19 de mayo de 2009

LA CRISIS TAMBIÉN LLEGA A RUSIA


Rafael Fernández

Crisis tardía, pero inevitable

La vulnerabilidad del crecimiento económico ruso se ha puesto finalmente de manifiesto, de manera tardía pero con mayor virulencia de la esperada. A mediados de 2008, la economía parecía estar a salvo de las turbulencias financieras iniciadas en el verano de 2007, pero la brusca caída de los precios del petróleo que tuvo lugar en octubre de 2008 puso fin al optimismo. El último trimestre del año se cerró con tasas negativas y los primeros meses de 2009 han confirmado las peores expectativas. La producción continúa su tendencia descendente y para final de año se anuncia una contracción del PIB que, según las distintas fuentes consultadas, varía entre el -2,2% y el -5,6%, en duro contraste con la tasa promedio de crecimiento del 6% registrada a lo largo de los últimos 10 años.

En septiembre de 2008, el informe anual del Fondo Monetario Internacional todavía aseguraba que la recuperación de la economía rusa se estaba fortaleciendo, cada vez más basada en el dinamismo de la demanda interna, cuya tasa de crecimiento en 2007 fue del 15%. Por ello, auguraba un crecimiento del PIB superior al 7%, tanto en 2008 como en 2009. Los análisis del Economist Intelligence Unit (EIU), en su informe del tercer trimestre (octubre), y del Observatorio del Banco de Finlandia (BOFIT), eran igualmente optimistas. Ambos coincidían en afirmar que el vigoroso crecimiento de la inversión, cuya participación en el PIB se situó por primera vez por encima del 20% en 2007, estaba dando paso a una nueva etapa de crecimiento más consistente que la anterior, excesivamente dependiente del sector externo, la reutilización de capacidad ociosa y la recuperación de los salarios. En el diagnóstico de estos organismos, la inflación y la amenaza de un sobrecalentamiento de la demanda eran los riesgos más acuciantes a los que se enfrentaba la economía rusa.

La crisis financiera, la restricción del crédito y el debilitamiento de la demanda externa se pensaba que no eran problemas que pudieran perjudicar excesivamente a una economía con un amplio superávit comercial, una deuda externa en descenso, tímidamente conectada a los mercados financieros internacionales y en la que las exportaciones de manufacturas apenas representan el 6% del producto interior bruto. La desconfianza y la incertidumbre que habían hecho mella en las economías más desarrolladas tampoco debían afectar demasiado al auge de la inversión, toda vez que sus expectativas de rentabilidad se basaban sobre todo en el gran potencial de crecimiento del mercado interno.

Sin embargo, la brusca e inesperada caída de los precios de la energía, y de otras materias primas, sumada a los factores anteriores, ha modificado por completo ese escenario, revelando las debilidades de una economía todavía en exceso dependiente de las rentas energéticas. Éstas aportan más del 40% de los ingresos fiscales y suponen más del 60% de los ingresos por exportación. El sector energético genera más de la cuarta parte del PIB y, aunque apenas crea el 2% del empleo, actúa como una bomba que inyecta liquidez a todo el sistema económico. De esta forma, la economía rusa se mueve en buena medida al ritmo que marcan los precios del petróleo, por más que en su interior quepan muchas más cosas que la pura producción de hidrocarburos.

La caída de los precios del crudo acaba con la bonanza económica

Así lo demuestra la recuperación de la economía iniciada en 1999, que, por más que se haya visto también favorecida por otros factores (tanto políticos como económicos), ha estado indisociablemente ligada al comienzo del período alcista en la cotización de los precios del crudo. La fulgurante acumulación de reservas, el rápido crecimiento de las importaciones y el pago del abultado endeudamiento acumulado durante los 90 no habrían sido posibles sin el continuo aumento de los ingresos por exportación. Esos ingresos permitieron que desde 2000 el saldo de la balanza por cuenta corriente se mantuviera siempre por encima del 6% del PIB y que las cuentas públicas exhibieran continuos superávit fiscales, que en algunos años llegaron incluso a elevarse por encima del 7% del PIB.

La escalada alcista de los precios se hizo especialmente pronunciada a partir de 2004, y desde ese año las tasas de crecimiento han sido siempre superiores al 6%, llegando en 2007 al 8,1%. Por sectores, los servicios y la construcción han sido los más favorecidos, pero también las manufacturas se han beneficiado de la bonanza energética. A pesar del temor a la enfermedad holandesa, la continua entrada de divisas, aunque provocara una paulatina (y controlada) apreciación del tipo de cambio, facilitó el continuo aumento de las importaciones, en especial de bienes de equipo, lo que lejos de restringir el crecimiento de la industria permitió la renovación y ampliación de su stock de capital, con el que se pudo atender a un mercado interno en expansión y relativamente protegido por el encarecimiento de la moneda.

Paradójicamente, el sector que durante estos años se ha mostrado menos dinámico ha sido el energético. La producción de gas siempre ha avanzado con lentitud y la de petróleo comenzó a crecer a tasas muy moderadas (un 2% anual) a partir de 2004, después de haber pasado por un período (2000-2004) de fuerte aceleración, con tasas anuales de crecimiento del output cercanas al 8%. Durante el primer semestre de 2008, la producción de crudo incluso registró tasas negativas (-0,6%) y los volúmenes de exportación comenzaron a reducirse. Sin embargo, en esos meses, el precio internacional de ambos hidrocarburos alcanzó máximos históricos, por lo que los ingresos por la venta al exterior de gas y petróleo continuaron aumentando a buen ritmo.

Pero en octubre de 2008 todo cambió. El Ural pasó a cotizarse a 70,5 dólares por barril, justo la mitad del nivel máximo que se había alcanzado en el mes de julio (140,7 dólares). Dos meses después, el Ural se vendía a 39 dólares, pasando a estabilizarse durante el primer trimestre de 2009 en torno a los 43 dólares. En consecuencia, los ingresos por exportación han pasado del máximo registrado en julio (47.300 millones de dólares) a 28.500 millones de dólares en diciembre, siendo la cantidad recaudada en 2008 de 469.000 millones, todavía un 32% más que en 2007 gracias al extraordinario crecimiento registrado durante la primera parte del año. Para 2009, se estima que el precio del crudo se sitúe entre los 40 y los 50 dólares, y que la exportación registre una caída cercana al 35%, lo que dejaría los ingresos al mismo nivel que el obtenido en 2006.

La dinámica recesiva golpea con fuerza

Como era de esperar, esa brusca modificación de la relación de intercambio no sólo ha afectado a los ingresos por exportación, sino que ha golpeado con fuerza sobre todos los resortes internos del crecimiento, de forma incluso más rápida y contundente de lo esperado, debido a que la caída de los precios de la energía se ha producido en un contexto en el que apenas existen otros factores de compensación. Al contrario, aquellos peligros que hasta hace poco aparecían lejanos en el horizonte se observan ahora como graves amenazas que contribuyen a deteriorar aún más las expectativas, alimentando el círculo recesivo en el que ha entrado la economía rusa.

Así, el PIB en enero de 2009 ha sido un 8,8% inferior al del mismo mes del año pasado, arrastrado por el derrumbe de la inversión y las importaciones de maquinaria, que en este intervalo han registrado caídas del 15,5% y el 47%, respectivamente. Por el lado de la oferta, la producción industrial y la construcción han sido los sectores más castigados, con retrocesos del 16% y el 17%, llegando hasta el 24% la caída sufrida por las manufacturas. También los salarios reales empezaron a retroceder a comienzos del último trimestre de 2008 y su tasa interanual (de enero a enero) ha sido del -9,2%. Igualmente, la creación de empleo se ha detenido y en enero de 2009 el desempleo ya alcanzaba el 8,2% frente al 6,6% del mismo mes en el año anterior. Así, aunque el retroceso del consumo no ha sido tan intenso, con una tasa interanual en enero (2,4%) todavía positiva, la demanda interna ha puesto fin a su tendencia expansiva.

La previsión del EIU en su informe del primer trimestre es que para el año 2009 la demanda interna caiga por encima del 5%, cuando en el mismo informe del trimestre anterior se esperaba un aumento superior al 4%. Este organismo confía en que ese retroceso se vea compensado por un incremento cercano al 3% del saldo neto exterior, merced al derrumbe de las importaciones, cuya caída de más del 8% permitirá que el PIB de 2009 “sólo” retroceda un 3% con respecto al de 2008. BOFIT pronostica una caída aún más intensa de las importaciones, que pasarían de un aumento del 18% en 2008 a un descenso del 13% en 2009, y una disminución del producto interior bruto próxima al 2%, lo que igualmente obliga a presuponer un descenso de la demanda interna superior al 5%.

Las medidas de apoyo al sector bancario y de impulso de la demanda, recientemente anunciadas por el gobierno, unidas a la caída de los ingresos por el debilitamiento de la actividad productiva, la bajada de los precios de la energía y el anuncio de rebajas de impuestos, también obligarán a despedirse de los superávit fiscales hasta al menos 2013, según cálculos del gobierno. El presupuesto aprobado por el parlamento para 2009 preveía un amplio programa de inversiones en educación, salud, agricultura, infraestructuras y defensa, compatible con un saldo positivo entre ingresos y gastos, pero lo cierto es que esa previsión no sólo no contemplaba la dureza de la recesión sino que además se fundaba en una estimación bastante generosa con respecto a la evolución de los precios del crudo, a los que se situaba en torno a los 95 dólares por barril. Después de que las cuentas de la administración central ya arrojaran saldos negativos durante los dos últimos meses de 2008, el gobierno se ha visto obligado a corregir sus anteriores previsiones, anunciando la posibilidad de que el déficit público alcance en 2009 el 8% del PIB.

La magnitud que finalmente alcance ese déficit dependerá no sólo de la auténtica profundidad de la crisis, sino también de cómo se dirima el debate actualmente existente en el seno del gobierno en torno a la oportunidad (tanto desde un punto de vista de corto como de largo plazo) de continuar adelante con el ambicioso programa de inversiones aprobado en el ejercicio anterior. Si éste se mantiene, el déficit podría llegar a superar los dos dígitos, teniendo en cuenta que la previsión ministerial es que los ingresos en 2009 experimenten un recorte del 40% con respecto a lo recaudado en 2008.

Armas y limitaciones frente a la crisis

La buena noticia para Rusia es que actualmente la deuda pública apenas representa el 6% del PIB y que los nuevos déficit podrán financiarse en su mayor parte a través del Fondo de Estabilización inaugurado en 2004, precisamente con el objetivo de hacer frente a caídas bruscas en el precio de las materias primas. Desde entonces, aproximadamente el 90% de los aumentos en los ingresos por exportación derivados de las continuas subidas de precios han sido recaudados por el Estado, para ser casi íntegramente destinados al fondo de reserva, que en 2008 acumulaba una cantidad de dólares superior al 13% del PIB. Esta política de previsión de riesgos, junto a la gestión prudencial del presupuesto de la que ha hecho gala el gobierno ruso a lo largo de estos años de bonanza, concede al gobierno un generoso margen de maniobra para la gestión de la crisis actual.

Asimismo, el gran volumen de reservas que se ha ido acumulando a lo largo de estos años ha permitido combatir con relativo éxito la depreciación del rublo iniciada tras la caída de los precios del crudo y los movimientos especulativos que siguieron a ese descenso. El rublo ha perdido más del 30% de su valor con respecto al dólar entre agosto de 2008 y febrero de 2009, pero las medidas de intervención por parte del Banco Central, que en estos meses ha hecho uso de 215.000 millones de dólares, parecen haber surtido efecto. Desde febrero, la cotización se ha estabilizado en torno a los 35 rublos por dólar, las salidas netas de capital se han reducido y la demanda de depósitos en moneda extranjera se ha controlado. Para futuras intervenciones, el Banco Central todavía cuenta con 375.000 millones de dólares, una cantidad muy superior a la disponible a comienzos de 2007 y que representa cerca del 25% del PIB.

El tercer punto de apoyo con el que cuenta la economía rusa para no salir excesivamente tocada de la crisis actual es la amplitud de su saldo comercial y su moderado endeudamiento con el exterior. Aunque para 2009 se espera que los ingresos por exportación se reduzcan en más de un 30%, el déficit por cuenta corriente posiblemente no rebase el 3% del PIB. Es de esperar una moderada reapreciación de la moneda y, sobre todo, una recuperación de la demanda, que reimpulse el crecimiento de las importaciones, por lo que es probable que ese saldo se mantenga en cifras negativas, pero moderadas, a lo largo de los próximos años.

A pesar de que la devaluación del rublo y las dificultades de acceso al crédito internacional ponen límites al endeudamiento, el déficit previsto, no siendo excesivo, es conveniente desde el punto de vista productivo y afrontable desde el punto de vista financiero. Ello es así porque la deuda externa pública apenas supera el 2% del PIB, si bien la deuda total es considerablemente más alta, aunque inferior al 30% del PIB. Estos niveles, aunque obligan a destinar una parte no despreciable de recursos al pago de amortizaciones e intereses (cerca de 140.000 millones de dólares en 2008), todavía ofrecen margen suficiente para recurrir a nueva financiación internacional.

No obstante, la gestión de la crisis también presenta limitaciones. En el debe del gobierno se encuentra la política monetaria. Durante los últimos años, esa política ha tenido un carácter acomodaticio, con tipos de interés nominales que se han mantenido estables en torno al 10%, próximos a la tasa de crecimiento de los precios. Con tipos reales cercanos a cero o incluso negativos, se pudo mantener la política de apreciación controlada del tipo de cambio y favorecer el acceso al crédito en una economía en la que el sector financiero canaliza ahorro hacia hogares y empresas de forma muy precaria y costosa. En los momentos de mayor auge, la abundancia de liquidez facilitó el aumento de la demanda de préstamos bancarios, pero en la actualidad esos tipos de interés es difícil que surtan el mismo efecto y el margen de maniobra con el que cuenta el Banco Central para seguir reduciéndolos es inexistente. Por el contrario, en los últimos meses, los tipos nominales se han elevado varios puntos, como mecanismo de freno contra la devaluación del rublo y como medida de compensación por el repunte de la inflación que se ha elevado hasta el 14%. De esta forma, en la actualidad los tipos oficiales son ligeramente positivos, pero el acceso real al crédito se encuentra en tasas estimadas superiores al 25%, lo que resulta prohibitivo para la mayor parte de los agentes.

En el fondo de esta situación, que hace escasamente operativa la política monetaria, se encuentra la debilidad del sistema bancario, una de las mayores deficiencias de la economía rusa, que arrastra desde los primeros años de la transición y que no se ha sabido resolver durante esta última época de expansión. La escasez de depósitos (mal remunerados) y los crecientes problemas de hogares y empresas para reembolsar los préstamos, unida a las dificultades de acceso a la financiación externa, han agravado aún más la débil situación de los bancos, por lo que el gobierno se ha visto obligado a introducir sucesivos paquetes de medidas para inyectar liquidez y facilitar el acceso al mercado interbancario a las pequeñas y frágiles entidades que abundan en la economía rusa, cuya subsistencia sería difícil si se aplicaran mecanismos de supervisión más rigurosos y métodos más realistas de valorización de los activos.

Balance y previsiones

Así pues, la eficacia de la política fiscal se presenta decisiva para salir lo antes posible de la actual dinámica recesiva. Esa expansión fiscal, combinada con la devaluación de la moneda, podría generar mayores tensiones inflacionistas, pero esa posibilidad resulta poco probable teniendo en cuenta el desplome de la demanda y la caída que han registrado los precios de las principales commodities. Por otro lado, el equipo económico del gobierno ha dado sobradas muestras de madurez en la gestión de la política económica a lo largo de estos últimos años, por lo que es difícil pensar que vuelvan a repetirse los desajustes de liquidez (por exceso y por defecto) que fueron característicos de la década de los 90.

Conclusión

En suma, Rusia es una economía que todavía arrastra importantes debilidades estructurales, pero que al mismo tiempo presenta un gran potencial de crecimiento. La caída de los precios de la energía ha truncado el dinamismo de los últimos años, pero el país cuenta con amplios colchones de seguridad –heredados de los años de bonanza energética– que permiten ser optimistas con respecto a la pronta salida de la situación recesiva en la que se encuentra.

La estabilización de los precios del crudo en torno a 40-55 dólares por barril ha de permitir, después del necesario tiempo de ajuste de los agentes a estos nuevos parámetros, que la economía recupere en 2010 la senda de crecimiento, siempre dependiendo de los ritmos a los que se vaya recuperando la economía mundial en su conjunto. Debe tenerse en cuenta que esos niveles de precios (los más probables si se atiende al actual comportamiento de los mercados de futuros) no son bajos. La caída en picado de la cotización del crudo ha causado un derrumbe de las expectativas y una crisis de liquidez de efectos similares a los que se han vivido en otras partes del mundo como consecuencia de la desvalorización de los activos y la restricción del crédito; pero si el barril se paga a más de 40 dólares, la rentabilidad de las futuras inversiones en el sector energético estarán más que garantizadas y la economía en su conjunto seguirá contando con una fuente segura y abundante de obtención de divisas con la que alimentar todo el circuito productivo.

En línea con esto diagnóstico, todas las previsiones coinciden en señalar que en 2010 el PIB volverá a registrar tasas positivas de crecimiento. EIU apunta un tasa media del 2%, condicionada a un escenario en el que el precio del barril se sitúe en torno a los 50 dólares, la economía mundial crezca al 2,2% y la de la OCDE al 0,4%. BOFIT es más prudente y pronostica un crecimiento del 1% en 2010, mientras que la OCDE lo rebaja al 0,7%. Por el momento, los datos más recientes muestran que las caídas interanuales de febrero a febrero ya no son tan intensas como las que se registraron en enero.

¿ES INEVITABLE EL CONFLICTO ÉTNICO? DIVERGENCIAS SOBRE EL NACIONALISMO Y EL SEPARATISMO


James Habyarimana

Jerry Muller relata una desconcertante historia sobre el potencial que tiene la diversidad étnica para generar conflictos violentos. Argumenta que el nacionalismo étnico, que surge de la profunda necesidad de que cada pueblo tenga su propio Estado, “continuará moldeando al mundo durante el siglo XXI”. Cuando las fronteras del Estado y de los grupos étnicos no coinciden, “es probable que la política continúe siendo desagradable”.

Muller apunta a la paz y a la estabilidad de las que goza Europa actualmente como evidencia del triunfo del “proyecto etnonacionalista”: la paz relativa de la que Europa disfruta tan sólo se debe a medio siglo de separación violenta de los pueblos mediante expulsiones, la reubicación de las fronteras estatales y la total destrucción de comunidades demasiado débiles para reclamar territorios propios. En otras regiones, la correspondencia entre Estados y naciones es mucho menos clara, y en ese caso Muller parece estar de acuerdo con Winston Churchill en que la “mezcla de poblaciones [causará]… innumerables problemas”. Él defiede la partición como la mejor respuesta para este difícil problema.

Si es correcta, su conclusión tiene profundas implicaciones para la posibilidad de paz en el mundo y para lo que podría hacerse para promoverla. Pero ¿es correcta? ¿Las divisiones étnicas generan violencia inevitablemente? Y ¿por qué la diversidad étnica da lugar en ocasiones al conflicto?

De hecho, las diferencias étnicas no están inevitablemente, o siquiera comúnmente, ligadas a la violencia de gran escala. La suposición de que como los conflictos, con frecuencia, tienen raíces étnicas, y por ende la etnicidad debe producir conflicto, es un ejemplo del clásico error que en ocasiones se conoce como “la falacia de la proporción base”. En el área del conflicto y la violencia étnicos, esta falacia es común. Para evaluar a qué grado cae preso Muller de ella, es necesario tener cierta idea de la “base”.


¿Con qué frecuencia ocurren los conflictos étnicos y con qué frecuencia se presentan en condiciones de una volátil falta de coincidencia entre grupos étnicos y Estados? Hace pocos años, los politólogos James Fearon y David Laitin hicieron el cálculo. Utilizaron los mejores datos disponibles sobre demografía étnica de cada país africano para calcular las “oportunidades” de que se presentaran cuatro tipos de conflictos comunitarios entre el momento de la independencia y 1979: violencia étnica (que enfrenta a un grupo contra otro), irredentismo (cuando un grupo étnico trata de separarse para unirse a comunidades de la misma etnia en otros Estados), rebelión (cuando un grupo toma medidas contra otro con el fin de controlar el sistema político) y guerra civil (cuando los conflictos violentos están dirigidos a crear un nuevo sistema político con bases étnicas). Fearon y Laitin identificaron decenas de miles de pares de grupos étnicos que podrían haber entrado en conflicto. Pero no encontraron miles de conflictos (como podría esperarse si las diferencias étnicas condujeran de manera sistemática a la violencia) ni cientos de nuevos Estados (que se habrían creado debido a la partición). Sorprendentemente, por cada mil pares de grupos étnicos de ese tipo, encontraron menos de tres incidentes de conflicto violento. Es más, con pocas excepciones, las fronteras de los Estados africanos aún se parecen a las de 1960. Fearon y Laitin concluyeron que la violencia comunitaria, aunque horrenda, es extremadamente rara.

La falacia de la proporción base es particularmente seductora cuando los acontecimientos son mucho más visibles que su ausencia. Esto es lo que sucede con los conflictos étnicos, y podría haber hecho que Muller equivocara el camino en su recuento del triunfo del nacionalismo europeo. Él pone énfasis en el papel de la violencia en la homogeneización de los Estados europeos, pero pasa por alto la consolidación pacífica que ha sido resultado de la capacidad de grupos diversos —alsacianos, bretones y provenzales en Francia; fineses y suecos en Finlandia; genoveses, toscanos y venecianos en Italia— para vivir en armonía. Al no considerar los conflictos que no hubo, Muller pudo haber malinterpretado la dinámica de los que sí sucedieron.


Por supuesto, las divisiones étnicas producen conflictos violentos en algunos casos. La violencia incluso puede ser tan grave que la partición es la única solución viable. Sin embargo, esta respuesta extrema no ha sido necesaria en la mayoría de los casos en los que ha habido divisiones étnicas. Entender cuándo las diferencias étnicas generan conflictos, —y saber cuál es la mejor manera de intentar prevenirlos o responder a ellos cuando se presentan— requiere una comprensión más profunda de la forma como funciona la etnicidad.

Muller sólo da una razón por la que las identidades étnicas tienen un papel tan central en el conflicto político. Correspondiendo, como lo hace, a “propensiones perdurables del espíritu humano”, argumenta que el etnonacionalismo “es una fuente fundamental tanto de solidaridad como de enemistad”. Esta explicación hace eco de un recuento bastante convencional del conflicto étnico según el cual la gente tiende a preferir miembros de su propio grupo y, en algunos casos, siente una antipatía activa hacia los que no pertenecen a él, lo que hace que el conflicto sea el resultado inevitable. Ésta es una historia atractiva. Ayuda a los extranjeros a darle sentido a la violencia aparentemente gratuita de los conflictos más sangrientos de África. Resuena con la satanización de los inmigrantes y las amenazas de la dominación étnica que los políticos de todo el mundo invocan en las campañas electorales. Parece coincidir con las demandas de mayor autonomía y autogobierno de ciertos enclaves étnicos de Europa del Este y de la antigua Unión Soviética. Si la diversidad étnica genera antipatías tan profundas que no pueden resolverse de forma realista, la separación se convierte en el antídoto obvio y, quizá, en el único viable, como concluye Muller. Pero los sentimientos positivos hacia los miembros del grupo y la antipatía hacia los que no lo son podrían no ser la explicación correcta de por qué la acción política se organiza, con frecuencia, a partir de líneas étnicas.

En efecto, investigaciones recientes presentan al menos dos explicaciones alternativas. Un argumento sugiere que los miembros del mismo grupo tienden a trabajar juntos para lograr fines colectivos, no por preferencias discriminatorias, sino por eficiencia: hablan el mismo idioma, tienen acceso al mismo tipo de información y comparten redes sociales. En ambientes con escasos recursos, podrían incluso elegir trabajar juntos en contra de otros grupos, sin importar si sus semejantes les interesan o les agradan. Así pues, las coaliciones políticas se forman siguiendo las líneas étnicas, no porque las personas se interesen más por los miembros de su grupo, sino simplemente porque es más fácil colaborar con sus pares étnicos para lograr fines colectivos.


Un segundo relato pone énfasis en las normas que pueden desarrollarse dentro de los grupos étnicos. Aunque las personas no vean los beneficios en términos de eficiencia que se obtienen al trabajar con los miembros de su misma etnia y no tengan preferencias discriminatorias, aun así pueden favorecer a los miembros de su propio grupo simplemente debido a que esperan que ellos también discriminen a su favor. Es más probable que tal reciprocidad se desarrolle en ambientes desprovistos de las instituciones y de las prácticas que evitan que las personas se aprovechen de los demás —por ejemplo, contratos que se puedan hacer cumplir e instituciones estatales imparciales—. En esos casos, la reciprocidad es una protección contra el engaño.

Distinguir estas diferentes teorías es importante porque cada una sugiere una estrategia totalmente diferente para lidiar con el conflicto étnico. Si el problema reside en antipatías tribales o nacionales, podría ser útil separar a los grupos. Pero si el problema surge de las ventajas tecnológicas que benefician a los miembros de un mismo grupo étnico, entonces es más probable que den frutos las iniciativas que rompen las barreras de la cooperación (como, por ejemplo, la introducción del swahili como idioma común en Tanzania que llevó a cabo Julius Nyerere en la década de los setenta). En cambio, si la discriminación a favor de los miembros del propio grupo étnico es una estrategia de supervivencia que siguen los individuos para compensar la falta de instituciones estatales funcionales e imparciales, entonces la mejor respuesta podría ser invertir más en las instituciones formales para que los individuos tengan la seguridad de que el engaño será castigado y de que la cooperación entre las diferentes etnias será recíproca.

Para diferenciar estas perspectivas enfrentadas, nos dimos a la tarea de estudiar la etnicidad y el conflicto a partir de juegos experimentales. Pusimos a la gente en interacciones estratégicas con miembros de su propio grupo étnico y de otras etnias, y analizamos las decisiones que tomaron. Nuestra investigación se llevó a cabo en Uganda, donde las diferencias entre los grupos étnicos han sido la base de la organización política y la fuente de persistentes crisis políticas nacionales y de conflictos violentos desde la independencia.

Sorprendentemente, no encontramos evidencia alguna de que a la gente le importe más el bienestar de los miembros de su propio grupo étnico que el de los miembros de otros grupos. Si se les daba la oportunidad de hacer donaciones anónimas en efectivo a socios seleccionados al azar, los individuos eran igualmente generosos con los miembros que no pertenecían a su grupo que con los miembros de su propia etnia. Se podría contar con facilidad una historia que vincula las décadas de conflicto étnico en Uganda con las antipatías tribales (y muchos lo han hecho), pero nuestra investigación no encontró evidencias de dichas antipatías entre una muestra diversa de ugandeses.

Además, encontramos débiles indicios de que los impedimentos para la cooperación entre los diferentes grupos étnicos expliquen la dinámica étnica de la política ugandesa. En otro conjunto de experimentos, pareamos a los participantes al azar y dimos a cada pareja tareas que le daban mayor importancia a la comunicación y a la cooperación exitosas. No encontramos relación alguna entre el éxito en la realización de estas tareas y la identidad étnica de los participantes; los índices de éxito fueron igualmente altos cuando los individuos fueron pareados con miembros de su propio grupo étnico que cuando fueron pareados con personas de otras etnias. Por ende, los beneficios en términos de eficiencia por sí solos no pueden dar cuenta fácilmente de la propensión de las coaliciones políticas a asmuir un carácter étnico.

Por el contrario, nuestros estudios sugieren que los patrones de favoritismo y de acción colectiva exitosa dentro de los grupos étnicos se deben atribuir a la práctica de la reciprocidad, que garantiza la cooperación entre los miembros del grupo. Nuestros sujetos no mostraron preferencia alguna por los miembros de su grupo cuando se les dio la oportunidad de hacer donaciones en efectivo de manera anónima, pero su comportamiento cambió dramáticamente cuando supieron que sus compañeros podían ver quiénes eran. Cuando supieron que otros participantes sabrían cómo se comportaban, los sujetos discriminaban fuertemente a favor de los miembros de su propio grupo étnico. Esto revela, al menos en la muestra de ugandeses que utilizamos, que las diferencias étnicas generan conflicto no debido a que disparan la antipatía o a que impiden la comunicación, sino porque hacen evidente una serie de normas de reciprocidad que permite que los grupos étnicos cooperen en beneficio mutuo.

Los hallazgos de nuestros experimentos —en un entorno bastante diferente al del escenario europeo que plantea Muller, pero en el que las divisiones étnicas son igualmente profundas— revelan que lo que desde el exterior podría parecer un difícil problema de preferencias discriminatorias podría reflejar, en cambio, normas de reciprocidad que se desarrollan cuando los individuos tienen otras pocas instituciones en las que pueden confiar para vigilar el comportamiento de los otros.

Por supuesto, la etnicidad podría no funcionar en Uganda en la actualidad de la misma forma que en otras partes del mundo o que en otros momentos de la historia. Pero nuestros resultados sí indican que es necesario considerar seriamente la posibilidad de que la perspectiva convencional es, en el mejor de los casos, una explicación incompleta o, en el peor de los casos, una explicación incorrecta de por qué el nacionalismo étnico genera conflicto donde y cuando lo hace.

Si el odio étnico no está presente, separar a los grupos podría no tener mucho sentido como estrategia para mitigar los efectos corrosivos de las divisiones étnicas. Podría ser mucho más importante invertir en crear instituciones estatales imparciales y dignas de credibilidad para facilitar la cooperación entre las diferentes etnias. Con dichas instituciones en marcha, los ciudadanos no necesitarían seguir dependiendo, de manera desproporcionada, de redes étnicas en el mercado y en la política. En este sentido, la modernización podría ser el antídoto para el nacionalismo étnico en vez de su causa.

El último reducto del separatismo

Muller afirma que el etnonacionalismo es la tendencia del futuro y dará como resultado más y más Estados independientes, pero esto es poco probable. Una de las ideas más desestabilizantes que se han presentado a lo largo de la historia de la humanidad ha sido que cada unidad cultural definida por separado debe tener su propio Estado. Tratar de alcanzar dicha meta provocaría interminables trastornos e introversión política. Woodrow Wilson le dio un impulso a la creación de más Estados cuando defendió la “autodeterminación nacional” como medio para prevenir más conflictos nacionalistas, los cuales, en su opinión, fueron la causa de la Primera Guerra Mundial.

Se esperaba que si las naciones que conformaban los Imperios austriaco, otomano y ruso podían convertirse en Estados independientes, no tendrían que involucrar a las grandes potencias en sus conflictos. Sin embargo, Wilson y sus contrapartes no le concedieron a cada nación su propio Estado. Agruparon a las minorías en Hungría, Italia y Yugoslavia, y finalmente la Unión Soviética surgió como un verdadero imperio de nacionalidades. Los economistas cuestionaron, con justa razón, si los pequeños Estados con escasa población económicamente activa y recursos limitados podrían ser viables, especialmente por los aranceles que se aplicarían a sus productos en el comercio internacional.

Más importante aún, el prospecto nacionalista era, y continúa siendo inevitablemente, poco práctico. En el mundo actual, hay 6 800 dialectos o lenguas diferentes que podrían obtener reconocimiento político como grupos lingüísticos independientes. ¿Alguien sugiere, seriamente, que cada uno de los aproximadamente 200 Estados existentes se divida, en promedio, en 34 pedazos? La doctrina de la autodeterminación nacional se reduce al absurdo en este punto.

Asimismo, es poco probable que el principio de “una nación, un Estado” prevalezca por cuatro buenas razones. Primero, los gobiernos actuales son más sensibles a las minorías étnicas que las aglomeraciones imperiales del pasado, y también tienen más recursos a su disposición que sus predecesores. Muchas provincias pobladas por grupos étnicos descontentos se encuentran en territorios adyacentes a las capitales nacionales, no en el extranjero. Además, en esta era de globalización, muchos gobiernos tienen presupuestos anuales que equivalen a casi el 50% de sus PIB, y gran parte de ellos se invierte en servicios sociales. Ellos pueden adaptarse, y se adaptan, a las necesidades económicas de las unidades diferenciadas de sus Estados. También responden a las demandas lingüísticas de dichas unidades. Vascos, bretones, punyabíes, quebequenses y escoceses viven bastante bien dentro de los vínculos de la soberanía multinacional y, en algunos casos, mejor que los residentes de otras provincias que no afirman pertenecer a una nación diferente.

Segundo, el logro de la soberanía separada depende hoy del reconocimiento y el apoyo externos. Los posibles nuevos Estados no pueden obtener la independencia sin la ayuda militar y la asistencia económica del extranjero. El reconocimiento internacional, a su vez, exige que el movimiento nacionalista aspirante evite el terrorismo internacional como medio para llamar la atención. Si un grupo separatista utiliza el terrorismo, se tiende a vilipendiarlo y a marginarlo. Si un grupo étnico no tiene suficiente apoyo para obtener la independencia por medios electorales pacíficos dentro de su país, recurrir al terrorismo sólo invita a cuestionar la legitimidad de su búsqueda de independencia.

En reconocimiento de lo anterior, los quebequenses abandonaron los métodos terroristas del Frente de Liberación de Quebec. La mayoría de los vascos rechaza a la organización “País Vasco y Libertad” (mejor conocido por su acrónimo en vasco, ETA). Los europeos progresistas han retirado su apoyo a los rebeldes chechenos. Y el continuo bombardeo terrorista de las ciudades israelíes desde una Gaza dominada por Hamás podría subvertir el consenso internacional previo a favor de una solución de dos Estados para el problema palestino, o al menos justificaría una estrategia de excepción para Gaza.

Con la posible excepción de los palestinos, la noción de que cualquiera de estos pueblos estaría mejor en Estados independientes más pequeños y más débiles en un entorno hostil no es realista. Ocasionalmente, los disidentes argumentan que si dejaran la unidad estatal, serían recibidos en el reconfortante regazo de la Unión Europea o del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y, por consiguiente, conseguirían acceso a un mercado amplio. Pero eso dependería en gran medida del apoyo exterior a su causa. El Reino Unido podría no desear ver a Escocia en la UE y podría vetar su admisión. Estados Unidos y Canadá podrían no llegar a un acuerdo para permitir que un Quebec independiente se uniera al TLCAN. Es cuestionable creer que cuando un pequeño Estado nace cae automáticamente en las amorosas manos de las parteras internacionales. La verdad varía de un caso a otro.

Tercero, aunque la globalización estimuló inicialmente el descontento étnico al crear desigualdad, también proporciona los medios para acallar las quejas futuras en el marco del sistema político estatal. El crecimiento económico distribuido es un paliativo para el descontento político. Indonesia, Malasia, Singapur y Tailandia tienen grupos étnicos diferentes que se han beneficiado en gran medida del intenso resurgimiento económico de sus Estados estimulado por la globalización. El norte y el sur de Vietnam son culturalmente diferentes, pero ambos se han beneficiado del crecimiento económico del país. Camboya tiene una población diversa, pero ha ganado mucho de la iniciativa de China de externalizar parte de su producción.

Cuarto, una población descontenta puede reaccionar ante la discriminación étnica, pero también responde a la necesidad económica y, sin importar cuáles sean sus preocupaciones, no siempre tiene que buscar la independencia para resolverlas. Tiene otra válvula de escape: la emigración hacia otro país. El estado de Nuevo León no ha buscado independizarse de México; en cambio, muchos de sus habitantes se han trasladado, legal o ilegalmente, a Estados Unidos. La gran emigración del Magreb a Francia e Italia refleja una actitud y resultado similares; las poblaciones insatisfechas del norte de África pueden encontrar mayor bienestar en Europa. Y cuando los polacos se mudan hacia Francia o al Reino Unido, no se separan de la madre patria, sino que muestran estar más satisfechos bajo el régimen francés o el británico. La emigración es la abrumadora alternativa a la secesión cuando el gobierno del país de origen no mitiga de forma suficiente las disparidades económicas.

Incluso cuando el gobierno central ha utilizado la fuerza para suprimir los movimientos secesionistas, ha ofrecido zanahorias a la vez que ha dado palos. La provincia de Aceh ha sido coaccionada, incluso mientras ha sido sometida a amenazas, para seguir formando parte de la república de Indonesia. Es poco probable que Cachemira, frente a un equilibrio de restricciones e incentivos, surja como un Estado independiente en la India. Asimismo, los Tigres Tamiles han perdido la simpatía del mundo por estar detrás de la matanza de ceilaneses inocentes.

La reciente formación de un Kosovo “independiente”, que aún no ha sido reconocido por varios países clave, no pronostica la aparición similar de otros Estados nuevos. Es poco probable que Abjasia u Osetia del Sur, a pesar de que ya son bastante autónomas de hecho, obtengan la independencia total y formal de Georgia o que las áreas albanesas de Macedonia se separen. En cambio, es probable que los secesionistas potenciales, disuadidos tanto por los gobiernos centrales como por la comunidad internacional, se contengan. En efecto, el resultado futuro más verosímil es que tanto los Estados establecidos como sus defensores internacionales actúen, en general, para evitar la proliferación de nuevos Estados en el sistema internacional.

Esta conclusión está respaldada por un gran número de trabajos empíricos que muestran que las aspiraciones de soberanía de una provincia se pueden confinar dentro de un Estado si dicha provincia tiene acceso a recursos del gobierno central y tiene representación en la élite gobernante. El partido sij, Akali Dal, en algún momento intentó que el Punyab se independizara de la India, pero con pocos resultados, en parte porque los punyabíes están fuertemente representados en el Ejército indio y debido a que las transferencias fiscales desde Nueva Delhi han acallado la disidencia en la región. Los quebequenses se benefician del financiamiento proveniente de Ottawa, de las relaciones con la élite, del flujo de capital privado hacia Quebec y de la aceptación del gobierno canadiense del bilingüismo en la provincia. Chechenia sigue siendo pobre, pero si intenta remediar la relativa negligencia a la que se ha visto sometida mediante la estrategia del terrorismo, menoscabará su propia legitimidad. Ante la falta de apoyo externo, y en vista de la continua firmeza de Rusia, Chechenia se ha conformado con cierto grado de estabilidad política. En los tres casos, parece probable que se mantengan los límites nacionales existentes, al igual que en otros casos.

Los apóstoles de la autodeterminación nacional harían bien en considerar una tendencia aún más importante: el regreso de la grandeza al sistema internacional. Esto sucede no sólo porque las grandes potencias como China, India y Estados Unidos están asumiendo papeles más importantes en la política mundial, sino porque la economía internacional eclipsa cada vez más a la política. Para mantener el ritmo, los Estados se tienen que hacer más grandes. El mercado internacional siempre ha sido mayor que los mercados internos, pero mientras la apertura internacional seguía siendo atractiva, incluso las potencias pequeñas podían aspirar a la prosperidad y a lograr cierta influencia económica. Sin embargo, durante la década pasada, las reducciones tarifarias propuestas en la Ronda Doha fracasaron, los aranceles industriales no han bajado y la agricultura está aún más protegida que durante el siglo XIX.

La globalización ha distribuido claramente los beneficios económicos a los países más pequeños, pero estos Estados aún requieren una escala política mayor para aprovechar plenamente los beneficios de la globalización. Para generar escala, los Estados han negociado preferencias comerciales bilaterales y multilaterales con otros Estados, tanto regional como internacionalmente, lo que les ha dado acceso a mercados más grandes. La UE ha decidido compensar con la ampliación de su membresía y un área de libre comercio mayor lo que le falta de crecimiento económico interno. Los veintisiete países de la UE tienen actualmente un PIB combinado de más de 14 billones de dólares, por encima de los 13 billones de dólares de Estados Unidos, y la expansión de la Unión aún no termina.

Europa nunca se vio constreñida por los límites del “destino manifiesto” a los que se enfrentó Estados Unidos: las costas del Océano Pacífico. Charles de Gaulle se equivocó al anunciar una “Europa del Atlántico a los Urales”: la UE ya se expandió hasta el Cáucaso. Y con al menos ocho nuevos miembros, continuará avanzando en dirección de Asia Central. Conforme las fronteras de Europa se acercan a Rusia, incluso Moscú intentará establecer lazos de facto con este gigante europeo cada vez más monolítico.

En Asia, las tensiones actuales entre China y Japón no han impedido que se hagan propuestas para establecer una zona de libre comercio, una divisa común y un banco de inversión para la región. Los chinos que viven en Filipinas, Indonesia, Malasia, Singapur, Taiwán y Vietnam acercan a sus países adoptivos a Beijing. China no se expandirá territorialmente (excepto de forma titular, cuando Taiwán se reincorpore al territorio continental), pero tomará medidas para consolidar una red económica que tendrá todos los elementos de la producción, con excepción, quizá, de las materias primas. Japón se ajustaría a la primacía de China, e incluso Corea del Sur verá las señales.

Esto dejará a Estados Unidos en la incómoda posición de experimentar la falta de crecimiento y el posible fracaso de nuevas uniones aduaneras en el hemisferio occidental. Es probable que el TLCAN se haya profundizado, pero un Área de Libre Comercio de las Américas ahora parece inalcanzable, debido a la oposición de Argentina, Bolivia, Brasil y Venezuela. La política de Estados Unidos también se ha puesto en contra, al menos temporalmente, de dichos proyectos. En años recientes, los países de América del Sur han respondido mucho más a China y a Europa que a Estados Unidos. El Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Centroamérica podría ser el único elemento nuevo para la estrategia estadounidense actual.

Algunos economistas aseguran que un gran tamaño no es necesario en un sistema económico internacional totalmente abierto y que incluso los países pequeños pueden vender sus productos en el extranjero en esas condiciones. Pero el sistema económico internacional no es abierto, y el futuro reside en amplias uniones aduaneras, que sustituyan a los mercados internacionales restringidos con mercados regionales ampliados. China está procurando firmar acuerdos comerciales preferenciales bilaterales con muchos otros Estados, y lo mismo está haciendo Estados Unidos. Los secesionistas potenciales no prosperarán en tales circunstancias. Tienen que depender de la ayuda internacional, de la participación en acuerdos de comercio y de la aquiescencia de sus países de origen. Pueden no contar con los elementos anteriores y fracasarán si utilizan el terrorismo para promover sus causas.

En las circunstancias actuales, los secesionistas en general estarán mejor si permanecen dentro de los Estados existentes, aunque sólo sea porque el sistema internacional ahora favorece aglomeraciones de poder mayores. Las economías de escala industrial están promoviendo economías de escala política. En la política estadounidense, el problema de la subcontratación atrae mucha atención política, pero ¿cómo puede evitarse dicha actividad cuando la producción y el mercado nacionales son demasiado pequeños? Sólo las entidades políticas más grandes pueden mantener la producción, las actividades de investigación y desarrollo, así como la innovación dentro de una zona económica única. Lo grande ha vuelto.

Muller responde

Mi ensayo no es prescriptivo ni está impulsado por una agenda en particular. Pretendía sugerir que el poder del nacionalismo étnico en el siglo XX ha sido mayor de lo que generalmente se reconoce y que la probabilidad de que siga teniendo impacto global es mayor de lo que se acepta comúnmente. Sostengo que los estadounidenses, con frecuencia, tienen un sentido distorsionado de algunas áreas importantes del mundo porque tienden a generalizar con base en su propia experiencia nacional o, más bien, en una versión truncada e idealizada de dicha experiencia. Por supuesto, desde hace mucho, la etnicidad (y su primo conceptual, la raza) ha tenido, y continúa teniendo, un papel en la vida estadounidense, como lo demuestran desde los patrones residenciales hasta el comportamiento electoral.

Pero, en general, la identificación étnica en Estados Unidos tiende a erosionarse entre generaciones, y la noción de que los diferentes grupos étnicos deben tener sus propias entidades políticas es marginal. (Los distritos electorales que se trazan a lo largo de líneas raciales hacen eco de las concepciones del nacionalismo étnico. Y la visión chicana de la reconstitución de Aztlán —una nación perdida de los indígenas americanos que supuestamente incluye a México y a gran parte del suroeste estadounidense— calificaría como etnonacionalista, pero parece tener un atractivo limitado). Así pues, a los estadounidenses se les dificulta imaginar la intensidad del deseo de muchos grupos étnicos en el extranjero por tener una entidad política propia o la determinación de otros para mantener la estructura étnica de las entidades políticas existentes. Si los polacos y los ucranianos se llevan tolerablemente bien en Chicago, ¿por qué no pueden hacer lo mismo los árabes suníes, los kurdos y los turkmenos en Kirkuk?

Además, argumento que este error de percepción también ocurre entre los europeos occidentales cultos, quienes proyectan el modelo cooperativo y pacífico de la UE al resto del mundo, mientras pierden de vista la historia de disgregación étnica que parece haber sido una de las precondiciones para la civilidad de la Europa contemporánea. La propensión a imponer sobre el resto del mundo las categorías propias y las concepciones idealizadas de las experiencias personales anteriores y actuales conlleva una especie de universalidad engañosa, que probablemente dará como resultado malos entendidos y errores de juicio.

Hay categorías de autodefinición que son desconocidas o incómodas para la sensibilidad de ciertas personas, entre las que se incluyen la identidad etnonacional, la casta (común en la India) o la tribu (común en gran parte de África y del mundo musulmán). Pero el hecho de que a algunas personas les parezca que estas categorías no son reales (porque saben que bajo la piel los seres humanos son iguales: déjenlos en una habitación con un juego y verán qué poco difieren entre sí) no las hace menos reales para aquellos que sí creen en ellas.

El problema de tomar en serio las diversas formas como las personas de diferentes partes del mundo se definen a sí mismas se ve exacerbado por las pretensiones universalizantes y cientificistas de algunas corrientes de la Ciencia Política académica. El térmimo “cientificismo” se refiere a la tarea de aplicar los métodos y los criterios de las ciencias naturales a todos los ámbitos de la experiencia humana, aunque para algunos de ellos sean inadecuados. Esto incluye el esfuerzo por explicar todos los fenómenos con teorías simplificadas de motivación humana y el intento de replicar a las ciencias duras mediante condiciones de laboratorio para estudiar la Ciencia Política. La historia proporciona una fuente de datos útil para estudiar la diversidad y complejidad del comportamiento humano. Es un laboratorio muy imperfecto, donde los datos y su interpretación están influenciados por las predisposiciones metodológicas e ideológicas del investigador, aunque, con frecuencia, es superior a la alternativa: las maneras de explicar aparentemente científicas.

Mi tesis no es que la violencia de la experiencia europea se repetirá, sino una más modesta: es probable que las tensiones étnicas se exacerben, en lugar de eliminarse, por la ocurrencia de procesos de modernización similares en otras partes del mundo. Al contrario de lo que James Habyarimana, Macartan Humphreys, Daniel Posner y Jeremy Weinstein afirman, en ninguna parte de mi ensayo argumento que las “divisiones étnicas generan violencia inevitablemente”. Y aunque cité a Churchill, no respaldo sus puntos de vista como norma general de política.

Lo que en realidad escribí, casi al final de mi artículo, fue lo siguiente:

Algunas veces, las demandas de autonomía étnica y de autodeterminación pueden satisfacerse dentro de un Estado existente. […] Pero tales medidas siguen siendo precarias y son propensas a frecuentes renegociaciones. En el mundo en desarrollo, por otro lado, donde los Estados son de creación más reciente y donde las fronteras suelen afectar los límites étnicos, es probable que haya disgregaciones étnicas y conflictos comunitarios adicionales. Además, según indican estudiosos como Chaim Kaufmann, una vez que el antagonismo étnico ha traspasado cierto umbral de violencia, mantener a los grupos rivales dentro de una sola entidad política se hace mucho más difícil.
[…] Por otra parte, cuando la violencia comunitaria se intensifica y llega a la limpieza étnica, el regreso de gran número de refugiados a su lugar de origen después del cese del fuego es con frecuencia imposible e incluso indeseable, ya que tan sólo prepara el terreno para nuevos conflictos en el futuro.

Por ende, la partición podría ser la solución humana más duradera para conflictos comunitarios tan violentos.

Habyarimana, Humphreys, Posner y Weinstein continúan con sus interpretaciones erróneas al asegurar que yo atribuyo la tensión étnica simplemente a “propensiones perdurables del espíritu humano”; en realidad, yo atribuyo la tensión étnica a “ciertas propensiones perdurables del espíritu humano que se hacen más visibles por el proceso de creación del Estado moderno”. Mi explicación, tomada principalmente del sociólogo Ernest Gellner, de hecho, la repiten los cuatro coautores, aunque con un vocabulario diferente, cuando dicen que los miembros del mismo grupo étnico tienden a reunirse porque “hablan el mismo idioma, tienen acceso al mismo tipo de información y comparten redes sociales”. Como sucede con frecuencia en las ciencias sociales, éste es un intento por lograr una diferenciación del producto mediante el cambio de marca: reformulando ideas conocidas con un vocabulario diferente.

Es más novedosa la creencia de los autores de que sus experimentos cuasi científicos en Uganda ofrecen vías útiles y nuevas para la formulación de políticas públicas. Ellos dicen que sus experimentos con juegos proporcionan una explicación sobre la forma como se comportarían los diversos actores étnicos cuando están libres de los marcos políticos y sociales en los que otras personas tienen conocimiento de sus actos. Quizá, pero es precisamente debido a la naturaleza del mundo real que éste nunca sería el caso.


Es más, su conclusión de que el problema reside en un ambiente institucional débil, caracterizado por una “ausencia de instituciones estatales funcionales e imparciales”, es cierta y engañosa a la vez, ya que no considera que la mera multiplicidad étnica es una de las principales fuentes de dicho ambiente institucional. Una lectura de la novela escrita por Chinua Achebe en 1960, No Longer at Ease —que trata del predicamento de un joven e idealista funcionario público que intenta personificar los valores de la imparcialidad en un entorno en el que dichas normas van en contra de la noción que comparten los miembros de su propia etnia, quienes consideran que su puesto burocrático es una forma de propiedad grupal— arrojaría más luz sobre la situación que cientos de juegos experimentales.


Éste no es el lugar para hacer una crítica a fondo de los multicitados cálculos de Fearon y Laitin sobre la incidencia de la violencia interétnica en África entre 1960 y 1979. Si una persona vive en un barrio en donde tres de cada mil interacciones resultan en violencia, y ésta tiene tres interacciones por día, dicha persona sólo será atacada violentamente tres veces al año. Pero ¿es un barrio seguro o peligroso? La afirmación de que “con pocas excepciones, las fronteras de los Estados africanos aún se parecen a las de 1960” también es cierta, pero engañosa. Da fe tanto de la capacidad de las coaliciones étnicas dominantes para suprimir los intentos de rebelión como de la ausencia de conflictos étnicos.

La Guerra de Biafra (1967-1970) cuenta como un solo incidente de violencia interétnica en los datos de Fearon y Laitin y no produjo cambio alguno en las fronteras. Que se perdieran alrededor de un millón de vidas humanas no cuenta para sus cálculos. Si Fearon y Laitin repitieran sus cálculos para los años que han transcurrido desde 1979, el homicidio de alrededor de 800 000 ruandeses (en su mayoría tutsis) también habría aparecido como un dato de poca consecuencia estadística.

La afirmación de Richard Rosecrance y Arthur Stein de que el ideal etnonacionalista de un Estado independiente para cada unidad cultural ha sido fuente de inestabilidad es cierta o, al menos, cierta a medias. De eso trata una buena parte de mi artículo. Pero el hecho de que el etnonacionalismo sea desestabilizante no ha disminuido su atractivo ni su impacto. La otra verdad a medias es que la satisfacción del ideal etnonacionalista ha tenido un efecto estabilizador, al menos para grupos grandes.

Sin embargo, como apunta mi artículo y como Rosecrance y Stein subrayan, no todas las aspiraciones etnonacionales pueden alcanzarse, y las aspiraciones etnonacionales de autonomía y autodeterminación se pueden alcanzar dentro de unidades políticas mayores mediante el federalismo: la devolución del poder y del ingreso a las unidades subnacionales. Como tal, el federalismo representa una forma de “semipartición”, como lo hace notar el politólogo Donald Horowitz. Tiene la muy real ventaja de permitir la participación en unidades políticas y económicas de mayor tamaño. Pero, como también lo explica Horowitz, “el federalismo no es barato. Implica la duplicación de instalaciones, funciones, personal e infraestructura” y con frecuencia supone disputas jurisdiccionales. Además, “los Estados que podrían beneficiarse del federalismo generalmente se dan cuenta demasiado tarde, a menudo después de que el conflicto se ha intensificado”.

Rosecrance y Stein pueden tener razón al establecer que un mayor fondo de ingresos puede apaciguar las aspiraciones etnonacionales. Pero vale la pena recordar que los gobiernos que están en posición de distribuir sumas equivalentes al 50% de sus PIB están en Europa, mientras que los grupos étnicos con potencial de producir conflictos se encuentran en África, Asia y Latinoamérica, donde hay menos riqueza y, por lo tanto, menos PIB disponible para la redistribución. Más aún, la redistribución gubernamental masiva mediante la imposición fiscal podría por sí misma inhibir el crecimiento económico o tornar la captura del aparato estatal en algo demasiado tentador, en comparación con otras actividades.

Varias de las afirmaciones de Rosecrance y Stein son cuestionables, si no es que claramente erróneas. Los autores afirman que la emigración masiva puede ser una “abrumadora alternativa a la secesión cuando el gobierno del país de origen no mitiga de forma suficiente las disparidades económicas”. Primero, esto supone que todo el descontento es, finalmente, la expresión de intereses económicos concebidos individualmente, una simplificación radical de la motivación humana que ignora el deseo de algunas personas de compartir una cultura común y su percepción de que se necesita autonomía política para proteger dicha cultura. Por ejemplo, a lo largo de gran parte de la primera mitad del siglo XX, los francocanadienses emigraron de Canadá a Estados Unidos, donde con el tiempo se integraron a la población en general. El nacionalismo quebequense representa un rechazo de ese camino.

Segundo, los autores de la estrategia de la “emigración como válvula de escape” ignoran el hecho de que, en contraste con la era anterior de la globalización (de finales del siglo XIX hasta el final de la Primera Guerra Mundial), la actual se caracteriza por tener gobiernos más capaces y más inclinados a custodiar sus fronteras y, por ende, por la movilidad comparativamente limitada de las personas a través de las fronteras nacionales. Asimismo, el descontento en los Estados relativamente ricos de Occidente frente a algunas oleadas recientes de inmigración ya ha producido algo de presión para exigir que los gobiernos ejerzan un mayor control sobre el tránsito de las personas de algunas regiones en particular. Está lejos de ser claro si se permitirá que la emigración del Magreb hacia Francia, por ejemplo, continúe indefinidamente.

La afirmación de Rosecrance y Stein de que ha llegado una nueva era de grandeza en los asuntos económicos internacionales es más cierta que las implicaciones que derivan de ella. Las ventajas económicas de la división del trabajo se expanden, en efecto, con la ampliación del mercado, como lo explicó Adam Smith hace más de dos siglos. Pero sencillamente no es cierto que “para mantener el paso, los Estados se tengan que hacer más grandes”. Los Estados pueden negociar tratados y otras formas de asociación que permitan un comercio internacional más libre. Como mencionan los autores de pasada, los países más pequeños han optado por insertarse en mercados trasnacionales y, como resultado, con frecuencia han prosperado.

En resumen, Rosecrance y Stein suponen que un cálculo económico racional rige la actividad internacional. Esta simplificación de la motivación humana tiene la ventaja de la elegancia metodológica. Pero sus predicciones combinan tres circunstancias muy diferentes: lo que harían los actores globales si calcularan racionalmente sus utilidades con base en un conjunto de preferencias de forma muy parecida a como lo hacen los profesores estadounidenses de Ciencia Política; lo que harían los actores globales si calcularan sus utilidades con base en sus preferencias reales, las cuales podrían discrepar sustancialmente de las de los politólogos estadounidenses; y lo que realmente sucedería dada la improbabilidad de que los politólogos estadounidenses o los actores globales calculen racionalmente sus utilidades. Es decir, Rosecrance y Stein han comprado la elegancia metodológica a expensas del poder explicativo, al reducir radicalmente el rango de motivaciones e interacciones pertinentes.

Para un historiador, la aseveración de los autores de que “la economía internacional eclipsa cada vez más a la política”, como gran parte de su respuesta a mi ensayo, hace eco, de manera inquietante, a un best seller británico de hace un siglo. En 1910, Norman Angell publicó The Great Illusion, en el cual explicaba, con base en razonamientos económicos, el motivo por el que una guerra extendida entre las grandes potencias era imposible en las condiciones económicas de ese momento. Su argumento era atractivo desde el punto de vista lógico, pero equivocado. En 1933, Angell publicó una nueva edición de su libro, en la que sugería que los países no podían enriquecerse mediante la conquista de sus vecinos y que, por lo tanto, la guerra era fútil. Le otorgaron el premio Nobel de la Paz, pero su mensaje parece no haber llegado a todas las partes pertinentes. Me temo que las predicciones de Rosecrance y Stein sobre el futuro del nacionalismo étnico tendrán la misma suerte.

Sin embargo, Rosecrance y Stein plantean un asunto importante que yo no exploré en mi artículo: la cuestión del reconocimiento y del apoyo externos para los nuevos Estados en potencia. ¿Cuál debe ser la respuesta de otros países, como Estados Unidos, a las demandas de independencia que presentan los etnonacionalistas? Si se toman en serio las fuerzas que generan el poder duradero del etnonacionalismo, en lugar de desecharlas como arcaicas, ilusorias o sujeto de eliminación a partir de una buena gobernanza conjurada de la nada, las implicaciones para las políticas públicas no son en modo alguno obvias.

Dejo de lado los asuntos puramente legales y filosóficos, ya que el “derecho” a la autodeterminación, como muchos otros, con frecuencia choca con otros supuestos derechos. Los representantes de los Estados existentes están muy predispuestos en contra de la modificación de las fronteras y la formación de nuevos Estados. Ellos ven un interés personal en mantener el statu quo internacional, lo cual podría o no estar justificado por la prudencia. Reconocer que la autodeterminación nacional proporciona, en efecto, satisfacciones por sí misma y que bien podría dar como resultado Estados viables no quiere decir que la interminable creación de Estados nuevos sea viable o deseable. No obstante, hay riesgos tanto en apoyar las demandas etnonacionalistas como en negarlas de manera prematura.

Uno de los peligros de reconocer internacionalmente las demandas de soberanía del etnonacionalismo insurgente es que puede conducir a la secesión unilateral (como en el caso reciente de Kosovo), en vez de a la separación de mutuo acuerdo. La secesión sin partición étnica generalmente significa que la nueva entidad política incluirá una minoría sustantiva de personas, cuya etnia domina el país del que se ha separado el nuevo Estado. Esto ofrece una fuente expedita de nuevas tensiones étnicas dentro del nuevo país y de tensiones internacionales entre el nuevo Estado y el anterior. La partición de mutuo acuerdo que separa a los grupos étnicos rivales puede ser preferible con el fin de minimizar la posibilidad de futuros conflictos. Otro peligro nacido de una mayor voluntad internacional para reconocer a los movimientos etnonacionalistas es que podría crear un incentivo para que los gobiernos de los países existentes aplasten de manera violenta los movimientos etnopolíticos incipientes antes de que se puedan organizar.

Sin embargo, hay peligros en el rechazo generalizado de la comunidad internacional del reconocimiento de las demandas de los movimientos etnonacionalistas legítimos. Por haber considerado que la secesión era imposible, los gobiernos podrían no tener incentivo alguno para responder al deseo de los grupos étnicos de tener más poder y autodeterminación dentro de los confines de los Estados actuales. Reconocer el poder duradero del nacionalismo étnico no es apoyarlo ni proporcionar una receta para la acción, sino ofrecer una apreciación más realista de los dilemas que continuarán surgiendo durante el siglo XXI.

IMPLICACIONES DE LA PASADA CUMBRE DEL G-20 PARA EL FONDO MONETARIO INTERNACIONAL


Javier Díaz Cassou

Introducción

Que la relevancia del Fondo Monetario Internacional (FMI) aumente en un contexto de crisis global como el actual no resulta sorprendente. Al fin y al cabo, el Fondo se creó tras la gran depresión y la Segunda Guerra Mundial y desde entonces los líderes mundiales han tendido a olvidarse de la institución en tiempos de bonanza y a asignarle nuevas tareas y funciones en tiempos de crisis. Era predecible, por tanto, que el FMI tuviese un protagonismo especial en la pasada cumbre del G-20. No deja de ser llamativo, sin embargo, que hasta hace tan solo unos cuantos meses se estuviera poniendo en tela de juicio la propia necesidad del FMI y que la institución estuviera centrada principalmente en reducir gastos y recortar plantilla. En cierto modo, ello constituye una indicación más del grado de sorpresa con el que se ha desencadenado la presente crisis a pesar de que, irónicamente, el mismo FMI ya venía alertando desde hace algún tiempo de los riesgos asociados al sector sub-prime, a los desequilibrios macroeconómicos globales y al aumento del apalancamiento en el sistema financiero.

Desde una posición de escepticismo, algunos observadores han argumentado que una de las razones por las que el pasado G-20 se centró en el FMI es que no se pudo llegar a un acuerdo sobre otras propuestas en agenda, como la de coordinar internacionalmente un estímulo fiscal de una magnitud mucho mayor que el paquete de medidas finalmente aprobado. Sin embargo, la mayor parte de los analistas coincide en que la cumbre fue un éxito, y existen pocas dudas al respecto de su enorme relevancia para el FMI. En efecto, no sólo se han triplicado sus recursos para contener los procesos de contagio financiero que la crisis está desencadenando sino que se avanza hacia la reorientación de su actividad crediticia, desbloqueando la transición hacia un modelo de “aseguramiento” más favorable a los intereses de los mercados emergentes. Por otra parte, uno de los resultados más sorprendente de la cumbre es la revitalización de los Derechos Especiales de Giro como instrumento de reserva internacional, que viene a responder a las posiciones defendidas recientemente por China, Brasil y Rusia y que podría anticipar un interesante debate sobre el papel a jugar por el dólar en el sistema monetario internacional.

En este documento se presentan y evalúan las medidas acordadas por el G-20 en relación con el FMI otorgándose una especial atención a las implicaciones de la nueva Línea de Crédito Flexible recientemente introducida e “inaugurada” por México, y a la emisión de Derechos Especiales de Giro y su posible uso como instrumento de gestión de la liquidez global y de diversificación de reservas internacionales. Se argumenta igualmente que existe el riesgo de que estas medidas no terminen de consolidar la posición de liderazgo del FMI si no se logra cerrar satisfactoriamente la reforma de la gobernabilidad de la institución. Para ello, será necesario dar un peso suficiente a las economías emergentes y países en vías de desarrollo en los órganos de gobierno del FMI. A medio plazo, es probable que ello requiera una consolidación de la representación europea en el FMI mediante la constitución de una silla única europea, así como una cesión del exceso de representación europea a los países emergentes, cuya importancia en el sistema financiero internacional es cada vez más aparente.

¿Qué se ha acordado en el G-20?

En lo concerniente al FMI los acuerdos del G-20 pueden resumirse en los siguientes puntos:

? Se triplica el volumen de recursos disponible para la ventanilla “dura” (no concesional) del FMI hasta alcanzar los 750.000 millones de dólares. Ello se hará mediante préstamos bilaterales concedidos por Japón, la UE, EEUU, Canadá, China y otras economías avanzadas y emergentes. Algunos de estos préstamos, como los 100.000 millones comprometidos por Japón, ya se habían anunciado antes de la cumbre y, por tanto, no constituyen recursos adicionales acordados por el G-20 para hacer frente a la crisis.

? Se abre la posibilidad de que el Fondo obtenga recursos adicionales en caso de necesidad financiándose a través del mercado. Ello supondría un cambio sustancial en la naturaleza de la institución, ya que pasaría de ser una cooperativa de crédito a funcionar también como intermediario financiero.

? Se duplican los recursos disponibles para prestar a los países más pobres en términos concesionales, para lo que se utilizará parte de los recursos obtenidos por la venta del oro que atesora el FMI.

? En el ámbito de la supervisión y regulación financiera, el G-20 hace énfasis en la necesidad de una estrecha colaboración entre el FMI y el Consejo de Estabilidad Financiera con el que se ha sustituido al Foro de Estabilidad Financiera. Esta colaboración deberá materializarse en la elaboración conjunta de mecanismos de alerta temprana que ayuden a predecir (y evitar) el estallido de crisis financieras en el futuro, en el seguimiento y monitoreo de la adopción de los principios y medidas acordados por el G-20, y en el desarrollo de guías que ayuden a las autoridades nacionales a identificar instituciones, mercados e instrumentos financieros sistémicamente importantes. En cualquier caso, el acuerdo del G-20 se queda lejos de crear un “regulador financiero global” en línea con lo pretendido por algunos países europeos.

? El G-20 apoya la reforma de las facilidades del FMI, incluyendo la introducción de la Línea de Crédito Flexible, la ampliación de los límites de acceso a los recursos de la institución y la revisión del contenido y naturaleza de la condicionalidad asociada a estos programas. El objetivo fundamental de esta reforma es la adaptación de los instrumentos de los que dispone el Fondo a las necesidades que están experimentando los países emergentes en un contexto de contracción brusca en los flujos internacionales de capital. Se pretende igualmente eliminar el “estigma” que en los últimos años ha estado asociado a la solicitud de un programa del FMI por parte de los mercados emergentes.

? Se acuerda la emisión de 250.000 millones de dólares en Derechos Especiales de Giro (DEG) para complementar las reservas internacionales de los Estados miembros del FMI. Se urge igualmente a la ratificación de la última emisión de DEG acordada multilateralmente en 1997 pero nunca llevada a la práctica debido a la oposición del congreso norteamericano.

? En el ámbito institucional, el G-20 se compromete a acelerar la implementación de la revisión de cuotas del FMI acordada hace un año, y a abordar una nueva revisión de cuotas que deberá completarse para el año 2011. Con ello se pretende aumentar la voz y representación de las economías emergentes y países en vías de desarrollo en los órganos de gobierno del Fondo y de este modo corregir los problemas de legitimidad que afectan a la institución. Por otra parte, se acuerda que la selección de la alta gerencia tanto del Banco Mundial como del FMI se rija por criterios de mérito, y no por criterios políticos y de proveniencia geográfica: tradicionalmente, el presidente del Banco Mundial ha sido norteamericano y el director gerente del FMI europeo.

La reforma de las facilidades financieras del FMI

Uno de los efectos de la crisis es que parece haber desatascado el debate sobre la reforma de las facilidades financieras del FMI en que la comunidad internacional llevaba enfrascada casi una década. En efecto, las decisiones refrendadas por la cumbre del G-20 dan un espaldarazo importante a la adopción de un nuevo modelo de crédito con el que se pretende sentar las bases de una red de protección financiera internacional más amplia y robusta en torno al FMI. Ello viene a reconocer las limitaciones del modelo anterior, cuyo síntoma más evidente era la reticencia de las principales economías emergentes a pedir prestado al FMI. Esta desconfianza contribuye a explicar el enorme volumen de reservas internacionales que han acumulado estas economías a lo largo de la última década, que estaba parcialmente motivado por el objetivo de “auto-asegurarse” y minimizar así el riesgo de tener que someterse en el futuro a la “medicina” del FMI. De hecho, algunos analistas como Martin Wolf[1] consideran que la insuficiente protección financiera otorgada por el FMI, así como el carácter excesivamente intrusivo y contractivo de sus programas en crisis anteriores contribuyen a explicar la emergencia de los desequilibrios macroeconómicos globales que han alimentado la presente crisis.

La principal novedad introducida por la Línea de Crédito Flexible es que se pasa de un modelo de condicionalidad ex post a un modelo de condicionalidad ex ante. Ello quiere decir que en vez de imponerse a los países un ajuste macroeconómico a menudo doloroso una vez que se enfrentan a una crisis, con el nuevo instrumento se condiciona el apoyo financiero del Fondo a que antes de la crisis los países vinieran implementando políticas macroeconómicas adecuadas. Para ello se usarán unos criterios de cualificación relativamente objetivos cuyo cumplimiento dará acceso a los recursos del FMI de manera automática en caso de que surja la necesidad. Se trata, por tanto, del establecimiento de un mecanismo de “aseguramiento” que dará cobertura al riesgo de sufrir un proceso de contagio financiero fuera del control de las autoridades nacionales. Un elemento importante de la nueva facilidad es que su uso se restringe a países con sólidos fundamentos macroeconómicos. Se pretende así mitigar el problema de “estigma” que ha venido asociado recientemente a las facilidades del FMI: el objetivo es evitar que la concesión de un programa sea interpretada por el mercado como una señal de debilidad, sino que más bien evidencie que el país está mejor armado para hacer frente a una turbulencia financiera.

El FMI lleva ya casi 10 años intentando introducir con éxito un instrumento de aseguramiento con características relativamente parecidas a la Línea de Crédito Flexible. El principal problema con el que se ha topado una y otra vez la institución es que ningún país con fundamentos sólidos ha estado dispuesto a arriesgarse a ser el primer usuario de estas facilidades por temor a la reacción de los mercados financieros internacionales.[2] Precisamente por esta razón (y por problemas en su diseño) se eliminó en 2003 la Línea de Crédito Contingente y nadie había solicitado todavía el Servicio de Liquidez a Corto Plazo introducido en octubre de 2008. En este sentido, el hecho de que México haya dado el paso de “inaugurar” la nueva Línea de Crédito Flexible resulta esperanzador. De hecho, hay razones para pensar que este instrumento sí que está siendo bien acogido por sus usuarios potenciales. Por una parte, en la actualidad existe un riesgo evidente de contagio incluso para los países emergentes más sólidos y, dadas las condiciones imperantes en los mercados, resulta difícil imaginar que los inversores “castiguen” más a los países que se garanticen de antemano el apoyo de un FMI reforzado en caso de necesidad. Por otra parte, la nueva facilidad resulta mucho más atractiva para los países emergentes que sus predecesoras tanto por su tamaño potencial como por su automatismo y práctica ausencia de condicionalidad ex post. De momento, Colombia y Polonia ya han expresado su interés en solicitar sendas Líneas de Crédito Flexible, y es previsible que a lo largo de las próximas semanas y meses su sumen otros países. En cualquier caso, cabe preguntarse si este instrumento logrará consolidarse a largo plazo como mecanismo de intervención del FMI en las economías emergentes más sólidas incluso después de que se haya superado la presente crisis financiera.

El instrumento utilizado por el FMI para intervenir en países con una situación de partida menos robusta seguirá siendo el tradicional Acuerdo de Derecho de Giro o Stand-By Arrangement. Para hacer frente a las necesidades de balanza de pagos que surjan en estos países, por tanto, se seguirá aplicando una condicionalidad ex post. Sin embargo, la reforma en curso pretende fomentar el uso preventivo de estas facilidades, con lo que hasta cierto punto el modelo de aseguramiento descrito más arriba también se extenderá a estos países.[3] Se incluyen igualmente otras modificaciones significativas a la política de préstamos del FMI que afectarán especialmente a los Acuerdos de Derecho de Giro. Por una parte, se ha acordado duplicar el límite de acceso “normal” a los recursos del FMI. En otras palabras, el volumen de recursos financieros movilizable por los Acuerdos de Derecho de Giro aumentará sustancialmente. Además, en el futuro estos recursos podrán desembolsarse más rápida y menos escalonadamente, con lo que los países podrán disponer de ellos en la fase de la crisis en la que más los necesiten. Por otra parte, se aborda una nueva revisión de la condicionalidad de estos programas que pretende lograr que las medidas de política económica impuestas por los mismos se enfoquen de manera más directa a las causas de las crisis. Entre otras cosas, ello reducirá el énfasis en las medidas de carácter estructural en las que un buen número de programas del FMI han tendido a concentrarse en el pasado reciente. El objetivo que se persigue con esta racionalización de la condicionalidad es moderar el carácter excesivamente intrusivo que han tenido estos programas y, de nuevo, mitigar el problema de “estigma” mencionado más arriba.

¿La revitalización de los Derechos Especiales de Giro?

Quizá el aspecto más llamativo del acuerdo del G-20 sea la decisión de emitir Derechos Especiales de Giro por valor de 250.000 millones de dólares para complementar las reservas internacionales de los Estados miembros del FMI, y proporcionar así algo más de protección ante los procesos de contagio financiero en curso. Además de servir como unidad de cuenta del FMI, el DEG es un activo de reserva internacional emitido por el propio Fondo que se reparte entre sus Estados miembros, y que los países pueden vender y comprar entre sí, obteniendo a cambio de sus DEG monedas de libre uso como el dólar o el euro con las que defender su posición de balanza de pagos. El valor del DEG se calcula sobre la base de una cesta de monedas formada por el dólar, el euro, la libra esterlina y el yen japonés.

A pesar de que esta decisión responde a una petición expresa de los mercados emergentes (principalmente China, Rusia y Brasil), lo cierto es que dado que los DEG son repartidos en proporción a la cuota de los países en el FMI, la mayor parte de los mismos serán asignados a las economías avanzadas y no a los emergentes a pesar de que su necesidad de reservas internacionales es mayor. En este contexto, da la impresión de que la insistencia en el DEG por parte de estos mercados emergentes responde más bien a la voluntad de abrir un debate sobre el papel a jugar por el dólar en el futuro. Indicación de ello es un discurso reciente del gobernador del Banco de China que ha tenido gran resonancia y en el que se defendía una reforma del sistema monetario internacional encaminada a la adopción de un activo de reserva desvinculado de un área o país en concreto, con un valor estable y una oferta regida por reglas acordadas multilateralmente.[4] Esta moneda “supra-nacional”, que podría ser precisamente el DEG, vendría a desplazar al dólar como principal activo de reserva. Se evitarían así las contradicciones que según Zhou Xiaochuan surgen entre los objetivos domésticos de política monetaria perseguidos por la Reserva Federal norteamericana y las necesidades globales que debería tener en cuenta el emisor de la principal moneda de reserva del sistema.

De hecho, el Derecho Especial de Giro fue creado en 1969 con ambiciones parecidas a las que planteó el gobernador del Banco de China en su discurso. En aquel momento, el sistema de paridades fijas de Bretton Woods estaba atravesando por una fase de intensas presiones debidas a lo que vino a denominarse como el “Dilema de Triffin”. Por una parte, dado que el dólar era junto con el oro el único activo de reserva internacional, el principal mecanismo de creación de liquidez del que disponía el sistema era el mantenimiento de un déficit de balanza de pagos por parte de EEUU que transfiriese dólares al exterior. Por otra parte, la persistencia y magnitud de este déficit estaba erosionando gradualmente la confianza en la capacidad de las autoridades norteamericanas para mantener la paridad fija entre el dólar y el oro que, al fin y al cabo, constituía el pilar básico del sistema de Bretton Woods. Para restablecer la confianza en esta paridad hubiera sido necesario abordar un proceso de ajuste macroeconómico en EEUU que corrigiera sus desequilibrios externos. Sin embargo, por la propia naturaleza del sistema, ello hubiera generado una reducción de la liquidez internacional que habría llevado a una contracción económica al resto del mundo. Lo que se pretendió con la introducción del Derecho Especial de Giro fue crear un instrumento que pudiera compensar la reducción de liquidez internacional resultante de un ajuste macroeconómico en EEUU, permitiendo así tomar las medidas necesarias para restablecer la confianza en el dólar sin arrastrar al mundo a una recesión.

La introducción del DEG, sin embargo, no logró salvar al sistema de Bretton Woods, cuyo colapso a principios de los años 70 se debió fundamentalmente a los excesos macroeconómicos de EEUU. En los años que sucedieron al cierre de la “ventanilla del oro” por parte del presidente Nixon, se debatieron diversas opciones de reforma, algunas de las cuales proponían la consolidación del DEG como principal activo de reserva del sistema monetario internacional en sustitución del dólar y el oro. En línea con la propuesta actual, se argumentaba entonces que ello permitiría una gestión multilateral de la liquidez internacional, moderando los privilegios del dólar y eliminando así las marcadas asimetrías que caracterizaban al sistema de Bretton Woods. Estas propuestas, sin embargo, nunca fueron adoptadas, y tal y como muestra el Gráfico 1, a medida que fue consolidándose el “no sistema” que sucedió a Bretton Woods, el DEG fue perdiendo peso como activo de reserva internacional.

En la actualidad, e incluso contando con la próxima emisión, los DEG constituyen menos del 5% de los aproximadamente 7 billones de dólares en reservas internacionales que hay en el sistema. Ello da una idea del largo camino que habría que recorrer para consolidar al DEG como instrumento para la gestión de la liquidez global. El gobernador del Banco de China parece reconocer la enormidad de su propuesta cuando aboga por un pragmático gradualismo en el que la emisión acordada por el G-20 en Londres no constituiría más que el primer paso de una reforma mucho más amplia. Otros analistas, como Martin Wolf, son más ambiciosos y proponen una asignación anual de un billón de DEG que otorgaría relevancia a este activo de reserva mucho más rápido.[5] En cualquier caso, y al igual que ha sucedido en el pasado cuando se han debatido propuestas que trataban de replantear el papel a jugar por el dólar en el sistema, es previsible que tanto el enfoque gradual de Zhou Xiaochuan como el enfoque más ambicioso de Martin Wolf generen oposición en EEUU. Al fin y al cabo, ambos enfoques vienen a poner en entredicho un importante privilegio del que ha gozado la economía norteamericana desde la Segunda Guerra Mundial: la posibilidad de cubrir sus desequilibrios externos mediante su propia moneda. Indicación de esta oposición es que pocos días después del discurso del gobernador del Banco de China, el secretario del Tesoro norteamericano Timothy Geithner se apresurase a responder en otra conferencia que el dólar seguiría jugando un papel central en el sistema monetario internacional durante mucho tiempo.

Al margen de la facilitación de una gestión multilateral de la liquidez global, el gobernador del Banco de China hizo mención en su discurso a otra función que podría jugar el DEG en la coyuntura actual: la de permitir que los países emergentes diversifiquen sus reservas internacionales sin afectar a los mercados cambiarios. En efecto, a lo largo de los últimos años, los bancos centrales de estos países han acumulado un gran riesgo cambiario debido a que su enorme volumen de reservas internacionales está denominado principalmente en dólares. Si se produjera un ajuste pronunciado del dólar, como se teme a medio plazo, estos bancos centrales tendrían que asumir pérdidas muy importantes. Existe, por tanto, un marcado incentivo a diversificar la composición de estas reservas para evitar pérdidas futuras. El problema es que si los mercados emergentes abordasen esta diversificación de manera descoordinada y a través del mercado, el propio proceso tendería a alimentar la depreciación del dólar, generando así las pérdidas que se pretendía evitar. En este contexto, el DEG tiene el atractivo de funcionar como una cesta de monedas cuyo uso está restringido al sector público. La idea del gobernador del Banco de China es la de establecer un mecanismo que permita a los mercados emergentes intercambiar sus dólares por DEG, dado que ello sería equivalente a diversificar sus reservas en las distintas monedas que componen la cesta sin pasar por el mercado y, por tanto, sin generar tensiones sobre el tipo de cambio del dólar.

La idea de usar al DEG para diversificar reservas tampoco es nueva. A finales de los años 70, en un momento en el que también se temía una pronunciada depreciación del dólar, la comunidad internacional debatió durante años la posible creación de una “cuenta de sustitución” que gestionaría el FMI y en la que los países depositarían sus dólares, a cambio de DEG. Más recientemente, Fred Bergsten[6] ha vuelto a plantear esta idea, defendiendo la creación de una cuenta de sustitución en términos muy parecidos a los propuestos por el gobernador del Banco de China. La razón principal por la que nunca se llegó a crear la cuenta de sustitución en los años 70 es que no se pudo llegar a un acuerdo sobre el mecanismo mediante el cual se cubrirían sus posibles pérdidas. En efecto, el mero intercambio de dólares por DEG no eliminaría el riesgo cambiario, sino que simplemente lo transferiría desde la hoja de balance de los bancos centrales que han acumulado reservas a la de la cuenta de sustitución y, por tanto, a la del FMI. No cabe duda de que éste sería un problema difícil de resolver si la comunidad internacional decidiera abrir una discusión seria sobre el uso del DEG para la diversificación de las reservas internacionales. Sin embargo, la posible emisión de bonos denominados en DEG que se está debatiendo en la actualidad y mediante los que países emergentes como China financiarían al FMI podría constituir un paso en esta dirección.

Conclusión


La legitimidad del FMI

El hecho de que la cumbre del G-20 anuncie la apertura de una nueva revisión de las cuotas nacionales en el FMI viene a reconocer que la última revisión, concluida hace apenas un año, fracasó en su objetivo de corregir el serio problema de legitimidad que afecta a la institución. En efecto, y a pesar de los grandes esfuerzos que se invirtieron en la búsqueda de una fórmula que reflejase satisfactoriamente el peso económico de los distintos Estados miembros del Fondo, apenas se transfirió un 2% de cuota desde las economías avanzadas hacia los mercados emergentes.[7] Así, seguimos encontrándonos en una situación en la que Bélgica, por ejemplo, tiene más poder de voto en el FMI que la India. Si se pretende consolidar el papel de liderazgo del FMI como organismo multilateral encargado de velar por el buen funcionamiento del sistema monetario internacional, será necesario ir mucho más allá de la pasada revisión de cuotas, adoptando las medidas que sean necesarias para que los países emergentes se sientan verdaderamente involucrados en la toma de decisiones del FMI, y no a su merced cada vez que sufren una crisis financiera. El compromiso alcanzado por el G-20 de seleccionar a la alta gerencia del Banco Mundial y el FMI sobre la base de criterios de mérito y no de proveniencia geográfica constituye un paso importante en esta dirección.

De facto, con la consolidación del G-20 en sustitución del G-7 como principal foro de discusión, los mercados emergentes han dado un gran paso adelante en lo que respecta a su participación en el proceso de reforma de la arquitectura financiera internacional. A lo largo de la última década, las principales medidas que se adoptaron en este ámbito fueron acordadas de antemano por el G-7 en el que, como es bien sabido, no participa ningún país emergente. En el futuro, en cambio, para abordar este tipo de reformas, las principales economías avanzadas tendrán que llegar a un acuerdo con las principales economías emergentes. En sí mismo, ello otorgará un grado de legitimidad a estas reformas que no tendrá precedente. Este avance no reduce la necesidad de reformar la gobernabilidad del FMI sino que más bien la intensifica dado que es previsible que los países emergentes utilicen el peso que han adquirido en el G-20 para negociar un aumento de su cuota.

También es muy probable que se intensifique la presión sobre los países europeos para que cedan parte de su cuota en el FMI, lo que no resulta sorprendente si tenemos en cuenta que Europa copa aproximadamente un tercio del poder de voto total, además de ocho de las 24 sillas que componen el Directorio Ejecutivo. Muchos observadores, de hecho, atribuyen el fracaso de la pasada revisión de cuotas al empecinamiento europeo por no perder peso en la institución. En este contexto, sería conveniente reactivar el debate sobre la consolidación de la representación europea en el FMI dado que la constitución de una silla única europea permitiría transferir una porción significativa de nuestra cuota común a los mercados emergentes sin perder necesariamente capacidad de influencia en el Fondo.[8] Existe amplio margen de maniobra para que una Europa con representación unitaria ceda cuota sin renunciar al mismo derecho de veto sobre las principales decisiones adoptadas por el Directorio Ejecutivo del que dispone EEUU con solo un 17% del poder de voto. Hasta la fecha, la mayor parte de los gobiernos europeos se han opuesto a la silla única. Sin embargo, en la actualidad este paso constituiría una de las principales contribuciones que podría hacer Europa para fortalecer la gobernabilidad de la economía mundial y, por tanto, sentar las bases de una nueva arquitectura financiera internacional más sólida.

Notas:

[1] Martin Wolf (2009), Fixing International Finance: How to Curb Financial Crises in the 21st Century, Yale University Press, Nueva York.

[2] Véase Javier Díaz Cassou, María Jesús Fernández y Santiago Fernández de Lis (2006), “Las facilidades financieras del FMI: señalización frente a aseguramiento”, Boletín económico del Banco de España, enero.

[3] Bajo un Acuerdo de Derecho de Giro preventivo los países se someten a la condicionalidad del FMI sin hacer uso inmediato de los recursos del Fondo. En el momento en el que surja una crisis, sin embargo, los países tienen asegurado el acceso a los recursos comprometidos por la facilidad. La diferencia principal con la Línea de Crédito Flexible, por tanto, es que en sustitución de los criterios de cualificación universales, se condiciona el apoyo financiero del FMI al cumplimiento de una condicionalidad diseñada caso por caso.

[4] Zhou Xiaochuan, “Reform the International Monetary System”, 23/III/2009.

[5] Véase Martin Wolf, “Foreign Policy and the Global Financial Crisis. Testimony before the Senate Foreign Relations Committee”, 25/III/2009.

[6] Véanse Fred Bergsten, “How to Solve the Problem of the Dollar”, Financial Times, 11/XII/2007, y Fred Bergsten, “We Should Listen to Beijing’s Currency Idea”, Financial Times, 8/IV/2009.

[7] Véase Ralph C. Bryant (2008), “Reform of IMF Quota Shares and Voting Shares: A Missed Opportunity”, Brookings Institution, abril.

[8] Véase Lorenzo Bini Simaghi (2006), “IMF Governance and the Political Economy of a Consolidated European Seat”, en E.M. Truman (ed.), Reforming the IMF for the 21st Century, Special Report 19, Institute for International Economics, abril.