Joseph Cirincione
El mundo está adentrándose en un momento único que podría revolucionar la política nuclear global. Durante 63 años hemos vivido con la posibilidad de que se produjera una aniquilación nuclear, primero de ciudades, luego de naciones y después de todo el planeta.
Los arsenales atómicos globales se han reducido a la mitad a lo largo de los últimos 20 años, la guerra fría ha terminado, pero la amenaza de un atentado nuclear sigue siendo tan grave como siempre. Un pequeño mecanismo nuclear, similar al que se utilizó sobre Hiroshima, podría borrar del mapa una ciudad mediana. La mayoría de las armas nucleares desplegadas en la actualidad son al menos 10 veces más poderosas que la bomba que cayó sobre Hiroshima. Un ataque nuclear, ya sea por parte de un Estado o de un grupo terrorista, mataría a cientos de miles de personas, provocaría un miedo paralizador y alteraría las condiciones políticas, económicas y medioambientales de todo el planeta. Evitar cualquier uso de armas nucleares debería ser la principal prioridad de la seguridad internacional.
Tras ocho años de discordia política y de preocupaciones por los nuevos programas de armas, vuelve a haber esperanza. Cuatro tendencias convergen para crear una masa crítica que permita una reducción drástica de las armas nucleares e incluso su eliminación. La primera tendencia es el agravamiento de las amenazas nucleares existentes. Entre estas amenazas se encuentran la posibilidad de que un grupo terrorista pueda hacerse con un arma nuclear y utilizarla; los peligros de un uso accidental o no autorizado de algunas de las 26.000 armas nucleares existentes que poseen nueve naciones en la actualidad; los intentos de unos cuantos países –principalmente Irán y Corea del Norte– por desarrollar sus propias armas nucleares; y el posible descalabro del Tratado de No Proliferación (TNP) y la consiguiente cascada de proliferación en todo el mundo.
La mayor amenaza es el terrorismo nuclear. Algunos miembros del servicio secreto de Estados Unidos concluyeron en una declaración ante el Senado en febrero de 2005 que la política de Washington en Oriente Próximo ha estimulado el sentimiento antiestadounidense y que la guerra de Irak ha proporcionado a los yihadistas nuevos adeptos que “saldrán de Irak entrenados y centrados en actos de terrorismo urbano”. Después de la invasión de Irak, los atentados terroristas aumentaron en todo el mundo y Al Qaeda ganó influencia y partidarios. Así, según datos del departamento de Estado y el Centro Nacional de Antiterrorismo, en 2002 el número de incidentes terroristas internacionales “de importancia” fue de 136; 175 en 2003; y 651 en 2004.
Al mismo tiempo, las armas y los materiales se aseguran a un ritmo más lento del esperado. La cantidad de material nuclear asegurado en los dos años que siguieron al 11-S fue, en el mejor de los casos, la misma que en los dos años anteriores a los atentados, tal como recogen los estudios de Matthew Bunn y Anthony Wier (Securing the bomb 2005: the new global imperatives) y otros realizados en la Universidad de Harvard y el Consejo de Seguridad Nuclear de EE UU. Toneladas de material utilizable para fabricar armas siguen estando mal vigiladas en Rusia y en docenas de países. El director de la CIA, Porter Goss, afirmó en su declaración ante el Senado en febrero de 2005 que no podía asegurar al pueblo estadounidense que parte del material que faltaba de los emplazamientos nucleares rusos no hubiera llegado a manos terroristas.
Si seguimos como hasta ahora, será sólo cuestión de tiempo que la demanda terrorista se encuentre con la oferta nuclear. El ex secretario de Defensa William Perry afirmaba en 2005: “Nunca he tenido más miedo a una explosión nuclear que ahora mismo […] Hay una probabilidad superior al 50 por cien de que se produzca un ataque nuclear sobre objetivos estadounidenses en el transcurso de una década”.
También existe el riesgo derivado de las miles de armas existentes. La guerra fría ha terminado, pero las armas desarrolladas en ese periodo permanecen, al igual que los planteamientos de la guerra fría que hacen que miles de ellas estén en alerta inmediata, preparadas para ser lanzadas en menos de 15 minutos. En enero de 2008, el arsenal estadounidense contaba con cerca de 10.000 armas nucleares; unas 3.600 están desplegadas en misiles balísticos intercontinentales Minuteman; en una flota de 12 submarinos nucleares Trident que patrullan el Pacífico, el Atlántico y el Ártico; y en los bombarderos B-2 de largo alcance. Rusia tiene un mínimo de 14.000 armas, con 3.100 en sus misiles SS-18, SS-19, SS-24 y SS-27, en 11 submarinos nucleares Delta que llevan a cabo patrullas limitadas con las flotas del Norte y del Pacífico desde tres bases navales y en bombarderos Bear y Blackjack.
Aunque la Unión Soviética se desmoronó en 1991 y el presidente de EE UU y el de Rusia se consideran amigos, Washington y Moscú siguen manteniendo y modernizando sus ingentes arsenales nucleares. En julio de 2007, justo antes de que el presidente ruso Vladimir Putin se fuera de vacaciones con George W. Bush a Kennebunkport (Maine), Rusia probó con éxito un nuevo misil integrado en un submarino. Este misil lleva seis cabezas nucleares y tiene un alcance de 9.650 kilómetros, es decir, que está diseñado para atacar territorio estadounidense, incluido, casi con seguridad, objetivos en el Estado de Maine donde veraneaban los presidentes. Por su parte, la administración Bush aprobó planes para producir nuevos tipos de armas, empezar a desarrollar una nueva generación de misiles, submarinos y bombarderos nucleares y ampliar el complejo de armas nucleares estadounidense para producir miles de nuevas cabezas si fuera necesario.
Pese a la importancia de la decisión tomada conjuntamente en 1994 por los presidentes Bill Clinton y Boris Yeltsin de no seguir poniéndose el uno al otro en el punto de mira de sus armas, la declaración tuvo pocas consecuencias prácticas. Las coordenadas de los objetivos se pueden cargar en los sistemas de guía de una cabeza nuclear en cuestión de minutos. Las cabezas nucleares se quedan en los misiles en un estado de alerta elevado, similar al que mantuvieron en los momentos más tensos de la guerra fría.
Esto incrementa enormemente el riesgo de un lanzamiento no autorizado o accidental. Como no se ha incluido un tiempo de precaución en el proceso de toma de decisiones de cada Estado, este nivel extremo de disponibilidad aumenta la posibilidad de que uno de los presidentes pueda ordenar de forma prematura un ataque nuclear a partir de información secreta errónea.
No sorprende que otras naciones intenten imitar –a escalas más reducidas– los programas de EE UU y Rusia. Irán, con 3.500 centrifugadoras que no paran de girar en la central de Natanz, se acerca cada mes que pasa a la capacidad de enriquecer uranio para obtener combustible nuclear (o para fabricar bombas nucleares). Pero, ¿qué quiere Irán en realidad? Es probable, tal como señalaba en noviembre de 2007 la Estimación de Inteligencia Nacional (que reúne a todos los servicios secretos de EE UU) que “las decisiones de Teherán se basen en un cálculo de coste-beneficio más que en la prisa por conseguir un arma sin tener en cuenta los costes políticos, económicos y militares”. Según el informe, a Irán todavía le faltan entre cinco y diez años para tener la capacidad de fabricar material para una bomba nuclear.
Aun así, los temores que despierta la amenaza de un Irán nuclear no se calmarán fácilmente. Las posturas agresivas adoptadas por varios líderes mundiales durante el verano de 2008 no han mejorado la situación. Las amenazas de emplear la fuerza no han disuadido a Irán y, de hecho, el programa se aceleró después de que EE UU invadiera Irak, y muchos en Irán utilizan esa guerra como prueba de que no se puede confiar en las naciones occidentales, en concreto en EE UU.
Lo que funcionaría con Irán es lo mismo que ha funcionado para reducir otras dos amenazas en los últimos cinco años: las negociaciones directas. En 2003, Libia concluyó años de negociaciones para llegar a un acuerdo con EE UU y Reino Unido para poner fin a su programa nuclear. A cambio de garantías de seguridad y de incentivos económicos, el líder libio, Muammar el Gaddafi, puso fin a toda la investigación armamentística y ahora mantiene unas relaciones diplomáticas normales con la mayoría de los países. Una estrategia similar está funcionando con Corea del Norte, que probó un misil en 2006. Después de cinco años de políticas que intentaron –sin éxito– coaccionar a Pyongyang, la administración Bush cambió acertadamente de rumbo y empezó a negociar directamente con Corea del Norte a través del grupo de los seis (China, Japón, Rusia, EE UU, Corea del Sur y Corea del Norte). La nueva estrategia ha funcionado, y el país está destruyendo partes de su reactor para producir plutonio en lugar de detonar bombas atómicas.
El acuerdo no es perfecto y, probablemente, pasarán años hasta conseguir un informe completo de todo el inventario y de las exportaciones de Corea del Norte y desarmar el país, pero la dirección es la correcta. La amenaza de Corea del Norte se está reduciendo en vez de aumentar. Pero no es una cuestión que afecte únicamente a los “Estados rebeldes”.
De hecho, es posible que el mayor peligro provenga no de un adversario, sino de un aliado. La crisis política en Pakistán a finales de 2007 puso de relieve el peligro nuclear más inminente. Con un gobierno inestable, un militar impopular en la presidencia del país, material suficiente para fabricar entre 60 y 100 bombas atómicas, fuertes influencias fundamentalistas islámicas en el territorio y grupos islámicos armados –incluido Al Qaeda– dentro de sus fronteras, Pakistán podría convertirse en el país más peligroso de la Tierra.
El ejército pakistaní controla las armas y el material nuclear por ahora, pero un aumento en la inestabilidad podría dividir al ejército o “distraer” a los soldados que vigilan el material armamentístico, lo que podría provocar un ataque. Es en Pakistán –y no en Irak ni en Irán– donde Osama bin Laden tendría más probabilidades de hacerse con un arma nuclear.
Una política fallida
La segunda tendencia es el hecho de que los expertos, los estrategas y la opinión pública reconocen que las políticas recientes de EE UU han aumentado los peligros nucleares. El eje de la política de Bush era mantener la supremacía de EE UU con un arsenal nuclear reducido pero todavía grande, nuevas armas nucleares (como el “revientabúnquer nuclear” o la astutamente llamada “cabeza nuclear fiable de repuesto”), el rechazo de los tratados que limitan la libertad de acción de EE UU y la acción militar preventiva contra Estados hostiles. Pero las amenazas nucleares se multiplicaron a medida que se evaporaba la confianza en el liderazgo estadounidense.
La estrategia de no proliferación de EE UU y sus aliados de 1945 a 2000 tuvo éxito en general. Ocho Estados adquirieron armas nucleares, pero ninguna se utilizó, a pesar de que hubiera situaciones como la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, y los incidentes en Kargil de 1999 y 2001 entre India y Pakistán que amenazaban con desatar una guerra nuclear. A pesar del éxito general de la estrategia de no proliferación de EE UU, recibió duras críticas en el periodo previo a las elecciones presidenciales de 2000. Desde el punto de vista de sus detractores, los 183 países que carecían de armas nucleares quedaban eclipsados por unas pocas naciones que estaban intentando conseguirlas.
Defendían una estrategia más contenciosa con estos Estados e insinuaban que el planteamiento que había contribuido a controlar la proliferación nuclear ya no era práctico ni útil. Cuando Bush llegó a la presidencia en 2000, se rodeó de docenas de funcionarios que consideraban que la tediosa diplomacia y los tratados internacionales no eran lo mejor para la seguridad de EE UU. Entre los tratados que se descartaron estaban el Tratado de Prohibición Total de Ensayos Nucleares (CTBT, en sus siglas en inglés), el Tratado sobre Misiles Antibalísticos, el Tratado sobre Minas Terrestres y, más recientemente, una prohibición internacional de las bombas de racimo.
Los responsables del gobierno Bush sostenían que los tratados y las prohibiciones de armas restringirían innecesariamente al ejército estadounidense y debilitarían su capacidad para mantener el orden global. Afirmaban que era imposible verificar tratados como la Convención sobre Armas Químicas y la Convención sobre Armas Biológicas, y que no estaban consiguiendo evitar ni la fabricación ni la distribución de armas químicas y biológicas. Además, los neoconservadores que asumieron el control de la administración Bush alimentaron un miedo que se desató a raíz del 11-S, e insistían en presentar a EE UU como la víctima de grupos y naciones empeñados en poner al país de rodillas.
La estrategia preferida de Bush era el cambio de régimen. El poder y el juicio estadounidenses servirían como sustituto de los tratados internacionales y de la diplomacia multilateral. El vicepresidente, Dick Cheney, afirmó: “No negociamos con el mal; lo derrotamos”. En lugar de considerar toda proliferación como algo problemático, el gobierno sostenía que había una proliferación buena y otra mala. Aunque aceptaban que India y Pakistán tuvieran armas nucleares, los programas en naciones posiblemente hostiles se calificaban de inmediato de amenazas graves. Los primeros obtenían acuerdos comerciales, y los segundos serían eliminados.
La amenaza que representaban estos pocos Estados y la posibilidad de que transfirieran la tecnología a terroristas era el grito de guerra. Ex presidentes como Clinton se referían a la amenaza “de la proliferación de armas nucleares, biológicas y químicas”, pero Bush cambió la semántica y todo el alcance de la no proliferación cuando dijo: “El mayor peligro al que se enfrentan EE UU y el mundo son los regímenes ilícitos que pretenden conseguir y poseen armas nucleares, químicas y biológicas”. Cambió el centro de atención del “qué” al “quién”. Ya se habían sentado los cimientos para la “guerra preventiva”. La guerra de Irak fue la primera aplicación práctica de esta estrategia radical de cambio de régimen. Resultó que estaba llena de fallos y tuvo unas consecuencias nefastas.
Bush afirmó que Irak estaba produciendo armas nucleares, químicas y biológicas y que pretendía usarlas y/o transferirlas a grupos terroristas. La guerra comenzó en marzo de 2003. Después de los primeros meses, empezaron a extenderse por Washington voces que hablaban de pasar a Teherán, Damasco e incluso Pyongyang. La insurgencia iraquí paralizó la reconstrucción y puso de manifiesto la falta de previsión en la planificación previa a la guerra. El cambio de régimen como herramienta de la no proliferación resultó ser cara, difícil de manejar e impredecible. Era evidente que la guerra no había conseguido su principal objetivo, asegurar armas no convencionales, y que este fracaso se debía al hecho de que en Irak no había programas de armas nucleares, químicas o biológicas en marcha. El gobierno acabó admitiéndolo a finales de 2004.
Cinco años después sigue habiendo tropas estadounidenses en Irak, la guerra de Afganistán no marcha bien, Bin Laden sigue en libertad y el apoyo de la opinión pública para seguir en Irak flaquea. El 60 por cien de los estadounidenses considera que la guerra fue un error, el 80 por cien cree que su país está siguiendo el camino equivocado y la popularidad del presidente Bush ha caído en picado a un mínimo histórico de tan sólo el 23 por cien, según diversos sondeos de abril y julio pasados.
La mayoría de los expertos está de acuerdo. En el plano global, las amenazas terroristas han aumentado, al tiempo que se han abandonado los programas para asegurar las armas nucleares no controladas. El rechazo y la negligencia frente a los tratados internacionales han debilitado la seguridad y la legitimidad de EE UU. En la actualidad, la mayor parte de los problemas en torno a la proliferación que heredó el gobierno han empeorado. La doctrina de cambio de régimen de Bush está muerta.
Un llamamiento al desarme
La siguiente tendencia nació como respuesta a las políticas fallidas de la guerra preventiva. Cada vez hay más voces que piden una nueva campaña a favor de la eliminación total de las armas nucleares. Lo que resulta aún más alentador es que estos llamamientos no provienen sólo de la izquierda, sino de la propia élite de seguridad estadounidense. Las voces que más se oyen en la apelación bipartidista son las de George Schultz y Henry Kissinger, ex secretarios de Estado, ambos republicanos, así como de William Perry, ex secretario de Defensa, y Sam Nunn, ex presidente del Comité de Servicios Armados del Senado, ambos demócratas. Estos veteranos de la guerra fría presentaron su plan en favor de un mundo sin armas nucleares en dos artículos de opinión en The Wall Street Journal en enero de 2007 y enero de 2008.
Todos ellos proponen una serie de pasos prácticos hacia la eliminación, entre los que se encuentran reducir radicalmente los arsenales nucleares de EE UU y de Rusia, prohibir completamente los ensayos de todo tipo de material explosivo, asegurar con rapidez todo el material para evitar el terrorismo nuclear y retirar la alerta inmediata de los misiles estadounidenses y rusos, de modo que un presidente tenga más de 15 minutos para decidir si debe iniciar el Apocalipsis o no.
Estos ex funcionarios, apoyados por antiguos miembros de gabinetes republicanos y demócratas de gobiernos que se remontan hasta el del presidente Richard Nixon, reconocen que la estrategia actual no ha funcionado.
Esta es una de las razones por las que realistas como Kissinger han llegado a la conclusión de que debemos transformar “el objetivo de un mundo sin armas nucleares en una empresa práctica entre las naciones”. Este paso inauguró un espacio político para que otros se inclinaran por una agenda de seguridad más progresista. Después de que Perry, Schultz, Kissinger y Nunn realizaran este histórico llamamiento, hubo otros que acomodaron su paso al de los nuevos generales del control de armamentos. Cerca del 70 por cien de los hombres y mujeres que han ejercido el puesto de secretario de Estado, de Defensa o de asesor de Seguridad Nacional y que siguen con vida están hoy a favor de la eliminación total de las armas nucleares.
Cuando desempeñaban su cargo, todos y cada uno de estos responsables defendían la fabricación y el despliegue de armas nucleares. Ahora ponen en tela de juicio la necesidad militar de las 10.000 armas en EE UU, 14.000 en Rusia y las 1.000 que existen en conjunto en otros siete países. Esta política está en sintonía con los deseos del pueblo estadounidense, ya que, según las encuestas, el 70 por cien está a favor de la eliminación de las armas nucleares.
Ninguno de estos expertos en seguridad cree que la tarea de la eliminación vaya a ser fácil. Tiene que estar minuciosamente orquestada y exigirá la cooperación de todas las naciones, pero consideran que es una batalla que merece la pena librar. No son los únicos. Docenas de instituciones de investigación, grupos de defensa y fundaciones están estudiando o defienden la transformación completa del régimen nuclear global, como, por ejemplo, el International Institute for Strategic Studies, el Council on Foreign Relations, el Monterey Institute for International Studies y la Federation for American Scientists.
Las estrellas y los líderes se alinean
La última tendencia –y probablemente la más importante– son los cambios radicales en el liderazgo de las principales naciones del mundo. En 2009, cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, siete miembros del G-8 y una serie de Estados con un peso internacional destacado habrán nombrado a nuevos presidentes y a primeros ministros en los últimos dos años. Entre ellos: Australia, Chile, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Japón, Pakistán, Rusia, Corea del Sur, EE UU y, posiblemente, Israel e Irán.
El nuevo primer ministro británico, Gordon Brown, prometió: “Estaremos al frente de la campaña internacional para acelerar el desarme entre los Estados que poseen armas nucleares, para evitar la proliferación (…) y para lograr en última instancia un mundo en el que no haya armas nucleares”.
En EE UU, el candidato republicano a la presidencia, John McCain, hizo un llamamiento para que su país “trabajara para reducir los arsenales nucleares en todo el mundo, empezando por el nuestro”. El candidato demócrata, Barack Obama, declaró que “EE UU aspira a un mundo en el que no haya armas nucleares”.
Obama tiene el plan más completo, basado en parte en el trabajo que ha llevado a cabo con el senador republicano por Indiana, Richard Lugar, y las leyes que introdujo junto con el senador republicano por Nebraska, Check Hagel, (resolución del Senado 1977). Según este plan, EE UU aseguraría todo el material nuclear en los 50 países que lo tienen y negociaría fuertes reducciones en los arsenales estadounidenses y rusos. También defiende la eliminación de todo el material nuclear en esos 50 países durante su primer mandato como presidente, así como la negociación de una prohibición mundial verificable de la producción de material fisible. EE UU crearía un banco internacional de combustible nuclear, aumentaría la financiación para las inspecciones y las garantías del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) e intentaría conseguir una prohibición mundial de los misiles de alcance intermedio. Finalmente, la legislación hace un llamamiento para poner las armas en alertas “impulsivas” que permitirían su lanzamiento en el transcurso de 15 minutos.
Próximos pasos
Para aprovechar este momento, los nuevos líderes mundiales podrían convertir en prioridad los primeros cuatro pasos para la reducción y la eliminación de las armas nucleares:
1.– Asegurar el material y las armas nucleares sin control. La clave para poseer armas nucleares es el material fisible. Un grupo terrorista podría tener la mejor ayuda técnica del mundo, pero sin plutonio ni uranio altamente enriquecido no podrá obtener un arma nuclear. Una vez que se adquiere el material, es sólo cuestión de tiempo que un grupo terrorista encuentre a científicos dispuestos a ayudarles a construir el arma y entregársela.
Obtener material fisible no es tarea fácil, pero hay problemas de seguridad en los Estados de la antigua URSS, en Pakistán y en muchas otras naciones con una seguridad laxa en docenas de emplazamientos nucleares civiles. De hecho, hay más de 40 países con reservas de material nuclear que podrían ser objetivos principales de amenazas. Los programas de cooperación para reducir este riesgo han sido eficaces a la hora de localizar y proteger dicho material, pero hay que ampliar el programa de forma inmediata.
Todas las naciones tienen que participar en la aceleración del proceso para garantizar que los grupos y los Estados rebeldes no lleguen antes a este material esencial. Con el apoyo adecuado por parte de los líderes mundiales, esto se podría llevar a cabo en cuatro años.
Además de asegurar y eliminar el material, el mundo debe unirse en un esfuerzo intenso para erradicar el tráfico nuclear. La red del científico pakistaní Abdul Qadeer Khan sigue diseminando secretos y reservas nucleares. En 2003 se descubrió que Khan, el “padre” de la bomba pakistaní, traficaba con secretos nucleares y, a pesar de la indignación internacional, fue indultado y quedó bajo arresto domiciliario en su país. El gobierno pakistaní archivó el caso, pero en 2006 un consorcio de servicios secretos europeos informó que la red de Khan seguía traficando con sus mortíferos depósitos en el mercado negro nuclear. Dichas transferencias deberían implicar sanciones inmediatas, pero las leyes vigentes siguen sin castigar estas transgresiones.
Ya hay un marco para limitar el contrabando nuclear. La resolución 1540 del Consejo de Seguridad de la ONU alienta los esfuerzos internacionales para obstaculizar el comercio y el transporte de material y tecnología nuclear.
Debido a los costes y a las dudas sobre su eficacia, muchas naciones aún no han aplicado dicha resolución. Los países desarrollados deben dar ejemplo y proporcionar fondos para aquellos que necesitan ayuda a la hora de ejecutar las medidas de seguridad enumeradas en líneas generales en la resolución. Los Estados deberían trabajar con el OIEA para incrementar el presupuesto de la organización destinado a las inspecciones y para alcanzar un acuerdo respecto a un método que proporcione material fisible para la obtención de energía nuclear. Los Estados que firmen el protocolo adicional podrían comprar combustible para los reactores a un precio razonable en una central de combustible nuclear controlada a escala internacional. Esto reduciría drásticamente la cantidad de material fisible en peligro.
2.– Una nueva actitud frente a las armas nucleares. Todas las naciones que en la actualidad posean armas nucleares deberían participar en una revisión de su posición. EE UU llevó a cabo una revisión de este tipo al final de la guerra fría para decidir el nuevo propósito del ingente arsenal nuclear del país. Aunque modificó algunas prioridades, la revisión de 1994 no tuvo ningún cambio significativo en la política. Se realizó otra revisión en 2002 y, una vez más, no consiguió superar las políticas de la guerra fría. El próximo presidente de EE UU tendrá que revisar de nuevo las políticas estratégicas nucleares y, esta vez, el objetivo principal no debería ser disuadir a Rusia, sino impedir que otros actores obtengan armas nucleares y mitigar la posibilidad de que cualquier Estado con armas nucleares en la actualidad las use.
Los Estados que poseen armas nucleares deberían hacer lo mismo y elaborar y revelar a la opinión pública los principios generales de su política sobre armas nucleares. Deberían declarar sus inventarios y organizar inspecciones internacionales para fomentar la seguridad y la confianza. Todos los Estados deberían organizarse en torno al principio que acordaron en el TNP: la eliminación total de las armas nucleares.
3.– Ratificar el CTBT. El TNP tendrá que revisarse en 2010 y debe reforzarse con unos métodos de verificación y de sanción más duros. Pero el debate en la conferencia de revisión será encarnizado. Antes de que las naciones sin armas nucleares estén dispuestas a asumir las cargas adicionales de los controles de la exportación y los mecanismos de aplicación, exigirán que los Estados con armas nucleares cumplan sus compromisos anteriores.
Ésta es la razón por la que debería comenzar inmediatamente un plan para ratificar el CTBT. Washington firmó dicho tratado hace 10 años, pero el Senado estadounidense no lo ratificó en 1999. La mayoría de las naciones han firmado y ratificado el CTBT, pero hay países que no lo han hecho, como China, Egipto, Irán, Indonesia, Israel, India, Pakistán o Corea del Norte. La ratificación estadounidense es la clave para salir de este atolladero. China, por ejemplo, ha insinuado que se sumaría al tratado tras un voto afirmativo por parte de EE UU.
Muchas de las preocupaciones del Senado en 1999 –como, por ejemplo, si el tratado podía ser verificado y si el arsenal estadounidense era seguro y fiable si no se realizaran más pruebas se han resuelto. La red de sensores internacionales (construida en gran medida por la organización encargada de la aplicación del CTBT) puede detectar y ha detectado explosiones muy pequeñas, como el ensayo nuclear norcoreano de 2006.
Entretanto, los estudios científicos estadounidenses revelan que las armas de EE UU seguirían siendo seguras y fiables por un periodo de entre 80 y 100 años más sin necesidad de realizar nuevas pruebas. Con una preparación minuciosa y el liderazgo presidencial, el Senado podría ratificar el tratado antes de la Conferencia de Revisión del TNP de 2010, lo cual daría un enérgico impulso a todo el régimen.
4.– Reducir los arsenales. El último paso –y el más lógico– es eliminar sencillamente todas las armas que existen. Cuantas menos armas, material y componentes fisibles existan, menos probable será que los terroristas adquieran el arma que podría acabar con millones de vidas. El punto de partida son los arsenales más importantes: Rusia y EEUU.
Ambos países podrían reducir el número de armas hasta quedarse con unos pocos cientos de ellas sin perder un ápice de su seguridad nacional. Ambos podrían llegar a un acuerdo inmediato para ampliar las disposiciones de verificación del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (que está previsto que expire en 2009) y para comenzar a elaborar nuevos planes que podrían seguir reduciendo a un ritmo constante el número de armas y desembocar con el tiempo en su eliminación.
También hay que mejorar la forma de administrar y llevar la cuenta de las armas nucleares. A lo largo de 2007 se percibieron dos fallos en la seguridad nuclear estadounidense. Seis cabezas nucleares fueron transportadas en avión desde Dakota del Norte a Luisiana sin que durante 36 horas se tuviera constancia que faltaba de su emplazamiento original. Asimismo, la fuerza aérea de EE UU envió accidentalmente componentes de armas nucleares a Taiwan. Si estos fallos están teniendo lugar en el Estado con los mecanismos de orden y control más estrictos, ¿qué podría estar sucediendo en países como Rusia, Pakistán e India? Reducir y consolidar las armas nucleares mejorará su seguridad.
Por último, si los Estados que poseen armas nucleares reducen y eliminan su arsenal, debilitarán los argumentos de cualquier otra nación que pretenda adquirir su propia capacidad nuclear. Con una nueva política estadounidense y un nuevo movimiento internacional a favor de la eliminación nuclear, se intensificará la presión sobre aquellos pocos Estados que intenten conseguir seguridad o prestigio a través de nuevos programas de armamento.
Juntas, estas tendencias abren una etapa política única, pero no seguirá abierta mucho tiempo. Otros acontecimientos e intereses competirán por la atención de los líderes mundiales. Si no se aprovecha el momento, éste pasará. Los líderes mundiales tienen que saber que la eliminación verificable de las armas nucleares será difícil y costosa y que durará muchos años. Habrá obstáculos a cada paso, entre los que estará un coro previsible de cínicos que predigan su fracaso. Pero ellos también deberían saber que, a corto plazo, cualquier avance que se dé hacia la eliminación puede reducir drásticamente muchos de los peligros nucleares. Cada paso hace que el mundo esté más seguro. A la larga, estos pasos pueden proporcionar la luz que nos ayude a salir del oscuro y largo túnel nuclear.
El mundo está adentrándose en un momento único que podría revolucionar la política nuclear global. Durante 63 años hemos vivido con la posibilidad de que se produjera una aniquilación nuclear, primero de ciudades, luego de naciones y después de todo el planeta.
Los arsenales atómicos globales se han reducido a la mitad a lo largo de los últimos 20 años, la guerra fría ha terminado, pero la amenaza de un atentado nuclear sigue siendo tan grave como siempre. Un pequeño mecanismo nuclear, similar al que se utilizó sobre Hiroshima, podría borrar del mapa una ciudad mediana. La mayoría de las armas nucleares desplegadas en la actualidad son al menos 10 veces más poderosas que la bomba que cayó sobre Hiroshima. Un ataque nuclear, ya sea por parte de un Estado o de un grupo terrorista, mataría a cientos de miles de personas, provocaría un miedo paralizador y alteraría las condiciones políticas, económicas y medioambientales de todo el planeta. Evitar cualquier uso de armas nucleares debería ser la principal prioridad de la seguridad internacional.
Tras ocho años de discordia política y de preocupaciones por los nuevos programas de armas, vuelve a haber esperanza. Cuatro tendencias convergen para crear una masa crítica que permita una reducción drástica de las armas nucleares e incluso su eliminación. La primera tendencia es el agravamiento de las amenazas nucleares existentes. Entre estas amenazas se encuentran la posibilidad de que un grupo terrorista pueda hacerse con un arma nuclear y utilizarla; los peligros de un uso accidental o no autorizado de algunas de las 26.000 armas nucleares existentes que poseen nueve naciones en la actualidad; los intentos de unos cuantos países –principalmente Irán y Corea del Norte– por desarrollar sus propias armas nucleares; y el posible descalabro del Tratado de No Proliferación (TNP) y la consiguiente cascada de proliferación en todo el mundo.
La mayor amenaza es el terrorismo nuclear. Algunos miembros del servicio secreto de Estados Unidos concluyeron en una declaración ante el Senado en febrero de 2005 que la política de Washington en Oriente Próximo ha estimulado el sentimiento antiestadounidense y que la guerra de Irak ha proporcionado a los yihadistas nuevos adeptos que “saldrán de Irak entrenados y centrados en actos de terrorismo urbano”. Después de la invasión de Irak, los atentados terroristas aumentaron en todo el mundo y Al Qaeda ganó influencia y partidarios. Así, según datos del departamento de Estado y el Centro Nacional de Antiterrorismo, en 2002 el número de incidentes terroristas internacionales “de importancia” fue de 136; 175 en 2003; y 651 en 2004.
Al mismo tiempo, las armas y los materiales se aseguran a un ritmo más lento del esperado. La cantidad de material nuclear asegurado en los dos años que siguieron al 11-S fue, en el mejor de los casos, la misma que en los dos años anteriores a los atentados, tal como recogen los estudios de Matthew Bunn y Anthony Wier (Securing the bomb 2005: the new global imperatives) y otros realizados en la Universidad de Harvard y el Consejo de Seguridad Nuclear de EE UU. Toneladas de material utilizable para fabricar armas siguen estando mal vigiladas en Rusia y en docenas de países. El director de la CIA, Porter Goss, afirmó en su declaración ante el Senado en febrero de 2005 que no podía asegurar al pueblo estadounidense que parte del material que faltaba de los emplazamientos nucleares rusos no hubiera llegado a manos terroristas.
Si seguimos como hasta ahora, será sólo cuestión de tiempo que la demanda terrorista se encuentre con la oferta nuclear. El ex secretario de Defensa William Perry afirmaba en 2005: “Nunca he tenido más miedo a una explosión nuclear que ahora mismo […] Hay una probabilidad superior al 50 por cien de que se produzca un ataque nuclear sobre objetivos estadounidenses en el transcurso de una década”.
También existe el riesgo derivado de las miles de armas existentes. La guerra fría ha terminado, pero las armas desarrolladas en ese periodo permanecen, al igual que los planteamientos de la guerra fría que hacen que miles de ellas estén en alerta inmediata, preparadas para ser lanzadas en menos de 15 minutos. En enero de 2008, el arsenal estadounidense contaba con cerca de 10.000 armas nucleares; unas 3.600 están desplegadas en misiles balísticos intercontinentales Minuteman; en una flota de 12 submarinos nucleares Trident que patrullan el Pacífico, el Atlántico y el Ártico; y en los bombarderos B-2 de largo alcance. Rusia tiene un mínimo de 14.000 armas, con 3.100 en sus misiles SS-18, SS-19, SS-24 y SS-27, en 11 submarinos nucleares Delta que llevan a cabo patrullas limitadas con las flotas del Norte y del Pacífico desde tres bases navales y en bombarderos Bear y Blackjack.
Aunque la Unión Soviética se desmoronó en 1991 y el presidente de EE UU y el de Rusia se consideran amigos, Washington y Moscú siguen manteniendo y modernizando sus ingentes arsenales nucleares. En julio de 2007, justo antes de que el presidente ruso Vladimir Putin se fuera de vacaciones con George W. Bush a Kennebunkport (Maine), Rusia probó con éxito un nuevo misil integrado en un submarino. Este misil lleva seis cabezas nucleares y tiene un alcance de 9.650 kilómetros, es decir, que está diseñado para atacar territorio estadounidense, incluido, casi con seguridad, objetivos en el Estado de Maine donde veraneaban los presidentes. Por su parte, la administración Bush aprobó planes para producir nuevos tipos de armas, empezar a desarrollar una nueva generación de misiles, submarinos y bombarderos nucleares y ampliar el complejo de armas nucleares estadounidense para producir miles de nuevas cabezas si fuera necesario.
Pese a la importancia de la decisión tomada conjuntamente en 1994 por los presidentes Bill Clinton y Boris Yeltsin de no seguir poniéndose el uno al otro en el punto de mira de sus armas, la declaración tuvo pocas consecuencias prácticas. Las coordenadas de los objetivos se pueden cargar en los sistemas de guía de una cabeza nuclear en cuestión de minutos. Las cabezas nucleares se quedan en los misiles en un estado de alerta elevado, similar al que mantuvieron en los momentos más tensos de la guerra fría.
Esto incrementa enormemente el riesgo de un lanzamiento no autorizado o accidental. Como no se ha incluido un tiempo de precaución en el proceso de toma de decisiones de cada Estado, este nivel extremo de disponibilidad aumenta la posibilidad de que uno de los presidentes pueda ordenar de forma prematura un ataque nuclear a partir de información secreta errónea.
No sorprende que otras naciones intenten imitar –a escalas más reducidas– los programas de EE UU y Rusia. Irán, con 3.500 centrifugadoras que no paran de girar en la central de Natanz, se acerca cada mes que pasa a la capacidad de enriquecer uranio para obtener combustible nuclear (o para fabricar bombas nucleares). Pero, ¿qué quiere Irán en realidad? Es probable, tal como señalaba en noviembre de 2007 la Estimación de Inteligencia Nacional (que reúne a todos los servicios secretos de EE UU) que “las decisiones de Teherán se basen en un cálculo de coste-beneficio más que en la prisa por conseguir un arma sin tener en cuenta los costes políticos, económicos y militares”. Según el informe, a Irán todavía le faltan entre cinco y diez años para tener la capacidad de fabricar material para una bomba nuclear.
Aun así, los temores que despierta la amenaza de un Irán nuclear no se calmarán fácilmente. Las posturas agresivas adoptadas por varios líderes mundiales durante el verano de 2008 no han mejorado la situación. Las amenazas de emplear la fuerza no han disuadido a Irán y, de hecho, el programa se aceleró después de que EE UU invadiera Irak, y muchos en Irán utilizan esa guerra como prueba de que no se puede confiar en las naciones occidentales, en concreto en EE UU.
Lo que funcionaría con Irán es lo mismo que ha funcionado para reducir otras dos amenazas en los últimos cinco años: las negociaciones directas. En 2003, Libia concluyó años de negociaciones para llegar a un acuerdo con EE UU y Reino Unido para poner fin a su programa nuclear. A cambio de garantías de seguridad y de incentivos económicos, el líder libio, Muammar el Gaddafi, puso fin a toda la investigación armamentística y ahora mantiene unas relaciones diplomáticas normales con la mayoría de los países. Una estrategia similar está funcionando con Corea del Norte, que probó un misil en 2006. Después de cinco años de políticas que intentaron –sin éxito– coaccionar a Pyongyang, la administración Bush cambió acertadamente de rumbo y empezó a negociar directamente con Corea del Norte a través del grupo de los seis (China, Japón, Rusia, EE UU, Corea del Sur y Corea del Norte). La nueva estrategia ha funcionado, y el país está destruyendo partes de su reactor para producir plutonio en lugar de detonar bombas atómicas.
El acuerdo no es perfecto y, probablemente, pasarán años hasta conseguir un informe completo de todo el inventario y de las exportaciones de Corea del Norte y desarmar el país, pero la dirección es la correcta. La amenaza de Corea del Norte se está reduciendo en vez de aumentar. Pero no es una cuestión que afecte únicamente a los “Estados rebeldes”.
De hecho, es posible que el mayor peligro provenga no de un adversario, sino de un aliado. La crisis política en Pakistán a finales de 2007 puso de relieve el peligro nuclear más inminente. Con un gobierno inestable, un militar impopular en la presidencia del país, material suficiente para fabricar entre 60 y 100 bombas atómicas, fuertes influencias fundamentalistas islámicas en el territorio y grupos islámicos armados –incluido Al Qaeda– dentro de sus fronteras, Pakistán podría convertirse en el país más peligroso de la Tierra.
El ejército pakistaní controla las armas y el material nuclear por ahora, pero un aumento en la inestabilidad podría dividir al ejército o “distraer” a los soldados que vigilan el material armamentístico, lo que podría provocar un ataque. Es en Pakistán –y no en Irak ni en Irán– donde Osama bin Laden tendría más probabilidades de hacerse con un arma nuclear.
Una política fallida
La segunda tendencia es el hecho de que los expertos, los estrategas y la opinión pública reconocen que las políticas recientes de EE UU han aumentado los peligros nucleares. El eje de la política de Bush era mantener la supremacía de EE UU con un arsenal nuclear reducido pero todavía grande, nuevas armas nucleares (como el “revientabúnquer nuclear” o la astutamente llamada “cabeza nuclear fiable de repuesto”), el rechazo de los tratados que limitan la libertad de acción de EE UU y la acción militar preventiva contra Estados hostiles. Pero las amenazas nucleares se multiplicaron a medida que se evaporaba la confianza en el liderazgo estadounidense.
La estrategia de no proliferación de EE UU y sus aliados de 1945 a 2000 tuvo éxito en general. Ocho Estados adquirieron armas nucleares, pero ninguna se utilizó, a pesar de que hubiera situaciones como la crisis de los misiles en Cuba, en 1962, y los incidentes en Kargil de 1999 y 2001 entre India y Pakistán que amenazaban con desatar una guerra nuclear. A pesar del éxito general de la estrategia de no proliferación de EE UU, recibió duras críticas en el periodo previo a las elecciones presidenciales de 2000. Desde el punto de vista de sus detractores, los 183 países que carecían de armas nucleares quedaban eclipsados por unas pocas naciones que estaban intentando conseguirlas.
Defendían una estrategia más contenciosa con estos Estados e insinuaban que el planteamiento que había contribuido a controlar la proliferación nuclear ya no era práctico ni útil. Cuando Bush llegó a la presidencia en 2000, se rodeó de docenas de funcionarios que consideraban que la tediosa diplomacia y los tratados internacionales no eran lo mejor para la seguridad de EE UU. Entre los tratados que se descartaron estaban el Tratado de Prohibición Total de Ensayos Nucleares (CTBT, en sus siglas en inglés), el Tratado sobre Misiles Antibalísticos, el Tratado sobre Minas Terrestres y, más recientemente, una prohibición internacional de las bombas de racimo.
Los responsables del gobierno Bush sostenían que los tratados y las prohibiciones de armas restringirían innecesariamente al ejército estadounidense y debilitarían su capacidad para mantener el orden global. Afirmaban que era imposible verificar tratados como la Convención sobre Armas Químicas y la Convención sobre Armas Biológicas, y que no estaban consiguiendo evitar ni la fabricación ni la distribución de armas químicas y biológicas. Además, los neoconservadores que asumieron el control de la administración Bush alimentaron un miedo que se desató a raíz del 11-S, e insistían en presentar a EE UU como la víctima de grupos y naciones empeñados en poner al país de rodillas.
La estrategia preferida de Bush era el cambio de régimen. El poder y el juicio estadounidenses servirían como sustituto de los tratados internacionales y de la diplomacia multilateral. El vicepresidente, Dick Cheney, afirmó: “No negociamos con el mal; lo derrotamos”. En lugar de considerar toda proliferación como algo problemático, el gobierno sostenía que había una proliferación buena y otra mala. Aunque aceptaban que India y Pakistán tuvieran armas nucleares, los programas en naciones posiblemente hostiles se calificaban de inmediato de amenazas graves. Los primeros obtenían acuerdos comerciales, y los segundos serían eliminados.
La amenaza que representaban estos pocos Estados y la posibilidad de que transfirieran la tecnología a terroristas era el grito de guerra. Ex presidentes como Clinton se referían a la amenaza “de la proliferación de armas nucleares, biológicas y químicas”, pero Bush cambió la semántica y todo el alcance de la no proliferación cuando dijo: “El mayor peligro al que se enfrentan EE UU y el mundo son los regímenes ilícitos que pretenden conseguir y poseen armas nucleares, químicas y biológicas”. Cambió el centro de atención del “qué” al “quién”. Ya se habían sentado los cimientos para la “guerra preventiva”. La guerra de Irak fue la primera aplicación práctica de esta estrategia radical de cambio de régimen. Resultó que estaba llena de fallos y tuvo unas consecuencias nefastas.
Bush afirmó que Irak estaba produciendo armas nucleares, químicas y biológicas y que pretendía usarlas y/o transferirlas a grupos terroristas. La guerra comenzó en marzo de 2003. Después de los primeros meses, empezaron a extenderse por Washington voces que hablaban de pasar a Teherán, Damasco e incluso Pyongyang. La insurgencia iraquí paralizó la reconstrucción y puso de manifiesto la falta de previsión en la planificación previa a la guerra. El cambio de régimen como herramienta de la no proliferación resultó ser cara, difícil de manejar e impredecible. Era evidente que la guerra no había conseguido su principal objetivo, asegurar armas no convencionales, y que este fracaso se debía al hecho de que en Irak no había programas de armas nucleares, químicas o biológicas en marcha. El gobierno acabó admitiéndolo a finales de 2004.
Cinco años después sigue habiendo tropas estadounidenses en Irak, la guerra de Afganistán no marcha bien, Bin Laden sigue en libertad y el apoyo de la opinión pública para seguir en Irak flaquea. El 60 por cien de los estadounidenses considera que la guerra fue un error, el 80 por cien cree que su país está siguiendo el camino equivocado y la popularidad del presidente Bush ha caído en picado a un mínimo histórico de tan sólo el 23 por cien, según diversos sondeos de abril y julio pasados.
La mayoría de los expertos está de acuerdo. En el plano global, las amenazas terroristas han aumentado, al tiempo que se han abandonado los programas para asegurar las armas nucleares no controladas. El rechazo y la negligencia frente a los tratados internacionales han debilitado la seguridad y la legitimidad de EE UU. En la actualidad, la mayor parte de los problemas en torno a la proliferación que heredó el gobierno han empeorado. La doctrina de cambio de régimen de Bush está muerta.
Un llamamiento al desarme
La siguiente tendencia nació como respuesta a las políticas fallidas de la guerra preventiva. Cada vez hay más voces que piden una nueva campaña a favor de la eliminación total de las armas nucleares. Lo que resulta aún más alentador es que estos llamamientos no provienen sólo de la izquierda, sino de la propia élite de seguridad estadounidense. Las voces que más se oyen en la apelación bipartidista son las de George Schultz y Henry Kissinger, ex secretarios de Estado, ambos republicanos, así como de William Perry, ex secretario de Defensa, y Sam Nunn, ex presidente del Comité de Servicios Armados del Senado, ambos demócratas. Estos veteranos de la guerra fría presentaron su plan en favor de un mundo sin armas nucleares en dos artículos de opinión en The Wall Street Journal en enero de 2007 y enero de 2008.
Todos ellos proponen una serie de pasos prácticos hacia la eliminación, entre los que se encuentran reducir radicalmente los arsenales nucleares de EE UU y de Rusia, prohibir completamente los ensayos de todo tipo de material explosivo, asegurar con rapidez todo el material para evitar el terrorismo nuclear y retirar la alerta inmediata de los misiles estadounidenses y rusos, de modo que un presidente tenga más de 15 minutos para decidir si debe iniciar el Apocalipsis o no.
Estos ex funcionarios, apoyados por antiguos miembros de gabinetes republicanos y demócratas de gobiernos que se remontan hasta el del presidente Richard Nixon, reconocen que la estrategia actual no ha funcionado.
Esta es una de las razones por las que realistas como Kissinger han llegado a la conclusión de que debemos transformar “el objetivo de un mundo sin armas nucleares en una empresa práctica entre las naciones”. Este paso inauguró un espacio político para que otros se inclinaran por una agenda de seguridad más progresista. Después de que Perry, Schultz, Kissinger y Nunn realizaran este histórico llamamiento, hubo otros que acomodaron su paso al de los nuevos generales del control de armamentos. Cerca del 70 por cien de los hombres y mujeres que han ejercido el puesto de secretario de Estado, de Defensa o de asesor de Seguridad Nacional y que siguen con vida están hoy a favor de la eliminación total de las armas nucleares.
Cuando desempeñaban su cargo, todos y cada uno de estos responsables defendían la fabricación y el despliegue de armas nucleares. Ahora ponen en tela de juicio la necesidad militar de las 10.000 armas en EE UU, 14.000 en Rusia y las 1.000 que existen en conjunto en otros siete países. Esta política está en sintonía con los deseos del pueblo estadounidense, ya que, según las encuestas, el 70 por cien está a favor de la eliminación de las armas nucleares.
Ninguno de estos expertos en seguridad cree que la tarea de la eliminación vaya a ser fácil. Tiene que estar minuciosamente orquestada y exigirá la cooperación de todas las naciones, pero consideran que es una batalla que merece la pena librar. No son los únicos. Docenas de instituciones de investigación, grupos de defensa y fundaciones están estudiando o defienden la transformación completa del régimen nuclear global, como, por ejemplo, el International Institute for Strategic Studies, el Council on Foreign Relations, el Monterey Institute for International Studies y la Federation for American Scientists.
Las estrellas y los líderes se alinean
La última tendencia –y probablemente la más importante– son los cambios radicales en el liderazgo de las principales naciones del mundo. En 2009, cuatro de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, siete miembros del G-8 y una serie de Estados con un peso internacional destacado habrán nombrado a nuevos presidentes y a primeros ministros en los últimos dos años. Entre ellos: Australia, Chile, Francia, Alemania, Reino Unido, Italia, Japón, Pakistán, Rusia, Corea del Sur, EE UU y, posiblemente, Israel e Irán.
El nuevo primer ministro británico, Gordon Brown, prometió: “Estaremos al frente de la campaña internacional para acelerar el desarme entre los Estados que poseen armas nucleares, para evitar la proliferación (…) y para lograr en última instancia un mundo en el que no haya armas nucleares”.
En EE UU, el candidato republicano a la presidencia, John McCain, hizo un llamamiento para que su país “trabajara para reducir los arsenales nucleares en todo el mundo, empezando por el nuestro”. El candidato demócrata, Barack Obama, declaró que “EE UU aspira a un mundo en el que no haya armas nucleares”.
Obama tiene el plan más completo, basado en parte en el trabajo que ha llevado a cabo con el senador republicano por Indiana, Richard Lugar, y las leyes que introdujo junto con el senador republicano por Nebraska, Check Hagel, (resolución del Senado 1977). Según este plan, EE UU aseguraría todo el material nuclear en los 50 países que lo tienen y negociaría fuertes reducciones en los arsenales estadounidenses y rusos. También defiende la eliminación de todo el material nuclear en esos 50 países durante su primer mandato como presidente, así como la negociación de una prohibición mundial verificable de la producción de material fisible. EE UU crearía un banco internacional de combustible nuclear, aumentaría la financiación para las inspecciones y las garantías del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA) e intentaría conseguir una prohibición mundial de los misiles de alcance intermedio. Finalmente, la legislación hace un llamamiento para poner las armas en alertas “impulsivas” que permitirían su lanzamiento en el transcurso de 15 minutos.
Próximos pasos
Para aprovechar este momento, los nuevos líderes mundiales podrían convertir en prioridad los primeros cuatro pasos para la reducción y la eliminación de las armas nucleares:
1.– Asegurar el material y las armas nucleares sin control. La clave para poseer armas nucleares es el material fisible. Un grupo terrorista podría tener la mejor ayuda técnica del mundo, pero sin plutonio ni uranio altamente enriquecido no podrá obtener un arma nuclear. Una vez que se adquiere el material, es sólo cuestión de tiempo que un grupo terrorista encuentre a científicos dispuestos a ayudarles a construir el arma y entregársela.
Obtener material fisible no es tarea fácil, pero hay problemas de seguridad en los Estados de la antigua URSS, en Pakistán y en muchas otras naciones con una seguridad laxa en docenas de emplazamientos nucleares civiles. De hecho, hay más de 40 países con reservas de material nuclear que podrían ser objetivos principales de amenazas. Los programas de cooperación para reducir este riesgo han sido eficaces a la hora de localizar y proteger dicho material, pero hay que ampliar el programa de forma inmediata.
Todas las naciones tienen que participar en la aceleración del proceso para garantizar que los grupos y los Estados rebeldes no lleguen antes a este material esencial. Con el apoyo adecuado por parte de los líderes mundiales, esto se podría llevar a cabo en cuatro años.
Además de asegurar y eliminar el material, el mundo debe unirse en un esfuerzo intenso para erradicar el tráfico nuclear. La red del científico pakistaní Abdul Qadeer Khan sigue diseminando secretos y reservas nucleares. En 2003 se descubrió que Khan, el “padre” de la bomba pakistaní, traficaba con secretos nucleares y, a pesar de la indignación internacional, fue indultado y quedó bajo arresto domiciliario en su país. El gobierno pakistaní archivó el caso, pero en 2006 un consorcio de servicios secretos europeos informó que la red de Khan seguía traficando con sus mortíferos depósitos en el mercado negro nuclear. Dichas transferencias deberían implicar sanciones inmediatas, pero las leyes vigentes siguen sin castigar estas transgresiones.
Ya hay un marco para limitar el contrabando nuclear. La resolución 1540 del Consejo de Seguridad de la ONU alienta los esfuerzos internacionales para obstaculizar el comercio y el transporte de material y tecnología nuclear.
Debido a los costes y a las dudas sobre su eficacia, muchas naciones aún no han aplicado dicha resolución. Los países desarrollados deben dar ejemplo y proporcionar fondos para aquellos que necesitan ayuda a la hora de ejecutar las medidas de seguridad enumeradas en líneas generales en la resolución. Los Estados deberían trabajar con el OIEA para incrementar el presupuesto de la organización destinado a las inspecciones y para alcanzar un acuerdo respecto a un método que proporcione material fisible para la obtención de energía nuclear. Los Estados que firmen el protocolo adicional podrían comprar combustible para los reactores a un precio razonable en una central de combustible nuclear controlada a escala internacional. Esto reduciría drásticamente la cantidad de material fisible en peligro.
2.– Una nueva actitud frente a las armas nucleares. Todas las naciones que en la actualidad posean armas nucleares deberían participar en una revisión de su posición. EE UU llevó a cabo una revisión de este tipo al final de la guerra fría para decidir el nuevo propósito del ingente arsenal nuclear del país. Aunque modificó algunas prioridades, la revisión de 1994 no tuvo ningún cambio significativo en la política. Se realizó otra revisión en 2002 y, una vez más, no consiguió superar las políticas de la guerra fría. El próximo presidente de EE UU tendrá que revisar de nuevo las políticas estratégicas nucleares y, esta vez, el objetivo principal no debería ser disuadir a Rusia, sino impedir que otros actores obtengan armas nucleares y mitigar la posibilidad de que cualquier Estado con armas nucleares en la actualidad las use.
Los Estados que poseen armas nucleares deberían hacer lo mismo y elaborar y revelar a la opinión pública los principios generales de su política sobre armas nucleares. Deberían declarar sus inventarios y organizar inspecciones internacionales para fomentar la seguridad y la confianza. Todos los Estados deberían organizarse en torno al principio que acordaron en el TNP: la eliminación total de las armas nucleares.
3.– Ratificar el CTBT. El TNP tendrá que revisarse en 2010 y debe reforzarse con unos métodos de verificación y de sanción más duros. Pero el debate en la conferencia de revisión será encarnizado. Antes de que las naciones sin armas nucleares estén dispuestas a asumir las cargas adicionales de los controles de la exportación y los mecanismos de aplicación, exigirán que los Estados con armas nucleares cumplan sus compromisos anteriores.
Ésta es la razón por la que debería comenzar inmediatamente un plan para ratificar el CTBT. Washington firmó dicho tratado hace 10 años, pero el Senado estadounidense no lo ratificó en 1999. La mayoría de las naciones han firmado y ratificado el CTBT, pero hay países que no lo han hecho, como China, Egipto, Irán, Indonesia, Israel, India, Pakistán o Corea del Norte. La ratificación estadounidense es la clave para salir de este atolladero. China, por ejemplo, ha insinuado que se sumaría al tratado tras un voto afirmativo por parte de EE UU.
Muchas de las preocupaciones del Senado en 1999 –como, por ejemplo, si el tratado podía ser verificado y si el arsenal estadounidense era seguro y fiable si no se realizaran más pruebas se han resuelto. La red de sensores internacionales (construida en gran medida por la organización encargada de la aplicación del CTBT) puede detectar y ha detectado explosiones muy pequeñas, como el ensayo nuclear norcoreano de 2006.
Entretanto, los estudios científicos estadounidenses revelan que las armas de EE UU seguirían siendo seguras y fiables por un periodo de entre 80 y 100 años más sin necesidad de realizar nuevas pruebas. Con una preparación minuciosa y el liderazgo presidencial, el Senado podría ratificar el tratado antes de la Conferencia de Revisión del TNP de 2010, lo cual daría un enérgico impulso a todo el régimen.
4.– Reducir los arsenales. El último paso –y el más lógico– es eliminar sencillamente todas las armas que existen. Cuantas menos armas, material y componentes fisibles existan, menos probable será que los terroristas adquieran el arma que podría acabar con millones de vidas. El punto de partida son los arsenales más importantes: Rusia y EEUU.
Ambos países podrían reducir el número de armas hasta quedarse con unos pocos cientos de ellas sin perder un ápice de su seguridad nacional. Ambos podrían llegar a un acuerdo inmediato para ampliar las disposiciones de verificación del Tratado de Reducción de Armas Estratégicas (que está previsto que expire en 2009) y para comenzar a elaborar nuevos planes que podrían seguir reduciendo a un ritmo constante el número de armas y desembocar con el tiempo en su eliminación.
También hay que mejorar la forma de administrar y llevar la cuenta de las armas nucleares. A lo largo de 2007 se percibieron dos fallos en la seguridad nuclear estadounidense. Seis cabezas nucleares fueron transportadas en avión desde Dakota del Norte a Luisiana sin que durante 36 horas se tuviera constancia que faltaba de su emplazamiento original. Asimismo, la fuerza aérea de EE UU envió accidentalmente componentes de armas nucleares a Taiwan. Si estos fallos están teniendo lugar en el Estado con los mecanismos de orden y control más estrictos, ¿qué podría estar sucediendo en países como Rusia, Pakistán e India? Reducir y consolidar las armas nucleares mejorará su seguridad.
Por último, si los Estados que poseen armas nucleares reducen y eliminan su arsenal, debilitarán los argumentos de cualquier otra nación que pretenda adquirir su propia capacidad nuclear. Con una nueva política estadounidense y un nuevo movimiento internacional a favor de la eliminación nuclear, se intensificará la presión sobre aquellos pocos Estados que intenten conseguir seguridad o prestigio a través de nuevos programas de armamento.
Juntas, estas tendencias abren una etapa política única, pero no seguirá abierta mucho tiempo. Otros acontecimientos e intereses competirán por la atención de los líderes mundiales. Si no se aprovecha el momento, éste pasará. Los líderes mundiales tienen que saber que la eliminación verificable de las armas nucleares será difícil y costosa y que durará muchos años. Habrá obstáculos a cada paso, entre los que estará un coro previsible de cínicos que predigan su fracaso. Pero ellos también deberían saber que, a corto plazo, cualquier avance que se dé hacia la eliminación puede reducir drásticamente muchos de los peligros nucleares. Cada paso hace que el mundo esté más seguro. A la larga, estos pasos pueden proporcionar la luz que nos ayude a salir del oscuro y largo túnel nuclear.