8 de julio de 2008

ESTRATEGIA INTEGRAL PARA UN ESTADOS UNIDOS DIVIDIDO


Charles A. Kupchan y Peter L. Trubowitz*

Cuidado con la brecha

Estados Unidos se encuentra en medio de un violento y polarizado debate sobre la naturaleza y el alcance de su compromiso con el mundo. La reevaluación actual es sólo la más reciente de muchas; desde el ascenso del país como potencia global, sus dirigentes y ciudadanos han sometido a constante escrutinio los costos y beneficios de las aspiraciones en el extranjero. En 1943, Walter Lippmann ofreció una formulación clásica del tema. "En las relaciones exteriores", escribió, "como en todas las demás, sólo se ha formado una política cuando los compromisos y el poder se han puesto en equilibrio. [...] la nación debe mantener sus objetivos y su poder en equilibrio, sus propósitos dentro de sus medios y sus medios iguales a sus propósitos".

Si bien Lippmann era consciente de los costos económicos del compromiso global, su interés básico era la "solvencia política" del manejo de las relaciones exteriores estadounidenses, no la suficiencia de sus recursos materiales. Lamentaba el partidismo divisorio que tan a menudo había impedido a la nación encontrar "una política exterior establecida y de aceptación general". Ese partidismo "es un peligro para la república", advertía. "Porque cuando un pueblo está dividido en la conducción de sus relaciones con el exterior, es incapaz de llegar a acuerdos sobre la determinación de su verdadero interés. Incapaz de prepararse adecuadamente para la guerra o para salvaguardar su paz con éxito... El espectáculo de esta gran nación que no sabe lo que quiere es tan humillante como peligroso." Las preocupaciones de Lippmann resultaron infundadas; frente a la Segunda Guerra Mundial y el despuntar de la Guerra Fría, el acérrimo partidismo del pasado cedió su lugar a un amplio consenso sobre política exterior que se prolongaría durante las siguientes cinco décadas.

Hoy, en cambio, la preocupación de Lippmann por la solvencia política es más pertinente que nunca. Luego de la desaparición de la Unión Soviética, la conmoción del 11-S y los fracasos de la guerra en Irak, los republicanos y los demócratas tienen menos puntos en común sobre los objetivos fundamentales del poderío estadounidense que en cualquier otro momento desde la Segunda Guerra Mundial. Se ha abierto una brecha crítica entre los compromisos globales del país y su apetito político por sostenerlos. Como quedó en claro con la colisión entre el presidente George W. Bush y el Congreso dominado por los demócratas sobre lo que hay que hacer en Irak, el consenso nacional bipartidista sobre política exterior se ha desmoronado. Si no se atiende, los fundamentos políticos del poder estadounidense continuarán desintegrándose y expondrán al país a los peligros de una política exterior errática e incoherente.

El candidato presidencial que entienda la urgencia y la gravedad de lograr un nuevo equilibrio entre los objetivos estadounidenses y sus medios políticos estará en condiciones de cosechar una doble recompensa. Es probable que él o ella atraigan fuerte apoyo popular; como en las elecciones intermedias de 2006, en la presidencial de 2008 la guerra en Irak y la conducción de la política exterior serán temas decisivos. Ese candidato o candidata, de obtener el triunfo, también incrementaría la seguridad estadounidense al forjar una nueva estrategia integral que sea políticamente sustentable, y de ese modo tranquilizar a una comunidad global que continúe mirando hacia Estados Unidos en busca de liderazgo.

Formular una estrategia políticamente solvente requerirá reducir los compromisos, al tenor de recursos cada vez menores. Al mismo tiempo será necesario estabilizar la política exterior promoviendo el apoyo público para una nueva visión de las responsabilidades globales del país. La solvencia es el camino hacia la seguridad; es mucho mejor que Estados Unidos llegue a una estrategia integral más exigente, favorecida por el respaldo interno, que continuar yendo a la deriva hacia una polarización insuperable que sería tan peligrosa como humillante.

Encontrar la línea conciliatoria

Para los estadounidenses que vivieron durante el consenso bipartidista de la era de la Guerra Fría, la actual pugna política sobre la política exterior parece ser una tremenda aberración. Sin duda, George Bush ha sido un presidente polarizador, no en poca medida por la polémica invasión de Irak y la complicada ocupación subsecuente. Pero, en realidad, la actual lucha partidista sobre política exterior es la norma histórica: la anomalía fue el bipartidismo de la Guerra Fría.

Poco después de la fundación de la república, se formaron partidos políticos para ayudar a superar los obstáculos que el federalismo, la separación de poderes y el regionalismo ponían en el camino de un gobierno eficaz. Con ellos llegó el partidismo. Durante las primeras décadas de la nación, la principal línea de competencia partidista se dio a lo largo de la división Norte-Sur, poniendo a los federalistas hamiltonianos del Noreste contra los republicanos jeffersonianos del Sur. Los dos partidos discrepaban en asuntos de estrategia integral -- en lo específico si Estados Unidos debía inclinarse hacia Gran Bretaña o hacia Francia -- , así como de política económica.

A los federalistas les preocupaba que la nueva república pudiera fracasar si entraba en conflicto con los británicos; por tanto, favorecían un acercamiento hacia Gran Bretaña en vez de extender la alianza con Francia que se fraguó durante la Guerra de Independencia. En asuntos económicos, defendían los intereses de los ambiciosos empresarios del Norte, que pugnaban por instaurar aranceles para proteger las incipientes industrias de la región. Los republicanos, en cambio, se inclinaban hacia Francia con la esperanza de contrarrestar el poderío británico apoyando a su principal rival europeo. Y como adalides de los intereses de los agricultores de la nación, los republicanos abogaban por el libre comercio y la expansión hacia el Oeste. A instancias de George Washington, los dos partidos encontraban puntos en común en la necesidad de evitar "alianzas complicadas", pero coincidían en muy pocas cosas más.

Las pasiones partidistas se enfriaron cuando terminaron las guerras napoleónicas en Europa, y siguió una era de solvencia en la conducción de la política exterior. El colapso del Partido Federalista y la revitalización de una economía ya no perturbada por la guerra dieron paso a lo que un periódico de Boston llamó "una era de buenos sentimientos". Por primera vez, Estados Unidos gozó de un periodo sostenido de consenso político. Entre tanto, la paz preservada por el Concierto de Europa, junto con el intento de acercamiento con Londres que siguió después de la guerra de 1812, hizo posible que los funcionarios elegidos de la nación, comenzando con James Monroe, volvieran sus energías a las demandas de "mejoramiento interno". Los estadounidenses se concentraron en la consolidación y la expansión de la Unión hacia el Oeste, limitando el alcance de la nación a lo que era sostenible en términos políticos y militares.

Este consenso se rompió en 1846, cuando James Polk llevó al país a la guerra contra México en nombre del "destino manifiesto". Los demócratas -- herederos sureños de los republicanos jeffersonianos -- abogaron por la captura de territorio mexicano y vieron en la guerra la oportunidad de reforzar su control sobre los hilos del poder nacional. Temiendo precisamente eso, los whigs del Noreste -- precursores de los republicanos actuales -- emprendieron una batalla en la retaguardia, poniendo en tela de juicio la legitimidad de la toma territorial de Polk y el ascenso de un "poder esclavista" sureño. La guerra de Polk, primera en la que el país entró por decisión propia, desató una nueva ronda de lucha partidista, la cual agravó las tensiones regionales que a la larga desembocarían en la Guerra de Secesión.

Luego de esta guerra se asentó en el país una tensa calma, la cual terminó pronto debido a las divisiones en torno a las aspiraciones por obtener el rango de superpotencia. En el curso de la década de 1890, Estados Unidos construyó una de las mayores flotas de combate del mundo, ganó tierras en el extranjero y aseguró mercados externos. Con todo, los esfuerzos de los republicanos por proyectar a la nación hacia la vanguardia del planeta reabrieron las heridas regionales del país e incitaron fuerte resistencia de los demócratas. Los republicanos prevalecieron debido a su monopolio del poder, pero sus ambiciones geopolíticas pronto demostraron ser políticamente insostenibles. A partir de la guerra con España, Estados Unidos se embarcó en lo que Lippmann llamó "diplomacia deficitaria": sus compromisos internacionales rebasaron la buena disposición del público a soportar las cargas requeridas.

Después de la vuelta del siglo, la política exterior divagó sin coherencia entre alternativas nada halagüeñas. La aventura imperialista de Theodore Roosevelt en Filipinas pronto dejó atrás el apetito del país en sus ambiciones en el extranjero. William Taft probó la "diplomacia del dólar", la cual buscaba satisfacer los objetivos de Washington en el extranjero mediante lo que llamaba medios "pacíficos y económicos". Pero desató la ira de los demócratas, que veían en esa estrategia poco menos que la capitulación ante los intereses empresariales de gran escala. Woodrow Wilson abrazó la doctrina de la "seguridad colectiva" y la Sociedad de Naciones, invirtiendo en asociaciones institucionalizadas que aliviaran los costos del compromiso cada vez mayor del país con el mundo. Pero el Senado, virtualmente paralizado por el rencor partidista, se opuso con firmeza. Como expresó Henry Cabot Lodge, uno de los mayores opositores a la Sociedad de Naciones en el Senado, en tono de mofa, "nunca esperé detestar a nadie en política con el odio que siento por Wilson". Hacia el periodo de entreguerras era evidente el estancamiento político. Los estadounidenses rechazaban tanto el uso firme del poderío estadounidense como el multilateralismo institucionalizado, y prefirieron la seguridad ilusoria del aislacionismo propugnado por Warren Harding, Calvin Coolidge y Herbert Hoover.

Uno de los mayores logros de Franklin Roosevelt fue superar esta división política y llevar al país a una nueva era de bipartidismo. Con la Segunda Guerra Mundial como telón de fondo, construyó una amplia coalición de demócratas y republicanos como base del internacionalismo liberal. El nuevo rumbo entrañó un compromiso tanto con el poder como con las alianzas: Estados Unidos proyectaría su poderío militar para preservar la estabilidad, pero siempre que fuera posible ejercería su liderazgo mediante el consenso y la colaboración internacional en vez de la iniciativa unilateral. Este acuerdo interno, si bien debilitado por las pugnas políticas por la Guerra de Vietnam, duró hasta el final de la Guerra Fría.

La naturaleza de la amenaza geopolítica que enfrentaba el país ayudó a Roosevelt y sus sucesores a sostener este consenso internacionalista liberal. Washington necesitaba aliados para prevenir que una potencia hostil dominara sobre Eurasia. Las exigencias estratégicas de la Segunda Guerra Mundial y de la Guerra Fría también infundían disciplina, alentando a demócratas y republicanos por igual a unirse en torno a una política exterior común. Cuando las pasiones partidistas afloraban, como ocurrió respecto de las guerras de Corea y Vietnam, fueron contenidas por los imperativos de la rivalidad entre superpotencias.

La constante cooperación bipartidista en política exterior fue producto no sólo de la necesidad estratégica, sino también de cambios en el panorama político del país. Las divisiones regionales se habían moderado; el Norte y el Sur formaban una alianza política por primera vez en la historia de Estados Unidos. El anticomunismo hizo que inclinarse demasiado a la izquierda pareciera una traición política, y en la derecha reinaban las preocupaciones del público por un Armagedón nuclear. El auge económico posterior a la Segunda Guerra Mundial mitigó las divisiones de la era del New Deal, cerrando la distancia ideológica entre demócratas y republicanos y facilitando la forja de un consenso detrás del libre comercio. La prosperidad y la riqueza contribuyeron a nutrir el centro político del país, el cual sirvió de fundamento al internacionalismo liberal que duró medio siglo.

La nación se vuelve a dividir

Contrariamente al sentido común, el derrumbe del acuerdo bipartidista y del internacionalismo liberal no comenzó con George W. Bush. El bipartidismo se vino al suelo después del fin de la Guerra Fría, y llegó al punto más bajo desde la Segunda Guerra Mundial cuando los republicanos ganaron el control del Congreso en 1994. Los repetidos desencuentros sobre política exterior entre el gobierno de Clinton y el Congreso determinaron que quedara vacío el centro bipartidista que había sido la base política del internacionalismo liberal. Entonces, el gobierno de Bush desmanteló lo que quedaba del centro moderado y consiguió que la división partidista sea hoy tan ancha como el cisma de entreguerras que obsesionaba a Lippmann. Los legisladores demócratas y republicanos sostienen hoy puntos de vista muy diferentes sobre política exterior. Sobre las cuestiones más básicas de la estrategia integral estadounidense -- las fuentes y propósitos del poder, el uso de la fuerza, el papel de las instituciones internacionales -- , los representantes de los dos partidos viven en planetas distintos.

La mayoría de los republicanos en el Congreso sostiene que el poder estadounidense depende sobre todo de la posesión y el uso de la fuerza militar, y ven en la cooperación institucionalizada más bien un impedimento. Respaldan con obstinación el esfuerzo actual del gobierno de Bush por pacificar a Irak. Cuando la nueva legislatura realizó las primeras votaciones sobre la guerra en Irak, a principios de este año, sólo 17 de los 201 republicanos de la Cámara de Representantes cruzaron las líneas del partido para oponerse al reciente aumento de efectivos estadounidenses. En el Senado, sólo dos republicanos se unieron a los demócratas para aprobar una resolución que demandaba fijar fechas para el retiro. En contraste, la mayoría de los demócratas sostienen que el poder estadounidense depende más de la persuasión que de la coerción y que se necesita ejercerlo en forma multilateral. Quieren que el país salga de Irak: 95% de los demócratas en ambas cámaras han votado por retirar las tropas en 2008. Como los republicanos optan por la fuerza y los demócratas por la cooperación internacional, el consenso bipartidista entre poder y partidismo -- la fórmula que dio vida al internacionalismo liberal -- se ha deshecho.

Desde luego, el Partido Republicano alberga aún a algunos multilateralistas convencidos, como los senadores Richard Lugar (por Indiana) y Chuck Hagel (por Nebraska). Pero están aislados dentro de sus propias filas. Y algunos demócratas, en especial los que tienen la mira puesta en la presidencia, se desviven por demostrar su determinación en asuntos de defensa nacional. Pero los dirigentes del partido son empujados hacia la izquierda por activistas partidarios cada vez más influyentes. Así, el terreno ideológico común a ambos partidos es mínimo, y las zonas de concordia son cuando mucho superficiales. La mayoría de los republicanos y demócratas cree aún que Estados Unidos tiene responsabilidades globales, pero hay poco acuerdo en cuanto a la forma de conciliar medios y fines. Y sobre la cuestión central del poder contra el partidismo, ambos partidos se mueven en direcciones opuestas, y la divergencia es cada vez más evidente entre el público y entre las élites políticas.

En una encuesta del Pew Research Center de marzo de 2007, más de 70% de los electores republicanos sostuvo que "la mejor forma de garantizar la paz es mediante la fuerza militar". Sólo 40% de los votantes demócratas compartió tal punto de vista. Un sondeo similar realizado en 1999 reveló la misma división partidista, lo cual dejó en claro que no se refiere sólo a la política exterior de Bush, sino también a los objetivos generales del poderío estadounidense. Sin duda, la guerra en Irak ha ensanchado y profundizado las diferencias ideológicas sobre la eficacia relativa de la fuerza y la diplomacia. Una encuesta de CNN indicaba que después de cuatro años de ocupación de Irak, sólo 24% de republicanos se oponía a la guerra, en comparación con más de 90% de demócratas. En cuanto a exportar los ideales estadounidenses, un estudio del German Marshall Fund de junio de 2006 descubrió que sólo 35% de los demócratas creía que Estados Unidos debía "ayudar a instaurar la democracia en otros países", en comparación con 64% de republicanos. De modo similar, un sondeo de CBS News de diciembre de 2006 reveló que dos terceras partes de los demócratas creían que Estados Unidos debe "dejar de inmiscuirse en asuntos internacionales", en tanto sólo la tercera parte de los republicanos opinaba lo mismo.

Impulsado por esas divisiones ideológicas, el partidismo ha devorado a Washington. Según un índice muy utilizado (Voteview), el Congreso está hoy mucho más fraccionado y polarizado políticamente que en cualquier momento de los cien últimos años. Luego que los demócratas ganaron la mayoría en el Congreso en las elecciones intermedias de 2006, muchos observadores pronosticaron que al haber un partido en control de la Casa Blanca y otro en el Congreso propiciaría la cooperación, como ocurrió en el pasado. En cambio, el rencor político sólo se ha intensificado. La Casa Blanca, pese a su promesa inicial de colaborar con la oposición, ha continuado con su conducta enérgica, desdeñando los llamados demócratas a precisar fechas para el retiro de Irak como "un juego de charadas". Poco después de ganar las dos cámaras, los demócratas también prometieron tender la mano al otro lado, pero, tan pronto como abrió la 110 Legislatura, dieron a los republicanos una sopa de su propio chocolate al impedir que el partido minoritario enmendara leyes durante el frenesí inicial de labor legislativa.

Las fuentes de este retorno al rencor partidista son tanto internacionales como internas. En el exterior, la caída de la Unión Soviética y la ausencia de un nuevo competidor en plano de igualdad han relajado la disciplina de la Guerra Fría, dejando la política exterior del país en posición más vulnerable frente a las vicisitudes de la política partidista. La amenaza planteada por el terrorismo internacional ha resultado demasiado elusiva y esporádica para actuar como nuevo unificador. Entre tanto, la cada vez más profunda integración de Estados Unidos en la economía mundial produce disparidades cada vez mayores en riqueza entre sus ciudadanos, lo cual crea nuevas brechas socioeconómicas y erosiona el respaldo al libre comercio.

Dentro de Estados Unidos, se han debilitado las condiciones políticas que otrora alentaron el centrismo. Las tensiones regionales están de vuelta; el país "rojo" y el "azul" están en desacuerdo en cuanto a cuál deba ser la naturaleza de la participación del país en el mundo y también en temas nacionales como el aborto, el control de armas y los impuestos. Los moderados escasean, lo cual da por resultado el adelgazamiento de lo que Arthur Schlesinger Jr. describió apropiadamente como "el centro vital". La redistribución de los distritos electorales legislativos, la proliferación de medios de comunicación altamente partidistas y el creciente poder de internet como fuente de financiamiento de campañas y movilización partidaria han contribuido a la erosión del centro. También un cambio generacional ha cobrado su factura. Casi 85% de los miembros de la Cámara de Representantes fue elegido en 1988 o después. La "gran generación" se retira con rapidez de la vida política y se lleva consigo décadas de servicio con conciencia cívica.

Ahora que la campaña presidencial se acerca a su máxima velocidad y el panorama nacional está ya trazado profundamente según líneas regionales e ideológicas, la confrontación partidista está destinada a intensificarse, lo cual es una receta para un estancamiento político en lo interno y un liderazgo fallido en lo externo.

Para restaurar la solvencia

A principios del siglo XX, profundas divisiones partidistas produjeron giros impredecibles y peligrosos en la política exterior de Estados Unidos y a la larga lo condujeron a aislarse del mundo. Una dinámica similar ocurre a principios del siglo XXI. El firme unilateralismo del gobierno de Bush está resultando políticamente insostenible. Con vistas a las elecciones de 2008, los demócratas preparan ambiciosos planes para imbuir nueva vida en las instituciones internacionales. Pero también descubrirán que la estrategia integral que prefieren será políticamente insostenible. El Partido Republicano, que virtualmente se quedó sin moderados luego de las elecciones de 2006, tiene poca paciencia para el multilateralismo cooperativo, y con gusto desplegará su poder en el Senado para bloquear cualquier esfuerzo programático por obligar a Washington con acuerdos e instituciones internacionales. En especial entre la discordia interna desencadenada por la guerra en Irak, el partidismo y el estancamiento interior podrían una vez más obstruir la habilidad política estadounidense, y quizá incluso provocar una desordenada desvinculación con el exterior.

El electorado ya parece encaminarse en esa dirección. Según la encuesta de CBS News de diciembre de 2006, 52% de los estadounidenses creía que el país debe "dejar de inmiscuirse en asuntos internacionales". Aun en medio de la apasionada oposición a la guerra de Vietnam, sólo 36% de los estadounidenses tenía esa opinión. Las actitudes introspectivas son especialmente pronunciadas entre los más jóvenes: 72% de los que tienen entre 18 y 24 años de edad no cree que Estados Unidos deba tomar para sí la conducción en la solución de las crisis globales. Si Washington continúa buscando una estrategia integral que exceda sus medios políticos, es seguro que el sentimiento aislacionista aumente entre los ciudadanos.

Estados Unidos necesita lograr una estrategia integral que sea solvente en lo político. En el polarizado panorama actual, en el que los demócratas quieren menos proyección de poder y los republicanos menos asociaciones internacionales, restaurar la solvencia significa volver a poner los compromisos del país de acuerdo con los medios políticos. Encontrar un nuevo equilibrio interno que garantice un liderazgo responsable en el mundo requiere una estrategia que sea tan juiciosa y selectiva como llena de significado.

En primer lugar, una estrategia solvente implicaría compartir más responsabilidades con otros Estados. Por lo regular las grandes potencias han cerrado la distancia entre recursos y compromisos devolviendo vínculos estratégicos a los actores locales. Estados Unidos debe usar su poder y buenos oficios para catalizar una mayor confianza en sí mismo en varias regiones, como se ha hecho en Europa. Debe construir a partir de los cuerpos regionales existentes, por ejemplo alentando al Consejo de Cooperación del Golfo a profundizar la cooperación sobre defensa en la Península Arábiga, ayudando a la Unión Africana a expandir sus capacidades y apoyando los esfuerzos de la Asociación de Naciones del Sureste Asiático (asean, por sus siglas en inglés) por construir un foro de seguridad regional. Washington debe impulsar a la Unión Europea a forjar un enfoque más colectivo para la política de seguridad y asumir mayores cargas en la defensa. También debe profundizar sus vínculos con potencias regionales emergentes, como Brasil, China, India y Nigeria. Entonces estaría en capacidad de influir mejor en la conducta de esos países, de modo que complemente los objetivos estadounidenses en vez de obstruirlos.

En segundo lugar, en lo referente a la guerra contra el terrorismo, la estrategia debe enfocarse en los terroristas y no en procurar cambios de régimen. Esto significará concentrar los esfuerzos militares en destruir células y redes terroristas, así como en emplear instrumentos políticos y económicos para atender las fuentes de inestabilidad de largo plazo en Medio Oriente. Al reconocer que la reforma en el mundo árabe se producirá con lentitud, Washington debe aplicar políticas que apoyen con paciencia el desarrollo económico, el respeto a los derechos humanos y la pluralidad religiosa y política. También debe forjar sociedades de trabajo con países preparados para combatir el extremismo. Procurar el cambio de régimen y las visiones radicales de transformar Medio Oriente sólo se volverá en su contra y continuará extendiendo más de lo debido el poderío y la voluntad política estadounidenses.

En tercer lugar, Estados Unidos debe reconstruir su poder duro. Para ello, el Congreso debe destinar los fondos necesarios para atender el efecto devastador de la guerra en Irak sobre la disponibilidad, el equipamiento y la moral de las fuerzas armadas estadounidenses. El Pentágono debe también economizar sus recursos consolidando sus 750 bases en el exterior. Si bien se debe mantener la capacidad de proyectar poder en escala global, se puede reducir la merma en poder humano al recortar la presencia en el campo y confiar más en enclaves preestablecidos y en el personal asentado en Estados Unidos.

En cuarto lugar, Estados Unidos debe contener a sus adversarios mediante el compromiso, como muchas grandes potencias han hecho con frecuencia en el pasado. En el siglo XIX, Otto von Bismarck ajustó apropiadamente las relaciones de Alemania con los principales Estados europeos para garantizar que su país no enfrentara una coalición que lo contuviera. A principios del siglo XX, el Reino Unido logró comprometer a Estados Unidos y Japón, lo cual redujo notablemente los costos de su imperio en el exterior y le permitió concentrarse en peligros más cercanos a su territorio. A principios de la década de 1970, la apertura de Richard Nixon hacia China mitigó sustancialmente el costo de la competencia de la Guerra Fría. Washington debe aplicar hoy estrategias similares, valiéndose de la pericia diplomática para reducir la competencia estratégica con China, Irán y otros rivales potenciales. Si estos esfuerzos hallan eco, prometen rendir beneficios importantes que acompañarían al acercamiento. Si Washington es rechazado, puede sentirse seguro al permanecer en guardia y por tanto evitar el riesgo de una exposición estratégica.

El quinto componente de esta estrategia integral debe ser una mayor independencia energética. La adicción de Estados Unidos al petróleo limita en forma drástica su flexibilidad geopolítica; hacer de guardián en el Golfo Pérsico implica onerosos compromisos estratégicos e incómodos alineamientos políticos. Además, los altos precios del petróleo alientan a productores como Irán, Rusia y Venezuela a desafiar los intereses de Washington. Estados Unidos debe reducir su dependencia del petróleo invirtiendo en el desarrollo de combustibles alternativos y adoptando un esfuerzo autorizado en el nivel federal para que los automóviles sean más eficientes.

Por último, Estados Unidos debe favorecer alianzas pragmáticas sobre las instituciones internacionales formalizadas de la era de la Guerra Fría. Sin duda la colaboración internacional sigue estando en el interés nacional estadounidense. En algunas áreas -- combatir el cambio climático, facilitar el desarrollo internacional, liberalizar el comercio internacional -- , es probable que la cooperación internacional perdure, y tal vez se profundice. Ya está claro, sin embargo, que el apoyo del Congreso a alianzas fijas e instituciones robustas creadas después de la Segunda Guerra Mundial se desvanece con rapidez. Es necesario que las visiones grandiosas de una alianza global de democracias sean atenuadas por la realidad política. Las agrupaciones informales, como el "grupo de contacto" para los Balcanes, el Cuarteto, los participantes en las pláticas de seis partes sobre Corea del Norte y la coalición UE-3/EU que trabaja en contener el programa nuclear de Irán, se convierten con rapidez en los vehículos más eficaces para la diplomacia. En un clima polarizado, lo menos es más: el trabajo pragmático en equipo, las concertaciones flexibles y las coaliciones para tareas específicas deben volverse la marca de un nuevo estilo de gobierno estadounidense.

Lejos de ser aislacionista, esta estrategia de prudente retraimiento protegería contra tendencias aislacionistas. En contraste, procurar una política exterior de aspiraciones excesivas e insostenibles implicaría el riesgo de una reacción política que podría producir precisamente la introversión que ni Estados Unidos ni el mundo pueden permitirse. Estados Unidos debe encontrar un punto medio estable entre hacer demasiado y hacer demasiado poco.

Pasar con vigor al otro lado

El ex secretario de Estado Dean Acheson afirmó alguna vez que 80% de la función de la política exterior consistía en "manejar nuestra capacidad interna de manejar un gobierno". Puede que haya exagerado, pero expresó una verdad perdurable: contar con un buen gobierno depende de una buena actividad política. Volver a equilibrar fines con medios ayudaría a restaurar la confianza del público estadounidense en la conducción de la política exterior. Pero adoptar un ajuste estratégico requerirá acabar con la polarización y construir un consenso estable detrás de él. Como demostró Roosevelt durante la Segunda Guerra Mundial, un liderazgo sólido y una incansable diplomacia pública son prerrequisitos para forjar una cooperación bipartidista en política exterior.

El próximo presidente tendrá que aprovechar las áreas discrecionales en las que demócratas y republicanos puedan hallar un propósito común. Puede que sea necesaria la reciprocidad para salir del atasco y facilitar el acuerdo. Los evangélicos de la derecha y los progresistas sociales de la izquierda pueden cerrar filas sobre el cambio climático, los derechos humanos y el desarrollo internacional. Los demócratas podrían apoyar el libre comercio si los republicanos están dispuestos a invertir en programas de readiestramiento de trabajadores. El deseo de las grandes empresas por preservar el acceso a la mano de obra barata podría ser coherente con los intereses de los electores partidarios de la inmigración; construir un puente entre los dos grupos reconciliaría los intereses corporativos del Norte con los de los inmigrantes en el Sureste. Los demócratas que apoyan el multilateralismo por principio pueden formar equipo con los republicanos que apoyan las instituciones como vehículos para compartir las cargas globales. Si bien éstas y otras transacciones políticas no restaurarán el consenso bipartidista de la era de la Guerra Fría, sin duda contribuirán a construir apoyo político para una nueva estrategia integral, aunque más modesta.

También será útil un mayor esfuerzo por combinar la labor de ambas cámaras del Congreso. Roosevelt superó la oposición de los republicanos al internacionalismo liberal acercándose a ellos, designando a prominentes republicanos para encabezar comisiones internacionales clave y trabajando de cerca con Wendell Wilke, el candidato al que derrotó en la elección de 1940, para combatir el aislacionismo.

El nuevo gobierno debe hacer eso mismo, designando a miembros pragmáticos de la oposición para ocupar puestos importantes en política exterior y estableciendo un comité bipartidista de alto nivel que haga aportaciones regulares y oportunas a las deliberaciones políticas. La forma será tan importante como el fondo conforme los dirigentes estadounidenses busquen una estrategia integral que no sólo atienda las necesidades geopolíticas del país, sino que también restaure la solvencia dentro de Estados Unidos.

* Charles A. Kupchan es profesor de Asuntos Internacionales en la Georgetown University, miembro senior del Council on Foreign Relations y profesor de la cátedra Henry A. Kissinger en la Biblioteca del Congreso. Peter L. Trubowitz es profesor adjunto de Gobierno en la Texas University, en Austin, y miembro senior del Centro Robert S. Strauss de Seguridad y Derecho Internacionales.