serían menores. Un tercer tipo de escenario estaría basado en la continuidad del régimen político y el mantenimiento de un grado de inestabilidad social que no afecte de forma significativa a la actividad petrolera. En ese supuesto, la variable decisiva sería la orientación estratégica que adopten los dirigentes venezolanos. Cualquier reorientación de las exportaciones, aumentando la participación de los socios asiáticos, europeos o latinoamericanos, conllevaría un descenso de los suministros a EEUU.[16]

Por tanto, resulta sumamente difícil pronosticar qué escenario será el que rija las condiciones del intercambio petrolero EEUU-Venezuela en el horizonte de la próxima década. No obstante, el único caso en el que dicho intercambio podrían aumentar sería bajo el primer escenario. Las otras hipótesis permiten pronosticar una cierta reducción de los intercambios, sea por razones de inestabilidad interna, de empeoramiento de las relaciones bilaterales o de reorientación exportadora. Si el descenso se prolongase, el actual nivel de exportaciones a EEUU, 80-85 millones de toneladas anuales, podría caer a 70-75 millones.

Otros países latinoamericanos podrían compensar esa caída en el caso de que no fuera intensa, ya que sus posibilidades exportadoras tampoco parecen ser considerables. Algunos de los (modestos) socios actuales, como Colombia, Argentina y Trinidad y Tobago, no parecen ofrecer condiciones favorables si se tiene en cuenta la evolución descendente de sus reservas y de su capacidad extractiva. Mejores perspectivas presentan Ecuador y Brasil.

Ecuador ha ido incrementando sus ventas al mercado estadounidense hasta superar los 14 millones de toneladas, que equivalen a las tres cuartas partes de todas sus exportaciones de crudos. Parece que dispone todavía de un cierto margen para ampliar esa capacidad exportadora, más aún si la concentra en mayor grado hacia EEUU. Los aspectos desfavorables son similares a los mencionados para Venezuela. Las relaciones políticas bilaterales son distantes y alcanzan momentos de tensión. El gobierno estadounidense apuesta por desplazar del poder al presidente Correa y parece dispuesto a favorecer la inestabilidad social y política que debilite al gobierno. La compañía estatal ejerce un control, aunque sólo parcial, sobre los recursos petroleros.[17] La concesión de licencias de explotación a la compañía estatal china (CNPC) parece una apuesta por la diversificación de socios, que podría aumentar si prosperase un proceso de integración energética regional.

Brasil muestra un mayor margen para la ampliación de sus exportaciones a EEUU, que en los últimos años se cifran en 5 millones de toneladas. Aunque todavía es un importador neto de petróleo, los recientes descubrimientos off shore en Tupi parecen garantizarle la futura autosuficiencia y quizá algún potencial exportador. Las condiciones internas y las buenas relaciones bilaterales favorecerían las ventas al mercado estadounidense, que quizá podrían duplicarse en el curso de la próxima década.

(c) Europa Occidental y Asia Oriental-Meridional

Los países europeos no ofrecen buenas perspectivas como fuente de aprovisionamiento petrolero. Al contrario, de forma unánime los organismos internacionales (Comisión Europea, IEA, EIA y OPEP) coinciden en vaticinar el descenso de la producción y de las exportaciones de crudos por parte de los escasos países europeos que cuentan con reservas de ese hidrocarburo. Así viene ocurriendo en los últimos años y seguirá, inexorablemente, en los próximos a un ritmo notable.

Los dos socios principales, Noruega y el Reino Unido, han reducido su producción en unos 60 millones de toneladas y sus exportaciones en 70 millones entre 2001 y 2005 (IEA, 2006a; y Olsen, 2005). El mayor retroceso ha correspondido a sus ventas en los mercados europeos, que es donde se concentran los principales compradores de los crudos extraídos en el Mar del Norte, mientras que las exportaciones a EEUU han descendido en 10 millones de toneladas. El agotamiento de las reservas existentes y las escasas perspectivas de encontrar nuevos yacimientos de relieve marcan el curso declinante del petróleo noruego y británico (Olsen, 2005).

Los nuevos descensos de la producción y la exportación afectarán aún más a los suministros dirigidos hacia EEUU, de modo que es previsible que en el curso del próximo decenio se sitúen en cifras mínimas o desaparezcan. Por su parte, las compras en los países asiáticos (Vietnam, Indonesia y Malasia) son exiguas y no tienen visos de aumentar, puesto que sus capacidades productivas no son grandes y sus ventas se concentran en otros países de la región (Japón, China, Corea y la India).

Por lo tanto, cabe pensar que el declive de unos socios (México, Venezuela, Noruega y el Reino Unido) se podrá compensar con el ascenso de otros (Canadá, Brasil y Ecuador), pero difícilmente ese conjunto de proveedores americanos, europeos y asiáticos suministrará un volumen de crudos superior al actual, que suma unos 330 millones de toneladas. Consecuentemente, tendrá que ser en otras regiones donde EEUU se abastezca de los crudos que necesitará una demanda petrolera que sigue elevándose y que requerirá unas importaciones de crudos que hemos estimado en torno a los 720 millones de toneladas. Por tanto, los suministros procedentes de Oriente Medio, África, Rusia y Asia Central tendrán que aportar unos 390 millones de toneladas, que serán equivalentes al 54% del total de importaciones, mientras que actualmente esas regiones representan el 43% de las compras estadounidenses de crudos. Sin embargo, esa reorientación de las compras estará sometida a un cúmulo de dificultades, incertidumbres y requisitos, que se exponen a continuación.

(d) Oriente Medio

Todos los datos disponibles constatan que en Oriente Medio se concentra la mayor parte de las reservas mundiales de crudos y que el curso de los años acentuará su predominio en la producción y la exportación mundiales. Por tanto, desde el punto de vista del potencial petrolero esta región ofrece las mejores perspectivas para abastecer a EEUU, en cantidades muy superiores a los actuales 115 millones de toneladas, que suponen la quinta parte de sus importaciones.

Desde los años ochenta las sucesivas Administraciones republicanas y demócratas han pretendido reducir las compras de petróleo realizadas en la región, pero al cabo de los años, merced a la inoperancia de sus políticas energéticas –incapaces de controlar el consumo de petróleo–, resulta imprescindible elevar de forma significativa esas compras. Sin embargo, ese incremento de las importaciones acentúa las incertidumbres y exige modificaciones significativas.

En primer lugar, el conjunto de la región y varios de los países petroleros más importantes presentan graves incertidumbres político-militares. La situación general se encuentra afectada por el callejón sin salida en el que se halla el conflicto palestino-israelí, del cual se deriva una tensión constante y periódicos enfrentamientos militares. La política exterior de EEUU no es ajena a esa situación. Su inequívoca posición unilateral a favor de Israel, contribuye a exacerbar el conflicto y dificulta su entendimiento con los países árabes. Al mismo tiempo, su permanente animosidad contra al régimen chií de Irán, considerándole como un enemigo a derribar, acentúa el enquistamiento de sus relaciones políticas en la región (Mutin, 2001; Saint-Prot, 2003; Nolan y Pack, 2007; y West, 2005). Con todo, la deriva más desgraciada de su política exterior ha sido a la invasión militar en Irak. La súbita destrucción del régimen baasista ha dado paso a unas endebles estructuras estatales que no garantizan el orden público, ni son capaces de establecer una base de convivencia entre las distintas facciones políticas y étnicas, lo que centrifuga las tendencias hacia el desmembramiento territorial. En un contexto de aguda lucha por el poder político y territorial, relacionado éste con la localización de los campos petrolíferos. La fuerza invasora comandada por EEUU sólo ha podido establecer un sucedáneo de protectorado político-militar, cuyo tutelaje amenaza con prolongarse indefinidamente y ha convertido a Irak en el país más inestable de la región, más propicio a la actuación del terrorismo y con un futuro más impredecible.[18]

En segundo lugar, países decisivos en materia petrolera, como Arabia Saudí, Kuwait, Omán y EAU, se hallan ante el dilema de mantener sus estructuras sociales y sus regímenes políticos tradicionales, o bien modificarlos de forma paulatina introduciendo elementos de modernización occidental y de funcionamiento parlamentario (Fattouh, 2007; Defay, 2004; Doran, 2004; y Nolan y Pack, 2007). Como cualquier dinámica de transformaciones, ese proceso está sometido a tensiones entre posiciones más radicales o más moderadas de uno u otro signo, pero hasta el momento no se visualizan señales que presagien el agravamiento de esas tensiones que pudieran derivar en situaciones de intensa inestabilidad que pusieran en peligro el poder político y la continuidad de la actividad petrolera. Tampoco los atentados terroristas puntuales parecen una amenaza de envergadura para el régimen saudí.

En tercer lugar, las políticas energéticas de los países de la región otorgan el control de los hidrocarburos a empresas monopolísticas de propiedad estatal. Esas compañías garantizan la soberanía sobre los recursos energéticos, a la vez que generan la mayor parte de los ingresos presupuestarios. No obstante, esas compañías estatales operan a escala internacional a través de los mecanismos propios de mercado.

En cuarto lugar, el comercio de petróleo entre EEUU y Oriente Medio presenta una asimetría relevante. Las compras de crudos se concentran en Arabia Saudí y, a distancia, Irak y Kuwait. Pero, excepto Irak, todos los países de la región mantienen mayores intercambios petroleros con los países de Asia Oriental (Japón, Corea del Sur y China) que con EEUU. Por tanto, ya en el momento actual disponen de alternativas que facilitan la diversificación geográfica de los mercados a los que venden, lo que les concede un evidente grado de autonomía en sus relaciones comerciales con EEUU (Bahgat, 2006).[19]

Consecuentemente, Oriente Medio dispone del mayor potencial para abastecer la demanda de petróleo de EEUU. Pero para consolidar esa relación comercial, EEUU debería aceptar que: (a) la región presenta diversos factores de inestabilidad interna, sin que tenga que injerirse en los asuntos propios de esos países; (b) sus interlocutores seguirán siendo empresas estatales, sin que siga presionando para que acepten la entrada de las corporaciones transnacionales; (c) Arabia Saudí seguirá siendo el mayor poder petrolero, sin que intente vanamente mermar esa posición (Robinson, 2005); y (d) la mejora de sus relaciones políticas con la región resulta inviable si no solventa de forma adecuada las consecuencias de su invasión de Irak, la animosidad contra el régimen iraní y su participación unilateral en el conflicto israelí-palestino. Se trata, pues, de modificar una política hacia Oriente Medio basada en la fuerza militar, que es recibida por los pueblos de la región bajo la amenaza de blood for oil (Stokes, 2007; y Vidal, 2003).

(e) África

La escasa disposición a modificar su política regional hacia Oriente Medio ha hecho que, en presencia de una incesante presión ejercida desde múltiples institutos y asociaciones, el gobierno trate de convertir al continente africano en el centro de su estrategia de abastecimiento petrolero. Ese afán alcanza cotas ciertamente risibles, como la de comparar el potencial de recursos de la costa occidental africana con el del Golfo Pérsico o la de minimizar las incertidumbres que se acumulan en esos países africanos.

Ciertamente el potencial petrolífero de África es prometedor. Así lo confirman el descubrimiento de nuevas reservas, el crecimiento de la producción y el aumento de las exportaciones, en un número creciente de países. Pero todo ello se sitúa en una escala considerablemente inferior a la de Oriente Medio, como muestran las previsiones de todos los organismos internacionales, incluyendo las previsiones de la propia agencia estadounidense EIA (2007a). La mayor incógnita reside en evaluar las posibilidades que presentan muchas zonas del continente que apenas han sido exploradas y, por lo tanto, los indicios de que disponen de hidrocarburos no permiten todavía estimar su alcance (Hueper, 2005; Ifeka, 2004; Servant, 2003; y Copinadi y Nöel, 2005). No obstante, parece que los mayores productores actuales (Nigeria, Argelia, Angola y Libia) son también los que seguirán ofreciendo mejores perspectivas durante la próxima década. Serán complementados por otros ubicados a lo largo de la costa occidental del continente, desde Mauritania hasta Namibia (Guinea Ecuatorial, Sierra Leona, Gabón, Camerún y Congo-Brazzaville) y de zonas centrales (Chad y Sudán).

Las principales incertidumbres se ciernen en dos ámbitos. El primero es el relativo a la endeblez de sus regímenes políticos y la precaria situación económica de casi todos los países mencionados. Hasta la fecha, esas debilidades internas se han convertido en ventajas para los países importadores, en la medida en que han facilitado la penetración de las empresas transnacionales en la explotación de los recursos, la expansión de la oferta petrolera y la firma de acuerdos comerciales ventajosos. Sin embargo, el enorme subdesarrollo socioeconómico constituye una amenaza latente que puede estimular los conflictos políticos, sociales, étnicos o territoriales. La fragilidad de las estructuras políticas propicia la instalación de regímenes autoritarios que temporalmente garantizan el orden público y pueden facilitar la actividad petrolera. Pero al mismo tiempo, fomenta la corrupción, exacerba las ambiciones políticas de militares y altos funcionarios, y alienta el descontento social. Por tanto, las incógnitas sobre el grado de estabilidad de los países africanos son bastante mayores que las que presentan los países del golfo Pérsico (salvo Irak). Incluso los peligros de atentados terroristas en países islámicos (Argelia, Nigeria, Chad y Mauritania) no son menores que en la citada región asiática.

El segundo ámbito de incertidumbre concierne a las relaciones internacionales y surge al constatar la existencia de una rivalidad objetiva entre los grandes países consumidores que aspiran a elevar su abastecimiento petrolero en este continente. EEUU inició la penetración, primero en Nigeria y después en otros países (Angola, Guinea Ecuatorial, Camerún y Gabón) mediante acuerdos de exploración y explotación obtenidos por firmas petroleras (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, Conoco-Phillipps y Marathon), complementados con programas de apoyo militar y algunos acuerdos económicos.[20] Junto a ellas, hicieron su aparición las compañías transnacionales europeas y después han hecho su aparición las empresas estatales de China y la India, conjugando la obtención de concesiones petroleras con acuerdos comerciales y financieros más amplios que incluyen la construcción de infraestructuras sanitarias y de transporte, así como préstamos blandos, en el marco de acuerdos de cooperación a largo plazo (Volman, 2003; Servant, 2003; Ifeka, 2004; Thursen, 2002; y Copinadi y Noël, 2005).

En la medida en que el potencial petrolero de la región se plasme en una oferta de crudo creciente esa rivalidad no tiene por qué derivar en episodios de conflicto. El dilema podría surgir si esa oferta de petróleo es inferior a las crecientes demandas de esos importadores, o bien si alguno de ellos pugna por desplazar a otros de las posiciones adquiridas. En este sentido la debilidad política de los países africanos puede jugar un papel crucial ya que mediante un cambio forzado de gobierno o la hábil utilización de la corrupción existente, alguno de esos grandes países importadores puede obtener la apertura de nuevas zonas de exploración, la concesión de licencias de explotación para sus empresas, o la firma de acuerdos comerciales que sean lesivos para los intereses de los importadores rivales.

Se trata pues de incertidumbre a considerar. En ausencia de cambios significativos, EEUU podrá incrementar sus compras en la región. El aumento de las importaciones puede proceder de sus dos socios principales, Nigeria y Angola, donde la extracción de crudos corre a cargo de compañías transnacionales, asociadas con las respectivas empresas estatales, o bien en Argelia, donde la extracción está controlada por el monopolio público Sonatrach. Y de forma creciente irán cobrando fuerza exportadora esa diversidad de países cuya producción registra una fuerte penetración de compañías extranjeras (Hueper, 2005). No obstante, difícilmente el crudo adquirido en África podrá suplir la necesidad de ampliar también las compras en otras regiones. Las propias previsiones oficiales estiman que en 2015 los países africanos aportarán la cuarta parte de las importaciones de EEUU, frente al 20% actual, lo que supondría un notable aumento desde los 120 millones toneladas de 2005 hasta 180 millones en 2020. Sin embargo, seguiría pendiente la adquisición de casi otro 30% de importaciones que deberán adquirirse en Oriente Medio, o bien en Rusia y los países del Mar Caspio.

(f) Rusia

El potencial petrolero de Rusia sigue siendo considerable, a pesar de que en los años noventa la producción acusó severamente las penosas condiciones padecidas por el conjunto de la economía. La recuperación posterior ha vuelto a colocar a ese país como el segundo exportador mundial y sus reservas permitirán que siga aumentando su oferta en las dos próximas décadas (Boussena et al., 2006; APERC, 2007; y Nanay, 2005). Hasta fechas recientes, EEUU apenas compraba petróleo ruso, pero en los últimos años las importaciones han ido cobrando una cierta entidad, acercándose a los 15 millones de toneladas en 2005. Esta cifra representa menos del 3% de las importaciones de crudos estadounidenses, de modo que Rusia presenta un margen evidente para estrechar esos vínculos comerciales.

El régimen político ruso ha adquirido una solidez institucional que despeja las incertidumbres desestabilizadoras que caracterizaron a los años noventa, lo mismo que sucede con la mejora de las condiciones sociales de la población. Por tanto, los factores internos no parece que sean significativos de cara a la ampliación de las relaciones energéticas entre ambos países. Las dificultades y los límites que pueda encontrar la compra de petróleo en Rusia podrían derivarse de tres ámbitos.

De un lado, la política exterior de EEUU puede mostrarse reacia a supeditar la adquisición de un recurso estratégico en un país al que sigue considerando su principal rival en el escenario mundial. En la política estadounidense parecen primar los recelos y la instigación de las desavenencias por encima de la búsqueda de cooperación (Goldgeier y McFaul, 2003). Propuestas como la continua expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas, o la instalación de misiles en países de Europa del Este no parece que admitan ninguna lectura en clave de cooperación. De otro lado, por la parte rusa, la explotación y venta del petróleo corre a cargo de compañías estatales y de compañías privadas estrechamente vinculadas con el gobierno, mientras que la red de transporte permanece en manos del monopolio estatal Transnet. De ese modo, apenas hay margen para la penetración de corporaciones transnacionales y cualquier pretensión de aumentar las compras de crudos en Rusia requiere el entendimiento con sus gobernantes.

Y, por otro lado, Rusia dispone de varias alternativas exportadoras que desde una óptica económica parecen más viables que el suministro a EEUU. La mayor parte de las ventas actuales se concentran en los países europeos y los proyectos en curso de diversificación se orientan a Japón, Corea y China, a partir de los nuevos recursos por explotar que se localizan en las zonas siberianas orientales y en el Lejano Oriente. Para ello se requiere la ampliación de la red de oleoductos, o bien la utilización del ferrocarril y de barcos medianos para transportar crudos a distancias no excesivas. Sin embargo, la venta a EEUU requeriría el trazado de oleoductos específicos hasta el Mar de Barents, la ampliación de las capacidades portuarias, barcos de mayor tonelaje y transporte a gran distancia.

Por tanto, desde el punto de vista económico no parece que sea una alternativa atractiva para el petróleo ruso. Únicamente si ambos países alcanzaran un sólido acuerdo político y/o Rusia aceptara una amplia participación de compañías transnacionales en la explotación del petróleo, cabría vislumbrar el incremento considerable de las exportaciones dirigidas a EEUU. En otro caso, no parece que existan condiciones para que el petróleo ruso alcance una dimensión relevante en el abastecimiento estadounidense.

(g) El Mar Caspio

Kazajistán y Azerbaiyán pueden aportar nuevos suministros a EEUU, aunque en la actualidad sus ventas a ese mercado sean nulas. Aunque el potencial petrolero de Kazajistán es muy superior al de Azerbaiyán, ambos países presentan situaciones similares a la hora de valorar sus posibilidades como proveedores de petróleo a EEUU. Sus capacidades productivas y exportadoras van en aumento y se realizan con una fuerte presencia de empresas transnacionales asociadas con las respectivas compañías estatales de ambos países (Nanay, 2005; Bohr, 2004; Boussena et al., 2006; y Ahrend y Tompson, 2007). Al mismo tiempo, sus regímenes políticos autoritarios parecen asentados y no muestran síntomas de inestabilidad social ni tensiones étnicas, si bien a Azerbaiyán le ha costado bastantes años alcanzar esa situación de estabilidad (Allison, 2004ab).

La principal dificultad estriba en el trazado de las redes de oleoductos (Kalicki-Elkind, 2005). Las posibilidades de salida marítima, pasan por la construcción de tuberías con destino al puerto ruso de Novorosiisk o hacia algún puerto georgiano, para cargarse en barcos que atravesando el mar Negro tengan salida al tráfico transoceánico. La primera opción, utilizada en la actualidad, sigue vinculando el crudo kazajo con las redes de transporte de Rusia, igual que ocurre con el que se destina a Samara, Orenburg y otros territorios rusos. No resulta satisfactoria para las empresas estadounidenses (Exxon y Chevron) que lideran los consorcios que explotan los principales yacimientos kazajos. La segunda opción reincide en la saturación que muestra el tráfico marítimo del mar Negro y el estrecho de los Dardanelos. Una tercera alternativa sería el tránsito por territorio iraní hacia Turquía, para después cargar el crudo en barcos o bien transportarlo por oleoductos a países europeos. Pero las compañías norteamericanas rechazan cualquier posibilidad de que el crudo transite por Irán. La cuarta posibilidad es el trazado de oleoductos terrestres para transportar crudo hacia China y quizá otros países orientales. El primer proyecto ya está en funcionamiento y desde 2006 ha comenzado la exportación de crudo kazajo a China.

Por tanto, sólo el desarrollo de la segunda opción haría factible el suministro de petróleo a EEUU. Sin embargo, las dificultades de un trayecto que atraviesa la conflictiva cordillera del Cáucaso, los problemas del tránsito por el Mar Negro y la lejanía del mercado estadounidense hacen que esa alternativa resulte bastante costosa y quede oscurecida por la propuesta, más viable, de orientar las exportaciones de petróleo hacia Asia Oriental y Meridional, con mercados en rápida expansión; o incluso hacia Europa, aunque en este caso las dificultades también son notorias.

5. Ampliación de las regiones abastecedoras de gas natural

El grado de dependencia es inferior y las necesidades de importación crecen a un ritmo más pausado que las de crudos de petróleo. La estimación recogida en el tercer apartado supone un incremento de 30.000 millones de metros cúbicos –hasta alcanzar los 135.000 millones– hasta el año 2020. El dilema que afronta EEUU no procede tanto de la magnitud de las compras, sino de la necesidad de ampliar el número de socios y con ello el tipo de transportes y las condiciones en las que se realizan las importaciones.

Hasta hace pocos años, la casi totalidad del gas natural importado procedía de Canadá y se transportaba mediante una extensa red de tuberías que unían a ambos países. Sin embargo, las reservas canadienses vienen sufriendo un fuerte descenso (-40% en 2001-2005) y se encaminan hacia su paulatino agotamiento. La ratio reservas/producción es inferior a nueve años. La producción apenas aumenta y el consumo interno se mantiene bastante estable, de modo que las exportaciones sólo se han incrementado de 101.000 millones a 106.000 millones de m3 en la primera mitad de la década actual y se estima que no puedan hacerlo a partir de los próximos años (Victor et al., 2006; Bousena, 2006; y Juckett y Foss, 2005).

En esas condiciones, el incremento de las importaciones que requiere la demanda interna de EEUU debe obtenerse en otros países que están geográficamente más alejados y desde los cuales el suministro debe realizarse mediante barcos que transportan el gas natural en forma líquida (GNL) para reducir considerablemente su volumen (1:600). Ese procedimiento requiere la disponibilidad de plantas de licuefacción y de puertos de embarque en los países exportadores, así como puertos adecuados para la recepción, plantas de regasificación y redes de transporte para trasladarlo hacia los centros de consumo en el territorio estadounidense. Requisitos imprescindibles que elevan notablemente los costes del gas licuado frente al gas trasportado por tuberías desde los lugares de extracción.

La única posibilidad de abastecerse de gas natural al margen del GNL sería que México tuviera capacidad exportadora de ese combustible. Pero en la actualidad no es así y no parece que lo vaya a ser en la próxima década. De hecho, es EEUU quien exporta pequeñas cantidades de gas a México. Todo el sistema energético mexicano se asienta en la utilización masiva de petróleo, que aporta el 60% de la demanda total de energía primaria. El gas natural juega un papel secundario aunque creciente y aporta ya más de una cuarta parte de esa demanda total, sobre todo porque se emplea como consumo intermedio para generar el 40% de la energía eléctrica del país (IEA, 2006a).

Desde hace tiempo se debate sobre el potencial gasífero mexicano, pero la realidad es que la política energética y la actividad de PEMEX no vaticinan un fuerte desarrollo de ese recurso que convierta al país en exportador de gas.[21] La presunción de que existe un buen potencial es meramente hipotética, ya que el aumento de la producción extraída en la Cuenca de Burgos va quedando superado por el mayor crecimiento del consumo interno de gas natural, demandado como sustitutivo de los derivados de petróleo en el sector eléctrico (PEMEX, 2008). En consecuencia, además del gas importado de EEUU, México va incrementando la adquisición de GNL, para lo cual ya funciona una planta de regasificación, instalada en Altamira (golfo de México), y está prevista la construcción de otras cuatro plantas para el gas licuado proveniente de otros países latinoamericanos.

Conforme a ese proceso, cabe vaticinar que la extracción de gas natural avance con suavidad y se destine en su práctica totalidad al propio mercado mexicano. En consecuencia, no parece que México vaya a reforzar las posibilidades de aprovisionamiento externo de gas natural para EEUU. Y lo mismo cabe apuntar sobre los países de América del Sur, donde sólo se pueden esperar modestas contribuciones. En los últimos años, EEUU viene importando gas licuado procedente de Trinidad y Tobago, donde varias compañías transnacionales (BP, Chevron y Repsol) tienen instaladas plantas de licuefacción. Sin embargo, las reservas gasíferas de ese país no admiten un aumento significativo de su exportación, salvo que, a su vez, aumente de forma significativa la importación de gas natural por tuberías procedente de la vecina Venezuela para licuarlo y exportarlo a EEUU.

Venezuela dispone de grandes reservas de gas natural, pero en la actualidad no exporta ese combustible. En el futuro podría hacerlo, sobre todo si prosperase la propuesta de articular las redes energéticas del conjunto de los países latinoamericanos. Pero en ese caso exportaría gas a través de tuberías, sin necesidad de crear una infraestructura para exportar gas licuado. En el mismo caso se encuentran otros exportadores, como Bolivia y Argentina, con redes de conexión que les permiten vender a Brasil y Chile, pero sin perspectiva de exportar gas licuado.

Por tanto, igual que sucede con el petróleo, las mayores posibilidades para abastecerse de gas natural se encuentran en Oriente Medio, África, Rusia y el mar Caspio, donde se concentran las grandes reservas gasíferas (BP, 2007; Boussena, 2006; y Victor et al., 2006). Sin embargo, hasta el momento la mayoría de los países de esas regiones que exportan gas lo hacen a través de tuberías, de modo que, junto a los factores de índole política o geoestratégica examinados en el caso del petróleo, existe un obstáculo decisivo: esos países ni disponen ni tienen prevista la construcción de de las infraestructuras (plantas de licuefacción, puertos de embarque, buques metaneros) que resultan necesarias para exportar gas natural licuado.

Así ocurre con Rusia, Turkmenistán, Uzbekistán y Kazajistán (Victor et al., 2006; y Nanay, 2005). Lo mismo sucede en Oriente Medio con Arabia Saudí, Kuwait, Irak e Irán, que concentran su actividad en el petróleo y apenas explotan sus grandes recursos gasíferos. Mientras que en África la prospección de los recursos de gas natural permanece casi inédita. Las excepciones, es decir, los países que cuentan con infraestructura para exportar GNL, son Qatar, Omán y EAU en Oriente Medio, y Argelia, Nigeria y Egipto en África. Qatar y Omán venden pequeñas cantidades de GNL a EEUU. Qatar dispone de grandes reservas de gas y sigue desarrollando proyectos expansivos –en los que admite la participación de compañías extranjeras– para ampliar considerablemente sus exportaciones. Hasta el momento, la mayor parte de sus ventas se dirigen a los mercados asiáticos, lo mismo que las de Omán y EUA, pero si se ejecutan los proyectos previstos Qatar podría ser la mejor alternativa para que EEUU amplíe su aprovisionamiento.

Los tres países africanos también exportan ciertas cantidades de GNL a EEUU, pero sus principales mercados se encuentran en Europa y Asia Oriental. Tanto Nigeria como Egipto cuentan con participación de compañías extranjeras en la explotación y comercialización de sus recursos de gas, mientras que en Argelia, Sonatrach, el monopolio estatal, parece dispuesto a aceptar esa participación exterior (Shearer, 2005). Siendo así, se convierten en opciones que podrían contribuir de forma creciente al abastecimiento de gas a EEUU.

Otras posibles alternativas estarían en Asia-Pacífico y en Europa. De hecho, Indonesia y Malasia son, junto con Qatar y Argelia, los mayores exportadores de GNL. Sin embargo, ambos países asiáticos, igual que Australia y Brunei, concentran la totalidad de su capacidad exportadora en aquella región de Asia Oriental y Meridional. Y parece que así seguirá siendo en los próximos años, de manera que, salvo pequeñas cantidades vendidas por Australia, esos países no parece que vayan a suministrar gas al mercado estadounidense. En Europa, los dos principales productores, Holanda y Noruega, destinan la totalidad de sus exportaciones a los demás países europeos mediante una densa red de gasoductos. Únicamente Noruega licua una pequeña parte de gas que traslada por barco a Suecia y parece dispuesta a construir una planta de mayor tamaño para exportar a EEUU. Si así fuera, Noruega podría ser un proveedor significativo, a pesar de que la demanda de gas por parte de los países europeos rivaliza en condiciones ventajosas.

A fin de cuentas, el GNL sigue ampliando sus posibilidades comerciales a escala internacional (Boussena, 2006; Yerguin, 2005; Victor et al., 2006; y Brito y Hartley, 2007) y el hecho de que fuera conformándose un mercado mundial de ese producto supondría dos grandes ventajas para EEUU. Por un lado, facilitaría su aprovisionamiento de ese recurso energético. Por otro lado, desde una perspectiva estratégica, el aumento del número de países que ofertan GNL y su diversificación geográfica (Oriente Medio, Sudeste Asiático, África, Asia Central) alejan la eventual amenaza de una interrupción de los suministros, a la vez que aminoran la hegemonía que ejerce Rusia, merced a sus grandes reservas y su gran capacidad exportadora, en el comercio de gas a través de tuberías.

6. Conclusión: dotarse de una nueva estrategia (más eficaz) versus dificultar el abastecimiento

Salvo el intento infructuoso llevado a cabo por Jimmy Carter, las Administraciones que han gobernado EEUU durante las cuatro últimas décadas no han modificado el patrón de hiper-consumo de petróleo del sector de transporte. En torno a ese patrón convergen las pautas de comportamiento de los ciudadanos con los intereses de los fabricantes de automóviles y las compañías petroleras. Las propuestas genéricas de la Administración Bush de cara al futuro (innovación radical de la tecnología automovilística y biocombustibles que sustituyan a los crudos de petróleo) no podrán modificar aquel patrón de consumo en el transcurso de las dos próximas décadas, bien porque la capacidad de sustitución de los nuevos combustibles es reducida, bien por las incertidumbres y el estado real en el que se encuentran las nuevas tecnologías (Palazuelos y Machín, 2008). Por esa razón, la demanda de petróleo seguirá creciendo y –ante las restricciones que presenta la producción– también lo harán las importaciones, acentuando el grado de dependencia externa. Aunque en menor medida, también se incrementarán las importaciones de gas natural, destinado a sustituir en parte al carbón como combustible en las plantas eléctricas y a cubrir demandas finales de la industria, los servicios y los hogares.

Garantizar el abastecimiento de petróleo y gas natural es una de las máximas prioridades políticas y económicas que tiene EEUU. Sin embargo, la política exterior que viene practicando amenaza con convertirse en el principal obstáculo para garantizar ese abastecimiento. De un lado, porque el persistente aumento de las importaciones de hidrocarburos obligan a introducir importantes cambios en la estrategia de abastecimiento. Y de otro lado porque la política exterior que se lleva a cabo constituye una cadena de errores (de diseño, ejecución y resultados) que acarrean pésimas consecuencias en las principales zonas de aprovisionamiento energético.

El cambio de estrategia para el abastecimiento energético en el exterior viene determinado por la insuficiencia de los proveedores actuales para atender al incremento de las importaciones estadounidenses, a la vez que por el debilitamiento productivo de algunos de ellos (México, Noruega y el Reino Unido) o las incertidumbres que se derivan de las relaciones bilaterales con otros (Venezuela). El país vecino y principal socio, Canadá, podrá ampliar sus suministros de petróleo y quizá también algunos países de América Latina, pero en conjunto los países de América, Europa y Asia Oriental-Meridional sólo podrán aportar una cuantía similar a la actual de crudos de petróleo. Por lo tanto, la ampliación de la demanda de importaciones deberá proceder de África y Oriente Medio, siendo más dudoso el aumento de los suministros desde Rusia y el mar Caspio.

En el caso de África, la garantía de los suministros reside en la presencia dominante de las grandes corporaciones transnacionales sobre la actividad petrolera de esos países, complementada con la colaboración militar establecida con algunos de los gobiernos. Así parece que continuará siendo, ya que esas grandes compañías petroleras americanas y europeas son las que aportan los recursos financieros y la tecnología que requiere la prospección y explotación de los recursos. Las incertidumbres provienen de la debilidad institucional de esos países, del potencial de conflicto que presentan las infames condiciones sociales que padecen sus poblaciones y de la rivalidad que se derive de la paulatina penetración en esos mismos países de otras potencias (China y la India) que también desean acceder a esos recursos energéticos.

Sin embargo, en el caso de Oriente Medio y de Rusia, así como de algunos proveedores relevantes, los obstáculos son significativamente mayores y se derivan, en primer término, de la política internacional estadounidense. La política de la Administración Bush ha conformado un particular via crucis que se resume en cuatro reveses fundamentales.

En primer lugar, la torpeza monumental fue sin duda la invasión de Irak, guiada por vanas pretensiones imperiales de carácter político y económico.[22] Irak se ha convertido en un dramático lodazal político donde el protectorado militar de EEUU no es capaz de alumbrar ninguna salida favorable a la multiplicidad de conflictos (étnicos, políticos y territoriales) resurgidos tras la invasión. La estructura estatal es casi inexistente, la sociedad carece de cualquier vertebración, la economía se haya destruida y la producción de petróleo sólo se recupera en parte y está sometida a permanentes incertidumbres. En el ámbito regional, tras la invasión estadounidense se han alejado las posibilidades de alcanzar compromisos políticos negociados y los signos de inestabilidad han aumentado. El régimen iraní ha endurecido sus posiciones ante las presiones estadounidenses. El integrismo terrorista extiende su radio de acción, el conflicto palestino-israelí se acentúa todavía más y las relaciones comerciales de la región se orientan cada vez más hacia los mercados este-asiáticos.

En segundo lugar, el distanciamiento de las relaciones con Rusia se deriva en primera instancia de la política de hechos practicada por Washington. Más allá de la diplomacia formal, Rusia es considerada como el rival preferente al que debilitar, observando con creciente desconfianza su mejora económica, su estabilidad social y política, y la reaparición de su potencial energético. Esa posición estadounidense se constata en las propuestas de ampliación de la NATO y la instalación de misiles en países de Europa Oriental; en el intento de expansión, incluyendo la instalación de bases militares; en Asia Central a raíz de la invasión de Afganistán; en el apoyo a la GUAM (Georgia, Ucrania, Uzbekistán, Azerbaiyán y Moldavia) como plataforma asociativa del mar Negro frente a Rusia; y en la oposición de las compañías estadounidenses al trazado de oleoductos que atraviesen territorio ruso para transportar el petróleo del mar Caspio.

En tercer lugar, el gobierno estadounidense demuestra una notoria incapacidad para gestionar sus relaciones económicas con regímenes considerados adversos. Además del choque frontal con Irán y del distanciamiento con Rusia, las tensiones también afloran en las relaciones con un buen número de gobiernos latinoamericanos que no se alinean con su política exterior. El caso que puede tener mayores repercusiones en materia petrolera es el de Venezuela, porque sigue siendo uno de los principales proveedores.

En cuarto lugar, tampoco resulta satisfactoria la presión ejercida sobre algunos gobiernos aliados para que modifiquen sus políticas energéticas y favorezcan la entrada de empresas transnacionales. Tanto en el caso de México como en ciertos países africanos, esas presiones han creado dificultades en la actuación interna de los gobiernos porque han fortalecido a los grupos sociales y a las fuerzas políticas opuestas a la cesión de derechos de explotación a compañías extranjeras, o bien partidarias de acuerdos comerciales en otros países.

Esos reveses han suscitado respuestas posteriores que resultan igualmente erróneas. Por un lado, la mayor parte de los análisis que se realizan desde EEUU dramatizan de forma exagerada las incertidumbres futuras como si fueran problemas del presente, a la vez que convierten amenazas hipotéticas en peligros inminentes. Frases del tipo “the danger of an oil disruption is high and increasing” no se ajustan a la realidad, pero abundan en esos análisis. El error fundamental reside en que sitúan la amenaza en el “otro” (terrorismo islámico, regímenes enemigos y países rivales) y no destacan la grave responsabilidad que se deriva de la propia política internaciones de EEUU.

Por otro lado, se insiste en identificar la presencia de empresas extranjeras en los países productores como la principal garantía para la continuidad del abastecimiento exterior. Sin embargo, la realidad muestra que la mayor parte de los principales países productores se niegan a autorizar esa presencia, de modo que carece de realismo la insistencia en métodos de presión y de injerencia interna sobre esos países para que modifiquen sus políticas energéticas.

Peores consecuencias tendría la utilización de posiciones políticas y militares más duras contra los países y gobiernos dispuestos a mantener su autonomía política y su soberanía nacional. Con frecuencia, el necesario “link beetween energy and security” suscita una lectura unilateral de carácter imperial donde el concepto de “seguridad nacional” se convierte en una patente de corso merced a la cual los gobernantes estadounidenses se auto-conceden la potestad de injerirse, incluso militarmente, en otros países, violando toda concepción colectiva de lo que es la comunidad internacional y los derechos inherentes a la soberanía nacional de cada país.

La insistencia en esos errores sólo puede conducir a mayores incertidumbres y nuevos obstáculos que dificulten el abastecimiento de las crecientes necesidades de petróleo y gas natural, tanto en Oriente Medio, como en Rusia y ciertos países de África, América Latina y Asia Central. La lógica preocupación por encontrar formas que reduzcan las incertidumbres y faciliten el abastecimiento, requiere una profunda reconsideración de las líneas de actuación de EEUU en el escenario internacional. Su política exterior necesita desprenderse de esos elementos de injerencia, dotándose de sentido de reciprocidad y de respeto en las relaciones comerciales.

EEUU necesita establecer vínculos de confianza con los países de Oriente Medio porque, inexorablemente, tendrá que aprovisionarse cada vez más del petróleo de esa región. Necesita replantear sus relaciones con Rusia si aspira a convertirse en un socio relevante del petróleo y el gas siberiano. Necesita entenderse comercialmente con otros países cuyos gobiernos son discrepantes con la política estadounidense. Necesita alcanzar acuerdos comerciales con los monopolios estatales de los países productores que desean mantener a recaudo la soberanía nacional de los recursos. Necesita buscar la concertación con otros grandes consumidores (China, India, Japón y la UE) y con los países africanos productores para evitar que la competencia por los recursos origine conflictos.

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[1] El transporte por carretera genera las tres cuartas partes del incremento del consumo final en las últimas tres décadas y, dentro de él, las dos terceras partes corresponden al transporte por carretera. Entre 2001 y 2005 el consumo del sector ha crecido bastante por encima del conjunto del consumo final (1,2% frente al 0,6% anual) y el transporte por carretera lo hecho a una tasa superior (1,7%). Cálculos a partir de IEA (2006a).

[2] La ratio demanda total de energía primaria/PIB es un 50% mayor que la de los países de Europa Occidental y Japón. En el caso del petróleo las diferencias aún son más acusadas. Por su parte, el consumo de energía por habitante de EEUU es de 7,9 tep frente al 4,2 de Japón y 4 de la media europea. Fuente: IEA (2006a).

[3] El precio medio de los crudos importados pasó de 16,8 a 66,2 dólares-barril, y el del gas natural importado lo hizo desde 78,8 a 267,8 dólares por metro cúbico. Fuente EIA (2007a).

[4] Las compras de petróleo han subido de 68.000 millones a 291.000 millones de dólares y las de gas natural lo han hecho desde 9.000 millones a 35.000 millones. Por tanto, el total se ha multiplicado por 4,4, desde 77.000 millones a 337.000 millones de dólares. Fuente: Bureau of Economic Analysis (2007), International Trade in Goods and Services, www.bea.gov.

[5] Los rasgos de la política energética de la Administración Bush se analizan en Palazuelos y Machín (2008).

[6] Aproximadamente, el 40% de las ventas de derivados se realizan en Europa y Japón, el 30% en América del Norte (10% en Canadá y 20% en México) y el otro 20% en América Latina. Fuente: IEA (2006b).

[7] Véase Palazuelos y Machín (2008), apartado 1.4. También Hibbard (2004), Davis (1999) y Peterson y Mahnovsky (2003).

[8] Actualmente Rusia comparte con Argelia el tercer puesto entre los abastecedores de productos refinados a EEUU, sólo por detrás de Canadá y Venezuela.

[9] No se considera el incremento de las compras necesarias para aumentar las reservas estratégicas. La pretensión de mantener el equivalente a 60 días de importaciones significaría un nivel de SPR en torno a 104 millones de toneladas en 2010 y a 120 millones en 2020, frente a los 90-94 millones actuales.

[10] En 2005 las importaciones totales ascendían a 121.000 millones de metros cúbicos y las exportaciones eran de 22.000 millones (IEA, 2006c). Si en 2020 se mantuviesen esas ventas a México, lo que no es previsible, el nivel de las importaciones debería aumentar en esa cuantía, representando el 22,5% del consumo interno de gas.

[11] Se trata de un escenario energético que suaviza las tendencias de la primera mitad de la presente década, cuando la producción y el consumo han crecido por encima del 2% y la diferencia entre ambos ha sido inferior a 10 millones de toneladas. Fuente: IEA (2006a).

[12] Luis Ramírez, ex Presidente de PEMEX, prevé que la producción de Cantarell se reduzca a un ritmo del 14% entre 2007-2015; citado en Barbosa y Domínguez (2005) Otros campos importantes, como el de Ku-Maloob-Zaap (KMZ), disponen de bastantes menos reservas que Cantarell y también entrarán en declive durante los próximos años (PEMEX, 2008). La propia compañía estatal cifra la ratio reservas/producción por debajo de los 10 años en 2007 y que el 92% de la producción proviene de campos en franco declive o que iniciarán el declive en los próximos años.

[13] Bien es cierto que las cifras de reservas anunciadas en los años setenta y ochenta estaban claramente exageradas porque el gobierno mexicano las utilizó como garantía para obtener préstamos y, posteriormente, renegociar su elevada deuda externa (Barbosa, 2000; y Barbosa y Domínguez, 2006).

[14] Bajo esos supuestos, la EIA (2007c) prevé que la producción podría caer desde los cerca de 190 millones de Tm actuales hasta 164 millones en 2020, para volver a crecer durante esa década. En cambio, la IEA (2006d) pronostica un crecimiento hasta 2010, acercándose a 210 millones, para descender después y situarse por debajo de los 140 millones en 2030. Sieminski (2005) cifra en 260 millones de toneladas el paulatino aumento de la producción hasta 2030, condicionando ese fuerte incremento a las reformas institucionales antes citadas. Mientras tanto, el debate en el interior del país está centrado en torno a qué zonas deben ser prioritarias en las tareas de prospección. Quienes dan preferencia a la búsqueda de nuevos recursos en zonas off shore (cuyo coste medio es bastante más elevado) son quienes estiman más altas las reservas potenciales y, por lo general, son los que se muestran partidarios de modificar el estatus de PEMEX para dar entrada a compañías extranjeras que aporten recursos financieros y tecnología. Quienes apuestan por centrarse en explorar zonas terrestres o en aguas someras piensan que PEMEX puede acometer esa tarea que puede aportar descubrimientos notables de nuevos recursos.

[15] Las discrepancias conciernen tanto a lo que acontece en el interior de Venezuela, con el firme rechazo a cualquier injerencia estadounidense, como a la proyección regional de la figura personal y las propuestas de Hugo Chávez, como a la política exterior de éste con relación a Irán, China, Rusia, Siria, Libia y otros países con los que EEUU mantiene relaciones tensas o claramente enfrentadas (Romero, 2006; Kelly y Romero, 2005; y Schifter, 2006).

[16] La enemistad política entre ambos gobiernos no tiene por qué ser un factor definitivo para esa reorientación. Hay que considerar que Venezuela concentra alrededor del 50% de sus exportaciones de bienes en el mercado de EEUU y que mantiene allí importantes intereses que incluyen refinerías y una vasta red de gasolineras a cargo de PdVSA (Romero, 2006). De, hecho, los datos recientes no avalan ninguna apuesta por aumentar las exportaciones en el ámbito regional de América Latina (Espinosa, 2006).

[17] La compañía estatal, Petroecuador, controla algo menos de la mitad de la producción. El resto está a cargo de compañías privadas internacionales, incluyendo una pequeña cuota de la empresa china CNPC.

[18] Un analista ultraconservador tan favorable a la invasión de Irak como David Pipes declara que “debemos abandonar el objetivo de un Irak democrático, libre y próspero, poniendo las miras en un Irak seguro, estable y decente., que garantice la circulación del petróleo”. Propone también que las tropas americanas no permanezcan en las ciudades, sino que se desplieguen en el desierto, precisamente donde se encuentran los yacimientos petrolíferos. D. Pipes, “Salvaging the Iraq War”, New York Sun, 24/VII/2005.

[19] Arabia Saudí exporta casi el doble de crudos a Japón que a EEUU y las exportaciones saudíes al conjunto de los países de Asia triplican a las que dirigen a EEUU. Otro tanto ocurre con Kuwait y más aún con los demás países de la región, pues apenas venden petróleo en el mercado estadounidense.

[20] Un caso particular es el de Libia. Se trata del segundo exportador de crudos en el continente, pero cuyo régimen político ha contado por la hostilidad de EEUU, de modo que ambos países no han mantenido relaciones comerciales. De hecho, hasta 2004 Libia soportó la aplicación de sanciones internacionales impuestas por la presión de EEUU.

[21] A comienzos de la década, la Administración Bush se propuso influir en ese debate, con el propósito de que México intentará extraer una mayor cantidad de gas natural con destino a EEUU. Lo hizo con gran torpeza ya que puso de manifiesto que sus propuestas estaban guiadas por estrechos intereses propios y en abierta confrontación con las ideas predominantes en la sociedad mexicana. Aquella injerencia arrastró al presidente Fox a un choque político en su infructuoso propósito de secundar la política de la Administración estadounidense.

[22] Según las previsiones de sus estrategas, el derrocamiento de Sadam Hussein y la destrucción de su régimen darían lugar a un mayor control político y petrolero de EEUU sobre Oriente Medio. Siguiendo un efecto dominó, se crearían las condiciones favorables para modernizar aquellas sociedades, democratizando sus sistemas políticos y liberalizando sus economías. Ese proceso facilitaría la resolución negociada del conflicto palestino-israelí, el derrocamiento del régimen chií iraní y el aislamiento del régimen saudí si no se aviniese a realizar aquellos cambios. El “nuevo Irak”, firme aliado de EEUU, potenciaría su capacidad petrolera y contribuiría a reducir el papel preponderante que ejerce Arabia Saudí en la región y en el seno de la OPEP. La merma saudí sería aún mayor si también en Irán se produjese un cambio político (Chauprade, 2003; Feffer, 2003, Mahajan, 2003; y Kalicki y Goldwyn, 2005).