2 de marzo de 2009

¿QUÉ HA HECHO MOSCÚ?


Stephen Sestanovich

Cómo reconstruir las relaciones ruso-estadounidenses

La guerra del verano de 2008 en Georgia —y sus secuelas— cimbró a las relaciones ruso-estadounidenses más que cualquier otro acontecimiento desde el final de la Guerra Fría. Convirtió a Rusia en un inesperado foco rojo durante la campaña presidencial de Estados Unidos y probablemente le ganó uno de los primeros lugares en la agenda del nuevo gobierno. Sin embargo, difícilmente es ésta la primera vez en las últimas dos décadas que Washington se ha sacudido con discusiones sobre acontecimientos amenazadores en Rusia. Al poco tiempo, la excitación generalmente disminuye. ¿Resultará diferente esta crisis? ¿Realmente habrá cambiado la opinión que tiene Washington de Rusia, y en qué medida?

A primera vista, el cambio parece fundamental. Hace 5 años, el Embajador de Estados Unidos en Moscú, Alexander Vershbow, dijo que la principal dificultad de las relaciones ruso-estadounidenses era una “diferencia de valores”. Ambas partes estaban cooperando de manera efectiva en problemas prácticos, argumentó, pero divergían en asuntos como el Estado de derecho y el fortalecimiento de las instituciones democráticas. Ningún funcionario estadounidense haría una declaración semejante hoy, ni lo habría hecho siquiera hace 6 meses. Mucho antes de que los tanques rusos entraran a Georgia en agosto pasado, la lista de asuntos que separaban a Washington de Moscú había aumentado y, más importante aún, estos asuntos iban mucho más allá de la diferencia de valores. Aunque muchos creen que las grandes potencias han dejado de considerar la seguridad como un problema central en su trato mutuo, en realidad es lo que causa más problemas en las relaciones ruso-estadounidenses. Las cosas iban bastante mal cuando el gobierno de Estados Unidos solía decir que el entonces presidente ruso Vladimir Putin estaba socavando la democracia en su país. Una vez que Putin —quien ahora funge como Primer Ministro, aunque aparentemente todavía dirige al país— comenzó a decir que Estados Unidos estaba debilitando el disuasivo nuclear de Rusia, elevó las tensiones a un nivel totalmente nuevo.

Con estos antecedentes, la invasión de Rusia a un pequeño vecino podría haberse visto como la confirmación final de que Rusia se ha convertido, en palabras del economista británico Robert Skidelsky, en “la principal potencia revisionista del mundo”. Aún así, a pesar de todas las referencias recientes a los Sudetes y a la represión de la Primavera de Praga, los gobiernos occidentales han dejado en claro que tales analogías no guiarán su respuesta. Funcionarios y expertos por igual han acompañado sus denuncias sobre Moscú con aseveraciones de que desean trabajar con el gobierno ruso para promover los intereses comunes, ya sea sobre proliferación nuclear, terrorismo, seguridad energética, narcotráfico o cambio climático. Mientras más se invoquen estos temas, menos debe esperarse que cambie la política de Estados Unidos hacia Rusia. Cabe recordar que Harry Truman generalmente no hablaba de su determinación para trabajar con Stalin.

Durante dos décadas, la idea de que Estados Unidos necesita a Rusia por razones prácticas ha llevado a que Washington, incluso en momentos de sorpresa y confusión por las acciones de Rusia, desee evitar que las relaciones con ese país se deterioren más de lo necesario. Aunque los formuladores estadounidenses de políticas públicas han considerado que Moscú es un socio muy demandante con quien llegar a un acuerdo es extremadamente frustrante y en ocasiones casi imposible, nunca han estado preparados para darse por vencidos. Ni siquiera la guerra de Rusia con Georgia ha logrado cambiar esta perspectiva, y al menos en el futuro previsible parece que nada lo logrará.

Lo que ha hecho la guerra, sin embargo, es someter a la muy riesgosa y ahora también decepcionante relación ruso-estadounidense a una revaluación completa: la primera reconsideración real que se le hace desde la Guerra Fría. De pronto, decir que Washington tiene que cooperar con Moscú cuando sea posible y repelerlo enfáticamente cuando sea necesario ya no parece ser una fórmula totalmente satisfactoria. Determinar el equilibrio correcto entre la cooperación y el rechazo —entre el compromiso selectivo y la contención selectiva— se ha convertido en la principal tarea de la política estadounidense para Rusia. Este esfuerzo probablemente perdurará hasta bien entrado el nuevo período presidencial en Estados Unidos, lo que se traducirá en un reto clave para el nuevo Presidente y sus asesores mientras transforman el papel que Estados Unidos desempeña en el mundo.

¿Es el momento del Realismo?

Cada vez que la política exterior estadounidense se enfrenta a un fracaso importante, los comentaristas “realistas” aparecen para sugerir una salida, que generalmente implica recalibrar los fines y los medios, y reconsiderar las prioridades nacionales. Mucho antes de la guerra en Georgia, las cada vez más agrias relaciones ruso-estadounidenses había sido objeto de muchos de esos análisis. (Algunos ejemplos incluyen el artículo que Nikolas Gvosdev escribió en febrero de 2008, “Parting With Illusions: Developing a Realistic Approach to Relations With Russia”, y que fue publicado por el Cato Institute; el artículo de Robert Blackwill “The Three Rs: Rivalry, Russia, ’Ran”, publicado en National Interest en enero/febrero de 2008, y el ensayo de Dimitri Simes “Perder a Rusia”, publicado en el volumen 86, número 6 de Foreign Affairs y en el volumen 8, número 1 de Foreign Affairs en Español.) El argumento de estos realistas, que se escucha con más respeto después de la guerra, es que Washington ha permitido que intereses secundarios impidan llegar a acuerdos en temas de primordial importancia para la seguridad de Estados Unidos. Argumentan que si Washington desea la ayuda de Moscú en asuntos verdaderamente importantes, debería abandonar las políticas que provocan innecesariamente a Moscú.

Para estos realistas, la mayoría de las iniciativas estadounidenses que han irritado a Moscú en los últimos años —presionar regularmente a Moscú con respecto a la democracia, animar imprudentemente a Georgia y a Ucrania para que intenten hacerse miembros de la OTAN, intentar instalar defensas contra misiles balísticos en Europa del Este, desafiar el dominio energético de Rusia en Asia Central y en el Cáucaso, y reconocer la independencia de Kosovo— no merece la mala sangre —ni el actual derramamiento de sangre— que éstas han generado con Rusia. Washington serviría mejor a los intereses estadounidenses negociando una serie de quid pro quos que se centraran en obtener de Rusia lo que Estados Unidos realmente necesita. Los detalles de estos acuerdos propuestos varían, por supuesto, pero en el que se menciona con más frecuencia, Washington tendría cuidado de no invadir la esfera de influencia que Rusia anhela tener en su vecindario a cambio de la ayuda de Rusia para evitar que Irán adquiera armas nucleares.

Esta aproximación a la diplomacia de “hagamos un trato” conlleva una tentadora sencillez. Además, debido a que éste es el papel que el realismo generalmente desempeña en los debates sobre la política exterior estadounidense, sin duda forzará a los tomadores de decisiones en Estados Unidos a reflexionar más acerca de los fines que persiguen, los medios con los que deberían perseguirlos y a qué costo. Aun así, es poco probable que ésta sea la estrategia que adopte el nuevo gobierno de Estados Unidos. En general, se piensa que los diplomáticos negocian acuerdos de este tipo todo el tiempo, pero de hecho es muy raro que los problemas más importantes se resuelvan porque los representantes de dos grandes potencias intercambien activos totalmente inconexos. Los “grandes acuerdos” que favorecen los diplomáticos aficionados casi nunca se consuman.

Los tratos específicos que algunos realistas proponen se basan, además, en suposiciones no analizadas sobre la flexibilidad y la influencia de la política rusa. Moscú difícilmente apoyará un aumento drástico de la presión de Estados Unidos sobre Irán, por ejemplo, así como tampoco lo hizo para el caso de Iraq en los momentos previos a la guerra de 2003. (En ese momento, algunos analistas pensaron que un mini “gran acuerdo” podría lograr que Estados Unidos y Rusia coincidieran en ese tema, pero ninguna de las partes estaba interesada.) Además, la idea de que los líderes rusos podrían lograr que Irán pusiera fin a su cruzada por obtener armas nucleares suscita dudas sobre si este tipo de pensamiento político debería siquiera llamarse “realismo”. Algunos realistas aseguran que Moscú tiene una enorme influencia sobre Teherán, pero rara vez explican de qué manera. De hecho, Estados Unidos tiene mucho más poder —militar, económico y diplomático— para influir sobre la política iraní.

A pesar de su importancia, estas razones no son la base más significativa para cuestionar la receta de los realistas para las relaciones ruso-estadounidenses. Aunque los realistas aducen que las buenas relaciones entre Washington y Moscú son imposibles si una de las partes molesta demasiado a la otra, no hace mucho Putin mismo presidió estas buenas, aunque algo problemáticas, relaciones. Mientras esperaba la visita de su amigo, el presidente estadounidense George W. Bush a mediados de 2002, Putin podría haber pensado en el período de 3 años durante el cual Estados Unidos había bombardeado a Serbia y ocupado Kosovo, acusado a Rusia de crímenes de guerra en Chechenia, abrogado el Tratado de Misiles Antibalísticos, establecido una presencia militar en Asia Central, comenzado a entrenar y a equipar a las fuerzas armadas de Georgia y concluido la mayor expansión en toda la historia de la OTAN, que incluyó a tres países de la antigua Unión Soviética: Estonia, Letonia y Lituania. Los funcionarios del gobierno de Bush naturalmente dijeron que las relaciones ruso-estadounidenses nunca habían sido mejores. Es más, Putin estuvo de acuerdo. Algunas de las acciones estadounidenses que podrían haber parecido problemáticas para Rusia no lo eran realmente, comentó; después de todo, fortalecer la capacidad de los vecinos de Rusia para lidiar con el terrorismo también fortalecía la seguridad de Rusia. Sí, ambas partes estaban en desacuerdo en algunos temas, pero eso no amenazaría una colaboración estratégica más profunda. Después de una reunión con Putin, Bush mismo capturó esta perspectiva en su habitual y campechano modo de hablar: “Seguramente no están de acuerdo con su madre en todo, pero de todas maneras la quieren, ¿no?”.

Ahora que las relaciones ruso-estadounidenses han caído a su nivel más bajo, es esencial recordar —y entender— el alto nivel que tuvieron antes. ¿Por qué Putin dijo cosas en 2002 que nunca hubiera soñado decir en 2008? ¿Fue, como dirían los realistas, debilidad? Quizá, pero si la economía rusa era menos sólida hace 6 años de lo que es ahora, ya se encontraba a la alza. Y en todo caso, en los noventa, el entonces presidente ruso Boris Yeltsin se oponía mucho más abiertamente que Putin a las políticas estadounidenses que le disgustaban, a pesar de que durante su mandato Rusia era bastante más débil que en 2002.

¿Acaso Putin esperaba obtener un mayor beneficio de Washington del que en realidad recibió, y por eso cambió de dirección cuando no obtuvo lo que deseaba? Esta explicación no tiene tantos fundamentos como alegan los funcionarios rusos y los empáticos analistas occidentales. Un año después de los ataques del 11 de septiembre de 2001, Bush le había ofrecido a Putin un nuevo tratado sobre armas estratégicas (que Putin dijo necesitar por razones políticas), cambió la política estadounidense sobre Chechenia de una de condena de Rusia a una de comprensión, reconoció a Rusia como una economía de mercado (un importante paso para relajar las disputas sobre comercio bilateral), apoyó su incorporación a la Organización Mundial del Comercio, aceptó que presidiera por primera vez al G8 (el grupo de países muy industrializados), inició una versión internacional multimillonaria del programa Nunn-Lugar (un esfuerzo que Estados Unidos lanzó en 1992 para ayudar a desmantelar armas de destrucción masiva en la antigua Unión Soviética) y mejoró los lazos de Rusia con la OTAN con el fin de que los representantes rusos pudieran participar en condiciones de mayor igualdad en las deliberaciones sobre la seguridad de Europa.

En términos de beneficios, no estuvo mal, y en ese momento ambas partes hicieron hincapié en que lo anterior representaba mucho más de lo que el presidente Bill Clinton le había ofrecido a Yeltsin. Pero lo que realmente reforzó las relaciones ruso-estadounidenses durante el auge que tuvieron después del 11-S no fue ninguna recompensa transaccional. Ambas partes estaban convencidas de que los dos países percibían los objetivos y los problemas importantes en términos bastante compatibles, y que, más que nunca antes, podían tratarse como iguales. Washington y Moscú no resolvieron sus desacuerdos intercambiando beneficios sino optando por no considerar las diferencias como expresiones de un conflicto más profundo. La venta rusa de armas a China no obstaculizó la cooperación, como tampoco lo hizo el informe sobre derechos humanos del Departamento de Estado estadounidense. Henry Kissinger ha llamado “consenso moral” a este tipo de entendimiento entre grandes potencias. Aunque el término podría parecer un poco rimbombante, es un útil recordatorio de que la cooperación estratégica duradera implica más que intercambiar nuestros quids por sus quos.

El “consenso moral” de 2002 entre Estados Unidos y Rusia es ahora un recuerdo lejano, y los realistas no se equivocan al subrayar los desacuerdos que han marcado el deterioro de la relación. Sin embargo, lo que ha modificado la relación mucho más que cualquiera de los desacuerdos mismos ha sido un cambio en la forma como los líderes rusos los percibieron. Muchos acontecimientos tuvieron una función en esta transformación: la guerra en Iraq, la Revolución Naranja en Ucrania y los desorbitados precios de los energéticos, entre otros. A partir de ellos, Putin y sus colegas parecen haber sacado conclusiones muy diferentes a las de 2002: a saber, que las relaciones de Rusia con Estados Unidos (y con Occidente en general) eran inherentemente desiguales y conflictivas, y que Rusia serviría mejor a sus intereses si seguía su propio camino.

Mientras los funcionarios del nuevo gobierno de Estados Unidos analizan las piezas individuales de una relación ruso-estadounidense que se ha estropeado, tendrán muchas razones para considerar cambios específicos en la política. En temas que van del equilibrio militar a la promoción de la democracia y hasta las relaciones de Rusia con sus vecinos, los nuevos formuladores estadounidenses de políticas públicas revisarán lo que está funcionando y lo que no para tratar de crear una nueva y más productiva relación. Sin embargo, el obstáculo más importante que enfrentarán no es la complejidad de los asuntos individuales en disputa —en realidad, muchos de ellos son sumamente sencillos—, sino el hecho de que los líderes rusos se han esforzado mucho por replantear la relación. En su opinión, los intereses comunes y la compatibilidad estratégica ya no son su eje.

El regreso del control de armas

El efecto de la nueva perspectiva estratégica de Rusia será particularmente evidente cuando el nuevo gobierno de Estados Unidos revise la política de ese país sobre el control de armas. Los tratados Este-Oeste sobre armas nucleares y convencionales negociados al finalizar la Guerra Fría han ocasionado una reestructuración más dramática y de mayor alcance en las fuerzas militares de lo que generalmente se reconoce. Desde 1990, con poca ostentación y prácticamente sin oposición de cualquiera de las partes, el número de ojivas nucleares rusas en misiles balísticos intercontinentales, que forman la mayor parte de la fuerza nuclear de Rusia, se ha reducido en casi el 70%. Asimismo, sin controversia alguna, la mayor parte de la fuerza nuclear estratégica de Estados Unidos —armas instaladas en submarinos— se ha recortado en casi el 50%. Las reducciones a las fuerzas convencionales han sido aún más drásticas: el número de tanques estadounidenses en Europa bajó de más de 5 000 a 130. Por su parte, Alemania ha eliminado más de 5 000 tanques; Rusia, más de 4 000, y la República Checa, Hungría, Polonia y Ucrania, en conjunto, casi 8 000 tanques. Con tanto desmantelamiento, el equilibrio militar ruso-estadounidense se convirtió gradualmente en el punto menos problemático de la relación.

Sin embargo, ahora, el control de armas ha vuelto al primer plano. Una razón es el calendario: los dos tratados ruso-estadounidenses sobre reducción de armas estratégicas expiarán durante el mandato del nuevo Presidente de Estados Unidos. Pero aún más importante es la opinión distinta de Moscú sobre lo que está en juego. El antiguo Jefe del Estado Mayor General de Rusia, Yuri Baluyevski, declaró en 2008 que las políticas nucleares estadounidenses eran un reflejo de un “impulso por el dominio estratégico”. Sin prestar atención al actual declive de las fuerzas militares en toda Europa, Putin ha declarado que otros Estados se están aprovechando de la naturaleza pacífica de Rusia para iniciar una “carrera armamentista” (y como consecuencia, en diciembre de 2007, suspendió el cumplimiento de Rusia del Tratado sobre Fuerzas Armadas Convencionales en Europa). Los funcionarios rusos también insisten en que el sistema antimisiles estadounidense que se planea desplegar en Europa del Este después de 2012 fue diseñado, a pesar de que Washington lo niegue, para neutralizar la disuasión estratégica de Rusia. Para impedirlo, dicen, Rusia debe desplegar fuerzas nucleares que le devuelvan una posición de relativa igualdad con Estados Unidos. “La seguridad nacional”, como Putin y su sucesor el presidente Dimitri Medvedev suelen decir, “no se basa en promesas”.

Muchos especialistas en política exterior de Estados Unidos ven el regreso del control de armas con una mezcla de aburrimiento y pesar. La mayoría dejó de ver a Rusia como un problema de seguridad interesante hace años. En el Ejército estadounidense, ya no se obtienen promociones en las áreas relacionadas con Rusia. Cuando los expertos civiles se molestan en analizar el tema de la reducción de armas estratégicas, generalmente no es porque piensen que el equilibrio estratégico entre Estados Unidos y Rusia importa, sino porque desean revivir la atención hacia algún tema relacionado, como las armas y los materiales nucleares “sueltos” o la necesidad de que Estados Unidos y Rusia fortalezcan los esfuerzos de no proliferación con grandes recortes a sus propios arsenales. Resulta revelador que la idea más importante sobre el control de armas de los últimos años, fomentada por veteranos de la Guerra Fría como Kissinger, Sam Nunn, William Perry y George Shultz, haya sido la abolición nuclear. Aparentemente, la simple paridad nuclear también los aburre.

La hostilidad hacia el control de armas de la vieja escuela y la falta de atención a la creciente disparidad entre el pensamiento estadounidense y el ruso sobre la seguridad nacional claramente llevó al gobierno de Bush a manejar incorrectamente estos temas con Moscú. Meramente desestimar las acusaciones de Moscú de que los planes antimisiles estadounidenses amenazan la seguridad de Rusia no ha evitado que los rusos se opongan a dichos planes o que se ganen la simpatía de algunos de los aliados de Estados Unidos. Washington propuso permitir la presencia de monitores militares rusos en las bases antimisiles estadounidenses en la República Checa y en Polonia, pero los checos y los polacos se opusieron a este plan, lo que le dio a Moscú una razón más para quejarse.

Para evitar que los problemas militares se conviertan en una fuente continua de discordia entre Estados Unidos y Rusia, el nuevo Presidente de Estados Unidos querrá adoptar una estrategia diferente. Seguramente abandonará la resistencia de su predecesor a los acuerdos formales y legalmente vinculantes de control de armas. Sin embargo, tanto Washington como Moscú se beneficiarán más si conservan algunos elementos de la perspectiva del gobierno de Bush, sobre todo el reconocimiento de que los tratados que funcionan mejor son los que brindan a cada parte la máxima flexibilidad en su puesta en práctica. Si ambas partes también pueden ponerse de acuerdo en que sus fuerzas militares en realidad no se amenazan mutuamente, no tendrán que preocuparse por establecer los detalles para limitarlas.

Sobre esta base, el control de armas podría volver a ser la parte sencilla de la agenda ruso-estadounidense. Washington y Moscú no se enfrentarían a obstáculos reales para la negociación rápida de un nuevo tratado de armas estratégicas que conservara la estructura de los tratados existentes a la vez que hace recortes adicionales (aunque probablemente menores). El actual punto muerto en el que se encuentra la discusión sobre las fuerzas convencionales también podría resolverse, lo que daría como resultado que más Estados entraran al tratado, que bajaran los límites a los principales sistemas de armas y se redujeran las restricciones para el despliegue dentro de las fronteras propias de cada país (esta última es una característica que los rusos han denunciado larga y fuertemente como “colonialista”). En cuanto a la defensa antimisiles, se podría llegar fácilmente a un acuerdo que le brinde a Rusia compromisos concretos y vinculantes de que los planes estadounidenses de despliegue no serán implementados totalmente si la amenaza de Irán no aumenta; por su lado, Moscú no trataría de obstaculizarlos si la amenaza realmente aumenta.

Esto no debería convertirse en un pronóstico totalmente fantasioso. Putin sentó discretamente las bases para un acuerdo sobre defensa antimisiles de este tipo en la declaración que él y Bush emitieron en Sochi, un puerto del mar Negro, la primavera pasada. En ella, Putin dijo que las condiciones que Washington había prometido establecer sobre el despliegue y la operación de sus radares e interceptores en Europa del Este “calmarían” las preocupaciones de Rusia si se aplicaran totalmente y sin engaños. Aunque este lenguaje difícilmente evitará que Putin trate de obtener condiciones aún mejores del nuevo gobierno de Estados Unidos, su estrategia sugiere que los líderes de Rusia no creen necesariamente en las acusaciones que ellos mismos dirigen contra Washington. Resolver los desacuerdos pendientes sobre la cuestión nuclear y sobre otros asuntos de seguridad no hará desaparecer todos los temas contenciosos de las relaciones ruso-estadounidenses, y mucho menos revivirá el consenso de 2002. Sin embargo, lograría lo que los defensores del control de armas afirmaban querer conseguir en los últimos años de la Guerra Fría: cierto grado de previsibilidad y confianza mutua en la relación. Y por ahora, ése sería un avance suficiente.

Entonces ¿por qué es tan difícil imaginar una nueva ronda de acuerdos como ésta? Muchos de los principales protagonistas de la política interna rusa se han beneficiado de la nueva atmósfera creada por la iracunda retórica de suma cero de Moscú: los líderes militares, cuyo presupuesto ha aumentado en casi el 500% desde 2000; los líderes políticos, que han hecho de la sospecha del mundo exterior una especie de sucedáneo para la ideología del régimen; los burócratas y los empresarios, que dicen que revivir la industria militar requerirá continuas inyecciones de fondos estatales. Ninguno de estos grupos cambiará de dirección, a menos que sea de muy mala gana. El equilibrio de poder entre Estados Unidos y Rusia quizá les importe, pero el equilibrio de poder en la política rusa les importa aún más. Mientras la situación interna de Rusia no cambie, podría pasar mucho tiempo antes de que las cuestiones militares vuelvan a convertirse en el punto más tranquilo de las relaciones ruso-estadounidenses.

La democracia después de Bush

El nuevo presidente de Estados Unidos analizará inevitablemente un segundo tema que ha sido parte de la creciente hostilidad en las relaciones ruso-estadounidenses: la reforma democrática. Al igual que el control de armas, este tema ha desempeñado un importante papel en la transformación internacional posterior a la Guerra Fría. En ese entonces, los gobiernos de Europa del Este, incluido Moscú, consideraron la adopción de la ideología y de las instituciones occidentales como el camino hacia la aceptación internacional e incluso hacia la autoestima. Pocos cuestionaron la idea de que los foros multilaterales debían definir las normas y las prácticas democráticas, tales como los criterios para decidir si las elecciones eran libres e imparciales. Sencillamente no había otra forma para que un gobierno demostrara que había roto con el pasado.

Tanto Bush como Putin han alterado de manera sustancial el papel de este asunto en las relaciones ruso-estadounidenses. Bush logró que fuera demasiado fácil describir su “agenda por la libertad” como una herramienta hipócrita para promover los limitados intereses de Estados Unidos, y Putin aumentó su popularidad en parte con base en la idea de que los extranjeros no tienen derecho a juzgar el sistema político de Rusia. Su lema “democracia soberana” ofrecía un manto nacionalista para un gobierno arbitrario y centralizado. La crítica occidental bien pudo haber fortalecido el atractivo de Putin y haberlo ayudado a tildar a sus oponentes internos como desleales y subversivos.

Sin importar lo mucho que el nuevo Presidente de Estados Unidos se lamente por el éxito de Putin, no lo puede ignorar. Hacer de la crítica a la democracia rusa un tema central de la política exterior estadounidense ya no aumenta el respeto por la democracia ni por Estados Unidos en Rusia. Durante su último tramo, el gobierno de Bush se refugió en un tratamiento discontinuo y descuidado del tema, generalmente mediante declaraciones hechas por funcionarios de bajo rango. Si el nuevo Presidente espera tener un nuevo comienzo en las relaciones con Moscú tendrá que recibir asesoría de muy diferentes expertos para evitar una dura retórica ideológica. De sus propios diplomáticos y analistas, escuchará que Medvedev, a pesar de las limitaciones a su poder, ha sido un juicioso y consistente defensor del Estado de derecho y de otras reformas liberales, y en ocasiones ha criticado (sutilmente) el legado de Putin. De los miembros de la oposición democrática en Rusia, escuchará que ni a Washington, ni a ningún otro gobierno extranjero, le incumbe la promoción de la democracia en su país. (Todo lo que piden es que los estadounidenses no los debiliten sugiriendo —o, incluso peor, pensando— que Rusia es una democracia.) Y de los gobiernos europeos, escuchará que el éxito de la promoción de la democracia depende de la “desamericanización” del concepto.

El nuevo gobierno de Estados Unidos, por consiguiente, tendrá buenas razones para hacer del tema de la democracia una parte menos controvertida de las relaciones ruso-estadounidenses. Esto no debía sorprender a nadie: la estrategia previa no ha funcionado. Pero ¿tratar a Rusia más como a, digamos, Kazajistán —como una no democracia lista para la cooperación práctica— realmente mejoraría las relaciones ruso-estadounidenses? Aunque retirar el agente irritante debería ayudar, vale la pena notar que no fue únicamente la política estadounidense lo que dificultó el asunto. De Putin para abajo, los líderes rusos de hecho han seguido haciendo hincapié en su alejamiento ideológico de Occidente, incluso a pesar de que estadounidenses y europeos han comenzado a prestar menos atención a la democracia. La razón es sencilla: el enfrentamiento en este tema ha pagado enormes dividendos políticos. Los rusos que piensan que esto puede continuar no desearán dejar el tema sólo porque un nuevo gobierno en Estados Unidos se sienta tentado a dejarlo por la paz.

¿De quién es la esfera de influencia?

Cuando los tanques rusos cruzaron la frontera de su vecino durante el verano de 2008, forzaron a los formuladores estadounidenses de políticas a tomar nuevas decisiones: cómo y en qué medida apoyar a una pequeña nación occidental sin posibilidades de resistir una invasión rusa. Incluso si la disyuntiva era nueva, la política subyacente no lo era. Desde el momento en el que la Unión Soviética se colapsó, la política de Estados Unidos y de sus aliados occidentales consistió en dar a los vecinos de Rusia, al igual que a otros Estados poscomunistas, la oportunidad de integrarse al mundo occidental. En los noventa, los países que habían sido parte de la Unión Soviética —a diferencia de Hungría y Polonia o incluso Bulgaria y Rumania— no eran considerados buenos candidatos para el premio máximo: la membrecía plena en la Unión Europea y en la OTAN. Sin embargo, gozaban de muchas otras formas de apoyo de Occidente: respaldo para gasoductos y oleoductos que les daban acceso a los mercados internacionales, estímulo a la inversión extranjera directa, esfuerzos de mediación para resolver conflictos separatistas, asesoría técnica para acelerar la entrada a la Organización Mundial del Comercio, capacitación y equipo para combatir el tráfico de drogas y de armas y materiales nucleares, cooperación en materia de inteligencia y de contraterrorismo, y financiamiento para grupos no gubernamentales de supervisión electoral. Todas éstas eran las mismas herramientas que Estados Unidos utilizó en sus relaciones con Rusia y su objetivo también era el mismo: promover el surgimiento de sistemas políticos y económicos de apariencia ligeramente moderna y europea del desastre postsoviético.

Al principio, esta política estadounidense no amenazó las relaciones ruso-estadounidenses. Pero, luego, sucedió algo inesperado: los vecinos de Rusia comenzaron a tener éxito. En los últimos 5 años, el crecimiento económico de muchos de los antiguos Estados soviéticos ha superado al de Rusia. Mientras Rusia se volvía cada vez menos democrática, varios de sus vecinos conseguían importantes avances políticos. Todos ellos comenzaron a tratar de establecer vínculos con Occidente que los alejaran de la sombra de Moscú, y dos de ellos —Georgia y Ucrania— han intentado conseguir la membrecía en la Unión Europea y en la OTAN.

En parte debido a que la política estadounidense realmente no había cambiado con el tiempo, Washington probablemente subestimó la importancia de alentar dichas aspiraciones. Sin duda, calculó mal la determinación de la oposición de Rusia. Una vez que su economía se reanimó, Moscú intentó obstaculizar los proyectos de construcción de ductos de Occidente y bloquear el acceso de los ejércitos occidentales a las bases aéreas de Asia Central, acusó a las ONG occidentales de tratar de desestabilizar a los vecinos de Rusia y, en abril de 2008, Putin tildó a la ampliación de la OTAN como “una amenaza directa a la seguridad de nuestro país”.

En todos estos asuntos, Estados Unidos y Europa calcularon mal su capacidad para ayudar a los vecinos de Rusia a entrar en la órbita occidental sin provocar una crisis internacional de envergadura. Ahora que han medido fuerzas, y que el poder de Rusia ha prevalecido, muchas de las herramientas de política de Occidente han quedado gravemente dañadas. Aquellos miembros de la OTAN que apoyaron el posible ingreso de Georgia o de Ucrania ahora están divididos al respecto. Los antiguos Estados soviéticos que habían considerado que una cooperación más cercana con la OTAN (incluso sin ser miembros de la alianza) era un vínculo vital con el mundo exterior ahora se preguntan si esto aún sigue siendo una buena idea. Los productores de energéticos de Asia Central que estaban pensando construir nuevos ductos fuera de la red rusa podrían considerar que dichos proyectos son demasiado riesgosos. Los esfuerzos de mediación de Occidente se mantienen en espera en toda la periferia de Rusia; en Georgia, están completamente muertos.

Sin embargo, sin importar lo que haya logrado Putin con su ataque en contra de Georgia, ha fracasado en lo más importante. Incluso mientras los líderes rusos han comenzado a hablar abiertamente de su deseo de tener una esfera de influencia, sus acciones han hecho que la adquisición de dicha esfera sea menos y no más aceptable para Estados Unidos y para Europa. Ahora es necesario considerar si la invasión de Rusia marca el inicio de una campaña concertada por Moscú para restablecer su influencia sobre otros Estados de la antigua Unión Soviética. En el pasado, un resurgimiento como ése hubiera parecido indeseable en Occidente por razones sentimentales. Hoy, esas razones son más serias. No puede haber duda de que una Rusia que dominó a un centro industrial como Ucrania y a un depósito de energía como Kazajistán, así como a los otros componentes de la antigua Unión Soviética, cambiaría los cálculos de seguridad nacional de prácticamente todos los principales países del mundo.

Debido a que los riesgos son grandes, la simple prudencia obligará al nuevo gobierno de Estados Unidos a actuar con cautela. Sin importar en qué se embarque Washington en este momento, debe ser capaz de llevarlo a cabo, y eso excluye sobreextenderse. Para tener opciones más amplias en el futuro, los formuladores estadounidenses de políticas públicas deben ofrecerle a Georgia, en el corto plazo, una ayuda humanitaria efectiva; posteriormente, apoyo para la estabilización económica y la reconstrucción, y, después de eso, ayuda para restablecer las fuerzas armadas del país. Cuando esos pasos comiencen a tener éxito, la cuestión de la pertenencia de Georgia a la OTAN volverá a surgir. Georgia merece un lugar en la alianza occidental, pero nada le hará más daño a la seguridad de ese país que plantear el asunto antes de que la OTAN tenga lista una respuesta.

La reconstrucción de Georgia —y también una política que brinde a los países postsoviéticos un lugar en el mundo occidental— debe ser una prioridad del nuevo gobierno de Estados Unidos. No hay otra manera de lidiar seriamente con la destrucción creada por la agresión rusa. Pero al hacer este esfuerzo, Estados Unidos y sus aliados europeos tendrán que hacerle frente a una aparente paradoja: en el pasado, Estados Unidos podía hacer más por los vecinos de Rusia cuando sus relaciones con Moscú eran buenas (y las relaciones de los vecinos con Moscú eran cuando menos corteses). En el futuro cercano, las relaciones ruso-estadounidenses no serán buenas, y eso impondrá una pesada carga sobre la política estadounidense. No hay forma de salir limpiamente de este atolladero, pero para siquiera salir de él, Estados Unidos necesita recuperar la iniciativa diplomática. Necesita ideas y propuestas que puedan suavizar la reciente estrategia de Rusia y al mismo tiempo ofrecer a Moscú una vía diferente para acceder a la influencia internacional.

De hecho, los rusos mismos han presentado la idea que se puede utilizar más fácilmente. Antes de la guerra contra Georgia, en su incursión más importante en la política exterior hasta la fecha, el presidente Medvedev convocó a una nueva conferencia sobre seguridad europea, un recordatorio explícito de la diplomacia de mediados de la década de los setenta de la que surgió el Acta Final de Helsinki. Sin duda, sus fines parecían ser demasiado similares a los del líder soviético Leonid Brezhnev, quien esperaba que una conferencia sobre “seguridad y cooperación” produjera el reconocimiento occidental de la división de Europa. Por su parte, Medvedev desea el reconocimiento de la Comunidad de Estados Independientes, de la Organización del Tratado de Seguridad Colectiva y de otros acuerdos que vinculan a Moscú con varios Estados postsoviéticos. Y, al igual que Brezhnev, quien vivió para ver cómo Helsinki se convertía en el estandarte de los opositores al régimen soviético, Medvedev podría descubrir que un foro como ése, a pesar de su valor propagandístico de corto plazo, les daría a otros gobiernos la oportunidad de poner la conducta de Rusia bajo los reflectores y de promover principios que harían que la realización de su anhelado imperio fuera más difícil de alcanzar.

Con Georgia aún sangrando por la derrota, la idea de explorar propuestas cuyo objetivo es, sin duda, consolidar las ganancias de Rusia, devaluar y limitar a la OTAN y cerrar las vías al mundo exterior para los vecinos de Rusia podría parecer inoportuno e incluso derrotista. No obstante, Estados Unidos y sus aliados no deberían olvidar que tienen ventajas permanentes en empresas diplomáticas como ésta. No es fácil imaginar una conferencia sobre seguridad europea, ni ahora ni en el futuro, en la que Rusia no fuera aislada por su propio comportamiento. ¿Se opondría alguien, además de la propia Rusia, al principio de que todos los Estados son libres de unirse a las alianzas de su elección? ¿Con qué países podría contar Rusia para oponerse a la reafirmación de la soberanía y de la integridad territorial de Georgia? ¿Quién respaldaría la idea de Rusia de que incluso habiendo iniciado una guerra contra Georgia, sus propias fuerzas deberían asumir ahora el papel de pacificadores? ¿Quién estaría de acuerdo con la opinión de Putin, expresada abiertamente a Bush, de que “Ucrania ni siquiera es un Estado”?

Los formuladores de políticas en Moscú alegan que Rusia solamente desea sentarse a la mesa principal de la diplomacia global, formular reglas y establecer normas para el orden internacional. Ellos parecen creer que una conferencia sobre seguridad europea, e incluso un tratado de seguridad europea, fortalecería la esfera de influencia de Rusia. Desean demostrar que cuando hablan, se les escucha. Metas y expectativas como éstas únicamente podrían producir un estancamiento. Sin embargo, el proceso no sería una pérdida de tiempo si tan sólo lograra demostrar que las ideas y la conducta de Rusia no concuerdan con las opiniones de todos los demás participantes. El nuevo gobierno de Estados Unidos debe, por ende, analizar cuidadosamente las propuestas de Rusia, consultar con sus amigos y aliados, sostener conversaciones exploratorias, solicitar aclaraciones, señalar las ideas que le disgusten, etcétera. Entonces debería aceptar la idea de Medvedev con gusto.

Conflicto de intereses

“Ésa es una de las tragedias de esta vida, que los hombres que más necesitan una golpiza siempre son enormes”, dice uno de los personajes de la película La historia de Palm Beach, que Preston Sturges filmó en 1942. Lo mismo sucede con el nuevo predicamento de la política exterior estadounidense. Rusia parece estar siguiendo un rumbo de cada vez mayor enfrentamiento, impulsada por una concepción más áspera de sus intereses que en cualquier otro momento desde el final de la Guerra Fría, por arreglos políticos internos que parecen alimentarse de la tensión internacional y por una mayor habilidad para mantener su posición. Ni el poder de Rusia ni sus objetivos se deben exagerar. Su nuevo poder tiene una base estrecha, e incluso precaria, y sus nuevas metas podrían reconsiderarse si el costo de buscar alcanzarlas es demasiado alto. Pero después de la guerra con Georgia, parece probable que prevalezca un resultado más perturbador. De hecho, el poder de Rusia podría seguir creciendo, e impulsar así las ambiciones del país.

A medida que la participación de Estados Unidos en Iraq comienza a disminuir, los formuladores de políticas públicas y comentaristas estadounidenses también han empezado a reflexionar sobre la gama de problemas a los que Washington tendrá que enfrentarse próximamente. ¿Hará frente a dificultades nuevas y pospuestas con un trasfondo de lazos en gran parte cooperativos con otras grandes potencias, o acaso esas relaciones se están volviendo más conflictivas? Si el conflicto se convierte en la nueva norma, ¿qué tan difícil será manejarlo de forma que sirva a los intereses de Estados Unidos? Rusia ha brindado a los estadounidenses, antes de lo esperado, una idea de la respuesta a estas preguntas.