Matthew Continetti
“El presidente Bush”, escribió el corresponsal del New York Times en la Casa Blanca Peter Baker en agosto, “evita hablar de un legado”. Aun así, hay un legado concreto de Bush que no puede discutirse. Ni Bush ni su vicepresidente Richard Cheney se presentan a las elecciones presidenciales este año –Bush no puede presentarse a un tercer mandato y Cheney optó por no presentarse–. Y esto ha contribuido directamente a hacer de las elecciones presidenciales norteamericanas de 2008 las más abiertas e interesantes desde hace décadas. Es la primera vez desde 1952 que ni el presidente ni el vicepresidente en ejercicio se presentan a otro mandato. Es la primera vez en la historia moderna que los candidatos presidenciales de ambos partidos son senadores. Es solo la segunda vez en las últimas ocho elecciones presidenciales que no se presenta un Bush como candidato republicano a la presidencia o la vicepresidencia. Y los favoritos consolidados de ambos partidos en 2007 –Hillary Clinton en el bando demócrata, Rudolph Giuliani en el republicano– perdieron, respectivamente, frente a un recién llegado (Barack Obama) y un apóstata (John McCain).
Las elecciones de 2008 se han caracterizado por incumplir las expectativas. Hace un año, mientras la guerra en Irak iba mal, la seguridad nacional era la cuestión dominante en la campaña. Esto ya no es así. La situación en Irak es hoy por hoy relativamente estable y el sector financiero estadounidense es un caos. Hace un año, el célebre analista político Michael Barone vaticinaba una época de “política abierta”, en la cual “no hay alianzas permanentes, en la que surgen nuevos líderes con nuevas estrategias y tácticas, en la que los votantes, en lugar de formarse en dos ejércitos coherentes y cohesionados, deambulan de un lado a otro, uniéndose primero a un bando y luego a otro”. Hoy en día, las encuestas nacionales y los mapas de estados indecisos muestran una reñida contienda no muy distinta de las campañas presidenciales de 2000 y 2004. Durante el pasado año y medio, Barack Obama ha desplegado un mensaje de “cambio” para catapultarse de senador novato a favorito a las presidenciales norteamericanas. En la actualidad, en una descarada maniobra –se podría calificar de audaz–, el candidato presidencial republicano John McCain de Arizona ha adoptado el mensaje del “cambio” y se presenta con un programa de reforma y oposición al statu quo. Ha sido un año de de grandes sorpresas, cuando un partido en su punto más bajo de popularidad (el Republicano) nombraba a un candidato que a nadie le gustaba particularmente (McCain) para presentar un programa que nadie podría haber imaginado (“¿No te gusta la dirección que lleva el país? ¡Vota por el partido que lo ha gobernado durante los últimos ocho años!”). Es más, McCain podría incluso ganar. Esto sólo puede ocurrir en Norteamérica.
Bush ha marcado la campaña de 2008 de varias formas. Quizá la más importante sea su impopularidad. El presidente Bush tiene los niveles de desaprobación más altos desde que la empresa Gallup comenzó la medición de estos índices. Sus niveles de aprobación son insignificantes. Estos pésimos datos, unidos a la cifra record de norteamericanos que piensan que su país va por “mal camino”, han proporcionado a los demócratas un fácil lema de campaña: “Cambio” frente a “más de lo mismo”. La opinión general en Washington desde hace tiempo ha sido que los demócratas tendrían que meter la pata hasta el fondo para perder las elecciones de 2008. Esta es una razón por la que Barack Obama se ha mantenido relativamente pasivo. Su temperamento tranquilo le lleva a hacer llamamientos no partidistas. Cuando habla en sus anuncios de campaña recientes no menciona a Bush o a McCain, a republicanos o tan siquiera a demócratas. No lo necesita. Lo único que tiene que hacer Obama es presentarse como una alternativa seria al dúo republicano. Entretanto, mientras que Obama evita criticar directamente a su contrincante, las campañas publicitarias en las que no aparece sostienen que McCain representa el tercer mandato de Bush.
Es un argumento difícil de defender. McCain tiene un largo historial de ruptura con su propio partido para buscar el consenso con los demócratas. Votó en contra de las reducciones de impuestos de Bush en 2001 y 2003. Defendió la campaña por la reforma de las leyes electorales con el senador demócrata liberal Russell Feingold de Wisconsin. Persiguió al republicano corrupto Jack Abramoff, destacado miembro de un grupo de presión. Desbarató un contrato por el cual Boeing iba a construir aviones cisterna porque pensó que era un robo a los contribuyentes. Rompió con el presidente Bush sobre el cambio climático y sobre las técnicas de interrogatorio que se utilizan contra los presos sospechosos de terrorismo. Aboga por una reforma liberal de la inmigración que rechazan la mayoría de los conservadores. McCain no es en absoluto el típico republicano, razón por la que esta carrera es tan reñida. Un republicano típico perdería estrepitosamente en las condiciones políticas actuales.
A pesar de todo, Obama ha tenido bastante éxito al vincular a McCain con el programa económico y la política exterior de Bush. Es más, McCain le ha puesto fácil a Obama el poder hacerlo. Por un lado, McCain cambió su postura respecto a los recortes de impuestos de Bush, comprometiéndose a renovarlos y ampliarlos en caso de ser elegido presidente. Se ganó con ello la confianza de los conservadores económicos. Pero ello tuvo un alto coste en su credibilidad, y permitió que Obama le retratase como un paladín de los ricos que, como probablemente habrán notado, no son exactamente populares estos días.
En política exterior, ha sido bueno para el país –pero quizá malo para McCain– que tras cuatro años de titubeos en Irak, el presidente Bush haya adoptado el aumento de tropas (surge) y el cambio de estrategia por el que McCain había abogado desde 2003. El aumento de las tropas ha sido un éxito increíble, al reducir la violencia en gran medida y permitir que se tomen los primeros pasos hacia la reconciliación política. Pero este éxito ha debilitado también la gran baza de McCain: la seguridad nacional. Al mismo tiempo que Irak se retiraba de las primeras páginas de los periódicos, se retiraba igualmente de la mente de los votantes. Se convirtió en una cuestión secundaria.
Como ha ocurrido siempre en las elecciones presidenciales tras el colapso de la Unión Soviética, la economía se impuso sobre la seguridad nacional. Las elecciones de 2002, 2004 y 2006 no parecen haber marcado el comienzo de una era en la que la principal preocupación de los votantes sea la política exterior. Parecen haber sido, al contrario, una aberración. Puesto que Irak se encuentra en camino hacia la estabilidad y la paz relativa, los votantes están mirando hacia dentro. No les gusta lo que ven. Y por lo tanto están dispuestos a apoyar a un candidato relativamente inexperto cuyo programa económico contrasta claramente con la política de los últimos ocho años.
La crisis financiera que se está produciendo en Wall Street ha dado una ventaja considerable a Obama. De hecho, la carrera estaba muy igualada en las semanas anteriores a la nacionalización de AIG, la mayor aseguradora del mundo, por parte del secretario del Tesoro Hank Paulson. Esto ya no es así. En el momento en que escribo, Obama ha vuelto a ponerse en cabeza y es poco probable que pierda esta posición aventajada mientras la economía del país esté en peligro y los políticos en Washington sean incapaces de acordar, y mucho menos, de poner en práctica, una respuesta eficaz.
La naturaleza de esa ventaja desmonta, sin embargo, uno de los mitos que rodean estas elecciones. El mito es que los comicios de 2008 son “los más importante de nuestra vida” (los políticos dicen esto en cada elección, por supuesto) y que realinearán la política norteamericana en una dirección liberal al introducir un enorme nuevo grupo de votantes en el proceso electoral. La campaña de Obama, una de las maquinarias más eficaces de la historia reciente, ha hecho todo lo posible para inscribir nuevos votantes entre los tres grupos de los que Obama obtiene más apoyos: los afroamericanos, los que se autoidentifican como liberales y los votantes menores de 30 años. Los dirigentes de la campaña de Obama piensan que estos nuevos votantes serás suficientes para dar la victoria a Obama. Según este argumento, el apoyo a Obama no necesita ser forzosamente muy amplio para que gane las elecciones; si el apoyo es lo bastante fuerte entre estos tres grupos clave, ganará. Todo lo demás sería la guinda en el pastel.
El problema de esta teoría es que ya se ha intentado antes… sin éxito. La coalición de Obama se parece sobremanera a la coalición que reunió George McGovern en las elecciones presidenciales de 1972 –una coalición con la que obtuvo los votos electorales de su estado natal, de la capital, Washington DC, y de aproximadamente el 38% de los votos populares–. No hace falta decir que Obama no quiere ser McGovern II. Se puede argumentar, como lo hacen John Judis y Ruy Teixeira en su libro The Emerging Democratic Majority, que los grupos que constituyeron la coalición de McGovern han crecido a tal punto en estos años que los demócratas pueden ganar con solo estos votos. Podría ser. Otro estudio más reciente del grupo centrista Democratic Leadership Council (DLC) alega que los votantes blancos sin título universitario –también conocidos como “la clase trabajadora blanca”– han decidido sistemáticamente los resultados de las elecciones más recientes. Este estudio del DLC sostiene que estos votantes suelen votar a los republicanos y el que Obama pueda o no atraer parte de ese apoyo determinará si los demócratas obtienen un triunfo holgado o una derrota por márgenes estrechos. Sin embargo, son estos mismos votantes quienes se han mostrado reticentes a apoyar a Obama. Por ello Obama nunca ha superado el 50% del apoyo en el Gallup Daily Tracking Poll, un sondeo que se realiza a diario. Es por ello que Norteamérica sigue siendo, incluso después de la tumultuosa presidencia de Bush, una nación repartida a partes iguales.
Es posible, sin duda, que Obama obtenga el voto de la clase trabajadora blanca y con ello la presidencia en una victoria arrolladora. El peligroso estado del sistema financiero norteamericano y la vacilante respuesta de John McCain ante la crisis bancaria hace que esto sea posible y quizá, si la economía empeora más todavía, incluso probable. Y si esto ocurriera, las elecciones serían realmente transformadoras –un reajuste hacia el centro-izquierda–. Pero no sería así porque la coalición de McGovern haya triunfado. Sería porque la clase trabajadora blanca habría vuelto en masa al Partido Demócrata, reconstruyendo la coalición del New Deal de Franklin Delano Roosevelt.
El tiempo lo dirá. Mientras tanto, podemos considerar otro gran vuelco de esta campaña en constante transformación. John McCain ganó puntos este verano porque encontró una causa y un mensaje. La causa fueron las exploraciones petroleras en el mar; McCain, en un esfuerzo por abordar los altos precios de la gasolina, quería suspender la prohibición de extraer petróleo en las zonas costas. El mensaje era que Obama es una celebridad fatua al que no puede confiársele el gobierno de la nación. Ahora tanto la causa como el mensaje de McCain han desaparecido. La causa se desvaneció porque los miembros demócratas del Congreso, conscientes de que estaban siendo golpeados con los precios de la energía, permitieron que la prohibición expirase el 1 de octubre. El mensaje desapareció porque McCain eligió a la gobernadora de Alaska Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia.
McCain eligió a Palin, de cuarenta y tantos años, en el segundo año de su primer mandato como gobernadora, porque quería agitar la carrera, y porque su primera opción, el senador por Connecticut Joseph Lieberman, un demócrata independiente que estaba a favor del aborto, habría provocado probablemente una escisión en el Partido Republicano y por lo tanto una derrota. Palin, una conservadora en materia social, activó inmediatamente las bases del partido opuestas al aborto. Su electrizante intervención ante la Convención Nacional Republicana fue el discurso ante una convención con mayor audiencia en la historia de EEUU. Atrajo a miles de espectadores a los mítines de campaña. Pero sus críticos plantearon serias dudas sobre su experiencia, juicio y capacidad a la hora de asumir la presidencia del país en caso de incapacidad de McCain. Durante algún tiempo, McCain y Palin pudieron esquivar estas críticas eficazmente.
Pero el manto protector con el que la campaña de McCain aisló a Palin fue contraproducente. Ocultarla a la prensa hizo que cada entrevista que daba fuera más importante que la anterior; y sus desiguales (por ser benévolos) actuaciones en estas entrevistas pronto pusieron nerviosos incluso a sus más ardientes seguidores. Obama, aunque su experiencia en la escena nacional no es mucho mayor que la de Palin, aparece como bien informado, inteligente y más presidenciable. Ya no es la celebridad fatua, todo estilo pero sin sustancia. Esa es Palin.
El surgimiento de Palin reafirma la importancia de los conservadores religiosos en la coalición republicana. Su activismo pro-vida y su asociación con grupos religiosos evangélicos en la vida norteamericana parece ser la línea divisoria entre sus seguidores y sus opositores. Los admiradores de Palin ven en esta madre de cinco hijos una auténtica representante de los valores conservadores de la clase media estadounidense –trabajadora, religiosa practicante, con familia numerosa–. Sus opositores ven a Palin como una mojigata estrecha de miras que quiere exportar sus usos y costumbres pueblerinos al resto del país. En realidad, Palin es mucho más de lo que cualquiera de estas dos caricaturas sugiere. Es una política de talento que ascendió desde la alcaldía de un suburbio de Anchorage al puesto de gobernadora de Alaska desbancando al establishment de su propio partido y enfrentándose a las empresas petroleras que tienden a considerar Alaska como su feudo personal. Es en cierta medida el gobernador más popular de EEUU. Hace falta una gran habilidad política y mucha astucia para conseguir estas cosas siendo tan joven.
¿Por qué persiste la caricatura, entonces? Porque la elección de Palin por parte de McCain hizo algo más que subvertir el mensaje con el que había estado compitiendo frente a Obama. Inyectó además conflicto cultural en lo que hasta entonces había sido una campaña relativamente serena y tranquila. Los debates más encendidos en la política estadounidense no se dan entre pobres y ricos, sino entre los ricos que quieren restablecer las llamadas costumbres tradicionales en el ámbito público, y los otros ricos que quieren proteger la decisión del Tribunal Supremo de 1973 Roe versus Wade que legalizó el aborto en todos los trimestres del embarazo, así como los derechos judicialmente sancionados de las minorías étnicas, sexuales y religiosas. Aunque se opone a Roe, McCain –a diferencia de George W. Bush– nunca se ha mostrado abiertamente como un conservador sociocultural y tiende a mantener su religión para sí mismo. De ahí que, antes de la llegada de Palin, la campaña se librara sobre la seguridad nacional y la política económica –asuntos que, pese a ser importantes, no suscitan las mismas pasiones que el aborto, la investigación sobre células madre, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la religiosidad en la esfera pública y otras cuestiones semejantes–. La elección de Palin por parte de McCain garantizó que esas cuestiones saltaran a la primera plana, y trajeran con ellas todo la virulencia que ha teñido la política norteamericana en los últimos ocho años.
Conclusión
Decir esto no significa sugerir que McCain haya inflamado a propósito las controversias culturales. Todas las cuestiones deben ser debatidas en profundidad, y ambos bandos son culpables de excesos retóricos. Pero decimos que, en un año electoral dominado por la idea de “cambio”, EEUU ha cambiado menos de lo que algunos podrían pensar: sus elites siguen estando divididas por diferencias sobre asuntos sociales capitales; su economía es una vez más la principal preocupación de los votantes; sus elecciones siguen siendo decididas por votantes de la clase trabajadora blanca que en las últimas dos décadas ha estado bastante desligada de ambos partidos políticos; y todavía tiene el don político de hacer surgir a personajes fascinantes y maravillosos en tiempos de crisis –el primer candidato afroamericano a la presidencia de su historia, un ex héroe de guerra que se ha hecho una carrera rebelándose contra su partido–. ¡Qué país! Y qué campaña.
“El presidente Bush”, escribió el corresponsal del New York Times en la Casa Blanca Peter Baker en agosto, “evita hablar de un legado”. Aun así, hay un legado concreto de Bush que no puede discutirse. Ni Bush ni su vicepresidente Richard Cheney se presentan a las elecciones presidenciales este año –Bush no puede presentarse a un tercer mandato y Cheney optó por no presentarse–. Y esto ha contribuido directamente a hacer de las elecciones presidenciales norteamericanas de 2008 las más abiertas e interesantes desde hace décadas. Es la primera vez desde 1952 que ni el presidente ni el vicepresidente en ejercicio se presentan a otro mandato. Es la primera vez en la historia moderna que los candidatos presidenciales de ambos partidos son senadores. Es solo la segunda vez en las últimas ocho elecciones presidenciales que no se presenta un Bush como candidato republicano a la presidencia o la vicepresidencia. Y los favoritos consolidados de ambos partidos en 2007 –Hillary Clinton en el bando demócrata, Rudolph Giuliani en el republicano– perdieron, respectivamente, frente a un recién llegado (Barack Obama) y un apóstata (John McCain).
Las elecciones de 2008 se han caracterizado por incumplir las expectativas. Hace un año, mientras la guerra en Irak iba mal, la seguridad nacional era la cuestión dominante en la campaña. Esto ya no es así. La situación en Irak es hoy por hoy relativamente estable y el sector financiero estadounidense es un caos. Hace un año, el célebre analista político Michael Barone vaticinaba una época de “política abierta”, en la cual “no hay alianzas permanentes, en la que surgen nuevos líderes con nuevas estrategias y tácticas, en la que los votantes, en lugar de formarse en dos ejércitos coherentes y cohesionados, deambulan de un lado a otro, uniéndose primero a un bando y luego a otro”. Hoy en día, las encuestas nacionales y los mapas de estados indecisos muestran una reñida contienda no muy distinta de las campañas presidenciales de 2000 y 2004. Durante el pasado año y medio, Barack Obama ha desplegado un mensaje de “cambio” para catapultarse de senador novato a favorito a las presidenciales norteamericanas. En la actualidad, en una descarada maniobra –se podría calificar de audaz–, el candidato presidencial republicano John McCain de Arizona ha adoptado el mensaje del “cambio” y se presenta con un programa de reforma y oposición al statu quo. Ha sido un año de de grandes sorpresas, cuando un partido en su punto más bajo de popularidad (el Republicano) nombraba a un candidato que a nadie le gustaba particularmente (McCain) para presentar un programa que nadie podría haber imaginado (“¿No te gusta la dirección que lleva el país? ¡Vota por el partido que lo ha gobernado durante los últimos ocho años!”). Es más, McCain podría incluso ganar. Esto sólo puede ocurrir en Norteamérica.
Bush ha marcado la campaña de 2008 de varias formas. Quizá la más importante sea su impopularidad. El presidente Bush tiene los niveles de desaprobación más altos desde que la empresa Gallup comenzó la medición de estos índices. Sus niveles de aprobación son insignificantes. Estos pésimos datos, unidos a la cifra record de norteamericanos que piensan que su país va por “mal camino”, han proporcionado a los demócratas un fácil lema de campaña: “Cambio” frente a “más de lo mismo”. La opinión general en Washington desde hace tiempo ha sido que los demócratas tendrían que meter la pata hasta el fondo para perder las elecciones de 2008. Esta es una razón por la que Barack Obama se ha mantenido relativamente pasivo. Su temperamento tranquilo le lleva a hacer llamamientos no partidistas. Cuando habla en sus anuncios de campaña recientes no menciona a Bush o a McCain, a republicanos o tan siquiera a demócratas. No lo necesita. Lo único que tiene que hacer Obama es presentarse como una alternativa seria al dúo republicano. Entretanto, mientras que Obama evita criticar directamente a su contrincante, las campañas publicitarias en las que no aparece sostienen que McCain representa el tercer mandato de Bush.
Es un argumento difícil de defender. McCain tiene un largo historial de ruptura con su propio partido para buscar el consenso con los demócratas. Votó en contra de las reducciones de impuestos de Bush en 2001 y 2003. Defendió la campaña por la reforma de las leyes electorales con el senador demócrata liberal Russell Feingold de Wisconsin. Persiguió al republicano corrupto Jack Abramoff, destacado miembro de un grupo de presión. Desbarató un contrato por el cual Boeing iba a construir aviones cisterna porque pensó que era un robo a los contribuyentes. Rompió con el presidente Bush sobre el cambio climático y sobre las técnicas de interrogatorio que se utilizan contra los presos sospechosos de terrorismo. Aboga por una reforma liberal de la inmigración que rechazan la mayoría de los conservadores. McCain no es en absoluto el típico republicano, razón por la que esta carrera es tan reñida. Un republicano típico perdería estrepitosamente en las condiciones políticas actuales.
A pesar de todo, Obama ha tenido bastante éxito al vincular a McCain con el programa económico y la política exterior de Bush. Es más, McCain le ha puesto fácil a Obama el poder hacerlo. Por un lado, McCain cambió su postura respecto a los recortes de impuestos de Bush, comprometiéndose a renovarlos y ampliarlos en caso de ser elegido presidente. Se ganó con ello la confianza de los conservadores económicos. Pero ello tuvo un alto coste en su credibilidad, y permitió que Obama le retratase como un paladín de los ricos que, como probablemente habrán notado, no son exactamente populares estos días.
En política exterior, ha sido bueno para el país –pero quizá malo para McCain– que tras cuatro años de titubeos en Irak, el presidente Bush haya adoptado el aumento de tropas (surge) y el cambio de estrategia por el que McCain había abogado desde 2003. El aumento de las tropas ha sido un éxito increíble, al reducir la violencia en gran medida y permitir que se tomen los primeros pasos hacia la reconciliación política. Pero este éxito ha debilitado también la gran baza de McCain: la seguridad nacional. Al mismo tiempo que Irak se retiraba de las primeras páginas de los periódicos, se retiraba igualmente de la mente de los votantes. Se convirtió en una cuestión secundaria.
Como ha ocurrido siempre en las elecciones presidenciales tras el colapso de la Unión Soviética, la economía se impuso sobre la seguridad nacional. Las elecciones de 2002, 2004 y 2006 no parecen haber marcado el comienzo de una era en la que la principal preocupación de los votantes sea la política exterior. Parecen haber sido, al contrario, una aberración. Puesto que Irak se encuentra en camino hacia la estabilidad y la paz relativa, los votantes están mirando hacia dentro. No les gusta lo que ven. Y por lo tanto están dispuestos a apoyar a un candidato relativamente inexperto cuyo programa económico contrasta claramente con la política de los últimos ocho años.
La crisis financiera que se está produciendo en Wall Street ha dado una ventaja considerable a Obama. De hecho, la carrera estaba muy igualada en las semanas anteriores a la nacionalización de AIG, la mayor aseguradora del mundo, por parte del secretario del Tesoro Hank Paulson. Esto ya no es así. En el momento en que escribo, Obama ha vuelto a ponerse en cabeza y es poco probable que pierda esta posición aventajada mientras la economía del país esté en peligro y los políticos en Washington sean incapaces de acordar, y mucho menos, de poner en práctica, una respuesta eficaz.
La naturaleza de esa ventaja desmonta, sin embargo, uno de los mitos que rodean estas elecciones. El mito es que los comicios de 2008 son “los más importante de nuestra vida” (los políticos dicen esto en cada elección, por supuesto) y que realinearán la política norteamericana en una dirección liberal al introducir un enorme nuevo grupo de votantes en el proceso electoral. La campaña de Obama, una de las maquinarias más eficaces de la historia reciente, ha hecho todo lo posible para inscribir nuevos votantes entre los tres grupos de los que Obama obtiene más apoyos: los afroamericanos, los que se autoidentifican como liberales y los votantes menores de 30 años. Los dirigentes de la campaña de Obama piensan que estos nuevos votantes serás suficientes para dar la victoria a Obama. Según este argumento, el apoyo a Obama no necesita ser forzosamente muy amplio para que gane las elecciones; si el apoyo es lo bastante fuerte entre estos tres grupos clave, ganará. Todo lo demás sería la guinda en el pastel.
El problema de esta teoría es que ya se ha intentado antes… sin éxito. La coalición de Obama se parece sobremanera a la coalición que reunió George McGovern en las elecciones presidenciales de 1972 –una coalición con la que obtuvo los votos electorales de su estado natal, de la capital, Washington DC, y de aproximadamente el 38% de los votos populares–. No hace falta decir que Obama no quiere ser McGovern II. Se puede argumentar, como lo hacen John Judis y Ruy Teixeira en su libro The Emerging Democratic Majority, que los grupos que constituyeron la coalición de McGovern han crecido a tal punto en estos años que los demócratas pueden ganar con solo estos votos. Podría ser. Otro estudio más reciente del grupo centrista Democratic Leadership Council (DLC) alega que los votantes blancos sin título universitario –también conocidos como “la clase trabajadora blanca”– han decidido sistemáticamente los resultados de las elecciones más recientes. Este estudio del DLC sostiene que estos votantes suelen votar a los republicanos y el que Obama pueda o no atraer parte de ese apoyo determinará si los demócratas obtienen un triunfo holgado o una derrota por márgenes estrechos. Sin embargo, son estos mismos votantes quienes se han mostrado reticentes a apoyar a Obama. Por ello Obama nunca ha superado el 50% del apoyo en el Gallup Daily Tracking Poll, un sondeo que se realiza a diario. Es por ello que Norteamérica sigue siendo, incluso después de la tumultuosa presidencia de Bush, una nación repartida a partes iguales.
Es posible, sin duda, que Obama obtenga el voto de la clase trabajadora blanca y con ello la presidencia en una victoria arrolladora. El peligroso estado del sistema financiero norteamericano y la vacilante respuesta de John McCain ante la crisis bancaria hace que esto sea posible y quizá, si la economía empeora más todavía, incluso probable. Y si esto ocurriera, las elecciones serían realmente transformadoras –un reajuste hacia el centro-izquierda–. Pero no sería así porque la coalición de McGovern haya triunfado. Sería porque la clase trabajadora blanca habría vuelto en masa al Partido Demócrata, reconstruyendo la coalición del New Deal de Franklin Delano Roosevelt.
El tiempo lo dirá. Mientras tanto, podemos considerar otro gran vuelco de esta campaña en constante transformación. John McCain ganó puntos este verano porque encontró una causa y un mensaje. La causa fueron las exploraciones petroleras en el mar; McCain, en un esfuerzo por abordar los altos precios de la gasolina, quería suspender la prohibición de extraer petróleo en las zonas costas. El mensaje era que Obama es una celebridad fatua al que no puede confiársele el gobierno de la nación. Ahora tanto la causa como el mensaje de McCain han desaparecido. La causa se desvaneció porque los miembros demócratas del Congreso, conscientes de que estaban siendo golpeados con los precios de la energía, permitieron que la prohibición expirase el 1 de octubre. El mensaje desapareció porque McCain eligió a la gobernadora de Alaska Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia.
McCain eligió a Palin, de cuarenta y tantos años, en el segundo año de su primer mandato como gobernadora, porque quería agitar la carrera, y porque su primera opción, el senador por Connecticut Joseph Lieberman, un demócrata independiente que estaba a favor del aborto, habría provocado probablemente una escisión en el Partido Republicano y por lo tanto una derrota. Palin, una conservadora en materia social, activó inmediatamente las bases del partido opuestas al aborto. Su electrizante intervención ante la Convención Nacional Republicana fue el discurso ante una convención con mayor audiencia en la historia de EEUU. Atrajo a miles de espectadores a los mítines de campaña. Pero sus críticos plantearon serias dudas sobre su experiencia, juicio y capacidad a la hora de asumir la presidencia del país en caso de incapacidad de McCain. Durante algún tiempo, McCain y Palin pudieron esquivar estas críticas eficazmente.
Pero el manto protector con el que la campaña de McCain aisló a Palin fue contraproducente. Ocultarla a la prensa hizo que cada entrevista que daba fuera más importante que la anterior; y sus desiguales (por ser benévolos) actuaciones en estas entrevistas pronto pusieron nerviosos incluso a sus más ardientes seguidores. Obama, aunque su experiencia en la escena nacional no es mucho mayor que la de Palin, aparece como bien informado, inteligente y más presidenciable. Ya no es la celebridad fatua, todo estilo pero sin sustancia. Esa es Palin.
El surgimiento de Palin reafirma la importancia de los conservadores religiosos en la coalición republicana. Su activismo pro-vida y su asociación con grupos religiosos evangélicos en la vida norteamericana parece ser la línea divisoria entre sus seguidores y sus opositores. Los admiradores de Palin ven en esta madre de cinco hijos una auténtica representante de los valores conservadores de la clase media estadounidense –trabajadora, religiosa practicante, con familia numerosa–. Sus opositores ven a Palin como una mojigata estrecha de miras que quiere exportar sus usos y costumbres pueblerinos al resto del país. En realidad, Palin es mucho más de lo que cualquiera de estas dos caricaturas sugiere. Es una política de talento que ascendió desde la alcaldía de un suburbio de Anchorage al puesto de gobernadora de Alaska desbancando al establishment de su propio partido y enfrentándose a las empresas petroleras que tienden a considerar Alaska como su feudo personal. Es en cierta medida el gobernador más popular de EEUU. Hace falta una gran habilidad política y mucha astucia para conseguir estas cosas siendo tan joven.
¿Por qué persiste la caricatura, entonces? Porque la elección de Palin por parte de McCain hizo algo más que subvertir el mensaje con el que había estado compitiendo frente a Obama. Inyectó además conflicto cultural en lo que hasta entonces había sido una campaña relativamente serena y tranquila. Los debates más encendidos en la política estadounidense no se dan entre pobres y ricos, sino entre los ricos que quieren restablecer las llamadas costumbres tradicionales en el ámbito público, y los otros ricos que quieren proteger la decisión del Tribunal Supremo de 1973 Roe versus Wade que legalizó el aborto en todos los trimestres del embarazo, así como los derechos judicialmente sancionados de las minorías étnicas, sexuales y religiosas. Aunque se opone a Roe, McCain –a diferencia de George W. Bush– nunca se ha mostrado abiertamente como un conservador sociocultural y tiende a mantener su religión para sí mismo. De ahí que, antes de la llegada de Palin, la campaña se librara sobre la seguridad nacional y la política económica –asuntos que, pese a ser importantes, no suscitan las mismas pasiones que el aborto, la investigación sobre células madre, los matrimonios entre personas del mismo sexo, la religiosidad en la esfera pública y otras cuestiones semejantes–. La elección de Palin por parte de McCain garantizó que esas cuestiones saltaran a la primera plana, y trajeran con ellas todo la virulencia que ha teñido la política norteamericana en los últimos ocho años.
Conclusión
Decir esto no significa sugerir que McCain haya inflamado a propósito las controversias culturales. Todas las cuestiones deben ser debatidas en profundidad, y ambos bandos son culpables de excesos retóricos. Pero decimos que, en un año electoral dominado por la idea de “cambio”, EEUU ha cambiado menos de lo que algunos podrían pensar: sus elites siguen estando divididas por diferencias sobre asuntos sociales capitales; su economía es una vez más la principal preocupación de los votantes; sus elecciones siguen siendo decididas por votantes de la clase trabajadora blanca que en las últimas dos décadas ha estado bastante desligada de ambos partidos políticos; y todavía tiene el don político de hacer surgir a personajes fascinantes y maravillosos en tiempos de crisis –el primer candidato afroamericano a la presidencia de su historia, un ex héroe de guerra que se ha hecho una carrera rebelándose contra su partido–. ¡Qué país! Y qué campaña.