15 de noviembre de 2009

COREA DEL NORTE Y EL NUEVO PARADIGMA DE SEGURIDAD


Mitchell B. Reiss

Al probar recientemente su segundo dispositivo nuclear (el 25 de mayo), lanzar posteriormente numerosos misiles balísticos y proferir una serie de amenazas y advertencias altamente beligerantes e incendiarias, la República Democrática Popular de Corea (Corea del Norte) ha dejado clara su intención de aumentar la credibilidad de su capacidad nuclear, de demostrar la calidad de su programa de misiles balísticos (quizá como parte de una mayor campaña internacional de marketing) y de hacer saber a la comunidad internacional que no se limitará a aceptar con sumisión las sanciones impuestas por el Consejo de Seguridad de la ONU en respuesta a acciones que Corea considera parte de su derecho soberano.

Todos estos actos anuncian una nueva etapa en las relaciones de Corea del Norte con el resto del mundo. Pero, ¿qué significa esto exactamente para la estabilidad y la seguridad del noreste asiático? ¿Y qué pueden hacer ahora, si es que pueden hacer algo, EEUU, China, Corea del Sur, Japón y Rusia (el resto de los participantes en las negociaciones a seis bandas que han servido como principal foro diplomático para las relaciones con Corea del Norte) para detener y, en última instancia, reducir el programa nuclear de este país?

¿Cómo se ha llegado a esta situación?

Esta crisis, como todas, lleva mucho tiempo engendrándose. Los comentaristas liberales de EEUU y Europa han tendido a culpar a las políticas de la Administración de George W. Bush de no haber sabido gestionar adecuadamente la cuestión de Corea del Norte durante los últimos ocho años, lo que habría llevado a la crisis actual. Estos comentaristas apuntan como causas a la provocadora caracterización por parte del presidente Bush de Corea del Norte como parte del “eje del mal”, a la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 donde se destacaba la prevención por medios militares, a la invasión de Irak sin el visto bueno de la ONU y a la excesiva importancia otorgada por la Administración Bush a las aspiraciones de Corea del Norte de poseer capacidad de enriquecimiento de uranio y acabar con el Acuerdo Marco de 1994 sobre capacidad nuclear (responsable del congelamiento y, en última instancia, de la conclusión del programa de separación de plutonio de Pyongyang).

Asimismo, las intermitentes relaciones diplomáticas mantenidas durante cinco años pusieron de manifiesto las profundas fisuras existentes entre los principales formuladores de políticas de la Administración Bush, que no se ponían de acuerdo sobre si convenía buscar una colaboración con Corea del Norte, enfrentarse a ella o ignorarla. Esta ambivalencia fue completamente contraria al planteamiento político de Corea del Sur durante las Administraciones tanto de Kim Dae-jung como de Roh Moo-hyun, que invirtieron miles de millones de wons coreanos en entablar relaciones directas con el Norte (ya fuera mediante la política sunshine (rayos de sol) o la política peace and prosperity (paz y prosperidad) con la esperanza de fortalecer los vínculos con ese país. Los funcionarios de Washington se referían burlonamente (y en ocasiones abiertamente) a la política de Corea del Sur como una política de contemporización, especialmente después de la reticencia de la Administración Roh a calificar a Corea del Norte como “el principal enemigo” en los Libros Blancos anuales de su Ministerio de Defensa y de su negativa a censurar a Corea del Norte ante la Comisión de Derechos Humanos de la ONU. El resultado fueron unas tensas relaciones entre Washington y Seúl, así como la falta de una estrategia diplomática coherente y congruente por parte de EEUU (y sus aliados) que contribuyó a que Corea del Norte decidiera abandonar las negociaciones a seis bandas a finales del segundo mandato de la Administración Bush.

Los comentaristas más conservadores, incluidos algunos veteranos de la Administración Bush, han cuestionado este análisis, alegando que estaba justificada la adopción de una política más dura con respecto a Corea del Norte para tratar de invertir algunas inquietantes tendencias surgidas durante la década de 1990. En el aspecto nuclear, el fin de la Guerra del Golfo Pérsico de 1991 puso de manifiesto el alcance de las ambiciones nucleares de Sadam Husein y lo cerca que había estado de adquirir en secreto una bomba nuclear. Los servicios de inteligencia de EEUU concluyeron a mediados de la década de 1990 que Irán estaba desarrollando de forma subrepticia su propio arsenal nuclear, mientras que la India y Pakistán se unieron públicamente al club de países con capacidad nuclear con sus ensayos de mayo de 1998.

Con el deseo de diversificar su capacidad letal, un número cada vez mayor de países han desarrollado también otras armas de destrucción masiva, además de misiles balísticos. Para finales de la década de 1990, 13 países disponían de programas de armas biológicas, 16 de programas de armas químicas y 28 de misiles balísticos. Además, había indicios de un mayor comercio y una mayor cooperación entre muchos de esos países en tecnología de armas de destrucción masiva. Otra tendencia alarmante era la poca disposición de los miembros del régimen internacional de no proliferación a hacer cumplir sus propias leyes, normas y reglamentos. La ONU y el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) demostraron ser incapaces de detener, o incluso de ralentizar, esa proliferación.

Por lo que respecta concretamente a Corea del Norte, el Acuerdo Marco de 1994 permitió a éste mantener su plutonio (y cualquier arma nuclear que pudiera haber desarrollado) durante una serie de años y recibir al mismo tiempo ayuda alimentaria y energética. Además, la Administración Clinton reconoció en sus informes al Congreso de 1999 y 2000 que Corea del Norte estaba adquiriendo capacidad de enriquecimiento de uranio; en otras palabras, que “estaba engañando y distanciándose” de sus compromisos originales. Todos estos hechos exigían una respuesta más enérgica con respecto a Pyongyang. De lo contrario, otros países como Irán sacarían la conclusión lógica de que también ellos podrían desafiar a la comunidad internacional con total impunidad y adquirir armas nucleares.

Independientemente de a quién terminen culpando los historiadores de la actual crisis (y Corea del Norte debería considerarse sin duda uno de los principales culpables), hay dos hechos evidentes. En primer lugar, se calcula que durante este período Corea del Norte ha incrementado su arsenal de material fisible desde una cantidad suficiente para construir una o dos bombas hasta obtener el material suficiente para construir entre 5 y 12 bombas (según documentos no clasificados) y que ha llevado a cabo dos ensayos nucleares y múltiples ensayos con misiles, por lo que Pyongyang constituye una amenaza mucho mayor hoy en día que hace 10 años.

En segundo lugar, es evidente que los demás participantes en las negociaciones han fracasado en cierto modo, aunque sólo sea porque advirtieron expresamente a Pyongyang de que no llevara a cabo esas acciones. Corea del Norte no sólo hizo caso omiso de esa petición, sino que además actuó precisamente como se le había dicho que no actuara. Quizá el aspecto menos señalado y más increíble de todo este proceso diplomático ha sido la absoluta incapacidad de cuatro de las mayores potencias económicas y militares del mundo (EEUU, China, Rusia y Japón), incluidos tres Estados con capacidad nuclear y tres miembros del Consejo de Seguridad de la ONU, para determinar el entorno estratégico del noreste asiático. Han demostrado ser completamente incapaces de evitar que un país empobrecido y disfuncional de tan sólo 23 millones de habitantes ponga en peligro de forma sistemática la paz y la estabilidad de la región económicamente más dinámica del mundo. Esto sólo puede considerarse un auténtico fracaso colectivo.

¿Y a partir de ahora, qué?

Podría alegarse que el verdadero fracaso de la diplomacia estadounidense en las negociaciones a seis bandas no ha sido su incapacidad para alcanzar un acuerdo de desnuclearización con Corea del Norte, sino más bien su incapacidad para darse cuenta de si realmente Corea del Norte estaba dispuesta a renunciar a su programa de armas nucleares y, en caso de estarlo, a qué precio. ¿Pensaba Kim Jong-il que podría preservar su régimen (evitar amenazas y coacciones de actores extranjeros) sin armas nucleares? En otras palabras, ¿pensaba Kim que tenía más posibilidades de mantenerse en el poder abandonando las armas nucleares, recibiendo ayuda económica del exterior y empezando a integrar a su país en el conjunto de la economía regional?

Parece que estas preguntas han sido respondidas ya con rotundidad. Tras dos ensayos nucleares, es difícil imaginar cómo podría convencerse a Pyongyang a estas alturas de abandonar sus programas de armas nucleares. Así que, ¿podemos extraer alguna lección de este fracaso diplomático de los últimos años que nos pueda servir para el futuro?

La Administración Obama tal vez se vea tentada de mantenerse fiel al viejo paradigma de seguridad y tratar de persuadir a Corea del Norte de que retome las negociaciones a seis bandas a cambio de suavizar las sanciones, prestarle más ayuda alimentaria, reanudar la ayuda energética o brindarle otras ventajas. Ésta ha sido la opción por defecto en el pasado cada vez que Corea del Norte se “comportaba mal”: una intensa actividad diplomática para inducir a Corea del Norte a volver a la mesa de negociación, con meses de adulaciones, halagos y verdaderos sobornos por parte de algunos de los demás participantes en las negociaciones. Lamentablemente, vistos el alcance y la duración de esos esfuerzos, a veces parece que el único objetivo de las negociaciones a seis bandas ha sido conseguir que Pyongyang simplemente participara en ellas.

El principal motivo de este énfasis constante en la diplomacia ha sido que EEUU y otros países no han sido capaces de coaccionar eficazmente a Pyongyang para que cambiara de actitud. La opción militar no es viable, sobre todo al seguir el ejército estadounidense presente en Irak y estar ampliando actualmente su compromiso en Afganistán. Además de poder provocar una segunda Guerra de Corea, una intervención militar en toda regla (e incluso sin ser en toda regla) tendría un coste demasiado elevado, como lleva teniéndolo ya desde hace más de 50 años.

Hay otros cuatro factores que dificultan la aplicación de medidas coercitivas para provocar un cambio en la política nuclear de Corea del Norte. En primer lugar, las sanciones y amenazas aplicadas previamente a este país han demostrado ser ineficaces o inútiles, o han llegado a incluso a empeorar la situación. Las modestas sanciones económicas no han provocado ningún cambio en el comportamiento de Pyongyang, aun en las raras ocasiones en que ha conseguido alcanzarse un acuerdo en el Consejo de Seguridad de la ONU (otra cosa muy distinta es que se haya aplicado lo acordado: a pesar de que en el pasado la ONU aprobó resoluciones en que se prohibía el suministro de artículos de lujo a Corea del Norte, en Pyongyang no parecen escasear el buen coñac ni los aparatos electrónicos de lujo). Tras el segundo ensayo nuclear, quizá China y Rusia se muestren más dispuestas a votar en favor de que la ONU aplique más sanciones, aunque está por ver con qué grado de firmeza se aplicarían finalmente. EEUU y Japón podrían aprobar unilateralmente más sanciones comerciales y mercantiles, pero la realidad es que la capacidad de influencia de estos países es limitada al ser prácticamente inexistente su interacción con Corea del Norte.

En segundo lugar, es comprensible que Pyongyang se pregunte si alguna vez será objeto de sanciones sostenibles y verdaderamente punitivas, por muy terriblemente que se comporte. Por ejemplo, antes de su detonación nuclear y sus ensayos con misiles de 2006, EEUU, China y otros países le advirtieron reiteradamente de que semejantes acciones se considerarían “inaceptables”, para después acabar aceptando ese comportamiento. Cuando la Administración Bush congeló más de 40 millones de dólares (supuestamente adquiridos mediante transacciones ilícitas) de cuentas norcoreanas en el Banco Delta Asia (BDA) con sede en Macao, Pyongyang boicoteó las negociaciones a seis bandas. Para conseguir que volviera a la mesa de negociación, EEUU no sólo tuvo que liberar esos fondos, sino que además tuvo que sufrir la ignominia de tener que “blanquear” ese dinero a través del Banco de la Reserva Federal de Nueva York para que Corea del Norte pudiera depositarlos en otras instituciones financieras. Además, Corea del Norte fue supuestamente el principal contratista en la construcción encubierta por parte de Siria de un reactor nuclear que Israel destruyó en septiembre de 2007, lo que implica que, sigilosamente, se estaba acercando cada vez más (por no decir sobrepasando) a la “línea roja” de exportar sus conocimientos en materia nuclear o material fisible a otras partes. Y, sin embargo, no se adoptó ninguna medida contra el país. Como cabía esperar, tolerar (o incluso peor, recompensar) el mal comportamiento de Corea del Norte no ha hecho sino fomentar más comportamientos de este tipo. Esta misma tendencia de advertir pero no actuar parece estar repitiéndose de nuevo ante las últimas provocaciones de este país.

En tercer lugar, Corea del Sur mostró en el pasado su preocupación por el hecho de que eliminar todos sus vínculos con Corea del Norte pudiera permitir un aumento de la influencia china en Pyongyang a su costa. Esto es reflejo de una imperceptible competencia entre Seúl y Beijing que evoca la enconada rivalidad que enfrentaba a ambos durante los siglos XVIII y XIX por el control de la península de Corea. Ambos quieren asegurarse de estar en situación de poder influir en el futuro de Corea del Norte. Esto limita el grado en que Corea del Sur está dispuesta a abandonar toda relación con el Norte, aun bajo el mandato de la Administración de Lee Myung-bak, más conservadora.

Y en cuarto lugar, y más importante, hasta ahora China se ha mostrado reticente a presionar a Corea del Norte hasta el punto de que pudiera colapsar su régimen. De momento ha preferido una Corea del Norte con una capacidad nuclear residual (y que no se anuncie a bombo y platillo) al caos que supondría la caída del régimen norcoreano, con el riesgo de que millones de refugiados de ese país cruzaran al noreste de China por el río Yalu. Con un país decidido a asegurar su “ascensión pacífica” y afectado por una gran cantidad de problemas internos, como la degradación medioambiental, la corrupción endémica, un desempleo al alza, un desarrollo económico desigual entre las áreas costeras e interiores, un sistema sanitario deficiente y un grave desequilibrio demográfico entre hombres y mujeres, podría entenderse que los dirigentes chinos no quisieran asumir la carga adicional que supondría una crisis masiva de refugiados y un Estado fallido en sus fronteras. La opinión que China tiene de Corea es parecida a la que Francia tenía de Alemania durante la Guerra Fría y que se plasmaron en estas declaraciones de París: “Nos gusta tanto Alemania que estamos encantados de que haya dos”.

Sin embargo, a raíz del ensayo del 25 de mayo, se han alzado cada vez más voces en China que piden un cambio de actitud. Si Beijing quisiera “apretar” a Corea del Norte, podría hacerlo sin problemas: según los datos disponibles, el 80% de la energía y los combustibles de Corea del Norte le son suministrados por China, a menudo a precios reducidos o subvencionados. Sin embargo, hoy por hoy está por ver si China tratará deliberadamente de derribar el régimen de Kim Jong-il. Dada su actuación en el pasado, no está claro que vaya a hacerlo.

Una seguridad y una estabilidad mayores en el noreste asiático

Con un Pyongyang aparentemente decidido a adquirir capacidad nuclear, con unas medidas económicas y coercitivas inviables o ineficaces y habiendo quedado descartada la alternativa militar, no existen demasiadas opciones para invertir el programa de armas nucleares de Corea del Norte, desnuclearizar la península de Corea e integrar una Corea del Norte no nuclear en la comunidad del noreste asiático. Este ha sido el objetivo de los dos últimos decenios, desde el final de la Guerra Fría, con unos intentos basados en negociaciones bilaterales o multilaterales. Lamentablemente, esta vía ha dejado de ser posible ya.

Por lo tanto, es importante reconocer que, actualmente, estamos operando en un nuevo entorno de seguridad que exige un nuevo paradigma de seguridad. Y, ¿qué forma adoptaría éste?

En primer lugar, lo que implicaría ante todo es que debe dejarse de hacer tanto hincapié en la diplomacia. Ya ha pasado el momento de poder alcanzar una solución diplomática a los desafíos planteados por Corea del Norte. EEUU y los demás participantes en las negociaciones a seis bandas deben mejorar más bien su capacidad para disuadir y contener a Corea del Norte hasta que llegue un nuevo régimen a Pyongyang que quiera entablar con el resto del mundo una relación distinta. Aunque es posible que EEUU pudiera aún persuadir a Corea del Norte de volver a la mesa de negociaciones (como ha hecho en anteriores ocasiones), esto sería confundir la forma con el fondo. Como ya hemos dicho anteriormente, el objetivo de las negociaciones a seis bandas no es conseguir que Corea del Norte se siente a la mesa de negociación, sino que quiera sentarse en esa mesa para sopesar si le compensa abandonar sus programas de armas nucleares y entablar una nueva relación radicalmente distinta con EEUU y la región. EEUU y los demás participantes en las negociaciones a seis bandas no pueden hacer este cálculo por Pyongyang y deberían dejar de intentarlo. Deberían tratar de ser al menos tan pacientes como han demostrado ser los norcoreanos.

Dicho esto, no hay que subestimar lo difícil que les resultará a EEUU y las demás partes realizar este cambio de concepto desde una actitud de colaboración hasta una de disuasión y contención. En los últimos 20 años se han invertido todo un conjunto de burocracias y carreras profesionales de media docena de cancillerías y ministerios de Asuntos Exteriores en negociar con Corea del Norte; todas ellas opondrán gran resistencia un cambio hacia un nuevo paradigma de seguridad.

La Administración de Obama debe adoptar tres medidas inmediatas. En primer lugar, debería anunciar públicamente su nueva política con respecto a Corea del Norte para asegurarse de que sus intenciones son perfectamente entendidas por su Administración, por Corea del Norte y por los amigos y aliados de EEUU en la región. Ha llegado el momento de actuar con firmeza y claridad, no de contentarse con meras ilusiones de que Corea del Norte renuncie a su capacidad nuclear y de que alguna forma pueda convencérsela de que vuelva a la mesa de negociación. Otros posibles países en proceso de proliferación nuclear, sobre todo Irán, siguen de cerca el caso de Corea del Norte para sacar sus propias conclusiones sobre los pros y los contras de adquirir armas nucleares.

En segundo lugar, EEUU debe recomponer las relaciones con sus dos principales aliados en Asia, Japón y Corea del Sur. Las relaciones con estos dos países se han deteriorado en los últimos años y a Seúl y a Tokio les preocupa saber si el nuevo equipo de Washington establecerá consultas y una colaboración plenas en lo que respecta a su política de cara a Corea del Norte (ha habido quejas sobre la relativa falta de atención prestada a Asia por el equipo de Obama, incluso antes de la crisis). En este sentido, la resolución del problema nuclear norcoreano no radicaría tanto en Corea del Norte como en que EEUU lograra conservar sus alianzas. A fin de cuentas, Washington no puede controlar lo que hace Corea del Norte, pero sí puede controlar lo que hace con respecto a Seúl y a Tokio. Un buen comienzo sería la cumbre EEUU-República de Corea prevista para el 16 de junio, en la que el presidente Lee Myung-bak visitará la Casa Blanca. En ese momento EEUU debería ofrecer a Corea del Sur una garantía de seguridad formal por escrito, algo que también debería ofrecer a Japón, si Tokio así lo deseara.

En tercer lugar, EEUU ha celebrado la adhesión de Corea del Sur a la Iniciativa de Lucha contra la Proliferación (ILP) tras el ensayo del 25 de mayo y debe alentar a China a que se adhiera también (Rusia ya lo ha hecho). Estas acciones deberían formar parte de un mensaje claro e inequívoco a Pyongyang de que la comunidad internacional no tolerará que Corea del Norte exporte ninguno de sus misiles balísticos o tecnologías nucleares. La enérgica oposición de Pyongyang a la firma de la ILP por parte de Seúl probablemente se deba a su preocupación por que ésta pueda acabar con una fuente muy necesaria de divisas fuertes para el régimen. La participación de China estrecharía aún más el cordón en torno a Corea del Norte. Pero si Beijing considera que no puede posicionarse tan claramente en contra de Corea del Norte, entonces deberían crearse e institucionalizarse formas de que China pueda colaborar de forma más encubierta.

Conclusión

A lo largo de los últimos 20 años, Corea del Norte ha ido mejorando de forma gradual pero inexorable su posición estratégica, sin pagar por ello ningún precio considerable, mientras que las posiciones estratégicas de los demás países de la región han ido empeorando. Ninguno de esos países es más seguro o está en mejor situación hoy en día que hace unos cuantos años.

Esta tendencia no puede invertirse de forma inmediata. Sin embargo, el reconocimiento de la necesidad de un nuevo paradigma de seguridad es el primer paso para conseguirlo. Junto con las modestas medidas anteriormente descritas, este nuevo paradigma definiría una nueva política de cara a Corea del Norte a partir de lo que podría calificarse como una “desatención maligna”. Esta política tendría la virtud de hacer recaer el progreso real de las futuras negociaciones donde debería recaer: en Corea del Norte, en aprovechar los puntos fuertes de EEUU en sus alianzas en la región y en alinear los intereses de no proliferación de EEUU en la península de Corea con los de la comunidad internacional.