7 de febrero de 2009

LA DIPLOMACIA EN TIEMPOS DE FE


Thomas F. Farr

Estados Unidos es una nación religiosa, pero ni los estudiosos de la política exterior estadounidense ni los diplomáticos de ese país se han tomado la religión con mucha seriedad. Desde el inicio de las Relaciones Internacionales como disciplina autónoma, su enfoque ha estado definido por la subordinación westfaliana de la religión al Estado del siglo XVII. Por consiguiente, como ha señalado Daniel Philpott, especialista en Relaciones Internacionales, la mayoría de los internacionalistas simplemente han “asumido la ausencia de la religión entre los factores que tienen influencia sobre los Estados”.

Pero, como dice el sociólogo Peter Berger, el mundo es hoy “tan frenéticamente religioso como lo ha sido siempre, y en algunos lugares lo es más que nunca”. Berger fue uno de los primeros estudiosos en poner en tela de juicio la “teoría de la secularización”, la cual sostiene que la religión irá en declive mientras avanza la modernidad. En realidad, a lo largo de las últimas décadas, ha sucedido lo contrario. La fe, lejos de abandonar el escenario mundial, ha desempeñado un papel cada vez más importante en las relaciones humanas, incluso mientras la modernización avanza a pasos acelerados. La revolución chií de Irán en 1979, el papel de la Iglesia católica en la “tercera ola” de democratización y los ataques del 11-S son todos ejemplos de la importancia que ha adquirido la religión como fuerza global. Sin embargo, la mayor parte de los analistas y de los formuladores de políticas públicas han seguido sumidos en la ignorancia o en la confusión. Ahora, los estudiosos están apresurándose para reexaminar la cuestión de la fe en las relaciones internacionales —su “regreso del exilio”, como lo describe un estudio—. Desafortunadamente, los formuladores de políticas públicas están aún más rezagados y las implicaciones para los intereses nacionales de Estados Unidos son preocupantes.

Si acaso los analistas y los formuladores de políticas públicas estadounidenses han notado el resurgimiento de la religiosidad, lo han considerado como un problema para la política exterior estadounidense. Esta preocupación carece de fundamento. Estados Unidos no debería ver la desecularización global en términos estrictamente defensivos, ya que es tanto una oportunidad como una amenaza. En lugar de obstaculizar el avance de la libertad, como consideran muchos secularistas, las ideas y los actores religiosos pueden apuntalar y expandir la libertad ordenada. Para la mayor parte del mundo, la búsqueda religiosa está en el corazón de la dignidad humana. Más aún, la historia sugiere que la protección y el control de la libertad religiosa por el bien común son elementos vitales para que la democracia perdure. Los datos de las ciencias sociales muestran fuertes correlaciones entre la libertad religiosa y los bienes sociales, económicos y políticos.

Por consiguiente, la diplomacia de Estados Unidos debe actuar con determinación para hacer de la defensa y de la expansión de la libertad religiosa un componente central de su política exterior. De hacerlo, Estados Unidos adquirirá una nueva y poderosa herramienta para hacer avanzar la libertad ordenada y para debilitar el extremismo religioso, en un momento en el que otras estrategias han demostrado ser inadecuadas. Una semana antes de la elección presidencial de noviembre, la emblemática Ley de Libertad Religiosa Internacional (IRF, por sus siglas en inglés) celebrará su décimo aniversario. Esa ley establecía que la promoción de la libertad religiosa debía ser un elemento central de la política exterior estadounidense. Pero ni los gobiernos demócratas ni los republicanos, ni tampoco el Departamento de Estado, han visto realmente a la Ley IRF como una herramienta política general —de hecho, la consideran nada más como una medida humanitaria estrecha, sin relación alguna con intereses estadounidenses más amplios—. Una nueva política sobre la libertad religiosa puede empezar por explotar el considerable potencial de esta ley. Pero el éxito en el largo plazo requerirá que se amplíe de manera significativa la prioridad actual: oponerse a la persecución religiosa y sacar de la cárcel a los prisioneros religiosos. Una política de IRF efectiva también debe incluir el equilibrio entre la superposición de las autoridades religiosas y estatales, particularmente frente a una cuestión crítica: cómo podrían las normas basadas en la religión influir legítimamente en la política pública.

La desecularización y sus detractores

La reaparición de la religión pública en el escenario mundial tiene implicaciones complejas. La religión ha fortalecido, tanto como minado, el autogobierno estable. Ha promovido la reforma política y los derechos humanos, pero también ha inducido a la irracionalidad, a la persecución, al extremismo y al terrorismo. Es posible que el islam radical domine los titulares de los diarios, pero la importancia de la religión difícilmente está confinada a los países de mayoría musulmana o a la diáspora musulmana. Un estallido de devoción religiosa entre los ciudadanos chinos preocupa cada vez más a los funcionarios comunistas. Las ideas y los actores religiosos afectan el destino de la democracia en Rusia, así como las relaciones entre las potencias nucleares India y Pakistán, y la consolidación de la democracia en América Latina. Incluso en Europa Occidental —que se ha visto a sí misma como un laboratorio para la secularización—, la religión, en la forma del Islam y de los grupos del renacimiento cristiano, simplemente no desaparecerá.

El mundo está desbordante de comunidades, de teologías y de movimientos religiosos con consecuencias evidentes para todos. Y hay pocas razones para creer que este panorama cambiará pronto. Alrededor del mundo, las encuestas muestran un incremento en la afiliación religiosa y en el deseo de los líderes religiosos de participar más en la política. Dos destacados demógrafos religiosos, Todd Johnson y David Barret, han concluido que “las tendencias demográficas, combinadas con estimaciones conservadoras de conversiones y deserciones, prevén que más del 80% de la población mundial seguirá estando afiliada a alguna religión durante 200 años más”.

El tema central de la seguridad nacional de Estados Unidos es el terrorismo islamista, fomentado por interpretaciones radicales del Islam. El wahabismo, que ha proporcionado gran parte del oxígeno teológico a al Qaeda, aún domina en Arabia Saudita y ha sido exportado internacionalmente a comunidades suníes. Pero Osama bin Laden y el wahabismo no son, ni con mucho, los únicos ejemplos del “islam político” con implicaciones importantes para la seguridad de Estados Unidos. En Iraq, las doctrinas y los líderes chiíes son un factor fundamental para determinar si la democracia iraquí sobrevivirá. En Irán, una pregunta central es si los actores religiosos pueden reformar el chiismo revolucionario legado por el ayatolá Ruhollah Khomeini. A lo largo y ancho del Medio Oriente, la división entre suníes y chiíes es cada vez más importante.

En otros lugares del mundo musulmán, la religión dirige fuerzas políticas poderosas en países clave para los intereses estadounidenses. En Egipto, la Hermandad Musulmana representa una línea del islamismo que ha engendrado o nutrido a líderes radicales, desde Sayyid Qutb hasta Ayman al Zawahiri y bin Laden, aunque ahora opere como un partido político democrático. Hamás, una rama de la Hermandad, adquirió poder en las elecciones palestinas y ha colocado al extremismo islamista en el centro del conflicto entre Israel y Palestina. Hezbolá ha surgido como un importante protagonista de la política libanesa, aun cuando es financiado por Teherán y sigue amenazando a Israel.

En el mundo musulmán, también tienen lugar acontecimientos alentadores. En Turquía, el Partido Islamista de la Justicia y el Desarrollo (AKP, por sus siglas en turco) obtuvo el año pasado una victoria decisiva en las elecciones parlamentarias, a pesar de los temores profundamente asentados hacia el Islam político entre amplios sectores de una sociedad turca habituados al secularismo impuesto por el kemalismo. El AKP está demostrando que los partidos religiosos no necesitan desviarse hacia el fanatismo; ha tenido éxito con un buen ejercicio del poder, con la aplicación de políticas económicas adecuadas y con el desarrollo de una filosofía islámica de gobierno que contiene elementos liberales significativos. Los sondeos muestran que los turcos se están volviendo más religiosos y, al mismo tiempo, más opuestos a las leyes extremistas de la sharia. En Indonesia, las comunidades islámicas se están resistiendo al extremismo y están haciendo importantes contribuciones a la sociedad civil y a la gobernabilidad democrática. Mientras la Freedom House califica favorablemente a Turquía y a Indonesia en materia de libertad política y de libertades civiles, no obstante, en ambos países la libertad religiosa sigue siendo un punto débil. En cada uno de estos países, la consolidación de la democracia necesitará avanzar en este frente. Resulta interesante que, con la participación democrática de las comunidades islámicas, las posibilidades parecen aumentar y no disminuir.

La respuesta de la diplomacia de Estados Unidos a la estructura religiosa que domina el orden internacional ha sido, en el mejor de los casos, inconsistente y a menudo incoherente. Un estudio reciente del Center for Strategic and International Studies concluye que “los funcionarios del gobierno de Estados Unidos suelen ser reacios a tratar el tema de la religión, ya sea en respuesta a una tradición secular legal y política de Estados Unidos… o simplemente porque la religión se percibe como un tema demasiado complicado o sensible. El marco institucional actual del gobierno estadounidense para tratar los asuntos religiosos es limitado y a menudo concibe a las religiones como fuerzas problemáticas o monolíticas; además, le otorga demasiada importancia al análisis del Islam centrado en el terrorismo y, en ocasiones, relega a la religión como un asunto humanitario o cultural de carácter periférico”.

Esta ambivalencia con respecto a la religión, en general, y hacia el Islam, en particular, ha sido una profunda debilidad de la estrategia estadounidense para contrarrestar el extremismo islamista. En cuanto a la diplomacia pública y privada, así como a los programas de ayuda exterior y de democracia, la política de Estados Unidos ha estado plagada de confusión acerca del papel —si es que existe— que deben desempeñar las comunidades islámicas. Al decidir cómo “dragar los pantanos” de las patologías sociales, políticas y económicas que nutren al extremismo islamista, los funcionarios estadounidenses nunca han formulado una política exhaustiva hacia el Islam; ni siquiera logran decidir qué se entiende exactamente por “musulmán moderado”. Desde el 11-S, el Medio Oriente se ha visto inundado por dólares estadounidenses destinados a promover la democracia, pero, por regla general, los programas respectivos no se han dirigido hacia los principales promotores de la cultura, de la política y de la sociedad civil local (es decir, las comunidades religiosas musulmanas y los partidos políticos islamistas).

Se han propuesto y retirado diversas estrategias para incluir a los musulmanes: desde la funesta Shared Values Initiative hasta el programa Muslim World Outreach. Algunas de estas estrategias reflejaron la propia confusión moral de Estados Unidos y su cultura regida por las encuestas. Los intentos por “llegar” a la juventud musulmana se han centrado a menudo en la música pop estadounidense; un presidente de la US Broadcasting Board of Governors declaró solemnemente que la estrella pop Britney Spears “representa el sonido de la libertad”. Al evaluar la actuación de Karen Hughes, la zarina de la diplomacia pública saliente, el politólogo Robert Satloff señaló que ella consideraba que su trabajo consistía en mejorar las cifras de aprobación de Estados Unidos, y no en involucrarse en la guerra de ideas del Islam.

El punto ciego del secularismo

La raíz del problema está en las costumbres seculares del pensamiento dominante entre la comunidad de política exterior estadounidense. La mayoría de los analistas carece del vocabulario y de la imaginación para diseñar medidas que se sirvan de la religión, carencia común a todas las grandes escuelas de política exterior. Los realistas modernos ven a los regímenes autoritarios como socios para contener al islam radical y no tienen nada que decir acerca de la religión: sólo la describen como un instrumento de poder. Los internacionalistas liberales, generalmente recelosos del papel de la religión en la vida pública, ven a las religiones como la antítesis de los derechos humanos y consideran que crean demasiados desacuerdos para contribuir a la estabilidad democrática. Los neoconservadores ponen énfasis en el excepcionalismo estadounidense y en el valor de la democracia, pero la mayoría ha prestado poca atención real a los actores religiosos o a sus creencias. Como resultado, la “agenda de la libertad” de Estados Unidos se ha debilitado seriamente.

Hay una amplia confusión sobre el papel adecuado de la religión en la política pública. La creencia persistente de que la religión es intrínsecamente emotiva e irracional y, por lo tanto, opuesta a la modernidad, excluye un pensamiento claro acerca de la relación entre la religión y la democracia. En las políticas públicas no se presta suficiente atención al trabajo de los científicos sociales, como Brian Grim y Roger Finke, que sugiere que la libertad religiosa está ligada al bienestar de las sociedades. La mayoría de los funcionarios estadounidenses estaban habituados a la filosofía de la estricta separación de la Iglesia y el Estado y, sencillamente, se resisten a analizar la religión como un asunto de política pública. (A finales de los noventa, un alto funcionario devolvió al Secretario de Estado un memorando que contenía un tema religioso con una adusta nota explicando que no se trataba de un tema pertinente para el análisis). Aunque algunas acciones de Estados Unidos en el ámbito de la religión podrían generar problemas constitucionales, su Constitución ni ordena la ignorancia religiosa ni proscribe su práctica pública. Lo que requiere de modo inequívoco es la defensa de la libertad religiosa.

Dicho desorden atraviesa la división convencional entre la izquierda y la derecha. Los rígidos instintos separatistas de la izquierda señalan que la religión debe ser un asunto privado, pero el multiculturalismo liberal va en otra dirección. En la derecha, algunos quieren que su religión ocupe el espacio público, excepto el Islam, al que consideran teológicamente defectuoso y una plataforma de lanzamiento para el extremismo. En este sentido, el punto de vista de los conservadores acerca del Islam político coincide con el de los secularistas liberales.

La política estadounidense, excesivamente influida por este pensamiento, no busca promover la libertad religiosa de forma sistemática. El Departamento de Estado ha hecho modestos esfuerzos para luchar contra la persecución religiosa, pero las denuncias de Estados Unidos rara vez tienen un impacto significativo. Incluso si hubieran reducido la persecución, esto no significaría, en sí mismo, libertad religiosa. En una conferencia de prensa para anunciar a los gobiernos considerados por la Ley IRF como los peores perseguidores religiosos, un portavoz del Departamento de Estado dijo que los objetivos de la política de Estados Unidos eran “oponerse a la persecución religiosa, liberar a los prisioneros religiosos y promover la libertad religiosa”. Este resumen ejemplifica lo que ha salido mal. Los dos primeros objetivos han sido tan dominantes que el tercero casi se ha perdido.

La persecución religiosa suele estar asociada con un abuso atroz —tortura, violación, encarcelamiento injusto— basado en la religión. Con toda seguridad, un orden político centrado en la libertad religiosa está exento de dichos abusos, pero también protege los derechos de los individuos y de los grupos para que actúen públicamente de manera consistente con sus creencias. Más importante aún, estos derechos incluyen la libertad de influir en la política pública dentro de los límites de las normas liberales. Plantear este aspecto de la libertad religiosa es un paso crítico para crear un autogobierno estable en sociedades con grupos religiosos poderosos: un paso que la política actual de Estados Unidos ignora.

Después de que Estados Unidos depusiera al régimen talibán en 2001, los afganos eligieron un gobierno democrático y ratificaron una constitución también democrática, con lo que la terrible persecución religiosa de mujeres afganas y de minorías chiíes disminuyó drásticamente. Pero dichos sucesos no trajeron la libertad religiosa. El gobierno afgano ya no tortura a la gente por su religión, pero sigue presentando cargos contra apóstatas y blasfemos, incluidos los funcionarios y periodistas que pretendan discutir las enseñanzas del Islam. En lugar de ver dichos casos como serios obstáculos para la consolidación de la democracia afgana, el Departamento de Estado los ha tratado como problemas humanitarios. Cantó victoria cuando las presiones de Estados Unidos evitaron que el cristiano converso Abdul Rahman fuera sometido a un proceso por apostasía (y a una segura ejecución), permitiéndole huir del país por temor a su vida.

Pero, de hecho, el caso Rahman significó una derrota para la política de la IRF de Estados Unidos, debido a que ignoró el problema real: es poco probable que la democracia de Afganistán perdure, a menos que defienda el derecho de todos los ciudadanos afganos a disfrutar de una libertad religiosa plena, particularmente el derecho de los musulmanes a debatir sobre la libertad y el bien común, el papel que desempeña la Sharia, así como el nexo entre religión y Estado. Este tipo de discurso sostenido es vital para el éxito de cualquier democracia islámica y para vencer al radicalismo islamista. La política de la IRF de Estados Unidos debe hacer frente a este problema en Afganistán y en otros lugares, pero carece de los recursos, del poder burocrático y del mandato para hacerlo.

Con la Ley IRF, se creó una oficina en el Departamento de Estado, encabezada por un embajador especial, para monitorear la persecución religiosa alrededor del mundo, para publicar un informe anual sobre la libertad religiosa y para elaborar una lista anual de los países en los que la persecución es más grave. Cuando un país aparece en la lista, el Secretario de Estado debe considerar si se emprenden acciones punitivas, que pueden incluir la imposición de sanciones económicas en su contra. Este marco ha tenido algunos éxitos modestos. Los embajadores de la IRF han evitado la aprobación de algunas malas leyes y han logrado la liberación de algunos prisioneros religiosos. El actual embajador ha negociado con gobiernos que figuran en la lista, principalmente con Vietnam y Arabia Saudita, sobre lo que deben hacer para dejar de figurar en el listado.

Desafortunadamente, el esfuerzo contra la persecución religiosa se considera, por lo general, poco más que una apuesta humanitaria aislada. La mayoría de los gobiernos extranjeros la percibe como un asunto del manejo que quiere hacer Estados Unidos del mundo. En el Departamento de Estado, la política de la IRF está en una cuarentena funcional y burocrática. Tanto el gobierno de Clinton como el de Bush subordinaron al embajador de la IRF y a su despacho a la oficina de derechos humanos, la cual está fuera del meollo de la política exterior. Esto significa, entre otras cosas, que el embajador está subordinado a un funcionario de menor rango y, a diferencia de otros embajadores especiales, no asiste a las reuniones de los funcionarios principales. Cuando se llevan a cabo reuniones de funcionarios de alto nivel sobre la política de Estados Unidos en China o en Arabia Saudita —o incluso sobre cómo acercarse al islam— no se considera relevante la función de la IRF. Visto desde fuera del Departamento de Estado, esto puede parecer banal, pero visto desde el interior, transmite un mensaje mortal: la IRF no es un asunto central en la política exterior y puede ignorarse sin problema.

Algunos de estos asuntos se han tratado con lentitud. Los programas financiados por Estados Unidos, especialmente aquéllos administrados por la Asia Foundation, están pagando dividendos en Indonesia, donde parece que se está desarrollando una interpretación moderada de la Sharia. La Embajada de Estados Unidos en Nigeria consiguió que los musulmanes y los cristianos reflexionaran juntos acerca de los beneficios religiosos de la democracia. Pero dichos programas tienen recursos insuficientes y operan sin un mandato claro.

La situación sólo mejorará realmente si Washington integra plenamente las consideraciones religiosas en su política exterior. Un embajador en una pequeña oficina del Departamento de Estado, desafortunadamente percibido como representante de un interés especial, no puede ser portador del mensaje. Este asunto debe plantearse desde un departamento que, entre otras cosas, eleve la autoridad del embajador. Pero se necesitará mucho más que un reacomodo burocrático. Si la libertad religiosa debe contribuir a la seguridad nacional de Estados Unidos, serán necesarios cambios importantes en las políticas públicas.

Desecularizar la diplomacia

Cómo puede una nueva estrategia para la religión y la libertad religiosa brindar consistencia a la política exterior de Estados Unidos, mientras se promueven los intereses de seguridad estadounidenses en el mundo musulmán y más allá? Primero, adoptando un principio general: en los asuntos humanos, la religión es normativa, no epifenomenal. Los formuladores de políticas públicas deberían ver a la religión tal como lo hacen con la economía y la política, es decir, como algo que guía la conducta de los pueblos y de los gobiernos de forma importante. Al igual que la motivación política y económica, la motivación religiosa puede actuar como un multiplicador de comportamientos, tanto destructivos como constructivos, a menudo con resultados más intensos. Cuando se asocia a la fe con la identidad social, con el origen étnico o con la nacionalidad, se convierte en un centro todavía más importante de la política exterior.

El problema es más urgente en el Medio Oriente ampliado. Al menos 5 países en la región —Arabia Saudita, Egipto, Irán, Iraq y Pakistán— tienen un peso decisivo para la seguridad nacional de Estados Unidos, porque cada uno de ellos es una fuente importante de extremismo islamista. La consolidación de la democracia en cualquiera de estos países significaría un estímulo para la reforma en los países vecinos, pero cada uno de ellos presenta obstáculos diferentes y considerables. Los reformadores ven la actual política estadounidense de la IRF en estos países como unilateralismo e imperialismo cultural de Estados Unidos. Una política renovada podría ayudar a superar dichos temores, estimular a los actores religiosos a adoptar instituciones democráticas y llevar, en el largo plazo, a alcanzar la libertad religiosa y la democracia duradera.

La constitución cuasiliberal de Iraq y las elecciones han demostrado cómo la religión es la base de la cultura política iraquí. Ahora está claro que Estados Unidos no ha prestado suficiente atención a este factor, junto con muchos otros, en sus planes para Iraq. Una solución duradera en Iraq requerirá la participación de actores religiosos que puedan hablar desde el centro de sus respectivas comunidades. Por consiguiente, la diplomacia de Estados Unidos debe trabajar para otorgar poder a los líderes religiosos, como al influyente clérigo chií, el gran ayatolá Ali al Sistani, y a sus contrapartes suníes. Debería adoptarse la recomendación del Grupo de Estudio de Iraq de mandar a un enviado chií estadounidense a Sistani, pero éste no debería ser tratado como cualquier otro entre los líderes sectarios en Iraq. El tipo de chiismo de Sistani, abierto a la democracia y, hasta cierto punto, a las normas liberales, podría ser decisivo para la consolidación de la democracia iraquí. Podría otorgar cierta garantía teológica para la tolerancia y, con el tiempo, para la libertad religiosa. También podría desempeñar un papel positivo en Irán, donde Sistani nació y se formó, y donde ahora tiene muchos seguidores.

Irán tiene un potencial democrático considerable, y no únicamente entre los poco más de 30 seculares modernistas que son la esperanza de los analistas occidentales. Un camino poco estudiado para la reforma democrática en Irán depende de los juristas iraníes, quienes podrían haberse desviado del modelo de despotismo clerical de Khomeini, y algunos de los cuales se interesan en el experimento de Sistani. Por ahora, a pesar de su descontento con el gobierno actual, el líder supremo Ali Khamenei y el presidente Mahmoud Ahmadinejad han logrado unir el disenso con la traición. Pero los formuladores de políticas públicas de Estados Unidos aún deberán encontrar formas para trabajar con los especialistas religiosos de Irán en Qom y en otros lugares. Esto significa, entre otras cosas, enviar claramente el mensaje de que Estados Unidos se interesa en y está abierto a los reformadores chiíes. Por ejemplo, el Programa Interdisciplinario en Derecho y Religión de la Catholic University of America ha sostenido importantes intercambios con los juristas iraníes sobre temas como la ley familiar y las armas de destrucción masiva. Al apoyar prudentemente dichos esfuerzos, Estados Unidos puede fomentar una reforma interna que rechace la teocracia y el terrorismo por ser dañinos para el chiismo.

Arabia Saudita es el Estado musulmán que con mayor dificultad puede vislumbrarse como una democracia, a pesar de las moderadas tendencias reformistas del rey Abdullah. El establishment wahabí y su perniciosa teología política siguen profundamente arraigados, y ninguna institución política o social ha logrado contrarrestar su influencia. Es muy probable que los candidatos apoyados por el wahabismo dominen las elecciones nacionales. La diplomacia de Estados Unidos debería estar trabajando para transformar esta dinámica; por ejemplo, debería presionar a Abdullah para que permita la formación de partidos políticos islámicos nacionales, tanto suníes como chiíes, que estén abiertos a la democracia. Washington debería exhortar la disolución de la mutawiyin (la policía religiosa y moral), que actualmente está sujeta a un escrutinio inusual debido a sus acostumbradas actividades extremistas, y apoyar el surgimiento de una comunidad política islámica no wahabí capaz de desarrollar normas liberales. Esto podría tomar diferentes formas, incluso la de una monarquía constitucional.

La capacidad de Pakistán para fabricar armas nucleares, así como su estatus de refugio seguro para extremistas islamistas y la inestabilidad que dejó el asesinato de la ex primera ministra Benazir Bhutto, hizo del país un caso excepcionalmente importante. Los militares de Pakistán, igual que los de Turquía, han desempeñado un papel decisivo en el desarrollo de la cultura política del Estado. Sin embargo, a diferencia de las fuerzas militares seculares turcas, las fuerzas armadas pakistaníes (incluido el ex general Pervez Musharraf) han apoyado a partidos islámicos extremistas como medio para retener el poder. Pero los islamistas radicales no han logrado un éxito electoral propio en Pakistán. Históricamente, su popularidad se ha incrementado con el autoritarismo y ha decrecido con las elecciones libres y justas. Estados Unidos debería adoptar en Pakistán una agenda antirradical más amplia. Seguramente, esto promovería el regreso a la democracia, la formación de un centro político moderado y una acción más efectiva contra los extremistas del Islam. También debería apoyar a los actores religiosos capaces de debilitar al extremismo mediante el establecimiento de una teología política más liberal, apoyando la reforma de la madraza y dirigiendo un debate público sobre el Islam y la democracia.

Podría decirse que Egipto posee el mayor potencial para iniciar una reforma democrática duradera. Es el mayor de los Estados árabes y el centro tradicional de la jurisprudencia Suní. A pesar de haber vivido durante medio siglo bajo regímenes autoritarios, tiene cierta experiencia con el gobierno constitucional; está viendo nacer una sociedad civil y una clase profesional y empresarial; cuenta con un sistema judicial medianamente independiente, y con una comunidad cristiana copta que equivale a entre el 10% y el 15% de la población. Durante años, Estados Unidos ha pagado a El Cairo más de 50 000 millones de dólares para comprar estabilidad y capacidad de predicción, y para contener al Islam radical. Según el gobierno de Hosni Mubarak, si la Hermandad Musulmana —el movimiento opositor islamista— llegara al poder, revocaría los acuerdos de Campo David, precipitaría la guerra con Israel y trabajaría para restaurar el califato.

Si bien la ayuda de Estados Unidos ha contribuido, de hecho no ha podido impedir que creciera el atractivo del Islam radical en Egipto ni su continua exportación; por el contrario, éstos siguen creciendo debido a las políticas de Mubarak. Si se realizaran elecciones libres, sería muy probable que ganara la Hermandad Musulmana. Desafortunadamente, Estados Unidos tiene muy poca idea de lo que esto significaría. A pesar de las indicaciones de que algunos miembros de la Hermandad están adoptando normas liberales, Washington se rehúsa a hablar con ellos oficialmente y rechaza las oportunidades para influir en su evolución política. Su política consiste en apoyar al régimen de Mubarak y esperar lo mejor.

Ésta es la lógica que llevó al 11-S. Estados Unidos no puede eliminar al radicalismo islamista con su apoyo incondicional a los regímenes autoritarios. Incluso en Iraq, suponiendo que continuara el éxito de la estrategia militar de Estados Unidos, en el análisis final sólo los musulmanes, desde el corazón del islam, pueden derrotar al extremismo y al terrorismo. Y el único medio de ofrecerles la oportunidad es mediante una democracia duradera cimentada en la libertad religiosa para todos, especialmente para los musulmanes.

Estados Unidos debería adoptar en Egipto una política que integre a todas las comunidades religiosas y políticas, incluyendo a la Hermandad Musulmana. Pero no debe asumirse que los Hermanos son liberales en formación. Al contrario, debe descubrirse precisamente lo que son y si son capaces de lograr una evolución política y teológica. Estados Unidos no debe repetir los errores que cometió en Irán a finales de los años setenta, que lo llevaron a despertar un día frente a un grupo islamista en el poder sin entender plenamente su vocabulario, y mucho menos sus metas.

El objetivo debería consistir en alentar a la Hermandad para que explique públicamente lo que puede significar en Egipto la democracia islámica. Esto, manejado correctamente, podría forzar a la organización a aclarar cómo concibe la libertad religiosa y, necesariamente, la democracia pluralista. ¿Incluye esta concepción, por ejemplo, el derecho a debatir las enseñanzas del Islam en público, a pedir completa igualdad bajo la ley para las mujeres y las minorías religiosas, a cambiar de religión? Que los liberales nacientes adquirieran más poder con un discurso semejante no es, por ningún motivo, inevitable, pero seguramente es posible. Por lo menos, esto mejoraría la comprensión de Estados Unidos de lo que podría significar la Hermandad en el poder.

Esta estrategia de descubrimiento podría incluir diversos elementos adaptables a una política global de IRF. Lo que la Hermandad diga en privado, debe decirse públicamente, en árabe, en Egipto. Los diplomáticos de Estados Unidos no sólo deben hablar el árabe de los Hermanos, sino también su lenguaje religioso. La capacitación en el Foreign Service Institute debe modernizarse. Se debería dar marcha atrás a la instrucción autodestructiva que se ofrece a los diplomáticos estadounidenses de “evitar el uso de lenguaje religioso”, presentada en documentos de la estrategia diplomática pública en 2007. Washington debe apoyar el desarrollo del feminismo islámico, una escaramuza potencialmente fructífera en la guerra musulmana de las ideas. Un instituto islámico de estudios estadounidenses en suelo de Estados Unidos, sostenido con fondos privados, podría llevar a los mejores juristas y líderes religiosos de todo el mundo musulmán a estudiar la historia, la sociedad, la política y —lo más importante— la religión de Estados Unidos.

Redescubrir el modelo estadounidense

A pesar del fracaso de la política exterior de Estados Unidos para entender y lidiar con la religión, el sistema estadounidense de libertad religiosa aún es vigoroso y adaptable. La historia estadounidense debe ser ilustrativa a medida que los formuladores de políticas públicas buscan adaptar su comportamiento en una era de fe. A mediados del siglo XVII, los congregacionalistas coloniales torturaron y colgaron a los cuáqueros en Boston Common. Un siglo después, los estadounidenses abrazaron un sistema de libertad religiosa que sigue siendo insuperable en la historia. El sistema no fue sólo resultado de la Ilustración o de la separación entre la religión y la sociedad o la política; fue resultado del desarrollo teológico y político, de forma conjunta. Con seguridad, el sistema ha contribuido a que las comunidades musulmanas estadounidenses, a pesar de haber sido objeto durante décadas de influencias wahabíes, no se hayan radicalizado de la misma manera como lo han hecho muchas de las comunidades musulmanas europeas. The Economist notó la ironía: “Lo extraño es que cuando Estados Unidos ha tratado de enfrentarse a los políticos religiosos en el extranjero —especialmente a la violencia yihadista— no ha extraído lecciones de su propio éxito interno. ¿Por qué un país con un pluralismo tan arraigado ha hecho tan poco de la libertad religiosa?”.


Mientras Estados Unidos conmemora el décimo aniversario de la Ley IRF, sus estudiosos en relaciones exteriores y sus formuladores de política exterior deben recuperar una de las creencias nacionales fundamentales: la libertad religiosa significa mucho más que el derecho a no ser perseguido por la religión o el derecho de culto en privado como a uno le plazca. La libertad religiosa protege la dignidad humana y refuerza la sociedad civil. Significa el compromiso duradero y mutuo de la religión y el Estado dentro de los límites de la democracia liberal, y este compromiso es importante no sólo por razones humanitarias. Asimismo, la libertad religiosa brindará a Estados Unidos una nueva y poderosa herramienta para tratar las amenazas de seguridad nacional y los retos de política exterior que hasta ahora han demostrado que confunden a un establishment de política exterior cegado por el secularismo.