29 de septiembre de 2008

FIN DE UNA ÉPOCA, FIN DE UN SIGLO


Miguel Ángel Vecino

Diez años después de la caída del Muro de Berlín y del final de la era bipolar en las relaciones internacionales, las esperanzadoras expectativas que se anunciaron en los primeros años han quedado en entredicho. Hoy, mucho más que hace una década, la humanidad parece volcada hacia el futuro, sin prestar gran atención a la historicidad de los acontecimientos, es decir a la relatividad temporal determinada por su inclusión en un contexto histórico. Contradictoriamente, de esa mirada fija en el futuro, aún no ha surgido un marco siquiera aproximado de la nueva era.

Desde el punto de vista intelectual, la ausencia de estructuras conceptuales, la falta de perspectiva sobre el futuro de las relaciones internacionales y la carencia de una discusión abierta sobre cuáles serán los posibles escenarios, deja claramente al descubierto las consecuencias de la imprevisión del cambio ocurrido a partir de 1989.

No se puede dudar que el final de la bipolaridad abrió una nueva época en las relaciones internacionales y en la política exterior, que fue recibida con alborozo. Se partió del axioma de que, al acabarse el antagonismo entre las grandes superpotencias, el ser humano entraba en una época de paz y prosperidad. La teoría de la llamada “paz democrática”, que tanto arraigo tiene en Estados Unidos desde mediados de los años setenta (1), parecía confirmarse, como anunció el presidente Clinton en su discurso de reelección en 1996, siguiendo en ello la línea ya adoptada por el presidente Bush.

Ciertos intelectuales dieron un paso más en sus optimistas presagios y consideraron que el mundo entraba, políticamente hablando, en su último estadio evolutivo que se concretaba en la realización del sistema democrático-liberal (Fukuyama, 1992) (2). Económicamente, la globalización se convertía en el continente y, al mismo tiempo, en el contenido de las nuevas relaciones económicas internacionales. En definitiva, el ser humano iniciaba una nueva era, como la caída de Constantinopla fue el comienzo de la Edad Moderna, y la Revolución Francesa de la Contemporánea. Sin embargo, los análisis hechos hasta el momento no pasan de la constatación del final de un período y de reconocer el comienzo de otro.

La mayoría de los autores se limitan a consignar que hemos entrado en una época “post...” pero sin llegar a concretar los elementos que la caracterizarán, porque con “post” se dice lo que ya no es, pero no lo que se ha llegado a ser. Es preciso constatar que, en lo que ideológicamente atañe a las relaciones internacionales y a la política exterior, estamos en un período en el que la previsión ha desaparecido para dejar el terreno dominado por interrogantes sobre el futuro. Esta carencia es debida ante todo a la falta de discusión, la cual conlleva la imposibilidad de construir una “agenda” coherente de los problemas inmediatos o a medio plazo a los que tenemos que hacer frente. Muchos de los análisis hechos no son más que justificaciones de lo ocurrido, que adolecen de una lamentable mediocridad difícilmente disimulada bajo un vocabulario tan grandilocuente como huero.

De ellos es preciso colegir que hoy vivimos un momento en que sólo hay relaciones internacionales; la política exterior está ausente tanto teórica como prácticamente. A la desaparición del panorama político de los últimos grandes líderes se ha unido una incapacidad manifiesta de los hacedores de la política exterior para preparar un marco de prospectiva y análisis, de forma que en la actualidad los estados gesticulan, amagan, representan, hablan, pero no actúan porque les falta estrategia. En otras palabras, carecen de política exterior. Para que ésta exista se necesita ante todo una planificación, unas metas identificadas y un conocimiento de los actores y de los medios que intervendrán en su desarrollo.

Desde 1989 se han ido enunciando axiomas (frecuentemente presentados como realidades o descubrimientos con una muy endeble argumentación) (3), más que formulando teorías. La evolución de los acontecimientos ha demostrado que la mayoría de esos axiomas se han ido desmoronando: el “descubrimiento empírico” de la paz democrática no es tan seguro que sea la solución universal para acabar con los conflictos internacionales4; la democracia tampoco parece que sea el último estadio evolutivo de la humanidad ni menos aún que se extienda por todo el planeta como un reguero de felicidad; y finalmente, la globalización no está aportando riqueza y pleno empleo a todo el mundo. Para remediar la completa desorientación sobre el escenario internacional futuro, sería necesario determinar las bases de lo que originó el nuevo período histórico, lo que han supuesto estos últimos diez años y de lo que hoy por hoy tenemos como evidencias en cuanto al próximo futuro.

Origen de un colapso, fin de una época

Cuando Mijaíl Gorbachov fue elegido séptimo secretario general del Comité Central del PCUS (Partido Comunista de la Unión Soviética) nadie pudo prever el cambio radical que se operaría en ese país causando el hundimiento de su imperio y el fin del sistema internacional existente desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. No vamos a tratar aquí de las causas de ese colapso, sobre las que se han escrito y se escriben miles de libros eruditos, tanto referidos al caso soviético como al de sus satélites.

Constataremos solamente un hecho pero que da la pauta para comprender lo ocurrido después: la imprevisión y celeridad del hundimiento de la Unión Soviética y su zona de influencia. No sólo no hubo prácticamente ningún tratadista que previese el repentino final de ese sistema, sino que los estudios occidentales de los tiempos inmediatamente anteriores a 1989 le auguraban una larga existencia. Esto fue debido a una doble razón: por un lado, a la ignorancia sobre la realidad de la Unión Soviética y, por otro, a que Occidente terminó creyendo su propia propaganda sobre el peligro comunista, haciendo la amenaza más terrible de lo que en realidad era. Tanto la imprevisión como la celeridad impidieron que se pudiese tener un marco de referencia que ofreciese una política exterior alternativa y de ahí la cantidad de errores cometidos en los primeros años posteriores a 1989 y de promesas hechas a la ligera sin calibrar las consecuencias.

No ha sido suficientemente señalado el hecho de que fue la primera vez en la historia de la humanidad, en que un sistema político se derrumbó sin que sufriese un ataque directo por parte de otro sistema que pretendía sustituirlo. El régimen soviético no estaba sufriendo en la década de los ochenta una presiones especialmente duras por parte de Estados Unidos. Cayó como resultado de la inviabilidad acumulada durante siete décadas de existencia, por la irracionalidad teórica y práctica del propio sistema, que habían carcomido las estructuras del régimen hasta tal punto que el más mínimo movimiento de reforma precipitó toda el entramado hacia el desastre.
No podía hablarse en aquellos años de un enfrentamiento abierto entre las dos superpotencias, las cuales habían demostrado a lo largo de las crisis que habían ocurrido durante las décadas de condominio planetario, su adaptación al sistema establecido, el cual ninguna de las dos ni deseaba ni podía cambiar: “En octubre de 1953, el Consejo de Seguridad Nacional de Estados Unidos había aceptado en privado que los estados satélites de la Europa oriental ‘sólo podían ser liberados por una guerra general o por los propios rusos’. Como observa enigmáticamente Barlett, ‘nada de esto era posible’” (Kennedy, 1989). Ese contentamiento con el statu quo tuvo una ilustración significativa en la oposición que tanto Moscú como Washington hicieron al llamado eurocomunismo, por cuanto éste pretendía proponerse como vía intermedia entre el totalitarismo soviético y el capitalismo occidental, poniendo en peligro el esquema bipolar.

Por lo repentino del cambio, las relaciones internacionales se encontraron de la noche a la mañana privadas de las estructuras propias de un sistema: el bipolar, que había expirado dejando el terreno libre por abandono del enemigo a la hegemonía de la superpotencia superviviente, Estados Unidos.

Intentos de creación de una teoría explicativa del cambio: del recurso a la historia, al “pensamiento único”

En un primer momento ese vacío estructural se quiso llenar mediante una transposición de épocas precedentes: algunos historiadores, como Zbigniew Brzezinksi, lo compararon con el período subsiguiente a las revoluciones de 1848; otros con el período previo a la Primera Guerra Mundial; un tercer grupo, al período de entreguerras. Hasta un cierto punto, todas esas comparaciones se apoyan en similitudes reales (movimiento nacionalista, falta de un sistema universalmente reconocido en las relaciones internacionales, agudizamiento de los enfrentamientos, etc.) pero ninguna de ellas encajaba plenamente en la nueva situación creada, porque precisamente todo lo que esas situaciones tenían en común, que no se daba en la presente, era que el sistema internacional sobrevivía con retoques (en el caso de 1848), que se quería cambiar el sistema en favor de uno de los actores (período previo a la Primera Guerra Mundial) o se estaba creando sobre las bases de una victoria en una guerra (período de entreguerras). Además, en todos esos casos no había surgido un único poder que eventualmente tuviese bajo su hegemonía a todo el planeta.

Así, los ejemplos históricos servían como referencias para un estudio, pero no como modelo para el marco actual, por lo que a partir de 1989 los estados se encontraron frente a una serie de datos sin comparación con otros anteriores. El recurso de la historia fue abandonado relativamente pronto para recurrir a una utilización interesada de ciertos acontecimientos históricos. Un paradigma de esta actitud puede ser la selección abusiva y tergiversada llevada a cabo por los partidarios de la “paz democrática”, utilización anterior a 1989 pero que se agudizó a partir de ese momento.

Sin embargo, ante la imposibilidad de explicar y justificar válidamente los acontecimientos que se solapaban a una velocidad vertiginosa, se recurrió a una estrategia de evidentes caracteres totalitarios que Jean-François Kahn denominó “pensamiento único”: “la visión, cada vez más unívoca, que se nos propone –o que se nos impone– de lo que ocurre en el mundo desde el hundimiento del comunismo” (Kahn, 1995, p. 25). Este discurso unívoco sobre el mundo se basa en la absoluta necesidad de impedir una discusión amplia que ponga en tela de juicio las decisiones, frecuentemente irreflexivas, que toman los poderes constituidos, decisiones cuyas consecuencias son desconocidas o que siéndolo se teme que no serían admitidas por la mayor parte de la sociedad. El camino se ha trazado unilateralmente y el contestatario no es discutido sino desprestigiado o como dice el citado autor francés “el inconformismo se asimila a pensamiento bárbaro” (Kahn, 1995, p. 45).

Naturalmente, dado el predominio absoluto de Occidente en el mundo, ese “pensamiento único” ha supuesto la monopolización del concepto de humanidad y de valores humanos por el propio Occidente, excluyendo cualquier discusión abierta con otras civilizaciones, o la inclusión de ideas no acordes con sus intereses: “Occidente intenta y continuará intentando mantener su posición preeminente y defender sus intereses, definiéndolos con los intereses de la “comunidad mundial”. Esta definición se ha convertido en el eufemístico nombre colectivo (sustituyendo a “mundo libre”) para dar legitimidad universal a los actos que reflejan los intereses de Estados Unidos y otras potencias Occidentales”(Huntington, 1996, p. 184).

El “pensamiento único” ha impedido igualmente discutir temas capitales para el futuro de la propia Europa. Tenemos un ejemplo evidente con respecto a la construcción europea: cuando se celebró en Francia el referéndum sobre el Tratado de Maastricht, las posturas contrarias a la ratificación o incluso las que expresaban dudas sobre la oportunidad eran pública y reiteradamente denigradas cortando de raíz cualquier discusión sobre la base de que la crítica era “producto de la ignorancia del crítico”, “de la insensatez” de los que se oponen o, como se dijo en una ocasión en una radio pública francesa, “los críticos tienen la absurda pretensión de que empleemos nuestro escaso tiempo en escuchar sus estupideces”. El debate sobre la ratificación, en aquellos países en los que había una élite política o intelectual refractaria, simplemente se escamoteó y cuando esto no pudo hacerse, el referéndum arrojó un resultado negativo (como en Dinamarca) o de dudosa validez (como en Francia). Otro ejemplo, ya a nivel europeo, fue el de la moneda única: nunca un tema tan vital para la vida y la soberanía de los estados ha sido tan apañado, dirigido, censurado y finalmente aprobado sin que los ciudadanos pudiesen dar su opinión con conocimiento de causa.

Merece la pena detenerse un segundo para insistir sobre la miopía e irracionalidad de la decisión sobre el euro. No fuimos pocos los que advertimos de la inoportunidad del momento para llevar a cabo ese proyecto. No es que la idea fuese mala en sí misma, sino que conllevaba riesgos enormes cara al futuro: época de profunda inseguridad en el mundo debido a la transición que atravesaba, desigualdad entre las economías que formaban parte del proyecto, falta de sustento real de los presupuestos sobre los que se asentaba la futura moneda, etc. Fue como clamar en el desierto. Hoy vemos los resultados en la permanente depreciación del euro frente al dólar y las dificultades por las que atraviesa la construcción europea. Incluso cuando el Banco Central Europeo (BCE) decidió el 31 de agosto de 2000 volver a subir los tipos de interés hasta el 4,5%, la respuesta de los mercados financieros fue hundir el euro hasta su mínimo histórico con relación al dólar (0,8840). Es evidente que la tendencia no se invertirá hasta que los gobiernos europeos adopten una posición más realista. Pero esta subida en los tipos de interés, como las diez precedentes, no frenará la caída. Sin embargo sí frenará el crecimiento europeo, toda vez que si el BCE no quiere ver al euro despeñarse en los mercados financieros deberá continuar incrementando los tipos de interés. Además, la supuesta independencia del BCE con respecto a los gobiernos ha quedado negada por los hechos: cuando, pese al descenso de la cotización del euro, a Alemania le convenía impulsar sus exportaciones para reactivar su economía, el Banco Central no consideró oportuno aumentar las tasas de interés para no frenar la recuperación alemana (y de hecho desdeñó la depreciación cuando a gritos se le pedía ese incremento que además frenaría la creciente inflación). No obstante, cuando los síntomas de inflación comenzaron a ser preocupantes igualmente en aquel país, el BCE inició la subida de las tipos.

El predominio de una nueva ideología oficial, admitida prácticamente en todos los estados, ha eliminado en su origen la discusión libre sobre el futuro del mundo. Todos aquellos que emitían dudas sobre la validez del camino seguido han quedado reducidos a la más mínima expresión testimonial, cuando no directamente acallados, lo cual ha dejado las manos libres a las élites detentadoras de los instrumentos decisorios para imponer el camino que ellas han escogido unilateralmente, pensando exclusivamente en sus intereses a corto plazo.

La élite dirigente defiende que la rapidez con la que se suceden los acontecimientos no deja lugar a discusiones estériles y de este modo se han suprimido simple y llanamente las discusiones, estériles o no; amoldarse a las exigencias del pensamiento actual es la condición sine qua non para ser oído. Así, intentar formar un instrumento intelectual que sirva para estudiar el presente y prever los cambios proponiendo soluciones o caminos alternativos, se ha convertido en una imposibilidad práctica.

Sin embargo, es preciso sacar a relucir, siquiera como enunciado de una posible discusión, las eventuales consecuencias que traerán los acontecimientos que están teniendo lugar, para lo cual es prioritario empezar por delimitar aquellos temas que dominan el escenario internacional en estos momentos.

Características de un período de transición

Las transformaciones que estamos viviendo no son más que la preparación de un cambio radical que será el núcleo de la nueva edad histórica, que sin duda alguna se caracterizará por dos notas contrapuestas: la globalidad y la división.

Por primera vez en la historia de la humanidad, todo el planeta es política, económica e intelectualmente abarcable, lo cual no quiere decir “dominable”. Esto es lo que se ha llamado la globalización, que está fundamentada en una concepción puramente económica de la evolución histórica. Para los partidarios de la globalización, las corrientes financieras y mercantiles se han convertido en el eje del mundo gracias a las telecomunicaciones y de la mano de la globalización se llevará a todo el planeta, los valores sociales, políticos y, por supuesto, económicos occidentales. Sin embargo, esto no son más que especulaciones sobre suposiciones, porque no hay nada empíricamente demostrado ni demostrable por ahora, dado que vamos por un camino totalmente desconocido y los elementos seguros que poseemos para enjuiciarlo son únicamente los hechos que tenemos a la vista. Así, con respecto a los valores democráticos supuestamente defendidos por el nuevo orden mundial: “no existe ninguna estructura creada que asegure que ese orden será organizado de acuerdo a líneas democráticas” (Falk y Strauss, 1999).

A partir de esos valores, lo que puede constatarse que está realmente produciendo la globalización es, por un lado, una nueva división del planeta, en la que se establece una frontera entre el mundo desarrollado y el resto; y por otro, un replanteamiento dentro del mundo occidental del llamado Estado del Bienestar, que sería una frontera interna de los estados desarrollados.

La primera de esas divisiones corresponde a la exclusión de los circuitos de interés económicos de aquellas zonas que, dado su subdesarrollo, no ofrecen atractivo como lugares de inversión. Prácticamente toda África, parte de América Latina y de Asia, están en esa zona. Un reciente estudio de Barbara Stalling (directora de la División de Desarrollo económico de las Naciones Unidas) y Wilson Peres señala que “las econo- mías de América Latina y el Caribe son hoy más vulnerables debido a la globalización y a la liberalización del comercio y las finanzas, de lo que eran en el pasado” (Paff, 2000) (5).

Por lo menos a medio plazo, ese Tercer Mundo verá desvanecidas sus probabilidades de desarrollo y de mejorar su nivel de vida, el paro crecerá, las desigualdades sociales aumentarán y la dependencia del exterior desarrollado será mayor. Al ser el concepto de rentabilidad el baremo por el que se mide cualquier intervención, los estados que no contribuyan directa y sustancialmente a la riqueza global, mediante su actividad económica, no tendrán posibilidad de obtener beneficios de la globalización, y este principio es igualmente aplicable a nivel individual.

El impacto de la globalización no ha dejado de provocar un fuerte seísmo en la escala de valores que rigió el mundo hasta 1989. A través de la fuerza del pensamiento único, hoy en día muchas reivindicaciones sobre la redistribución de la riqueza mundial y el derecho de los países a disponer de sus propios recursos se han visto acalladas cuando no anuladas, sin que tampoco se pueda afirmar que se les haya atacado directamente.

La ayuda a los países menos desarrollados no aparece ya en portada como elemento esencial de la actividad exterior de los estados más desarrollados, y si bien las peticiones de porcentajes del PIB que deben destinarse a ayuda al Tercer Mundo no han desaparecido, los gobiernos de la mayoría de los estados industrializados no cumplen con las promesas hechas anteriormente.

La segunda de las fronteras a las que me he referido tiene una connotación propia a los países industrializados. Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la presencia de la Unión Soviética y su supuesta intención de dominar el mundo alentando los movimientos revolucionarios6, indujo a un cambio de perspectiva en la concepción demócrata-liberal de las obligaciones del Estado. El sistema puramente capitalista fue cediendo ante las presiones de los sindicatos y partidos de izquierda, en favor de una redistribución de la riqueza que evitase a grandes sectores de la sociedad tener que apoyar la revolución soviética para poder vivir dignamente. Se creó así un Estado intervencionista, principalmente en Europa Occidental, que se hacía cargo de una serie de prestaciones sociales (como la seguridad social, el seguro del desempleo, la creación de puestos de trabajo, etc.) y además se atrevía a nacionalizar aquellas empresas que se consideraban de especial interés o necesidad para el conjunto de la nación.

Objetivamente hablando, éste fue un ataque directo al capitalismo como sistema económico, que quedó deformado en mayor o menor medida. Sin embargo, dado que la restauración del sistema capitalista en su estado puro podría causar un desastre mayor, se aceptó la deformación a cambio de no tener que hacer frente a una revolución social presumiblemente sustentada por el enemigo soviético. La consecución del pleno empleo, la lucha contra la pobreza, y el bienestar de la mayor parte de la población se convirtieron en ejes de la política económica de muchos gobiernos occidentales, aunque fuese siguiendo una política keynesiana que podía a largo plazo conducir a graves turbulencias económicas.

Los imperativos de la relación de fuerzas en el exterior se imponían sobre las consideraciones económicas. Estados Unidos se mantuvo aislado de esa corriente por las profundas diferencias económicas, sociales, ideológicas y políticas con respecto a Europa. Para Europa, la conflictividad social era una cuestión histórica; para Estados Unidos, un problema que podía solucionarse mediante los mecanismos intrínsecos a su propio sistema. Lo que ha cambiado ahora es precisamente esa necesidad de frenar la revolución social sustentada desde el exterior.

El fin del régimen comunista ha significado una desbandada ideológica, porque la columna vertebral sobre la que se sustentaba todo el entramado, la propia Unión Soviética y su sistema, se había hundido estrepitosamente: es difícil seguir creyendo en algo a lo que han renunciado los propios guardianes de la ortodoxia. La sociedad de consumo fue el gran enemigo del sistema soviético: en Occidente (como después se demostró que ocurría en los países ex comunistas) los obreros no querían derribar un Estado burgés para instaurar un Estado obrero, sino dejar de vivir ellos mismos como obreros y poder disfrutar de las ventajas de la vida burguesa.

El capitalismo de la edad de la globalización desea restablecer la puridad del sistema. La época de las grandes transferencias monetarias al Estado, vía impuestos, para redistribuir la riqueza toca a su fin; los propios sindicatos y los partidos de izquierda tienen enormes problemas para mantener unas reivindicaciones que son difícilmente sostenibles cuando hay una gran tasa de desempleo y una competencia internacional que obliga a abaratar costes para hacer frente a un desarrollo tecnológico que elimina cada vez mayor parte de mano de obra necesaria para llevar a cabo la producción. Ni los partidos de izquierda ni los sindicatos saben como resolver el problema y su inoperancia ha conllevado el descenso brutal en la sindicación en todos los países europeos y el escaso eco que suelen tener las llamadas a las grandes movilizaciones sociales.

No es que no se pueda crear empleo, sino que para crearlo es necesario que se acepten las nuevas condiciones del mercado. Si los gobiernos no quieren ver aumentado el nivel de desempleo y el cierre de fábricas tienen que aceptar las condiciones de la globalización y entre ellas está la de ayudar a las empresas a fabricar barato. Para ello, éstas necesitan pagar menos impuestos, no estar sujetas a una legislación laboral que impide o dificulta el despido, etc. Si el Estado acepta reducir los impuestos, tiene que reducir los gastos o endeudarse continuamente. Esta segunda opción queda descartada por el pensamiento económico actual dominante, por lo que la primera solución se mantiene, conduciendo a la reducción de prestaciones sociales antes aseguradas por el Estado.

Así, el individuo queda sujeto a la necesidad de amoldarse a las nuevas condiciones laborales o ir al paro del cual cada vez es más difícil salir. Los que por razones de las nuevas exigencias laborales no quieren o no pueden adaptarse a los cambios, se ven encerrados al interior de una frontera que las normas del capitalismo de la globalización ignoran, quedando desamparados a su suerte. De ahí la proliferación de organizaciones no gubernamentales cuya misión es ocupar el terreno abandonado por el antiguo Estado protector. Así, la pobreza dentro del mundo desarrollado está dejando de ser una excepción coyuntural para convertirse en una consecuencia lógica de la competencia a ultranza del más puro capitalismo.

La lucha por la influencia y la política de poder

Esta situación tiene un reflejo inmediato e innegable en las relaciones internacionales, puesto que la globalización conlleva un nuevo reparto del poder a escala mundial entre los principales actores. En el anterior sistema bipolar, los estados desarrollados occidentales respetaban ciertas prerrogativas en aquellas zonas históricamente dependientes (por ejemplo, Francia en el África francófona) y el poder o capacidad de maniobra no obedecía siempre a una relación con el poder real de cada Estado, sino que intervenían consideraciones de orden geoestratégico que falseaban la verdadera fuerza de cada uno de los actores.

Además, los posibles enfrentamientos entre ellos siempre se mantenían dentro de unos límites que en modo alguno hiciesen peligrar el conjunto de las alianzas, sobre todo en Occidente. La cohesión necesaria para hacer frente al enemigo común coartaba la libertad de acción exterior y en el caso de Alemania o Japón, su política exterior se encontraba totalmente mediatizada por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial.

El fin de la bipolaridad y la desaparición de un enemigo común reconocido y temido, ha conllevado la pretensión de todos los actores de recuperar su plena libertad de acción, buscando una nueva distribución de poder acorde a sus ambiciones y a su fuerza real. Dentro del ámbito europeo, esta nueva realidad se evidencia justamente en una contradicción: cuando la unidad de acción se veía forzada por la realidad bipolar, no existían más que los esbozos de una política exterior común, que entonces hubiera sido relativamente posible llevar a cabo; cuando desapareció el enfrentamiento entre los bloques y esa política común pudo hacerse realidad, estados como Alemania evidenciaron desde un primer momento su pretensión de tener su propia política exterior que podía no sólo divergir de la de sus socios, sino incluso contravenir las decisiones tomadas junto a los otros miembros de la Unión Europea.

Esto ocurrió con el reconocimiento unilateral por Bonn de la independencia de Eslovenia y Croacia días después de que se decidiese en una reunión de la UE que por el momento no se reconocerían a dichos estados. En la actualidad es difícil pensar en la posibilidad de que tal política común se haga realidad, pese a ciertos gestos simbólicos como el nombramiento de un encargado de la política exterior y seguridad común (el denominado Mr. Pesc) cuya labor, por lo menos hasta ahora, ha sido puramente figurativa. Ningún Estado permitirá que su política exterior sea dirigida por extraños y, además, desde el punto de vista democrático, admitirlo sería una aberración. A corto plazo y quizá también a largo plazo hay que abandonar el absurdo discurso “unionista” que por ahora sólo sirve para dejar en ridículo a ciertos políticos y desprestigiar la idea de Europa que tanto tiempo y esfuerzo ha costado forjar.

Si bien Estados Unidos es reconocido como la única superpotencia, su triunfo no se ha traducido ni se traducirá en un interés por todo el planeta. Durante la época bipolar, por el elemental principio de que quien no estaba en la propia zona de influencia, caía en la zona de la alianza enemiga, los intereses estadounidenses abarcaban la totalidad del planeta. En la actualidad, Washington puede permitirse ignorar, y de hecho ignora, a aquel o a aquellos que no ofrezcan interés para la economía globalizada, seguro de que el desdeñado no caerá en ninguna zona de influencia de un potencial enemigo, sino que caerá en el vacío del olvido. Estados Unidos no pretende ser una potencia absoluta a nivel planetario sino hegemónica, porque su dominio directo sobre todo el mundo no le sería rentable. Este poder es lo que Joffe denomina “Imperial soft power” (Joffe, 1997, p. 23)

La ruptura de las rigurosas estructuras de la época anterior a 1989 ha dejado libertad de distribución de zonas a las principales potencias, las cuales dependen de la voluntad de Washington para lograr ese espacio propio. Así, a título de ejemplo en el caso europeo, Alemania se ve obligada a seguir pautas de comportamiento impuestas, directa o indirectamente, por la potencia hegemónica, para poder tener un protagonismo a nivel regional; mientras que Gran Bretaña se basa voluntariamente en su estrecha relación con Estados Unidos para mantenerse en una situación de primera potencia, carácter que desmiente su pérdida de poder. Francia, a su vez, intenta librarse del corsé que la hegemonía americana le impone mediante un intento, condenado al fracaso, de tener una real libertad de acción en el exterior. Pero estas son pretensiones que rara vez se sustentan en algo más que un mimético y ancestral deseo de todos los estados de extender su influencia, no habiendo una planificación determinada para dar coherencia a esta pretensión.

Esta lucha por la primera fila en el escenario internacional tiene un reflejo indiscutible en dos organizaciones internacionales cuya reforma se ha presentado como ineludible: las Naciones Unidas, a nivel mundial, y la propia Unión Europea a nivel regional. Las Naciones Unidas atraviesan un momento especialmente difícil. La unanimidad alcanzada en la Guerra del Golfo no fue el inicio de una nueva era sino la última etapa de la vida de una organización que ya no refleja la real correlación de fuerzas en el mundo.

Estados Unidos había dejado bien patente su reticencia a colaborar con un organismo del que era el mayor contribuyente, pero del que no lograba obtener el apoyo deseado para respaldar sus acciones. Como ejemplo claro de la política de poder, Washington dejó de pagar sus contribuciones y luego puso fin al mandato del secretario general Butros-Gali. Durante la Guerra en Kosovo, tanto Estados Unidos como otros estados pusieron en duda, cuando no negaron claramente, la necesidad de un mandato expreso de la ONU para poder intervenir militarmente en esa parte de los Balcanes.

Las otras potencias, reconociendo la necesidad de reorganizar el sistema onusiano y más en particular su Consejo de Seguridad, no lograban llegar a un acuerdo entre los que veían con sumo recelo una revisión del status quo heredado de la Segunda Guerra Mundial, y los revisionistas que juzgaban, con razón, que el Consejo de Seguridad no podía seguir representando sólo a los vencedores y dejar fuera a primeras potencias económicas como Alemania o Japón, o a estados demográficamente de primera magnitud como India, Brasil, Nigeria, etc. El problema subyacente no es otro que el control que se podrá ejercer sobre la reforma una vez iniciada. La falta de acuerdo sobre la transformación de las Naciones Unidas es una prueba de la lucha que muchos estados tienen entablada por una preeminencia que no quieren perder o que quieren obtener. Mientras, la reforma sigue en el limbo.

Nadie, sin embargo, parece haber querido profundizar públicamente en el análisis de lo que la ONU significa para la nueva edad histórica que empieza. Esta organización, como toda creación humana, es producto de una época concreta, sus fines quedan establecidos en virtud de las circunstancias de su momento histórico y las estructuras responden a la relación de fuerzas entre sus miembros. Las transformaciones tienen que ser tan profundas para adaptar la ONU a las nuevas realidades internacionales que cabría preguntarse si más que transformación no se tendría que hacer una refundación.

Sea lo que fuere, la primera cuestión que cabría plantearse es cómo se podrán transforma o refundar las Naciones Unidas sobre las nuevas bases internacionales si todavía no se conocen cuáles serán. El segundo interrogante será el de saber si una vez conocidas las coordenadas del nuevo orden internacional, las grandes potencias estarán dispuestas a aceptar una organización de ese tipo. Aquí, como en tantos otros casos, vivimos en un periodo “post” y no puede transformarse algo sólo pensando en lo que “ya no es”. La Cumbre del Milenio en septiembre 2000 ha demostrado la veracidad de esta descripción.

Esta idea de supremacía de las grandes potencias, tiene su traducción práctica en la importancia que ha adquirido el G-7 (8 con Rusia). Las decisiones más importantes en cuanto al conflicto kosovar no se tomaron en el cuartel general de la OTAN en Bruselas, ni en la sede de la ONU, sino en el entorno de las reuniones de los países más industrializados, incluso si alguno de ellos, como Japón, poco o nulo interés podía tener en semejante conflicto. A la imagen de la Europa de los Congresos del siglo XIX, las grandes potencias definían los intereses de la humanidad en virtud de sus propias preocupaciones, en una adaptación del principio político del despotismo ilustrado: “todo por la humanidad pero sin la humanidad”.

En esta parálisis reorganizativa, la Conferencia Intergubernamental que debía proceder a una transformación de las instituciones de la Unión Europea (UE) para adaptarlas a las nuevas realidades quedó en un simple proyecto que constataba una evidencia: la estructura actual de la UE no puede hacer frente a las consecuencias de nuevas ampliaciones. El problema residía en el desacuerdo entre todos los miembros sobre lo que cada uno cedería en aras de la construcción europea. Se constató que todos estaban de acuerdo en que los demás tenían que ceder. El esquema del conflicto en la ONU era aplicable (una vez adaptado a las circunstancias concretas) a la Unión Europea. Ante la dificultad en avanzar se ha escogido el camino más fácil: huir hacia adelante.

Conclusiones

De las páginas que anteceden, se pueden extraer una serie de conclusiones sobre lo que sí es (y no únicamente sobre lo que “ya no es”) el panorama internacional en estos momentos. Estamos en el período de transición de una nueva edad en la Historia. Dada la imprevisión del cambio acontecido, no existe una estructura conceptual capaz de sustituir al rígido esquema bipolar.

Concluida esa última época, es decir la división del mundo en Este y Oeste, los actores internacionales intentan encontrar un puesto en la nueva estructura planetaria que se está forjando que satisfaga sus deseos de poder e influencia. Estados Unidos ha quedado como la única potencia cuyo poder y primacía son indiscutibles (o así parecía). No tiene competidores dada su inalcanzable superioridad no sólo sobre cada una de las otras potencias individualmente consideradas, sino sobre todas ellas reunidas. Además, para éstas, aunque no se regocijen especialmente de su papel subordinado, “la asociación con (Estados Unidos) es más importante para ellas que los lazos que las unen entre sí”(Joffe, 1997, pág. 21).

Los organismos internacionales respondían a unas circunstancias exteriores que ya no existen. Salvo que Estados Unidos esté especialmente interesado en su reforma y adaptación a los nuevos tiempos, su supervivencia está seriamente comprometida. En todo caso, es evidente que Washington no tolerará la creación de un centro de poder que incomode sus intereses.

El fin de la Unión Soviética supuso ante todo, la victoria de la economía de mercado que, gracias al fin de la división del mundo, ha entrado en una nueva era: la de la globalización.

El predominio de la economía capitalista ha obligado a los estados a un replanteamiento acelerado de sus medios y objetivos, sin que por ahora se haya logrado establecer una planificación totalizadora y coherente de cómo ha de ser el nuevo Estado, el cual por ahora se limita a volver al papel que el liberalismo abstencionista le dio durante el siglo pasado. El predominio económico sí está imponiendo un nuevo concepto de distribución de la riqueza. Si la idea de “rentabilidad” se afirma como eje de la acción de los actores internacionales, cada vez más seres humanos, tanto dentro como fuera del mundo desarrollado, verán degradarse su situación económica, lo que producirá una reacción anti-universalista.

Si el Estado no vuelve a su papel de suavizador de las tensiones sociales y el librecambismo a ultranza domina la escena internacional, esas tensiones se agudizarán terminando por cuestionar la viabilidad del sistema democrático liberal y corriéndose el riesgo de que se produzcan movimientos reivindicatorios socioeconómicos a nivel planetario que intenten implantar un nuevo igualitarismo económico a costa, si es preciso, de los valores democrático-liberales. Pero la puesta en duda de la democracia puede igualmente originarse en la acumulación de poder económico en unos pocos sujetos, que consideren la democracia un sistema contrario a sus intereses.

La distribución del mundo en nuevas zonas de influencia que cada potencia intentará reservarse para sí, no frenará su eventual enfrentamiento a largo plazo si esa distribución no es respetada por las grandes compañías mundiales que suplanten el acuerdo político por una lucha por la apropiación de los mercados. Identificadas las zonas de los mundos rentables y no rentables, las primeras serán un objeto de discordia entre los estados más poderosos, a no ser que la política rectifique las pretensiones ultra-liberales de la economía, mientras que las segundas serán el hervidero de una creciente pauperización.

En resumen, si el nuevo escenario mundial toma en consideración la necesaria salvaguarda de ciertos intereses nacionales y sociales a través de un acuerdo entre las exigencias políticas y las económicas, se puede iniciar una época de progreso a nivel planetario. Si por el contrario, lo político queda rebajado a un papel de ejecutor de las decisiones del pensamiento económico capitalista ultra-liberal, corremos grave peligro de entrar en una era de gran inestabilidad en la que la indiferencia hacia los más necesitados terminará germinando en enfrentamientos sociales a nivel nacional y mundial, como nunca antes se han visto.

La tarea más importante que tienen ante sí en estos momentos de transición los teóricos e historiadores de las relaciones internacionales es la de intentar imaginar los posibles futuros escenarios en los que se desarrollará la acción de los actores internacionales a medio y largo plazo; no puede pretenderse hoy en día crear un sistema de relaciones, pero sí debe intentarse sentar las bases para que una ulterior fase de la reflexión construya ese sistema, único fundamento posible para lograr la estabilidad y la paz internacionales.

Referencias bibliográficas

FUKUYAMA, F. (1992) El fin de la Historia y el último hombre. Barcelona: Ed. Planeta.

HUNTINGTON, S. (1996) The Clash of Civilizations and The Remaking of World Order. Nueva York: Simon and Schuster.

JOFFE, J. (1997) Foreign Affairs. Sept.-oct.

KAHN, J. F. (1995) La Pensée Unique. Fayard.

KENNEDY, P. (1999) Auge y caída de las grandes potencias. Barcelona: Plaza y Janés.

Notas

1. La bibliografía es inmensa. Como ejemplos pueden consultarse, Russett, B. (1993) Grasping the Democratic Peace. New Jersey: Princeton University Press; Burg ,S. L. (1996) War or Peace New York: New York University Press; Elman, M. F. (1997) (ed) Paths to Democracy Massachusetts: M.I.T.; Weart, S. R. (1998) Never at War. New Haven: Yale University Press; y el último libro publicado sobre el tema, al escribir estas páginas, Gowa, J. (1999) Ballots and Bullets. New Jersey: Princeton University Press.

2. Este autor ha sido muchas veces criticado y en ocasiones da la sensación de que sus detractores no han comprendido el fondo real de su argumentación. A mi entender plantea un sistema teórico que podría servir como base para reflexión, y no ser desechado con el desprecio que frecuentemente ha recibido. Cosa distinta es que sus afirmaciones sean discutibles. La teoría de Fukuyama está directamente relacionada en el aspecto internacional con la de la “paz democrática”. 3. “Hablando estrictamente, la paz democrática es un descubrimiento empírico y no una teoría”. Elman, M. F. pág.1. nota 1. en op. cit. Elman ed. en nota 1.

4. Para una crítica de esta teoría vease p.e. Vecino, M.A. (1999) “¿Son pacíficas las democracias?” en Política Exterior sept/oct. nº 71, pág. 133 y ss.

5. Paff, W. (2000) International Herald Tribune, 31 de agosto.

6. No siendo este el lugar para tratar en extenso el complejo tema de las intenciones imperialistas de la Unión Soviética, me limito a señalar la necesidad de replantearse la veracidad de la teoría que afirmaba que la URSS quería destruir Occidente. En mi opinión, durante la época de Stalin, los intentos expansionistas soviéticos en el mundo occidental fueron detenidos en seco y no hubo realmente ni la voluntad ni tampoco la creencia por parte de los líderes del Kremlin que tal revolución universal pudiera realmente ser llevada a la práctica.