Michael Mandelbaum
El gobierno de George W. Bush ha hecho de la promoción de la democracia un objetivo central de la política exterior estadounidense. El presidente dedicó a ese tema el discurso inaugural de su segundo periodo en el poder; la Estrategia de Seguridad Nacional de 2006 se concentró en la propagación de la democracia en el extranjero, y la Casa Blanca ha emprendido una serie de iniciativas concebidas para promoverla en todo el mundo, sobre todo las iniciativas militares en Afganistán e Irak. Sin embargo, en esos dos países y en otras partes del mundo árabe donde en otro tiempo las perspectivas de la democracia parecían prometedoras -- Líbano, los territorios palestinos y Egipto -- , los esfuerzos estadounidenses no han prosperado. Ahora que el gobierno de Bush entra en sus 12 meses finales, en ninguno de esos lugares la democracia está más cerca de consolidarse con firmeza. Es un patrón conocido: desde la fundación de la república, casi todos los presidentes han abrazado la idea de propagar la forma estadounidense de gobierno fuera de sus fronteras. El gobierno de Clinton emprendió varias intervenciones militares con el objetivo manifiesto de instaurar la democracia. En donde lo hizo -- Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo -- , el modelo fracasó en su intento de echar raíces.
Sin embargo, el fracaso de Washington en la promoción de la democracia no ha significado el fracaso de la democracia misma. Al contrario, en el último cuarto del siglo XX esta forma de gobierno experimentó un notable ascenso. Confinada en otros tiempos a un puñado de naciones ricas, en un breve lapso se transformó en el sistema político más popular del mundo. En 1900 sólo 10 países eran democracias; hacia mediados de siglo el número se había incrementado a 30, y 25 años después la cifra se mantenía igual. En 2005, 119 de los 190 países del mundo habían adoptado la democracia.
La combinación en apariencia paradójica del fracaso estadounidense en promover la democracia y su exitosa expansión plantea varias preguntas. ¿Por qué los esfuerzos deliberados del país más poderoso del mundo por exportar su forma de gobierno han resultado ineficaces? ¿Por qué y cómo la democracia ha disfrutado de tan extraordinario éxito mundial pese al fracaso de estos esfuerzos? ¿Y cuáles son las perspectivas de la democracia en otras zonas de gran importancia -- los países árabes, Rusia y China -- donde aún no está presente? Responder estas preguntas demanda un entendimiento apropiado del concepto de democracia en sí mismo.
Genealogía democrática
Lo que el mundo del siglo XXI llama democracia es en realidad la fusión de dos tradiciones políticas distintas. Una es la libertad, es decir, la libertad individual. La otra es la soberanía popular, el gobierno del pueblo. La soberanía popular hizo su debut en la escena mundial con la Revolución Francesa, cuyos arquitectos afirmaron que el derecho de gobernar no pertenecía a los monarcas hereditarios que habían gobernado en la mayoría de los lugares durante la mayor parte del tiempo desde el principio de la historia documentada, sino más bien al pueblo al que aquéllos gobernaban.
La libertad tiene un linaje mucho más longevo, que se remonta a las antiguas Grecia y Roma. Consiste en una serie de ordenanzas políticas de zonificación que ponen coto a la interferencia del gobierno en sectores de la vida social, política y económica, y de ese modo los protegen. La forma más antigua de libertad es la inviolabilidad de la propiedad privada, que formó parte de la vida de la República Romana. La libertad religiosa tuvo su origen en la escisión de la cristiandad provocada por la reforma protestante del siglo XVI. La libertad política surgió después de las otras dos, pero es a ella a la que los usos de la palabra "libertad" en el siglo XXI suelen referirse. Implica la ausencia de control gubernamental sobre la expresión de las ideas, la reunión pública y la participación política.
Bien entrado el siglo XIX, el término "democracia" se refería por lo regular sólo a la soberanía popular, y se consideraba indudable que un régimen basado en ella suprimiría a la libertad. Se creía que el gobierno del pueblo conduciría a la corrupción, el desorden, la violencia de la turba y, en última instancia, a la tiranía. En particular, muchos creían que quienes carecían de propiedades se movilizarían, llevados por la envidia y la codicia, para arrebatarlas a sus dueños si el pueblo tomaba el control del gobierno.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la libertad y la soberanía popular se fusionaron con éxito en unos cuantos países de Europa Occidental y América del Norte. El éxito de esta fusión se debió en no poca medida a la expansión del Estado benefactor después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, que amplió el compromiso con la propiedad privada al dar a cada miembro de la sociedad una forma de ella y evitó la pobreza de las masas proporcionando a todos un nivel mínimo de vida. Incluso entonces, sin embargo, la forma democrática de gobierno no se extendió ni muy lejos ni a muchos lugares.
La soberanía popular, o al menos una forma de ella, se volvió prácticamente universal hacia la segunda mitad del siglo XX. El procedimiento para implementar este principio político -- llevar a cabo una elección -- era y sigue siendo fácil. En los primeros tres cuartos del siglo XX, la mayoría de los países no escogía a sus gobiernos mediante elecciones libres y justas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos podía afirmar que eran democráticos al menos en el sentido de que diferían de las formas tradicionales de gobernación: la monarquía y el imperio. Los mandatarios no heredaban sus cargos y provenían de los mismos grupos nacionales que las personas a quienes gobernaban. Esos gobiernos encarnaban la soberanía popular en la medida en que las personas que los controlaban no eran ni monarcas hereditarios ni extranjeros.
Si bien la soberanía popular es relativamente fácil de instaurar, es mucho más difícil garantizar el otro componente de la democracia: la libertad. Esto explica tanto el retraso en la propagación de la democracia en todo el mundo en el siglo XX como las continuas dificultades de instaurarla en el XXI. Poner en práctica el principio de libertad requiere instituciones: cuerpos legislativos funcionales, burocracias gubernamentales y sistemas legales plenamente consolidados, con policía, abogados, fiscales y jueces imparciales. Operar tales instituciones requiere aptitudes, algunas muy especializadas. Y las instituciones correspondientes deben estar firmemente fundadas en valores: las personas deben creer en la importancia de proteger esas zonas de la vida social y cívica de la interferencia del Estado.
Las instituciones, aptitudes y valores que necesita la libertad no se pueden establecer por decreto, como no es posible que un individuo domine las técnicas del básquetbol o el ballet sin un prolongado entrenamiento. La unidad apropiada de tiempo para crear las condiciones sociales que conducen a la libertad es, por lo menos, una generación. No sólo se necesita tiempo para desarrollar el aparato de la libertad, sino que debe desarrollarse con independencia y dentro del ámbito nacional; no se le puede enviar desde otro lugar e implantarlo, ya prefabricado. Las aptitudes y los valores que se requieren no pueden ser importados ni delegados.
Si bien el Imperio británico exportó la libertad a India, los británicos gobernaron el subcontinente indio en forma directa durante casi un siglo. En muchos otros lugares controlados por los británicos, la democracia no logró consolidarse. En el siglo XXI, por lo demás, la era de los imperios ha quedado atrás. En ninguna parte la población ansía y ni siquiera desea ser gobernada por extranjeros, aspecto que el enfrentamiento de Estados Unidos con Irak ha ilustrado en forma tan evidente. Vista bajo esta luz, la propagación de la democracia en el último cuarto del siglo XX no sólo parece notable, sino casi inexplicable. Porque si las instituciones de la libertad, que son parte integral de la gobernanza democrática, tardan al menos una generación en construirse, y puesto que los gobiernos no democráticos procuran, a fin de preservar su poder, asegurarse de que las instituciones y las prácticas de la libertad jamás echen raíces, ¿cómo es posible que se instaure la democracia?
La magia del mercado
En la era moderna, la demanda mundial de un gobierno democrático surgió debido al éxito de los países que lo practican. El Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX se volvieron los Estados soberanos más poderosos en lo militar y más prósperos en lo económico. Ambos pertenecían a la coalición vencedora en cada uno de los tres conflictos globales del siglo XX: las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Su éxito causó gran impresión en otros. Los países, como los individuos, aprenden de lo que observan porque entre los países, como entre los individuos, el éxito suscita la imitación. El curso de la historia moderna hizo que la democracia pareciera digna de ser emulada.
El deseo de un sistema político democrático no crea por sí mismo la capacidad de instaurarlo. La clave para instaurar una democracia funcional, y en particular las instituciones de la libertad, ha sido la economía de libre mercado. Las instituciones, aptitudes y valores necesarios para operar una economía de libre mercado son los que, en la esfera política, constituyen la democracia. La democracia se propaga a través de los mecanismos del mercado, cuando las personas aplican los hábitos y procedimientos que ya están llevando a cabo en un sector de la vida social (la economía) a otro (la arena política). El mercado es a la democracia lo que un grano de arena es a la perla de una ostra: el núcleo alrededor del cual se forma.
El libre mercado fomenta la democracia porque la propiedad privada, esencial en cualquier economía de mercado, es en sí una forma de libertad. Además, una economía de mercado que funcione con éxito vuelve más ricos a los ciudadanos de la sociedad en la cual se establece, y la riqueza implanta la democracia, entre otras cosas, al subvencionar el tipo de participación política que requiere la democracia genuina. Muchos estudios han encontrado que a mayor producto per cápita en un país, más probable es que ese país proteja la libertad y escoja su gobierno mediante elecciones libres y justas.
Tal vez más importante es que el libre mercado genera las organizaciones y grupos independientes del gobierno -- empresas, sindicatos, asociaciones profesionales, clubes, etc. -- que se conocen colectivamente como sociedad civil, la cual es indispensable para un sistema político democrático. Las asociaciones privadas ofrecen lugares de refugio del Estado, en los cuales los individuos pueden perseguir sus intereses libres del control gubernamental. La sociedad civil también contribuye a preservar la libertad al servir de contrapeso a la maquinaria del gobierno. La soberanía popular, la otra mitad del gobierno democrático moderno, también depende de elementos de la sociedad civil que el libre mercado hace posibles, en especial los partidos políticos y los grupos de interés.
Por último, la experiencia de participar en una economía de mercado cultiva dos hábitos determinantes para el gobierno democrático: la confianza y el acuerdo. Para que un gobierno funcione en paz, los ciudadanos deben confiar en que no actuará contra sus intereses más importantes y, sobre todo, en que respetará sus derechos políticos y económicos. Para que los gobiernos sean escogidos con regularidad en elecciones libres, los perdedores deben confiar en que los vencedores no abusarán del poder que han ganado. De la misma forma, la confianza es un elemento esencial de los mercados que se extiende más allá del intercambio local directo. Cuando un producto se embarca a grandes distancias y el pago por él se cubre a plazos, compradores y vendedores deben confiar en la buena fe y confiabilidad de la otra parte. Sin duda, en una economía de mercado que funcione con éxito el gobierno está listo para hacer valer los contratos que se hayan incumplido. Pero en tales economías se realizan tantas transacciones que el gobierno sólo puede intervenir en una diminuta fracción de ellas. La actividad mercantil depende mucho más de la confianza en que otros cumplirán sus compromisos que en la seguridad de que el gobierno los castigará si no lo hacen.
El otro hábito democrático que proviene de participar en una economía de mercado es el acuerdo. El acuerdo inhibe la violencia que podría amenazar a la democracia. En cualquier sistema político son inevitables las preferencias diferentes relativas a temas de política pública, a menudo sumamente sentidas. Lo que distingue a la democracia de otras formas de gobierno es la solución pacífica de los conflictos que esas diferencias provocan. Por lo regular esto ocurre cuando cada parte obtiene algo de lo que desea, pero no todo. El acuerdo es también esencial para la operación de la economía de mercado. Después de todo, en cada transacción el comprador querría pagar menos y el vendedor recibir más del precio que finalmente acuerdan. Y llegan a ese acuerdo porque la alternativa es no hacer transacción alguna. Los participantes en un mercado libre aprenden que lo mejor puede ser enemigo de lo bueno, y actuar conforme a ese principio en la arena política es esencial para el gobierno democrático.
Promover los mercados es promover la democracia
De este análisis resulta que la mejor forma de fomentar la democracia es alentar la expansión de los mercados libres. La promoción del mercado es, desde luego, un método indirecto de promoción de la democracia que no rendirá resultados inmediatos. Sin embargo, la rápida propagación de la democracia en las últimas tres décadas dio muestras de una clara asociación con los mercados libres. La democracia llegó a los países del sur de Europa y a Asia y a casi todos los de América Latina después de que todos habían adquirido por lo menos la experiencia de una generación, y a veces más, en la operación de economías de mercado.
Sin embargo, visto bajo esta luz, parecería innecesario promover la democracia de manera indirecta alentando la expansión de los mercados libres. Por lo regular los países no necesitan que se les apremie a replantear sus economías según los parámetros del libre mercado. Hoy en día, prácticamente todos los países lo han hecho, con miras a su propio crecimiento económico. En la segunda mitad del siglo XX el objetivo del crecimiento económico se había vuelto tan importante y generalizado, que la capacidad de promoverlo se había convertido en una forma fundamental de evaluar la legitimidad política de todos los gobiernos. Y la historia del siglo XX parece haber demostrado de modo concluyente que el sistema de mercado de organización económica -- y sólo éste -- puede lograr el crecimiento económico.
En este sentido, el libre mercado actúa como una especie de caballo de Troya. Las dictaduras lo adoptan para afianzar su propio poder y legitimidad, pero su funcionamiento acaba socavando su poder. De hecho, esta línea de análisis parecería indicar no sólo que una política exterior de promoción deliberada del mercado es superflua, sino que el triunfo final de la democracia en todas partes está asegurado mediante la voluntaria adopción universal de las instituciones y políticas de la economía de libre mercado.
Sin embargo, no ocurre así. Mantener la propagación de la democracia en el siglo XXI no es más inevitable que imposible, como demuestran las perspectivas categóricamente diversas de esta forma de gobierno en tres lugares importantes donde no existe: el mundo árabe, Rusia y China.
El futuro de la libertad
Las perspectivas para la democracia en el mundo árabe son escasas. Varios rasgos de la sociedad y la vida política árabes operan contra ella. Ninguno es exclusivo de Medio Oriente, pero en ningún otro lado están todas presentes con tal fuerza. Uno es el petróleo. Las mayores reservas de crudo del planeta que pueden conseguirse fácilmente están ubicadas en la región. Países que se enriquecieron mediante la extracción y venta del petróleo, a menudo llamados petroestados, raras veces se ajustan a las normas políticas de la democracia moderna. Dichos países no necesitan las instituciones sociales ni las aptitudes individuales que, transferidas al ámbito de la política, promueven la democracia. Todo lo que requieren para enriquecerse es extraer y vender petróleo, y un número pequeño de personas puede hacerlo. Ni siquiera tienen que ser ciudadanos del propio país.
Es más, como los gobiernos son dueños de los yacimientos petroleros y recaudan todos los ingresos de la exportación de crudo, tienden a ser grandes y poderosos. Por ende, en los petroestados los incentivos para que los gobernantes mantengan el poder son excepcionalmente fuertes, al igual que los contraincentivos para renunciar al poder de forma voluntaria. En esos países, las economías privadas, que en otras partes sirven de contrapeso al poder del Estado, tienden a ser pequeñas y débiles, y la sociedad civil está subdesarrollada. Por último, los gobiernos no democráticos de los petroestados, en especial las monarquías de Medio Oriente, donde abunda el petróleo y las poblaciones son relativamente pequeñas, usan la riqueza a su disposición para resistir las presiones a favor de un gobierno más democrático. En efecto, sobornan a sus gobernados, persuadiéndolos de renunciar a la libertad política y al derecho a decidir quién los gobierna.
Los países árabes son también candidatos improbables para la democracia porque a menudo sus poblaciones están sumamente divididas por criterios tribales, étnicos o religiosos. Cuando más de un grupo tribal, étnico o religioso habita un Estado soberano en números considerables, la democracia ha resultado difícil de instaurar. En una democracia estable, la población debe estar dispuesta a ser parte de la minoría. Pero las personas sólo aceptarán la condición minoritaria si están seguros de que la mayoría respetará su libertad. En países formados por varios grupos, tal seguridad no siempre está presente, y hay pocas razones para creer que existe en los países árabes. La prueba de su ausencia en Irak está a la vista.
Para el desarrollo de gobiernos democráticos, los países árabes padecen con una desventaja más. Durante buena parte de su historia, los musulmanes árabes se veían como participantes en una batalla épica por la supremacía global contra el Occidente cristiano. La memoria histórica de esa rivalidad aún resuena hoy en el Medio Oriente árabe y alimenta el resentimiento popular contra Occidente. Esto, a su vez, arroja una sombra sobre todo lo que tenga origen occidental, incluida la forma dominante de gobierno en Occidente. Por esta razón, la libertad y las elecciones libres gozan de reputaciones menos favorables en el Medio Oriente árabe que en cualquier otra parte. En vista de todos estos obstáculos, aparte de cualquier otra cosa que pueda decirse del gobierno de Bush, no se le puede acusar de haber elegido un blanco fácil al dirigir sus esfuerzos de promoción democrática hacia el mundo árabe.
Las perspectivas para la democracia en Rusia durante las próximas dos o tres décadas son mejores. Rusia tiene hoy un gobierno que no respeta la libertad y no fue escogido mediante elecciones libres y justas. La ausencia de democracia se debe a que las siete décadas de gobierno comunista dejaron un país sin los cimientos sociales, políticos y económicos sobre los cuales descansa un gobierno democrático. Pero hoy Rusia no enfrenta los obstáculos que en el pasado obstruyeron su camino a la democracia.
Los sistemas políticos y económicos comunistas han desaparecido de Rusia y no se restaurarán. El país también está libre en gran medida de la percepción de raigambre histórica de que tenía un destino cultural y político diferente del de otros. Su población ya no está formada, como ocurrió hasta la industrialización y la urbanización de la era comunista, por una mayoría de campesinos analfabetos y trabajadores agrícolas sin tierra. Hoy el ruso común sabe leer y escribir, es culto y vive en una ciudad; es, en suma, la clase de persona que probablemente llegará a encontrar atractiva la democracia y considerará inaceptable la dictadura.
Las revoluciones en las comunicaciones y los transportes han hecho mucho más difícil a los gobernantes rusos cerrar el país al mundo exterior. En particular, los rusos de hoy son mucho más conscientes de las ideas e instituciones de las democracias del mundo de lo que fueron durante los siglos en que estuvieron gobernados por monarcas absolutos y durante el periodo comunista. Por último, en el siglo XXI Rusia enfrenta mucho menos peligro que nunca de ser atacada por sus vecinos. Desde el siglo XVI hasta casi finales del XX, los monarcas y los comisarios justificaban la acumulación y el ejercicio del poder ilimitado sobre la base de que era necesario para proteger al país de sus enemigos. Esa lógica ha perdido hoy gran parte de su fuerza. Sin embargo, se debe establecer una fuerza que compense esos malos augurios respecto de un futuro más democrático para Rusia. Las grandes reservas de recursos energéticos del país amenazan con inclinarlo en dirección del gobierno autocrático. La Rusia postsoviética tiene el desafortunado potencial de convertirse en un petroestado. Por lo tanto, se puede decir, con sólo un poco de exageración, que las perspectivas democráticas de Rusia van en proporción inversa al precio del petróleo.
De todos los países no democráticos del mundo, en ninguno importan más las perspectivas de la democracia que en China: el país más poblado y el que está en camino de tener, en algún momento del siglo XXI, la economía más grande del planeta. El panorama para la democracia en el país asiático es incierto. A partir de los últimos años de la década de 1970, una serie de reformas que llevaron muchos de los rasgos del libre mercado a lo que había sido una economía de corte comunista puso en movimiento una formidable racha de crecimiento económico de dos dígitos durante un cuarto de siglo. Aunque la institución central de la economía de mercado, la propiedad privada, no se ha instaurado totalmente en China, el ritmo galopante del crecimiento económico ha creado una clase media. Es pequeña en proporción a la enorme población del país, pero sus números se incrementan con rapidez. Cada vez más chinos viven en ciudades, son cultos y se ganan la vida en formas que les brindan cierta independencia en el trabajo, así como ingresos y tiempo libre suficientes para tener otros intereses aparte del trabajo.
Junto con el crecimiento de la economía, en China han proliferado los grupos independientes que constituyen la sociedad civil. En 2005 se registraron oficialmente 285,000 grupos no gubernamentales -- número minúsculo en un país cuya población es de 1,300 millones -- , pero las estimaciones de grupos no oficiales llegan hasta ocho millones. Además, la China del siglo XXI satisface categóricamente una de las condiciones históricas para la democracia: está abierta al mundo. El líder fundador de la China comunista, Mao Zedong, buscó aislarla de otros países. Sus sucesores han abierto las puertas del país y han recibido con beneplácito lo que Mao intentó mantener al margen.
Por consiguiente, el cambio vertiginoso que un cuarto de siglo de reforma económica y sus consecuencias ha llevado a China ha instalado, en un periodo relativamente breve, muchos de los componentes básicos de la democracia política. A medida que el crecimiento económico siga adelante, y las filas de la clase media se expandan y la sociedad civil se extienda, sin duda aumentará la presión por el cambio democrático. Sin embargo, mientras eso ocurre, es igual de seguro que los impulsores de la democracia encuentren una resistencia formidable del gobernante Partido Comunista Chino (PCC).
Aunque ha abandonado el proyecto maoísta de ejercer control sobre todos los aspectos de la vida social y política, el partido sigue resuelto a retener su monopolio del poder político. Silencia cualquier signo de oposición política organizada a su gobierno y practica la censura selectiva. Están prohibidas las expresiones explícitas de disenso político y cualquier cuestionamiento a la función del PCC. Sus esfuerzos para retener el poder no necesariamente están destinados al fracaso. El partido tiene mayor resistencia que la que tenían los partidos comunistas de Europa y la Unión Soviética antes de que fueran aplastados en 1989 y 1991. Como ha presidido una economía mucho más exitosa que sus homólogos europeos y soviético, el PCC puede contar con el apoyo tácito de muchos chinos que no tienen ningún aprecio particular por él ni necesariamente creen que tenga derecho de gobernar el país a perpetuidad sin límites a su autoridad.
La indulgencia popular hacia el gobierno comunista en China tiene otra fuente: el miedo de algo peor. La historia de China en el siglo XX estuvo marcada por recurrentes periodos de violencia. Sin duda el pueblo chino desea evitar nuevos brotes de asesinato y destrucción en gran escala, y si el precio de la estabilidad es la continuación del dominio dictatorial del PCC, quizá les parezca que el precio vale la pena. Los millones que han prosperado en el cuarto de siglo de reformas -- muchos instruidos, cosmopolitas y pobladores de las ciudades de las provincias costeras del país -- tienen razones para desconfiar del resentimiento de los residentes del interior, sobre todo del ámbito rural, que son mucho más numerosos y cuyo bienestar no se ha elevado con el auge económico. Los beneficiarios pueden calcular que el gobierno del PCC los protege a ellos y a sus ganancias. Por último, el régimen puede apelar a un generalizado y potente sentimiento popular para reforzar su posición: el nacionalismo. Por ejemplo, difunde con frecuencia su aspiración a controlar Taiwán, la cual parece disfrutar de amplia popularidad en el continente.
Que China llegue a ser una democracia, cuándo y cómo, son preguntas a las cuales sólo la historia del siglo XXI puede dar respuesta. Sin embargo, es posible aventurar dos pronósticos con cierta confianza. Uno es que cuando la democracia llegue a China, si es que llega -- así como al mundo árabe y a Rusia -- , no será por esfuerzos deliberados y directos de promoción por parte de Estados Unidos. El otro es que la presión por la gobernanza democrática crecerá en el siglo XXI, al margen de lo que Estados Unidos haga o deje de hacer. Crecerá dondequiera que los gobiernos no democráticos adopten el sistema de libre mercado de organización económica. Tales regímenes adoptarán este sistema como parte de sus propios esfuerzos por promover el crecimiento económico, objetivo que los gobiernos de todo el mundo perseguirán en el futuro hasta donde la vista alcanza.
El gobierno de George W. Bush ha hecho de la promoción de la democracia un objetivo central de la política exterior estadounidense. El presidente dedicó a ese tema el discurso inaugural de su segundo periodo en el poder; la Estrategia de Seguridad Nacional de 2006 se concentró en la propagación de la democracia en el extranjero, y la Casa Blanca ha emprendido una serie de iniciativas concebidas para promoverla en todo el mundo, sobre todo las iniciativas militares en Afganistán e Irak. Sin embargo, en esos dos países y en otras partes del mundo árabe donde en otro tiempo las perspectivas de la democracia parecían prometedoras -- Líbano, los territorios palestinos y Egipto -- , los esfuerzos estadounidenses no han prosperado. Ahora que el gobierno de Bush entra en sus 12 meses finales, en ninguno de esos lugares la democracia está más cerca de consolidarse con firmeza. Es un patrón conocido: desde la fundación de la república, casi todos los presidentes han abrazado la idea de propagar la forma estadounidense de gobierno fuera de sus fronteras. El gobierno de Clinton emprendió varias intervenciones militares con el objetivo manifiesto de instaurar la democracia. En donde lo hizo -- Somalia, Haití, Bosnia y Kosovo -- , el modelo fracasó en su intento de echar raíces.
Sin embargo, el fracaso de Washington en la promoción de la democracia no ha significado el fracaso de la democracia misma. Al contrario, en el último cuarto del siglo XX esta forma de gobierno experimentó un notable ascenso. Confinada en otros tiempos a un puñado de naciones ricas, en un breve lapso se transformó en el sistema político más popular del mundo. En 1900 sólo 10 países eran democracias; hacia mediados de siglo el número se había incrementado a 30, y 25 años después la cifra se mantenía igual. En 2005, 119 de los 190 países del mundo habían adoptado la democracia.
La combinación en apariencia paradójica del fracaso estadounidense en promover la democracia y su exitosa expansión plantea varias preguntas. ¿Por qué los esfuerzos deliberados del país más poderoso del mundo por exportar su forma de gobierno han resultado ineficaces? ¿Por qué y cómo la democracia ha disfrutado de tan extraordinario éxito mundial pese al fracaso de estos esfuerzos? ¿Y cuáles son las perspectivas de la democracia en otras zonas de gran importancia -- los países árabes, Rusia y China -- donde aún no está presente? Responder estas preguntas demanda un entendimiento apropiado del concepto de democracia en sí mismo.
Genealogía democrática
Lo que el mundo del siglo XXI llama democracia es en realidad la fusión de dos tradiciones políticas distintas. Una es la libertad, es decir, la libertad individual. La otra es la soberanía popular, el gobierno del pueblo. La soberanía popular hizo su debut en la escena mundial con la Revolución Francesa, cuyos arquitectos afirmaron que el derecho de gobernar no pertenecía a los monarcas hereditarios que habían gobernado en la mayoría de los lugares durante la mayor parte del tiempo desde el principio de la historia documentada, sino más bien al pueblo al que aquéllos gobernaban.
La libertad tiene un linaje mucho más longevo, que se remonta a las antiguas Grecia y Roma. Consiste en una serie de ordenanzas políticas de zonificación que ponen coto a la interferencia del gobierno en sectores de la vida social, política y económica, y de ese modo los protegen. La forma más antigua de libertad es la inviolabilidad de la propiedad privada, que formó parte de la vida de la República Romana. La libertad religiosa tuvo su origen en la escisión de la cristiandad provocada por la reforma protestante del siglo XVI. La libertad política surgió después de las otras dos, pero es a ella a la que los usos de la palabra "libertad" en el siglo XXI suelen referirse. Implica la ausencia de control gubernamental sobre la expresión de las ideas, la reunión pública y la participación política.
Bien entrado el siglo XIX, el término "democracia" se refería por lo regular sólo a la soberanía popular, y se consideraba indudable que un régimen basado en ella suprimiría a la libertad. Se creía que el gobierno del pueblo conduciría a la corrupción, el desorden, la violencia de la turba y, en última instancia, a la tiranía. En particular, muchos creían que quienes carecían de propiedades se movilizarían, llevados por la envidia y la codicia, para arrebatarlas a sus dueños si el pueblo tomaba el control del gobierno.
A finales del siglo XIX y principios del XX, la libertad y la soberanía popular se fusionaron con éxito en unos cuantos países de Europa Occidental y América del Norte. El éxito de esta fusión se debió en no poca medida a la expansión del Estado benefactor después de la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, que amplió el compromiso con la propiedad privada al dar a cada miembro de la sociedad una forma de ella y evitó la pobreza de las masas proporcionando a todos un nivel mínimo de vida. Incluso entonces, sin embargo, la forma democrática de gobierno no se extendió ni muy lejos ni a muchos lugares.
La soberanía popular, o al menos una forma de ella, se volvió prácticamente universal hacia la segunda mitad del siglo XX. El procedimiento para implementar este principio político -- llevar a cabo una elección -- era y sigue siendo fácil. En los primeros tres cuartos del siglo XX, la mayoría de los países no escogía a sus gobiernos mediante elecciones libres y justas. Sin embargo, la mayoría de los gobiernos podía afirmar que eran democráticos al menos en el sentido de que diferían de las formas tradicionales de gobernación: la monarquía y el imperio. Los mandatarios no heredaban sus cargos y provenían de los mismos grupos nacionales que las personas a quienes gobernaban. Esos gobiernos encarnaban la soberanía popular en la medida en que las personas que los controlaban no eran ni monarcas hereditarios ni extranjeros.
Si bien la soberanía popular es relativamente fácil de instaurar, es mucho más difícil garantizar el otro componente de la democracia: la libertad. Esto explica tanto el retraso en la propagación de la democracia en todo el mundo en el siglo XX como las continuas dificultades de instaurarla en el XXI. Poner en práctica el principio de libertad requiere instituciones: cuerpos legislativos funcionales, burocracias gubernamentales y sistemas legales plenamente consolidados, con policía, abogados, fiscales y jueces imparciales. Operar tales instituciones requiere aptitudes, algunas muy especializadas. Y las instituciones correspondientes deben estar firmemente fundadas en valores: las personas deben creer en la importancia de proteger esas zonas de la vida social y cívica de la interferencia del Estado.
Las instituciones, aptitudes y valores que necesita la libertad no se pueden establecer por decreto, como no es posible que un individuo domine las técnicas del básquetbol o el ballet sin un prolongado entrenamiento. La unidad apropiada de tiempo para crear las condiciones sociales que conducen a la libertad es, por lo menos, una generación. No sólo se necesita tiempo para desarrollar el aparato de la libertad, sino que debe desarrollarse con independencia y dentro del ámbito nacional; no se le puede enviar desde otro lugar e implantarlo, ya prefabricado. Las aptitudes y los valores que se requieren no pueden ser importados ni delegados.
Si bien el Imperio británico exportó la libertad a India, los británicos gobernaron el subcontinente indio en forma directa durante casi un siglo. En muchos otros lugares controlados por los británicos, la democracia no logró consolidarse. En el siglo XXI, por lo demás, la era de los imperios ha quedado atrás. En ninguna parte la población ansía y ni siquiera desea ser gobernada por extranjeros, aspecto que el enfrentamiento de Estados Unidos con Irak ha ilustrado en forma tan evidente. Vista bajo esta luz, la propagación de la democracia en el último cuarto del siglo XX no sólo parece notable, sino casi inexplicable. Porque si las instituciones de la libertad, que son parte integral de la gobernanza democrática, tardan al menos una generación en construirse, y puesto que los gobiernos no democráticos procuran, a fin de preservar su poder, asegurarse de que las instituciones y las prácticas de la libertad jamás echen raíces, ¿cómo es posible que se instaure la democracia?
La magia del mercado
En la era moderna, la demanda mundial de un gobierno democrático surgió debido al éxito de los países que lo practican. El Reino Unido en el siglo XIX y Estados Unidos en el XX se volvieron los Estados soberanos más poderosos en lo militar y más prósperos en lo económico. Ambos pertenecían a la coalición vencedora en cada uno de los tres conflictos globales del siglo XX: las dos guerras mundiales y la Guerra Fría. Su éxito causó gran impresión en otros. Los países, como los individuos, aprenden de lo que observan porque entre los países, como entre los individuos, el éxito suscita la imitación. El curso de la historia moderna hizo que la democracia pareciera digna de ser emulada.
El deseo de un sistema político democrático no crea por sí mismo la capacidad de instaurarlo. La clave para instaurar una democracia funcional, y en particular las instituciones de la libertad, ha sido la economía de libre mercado. Las instituciones, aptitudes y valores necesarios para operar una economía de libre mercado son los que, en la esfera política, constituyen la democracia. La democracia se propaga a través de los mecanismos del mercado, cuando las personas aplican los hábitos y procedimientos que ya están llevando a cabo en un sector de la vida social (la economía) a otro (la arena política). El mercado es a la democracia lo que un grano de arena es a la perla de una ostra: el núcleo alrededor del cual se forma.
El libre mercado fomenta la democracia porque la propiedad privada, esencial en cualquier economía de mercado, es en sí una forma de libertad. Además, una economía de mercado que funcione con éxito vuelve más ricos a los ciudadanos de la sociedad en la cual se establece, y la riqueza implanta la democracia, entre otras cosas, al subvencionar el tipo de participación política que requiere la democracia genuina. Muchos estudios han encontrado que a mayor producto per cápita en un país, más probable es que ese país proteja la libertad y escoja su gobierno mediante elecciones libres y justas.
Tal vez más importante es que el libre mercado genera las organizaciones y grupos independientes del gobierno -- empresas, sindicatos, asociaciones profesionales, clubes, etc. -- que se conocen colectivamente como sociedad civil, la cual es indispensable para un sistema político democrático. Las asociaciones privadas ofrecen lugares de refugio del Estado, en los cuales los individuos pueden perseguir sus intereses libres del control gubernamental. La sociedad civil también contribuye a preservar la libertad al servir de contrapeso a la maquinaria del gobierno. La soberanía popular, la otra mitad del gobierno democrático moderno, también depende de elementos de la sociedad civil que el libre mercado hace posibles, en especial los partidos políticos y los grupos de interés.
Por último, la experiencia de participar en una economía de mercado cultiva dos hábitos determinantes para el gobierno democrático: la confianza y el acuerdo. Para que un gobierno funcione en paz, los ciudadanos deben confiar en que no actuará contra sus intereses más importantes y, sobre todo, en que respetará sus derechos políticos y económicos. Para que los gobiernos sean escogidos con regularidad en elecciones libres, los perdedores deben confiar en que los vencedores no abusarán del poder que han ganado. De la misma forma, la confianza es un elemento esencial de los mercados que se extiende más allá del intercambio local directo. Cuando un producto se embarca a grandes distancias y el pago por él se cubre a plazos, compradores y vendedores deben confiar en la buena fe y confiabilidad de la otra parte. Sin duda, en una economía de mercado que funcione con éxito el gobierno está listo para hacer valer los contratos que se hayan incumplido. Pero en tales economías se realizan tantas transacciones que el gobierno sólo puede intervenir en una diminuta fracción de ellas. La actividad mercantil depende mucho más de la confianza en que otros cumplirán sus compromisos que en la seguridad de que el gobierno los castigará si no lo hacen.
El otro hábito democrático que proviene de participar en una economía de mercado es el acuerdo. El acuerdo inhibe la violencia que podría amenazar a la democracia. En cualquier sistema político son inevitables las preferencias diferentes relativas a temas de política pública, a menudo sumamente sentidas. Lo que distingue a la democracia de otras formas de gobierno es la solución pacífica de los conflictos que esas diferencias provocan. Por lo regular esto ocurre cuando cada parte obtiene algo de lo que desea, pero no todo. El acuerdo es también esencial para la operación de la economía de mercado. Después de todo, en cada transacción el comprador querría pagar menos y el vendedor recibir más del precio que finalmente acuerdan. Y llegan a ese acuerdo porque la alternativa es no hacer transacción alguna. Los participantes en un mercado libre aprenden que lo mejor puede ser enemigo de lo bueno, y actuar conforme a ese principio en la arena política es esencial para el gobierno democrático.
Promover los mercados es promover la democracia
De este análisis resulta que la mejor forma de fomentar la democracia es alentar la expansión de los mercados libres. La promoción del mercado es, desde luego, un método indirecto de promoción de la democracia que no rendirá resultados inmediatos. Sin embargo, la rápida propagación de la democracia en las últimas tres décadas dio muestras de una clara asociación con los mercados libres. La democracia llegó a los países del sur de Europa y a Asia y a casi todos los de América Latina después de que todos habían adquirido por lo menos la experiencia de una generación, y a veces más, en la operación de economías de mercado.
Sin embargo, visto bajo esta luz, parecería innecesario promover la democracia de manera indirecta alentando la expansión de los mercados libres. Por lo regular los países no necesitan que se les apremie a replantear sus economías según los parámetros del libre mercado. Hoy en día, prácticamente todos los países lo han hecho, con miras a su propio crecimiento económico. En la segunda mitad del siglo XX el objetivo del crecimiento económico se había vuelto tan importante y generalizado, que la capacidad de promoverlo se había convertido en una forma fundamental de evaluar la legitimidad política de todos los gobiernos. Y la historia del siglo XX parece haber demostrado de modo concluyente que el sistema de mercado de organización económica -- y sólo éste -- puede lograr el crecimiento económico.
En este sentido, el libre mercado actúa como una especie de caballo de Troya. Las dictaduras lo adoptan para afianzar su propio poder y legitimidad, pero su funcionamiento acaba socavando su poder. De hecho, esta línea de análisis parecería indicar no sólo que una política exterior de promoción deliberada del mercado es superflua, sino que el triunfo final de la democracia en todas partes está asegurado mediante la voluntaria adopción universal de las instituciones y políticas de la economía de libre mercado.
Sin embargo, no ocurre así. Mantener la propagación de la democracia en el siglo XXI no es más inevitable que imposible, como demuestran las perspectivas categóricamente diversas de esta forma de gobierno en tres lugares importantes donde no existe: el mundo árabe, Rusia y China.
El futuro de la libertad
Las perspectivas para la democracia en el mundo árabe son escasas. Varios rasgos de la sociedad y la vida política árabes operan contra ella. Ninguno es exclusivo de Medio Oriente, pero en ningún otro lado están todas presentes con tal fuerza. Uno es el petróleo. Las mayores reservas de crudo del planeta que pueden conseguirse fácilmente están ubicadas en la región. Países que se enriquecieron mediante la extracción y venta del petróleo, a menudo llamados petroestados, raras veces se ajustan a las normas políticas de la democracia moderna. Dichos países no necesitan las instituciones sociales ni las aptitudes individuales que, transferidas al ámbito de la política, promueven la democracia. Todo lo que requieren para enriquecerse es extraer y vender petróleo, y un número pequeño de personas puede hacerlo. Ni siquiera tienen que ser ciudadanos del propio país.
Es más, como los gobiernos son dueños de los yacimientos petroleros y recaudan todos los ingresos de la exportación de crudo, tienden a ser grandes y poderosos. Por ende, en los petroestados los incentivos para que los gobernantes mantengan el poder son excepcionalmente fuertes, al igual que los contraincentivos para renunciar al poder de forma voluntaria. En esos países, las economías privadas, que en otras partes sirven de contrapeso al poder del Estado, tienden a ser pequeñas y débiles, y la sociedad civil está subdesarrollada. Por último, los gobiernos no democráticos de los petroestados, en especial las monarquías de Medio Oriente, donde abunda el petróleo y las poblaciones son relativamente pequeñas, usan la riqueza a su disposición para resistir las presiones a favor de un gobierno más democrático. En efecto, sobornan a sus gobernados, persuadiéndolos de renunciar a la libertad política y al derecho a decidir quién los gobierna.
Los países árabes son también candidatos improbables para la democracia porque a menudo sus poblaciones están sumamente divididas por criterios tribales, étnicos o religiosos. Cuando más de un grupo tribal, étnico o religioso habita un Estado soberano en números considerables, la democracia ha resultado difícil de instaurar. En una democracia estable, la población debe estar dispuesta a ser parte de la minoría. Pero las personas sólo aceptarán la condición minoritaria si están seguros de que la mayoría respetará su libertad. En países formados por varios grupos, tal seguridad no siempre está presente, y hay pocas razones para creer que existe en los países árabes. La prueba de su ausencia en Irak está a la vista.
Para el desarrollo de gobiernos democráticos, los países árabes padecen con una desventaja más. Durante buena parte de su historia, los musulmanes árabes se veían como participantes en una batalla épica por la supremacía global contra el Occidente cristiano. La memoria histórica de esa rivalidad aún resuena hoy en el Medio Oriente árabe y alimenta el resentimiento popular contra Occidente. Esto, a su vez, arroja una sombra sobre todo lo que tenga origen occidental, incluida la forma dominante de gobierno en Occidente. Por esta razón, la libertad y las elecciones libres gozan de reputaciones menos favorables en el Medio Oriente árabe que en cualquier otra parte. En vista de todos estos obstáculos, aparte de cualquier otra cosa que pueda decirse del gobierno de Bush, no se le puede acusar de haber elegido un blanco fácil al dirigir sus esfuerzos de promoción democrática hacia el mundo árabe.
Las perspectivas para la democracia en Rusia durante las próximas dos o tres décadas son mejores. Rusia tiene hoy un gobierno que no respeta la libertad y no fue escogido mediante elecciones libres y justas. La ausencia de democracia se debe a que las siete décadas de gobierno comunista dejaron un país sin los cimientos sociales, políticos y económicos sobre los cuales descansa un gobierno democrático. Pero hoy Rusia no enfrenta los obstáculos que en el pasado obstruyeron su camino a la democracia.
Los sistemas políticos y económicos comunistas han desaparecido de Rusia y no se restaurarán. El país también está libre en gran medida de la percepción de raigambre histórica de que tenía un destino cultural y político diferente del de otros. Su población ya no está formada, como ocurrió hasta la industrialización y la urbanización de la era comunista, por una mayoría de campesinos analfabetos y trabajadores agrícolas sin tierra. Hoy el ruso común sabe leer y escribir, es culto y vive en una ciudad; es, en suma, la clase de persona que probablemente llegará a encontrar atractiva la democracia y considerará inaceptable la dictadura.
Las revoluciones en las comunicaciones y los transportes han hecho mucho más difícil a los gobernantes rusos cerrar el país al mundo exterior. En particular, los rusos de hoy son mucho más conscientes de las ideas e instituciones de las democracias del mundo de lo que fueron durante los siglos en que estuvieron gobernados por monarcas absolutos y durante el periodo comunista. Por último, en el siglo XXI Rusia enfrenta mucho menos peligro que nunca de ser atacada por sus vecinos. Desde el siglo XVI hasta casi finales del XX, los monarcas y los comisarios justificaban la acumulación y el ejercicio del poder ilimitado sobre la base de que era necesario para proteger al país de sus enemigos. Esa lógica ha perdido hoy gran parte de su fuerza. Sin embargo, se debe establecer una fuerza que compense esos malos augurios respecto de un futuro más democrático para Rusia. Las grandes reservas de recursos energéticos del país amenazan con inclinarlo en dirección del gobierno autocrático. La Rusia postsoviética tiene el desafortunado potencial de convertirse en un petroestado. Por lo tanto, se puede decir, con sólo un poco de exageración, que las perspectivas democráticas de Rusia van en proporción inversa al precio del petróleo.
De todos los países no democráticos del mundo, en ninguno importan más las perspectivas de la democracia que en China: el país más poblado y el que está en camino de tener, en algún momento del siglo XXI, la economía más grande del planeta. El panorama para la democracia en el país asiático es incierto. A partir de los últimos años de la década de 1970, una serie de reformas que llevaron muchos de los rasgos del libre mercado a lo que había sido una economía de corte comunista puso en movimiento una formidable racha de crecimiento económico de dos dígitos durante un cuarto de siglo. Aunque la institución central de la economía de mercado, la propiedad privada, no se ha instaurado totalmente en China, el ritmo galopante del crecimiento económico ha creado una clase media. Es pequeña en proporción a la enorme población del país, pero sus números se incrementan con rapidez. Cada vez más chinos viven en ciudades, son cultos y se ganan la vida en formas que les brindan cierta independencia en el trabajo, así como ingresos y tiempo libre suficientes para tener otros intereses aparte del trabajo.
Junto con el crecimiento de la economía, en China han proliferado los grupos independientes que constituyen la sociedad civil. En 2005 se registraron oficialmente 285,000 grupos no gubernamentales -- número minúsculo en un país cuya población es de 1,300 millones -- , pero las estimaciones de grupos no oficiales llegan hasta ocho millones. Además, la China del siglo XXI satisface categóricamente una de las condiciones históricas para la democracia: está abierta al mundo. El líder fundador de la China comunista, Mao Zedong, buscó aislarla de otros países. Sus sucesores han abierto las puertas del país y han recibido con beneplácito lo que Mao intentó mantener al margen.
Por consiguiente, el cambio vertiginoso que un cuarto de siglo de reforma económica y sus consecuencias ha llevado a China ha instalado, en un periodo relativamente breve, muchos de los componentes básicos de la democracia política. A medida que el crecimiento económico siga adelante, y las filas de la clase media se expandan y la sociedad civil se extienda, sin duda aumentará la presión por el cambio democrático. Sin embargo, mientras eso ocurre, es igual de seguro que los impulsores de la democracia encuentren una resistencia formidable del gobernante Partido Comunista Chino (PCC).
Aunque ha abandonado el proyecto maoísta de ejercer control sobre todos los aspectos de la vida social y política, el partido sigue resuelto a retener su monopolio del poder político. Silencia cualquier signo de oposición política organizada a su gobierno y practica la censura selectiva. Están prohibidas las expresiones explícitas de disenso político y cualquier cuestionamiento a la función del PCC. Sus esfuerzos para retener el poder no necesariamente están destinados al fracaso. El partido tiene mayor resistencia que la que tenían los partidos comunistas de Europa y la Unión Soviética antes de que fueran aplastados en 1989 y 1991. Como ha presidido una economía mucho más exitosa que sus homólogos europeos y soviético, el PCC puede contar con el apoyo tácito de muchos chinos que no tienen ningún aprecio particular por él ni necesariamente creen que tenga derecho de gobernar el país a perpetuidad sin límites a su autoridad.
La indulgencia popular hacia el gobierno comunista en China tiene otra fuente: el miedo de algo peor. La historia de China en el siglo XX estuvo marcada por recurrentes periodos de violencia. Sin duda el pueblo chino desea evitar nuevos brotes de asesinato y destrucción en gran escala, y si el precio de la estabilidad es la continuación del dominio dictatorial del PCC, quizá les parezca que el precio vale la pena. Los millones que han prosperado en el cuarto de siglo de reformas -- muchos instruidos, cosmopolitas y pobladores de las ciudades de las provincias costeras del país -- tienen razones para desconfiar del resentimiento de los residentes del interior, sobre todo del ámbito rural, que son mucho más numerosos y cuyo bienestar no se ha elevado con el auge económico. Los beneficiarios pueden calcular que el gobierno del PCC los protege a ellos y a sus ganancias. Por último, el régimen puede apelar a un generalizado y potente sentimiento popular para reforzar su posición: el nacionalismo. Por ejemplo, difunde con frecuencia su aspiración a controlar Taiwán, la cual parece disfrutar de amplia popularidad en el continente.
Que China llegue a ser una democracia, cuándo y cómo, son preguntas a las cuales sólo la historia del siglo XXI puede dar respuesta. Sin embargo, es posible aventurar dos pronósticos con cierta confianza. Uno es que cuando la democracia llegue a China, si es que llega -- así como al mundo árabe y a Rusia -- , no será por esfuerzos deliberados y directos de promoción por parte de Estados Unidos. El otro es que la presión por la gobernanza democrática crecerá en el siglo XXI, al margen de lo que Estados Unidos haga o deje de hacer. Crecerá dondequiera que los gobiernos no democráticos adopten el sistema de libre mercado de organización económica. Tales regímenes adoptarán este sistema como parte de sus propios esfuerzos por promover el crecimiento económico, objetivo que los gobiernos de todo el mundo perseguirán en el futuro hasta donde la vista alcanza.