19 de mayo de 2009

¿ES INEVITABLE EL CONFLICTO ÉTNICO? DIVERGENCIAS SOBRE EL NACIONALISMO Y EL SEPARATISMO


James Habyarimana

Jerry Muller relata una desconcertante historia sobre el potencial que tiene la diversidad étnica para generar conflictos violentos. Argumenta que el nacionalismo étnico, que surge de la profunda necesidad de que cada pueblo tenga su propio Estado, “continuará moldeando al mundo durante el siglo XXI”. Cuando las fronteras del Estado y de los grupos étnicos no coinciden, “es probable que la política continúe siendo desagradable”.

Muller apunta a la paz y a la estabilidad de las que goza Europa actualmente como evidencia del triunfo del “proyecto etnonacionalista”: la paz relativa de la que Europa disfruta tan sólo se debe a medio siglo de separación violenta de los pueblos mediante expulsiones, la reubicación de las fronteras estatales y la total destrucción de comunidades demasiado débiles para reclamar territorios propios. En otras regiones, la correspondencia entre Estados y naciones es mucho menos clara, y en ese caso Muller parece estar de acuerdo con Winston Churchill en que la “mezcla de poblaciones [causará]… innumerables problemas”. Él defiede la partición como la mejor respuesta para este difícil problema.

Si es correcta, su conclusión tiene profundas implicaciones para la posibilidad de paz en el mundo y para lo que podría hacerse para promoverla. Pero ¿es correcta? ¿Las divisiones étnicas generan violencia inevitablemente? Y ¿por qué la diversidad étnica da lugar en ocasiones al conflicto?

De hecho, las diferencias étnicas no están inevitablemente, o siquiera comúnmente, ligadas a la violencia de gran escala. La suposición de que como los conflictos, con frecuencia, tienen raíces étnicas, y por ende la etnicidad debe producir conflicto, es un ejemplo del clásico error que en ocasiones se conoce como “la falacia de la proporción base”. En el área del conflicto y la violencia étnicos, esta falacia es común. Para evaluar a qué grado cae preso Muller de ella, es necesario tener cierta idea de la “base”.


¿Con qué frecuencia ocurren los conflictos étnicos y con qué frecuencia se presentan en condiciones de una volátil falta de coincidencia entre grupos étnicos y Estados? Hace pocos años, los politólogos James Fearon y David Laitin hicieron el cálculo. Utilizaron los mejores datos disponibles sobre demografía étnica de cada país africano para calcular las “oportunidades” de que se presentaran cuatro tipos de conflictos comunitarios entre el momento de la independencia y 1979: violencia étnica (que enfrenta a un grupo contra otro), irredentismo (cuando un grupo étnico trata de separarse para unirse a comunidades de la misma etnia en otros Estados), rebelión (cuando un grupo toma medidas contra otro con el fin de controlar el sistema político) y guerra civil (cuando los conflictos violentos están dirigidos a crear un nuevo sistema político con bases étnicas). Fearon y Laitin identificaron decenas de miles de pares de grupos étnicos que podrían haber entrado en conflicto. Pero no encontraron miles de conflictos (como podría esperarse si las diferencias étnicas condujeran de manera sistemática a la violencia) ni cientos de nuevos Estados (que se habrían creado debido a la partición). Sorprendentemente, por cada mil pares de grupos étnicos de ese tipo, encontraron menos de tres incidentes de conflicto violento. Es más, con pocas excepciones, las fronteras de los Estados africanos aún se parecen a las de 1960. Fearon y Laitin concluyeron que la violencia comunitaria, aunque horrenda, es extremadamente rara.

La falacia de la proporción base es particularmente seductora cuando los acontecimientos son mucho más visibles que su ausencia. Esto es lo que sucede con los conflictos étnicos, y podría haber hecho que Muller equivocara el camino en su recuento del triunfo del nacionalismo europeo. Él pone énfasis en el papel de la violencia en la homogeneización de los Estados europeos, pero pasa por alto la consolidación pacífica que ha sido resultado de la capacidad de grupos diversos —alsacianos, bretones y provenzales en Francia; fineses y suecos en Finlandia; genoveses, toscanos y venecianos en Italia— para vivir en armonía. Al no considerar los conflictos que no hubo, Muller pudo haber malinterpretado la dinámica de los que sí sucedieron.


Por supuesto, las divisiones étnicas producen conflictos violentos en algunos casos. La violencia incluso puede ser tan grave que la partición es la única solución viable. Sin embargo, esta respuesta extrema no ha sido necesaria en la mayoría de los casos en los que ha habido divisiones étnicas. Entender cuándo las diferencias étnicas generan conflictos, —y saber cuál es la mejor manera de intentar prevenirlos o responder a ellos cuando se presentan— requiere una comprensión más profunda de la forma como funciona la etnicidad.

Muller sólo da una razón por la que las identidades étnicas tienen un papel tan central en el conflicto político. Correspondiendo, como lo hace, a “propensiones perdurables del espíritu humano”, argumenta que el etnonacionalismo “es una fuente fundamental tanto de solidaridad como de enemistad”. Esta explicación hace eco de un recuento bastante convencional del conflicto étnico según el cual la gente tiende a preferir miembros de su propio grupo y, en algunos casos, siente una antipatía activa hacia los que no pertenecen a él, lo que hace que el conflicto sea el resultado inevitable. Ésta es una historia atractiva. Ayuda a los extranjeros a darle sentido a la violencia aparentemente gratuita de los conflictos más sangrientos de África. Resuena con la satanización de los inmigrantes y las amenazas de la dominación étnica que los políticos de todo el mundo invocan en las campañas electorales. Parece coincidir con las demandas de mayor autonomía y autogobierno de ciertos enclaves étnicos de Europa del Este y de la antigua Unión Soviética. Si la diversidad étnica genera antipatías tan profundas que no pueden resolverse de forma realista, la separación se convierte en el antídoto obvio y, quizá, en el único viable, como concluye Muller. Pero los sentimientos positivos hacia los miembros del grupo y la antipatía hacia los que no lo son podrían no ser la explicación correcta de por qué la acción política se organiza, con frecuencia, a partir de líneas étnicas.

En efecto, investigaciones recientes presentan al menos dos explicaciones alternativas. Un argumento sugiere que los miembros del mismo grupo tienden a trabajar juntos para lograr fines colectivos, no por preferencias discriminatorias, sino por eficiencia: hablan el mismo idioma, tienen acceso al mismo tipo de información y comparten redes sociales. En ambientes con escasos recursos, podrían incluso elegir trabajar juntos en contra de otros grupos, sin importar si sus semejantes les interesan o les agradan. Así pues, las coaliciones políticas se forman siguiendo las líneas étnicas, no porque las personas se interesen más por los miembros de su grupo, sino simplemente porque es más fácil colaborar con sus pares étnicos para lograr fines colectivos.


Un segundo relato pone énfasis en las normas que pueden desarrollarse dentro de los grupos étnicos. Aunque las personas no vean los beneficios en términos de eficiencia que se obtienen al trabajar con los miembros de su misma etnia y no tengan preferencias discriminatorias, aun así pueden favorecer a los miembros de su propio grupo simplemente debido a que esperan que ellos también discriminen a su favor. Es más probable que tal reciprocidad se desarrolle en ambientes desprovistos de las instituciones y de las prácticas que evitan que las personas se aprovechen de los demás —por ejemplo, contratos que se puedan hacer cumplir e instituciones estatales imparciales—. En esos casos, la reciprocidad es una protección contra el engaño.

Distinguir estas diferentes teorías es importante porque cada una sugiere una estrategia totalmente diferente para lidiar con el conflicto étnico. Si el problema reside en antipatías tribales o nacionales, podría ser útil separar a los grupos. Pero si el problema surge de las ventajas tecnológicas que benefician a los miembros de un mismo grupo étnico, entonces es más probable que den frutos las iniciativas que rompen las barreras de la cooperación (como, por ejemplo, la introducción del swahili como idioma común en Tanzania que llevó a cabo Julius Nyerere en la década de los setenta). En cambio, si la discriminación a favor de los miembros del propio grupo étnico es una estrategia de supervivencia que siguen los individuos para compensar la falta de instituciones estatales funcionales e imparciales, entonces la mejor respuesta podría ser invertir más en las instituciones formales para que los individuos tengan la seguridad de que el engaño será castigado y de que la cooperación entre las diferentes etnias será recíproca.

Para diferenciar estas perspectivas enfrentadas, nos dimos a la tarea de estudiar la etnicidad y el conflicto a partir de juegos experimentales. Pusimos a la gente en interacciones estratégicas con miembros de su propio grupo étnico y de otras etnias, y analizamos las decisiones que tomaron. Nuestra investigación se llevó a cabo en Uganda, donde las diferencias entre los grupos étnicos han sido la base de la organización política y la fuente de persistentes crisis políticas nacionales y de conflictos violentos desde la independencia.

Sorprendentemente, no encontramos evidencia alguna de que a la gente le importe más el bienestar de los miembros de su propio grupo étnico que el de los miembros de otros grupos. Si se les daba la oportunidad de hacer donaciones anónimas en efectivo a socios seleccionados al azar, los individuos eran igualmente generosos con los miembros que no pertenecían a su grupo que con los miembros de su propia etnia. Se podría contar con facilidad una historia que vincula las décadas de conflicto étnico en Uganda con las antipatías tribales (y muchos lo han hecho), pero nuestra investigación no encontró evidencias de dichas antipatías entre una muestra diversa de ugandeses.

Además, encontramos débiles indicios de que los impedimentos para la cooperación entre los diferentes grupos étnicos expliquen la dinámica étnica de la política ugandesa. En otro conjunto de experimentos, pareamos a los participantes al azar y dimos a cada pareja tareas que le daban mayor importancia a la comunicación y a la cooperación exitosas. No encontramos relación alguna entre el éxito en la realización de estas tareas y la identidad étnica de los participantes; los índices de éxito fueron igualmente altos cuando los individuos fueron pareados con miembros de su propio grupo étnico que cuando fueron pareados con personas de otras etnias. Por ende, los beneficios en términos de eficiencia por sí solos no pueden dar cuenta fácilmente de la propensión de las coaliciones políticas a asmuir un carácter étnico.

Por el contrario, nuestros estudios sugieren que los patrones de favoritismo y de acción colectiva exitosa dentro de los grupos étnicos se deben atribuir a la práctica de la reciprocidad, que garantiza la cooperación entre los miembros del grupo. Nuestros sujetos no mostraron preferencia alguna por los miembros de su grupo cuando se les dio la oportunidad de hacer donaciones en efectivo de manera anónima, pero su comportamiento cambió dramáticamente cuando supieron que sus compañeros podían ver quiénes eran. Cuando supieron que otros participantes sabrían cómo se comportaban, los sujetos discriminaban fuertemente a favor de los miembros de su propio grupo étnico. Esto revela, al menos en la muestra de ugandeses que utilizamos, que las diferencias étnicas generan conflicto no debido a que disparan la antipatía o a que impiden la comunicación, sino porque hacen evidente una serie de normas de reciprocidad que permite que los grupos étnicos cooperen en beneficio mutuo.

Los hallazgos de nuestros experimentos —en un entorno bastante diferente al del escenario europeo que plantea Muller, pero en el que las divisiones étnicas son igualmente profundas— revelan que lo que desde el exterior podría parecer un difícil problema de preferencias discriminatorias podría reflejar, en cambio, normas de reciprocidad que se desarrollan cuando los individuos tienen otras pocas instituciones en las que pueden confiar para vigilar el comportamiento de los otros.

Por supuesto, la etnicidad podría no funcionar en Uganda en la actualidad de la misma forma que en otras partes del mundo o que en otros momentos de la historia. Pero nuestros resultados sí indican que es necesario considerar seriamente la posibilidad de que la perspectiva convencional es, en el mejor de los casos, una explicación incompleta o, en el peor de los casos, una explicación incorrecta de por qué el nacionalismo étnico genera conflicto donde y cuando lo hace.

Si el odio étnico no está presente, separar a los grupos podría no tener mucho sentido como estrategia para mitigar los efectos corrosivos de las divisiones étnicas. Podría ser mucho más importante invertir en crear instituciones estatales imparciales y dignas de credibilidad para facilitar la cooperación entre las diferentes etnias. Con dichas instituciones en marcha, los ciudadanos no necesitarían seguir dependiendo, de manera desproporcionada, de redes étnicas en el mercado y en la política. En este sentido, la modernización podría ser el antídoto para el nacionalismo étnico en vez de su causa.

El último reducto del separatismo

Muller afirma que el etnonacionalismo es la tendencia del futuro y dará como resultado más y más Estados independientes, pero esto es poco probable. Una de las ideas más desestabilizantes que se han presentado a lo largo de la historia de la humanidad ha sido que cada unidad cultural definida por separado debe tener su propio Estado. Tratar de alcanzar dicha meta provocaría interminables trastornos e introversión política. Woodrow Wilson le dio un impulso a la creación de más Estados cuando defendió la “autodeterminación nacional” como medio para prevenir más conflictos nacionalistas, los cuales, en su opinión, fueron la causa de la Primera Guerra Mundial.

Se esperaba que si las naciones que conformaban los Imperios austriaco, otomano y ruso podían convertirse en Estados independientes, no tendrían que involucrar a las grandes potencias en sus conflictos. Sin embargo, Wilson y sus contrapartes no le concedieron a cada nación su propio Estado. Agruparon a las minorías en Hungría, Italia y Yugoslavia, y finalmente la Unión Soviética surgió como un verdadero imperio de nacionalidades. Los economistas cuestionaron, con justa razón, si los pequeños Estados con escasa población económicamente activa y recursos limitados podrían ser viables, especialmente por los aranceles que se aplicarían a sus productos en el comercio internacional.

Más importante aún, el prospecto nacionalista era, y continúa siendo inevitablemente, poco práctico. En el mundo actual, hay 6 800 dialectos o lenguas diferentes que podrían obtener reconocimiento político como grupos lingüísticos independientes. ¿Alguien sugiere, seriamente, que cada uno de los aproximadamente 200 Estados existentes se divida, en promedio, en 34 pedazos? La doctrina de la autodeterminación nacional se reduce al absurdo en este punto.

Asimismo, es poco probable que el principio de “una nación, un Estado” prevalezca por cuatro buenas razones. Primero, los gobiernos actuales son más sensibles a las minorías étnicas que las aglomeraciones imperiales del pasado, y también tienen más recursos a su disposición que sus predecesores. Muchas provincias pobladas por grupos étnicos descontentos se encuentran en territorios adyacentes a las capitales nacionales, no en el extranjero. Además, en esta era de globalización, muchos gobiernos tienen presupuestos anuales que equivalen a casi el 50% de sus PIB, y gran parte de ellos se invierte en servicios sociales. Ellos pueden adaptarse, y se adaptan, a las necesidades económicas de las unidades diferenciadas de sus Estados. También responden a las demandas lingüísticas de dichas unidades. Vascos, bretones, punyabíes, quebequenses y escoceses viven bastante bien dentro de los vínculos de la soberanía multinacional y, en algunos casos, mejor que los residentes de otras provincias que no afirman pertenecer a una nación diferente.

Segundo, el logro de la soberanía separada depende hoy del reconocimiento y el apoyo externos. Los posibles nuevos Estados no pueden obtener la independencia sin la ayuda militar y la asistencia económica del extranjero. El reconocimiento internacional, a su vez, exige que el movimiento nacionalista aspirante evite el terrorismo internacional como medio para llamar la atención. Si un grupo separatista utiliza el terrorismo, se tiende a vilipendiarlo y a marginarlo. Si un grupo étnico no tiene suficiente apoyo para obtener la independencia por medios electorales pacíficos dentro de su país, recurrir al terrorismo sólo invita a cuestionar la legitimidad de su búsqueda de independencia.

En reconocimiento de lo anterior, los quebequenses abandonaron los métodos terroristas del Frente de Liberación de Quebec. La mayoría de los vascos rechaza a la organización “País Vasco y Libertad” (mejor conocido por su acrónimo en vasco, ETA). Los europeos progresistas han retirado su apoyo a los rebeldes chechenos. Y el continuo bombardeo terrorista de las ciudades israelíes desde una Gaza dominada por Hamás podría subvertir el consenso internacional previo a favor de una solución de dos Estados para el problema palestino, o al menos justificaría una estrategia de excepción para Gaza.

Con la posible excepción de los palestinos, la noción de que cualquiera de estos pueblos estaría mejor en Estados independientes más pequeños y más débiles en un entorno hostil no es realista. Ocasionalmente, los disidentes argumentan que si dejaran la unidad estatal, serían recibidos en el reconfortante regazo de la Unión Europea o del Tratado de Libre Comercio de América del Norte y, por consiguiente, conseguirían acceso a un mercado amplio. Pero eso dependería en gran medida del apoyo exterior a su causa. El Reino Unido podría no desear ver a Escocia en la UE y podría vetar su admisión. Estados Unidos y Canadá podrían no llegar a un acuerdo para permitir que un Quebec independiente se uniera al TLCAN. Es cuestionable creer que cuando un pequeño Estado nace cae automáticamente en las amorosas manos de las parteras internacionales. La verdad varía de un caso a otro.

Tercero, aunque la globalización estimuló inicialmente el descontento étnico al crear desigualdad, también proporciona los medios para acallar las quejas futuras en el marco del sistema político estatal. El crecimiento económico distribuido es un paliativo para el descontento político. Indonesia, Malasia, Singapur y Tailandia tienen grupos étnicos diferentes que se han beneficiado en gran medida del intenso resurgimiento económico de sus Estados estimulado por la globalización. El norte y el sur de Vietnam son culturalmente diferentes, pero ambos se han beneficiado del crecimiento económico del país. Camboya tiene una población diversa, pero ha ganado mucho de la iniciativa de China de externalizar parte de su producción.

Cuarto, una población descontenta puede reaccionar ante la discriminación étnica, pero también responde a la necesidad económica y, sin importar cuáles sean sus preocupaciones, no siempre tiene que buscar la independencia para resolverlas. Tiene otra válvula de escape: la emigración hacia otro país. El estado de Nuevo León no ha buscado independizarse de México; en cambio, muchos de sus habitantes se han trasladado, legal o ilegalmente, a Estados Unidos. La gran emigración del Magreb a Francia e Italia refleja una actitud y resultado similares; las poblaciones insatisfechas del norte de África pueden encontrar mayor bienestar en Europa. Y cuando los polacos se mudan hacia Francia o al Reino Unido, no se separan de la madre patria, sino que muestran estar más satisfechos bajo el régimen francés o el británico. La emigración es la abrumadora alternativa a la secesión cuando el gobierno del país de origen no mitiga de forma suficiente las disparidades económicas.

Incluso cuando el gobierno central ha utilizado la fuerza para suprimir los movimientos secesionistas, ha ofrecido zanahorias a la vez que ha dado palos. La provincia de Aceh ha sido coaccionada, incluso mientras ha sido sometida a amenazas, para seguir formando parte de la república de Indonesia. Es poco probable que Cachemira, frente a un equilibrio de restricciones e incentivos, surja como un Estado independiente en la India. Asimismo, los Tigres Tamiles han perdido la simpatía del mundo por estar detrás de la matanza de ceilaneses inocentes.

La reciente formación de un Kosovo “independiente”, que aún no ha sido reconocido por varios países clave, no pronostica la aparición similar de otros Estados nuevos. Es poco probable que Abjasia u Osetia del Sur, a pesar de que ya son bastante autónomas de hecho, obtengan la independencia total y formal de Georgia o que las áreas albanesas de Macedonia se separen. En cambio, es probable que los secesionistas potenciales, disuadidos tanto por los gobiernos centrales como por la comunidad internacional, se contengan. En efecto, el resultado futuro más verosímil es que tanto los Estados establecidos como sus defensores internacionales actúen, en general, para evitar la proliferación de nuevos Estados en el sistema internacional.

Esta conclusión está respaldada por un gran número de trabajos empíricos que muestran que las aspiraciones de soberanía de una provincia se pueden confinar dentro de un Estado si dicha provincia tiene acceso a recursos del gobierno central y tiene representación en la élite gobernante. El partido sij, Akali Dal, en algún momento intentó que el Punyab se independizara de la India, pero con pocos resultados, en parte porque los punyabíes están fuertemente representados en el Ejército indio y debido a que las transferencias fiscales desde Nueva Delhi han acallado la disidencia en la región. Los quebequenses se benefician del financiamiento proveniente de Ottawa, de las relaciones con la élite, del flujo de capital privado hacia Quebec y de la aceptación del gobierno canadiense del bilingüismo en la provincia. Chechenia sigue siendo pobre, pero si intenta remediar la relativa negligencia a la que se ha visto sometida mediante la estrategia del terrorismo, menoscabará su propia legitimidad. Ante la falta de apoyo externo, y en vista de la continua firmeza de Rusia, Chechenia se ha conformado con cierto grado de estabilidad política. En los tres casos, parece probable que se mantengan los límites nacionales existentes, al igual que en otros casos.

Los apóstoles de la autodeterminación nacional harían bien en considerar una tendencia aún más importante: el regreso de la grandeza al sistema internacional. Esto sucede no sólo porque las grandes potencias como China, India y Estados Unidos están asumiendo papeles más importantes en la política mundial, sino porque la economía internacional eclipsa cada vez más a la política. Para mantener el ritmo, los Estados se tienen que hacer más grandes. El mercado internacional siempre ha sido mayor que los mercados internos, pero mientras la apertura internacional seguía siendo atractiva, incluso las potencias pequeñas podían aspirar a la prosperidad y a lograr cierta influencia económica. Sin embargo, durante la década pasada, las reducciones tarifarias propuestas en la Ronda Doha fracasaron, los aranceles industriales no han bajado y la agricultura está aún más protegida que durante el siglo XIX.

La globalización ha distribuido claramente los beneficios económicos a los países más pequeños, pero estos Estados aún requieren una escala política mayor para aprovechar plenamente los beneficios de la globalización. Para generar escala, los Estados han negociado preferencias comerciales bilaterales y multilaterales con otros Estados, tanto regional como internacionalmente, lo que les ha dado acceso a mercados más grandes. La UE ha decidido compensar con la ampliación de su membresía y un área de libre comercio mayor lo que le falta de crecimiento económico interno. Los veintisiete países de la UE tienen actualmente un PIB combinado de más de 14 billones de dólares, por encima de los 13 billones de dólares de Estados Unidos, y la expansión de la Unión aún no termina.

Europa nunca se vio constreñida por los límites del “destino manifiesto” a los que se enfrentó Estados Unidos: las costas del Océano Pacífico. Charles de Gaulle se equivocó al anunciar una “Europa del Atlántico a los Urales”: la UE ya se expandió hasta el Cáucaso. Y con al menos ocho nuevos miembros, continuará avanzando en dirección de Asia Central. Conforme las fronteras de Europa se acercan a Rusia, incluso Moscú intentará establecer lazos de facto con este gigante europeo cada vez más monolítico.

En Asia, las tensiones actuales entre China y Japón no han impedido que se hagan propuestas para establecer una zona de libre comercio, una divisa común y un banco de inversión para la región. Los chinos que viven en Filipinas, Indonesia, Malasia, Singapur, Taiwán y Vietnam acercan a sus países adoptivos a Beijing. China no se expandirá territorialmente (excepto de forma titular, cuando Taiwán se reincorpore al territorio continental), pero tomará medidas para consolidar una red económica que tendrá todos los elementos de la producción, con excepción, quizá, de las materias primas. Japón se ajustaría a la primacía de China, e incluso Corea del Sur verá las señales.

Esto dejará a Estados Unidos en la incómoda posición de experimentar la falta de crecimiento y el posible fracaso de nuevas uniones aduaneras en el hemisferio occidental. Es probable que el TLCAN se haya profundizado, pero un Área de Libre Comercio de las Américas ahora parece inalcanzable, debido a la oposición de Argentina, Bolivia, Brasil y Venezuela. La política de Estados Unidos también se ha puesto en contra, al menos temporalmente, de dichos proyectos. En años recientes, los países de América del Sur han respondido mucho más a China y a Europa que a Estados Unidos. El Tratado de Libre Comercio Estados Unidos-Centroamérica podría ser el único elemento nuevo para la estrategia estadounidense actual.

Algunos economistas aseguran que un gran tamaño no es necesario en un sistema económico internacional totalmente abierto y que incluso los países pequeños pueden vender sus productos en el extranjero en esas condiciones. Pero el sistema económico internacional no es abierto, y el futuro reside en amplias uniones aduaneras, que sustituyan a los mercados internacionales restringidos con mercados regionales ampliados. China está procurando firmar acuerdos comerciales preferenciales bilaterales con muchos otros Estados, y lo mismo está haciendo Estados Unidos. Los secesionistas potenciales no prosperarán en tales circunstancias. Tienen que depender de la ayuda internacional, de la participación en acuerdos de comercio y de la aquiescencia de sus países de origen. Pueden no contar con los elementos anteriores y fracasarán si utilizan el terrorismo para promover sus causas.

En las circunstancias actuales, los secesionistas en general estarán mejor si permanecen dentro de los Estados existentes, aunque sólo sea porque el sistema internacional ahora favorece aglomeraciones de poder mayores. Las economías de escala industrial están promoviendo economías de escala política. En la política estadounidense, el problema de la subcontratación atrae mucha atención política, pero ¿cómo puede evitarse dicha actividad cuando la producción y el mercado nacionales son demasiado pequeños? Sólo las entidades políticas más grandes pueden mantener la producción, las actividades de investigación y desarrollo, así como la innovación dentro de una zona económica única. Lo grande ha vuelto.

Muller responde

Mi ensayo no es prescriptivo ni está impulsado por una agenda en particular. Pretendía sugerir que el poder del nacionalismo étnico en el siglo XX ha sido mayor de lo que generalmente se reconoce y que la probabilidad de que siga teniendo impacto global es mayor de lo que se acepta comúnmente. Sostengo que los estadounidenses, con frecuencia, tienen un sentido distorsionado de algunas áreas importantes del mundo porque tienden a generalizar con base en su propia experiencia nacional o, más bien, en una versión truncada e idealizada de dicha experiencia. Por supuesto, desde hace mucho, la etnicidad (y su primo conceptual, la raza) ha tenido, y continúa teniendo, un papel en la vida estadounidense, como lo demuestran desde los patrones residenciales hasta el comportamiento electoral.

Pero, en general, la identificación étnica en Estados Unidos tiende a erosionarse entre generaciones, y la noción de que los diferentes grupos étnicos deben tener sus propias entidades políticas es marginal. (Los distritos electorales que se trazan a lo largo de líneas raciales hacen eco de las concepciones del nacionalismo étnico. Y la visión chicana de la reconstitución de Aztlán —una nación perdida de los indígenas americanos que supuestamente incluye a México y a gran parte del suroeste estadounidense— calificaría como etnonacionalista, pero parece tener un atractivo limitado). Así pues, a los estadounidenses se les dificulta imaginar la intensidad del deseo de muchos grupos étnicos en el extranjero por tener una entidad política propia o la determinación de otros para mantener la estructura étnica de las entidades políticas existentes. Si los polacos y los ucranianos se llevan tolerablemente bien en Chicago, ¿por qué no pueden hacer lo mismo los árabes suníes, los kurdos y los turkmenos en Kirkuk?

Además, argumento que este error de percepción también ocurre entre los europeos occidentales cultos, quienes proyectan el modelo cooperativo y pacífico de la UE al resto del mundo, mientras pierden de vista la historia de disgregación étnica que parece haber sido una de las precondiciones para la civilidad de la Europa contemporánea. La propensión a imponer sobre el resto del mundo las categorías propias y las concepciones idealizadas de las experiencias personales anteriores y actuales conlleva una especie de universalidad engañosa, que probablemente dará como resultado malos entendidos y errores de juicio.

Hay categorías de autodefinición que son desconocidas o incómodas para la sensibilidad de ciertas personas, entre las que se incluyen la identidad etnonacional, la casta (común en la India) o la tribu (común en gran parte de África y del mundo musulmán). Pero el hecho de que a algunas personas les parezca que estas categorías no son reales (porque saben que bajo la piel los seres humanos son iguales: déjenlos en una habitación con un juego y verán qué poco difieren entre sí) no las hace menos reales para aquellos que sí creen en ellas.

El problema de tomar en serio las diversas formas como las personas de diferentes partes del mundo se definen a sí mismas se ve exacerbado por las pretensiones universalizantes y cientificistas de algunas corrientes de la Ciencia Política académica. El térmimo “cientificismo” se refiere a la tarea de aplicar los métodos y los criterios de las ciencias naturales a todos los ámbitos de la experiencia humana, aunque para algunos de ellos sean inadecuados. Esto incluye el esfuerzo por explicar todos los fenómenos con teorías simplificadas de motivación humana y el intento de replicar a las ciencias duras mediante condiciones de laboratorio para estudiar la Ciencia Política. La historia proporciona una fuente de datos útil para estudiar la diversidad y complejidad del comportamiento humano. Es un laboratorio muy imperfecto, donde los datos y su interpretación están influenciados por las predisposiciones metodológicas e ideológicas del investigador, aunque, con frecuencia, es superior a la alternativa: las maneras de explicar aparentemente científicas.

Mi tesis no es que la violencia de la experiencia europea se repetirá, sino una más modesta: es probable que las tensiones étnicas se exacerben, en lugar de eliminarse, por la ocurrencia de procesos de modernización similares en otras partes del mundo. Al contrario de lo que James Habyarimana, Macartan Humphreys, Daniel Posner y Jeremy Weinstein afirman, en ninguna parte de mi ensayo argumento que las “divisiones étnicas generan violencia inevitablemente”. Y aunque cité a Churchill, no respaldo sus puntos de vista como norma general de política.

Lo que en realidad escribí, casi al final de mi artículo, fue lo siguiente:

Algunas veces, las demandas de autonomía étnica y de autodeterminación pueden satisfacerse dentro de un Estado existente. […] Pero tales medidas siguen siendo precarias y son propensas a frecuentes renegociaciones. En el mundo en desarrollo, por otro lado, donde los Estados son de creación más reciente y donde las fronteras suelen afectar los límites étnicos, es probable que haya disgregaciones étnicas y conflictos comunitarios adicionales. Además, según indican estudiosos como Chaim Kaufmann, una vez que el antagonismo étnico ha traspasado cierto umbral de violencia, mantener a los grupos rivales dentro de una sola entidad política se hace mucho más difícil.
[…] Por otra parte, cuando la violencia comunitaria se intensifica y llega a la limpieza étnica, el regreso de gran número de refugiados a su lugar de origen después del cese del fuego es con frecuencia imposible e incluso indeseable, ya que tan sólo prepara el terreno para nuevos conflictos en el futuro.

Por ende, la partición podría ser la solución humana más duradera para conflictos comunitarios tan violentos.

Habyarimana, Humphreys, Posner y Weinstein continúan con sus interpretaciones erróneas al asegurar que yo atribuyo la tensión étnica simplemente a “propensiones perdurables del espíritu humano”; en realidad, yo atribuyo la tensión étnica a “ciertas propensiones perdurables del espíritu humano que se hacen más visibles por el proceso de creación del Estado moderno”. Mi explicación, tomada principalmente del sociólogo Ernest Gellner, de hecho, la repiten los cuatro coautores, aunque con un vocabulario diferente, cuando dicen que los miembros del mismo grupo étnico tienden a reunirse porque “hablan el mismo idioma, tienen acceso al mismo tipo de información y comparten redes sociales”. Como sucede con frecuencia en las ciencias sociales, éste es un intento por lograr una diferenciación del producto mediante el cambio de marca: reformulando ideas conocidas con un vocabulario diferente.

Es más novedosa la creencia de los autores de que sus experimentos cuasi científicos en Uganda ofrecen vías útiles y nuevas para la formulación de políticas públicas. Ellos dicen que sus experimentos con juegos proporcionan una explicación sobre la forma como se comportarían los diversos actores étnicos cuando están libres de los marcos políticos y sociales en los que otras personas tienen conocimiento de sus actos. Quizá, pero es precisamente debido a la naturaleza del mundo real que éste nunca sería el caso.


Es más, su conclusión de que el problema reside en un ambiente institucional débil, caracterizado por una “ausencia de instituciones estatales funcionales e imparciales”, es cierta y engañosa a la vez, ya que no considera que la mera multiplicidad étnica es una de las principales fuentes de dicho ambiente institucional. Una lectura de la novela escrita por Chinua Achebe en 1960, No Longer at Ease —que trata del predicamento de un joven e idealista funcionario público que intenta personificar los valores de la imparcialidad en un entorno en el que dichas normas van en contra de la noción que comparten los miembros de su propia etnia, quienes consideran que su puesto burocrático es una forma de propiedad grupal— arrojaría más luz sobre la situación que cientos de juegos experimentales.


Éste no es el lugar para hacer una crítica a fondo de los multicitados cálculos de Fearon y Laitin sobre la incidencia de la violencia interétnica en África entre 1960 y 1979. Si una persona vive en un barrio en donde tres de cada mil interacciones resultan en violencia, y ésta tiene tres interacciones por día, dicha persona sólo será atacada violentamente tres veces al año. Pero ¿es un barrio seguro o peligroso? La afirmación de que “con pocas excepciones, las fronteras de los Estados africanos aún se parecen a las de 1960” también es cierta, pero engañosa. Da fe tanto de la capacidad de las coaliciones étnicas dominantes para suprimir los intentos de rebelión como de la ausencia de conflictos étnicos.

La Guerra de Biafra (1967-1970) cuenta como un solo incidente de violencia interétnica en los datos de Fearon y Laitin y no produjo cambio alguno en las fronteras. Que se perdieran alrededor de un millón de vidas humanas no cuenta para sus cálculos. Si Fearon y Laitin repitieran sus cálculos para los años que han transcurrido desde 1979, el homicidio de alrededor de 800 000 ruandeses (en su mayoría tutsis) también habría aparecido como un dato de poca consecuencia estadística.

La afirmación de Richard Rosecrance y Arthur Stein de que el ideal etnonacionalista de un Estado independiente para cada unidad cultural ha sido fuente de inestabilidad es cierta o, al menos, cierta a medias. De eso trata una buena parte de mi artículo. Pero el hecho de que el etnonacionalismo sea desestabilizante no ha disminuido su atractivo ni su impacto. La otra verdad a medias es que la satisfacción del ideal etnonacionalista ha tenido un efecto estabilizador, al menos para grupos grandes.

Sin embargo, como apunta mi artículo y como Rosecrance y Stein subrayan, no todas las aspiraciones etnonacionales pueden alcanzarse, y las aspiraciones etnonacionales de autonomía y autodeterminación se pueden alcanzar dentro de unidades políticas mayores mediante el federalismo: la devolución del poder y del ingreso a las unidades subnacionales. Como tal, el federalismo representa una forma de “semipartición”, como lo hace notar el politólogo Donald Horowitz. Tiene la muy real ventaja de permitir la participación en unidades políticas y económicas de mayor tamaño. Pero, como también lo explica Horowitz, “el federalismo no es barato. Implica la duplicación de instalaciones, funciones, personal e infraestructura” y con frecuencia supone disputas jurisdiccionales. Además, “los Estados que podrían beneficiarse del federalismo generalmente se dan cuenta demasiado tarde, a menudo después de que el conflicto se ha intensificado”.

Rosecrance y Stein pueden tener razón al establecer que un mayor fondo de ingresos puede apaciguar las aspiraciones etnonacionales. Pero vale la pena recordar que los gobiernos que están en posición de distribuir sumas equivalentes al 50% de sus PIB están en Europa, mientras que los grupos étnicos con potencial de producir conflictos se encuentran en África, Asia y Latinoamérica, donde hay menos riqueza y, por lo tanto, menos PIB disponible para la redistribución. Más aún, la redistribución gubernamental masiva mediante la imposición fiscal podría por sí misma inhibir el crecimiento económico o tornar la captura del aparato estatal en algo demasiado tentador, en comparación con otras actividades.

Varias de las afirmaciones de Rosecrance y Stein son cuestionables, si no es que claramente erróneas. Los autores afirman que la emigración masiva puede ser una “abrumadora alternativa a la secesión cuando el gobierno del país de origen no mitiga de forma suficiente las disparidades económicas”. Primero, esto supone que todo el descontento es, finalmente, la expresión de intereses económicos concebidos individualmente, una simplificación radical de la motivación humana que ignora el deseo de algunas personas de compartir una cultura común y su percepción de que se necesita autonomía política para proteger dicha cultura. Por ejemplo, a lo largo de gran parte de la primera mitad del siglo XX, los francocanadienses emigraron de Canadá a Estados Unidos, donde con el tiempo se integraron a la población en general. El nacionalismo quebequense representa un rechazo de ese camino.

Segundo, los autores de la estrategia de la “emigración como válvula de escape” ignoran el hecho de que, en contraste con la era anterior de la globalización (de finales del siglo XIX hasta el final de la Primera Guerra Mundial), la actual se caracteriza por tener gobiernos más capaces y más inclinados a custodiar sus fronteras y, por ende, por la movilidad comparativamente limitada de las personas a través de las fronteras nacionales. Asimismo, el descontento en los Estados relativamente ricos de Occidente frente a algunas oleadas recientes de inmigración ya ha producido algo de presión para exigir que los gobiernos ejerzan un mayor control sobre el tránsito de las personas de algunas regiones en particular. Está lejos de ser claro si se permitirá que la emigración del Magreb hacia Francia, por ejemplo, continúe indefinidamente.

La afirmación de Rosecrance y Stein de que ha llegado una nueva era de grandeza en los asuntos económicos internacionales es más cierta que las implicaciones que derivan de ella. Las ventajas económicas de la división del trabajo se expanden, en efecto, con la ampliación del mercado, como lo explicó Adam Smith hace más de dos siglos. Pero sencillamente no es cierto que “para mantener el paso, los Estados se tengan que hacer más grandes”. Los Estados pueden negociar tratados y otras formas de asociación que permitan un comercio internacional más libre. Como mencionan los autores de pasada, los países más pequeños han optado por insertarse en mercados trasnacionales y, como resultado, con frecuencia han prosperado.

En resumen, Rosecrance y Stein suponen que un cálculo económico racional rige la actividad internacional. Esta simplificación de la motivación humana tiene la ventaja de la elegancia metodológica. Pero sus predicciones combinan tres circunstancias muy diferentes: lo que harían los actores globales si calcularan racionalmente sus utilidades con base en un conjunto de preferencias de forma muy parecida a como lo hacen los profesores estadounidenses de Ciencia Política; lo que harían los actores globales si calcularan sus utilidades con base en sus preferencias reales, las cuales podrían discrepar sustancialmente de las de los politólogos estadounidenses; y lo que realmente sucedería dada la improbabilidad de que los politólogos estadounidenses o los actores globales calculen racionalmente sus utilidades. Es decir, Rosecrance y Stein han comprado la elegancia metodológica a expensas del poder explicativo, al reducir radicalmente el rango de motivaciones e interacciones pertinentes.

Para un historiador, la aseveración de los autores de que “la economía internacional eclipsa cada vez más a la política”, como gran parte de su respuesta a mi ensayo, hace eco, de manera inquietante, a un best seller británico de hace un siglo. En 1910, Norman Angell publicó The Great Illusion, en el cual explicaba, con base en razonamientos económicos, el motivo por el que una guerra extendida entre las grandes potencias era imposible en las condiciones económicas de ese momento. Su argumento era atractivo desde el punto de vista lógico, pero equivocado. En 1933, Angell publicó una nueva edición de su libro, en la que sugería que los países no podían enriquecerse mediante la conquista de sus vecinos y que, por lo tanto, la guerra era fútil. Le otorgaron el premio Nobel de la Paz, pero su mensaje parece no haber llegado a todas las partes pertinentes. Me temo que las predicciones de Rosecrance y Stein sobre el futuro del nacionalismo étnico tendrán la misma suerte.

Sin embargo, Rosecrance y Stein plantean un asunto importante que yo no exploré en mi artículo: la cuestión del reconocimiento y del apoyo externos para los nuevos Estados en potencia. ¿Cuál debe ser la respuesta de otros países, como Estados Unidos, a las demandas de independencia que presentan los etnonacionalistas? Si se toman en serio las fuerzas que generan el poder duradero del etnonacionalismo, en lugar de desecharlas como arcaicas, ilusorias o sujeto de eliminación a partir de una buena gobernanza conjurada de la nada, las implicaciones para las políticas públicas no son en modo alguno obvias.

Dejo de lado los asuntos puramente legales y filosóficos, ya que el “derecho” a la autodeterminación, como muchos otros, con frecuencia choca con otros supuestos derechos. Los representantes de los Estados existentes están muy predispuestos en contra de la modificación de las fronteras y la formación de nuevos Estados. Ellos ven un interés personal en mantener el statu quo internacional, lo cual podría o no estar justificado por la prudencia. Reconocer que la autodeterminación nacional proporciona, en efecto, satisfacciones por sí misma y que bien podría dar como resultado Estados viables no quiere decir que la interminable creación de Estados nuevos sea viable o deseable. No obstante, hay riesgos tanto en apoyar las demandas etnonacionalistas como en negarlas de manera prematura.

Uno de los peligros de reconocer internacionalmente las demandas de soberanía del etnonacionalismo insurgente es que puede conducir a la secesión unilateral (como en el caso reciente de Kosovo), en vez de a la separación de mutuo acuerdo. La secesión sin partición étnica generalmente significa que la nueva entidad política incluirá una minoría sustantiva de personas, cuya etnia domina el país del que se ha separado el nuevo Estado. Esto ofrece una fuente expedita de nuevas tensiones étnicas dentro del nuevo país y de tensiones internacionales entre el nuevo Estado y el anterior. La partición de mutuo acuerdo que separa a los grupos étnicos rivales puede ser preferible con el fin de minimizar la posibilidad de futuros conflictos. Otro peligro nacido de una mayor voluntad internacional para reconocer a los movimientos etnonacionalistas es que podría crear un incentivo para que los gobiernos de los países existentes aplasten de manera violenta los movimientos etnopolíticos incipientes antes de que se puedan organizar.

Sin embargo, hay peligros en el rechazo generalizado de la comunidad internacional del reconocimiento de las demandas de los movimientos etnonacionalistas legítimos. Por haber considerado que la secesión era imposible, los gobiernos podrían no tener incentivo alguno para responder al deseo de los grupos étnicos de tener más poder y autodeterminación dentro de los confines de los Estados actuales. Reconocer el poder duradero del nacionalismo étnico no es apoyarlo ni proporcionar una receta para la acción, sino ofrecer una apreciación más realista de los dilemas que continuarán surgiendo durante el siglo XXI.