30 de junio de 2008

ESTADOS UNIDOS Y AMÉRICA LATINA A INICIOS DEL SIGLO XXI


Abraham F. Lowenthal

Desde la Segunda Guerra Mundial hasta la década de 1970, la relación entre Estados Unidos y América Latina estuvo definida por la "presunción hegemónica" de Estados Unidos, a saber la idea de que Estados Unidos tiene el derecho de insistir en la solidaridad -- por no decir la subordinación -- política, ideológica, diplomática y económica de todo el Hemisferio Occidental. Estados Unidos utilizó el poderío militar de la Infantería de Marina y de la 82ª División Aerotransportada; la intervención clandestina de la Agencia Central de Inteligencia (CIA); asesoría y tutoría de sus agregados militares; asistencia para el desarrollo y a veces imposición por parte de la Agencia para el Desarrollo Internacional (AID); cuotas al azúcar, preferencias arancelarias y otras formas de influencia económica; diplomacia activista por parte del Departamento de Estado; financiación y asesoría a los partidos políticos; defensoría pública e información por parte de la Agencia de Información de Estados Unidos (USIA) -- lo que fuera necesario -- , para asegurarse de que en toda América Latina y el Caribe gobernaran partidos y dirigentes afines a Estados Unidos.

La política exterior estadounidense durante esos años se basaba en tres objetivos: un imperativo de seguridad para impedir que la Unión Soviética estableciera puntos de influencia en el continente americano; metas ideológicas para contrarrestar el atractivo internacional del comunismo y a la vez promover el desarrollo capitalista; y, en general, el propósito de llevar adelante los intereses específicos de las corporaciones estadounidenses, propósito que se superaba siempre que los temas de seguridad se juzgaran más apremiantes.

Tras el retiro de los misiles soviéticos de Cuba en el otoño de 1962, la amenaza estratégica a Estados Unidos de la alianza cubano-soviética declinó drásticamente, aunque Washington siguió concentrándose en evitar que surgiera una "segunda" Cuba. A medida que cambiaban la geopolítica y las tecnologías militares y decaía la importancia comercial y militar del Canal de Panamá, persistió la preferencia estadounidense por el predominio regional. Para la década de 1980, era difícil explicar por qué los dirigentes estadounidenses seguían pensando que era importante ejercer un control firme en Grenada, El Salvador y Nicaragua, pero Washington continuó con sus políticas enteramente intervencionistas. Éstas encontraban su causa no tanto en consideraciones de "seguridad nacional" -- como por entonces solía pretenderse -- , sino de "inseguridad nacional", que es un impulso psicopolítico: el miedo a perder el control sobre lo que Estados Unidos había controlado durante mucho tiempo: los convenios internos y los vínculos externos de los países de la región fronteriza en torno al Caribe. Ese impulso reflejaba el arrastre inercial de las actitudes y políticas hacia el exterior formadas en una era anterior.

Desde finales de la Segunda Guerra Mundial hasta mediados de la década de 1970, y en algunos respectos hasta el final de la Guerra Fría, Estados Unidos trató a la mayoría de los países latinoamericanos como partidarios casi automáticos en una variedad de temas internacionales, que encuadraban en la competencia bipolar de la Guerra Fría. El papel de apoyo de Brasil en la ocupación estadounidense de República Dominicana en 1965 ilustra este modelo, al igual que el respaldo argentino en las intervenciones de la administración Reagan en América Central a principios de la década de 1980. El enfoque estadounidense a América Latina y el Caribe era poco específico y extensamente regional, no muy diferenciado; en efecto, durante muchos años, la política exterior estadounidense se proyectó hacia los problemas y las actitudes de América del Sur que derivaban principalmente de la intensa competencia con Fidel Castro por la Cuenca del Caribe. La Alianza para el Progreso, de alcance hemisférico y anunciada por el presidente Kennedy en 1961, personificó esta tendencia, que luego se reflejó en la "Asociación Madura" del presidente Nixon, en las repetidas referencias del secretario de Estado Kissinger a "la comunidad interamericana" y otros enfoques amplios y generales.

Continuidad y cambio

Las relaciones Estados Unidos-América Latina en el siglo XXI muestran alguna continuidad con patrones de la era de la Guerra Fría, pero tienen diferencias importantes en cuanto a contenido y tono.

Primero, el hecho central de las relaciones interamericanas sigue siendo la enorme asimetría de poder entre Estados Unidos y los demás países del continente. Estados Unidos continúa siendo, y por mucho, más importante para cada país latinoamericano que cualquier país latinoamericano lo es para Estados Unidos. Políticas que son cruciales para el futuro de América Latina suelen establecerse en otra parte, y su impacto en América Latina suele ser más residual que intencional. Los latinoamericanos siguen siendo, en su mayoría, muy vulnerables a tendencias, acontecimientos y decisiones exógenos. Las naciones latinoamericanas rara vez ejercen mucha influencia más allá de la región, si bien Brasil, Cuba, Chile y más recientemente Venezuela son importantes excepciones.

Es difícil exagerar cuántos otros temas y relaciones compiten con América Latina por la atención de los políticos estadounidenses de mayor nivel. No sólo las circunstancias especiales de la difícil guerra en Irak, el dilema de Israel y los espectros de un Irán y una Corea del Norte nucleares sobrepasan por mucho a América Latina en los círculos políticos estadounidenses; siempre hay otros temas y relaciones de mayor prioridad. América Latina como región rara vez es destacada en la pantalla del radar de los políticos estadounidenses. Los llamados a los altos funcionarios estadounidenses para que "presten más atención" a América Latina están destinados al fracaso; la mejor esperanza es elevar la calidad de la atención limitada que le pueden dedicar.

Segundo, en su trato con América Latina, Estados Unidos nunca fue un actor tan coherente como a menudo se le dibuja en el Sur, pero el pluralismo estadounidense se ha vuelto mucho más pronunciado en años recientes. Las políticas de Estados Unidos que afectan a América Latina y el Caribe se definen menos por las relaciones de poder internacionales y los retos externos que por los efectos recíprocos de las influencias internas de diferentes regiones, sectores y grupos: el rust belt [zona con más sindicatos en toda la nación] y el sun belt [zona de las nuevas áreas turísticas]; el sector empresarial (contando aquí compañías farmacéuticas, fabricantes de computadoras, gigantes energéticos, conglomerados de entretenimiento y muchos otros) y el laboral; productores de azúcar, cítricos, cacahuates, arroz, soja, flores, miel, tomates, uvas y otros cultivos; trabajadores agrícolas y consumidores; organizaciones de la diáspora y grupos de interés antiinmigrantes; diferentes comunidades basadas en religiones; fundaciones, grupos de expertos y los medios de comunicación; organizaciones delictivas, entre ellas los cárteles de la droga, y la policía; así como grupos formados para promover los derechos humanos, apoyar las causas de las mujeres, proteger el ambiente y preservar la salud pública.

Múltiples actores relevantes disfrutan de acceso a los políticos en el extraordinariamente difuso y permeable proceso de la política exterior estadounidense. Ello hace relativamente fácil influir en la política de Estados Unidos sobre temas de poca sustancia y en preocupaciones de seguridad inminentes, pero muy difícil de coordinar o controlar, incluso cuando se hacen intentos concertados para lograrlo; sin embargo, esto último no es muy frecuente, ni lo será, dado el número de otros temas y relaciones que Estados Unidos debe manejar.

Tercero, la importancia relativa de los actores privados -- corporaciones, sindicatos, grupos de expertos, los medios de comunicación y entidades no gubernamentales de muchos tipos, entre ellas organizaciones étnicas, comunitarias y religiosas -- en las relaciones de Estados Unidos con América Latina se ha incrementado en años recientes, mientras que ha disminuido la influencia del gobierno federal. En la América Latina de hoy, Microsoft y Walmart son mucho más importantes en la práctica que los Infantes de Marina estadounidenses. La cadena CNN goza de mucha mayor influencia que la Voz de América. Salvo en el Caribe, América Central y Perú, AID puede ahora ser menos importante que la compañía de seguros AIG. Human Rights Watch es, en algunas circunstancias, más poderosa que el Pentágono, pese a que éste ha recuperado mucha importancia a partir del 11-S. Sin duda, Moody's es a menudo más influyente que la CIA. Y el Foro Económico Mundial de Davos es en ciertos sentidos más importante que la Organización de Estados Americanos. Así, el impacto de Estados Unidos como sociedad en los países de América Latina y el Caribe es inmenso, pero difícil de controlar o dirigir mediante políticas o acciones gubernamentales.

Cuarto, con el paso de los años también ha cambiado enormemente la influencia relativa de diferentes partes del aparato gubernamental estadounidense respecto de las relaciones interamericanas. El Departamento de Estado, el Pentágono y la CIA ya no son las únicas, ni siquiera las principales, dependencias del gobierno estadounidense relevantes para América Latina y el Caribe, como lo fueron de la década de 1950 a la de 1980. Para muchos países específicos en la América Latina de hoy, el secretario del Tesoro, el presidente del Banco de la Reserva Federal y el representante Comercial del Presidente son más importantes que el secretario de Estado. Los gobernadores de California, Texas y Florida son más significativos para muchos temas y países que muchos funcionarios de Washington, como es evidente en los debates sobre la política de inmigración. Los encargados de la Secretaría de Seguridad Interna y de la Agencia Antidrogas, los funcionarios del Departamento de Agricultura y miembros del Poder Judicial tienen, sin duda, más influencia en la política exterior que el subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos.

Para la mayoría de los países latinoamericanos, en la mayor parte de los temas, el Congreso estadounidense es a menudo más importante que el Poder Ejecutivo, y está más abierto a diversos impulsos sociales e imperativos políticos. En consecuencia, el que un país latinoamericano obtenga resultados favorables consistentes del proceso tan abierto y complejo de la política exterior estadounidense es un desafío primordial y continuo.

Contemplar a América por partes

Asimismo, América Latina requiere ser tratada por cada una de sus partes. En su conjunto, por supuesto, los países latinoamericanos y caribeños han sido muy distintos entre sí. Desde hace mucho Argentina ha sido diferente de Haití, Perú distinto de Panamá o República Dominicana de Chile, como lo es Suecia de Turquía, o Australia de Indonesia.

Pero aunque casi todos los países latinoamericanos en los últimos 30 años convergieron en abrazar elecciones democráticas, economías orientadas a los mercados y al equilibrio macroeconómico, de hecho se han venido dando diferencias fundamentales entre los países de la región. Estas diferencias son de especial importancia en cinco dimensiones separadas pero relacionadas: 1) La naturaleza y el grado de interdependencia económica y demográfica con Estados Unidos; 2) la medida en que los países han comprometido sus economías en la competencia internacional y los modos en que se relacionan, en consecuencia, con la economía mundial; 3) la fuerza relativa de sus instituciones, tanto estatales como no gubernamentales; 4) el predominio de las normas y prácticas democráticas, y 5) la medida en que las distintas naciones enfrentan los desafíos en la integración de grandes poblaciones indígenas. Incrementar la diferenciación en estas cinco dimensiones fundamentales hace que el amplio concepto de "América Latina" sea a menudo de dudosa utilidad, pues arroja tanta luz como sombra.

Hoy las relaciones interamericanas deben ser analizadas en el nivel de al menos siete regiones separadas: Brasil; Chile; Argentina y los demás países del Mercosur; el Arco Andino (que para muchos propósitos debe ser más parcializado); México; América Central, y las islas del Caribe.

Las naciones del Mercosur -- Brasil la más grande por mucho -- representan juntas 45% de la población de América Latina y el Caribe (ALC), casi 60% del PIB de la región, más de 40% (cifra que sigue creciendo) de la inversión estadounidense, pero menos de 15% del comercio estadounidense con ALC, y considerablemente menos de 10% de la emigración de ALC a Estados Unidos.

Con todos sus problemas y desafíos, Brasil es un país que cada vez se desempeña mejor. Ha abierto la mayor parte de su economía a la competencia internacional; revolucionado su sector agrícola; desarrollado varias de sus industrias con mercados continentales y hasta mundiales; lenta pero sólidamente ha fortalecido sus instituciones estatales y no gubernamentales, y forjado un consenso centrista cada vez más firme en los esquemas generales de las políticas macroeconómicas y sociales, entre ellas la urgente necesidad de reducir las desigualdades y mitigar la pobreza, y mejorar la educación en todos los niveles. Brasil desempeña un papel importante en el comercio internacional, así como en las negociaciones en materia comercial, ambiental, de salud pública y propiedad intelectual. Va a la cabeza en el activismo e influencia del Sur global, al trabajar estrechamente con India y Sudáfrica en algunos temas; y es probable que, con el tiempo, desempeñe un papel mayor en la Organización de las Naciones Unidas y otros foros multilaterales. El perfil más alto alcanzado por Brasil, tanto en el hemisferio como en el resto del mundo, exige un respeto mayor de parte de Estados Unidos.

Chile es el país latinoamericano más comprometido con la economía mundial, con las más fuertes instituciones y las normas y prácticas democráticas más sólidas. Tiene un desafío muy limitado de integración indígena en esta etapa de su historia, envía pocos emigrantes a Estados Unidos y otras partes, y su economía está hoy tan vinculada con las de Asia, Europa y América Latina como la de Estados Unidos. Chile ha construido un amplio consenso nacional en muchas políticas públicas fundamentales, que apuntalan un alto grado de previsibilidad que favorece la inversión, nacional y extranjera, y permite la planificación estratégica, tanto del gobierno como del sector privado. El perfil internacional de Chile y su prioridad respecto de Estados Unidos son considerablemente mayores de lo que su tamaño, poder militar o fortaleza económica por sí solos podrían indicar; su "poder blando" atrae la atención, manifiesta capacidad de conducción y adquiere influencia.

En contraste, Argentina ha tenido grandes dificultades en la construcción de consensos, el fortalecimiento de las instituciones, la apertura completa de su economía y el logro de la previsibildad que es tan importante para superar el "cortoplacismo" y facilitar el desarrollo sostenible. Aunque Argentina ha sido activa en los asuntos internacionales -- y es un leal y a menudo útil aliado de Estados Unidos contra el terrorismo, el narcotráfico y la no proliferación de armas nucleares -- es de hecho mucho menos importante desde la perspectiva estadounidense de lo que implicaría su supuesta designación como "importante aliado ajeno a la OTAN". Es probable que Argentina no pueda contar con mucha empatía o respaldo concreto de parte de Estados Unidos, independientemente de quién gobierne en Washington o Buenos Aires. La negativa de la administración Bush para rescatar a Argentina durante su profunda crisis económica de 2001-2002 no se debió tanto a una equivocación, tampoco a una decisión arbitraria personal del presidente estadounidense o de su secretario del Tesoro, sino a una consecuencia previsible del significado marginal de Argentina respecto a Washington.

Las agitadas naciones de la región andina representan alrededor de 22% de la población de América Latina, apenas 13% de su PIB, cerca de 10% de la inversión estadounidense, menos de 15% del comercio legal entre Estados Unidos y América Latina, pero casi la totalidad de la cocaína y heroína que importa Estados Unidos (a menudo a través de México o las islas caribeñas, por cierto). Todos los países andinos, en grados diferentes pero invariablemente altos, están asolados por graves desafíos de gobernabilidad, instituciones políticas extremadamente débiles y la integración no resuelta de grandes y cada vez más expresivas poblaciones indígenas. Y de muchas otras, no sólo indígenas, que viven en la pobreza o la pobreza extrema. En tales circunstancias, no funciona el mantra de Washington de que los mercados libres y la política democrática se fortalecen y apoyan entre sí en un poderoso círculo virtuoso. La exclusión masiva, la pobreza y la gran desigualdad generalizadas, la creciente conciencia, la política democrática y las economías de mercado son una combinación extremadamente volátil, que es improbable -- de hecho imposible -- que coexistan en el mediano plazo.

En este contexto, la reciente elección de 2006 de Alan García en Perú oscurece lo que puede ser el resultado más importante de esa elección: que los votantes antisistema, que en definitiva apoyaron a los ganadores de las tres elecciones peruanas previas, constituyen hoy una oposición movilizada o al menos movilizable que podría dificultar mucho la gobernabilidad de la administración García. Ecuador afronta un desafío similar, con partidos e instituciones políticas extremadamente débiles y movimientos indígenas cada vez más activos. Bolivia ha experimentado el triunfo de la población antes excluida, principalmente indígena, bajo el gobierno de Evo Morales, quien no parece seguro de cómo vincular sus impulsos populistas con las realidades de los mercados energéticos y de otro tipo y se muestra ambivalente en cuanto a atar su bandera al mástil Chávez-Castro o desarrollar más relaciones cooperativas sobre una mejor base con sus vecinos inmediatos. Colombia sigue luchando con corporaciones de estupefacientes profundamente afianzadas y movimientos guerrilleros de mucho tiempo, cada uno con orígenes independientes pero que emprenden una cooperación táctica que limita la soberanía eficaz del gobierno nacional. Y Venezuela, bajo el carismático hombre fuerte Hugo Chávez, que cuenta con el apoyo popular pero exhibe un estilo de gobierno cada vez más autoritario, se concentra más en utilizar sus cuantiosos petrodólares para ampliar su influencia internacional que en resolver sus propios desafíos de pobreza, desarrollo y debilidad institucional.

En este turbulento contexto subregional, Estados Unidos se encuentra más embrollado en la región andina de lo que le gustaría: proporcionar asistencia económica y militar esencial al gobierno de Colombia, tratar de mantener abiertas las líneas de comunicación con Evo Morales ante las provocaciones nacionalistas, considerar cómo apuntalar el nuevo régimen de García sin acercarse demasiado, y maniobrar para oponerse a Chávez en el plano internacional sin constituirlo en un blanco o conveniente chivo expiatorio.

México, América Central y el Caribe -- que para muchos propósitos constituyen tres regiones separadas -- representan juntos sólo un tercio de la población total de ALC, pero casi la mitad de la inversión estadounidense en toda la región, más de 70% del comercio latinoamericano y 85% de la inmigración latinoamericana en Estados Unidos. Las tres regiones están cada vez más integradas que nunca con Estados Unidos en términos funcionales, como veremos más adelante.

Diferenciación regional y política exterior estadounidense

Las diferencias entre las distintas subregiones separadas en cuanto a sus relaciones con Estados Unidos son cada vez mayores conforme pasa el tiempo. La mayoría de los países latinoamericanos y caribeños, en la región de la Cuenca del Caribe y en la costa norte de América del Sur, que enviaron más de 40% de sus exportaciones a Estados Unidos en 1980 hoy exportan un porcentaje aún mayor a Estados Unidos. La mayoría de los países latinoamericanos que enviaron menos de 30% de sus exportaciones a Estados Unidos en 1980 hoy envían un porcentaje menor de sus exportaciones a este país.

Una explicación fundamental, desde luego, es la geografía, es decir la proximidad. Pero la geografía es una constante, y la proximidad debería ser menos significativa conforme avanza la tecnología. Las políticas mismas -- la Iniciativa de la Cuenca del Caribe, el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y más recientemente el Tratado de Libre Comercio entre Estados Unidos y Centroamérica y República Dominicana (DR-CAFTA, por sus siglas en inglés) -- están reforzando marcadamente los diversos modelos de relaciones con Estados Unidos. La Cuenca del Caribe y el Cono Sur están caminando en direcciones opuestas vis-à-vis Estados Unidos, y los países andinos van en una vía aún distinta. Chile, Brasil y Argentina (y hasta cierto punto los demás países del Mercosur) se relacionan con Estados Unidos como uno más de los cuatro interlocutores más importantes -- los otros son Asia, Europa y el resto de América Latina -- y no como el único o incluso el principal foco de las políticas. Washington es un importante punto de referencia, pero no "el norte" de la brújula política. Venezuela, mientras tanto, se ha colocado como rival de Washington: al proponer una Alternativa Bolivariana para América Latina (ALBA) al concepto respaldado por Estados Unidos de un Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA); al cultivar estrechos lazos con Bolivia y con Cuba en transición; al buscar activamente vínculos con los nuevos aspirantes al poder global, entre ellos China e Irán, y al hacer una ávida campaña por un asiento en el Consejo de Seguridad de la Organización de las Naciones Unidas.

En verdad, hoy Estados Unidos ya no puede adoptar y poner en práctica la "política latinoamericana", aplicable a la región entera. La "Idea del Hemisferio Occidental" -- según la cual los países de América Latina y Estados Unidos están juntos y aparte del resto del mundo con intereses, valores, percepciones y políticas compartidos -- ya no es aplicable, sea que se le mire desde Washington o Buenos Aires, Santiago, São Paulo o Brasilia.

Estados Unidos y sus vecinos más cercanos

La naturaleza y la dinámica de las relaciones estadounidenses con México, América Central y los países caribeños cada vez son más distintas de las que se dan con el resto de la región. Estados Unidos se ha convertido en una influencia económica, cultural y política aún más abrumadora en toda su región fronteriza, sobre todo como resultado de una migración masiva desde 1965, de dimensiones históricas sin precedentes. Del mismo modo, las grandes y crecientes diásporas mexicana, centroamericana y caribeña en números cada vez mayores en las diferentes regiones de Estados Unidos están cambiando los contornos de las relaciones entre este país y sus vecinos más cercanos.

Todos, políticos, estrategas comerciales, publicistas, banqueros, empleadores, sindicatos, educadores, policías y el personal médico, saben que la frontera entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos es porosa, a veces hasta ilusoria. En la actualidad, es difícil definir la frontera funcional entre América Latina y la América anglosajona, pero seguramente está bastante más al norte de San Diego por el oeste y de Miami por el este. Las remesas de la diáspora son vitales para las economías de México y muchas naciones centroamericanas y del Caribe. En México, tales remesas ascendieron en 2005 a más de 20000 millones de dólares, casi tanto como la inversión extranjera directa, y se espera que para 2006 lleguen a 24000 millones de dólares; en América Central y República Dominicana, las remesas exceden realmente la inversión extranjera y la asistencia económica exterior combinadas como fuentes de capital. Las contribuciones a las campañas y los votos de la diáspora tienen una importancia decisiva en la política de sus países de origen, mientras que los votos y la participación de los inmigrantes naturalizados son factores siempre crecientes en la política interna estadounidense. Las pandillas juveniles y los cabecillas de la delincuencia socializados en Estados Unidos están causando estragos en sus países de procedencia, en la mayoría de los casos habiendo sido deportados a sus países desde Estados Unidos. Las pandillas latinas son un factor clave en la vida de Los Angeles y otras ciudades estadounidenses. Cambiar las leyes de inmigración estadounidenses y aplicar otros procedimientos fronterizos más rigurosos pueden afectar ligeramente la tasa de entrada de inmigrantes no autorizados al menos por un tiempo, pero no cambiarán las causas y fuentes de los flujos migratorios ni el impacto de patrones establecidos desde hace mucho.

Durante los próximos 25 años, es probable que México y las naciones centroamericanas y del Caribe sean más completamente absorbidos dentro de la órbita de Estados Unidos, debido a las tendencias subyacentes y a políticas como el TLCAN y el acuerdo DR-CAFTA. Usarán el dólar como su moneda informal y en muchos casos, como la oficial; enviarán casi todas sus exportaciones a Estados Unidos; dependerán abrumadoramente de los turistas, la inversión, las importaciones y la tecnología estadounidenses; absorberán la cultura popular y las modas de Estados Unidos pero, a su vez, influirán en la cultura popular en el continente; formarán jugadores de béisbol para las ligas mayores de América del Norte, y quizás lleguen a crear equipos de ligas mayores propias. Seguirán enviando muchos emigrantes hacia el norte, y muchos aceptarán grandes y cada vez más amplios números de norteamericanos retirados como residentes de largo plazo. Los ciudadanos y redes transnacionales crecerán en importancia en toda la región, así como temas como el seguro portátil de gastos médicos internacional y la educación bilingüe. Con el tiempo, todas estas tendencias incluirán casi con seguridad a Cuba, y quizá esto sea pronto.

La agenda interméstica

Los temas que derivan directamente de la extraordinaria y crecientemente mutua interpenetración entre Estados Unidos y sus vecinos más cercanos -- inmigración, estupefacientes, tráfico de armas, robo de automóviles, lavado de dinero, respuesta a huracanes y otros desastres naturales, protección del ambiente y la salud pública, aplicación de la ley y administración fronteriza -- plantean retos especialmente complejos para la política. Estos temas "intermésticos", que combinan aspectos internacionales e internos (o "domésticos"), son muy difíciles de manejar. El proceso político democrático, tanto en Estados Unidos como en sus países vecinos, impulsa políticas a ambos lados en direcciones que a menudo son diametralmente opuestas a lo que sería necesario para garantizar la cooperación internacional requerida para gestionar problemas difíciles que trascienden las fronteras. Un gráfico ejemplo actual es la política de inmigración; los argumentos chauvinistas destacaron en los debates del Congreso estadounidense, y la aprobación legislativa del muro fronterizo entre Estados Unidos y México tienen, sin duda, impactos contraproducentes en México y América Central, cosa que dificulta más la colaboración en éste y otros temas.

Este dilema -- de que los planteamientos de política exterior más atractivos para los públicos "domésticos" tienden a interferir con la necesaria cooperación internacional -- no será fácil de abordar, y no se limita a Estados Unidos. Los impulsos para fincar la responsabilidad de severos problemas al otro lado de la frontera, y de afirmar la "soberanía" aun cuando es poco palpable y en realidad imposible en términos prácticos, son recíprocos e interactivos. Es probable que esta problemática dinámica se intensifique en los próximos años, precisamente en la más íntima de las relaciones interamericanas, las de Estados Unidos y sus vecinos más cercanos. Ello exigirá mayor madurez, sensibilidad y empatía por parte tanto de Estados Unidos como de sus vecinos de lo que ha sido evidente hasta ahora para manejar sus relaciones en forma constructiva y en el interés compartido de todos. La tan reñida elección de 2006 en México y su estrechísimo margen de victoria harán todo esto mucho más difícil.

Los límites de las cumbres hemisféricas

Es irónico que el recurso a las cumbres en el Hemisferio Occidental en las relaciones interamericanas haya florecido justamente en una era en que las políticas de alcance regional de hecho perdían sentido cada año. A causa de las crecientes diferencias entre los países latinoamericanos y caribeños -- y en especial por la acelerada integración funcional en términos económicos y demográficos de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos -- para todos los países del continente las cumbres están destinadas a realizarse en un nivel prácticamente insignificante de exhortación y a quedarse restringidas a temas secundarios y terciarios. Estos cónclaves periódicos obligan a los niveles superiores del gobierno estadounidense a enfocarse, aunque sea brevemente, en las relaciones interamericanas; pueden ser de alguna utilidad en la construcción eficaz de relaciones personales y de modos de comunicación en el nivel de los gobiernos que podrían ser relevantes en circunstancias futuras; y ofrecen las oportunidades de las fotografías políticamente útiles para sus participantes. Pero no es probable que arrojen otros resultados inmediatos y significativos; no deben ser confundidas con esfuerzos serios para encarar problemas importantes. La última cumbre de Mar del Palta de 2005 fue decepcionante en parte por razones inmediatas y circunstanciales, pero los problemas subyacentes eran de largo plazo y estructurales.

América Latina y Estados Unidos en el Siglo XXI: nuevas realidades

En comparación con la mayor parte del siglo pasado, los puntos focales de las relaciones estadounidenses con los países de América Latina y el Caribe en la actualidad tienen mucho menos que ver con la geopolítica y la seguridad nacional, y también mucho menos con la ideología, al menos en el sentido político público. La competencia bipolar que entabló Estados Unidos en las décadas de 1960, 1970 y 1980 proporcionó una amplia base regional para la política, pero las agendas de hoy son mucho más específicas y locales. Las preocupaciones estadounidenses contemporáneas por América Latina tienen mucho más que ver con asuntos prácticos de comercio, finanzas, energía y otros recursos, y con manejar problemas compartidos que no pueden resolver los países individuales por sí solos: combate al terrorismo, contrarrestar el tráfico de estupefacientes y de armas, proteger la salud pública y el medio ambiente, garantizar la estabilidad energética y manejar la migración. Estas cuestiones suelen plantearse y encararse en contextos bilaterales específicos.

Hoy más que nunca, las relaciones Estados Unidos-América Latina son sencillamente la suma de muchas relaciones bilaterales diferentes. Esto no se debe principalmente a que las recientes administraciones estadounidenses hayan carecido de visión o imaginación, aunque a la mayoría les sucedió, sino a que las bases sustantivas para políticas estadounidenses, generales y significativas, hacia América Latina y el Caribe están notablemente ausentes.

Así, el patrón de las relaciones interamericanas hoy es muy diferente del de las décadas de 1960, 1970, 1980 y hasta del de principios de los noventa. Esto queda un tanto oculto cuando las autoridades estadounidenses parecen sustituir "comunismo" con "terrorismo" como un prisma de distorsión a través del cual lidiar con otros temas, como los estupefacientes o la migración; cuando altos funcionarios estadounidenses tratan de intimidar a dirigentes políticos de un país como Nicaragua; o cuando miembros del Congreso o los medios de comunicación de Estados Unidos hablan enigmáticamente de un eje "Castro-Chávez-Lula", o de un eje "Castro-Chávez-Morales", de un "giro a la izquierda" en América Latina, o hasta de una supuesta "amenaza china" al continente americano.

Pero éstas son semejanzas superficiales. A Estados Unidos ya no le importa mantener fuera del poder a la izquierda latinoamericana ni está dispuesto a intervenir activamente, aun militarmente, para evitar que llegue o se mantenga en el poder. En la década de 1960, habría sido difícil imaginar a Washington adaptarse a dirigentes políticos latinoamericanos como Lula en Brasil, Ricardo Lagos y Michelle Bachelet en Chile, Tabaré Vázquez en Uruguay o Leonel Fernández en República Dominicana, todos ellos descendientes lineales, después de todo, de los partidos, movimientos y dirigentes contra los cuales Estados Unidos estaba alineado en aquella década. Y si Estados Unidos no se adapta a Hugo Chávez en Venezuela, lo que es quizá más sorprendente son los límites claros a una intervención estadounidense en su contra. Nadie espera hoy que los Infantes de Marina aterricen en Caracas o que la CIA asesine a Chávez, si bien los esfuerzos estadounidenses para obstaculizar su influencia regional y global están sin duda al alza.

Segundo, en contraste con la década de 1960, Estados Unidos ya no cuenta con la solidaridad panamericana encabezada por él a la hora de lidiar con la mayoría de los temas internacionales. Los papeles de Chile y México en los debates en la ONU antes de la invasión estadounidense de Irak, la elección de José Miguel Insulza como secretario general de la OEA contra la oposición inicial de Estados Unidos, el amplio respaldo en América del Sur al propósito de Venezuela de ocupar el asiento regional en el Consejo de Seguridad de la ONU, y otras diferencias respecto a cómo tratar con Venezuela y Cuba, todos juntos, ilustran este punto, pero tales ejemplos de ningún modo son únicos. En varios temas importantes, como subsidios agrícolas, propiedad intelectual y cuestiones comerciales desde el algodón, las flores cortadas, la miel y el jugo de naranja hasta los aviones de tipo commuter, aceros especiales, textiles y calzado, Estados Unidos trata con los principales países de América Latina, en especial Brasil, en ocasiones como rivales, en ocasiones como socios potenciales, pero no como aliados automáticos o clientes leales.

Tercero, Estados Unidos ya no puede acercarse a los países de la Cuenca del Caribe con su postura histórica de compromiso intermitente, no haciendo caso de ellos la mayor parte del tiempo pero interviniendo enérgicamente cuando piensa que sus intereses de seguridad están amenazados. Hoy Estados Unidos necesariamente se compromete con sus vecinos de la Cuenca del Caribe un año sí y un año no en una variedad de temas que derivan de la creciente interdependencia que la migración masiva ha causado y fortalecido. Existe una necesidad urgente de invertir mucho más pensamiento creativo en el análisis de lo que significa e implica esta integración funcional de México, América Central y el Caribe con Estados Unidos, y de qué cambios se requerirán en las actitudes, políticas e instituciones a fin de manejar con eficacia la resultante agenda interméstica. En los años venideros será vital otorgar un rango de competencia regional, a saber la Cuenca del Caribe y quizá para todo el subcontinente norteamericano, a muchos temas de seguridad, económicos, demográficos, ambientales, de salud pública y de otro tipo.

Y mientras Estados Unidos debe concentrar nueva atención a la elaboración de conceptos, políticas e instituciones adecuadas para manejar esta muy especial interdependencia con México, América Central y el Caribe, se requieren esfuerzos comparables en América del Sur. El reciente patrón de incremento en las fricciones sudamericanas: entre Argentina y Uruguay, Argentina y Chile, Uruguay y el Mercosur, Bolivia y Brasil, y Perú y Venezuela; las crisis evidentes en el Mercosur, la Comunidad Andina y la Comunidad de Naciones Sudamericanas; las inciertas y a veces contradictorias reacciones ante Hugo Chávez y su visión bolivariana, todo ello indica que las naciones sudamericanas necesitan hoy reconsiderar cómo se relacionan entre sí y con el resto del mundo, contando en ello a Estados Unidos.

Este replanteamiento debe hacerse en un tiempo en que los llamados populistas y nacionalistas están al alza en varias naciones latinoamericanas; en que algunos países latinoamericanos están sacando ventajas claras de la globalización mientras que otras la están padeciendo; en que China e India son cada vez más relevantes, de modos distintos, para cada conjunto de países; y en que Estados Unidos es algo menos importante de lo que solía ser, pese a que sigue siendo la nación individual más poderosa del mundo.

Las propuestas y los proyectos para las relaciones interamericanas deben provenir sobre todo de América del Sur, pues es muy improbable que hoy Washington proyecte una visión o ejerza la conducción hemisférica en un mundo de espectros y compromisos múltiples, intensos y distantes y de relaciones cada vez más entrelazadas entre vecinos. Brasil, Chile y Argentina podrían trabajar juntos como líderes en tal esfuerzo, construyendo sobre los verdaderos avances en la integración funcional entre estos países que ha estado ocurriendo en los niveles de los negocios, los mercados de trabajo, las redes profesionales y la infraestructura física, si no es que en las instituciones formales. Estos países ya han experimentado con la cooperación internacional en Haití, con algún éxito. Ya ha llegado la hora de que Argentina, Brasil y Chile consideren crear estrategias de cooperación más amplias, en temas que van de la integración regional de Cuba al proyecto bolivariano de Venezuela, del comercio agrícola a la cooperación energética hemisférica y de la reforma de la ONU a acuerdos y regímenes financieros y comerciales internacionales para proteger la propiedad intelectual.

Estados Unidos será un interlocutor importante para los países de América Latina y el Caribe mientras siga siendo la mayor economía del mundo, la más poderosa potencia militar, el participante individual más influyente en las múltiples instituciones internacionales, el nuevo hogar de tantos de sus emigrantes y la fuente de abundante "poder blando". Los países de América Latina y el Caribe seguirán siendo de interés para Estados Unidos mientras sigan siendo mercados relevantes, arenas importantes para la inversión, fuentes de materias primas y de inmigrantes, terrenos de prueba para formas democráticas de gobierno y de economías de mercado, y participantes activos en la comunidad internacional.

En los próximos años las relaciones interamericanas continuarán siendo definidas por los desafíos y las oportunidades globales, por las presiones y las demandas internas tanto en Estados Unidos como en América Latina, y por los acontecimientos regionales y subregionales, y mucho más por los grandes designios en todo el hemisferio. Es probable que las relaciones entre Estados Unidos y América Latina y el Caribe sigan siendo complejas, principalmente bilaterales, de múltiples facetas y a menudo contradictorias, y que no pueden ser expresadas en amplios fraseos o paradigmas simples. Tampoco es probable que prevalezcan ni una amplia asociación estadounidense-latinoamericana ni una hostilidad general entre Estados Unidos y América Latina.