Guillermo León Escobar Herrán
En el terreno de lo político la discusión del legado de Juan Pablo II es diversa. Karol Wojtyla era de hecho uno de los últimos sobrevivientes de entre los protagonistas de los grandes enunciados de cambio de la década de los 60 en Europa Oriental ya que, desde la frontera religiosa, universitaria y filosófica, planteaba urgencias de liberación de los países acogidos en el entonces blindado “Pacto de Varsovia”, que mantenía las señas de un totalitarismo asfixiante. No debe olvidarse que las circunstancias de su vida lo llevaron al conocimiento directo de lo ocurrido en Auschwitz y en Kolyma y, por tanto, de las similitudes de los campos de concentración nazis y los Gulag soviéticos. Estas experiencias lo llevan, junto al Profesor Josef Tischner, al análisis y a la búsqueda de caminos de reflexión, líneas axiológicas que permitieran en su momento organizar la acción ciudadana en torno al rescate de la sociedad polaca y la búsqueda de caminos de liberación.
Es, igualmente, uno de los grandes que supo oportunamente asimilar el significado de la “Conferencia para la Cooperación y la Seguridad Europea”, comúnmente conocida como la Conferencia de Helsinki (1974-1975) –prorrogada en sus efectos por la OCSE– y se dio cuenta de que junto al reconocimiento de las “grandes amenazas” que se cernían sobre la humanidad (armamentismo nuclear, armamentismo convencional, daños ecológicos y el avance de la pobreza) era preciso encontrar un valor que permitiera unificar la acción política e hiciera posible los cambios y los recogiera de manera que no generaran un problema superior al que trataban de superar. Es entonces cuando entra en juego la “Etica de la Solidaridad”, texto –escrito por el Profesor Tischner– que es impulsado por Wojtyla, con su planteamiento constante del papel de la persona en la historia. Desde entonces –año 1976– adoptó para las tareas que impulsaba, y a partir de sus convicciones, el lema “No tengáis miedo”, que si bien es de reconocida estirpe religiosa será adoptado en el terreno de la política como una arenga que hace posible e impulsa el compromiso.
Detrás de la caída del Muro de Berlín, de la Revolución de Terciopelo, de la acción cumplida en los terrenos de la Perestroika y Glasnost de Gorbachev, así como de la preocupación por el “esplendor” de la verdad de Vaclav Havel, hay un Wojtyla, interlocutor, que desde Polonia y luego desde el Vaticano participó activamente en el debate y en los apoyos –desmentidos los unos, reconocidos los otros– a los grupos de presión que dieron finalmente al traste con el totalitarismo y con la guerra fría. Digo interlocutor porque existe la tendencia en centrar en Juan Pablo II el protagonismo único del manejo de la historia, la iniciativa única en la gestión política y, sobre todo, a ignorar a los otros grandes personajes que construyeron esta nueva dimensión de la política, que trajo para Europa la apertura real al diseño de la unión y para el mundo el final de la confrontación ideológica.
Juan Pablo II, interlocutor de ese cambio que se dio en el espacio geográfico de la OTAN, ha dejado huella de ello en su tarea de señalar a los cristianos que aquello que cumplió no era percibido por él desde la frontera exclusiva de lo político. En efecto, convirtió su pensar político en una elaboración doctrinal que se encuentra en sus encíclicas (a saber: Sollicitudo Rei Socialis, 1987, Centesimus Annus, 1991, “Evangelium Viate, 1995, Fides et Radio, 1998), en donde los temas de la paz, de la necesidad del cambio político, de la verdad como fundamento de la acción política y en general de la acción humana, y el constructivo diálogo entre la fe y la razón van abriendo camino a una sociedad que solamente unida puede sobrevivir.
Es preciso recordar que la renovación de la política ocurre dolorosamente a través del descrédito de los partidos políticos acostumbrados a ser partidos de guerra fría, profundamente ideologizados en la percepción de sí mismos y del adversario, con el discurso de la confrontación y una serie desmesurada de “corrupciones” que se silenciaban por el “bien mayor” de una lucha sin cuartel y sin límites, que debía dejar en claro el vencedor de la confrontación ideológica que era definitivo para la “salvación” del mundo, entendiendo con ello, básicamente, la salvación de la cultura occidental. La acción de la que Wojtyla hace parte, trae consigo el ingreso de la sociedad civil en una dimensión de sustitución de los instrumentos políticos tradicionales, que se van a ver superados por organizaciones civiles que asumirán, lenta pero seguramente, el liderazgo en el terreno de la política (y lógicamente su correspondencia en lo religioso) y llegarán a ocupar puestos preeminentes en la tarea de aglutinar transversalmente a quienes hacen política desde el predicamento valórico del Evangelio. Este fenómeno está llamado a aportar una reactivación en la presencia política de los cristianos en la vida civil, que todavía está por evaluar y que causará transformaciones al menos en occidente en lo atinente a las luchas por el poder. No podemos dedicarnos aquí a ese análisis pero será bueno mirar hacia adelante, al futuro de grupos como “Comunión y Liberación”, el “focolarismo” y otros que hacen parte de lo que, en algún momento, se dio en llamar “el ejército ligero” del Papa.
Sin duda alguna, grande fue el aporte de Juan Pablo II en el tema de la paz. Si se toman sus pensamientos y opiniones desde su discurso inaugural como Pontífice en 1978, el mensaje a la ONU en 1988, el establecimiento de la Jornada Internacional de la Paz el primero de enero de cada año dirigido a los Jefes de Estado y de Gobierno y a todos aquellos que tienen poder y las intervenciones anuales ante el Cuerpo Diplomático, así como las jornadas de Paz en Asís, tendremos un pensamiento coherente que, retomando la conferencia de Helsinki, exige el desarme y abre caminos a la solución pacífica de los conflictos. Son múltiples los llamamientos a la paz en cada país en particular, pero son especialmente conocidos aquellos que encontraron la aceptación universal o el desdén de las grandes potencias comprometidas en acciones de guerra “punitivas” las unas, “preventivas” las otras, como son aquellas que tuvieron lugar en Yugoslavia, en la guerra del Golfo o en los episodios del conflicto no resuelto del Líbano o en el no menos problemático de Palestina e Israel, sin olvidar la ultima gran acción cumplida en el caso de la reciente guerra preventiva contra Sadam Husein, en donde –con el asesoramiento de dos grandes pensadores de la política Vaticana, el Cardenal Roger Etchegaray y el Cardenal Tauran– hubo de experimentar la soledad casi plena de un mundo que en general se plegó activamente al apoyo o se declaró activamente neutral para permitir el “buen suceso” de la acción guerrera. El tiempo le daría la razón pero no cambiaría el proceder de quienes han encontrado en la guerra una de las grandes empresas de la propia supervivencia económica y militar.
Desde entonces suponía el olfato, el conocimiento político de Wojtyla o su análisis de las circunstancias que planteaba la geopolítica y su desarrollo en el futuro, que se plantearía el posible enfrentamiento de culturas que más tarde darían renombre a politólogos como Huntington. El carácter anticipatorio de su estrategia cerró, desde los encuentros ecuménicos de Asís, toda posibilidad de convertir estos conflictos en auténticas guerras de religión como lo habían supuesto algunos analistas militares, posición que hubiera favorecido enormemente la estrategia bélica norteamericana por la solidaridad que ello comportaría, convirtiéndola en una especie de cruzada moderna. Esa decisión –terca para algunos– de mantener vivo y creativo el diálogo con el islam va mas allá de lo religioso y esto fue experimentado sobre todo por Hassan II cuando el Papa se dirigió en un famoso discurso a los jóvenes musulmanes.
El “no” decidido a la guerra santa abre caminos a una posibilidad de diálogo civilizador que es preciso seguir construyendo, ya que lo invertido en la fundamentación de esa posibilidad es grande y posee bases bastante firmes. Esta es una herencia que deja el Pontífice de Roma y que todavía es preciso esperar en manos de su sucesor, ya que el nuevo Papa deberá nombrar al secretario de Estado y ministro que maneje las Relaciones Exteriores. Tanto Shimon Peres como el Gran Mufti Ekrima Said Sabri y el Gran Rabino Shmuel Rabinovitch otorgan la certeza de que esta confianza será cierta.
Tema sin el cual no se comprendería el aporte de Karol Wojtyla es aquel vinculado a una percepción clara de los derechos humanos. En buena parte las antenas de las agencias vaticanas están vinculadas a captar y a percibir mejoras o desmejoras en este tema tan sensible al Pontífice, porque para él la macropolítica encuentra su comprobación en la realidad monda y lironda que ofrece pruebas contundentes que avalan o niegan los enunciados de los planteamiemntos generales. Es en este punto donde se origina la gran concordancia de la Santa Sede con la ONU, en el sentido de ser interlocutores de acciones, por demás controlables y demostrables, que ponen –en muchos casos– en evidencia los equívocos de la acción humanitaria. En especial, África y América Latina son las perlas de cuidado de esta acción tendente al respeto de los derechos de los más débiles. Si se analizan los enunciados, las motivaciones de las acciones de estas dos instituciones, no es raro encontrar enormes concordancias que las han conducido a convertir a la Paz en el derecho fundante de los demás derechos, planteamiento muy caro a Wojtyla en el sentido que ello le permitía hablar de una solidaridad mucho más concreta, del derecho a la vida sin la amenaza de la hecatombe que significa la muerte de inocentes en una guerra, en donde la población civil es sacrificada para tener la satisfacción de la captura de un culpable. Esta sensibilidad del Pontífice avanza hacia su compromiso por evitar que los niños participen –cualquiera que sea el bando– en la guerra y que sin duda toda esa fuerza acumulada se oriente a la producción, en especial de alimentos y a alejar a las gentes de los países pobres de esa maldición que constituye el hambre, que –más que la guerra– es su propio destructor.
Superado ese punto, la concepción de los derechos humanos del Papa avanza a la educación en valores que logren comprometer a las juventudes en la creación de familia y en la construcción de comunidades, así como en la participación política. Es interesante que la política ocupe este puesto de tanta responsabilidad, ya que Juan Pablo II estaba convencido de que la postración de las comunidades no solamente se daba por el sometimiento y la presión exteriores sino también, y en igual medida, por la indiferencia y denegación de acción de los propios. Este planteamiento llega a ocupar el tema de las migraciones, al que las sociedades europeas son especialmente sensibles, pero que son un fenómeno mundial que no puede ser ocultado y frente al cual se hace necesario construir respuestas creativas antes de que sea demasiado tarde coyunturalmente para quienes migran y estructuralmente para las sociedades que los reciben o buscan someterlos a procesos de selectividad o rechazarlos. Este es, en buena parte, el fundamento de una satisfacción que tuvo el Papa antes de morir, al publicarse el primer “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”.
Es preciso, a quienes nos ocupamos de la política, aprender a leer detrás de los documentos religiosos las acciones que preparan las iglesias. Por lo general estamos acostumbrados a reaccionar y luego –desde nuestro punto de vista– atribuir a lo que vemos motivaciones para nosotros comprensibles y es allí donde, por lo común, nos equivocamos o podemos fallar en las interpretaciones frente a un poder que va más allá de lo tangible y que generalmente compromete a las personas en una dimensión diferente a la vida común. Karol Wojtyla desarrolló durante muchos años en el “Sínodo de Obispos”, en sus diferentes capítulos de Europa, Asia, Africa, Oceanía y América, profundas sesiones de análisis de la realidad de estos países a evangelizar con la palabra, pero donde los cristianos debían estar comprometidos con la democracia, de tal manera que los pastores y los agentes de la pastoral favorecieran estos compromisos. Es de esos Sínodos de donde surge el planteamiento de establecer frente a la globalización de la economía, la necesaria globalización de la solidaridad, que era el contrafuerte con el cual, una vez vencido el comunismo, se hacía necesario corregir el mercado y las tendencias del liberalismo salvaje. El análisis de los diferentes países es claro y profundo y, aún más, hay “atrevimientos” políticos importantes como aquellos en donde para América se renuncia a una consideración especial ya que es considerada, en unión con los Estados Unidos y con Canadá, un sólo campo de acción pastoral, tal como se plantea en el documento “Iglesia en América”.
Deja el Papa la Iglesia con un mejor punto de partida de como la encontró. De hecho, la Iglesia heredada con el magnífico peso de renovación del Concilio Vaticano II, pero con el peso igualmente fuerte de las dudas –de muchos– sobre su aplicación generadas en la múltiples dificultades que tuvo el Papa Pablo VI para identificar el camino que debería ser emprendido, es grande. No vamos a entrar en el complejo debate de las asuntos internos de la iglesia en su ámbito doctrinal, litúrgico o de organización interna, pero sí se puede decir que el ingreso de Karol Wojtyla, su buen suceso político en el momento de las decisiones de Europa, convirtieron a la Iglesia en el mayor legitimador mundial del poder político general, tanto que hay quienes afirman que la legitimación político-económica de los poderes nacionales se encuentra en Washington, en tanto que la legitimación moral de todos los gobiernos, católicos o no, se encuentra en el Vaticano. Este proceso de presencia moral ascendente, si bien se debe a la clarividencia de Juan XXIII, hubo de esperar el dinamismo y la claridad sociopolítica de Karol Wojtyla quien, dotado de la capacidad de entender el mundo que vivía y cierto de que podía transformarlo, lo hizo con decisión y sin escatimar matices en los más variados puntos. En efecto, no hay tema de los que son decisivos en donde la iglesia no sea interlocutora válida e informada.
Llama la atención igualmente cómo, a pesar de las múltiples divergencias en los más variados campos, aún en aquellos tan sensibles de la moral personal de algunos miembros de la iglesia, ésta es una institución que ejerce casi sin competencia los oficios de mediación cuando aparecen los grandes conflictos sociales, de violencia y aún de terrorismo. En efecto, en la especial situación de América Latina y de África los procesos exitosos de paz han sido mediados por la iglesia y parece ser que en las décadas por venir esa situación no habrá de ser modificada.
Conclusiones
La muerte del Papa Juan Pablo II marca el fin de una era que incluye 45 años desde que en la década de los años 60 se plantearon las interrogantes fundamentales de la supervivencia, la democracia, la construcción de la paz y la búsqueda de respuestas a los desafíos al bien común. Habrá que esperar que el nombrado Benedicto XVI retome la herencia, que en buena parte es propia por la comunidad de pensamiento y de análisis con Juan Pablo II, y prosiga en la búsqueda de caminos para profundizarla.
Karol Wojtyla vive en el gran instrumentario de ideas que nos ha entregado, con la ventaja de no haber sido un teórico sino un pensador-activista que quiso vivir a fondo lo que pensaba y pensar lo que vivía. Desde Benedicto XV, el Papa de la primera guerra mundial, no tenía la iglesia un pensamiento tan orgánico sobre el mundo en el que desarrolla su opción evangélica. Para los estudiosos, Juan Pablo II demorará mucho en morir puesto que la originalidad de su pensamiento político está apenas naciendo y tendrá que someterse a la prueba de la historia.
En el terreno de lo político la discusión del legado de Juan Pablo II es diversa. Karol Wojtyla era de hecho uno de los últimos sobrevivientes de entre los protagonistas de los grandes enunciados de cambio de la década de los 60 en Europa Oriental ya que, desde la frontera religiosa, universitaria y filosófica, planteaba urgencias de liberación de los países acogidos en el entonces blindado “Pacto de Varsovia”, que mantenía las señas de un totalitarismo asfixiante. No debe olvidarse que las circunstancias de su vida lo llevaron al conocimiento directo de lo ocurrido en Auschwitz y en Kolyma y, por tanto, de las similitudes de los campos de concentración nazis y los Gulag soviéticos. Estas experiencias lo llevan, junto al Profesor Josef Tischner, al análisis y a la búsqueda de caminos de reflexión, líneas axiológicas que permitieran en su momento organizar la acción ciudadana en torno al rescate de la sociedad polaca y la búsqueda de caminos de liberación.
Es, igualmente, uno de los grandes que supo oportunamente asimilar el significado de la “Conferencia para la Cooperación y la Seguridad Europea”, comúnmente conocida como la Conferencia de Helsinki (1974-1975) –prorrogada en sus efectos por la OCSE– y se dio cuenta de que junto al reconocimiento de las “grandes amenazas” que se cernían sobre la humanidad (armamentismo nuclear, armamentismo convencional, daños ecológicos y el avance de la pobreza) era preciso encontrar un valor que permitiera unificar la acción política e hiciera posible los cambios y los recogiera de manera que no generaran un problema superior al que trataban de superar. Es entonces cuando entra en juego la “Etica de la Solidaridad”, texto –escrito por el Profesor Tischner– que es impulsado por Wojtyla, con su planteamiento constante del papel de la persona en la historia. Desde entonces –año 1976– adoptó para las tareas que impulsaba, y a partir de sus convicciones, el lema “No tengáis miedo”, que si bien es de reconocida estirpe religiosa será adoptado en el terreno de la política como una arenga que hace posible e impulsa el compromiso.
Detrás de la caída del Muro de Berlín, de la Revolución de Terciopelo, de la acción cumplida en los terrenos de la Perestroika y Glasnost de Gorbachev, así como de la preocupación por el “esplendor” de la verdad de Vaclav Havel, hay un Wojtyla, interlocutor, que desde Polonia y luego desde el Vaticano participó activamente en el debate y en los apoyos –desmentidos los unos, reconocidos los otros– a los grupos de presión que dieron finalmente al traste con el totalitarismo y con la guerra fría. Digo interlocutor porque existe la tendencia en centrar en Juan Pablo II el protagonismo único del manejo de la historia, la iniciativa única en la gestión política y, sobre todo, a ignorar a los otros grandes personajes que construyeron esta nueva dimensión de la política, que trajo para Europa la apertura real al diseño de la unión y para el mundo el final de la confrontación ideológica.
Juan Pablo II, interlocutor de ese cambio que se dio en el espacio geográfico de la OTAN, ha dejado huella de ello en su tarea de señalar a los cristianos que aquello que cumplió no era percibido por él desde la frontera exclusiva de lo político. En efecto, convirtió su pensar político en una elaboración doctrinal que se encuentra en sus encíclicas (a saber: Sollicitudo Rei Socialis, 1987, Centesimus Annus, 1991, “Evangelium Viate, 1995, Fides et Radio, 1998), en donde los temas de la paz, de la necesidad del cambio político, de la verdad como fundamento de la acción política y en general de la acción humana, y el constructivo diálogo entre la fe y la razón van abriendo camino a una sociedad que solamente unida puede sobrevivir.
Es preciso recordar que la renovación de la política ocurre dolorosamente a través del descrédito de los partidos políticos acostumbrados a ser partidos de guerra fría, profundamente ideologizados en la percepción de sí mismos y del adversario, con el discurso de la confrontación y una serie desmesurada de “corrupciones” que se silenciaban por el “bien mayor” de una lucha sin cuartel y sin límites, que debía dejar en claro el vencedor de la confrontación ideológica que era definitivo para la “salvación” del mundo, entendiendo con ello, básicamente, la salvación de la cultura occidental. La acción de la que Wojtyla hace parte, trae consigo el ingreso de la sociedad civil en una dimensión de sustitución de los instrumentos políticos tradicionales, que se van a ver superados por organizaciones civiles que asumirán, lenta pero seguramente, el liderazgo en el terreno de la política (y lógicamente su correspondencia en lo religioso) y llegarán a ocupar puestos preeminentes en la tarea de aglutinar transversalmente a quienes hacen política desde el predicamento valórico del Evangelio. Este fenómeno está llamado a aportar una reactivación en la presencia política de los cristianos en la vida civil, que todavía está por evaluar y que causará transformaciones al menos en occidente en lo atinente a las luchas por el poder. No podemos dedicarnos aquí a ese análisis pero será bueno mirar hacia adelante, al futuro de grupos como “Comunión y Liberación”, el “focolarismo” y otros que hacen parte de lo que, en algún momento, se dio en llamar “el ejército ligero” del Papa.
Sin duda alguna, grande fue el aporte de Juan Pablo II en el tema de la paz. Si se toman sus pensamientos y opiniones desde su discurso inaugural como Pontífice en 1978, el mensaje a la ONU en 1988, el establecimiento de la Jornada Internacional de la Paz el primero de enero de cada año dirigido a los Jefes de Estado y de Gobierno y a todos aquellos que tienen poder y las intervenciones anuales ante el Cuerpo Diplomático, así como las jornadas de Paz en Asís, tendremos un pensamiento coherente que, retomando la conferencia de Helsinki, exige el desarme y abre caminos a la solución pacífica de los conflictos. Son múltiples los llamamientos a la paz en cada país en particular, pero son especialmente conocidos aquellos que encontraron la aceptación universal o el desdén de las grandes potencias comprometidas en acciones de guerra “punitivas” las unas, “preventivas” las otras, como son aquellas que tuvieron lugar en Yugoslavia, en la guerra del Golfo o en los episodios del conflicto no resuelto del Líbano o en el no menos problemático de Palestina e Israel, sin olvidar la ultima gran acción cumplida en el caso de la reciente guerra preventiva contra Sadam Husein, en donde –con el asesoramiento de dos grandes pensadores de la política Vaticana, el Cardenal Roger Etchegaray y el Cardenal Tauran– hubo de experimentar la soledad casi plena de un mundo que en general se plegó activamente al apoyo o se declaró activamente neutral para permitir el “buen suceso” de la acción guerrera. El tiempo le daría la razón pero no cambiaría el proceder de quienes han encontrado en la guerra una de las grandes empresas de la propia supervivencia económica y militar.
Desde entonces suponía el olfato, el conocimiento político de Wojtyla o su análisis de las circunstancias que planteaba la geopolítica y su desarrollo en el futuro, que se plantearía el posible enfrentamiento de culturas que más tarde darían renombre a politólogos como Huntington. El carácter anticipatorio de su estrategia cerró, desde los encuentros ecuménicos de Asís, toda posibilidad de convertir estos conflictos en auténticas guerras de religión como lo habían supuesto algunos analistas militares, posición que hubiera favorecido enormemente la estrategia bélica norteamericana por la solidaridad que ello comportaría, convirtiéndola en una especie de cruzada moderna. Esa decisión –terca para algunos– de mantener vivo y creativo el diálogo con el islam va mas allá de lo religioso y esto fue experimentado sobre todo por Hassan II cuando el Papa se dirigió en un famoso discurso a los jóvenes musulmanes.
El “no” decidido a la guerra santa abre caminos a una posibilidad de diálogo civilizador que es preciso seguir construyendo, ya que lo invertido en la fundamentación de esa posibilidad es grande y posee bases bastante firmes. Esta es una herencia que deja el Pontífice de Roma y que todavía es preciso esperar en manos de su sucesor, ya que el nuevo Papa deberá nombrar al secretario de Estado y ministro que maneje las Relaciones Exteriores. Tanto Shimon Peres como el Gran Mufti Ekrima Said Sabri y el Gran Rabino Shmuel Rabinovitch otorgan la certeza de que esta confianza será cierta.
Tema sin el cual no se comprendería el aporte de Karol Wojtyla es aquel vinculado a una percepción clara de los derechos humanos. En buena parte las antenas de las agencias vaticanas están vinculadas a captar y a percibir mejoras o desmejoras en este tema tan sensible al Pontífice, porque para él la macropolítica encuentra su comprobación en la realidad monda y lironda que ofrece pruebas contundentes que avalan o niegan los enunciados de los planteamiemntos generales. Es en este punto donde se origina la gran concordancia de la Santa Sede con la ONU, en el sentido de ser interlocutores de acciones, por demás controlables y demostrables, que ponen –en muchos casos– en evidencia los equívocos de la acción humanitaria. En especial, África y América Latina son las perlas de cuidado de esta acción tendente al respeto de los derechos de los más débiles. Si se analizan los enunciados, las motivaciones de las acciones de estas dos instituciones, no es raro encontrar enormes concordancias que las han conducido a convertir a la Paz en el derecho fundante de los demás derechos, planteamiento muy caro a Wojtyla en el sentido que ello le permitía hablar de una solidaridad mucho más concreta, del derecho a la vida sin la amenaza de la hecatombe que significa la muerte de inocentes en una guerra, en donde la población civil es sacrificada para tener la satisfacción de la captura de un culpable. Esta sensibilidad del Pontífice avanza hacia su compromiso por evitar que los niños participen –cualquiera que sea el bando– en la guerra y que sin duda toda esa fuerza acumulada se oriente a la producción, en especial de alimentos y a alejar a las gentes de los países pobres de esa maldición que constituye el hambre, que –más que la guerra– es su propio destructor.
Superado ese punto, la concepción de los derechos humanos del Papa avanza a la educación en valores que logren comprometer a las juventudes en la creación de familia y en la construcción de comunidades, así como en la participación política. Es interesante que la política ocupe este puesto de tanta responsabilidad, ya que Juan Pablo II estaba convencido de que la postración de las comunidades no solamente se daba por el sometimiento y la presión exteriores sino también, y en igual medida, por la indiferencia y denegación de acción de los propios. Este planteamiento llega a ocupar el tema de las migraciones, al que las sociedades europeas son especialmente sensibles, pero que son un fenómeno mundial que no puede ser ocultado y frente al cual se hace necesario construir respuestas creativas antes de que sea demasiado tarde coyunturalmente para quienes migran y estructuralmente para las sociedades que los reciben o buscan someterlos a procesos de selectividad o rechazarlos. Este es, en buena parte, el fundamento de una satisfacción que tuvo el Papa antes de morir, al publicarse el primer “Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia”.
Es preciso, a quienes nos ocupamos de la política, aprender a leer detrás de los documentos religiosos las acciones que preparan las iglesias. Por lo general estamos acostumbrados a reaccionar y luego –desde nuestro punto de vista– atribuir a lo que vemos motivaciones para nosotros comprensibles y es allí donde, por lo común, nos equivocamos o podemos fallar en las interpretaciones frente a un poder que va más allá de lo tangible y que generalmente compromete a las personas en una dimensión diferente a la vida común. Karol Wojtyla desarrolló durante muchos años en el “Sínodo de Obispos”, en sus diferentes capítulos de Europa, Asia, Africa, Oceanía y América, profundas sesiones de análisis de la realidad de estos países a evangelizar con la palabra, pero donde los cristianos debían estar comprometidos con la democracia, de tal manera que los pastores y los agentes de la pastoral favorecieran estos compromisos. Es de esos Sínodos de donde surge el planteamiento de establecer frente a la globalización de la economía, la necesaria globalización de la solidaridad, que era el contrafuerte con el cual, una vez vencido el comunismo, se hacía necesario corregir el mercado y las tendencias del liberalismo salvaje. El análisis de los diferentes países es claro y profundo y, aún más, hay “atrevimientos” políticos importantes como aquellos en donde para América se renuncia a una consideración especial ya que es considerada, en unión con los Estados Unidos y con Canadá, un sólo campo de acción pastoral, tal como se plantea en el documento “Iglesia en América”.
Deja el Papa la Iglesia con un mejor punto de partida de como la encontró. De hecho, la Iglesia heredada con el magnífico peso de renovación del Concilio Vaticano II, pero con el peso igualmente fuerte de las dudas –de muchos– sobre su aplicación generadas en la múltiples dificultades que tuvo el Papa Pablo VI para identificar el camino que debería ser emprendido, es grande. No vamos a entrar en el complejo debate de las asuntos internos de la iglesia en su ámbito doctrinal, litúrgico o de organización interna, pero sí se puede decir que el ingreso de Karol Wojtyla, su buen suceso político en el momento de las decisiones de Europa, convirtieron a la Iglesia en el mayor legitimador mundial del poder político general, tanto que hay quienes afirman que la legitimación político-económica de los poderes nacionales se encuentra en Washington, en tanto que la legitimación moral de todos los gobiernos, católicos o no, se encuentra en el Vaticano. Este proceso de presencia moral ascendente, si bien se debe a la clarividencia de Juan XXIII, hubo de esperar el dinamismo y la claridad sociopolítica de Karol Wojtyla quien, dotado de la capacidad de entender el mundo que vivía y cierto de que podía transformarlo, lo hizo con decisión y sin escatimar matices en los más variados puntos. En efecto, no hay tema de los que son decisivos en donde la iglesia no sea interlocutora válida e informada.
Llama la atención igualmente cómo, a pesar de las múltiples divergencias en los más variados campos, aún en aquellos tan sensibles de la moral personal de algunos miembros de la iglesia, ésta es una institución que ejerce casi sin competencia los oficios de mediación cuando aparecen los grandes conflictos sociales, de violencia y aún de terrorismo. En efecto, en la especial situación de América Latina y de África los procesos exitosos de paz han sido mediados por la iglesia y parece ser que en las décadas por venir esa situación no habrá de ser modificada.
Conclusiones
La muerte del Papa Juan Pablo II marca el fin de una era que incluye 45 años desde que en la década de los años 60 se plantearon las interrogantes fundamentales de la supervivencia, la democracia, la construcción de la paz y la búsqueda de respuestas a los desafíos al bien común. Habrá que esperar que el nombrado Benedicto XVI retome la herencia, que en buena parte es propia por la comunidad de pensamiento y de análisis con Juan Pablo II, y prosiga en la búsqueda de caminos para profundizarla.
Karol Wojtyla vive en el gran instrumentario de ideas que nos ha entregado, con la ventaja de no haber sido un teórico sino un pensador-activista que quiso vivir a fondo lo que pensaba y pensar lo que vivía. Desde Benedicto XV, el Papa de la primera guerra mundial, no tenía la iglesia un pensamiento tan orgánico sobre el mundo en el que desarrolla su opción evangélica. Para los estudiosos, Juan Pablo II demorará mucho en morir puesto que la originalidad de su pensamiento político está apenas naciendo y tendrá que someterse a la prueba de la historia.