8 de septiembre de 2008

LA ERA DE LA NO POLARIDAD


Richard N. Haass

La característica principal de las relaciones internacionales del siglo XXI está siendo la no polaridad: un mundo dominado no por uno o dos o incluso varios Estados, sino por docenas de actores que tienen y ejercen diversos tipos de poder. Esto representa un cambio mayúsculo frente al pasado.

El siglo xx inició como una era marcadamente multipolar. Pero después de casi 50 años, dos guerras mundiales y muchos conflictos menores, surgió un sistema bipolar. Posteriormente, con el fin de la Guerra Fría y el colapso de la Unión Soviética, la bipolaridad dio paso a la unipolaridad —un sistema internacional dominado por una potencia, en este caso, Estados Unidos—. Pero, actualmente, el poder es difuso, y el inicio de la no polaridad plantea varias preguntas importantes. ¿En qué difiere la no polaridad de las otras formas de orden internacional? ¿Cómo y por qué se materializa? ¿Cuáles son las posibles consecuencias? Y, finalmente, ¿cómo debería responder Estados Unidos?

Un orden mundial “más nuevo”

En contraste con la multipolaridad —que implica varios polos o concentraciones diferenciadas de poder— un sistema internacional no polar se caracteriza por tener numerosos centros con poder significativo.

En un sistema multipolar no domina ninguna potencia, puesto que en ese caso el sistema se volvería unipolar. Las concentraciones de poder tampoco giran alrededor de dos polos, pues entonces el sistema se volvería bipolar. Los sistemas multipolares pueden ser cooperativos, e incluso asumir la forma de un concierto de potencias, en el que unas cuantas potencias importantes colaboran para establecer las reglas del juego y para disciplinar a los que las infringen. También pueden ser más competitivos, girando alrededor de un equilibrio de poder, o conflictivos, cuando el equilibrio se rompe.

A primera vista, el mundo actual podría parecer multipolar. Las principales potencias —China, Estados Unidos, India, Japón, Rusia y la Unión Europea (UE)— cuentan con poco más de la mitad de la población mundial y representan el 75% del PIB mundial y el 80% del gasto global en defensa. Sin embargo, las apariencias pueden ser engañosas. El mundo actual difiere de manera fundamental de uno de multipolaridad clásica: hay muchos más centros de poder, y muchos de estos polos no son Estados-nación. De hecho, una de las características fundamentales del sistema internacional contemporáneo es que los Estados-nación han perdido el monopolio del poder y, en algunos casos, incluso su superioridad. Los Estados están siendo desafiados desde arriba, por organizaciones regionales y globales; desde abajo, por milicias; y por los costados, por una diversidad de organizaciones no gubernamentales (ONG) y corporaciones. El poder ahora se encuentra en muchas manos y en muchos sitios.

Además de las seis principales potencias mundiales, hay numerosas potencias regionales: Brasil y, discutiblemente, Argentina, Chile, México y Venezuela, en América Latina; Nigeria y Sudáfrica, en África; Arabia Saudita, Egipto, Irán e Israel, en el Medio Oriente; Pakistán, en el sur de Asia; Australia, Corea del Sur e Indonesia, en el este de Asia y Oceanía. Un gran número de organizaciones estarían en la lista de centros de poder, incluidas las que son globales (el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional, las Naciones Unidas), las que son regionales (la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, la Asociación Surasiática de Cooperación Regional, la Liga Árabe, la Organización de Estados Americanos, la Unión Africana, la UE) y las que son funcionales (la Agencia Internacional de Energía, la Organización para la Cooperación de Shanghái, la Organización Mundial de la Salud, la OPEP). Lo mismo sucedería con algunos estados de los Estados-nación, como California, en Estados Unidos, y Uttar Pradesh, en la India, y con ciudades como Nueva York, São Paulo y Shanghái. Además, están las grandes compañías globales, incluidas aquellas que dominan los campos de la energía, las finanzas y la manufactura. Otras entidades que merecen ser incluidas serían los medios globales de comunicación (al Jazeera, BBC, CNN), las milicias (Hamás, Hezbolá, el Ejército del Mahdi, los talibán), los partidos políticos, las instituciones y los movimientos religiosos, las organizaciones terroristas (al Qaeda), los cárteles de narcotraficantes y las ONG de tipo más benigno (la Fundación Bill y Melinda Gates, Greenpeace, Médicos sin Fronteras). En el mundo actual, el poder, en lugar de estar concentrado, está cada vez más distribuido.

En este mundo, Estados Unidos es y seguirá siendo durante largo tiempo el país con la mayor concentración de poder. Anualmente, gasta más de 500 000 millones de dólares en sus fuerzas armadas —más de 700 000 millones, si se incluyen las operaciones en Afganistán e Iraq— y cuenta con fuerzas terrestres, aéreas y navales que presumen ser las mejores del mundo. Su economía, con un PIB de alrededor de 14 billones de dólares, es la más grande del mundo. Estados Unidos es también una importante fuente de cultura (a través de sus películas y televisión), de información y de innovación. Pero la realidad del poderío estadounidense no debe enmascarar el relativo deterioro de la posición de Estados Unidos en el mundo; al mismo tiempo, este relativo declive de su poder se acompaña de un deterioro absoluto de su influencia e independencia. La participación de Estados Unidos en las importaciones globales ya ha bajado al 15%. Aunque el PIB de Estados Unidos representa más del 25% del total mundial, este porcentaje seguramente bajará con el tiempo, dado el diferencial real y estimado entre la tasa de crecimiento de Estados Unidos, y las de los gigantes asiáticos y de muchos otros países; muchos de ellos tienen tasas de crecimiento que duplican o triplican la de Estados Unidos.

El aumento del PIB es apenas un indicio del fin del dominio económico estadounidense. El surgimiento de fondos soberanos o fondos de inversión estatales (sovereign wealth funds) —en países como Arabia Saudita, China, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait y Rusia— es otro. Estos fondos controlados por el gobierno, generalmente producto de las exportaciones de gas y petróleo, ahora suman alrededor de 3 billones de dólares. Están creciendo a una tasa estimada de 1 billón de dólares al año y son, cada vez más, una importante fuente de liquidez para las empresas estadounidenses. Los altos precios de la energía, incentivados principalmente por el violento aumento de la demanda en China y la India, continuarán durante algún tiempo, lo que significa que el tamaño y la importancia de estos fondos seguirán creciendo. Están surgiendo bolsas de valores alternas que alejan a las compañías de las bolsas estadounidenses e, incluso, están lanzando ofertas públicas iniciales (OPI). Londres, en particular, está compitiendo con Nueva York por ser el centro financiero del mundo y, de hecho, ya lo superó en cuanto al número de OPI que alberga. El dólar se ha debilitado frente al euro y a la libra británica, y es probable que su valor relativo frente a las divisas asiáticas también baje. La mayoría de las reservas en los bancos centrales del mundo está ahora en divisas distintas al dólar, y es posible que cambie la denominación del petróleo a euros o a una canasta de divisas; sin duda, este paso dejaría a la economía estadounidense más vulnerable a la inflación y a las crisis cambiarias.

El dominio estadounidense también está siendo desafiado en otros ámbitos, como el de la eficacia militar y la diplomacia. Los indicadores de gasto militar no son los mismos que los de la capacidad militar. El 11-S mostró cómo una pequeña inversión de los terroristas podía causar grados extraordinarios de daño físico y humano. Muchas de las piezas de armamento moderno más costosas no son especialmente útiles en los conflictos actuales, donde el campo de batalla tradicional se ha visto reemplazado por zonas urbanas de combate. En esos entornos, un gran número de soldados con poco armamento puede resultar ser un enemigo mucho más difícil para un pequeño número de soldados estadounidenses mejor armados y entrenados.

El poder y la influencia están cada vez menos relacionados en una era de no polaridad. Los llamados de Estados Unidos para que los demás se reformen tenderán a caer en oídos sordos, sus programas de ayuda tendrán menor poder adquisitivo y las sanciones encabezadas por los estadounidenses lograrán menos. Después de todo, China demostró ser el país con mayor capacidad para influir sobre el programa nuclear de Corea del Norte. La capacidad de Washington para presionar a Teherán se ha fortalecido con la participación de varios países de Europa Occidental y se ha debilitado por la renuencia de China y de Rusia para sancionar a Irán. Tanto Beijing como Moscú han diluido los esfuerzos internacionales para presionar al gobierno de Sudán para que finalice su guerra en Darfur. Pakistán, mientras tanto, ha demostrado repetidamente tener una capacidad para resistirse a las peticiones de Estados Unidos, al igual que Corea del Norte, Irán, Venezuela y Zimbabue.

Esta tendencia también se extiende a los ámbitos de la cultura y de la información. Bollywood produce más películas al año que Hollywood. Las alternativas a la televisión producida y difundida por Estados Unidos se están multiplicando. Los sitios web y las ciberbitácoras de otros países representan aún más competencia para los programas de noticias y comentarios producidos en Estados Unidos. La proliferación de la información es tan causa de la no polaridad como la proliferación de armas.

Adiós a la unipolaridad

Charles Krauthammer fue más acertado de lo que pensaba cuando escribió en las páginas de Foreign Affairs, hace casi dos décadas, sobre lo que él denominó “el momento unipolar”. En ese entonces, el dominio de Estados Unidos era real; pero duró solamente 15 ó 20 años. En términos históricos, fue apenas un instante. La teoría realista tradicional habría predicho el final de la unipolaridad y el surgimiento de un mundo multipolar. Siguiendo esta línea de razonamiento, las grandes potencias, cuando actúan como acostumbran hacerlo las grandes potencias, estimulan la competencia de otros que les temen o que les tienen resentimiento. Krauthammer, adhiriéndose sólo a esta teoría, escribió: “Sin duda, la multipolaridad llegará con el tiempo. Quizá en aproximadamente una generación más, también habrá nuevas potencias que se equipararán con Estados Unidos, y el mundo se parecerá, en su estructura, a la era previa a la Primera Guerra Mundial”.

Sin embargo, eso no ha sucedido. Aunque el sentimiento antiestadounidense es generalizado, no ha surgido una gran potencia o potencias que rivalicen con Estados Unidos. Esto se debe, en parte, a que la disparidad entre el poder de Estados Unidos y el de cualquier posible rival es demasiado grande. Con el tiempo, países como China podrían llegar a tener un PIB comparable con el de Estados Unidos. Sin embargo, en el caso de China, gran parte de esa riqueza será utilizada forzosamente para cubrir las necesidades de su enorme población (mucha de la cual sigue siendo pobre) y no estará disponible para financiar el desarrollo militar o para empresas externas. Mantener la estabilidad política durante un período de crecimiento tan dinámico, pero desigual, no será una hazaña sencilla. India se enfrenta a muchos de los mismos desafíos demográficos y a los obstáculos adicionales de un exceso de burocracia y de una infraestructura insuficiente. El PIB de la UE es ahora mayor que el de Estados Unidos, pero la UE no actúa de una manera unitaria, como lo haría un Estado-nación, y no es capaz ni tiene la inclinación de actuar de manera enérgica, como actúan las grandes potencias históricas. Japón, por su parte, cuenta con una población menguante y envejecida y no tiene la cultura política para desempeñar el papel de una gran potencia. Rusia puede estar más dispuesta, pero aún cuenta con una economía agrícola comercial y está agobiada por una población decreciente y por los desafíos internos a su cohesión nacional.

El hecho de que no haya surgido una rivalidad clásica entre grandes potencias y que sea poco probable que surja en el futuro cercano también es resultado, en parte, del comportamiento de Estados Unidos, que no ha estimulado dicha respuesta. Esto no quiere decir que bajo el liderazgo de George W. Bush Estados Unidos no haya alejado a otros países; sin duda lo ha hecho. Pero, en general, no ha actuado de una forma tal que lleve a otros países a concluir que Estados Unidos constituye una amenaza para sus intereses nacionales vitales. Las dudas sobre la sabiduría y la legitimidad de la política exterior de Estados Unidos se han extendido, pero esto ha tendido a provocar más denuncias (y una falta de cooperación) más que una resistencia categórica.

Una limitación adicional al surgimiento de grandes potencias rivales es que el bienestar económico y la estabilidad política de muchas de las otras grandes potencias dependen del sistema internacional. En consecuencia, no desean trastocar un orden que sirve a sus intereses nacionales. Esos intereses están estrechamente ligados al flujo transfronterizo de bienes, servicios, personas, energía, inversiones y tecnología, flujos en los que Estados Unidos tiene un papel fundamental. La integración al mundo moderno desalienta la competencia y el conflicto entre las grandes potencias. Pero, incluso sin el surgimiento de grandes potencias rivales, la unipolaridad ha concluido.

Destacan tres explicaciones de su colapso. La primera es histórica. Los Estados se desarrollan; mejoran su capacidad de generar y combinar los recursos humanos, financieros y tecnológicos que llevan a la productividad y a la prosperidad. Lo mismo sucede con las corporaciones y otras organizaciones. El ascenso de estas nuevas potencias no puede detenerse. El resultado es un número aún mayor de actores que pueden ejercer su influencia regional o globalmente.

Una segunda causa es la política estadounidense. Parafraseando a Pogo, el héroe de las tiras cómicas de Walt Kelly de los años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, hemos encontrado la explicación: la causa somos nosotros. Tanto por lo que ha hecho como por lo que ha dejado de hacer, Estados Unidos ha acelerado el surgimiento de centros de poder alternativos en el mundo y ha debilitado su propia posición con respecto a ellos. La política energética de Estados Unidos (o la falta de ella) es una fuerza que impulsa el fin de la unipolaridad. Desde las primeras crisis petroleras de la década de los setenta, el consumo de petróleo en Estados Unidos ha aumentado en, aproximadamente, 20%, y, lo que es más importante, las importaciones de productos petroleros han aumentado su volumen en más del doble y casi se han duplicado como porcentaje del consumo. Este aumento de la demanda de petróleo del exterior ha ayudado a incrementar el precio mundial del petróleo de poco más de 20 dólares por barril a más de 100 dólares por barril en menos de una década. El resultado de ello es una enorme transferencia de riqueza y poder a los Estados que cuentan con reservas energéticas. En resumen, la política energética estadounidense ha ayudado al surgimiento de los productores de gas y petróleo como centros de poder importantes.

La política económica de Estados Unidos también ha tenido su parte. El presidente Lyndon Johnson fue muy criticado por aumentar el gasto interno y, al mismo tiempo, participar en la Guerra de Vietnam. El presidente Bush ha iniciado costosas guerras en Afganistán y en Iraq, permitió que el gasto discrecional aumentara en una tasa anual del 8% y redujo los impuestos. Como consecuencia, la posición fiscal de Estados Unidos ha disminuido de un superávit de más de 100 000 millones de dólares, en 2001, a un déficit estimado de aproximadamente 250 000 millones de dólares, en 2007. Quizá el rápido aumento del déficit en la cuenta corriente, que ahora es superior al 6% del PIB, sea más importante.

Esto impone una presión a la baja sobre el dólar, estimula la inflación y contribuye a la acumulación de riqueza y poder en otras partes del mundo. La deficiente regulación del mercado hipotecario estadounidense y la crisis crediticia que ha producido han exacerbado estos problemas.

La guerra en Iraq también ha contribuido a diluir la posición de Estados Unidos en el mundo. La guerra en Iraq ha demostrado ser una costosa guerra de elección, tanto en términos diplomáticos, económicos y militares como humanos. Hace varios años, el historiador Paul Kennedy describió su tesis sobre la “sobreexpansión imperialista”, que postulaba que Estados Unidos finalmente declinaría por sobreexpansión, al igual que otras grandes potencias del pasado. La teoría de Kennedy resultó ser válida casi de inmediato para la Unión Soviética, pero Estados Unidos —a pesar de todo su dinamismo y sus mecanismos correctivos— no ha demostrado ser inmune a ella. No es solamente que a las fuerzas armadas estadounidenses les tomará una generación recuperarse de Iraq; también es que Estados Unidos no cuenta con suficientes activos militares para continuar haciendo lo que está haciendo en Iraq, mucho menos para asumir nuevas cargas de cualquier escala en otros lugares.

Finalmente, el mundo no polar de la actualidad no sólo es resultado del surgimiento de otros Estados y organizaciones o de las fallas y disparates de la política estadounidense; también es una consecuencia inevitable de la globalización. La globalización ha aumentado el volumen, la velocidad y la importancia de los flujos transfronterizos de prácticamente cualquier cosa, desde drogas, correos electrónicos, gases invernadero, bienes manufacturados y personas, hasta señales de radio y televisión, virus (virtuales y reales) y armas.

La globalización fortalece la no polaridad de dos formas fundamentales. Primero, muchos flujos transfronterizos tienen lugar fuera del control de los gobiernos e incluso sin su conocimiento. En consecuencia, la globalización diluye la influencia de las principales potencias. Segundo, estos mismos flujos fortalecen, con frecuencia, las capacidades de los actores no estatales, como los exportadores de energía (que están experimentando un dramático aumento en su riqueza debido a las transferencias de los importadores), los terroristas (que usan Internet para reclutar y entrenar; el sistema bancario internacional, para transferir recursos; y el sistema de transporte global, para trasladar personas), los Estados díscolos o rogue states (que pueden explotar el mercado negro y el gris) y las empresas de la lista Fortune 500 (que mueven rápidamente personal e inversiones). Cada vez es más evidente que ser el Estado más fuerte ya no significa tener un cuasimonopolio del poder. Hoy en día, es incluso más fácil que antes que los individuos y los grupos acumulen y proyecten un poder considerable.

El desorden no polar

Este mundo cada vez más no polar tendrá consecuencias especialmente negativas para Estados Unidos, e igualmente para gran parte del resto del mundo. Será más difícil para Washington liderar en los momentos en los que desee promover respuestas colectivas a desafíos regionales y globales. Una de estas razones tiene que ver con la aritmética básica. Debido a que un mayor número de actores posee un poder significativo y trata de hacer valer su influencia, será más difícil obtener respuestas colectivas y hacer que las instituciones funcionen. Arrear a muchos es más difícil que arrear a unos cuantos. La incapacidad de llegar a un acuerdo en la Ronda Doha de negociaciones comerciales globales es un ejemplo revelador.

La no polaridad también aumentará el número de amenazas y vulnerabilidades que enfrentan países como Estados Unidos. Estas amenazas pueden provenir de Estados díscolos, grupos terroristas o productores de energéticos que decidan reducir su producción, o de bancos centrales cuya acción o falta de acción pueda crear condiciones que afecten el papel y la fortaleza del dólar estadounidense. Quizá la Reserva Federal debería pensárselo dos veces antes de continuar bajando las tasas de interés, para evitar precipitar un rechazo adicional al dólar. Puede haber cosas peores que una recesión.

Irán es un buen ejemplo. Sus esfuerzos por convertirse en una potencia nuclear son el resultado de la no polaridad. Debido principalmente al aumento de los precios del petróleo, se ha convertido en otra concentración significativa de poder, una que puede influir sobre Iraq, Líbano, Siria, los territorios palestinos y demás, así como sobre la OPEP. Tiene muchas fuentes de financiamiento y tecnología, así como numerosos mercados para sus exportaciones de energéticos. Además, debido a la no polaridad, Estados Unidos ya no puede manejar a Irán por sí solo; antes bien, Washington depende de otros para respaldar sus sanciones políticas y económicas o para bloquear el acceso de Teherán a la tecnología y a los materiales nucleares. La no polaridad genera no polaridad.

Sin embargo, aunque la no polaridad fuera inevitable, sus peculiaridades no lo son. Parafraseando al teórico de las Relaciones Internacionales, Hedley Bull, la política global es, en cualquier momento, una mezcla de anarquía y sociedad. El problema está en el equilibrio y la tendencia. Se puede y se debe hacer mucho para configurar un mundo no polar. El orden no surgirá por sí solo. Por el contrario, si se le deja al libre albedrío, un mundo no polar se hará más desordenado con el tiempo. La entropía establece que los sistemas conformados por un gran número de actores tienden hacia una mayor aleatoriedad y desorden en la ausencia de intervención externa.
Estados Unidos puede y debe tomar medidas para reducir las posibilidades de que un mundo no polar se convierta en un caldero de inestabilidad. Éste no es un llamado al unilateralismo; es un llamado para que Estados Unidos ponga en orden su casa. La unipolaridad es cosa del pasado, pero Estados Unidos aún tiene más capacidad que cualquier otro actor para mejorar la calidad del sistema internacional. La pregunta es si continuará teniendo esta capacidad.

La energía es el aspecto más importante. Los niveles actuales de consumo e importaciones de Estados Unidos (aunados a su efecto adverso sobre el clima global) incentivan la no polaridad al canalizar vastos recursos financieros a los productores de gas y petróleo. Reducir el consumo aminoraría la presión sobre los precios mundiales, disminuiría la vulnerabilidad de Estados Unidos a la manipulación de los mercados por los abastecedores de petróleo y reduciría la velocidad del cambio climático. La buena noticia es que esto se puede lograr sin afectar la economía estadounidense.

Fortalecer la seguridad nacional también es esencial. El terrorismo, como la peste, no puede erradicarse. Siempre habrá personas que no puedan integrarse a las sociedades y que persigan metas que no se puedan alcanzar mediante la política tradicional. Y, algunas veces, a pesar del mejor esfuerzo de los que tienen a su cargo la seguridad nacional, los terroristas tendrán éxito. Lo que se necesita, pues, son medidas para hacer que la sociedad sea más resistente, algo que requiere el financiamiento y la capacitación adecuados de los cuerpos de emergencia y una infraestructura más flexible y duradera. El objetivo debe ser reducir el impacto de ataques que sean, incluso, exitosos.

Resistirse a que se sigan diseminando las armas nucleares y los materiales nucleares no protegidos, debido a su potencial destructivo, podría ser tan importante como cualquier otra acción. Al establecer bancos de uranio enriquecido administrados internacionalmente o de combustibles nucleares usados que proporcionen a los países acceso a materiales nucleares restringidos, la comunidad internacional podría ayudar a los países a usar la energía nuclear para producir electricidad en lugar de bombas. Se pueden proporcionar garantías de seguridad y sistemas de defensa a los Estados que, de otra forma, podrían sentirse forzados a desarrollar programas nucleares propios para contrarrestar los de sus vecinos. Asimismo, se pueden aplicar fuertes sanciones —ocasionalmente respaldadas por la fuerza armada— para influir sobre el comportamiento de posibles Estados nucleares.
Aun así, la cuestión de usar la fuerza militar para destruir las instalaciones de producción de armas nucleares o biológicas permanece. Los ataques anticipatorios —ataques que tienen la intención de detener una amenaza inminente— son una forma ampliamente aceptada de autodefensa. Los ataques preventivos —ataques a instalaciones cuando no hay indicios de uso inminente— son otra cosa totalmente distinta. No deben descartarse por principio, pero tampoco se debe depender de ellos. Más allá de las cuestiones de viabilidad, los ataques preventivos corren el riesgo de hacer que un mundo no polar sea menos estable, tanto porque, de hecho, podrían alentar la proliferación (los gobiernos podrían considerar la adquisición o el desarrollo de armas nucleares como un elemento disuasivo) como porque debilitarían la antigua norma contra el uso de la fuerza para propósitos distintos a la autodefensa.

Combatir el terrorismo también es fundamental si no se desea que la era no polar se convierta en una moderna era de oscurantismo. Hay muchas maneras de debilitar a las organizaciones terroristas existentes usando recursos de inteligencia y de aplicación de la ley y de capacidades militares. Sin embargo, ésta es una partida perdida, a menos que se pueda hacer algo para reducir el reclutamiento. Los padres, las figuras religiosas y los líderes políticos deben deslegitimar al terrorismo desacreditando a los que deciden adoptarlo. Más importante aún, los gobiernos deben encontrar la forma de integrar a la sociedad a los jóvenes marginados, algo que no puede ocurrir si no hay oportunidades políticas y económicas.

El comercio puede ser una poderosa herramienta de integración; proporciona a los Estados un interés por evitar conflictos, porque la inestabilidad interrumpe los acuerdos comerciales beneficiosos que producen mayor riqueza y fortalecen las bases del orden político interno. El comercio también hace posible el desarrollo, lo que, por ende, disminuye las probabilidades de que el Estado falle y reduce la marginación de los ciudadanos. El alcance de la Organización Mundial del Comercio debe ampliarse mediante la negociación de acuerdos globales futuros que permitan reducir aún más los subsidios y las barreras arancelarias y no arancelarias. Para aumentar el apoyo político interno a dichas negociaciones en los países desarrollados, probablemente será necesario ampliar diferentes redes de seguridad, incluidas las pensiones y la seguridad social portátiles, la ayuda educativa y de capacitación, y el seguro de desempleo. Estas reformas a las políticas sociales son costosas y, en algunos casos, injustificadas (es mucho más probable que la causa de la pérdida de empleos sea la innovación tecnológica y no la competencia del extranjero), pero aun así vale la pena llevarlas a cabo, dado el valor político y económico general de ampliar el régimen de comercio global.

Quizá se requiera un nivel similar de esfuerzo para garantizar el flujo continuo de inversiones. El objetivo debe ser crear una Organización Mundial de Inversión (OMI) que estimule los flujos de capital a través de las fronteras, con el fin de reducir al mínimo las posibilidades de que el “proteccionismo inversionista” obstaculice actividades que, como el comercio, son económicamente benéficas y crean barreras políticas contra la inestabilidad.

Una OMI podría fomentar la transparencia por parte de los inversionistas, determinar cuándo la seguridad nacional es una razón legítima para prohibir o limitar la inversión extranjera y establecer un mecanismo para resolver controversias.

Finalmente, Estados Unidos necesita mejorar su capacidad para prevenir el fracaso de los Estados y lidiar con sus consecuencias. Para este fin, será necesario construir y mantener un ejército más grande, que tenga mayor capacidad para lidiar con el tipo de amenazas como las que se han enfrentado en Afganistán e Iraq. Asimismo, significará establecer una contraparte civil de las fuerzas de reserva del ejército que proporcionaría un grupo de talento humano para auxiliar en las tareas básicas de construcción nacional. La ayuda económica y militar continua será vital para ayudar a los Estados débiles a cumplir con las responsabilidades que tienen con sus ciudadanos y vecinos.

La no tan solitaria superpotencia

El multilateralismo será esencial para hacerle frente al mundo no polar. Sin embargo, para tener éxito, debe modificarse para incluir a otros actores, además de las grandes potencias. El Consejo de Seguridad de la ONU y el G8 (el grupo de Estados altamente industrializados) necesitan reconstituirse para reflejar el mundo actual y no el de la era posterior a la Segunda Guerra Mundial. Una reciente reunión en las Naciones Unidas sobre cómo coordinar mejor la respuesta global a los desafíos de salud pública proporcionó un modelo. A ésta asistieron representantes de los gobiernos, agencias de la ONU, ONG, compañías farmacéuticas, fundaciones, think tanks y universidades. Una variedad similar de participantes asistió a la reunión sobre el cambio climático que se llevó a cabo en Bali, en diciembre de 2007. Es probable que el multilateralismo tenga que ser menos formal y menos extenso, al menos en su fase inicial. Además de las organizaciones, se necesitarán redes. Lograr que todos estén de acuerdo en todo será cada vez más difícil; por el contrario, Estados Unidos debería considerar firmar acuerdos con menos partes y con objetivos más específicos. El comercio es una especie de modelo en este caso, ya que los acuerdos bilaterales y regionales están llenando el vacío creado por la imposibilidad de concluir una ronda comercial global. El mismo enfoque podría funcionar para el cambio climático, ámbito en el que llegar a acuerdos sobre diferentes aspectos del problema (v. g. la deforestación) o medidas que impliquen a sólo algunos países (los principales emisores de carbono, por ejemplo), podría ser viable, mientras que un acuerdo que incluya a todos los países y trate de resolver todos los problemas podría no serlo. Es posible que el multilateralismo a la carta sea la norma.

La no polaridad complica la diplomacia. Un mundo no polar no sólo incluye a más actores; también carece de las estructuras fijas y de las relaciones más predecibles que tienden a definir los mundos de la unipolaridad, bipolaridad o multipolaridad. Las alianzas, en particular, perderán gran parte de su importancia, aunque sólo sea porque las alianzas requieren amenazas, obligaciones y perspectivas predecibles, que probablemente escaseen en un mundo no polar. Las relaciones, en cambio, serán más selectivas y circunstanciales.

Será más difícil clasificar a otros países como aliados o adversarios, pues cooperarán en algunos temas y disentirán en otros. Se dará importancia a la consulta y a la creación de coaliciones y a la diplomacia que fomente la cooperación cuando sea posible y que proteja a dicha cooperación de los resultados de los inevitables desacuerdos. Estados Unidos ya no se podrá dar el lujo de sostener una política exterior de “o están con nosotros o contra nosotros”.

La no polaridad será difícil y peligrosa; sin embargo, fomentar un mayor grado de integración global ayudará a promover la estabilidad. Constituir un grupo central de gobiernos y terceros comprometidos con un multilateralismo cooperativo sería un gran avance. Llamémosle “no polaridad concertada”; ésta no eliminaría la no polaridad, pero ayudaría a manejarla y disminuiría la probabilidad de que el sistema internacional se deteriore o se desintegre.