21 de octubre de 2008

LA CRISIS FINANCIERA MUNDIAL: CAUSAS Y RESPUESTA POLÍTICA


Federico Steinberg

Introducción

Ya nadie cuestiona que nos encontramos ante la mayor crisis financiera internacional desde la Gran Depresión. Desde septiembre de 2008 se han producido acontecimientos sin precedentes que están reconfigurando el sistema financiero internacional y que desafían la ortodoxia económica liberal, que se mantenía prácticamente incuestionada desde los años 90 bajo el liderazgo de EEUU. Así, la crisis subprime que estalló en agosto de 2007 se ha transformado en una crisis financiera sistémica, cuyo epicentro ya no está sólo en EEUU, sino que se ha desplazado a Europa y Japón y está teniendo un fuerte impacto en el crecimiento de las economías emergentes.

La banca de inversión ha desaparecido, los gobiernos han redefinido el papel de prestamista de última instancia y se han lanzado paquetes de rescate a ambos lados del Atlántico, primero para instituciones concretas y después para el conjunto del sistema bancario. El G7 asegura que empleará todos los instrumentos a su alcance para apoyar a las instituciones financieras que lo necesiten, pero al no haber presentado un plan coordinado carece de credibilidad. El Congreso estadounidense ha dado luz verde a la segunda a su plan de rescate, el Troubled Asset Relief Program (TARP), dotado con 700.000 millones de dólares y que finalmente dedicará 250.000 millones a inyectar fondos para recapitalizar –y nacionalizar parcialmente– la banca, algo que muchos republicanos no aprueban (el resto se destinará a la compra de activos tóxicos). El Reino Unido, mostrando un inusual liderazgo, ha nacionalizado parte de su sistema bancario y asegurará los créditos interbancarios. El eurogrupo seguirá el modelo británico, aunque cada país ha habilitado cuantías diferentes para comprar acciones preferentes de los bancos descapitalizados o apoyarlos con sus problemas de financiación a corto plazo (el total de fondos disponibles para atajar la crisis en Europa asciende a más de 2,5 billones de euros).

Además, los bancos centrales han abierto nuevas vías para aumentar la liquidez. En EEUU la Fed ha comenzado a prestar directamente al sector privado a través de la compra de papel comercial sin garantías, lo que supone saltarse a los intermediarios financieros bancarios. En Europa, el BCE ha eliminado las subastas hasta enero, lo que supone que pondrá a disposición del sistema bancario toda la liquidez que sea necesaria, y el Banco de Inglaterra ha decidido asegurar las emisiones de deuda a corto y medio plazo de los bancos. En definitiva, las autoridades de los países avanzados han dejado claro que están dispuestos a facilitar toda la liquidez que sea necesaria, tanto para garantizar los depósitos y rescatar instituciones en riesgo como para que se recupere la confianza en el mercado interbancario y que el dinero vuelva a fluir hacia las empresas, nacionalizando la banca si es necesario. Lo harán incluso si eso supone tomar riesgos que podrían llevar a la propia descapitalización de sus bancos centrales. Por último, en una acción sin precedentes, el 9 de octubre los principales bancos centrales del mundo (incluido el de China) han rebajado de forma coordinada los tipos de interés en medio punto, lo que supone reconocer que sólo una respuesta global puede frenar la crisis.

A pesar de la batería de medidas adoptadas por los gobiernos y los bancos centrales –que han llegado tarde pero que demuestran que se ha aprendido de anteriores crisis– por el momento la falta de liquidez y de confianza se mantienen. Además, el contagio se ha visto facilitado por la elevada integración del sistema financiero internacional y por la sensación de falta de un liderazgo claro y de coordinación transatlántica. Un elemento que ha aumentado aún más la desconfianza es que el FMI ha revisado al alza su estimación de las pérdidas del sistema bancario mundial derivadas de la crisis hipotecaria estadounidense. Ahora las sitúa en 1,4 billones de dólares (455.000 millones más que en abril), lo que supone que hasta el momento sólo se habrían hecho públicas la mitad de las pérdidas, es decir, que todavía podrían quebrar más bancos. Además, en sus perspectivas económicas de octubre el FMI ha constatado que la contracción del crédito ya ha golpeado a la economía real, precipitando la recesión en varios países desarrollados y haciendo previsibles incrementos significativos en las tasas de desempleo durante 2009. De hecho, el Fondo pronostica que la economía mundial se desacelerará considerablemente y crecerá al 3,9% en 2008 y al 3,0% en 2009 (1,9% si se mide a tipos de cambio de mercado), su tasa más lenta desde 2002. Este menor crecimiento contribuirá a moderar significativamente la inflación (especialmente la de los alimentos, las materias primas y la energía), pero el actual contexto de crisis y la situación de “trampa de la liquidez” en la que parecen encontrarse algunas economías avanzadas indican que la deflación supone un riesgo mayor a medio plazo que la inflación.

Y es que lo que en un principio parecía sólo un problema de liquidez se estar revelando además como un problema de solvencia que requiere una fuerte recapitalización del sistema bancario en los países avanzados, que necesariamente pasa por un rescate del sector público (la pregunta, sobre todo en EEUU, es en qué medida el Estado nacionalizará la banca). También se hace imprescindible un paquete de estímulo fiscal coordinado en el que los países emergentes, sobre todo China, deberían jugar un papel. Aumentar el gasto y recapitalizar la banca no evitará la recesión, pero reducirá su duración y su impacto sobre el empleo siempre que se haga de forma coordinada (las soluciones unilaterales corren el riesgo de ser inefectivas y servir sólo para aumentar la deuda pública de los países ricos). Por último, es necesario mejorar la regulación financiera, reforzando la supervisión de los mercados de derivados de crédito y elevando los requerimientos de capital de las instituciones financieras para evitar niveles de apalancamiento y riesgo tan elevados como los actuales.

Pero todo ello exige liderazgo político, porque la historia muestra que en un momento como el actual las soluciones técnicas, por sí solas, no devuelven la confianza a los mercados. En un mundo multipolar como el actual no existe una potencia hegemónica capaz de tomar las riendas de la situación. Eso no significa que no pueda haber liderazgo, pero para bien o para mal sólo se puede aspirar a un liderazgo compartido. Por lo tanto, las instituciones nacionales de los países avanzados y de las potencias emergentes tendrán que coordinarse y además será necesario reforzar los foros de cooperación multilateral, lo que requiere aumentar su legitimidad.

Este artículo analiza las causas de la crisis, evalúa las respuestas económicas y políticas que los gobiernos han puesto en marcha y explora su impacto geopolítico.

¿Cómo hemos llegado hasta aquí?

La crisis financiera mundial es el resultado la liberalización financiera de las últimas dos décadas –que no fue acompañada de una nueva regulación adecuada– y del exceso de liquidez global, generado principalmente por EEUU. Ambas alimentaron una euforia financiera que distorsionó la percepción del riesgo, llevando a un exceso de apalancamiento que, sumado al sobreendeudamiento de familias y empresas y a la escasa regulación del sector bancario no tradicional, dieron lugar a burbujas, tanto inmobiliarias como de otros activos. El estallido de la burbuja inmobiliaria en EEUU precipitó la crisis y la globalización financiera la extendió rápidamente por todo el mundo.

Pero todo ello no hubiera sido posible sin el cambio radical que el sector financiero ha experimentado en los últimos años. La banca comercial, cuyo negocio tradicional era aceptar depósitos y dar préstamos que se mantenían en sus balances, ha dejado de ser el actor principal del sistema financiero internacional. El nuevo modelo, basado en la titulización de activos, consistía en que los bancos de inversión (los nuevos intermediarios entre los bancos comerciales y los inversores) creaban derivados financieros estructurados (conocidos como Structured Investment Vehicles, SIV) que permitían que los bancos comerciales subdividieran y reagruparan sus activos, sobre todo hipotecas, y los revendieran en el mercado en forma de obligaciones cuyo respaldo último era el pago de las hipotecas (Mortgage Backed Securities, MBS), muchas veces fuera de su balance. Este modelo, conocido como “originar y distribuir” y que tuvo como principal defensor al ex presidente de la Fed Alan Greenspan, debía permitir tanto la cobertura de riesgos como su transferencia desde aquellos inversores más conservadores hacia los que tenían una menor aversión al mismo y buscaban mayor rentabilidad. Con ello, se aseguraría una asignación óptima de capital, que multiplicaría de forma espectacular el crédito y promovería el crecimiento económico a largo plazo. La libre movilidad de capitales permitió que los derivados financieros se comercializaran en todo el mundo. Hoy su valor total asciende a 390 billones de euros, casi siete veces el PIB mundial y cinco veces más que hace seis años. Los mercados financieros están plenamente globalizados.

Pero con la repetida reestructuración de activos y las múltiples ventas para transferir el riesgo llegó un momento en que se hizo imposible dilucidar el nivel de riesgo real de cada uno de los títulos. En este sentido las agencias de rating, pese a no reconocerlo, eran incapaces de cumplir su tarea. Aunque la mayoría de los derivados financieros tenían como activo subyacente el pago de las hipotecas estadounidenses, el mercado que más creció en los últimos años (hasta los 62 billones de dólares) fue el de las permutas financieras para asegurar contra el riesgo de impagos de los nuevos derivados de crédito (Credit Default Swaps, CDS), lo que permitió que nuevos actores, como las compañías de seguros, entraran en el mercado de derivados. De hecho, mientras no se produjeron impagos los CDS se convirtieron en un excelente negocio.

Este modelo generó enormes beneficios para sus participantes y contribuyó (aunque no fue la única causa) al elevado e insostenible crecimiento de la economía mundial entre 2003 y 2007. Además, el exceso de ahorro en las economías emergentes (sobre todo en China y los países exportadores de petróleo) y su escasez en EEUU incrementó los flujos de capital hacia EEUU, alimentando su déficit por cuenta corriente, y con él los desequilibrios macroeconómicos globales (en 2007 EEUU absorbió casi la mitad del ahorro mundial, el Reino Unido, España y Australia otro 20% y las reservas de los bancos centrales de los países en desarrollo superaron los 5 billones de dólares –1,9 billones en China–). Pero como la mayoría de las entradas de capital iban a parar al sector inmobiliario y no a otro tipo de inversiones más productivas, en última instancia el modelo se basaba en que los estadounidenses pudieran pagar sus hipotecas, lo que a su vez dependía de que el precio de sus viviendas siguiera subiendo, condición necesaria para que los hipotecados pudieran refinanciar su deuda contra el valor apreciado de su inmueble. Y la existencia de un mercado hipotecario subprime, en el que se otorgaban hipotecas a individuos con dudosa capacidad de pago, incrementaba los riesgos (también debe reconocerse que gracias a ese mercado muchos estadounidenses que anteriormente no tenían acceso al crédito, pudieron comprar un inmueble. Y algunos sí están pudiendo hacer frente a su hipoteca).

Aunque fuera posible prever que los precios inmobiliarios no podrían continuar subiendo indefinidamente, el elevado crecimiento de la economía mundial, la baja inflación, los bajos tipos de interés (negativos en términos reales) y la estabilidad macroeconómica (lo que se conoce como el período de “la gran moderación”) redujeron la aversión al riesgo. Ello llevó a un mayor apalancamiento, incentivó aún más la innovación financiera y las operaciones fuera de balance y dio lugar a lo que a la postre se ha revelado como una euforia irracional. Además, mientras duró el boom, no parecía existir la necesidad ni de revisar la regulación ni de modificar la política monetaria. Ninguna autoridad quería ser responsable de frenar el crecimiento. De hecho, la brusca bajada de tipos de interés de la Fed ante la recesión de 2001 (y el mantenimiento de los mismos en el 1% durante un año) fue considerada como una excelente maniobra para acortar la recesión en EEUU tras los ataques del 11–S. Sin embargo, hoy se interpreta como una política errónea que contribuyó a inflar los precios de los activos, sobre todo los inmobiliarios, impidiendo el ajuste que la economía estadounidense necesitaba para tener un crecimiento sostenible a largo plazo (también puede argumentarse, como hizo el presidente de la Fed Ben Bernanke con su hipótesis del Global Savings Glut, que China, con su elevada tasa de ahorro y su tipo de cambio intervenido y subvalorado, fue el auténtico causante de los desequilibrios externos estadounidenses). Por último, la idea de que los mercados financieros funcionan de forma eficiente y que los agentes son suficientemente racionales como para asignar de forma adecuada el riesgo (sobre todo si utilizan modelos matemáticos sofisticados) terminaban de legitimar el modelo.

Pero al final la confianza en el mercado fue excesiva porque Hyman Minsky tenía razón. Los mercados financieros son incapaces de autorregularse y tienden al desequilibrio, sobre todo tras largos períodos de crecimiento y estabilidad que incentivan los excesos y las Manías. El sistema financiero internacional es inherentemente inestable por lo que, según Minsky, no es posible escapar de crisis financieras periódicas, cuyas consecuencias serán más devastadoras cuanto mayor sea el período de crecimiento que las preceda.

Aún así, el desarrollo de la crisis no ha sido lineal y las decisiones, tanto técnicas como políticas, tomadas en el último año y medio han condicionado (y continuarán condicionando) su desarrollo, para bien o para mal. Por eso es esencial que las autoridades no repitan algunos de los errores cometidos y muestren el liderazgo suficiente para evitar un largo período de estancamiento. Algo que tanto el Reino Unido como el eurogrupo han empezado a hacer.

El estallido de la burbuja inmobiliaria en EEUU y las primeras quiebras derivadas del mercado subprime se remontan a agosto de 2007, cuando el aumento de la morosidad generó importantes pérdidas en las instituciones financieras. Desde entonces, la Fed ha recortado los tipos de interés y los bancos centrales de todo el mundo han inyectado liquidez al sistema bancario, lo que ha permitido contener la situación aunque no evitar la desaceleración ni recuperar la confianza en el mercado interbancario. En febrero y marzo de 2008, los rescates del banco comercial británico Northern Rock y del banco de inversión estadounidense Bear Stearns supusieron una primera llamada de atención sobre la gravedad de la crisis. Era la primera vez (en esta crisis) que un banco de inversión estadounidense era rescatado para evitar un colapso sistémico y que las autoridades británicas intervenían para evitar un pánico bancario.

Pero fue en septiembre de 2008, con la quiebra de Leeman Brothers, cuando la crisis alcanzó una nueva dimensión (el rescate de los dos gigantes hipotecarios estadounidenses, Fannie Mae y Freddie Mac, también puso de manifiesto que el colapso inmobiliario norteamericano era de enormes proporciones, pero ambas instituciones tenían un estatus semipúblico, por lo que era de esperar que el gobierno estadounidense utilizara fondos públicos para salvarlas). Dejar caer a Leeman Brothers ha sido, posiblemente, el mayor error que se ha cometido hasta la fecha y nunca se sabrá si el Tesoro estadounidense y la Fed no lo rescataron porque su visión pro–mercado (según la cual el Estado no debería ayudar a todas las instituciones financieras en problemas) les impidió analizar objetivamente las consecuencias de sus actos o porque no tenían información suficiente y adecuada para evaluar el impacto real de la medida. En cualquier caso, como Leeman Brothers era un actor tan relevante a nivel global su desaparición, además de generar enormes pérdidas para sus acreedores, congeló el mercado monetario estadounidense a corto plazo, un mercado de 2,5 billones de euros que las empresas de todo el mundo utilizan para financiar sus operaciones a corto plazo. El pánico global que desató la quiebra de Leeman Brothers también terminó de secar el mercado interbancario y dio lugar a una volatilidad en los mercados sin precedentes. La quiebra de una institución sistémica desataba una crisis sistémica.

El rescate y la nacionalización días después de American Internacional Group (AIG), la mayor aseguradora estadounidense, no sólo significó una redefinición del papel de prestamista de última instancia (las empresas de seguros en principios no se consideraban sistémicas, pero AIG se había introducido en el mercado de CDS), sino que introdujo todavía más incertidumbre sobre qué instituciones merecían ser rescatadas y cuales no. Ello obligó al gobierno Bush a lanzar el plan de rescate de 700.000 millones de dólares al tiempo que desaparecía la banca de inversión (Bear Stearns y Lehman Brothers ya habían quebrado, Merrill Lynch fue adquirida por Bank of America y Goldman Sachs y Morgan Stanley solicitaron la transformación en bancos comerciales, sujetos a mayor regulación y capaces de captar depósitos). Al mismo tiempo, el contagio alcanzó a Europa, con quiebras bancarias en el Reino Unido, el Benelux y Alemania, lo que aceleró acciones unilaterales que pusieron de manifiesto la falta de coordinación y la debilidad de la gobernanza económica europea.

Como explica Krugman, a quien se concedió el premio Nobel de economía en medio de la crisis, el sistema financiero está más integrado y apalancado que en cualquier momento de la historia. Por lo tanto, según iba cayendo el precio de los activos inmobiliarios y sus derivados y se iban haciendo públicas las pérdidas bancarias, las instituciones financieras se encontraban con demasiada deuda y poco capital. Entonces se veían obligados a vender parte de sus títulos (la falta de liquidez les impedía pedir nuevos préstamos a otros bancos), lo que deprimía aún más los precios y causaba nuevas pérdidas, además de dejar sin crédito al sector productivo. Este círculo vicioso de desapalancamiento y descapitalización era a la vez imparable y global. Solo una fuerte intervención pública podía frenarlo.

La respuesta a la crisis: el reto del liderazgo

Aunque esta crisis es la mayor desde el crash del 29, las dos son muy diferentes. En aquella ocasión la economía mundial experimentó deflación y las tasas de desempleo superaron el 20% en un momento en que los Estados no tenían redes de cobertura social como las que existen actualmente. Además, no había economías emergentes (entonces periféricas) capaces de aportar crecimiento y financiación al centro. Por lo tanto, aunque en los próximos años el desempleo crecerá y la inflación caerá es muy probable que la economía mundial pueda escapar de una depresión como la de los años 30. Y la razón fundamental es que se ha aprendido mucho de aquella crisis, sobre todo en el aspecto técnico. La asignatura pendiente continúa siendo la del liderazgo político.

De hecho, las autoridades no están repitiendo los dos errores más graves que se cometieron en los años 30 porque han internalizado las dos explicaciones más conocidas de la Gran Depresión, la de John Maynard Keynes en la Teoría general de 1936 y la de Milton Friedman y Anna Schwartz en Una historia monetaria de Estados Unidos, 1867–1960, publicada en 1963. Keynes explicó la Gran Depresión por la insuficiencia de demanda efectiva de la que sólo se pudo escapar mediante una política fiscal expansiva. Para Friedman y Schwartz el crash del 29 fue el resultado de una mala política monetaria de la Fed, que no inyectó suficiente liquidez en la economía a tiempo. Afortunadamente, como hemos visto arriba los bancos centrales están inyectando liquidez y los gobiernos están aumentando el gasto; es decir, Keynes, Friedman y Schwartz han sido escuchados.

Pero es la tercera explicación de la Gran Depresión, la del historiador Charles Kindleberger en El mundo en depresión, 1929–1939 (1973), de la que la comunidad internacional tiene más que aprender. Para Kindleberger, el crash bursátil se convirtió en una prolongada depresión por la falta de liderazgo de una potencia hegemónica mundial capaz de encargarse de la provisión de los bienes públicos necesarios para el mantenimiento de un orden económico liberal y abierto, incluida la provisión de un mecanismo que proporcione liquidez al sistema cuando se producen situaciones de crisis.[1] Durante la Gran Depresión el Reino Unido ya no era capaz de actuar como potencia hegemónica porque su imperio estaba en decadencia. Y EEUU, la potencia en auge, no quiso cargar con los costes de actuar como líder por razones políticas internas relacionadas con la doctrina Monroe del aislacionismo. Esta situación provocó un vacío de liderazgo que llevó a los países industrializados a poner en práctica políticas proteccionistas y devaluaciones competitivas que no hicieron más que extender y generalizar la crisis hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial.

Aunque forjar y consolidar un liderazgo político fuerte en momentos de crisis es especialmente difícil, la economía mundial no tiene otra salida porque ante el pánico las soluciones técnicas no son suficientes para devolver la confianza a los mercados. El problema es que el mundo es multipolar y no existe una potencia hegemónica. Y además, el impacto de la crisis es asimétrico y está acelerando la reconfiguración del equilibrio de poder a nivel mundial en favor de las potencias emergentes, muchas de las cuales ven en la crisis tanto riesgos como una gran oportunidad para cambiar las reglas de juego del mercado global en su favor. Por ello el liderazgo sólo puede ser compartido y debe basarse en la cooperación internacional.

Afortunadamente, lo que en un principio fueron rescates ad hoc de instituciones financieras concretas y acciones unilaterales descoordinados se han ido convirtiendo en planes más amplios y con cierto nivel de coordinación, sobre todo en el eurogrupo. Además, el primer ministro británico Gordon Brown, el único presidente del G7 con conocimientos significativos de economía, se ha erigido en el líder político e intelectual tanto de los planes públicos de rescate como de la reforma del sistema financiero internacional.

Así, el pragmatismo parece haber vencido a la ideología, la negociación ha funcionado y se han terminado aprobando planes coherentes en casi todos los países avanzados, planes que coinciden tanto en la necesidad de recapitalizar el sistema bancario nacionalizando parcialmente la banca como en asegurar los créditos interbancarios. En este sentido es particularmente importante tanto la aprobación del plan estadounidense –que sólo fue aceptado por el Congreso tras la introducción de importantes enmiendas– como las clarificaciones posteriores del Tesoro, que finalmente aceptará nacionalizar temporalmente parte de la banca (los detalles técnicos sobre el sistema de subasta para adquirir los activos tóxicos del sistema bancario todavía no han sido aclarados). Todo ello tendrá un importante impacto en las cuentas públicas que, dependiendo de cómo respondan los mercados, verán incrementar su déficit y su nivel de deuda pública sobre el PIB en mayor o menor medida. Pero en cualquier caso, por el momento, el desembolso público para hacer frente a las pérdidas se estiman en el entorno del 5% del PIB combinado de EEUU y la UE, una cifra mucho menor, en proporción al PIB, que en anteriores crisis.

En definitiva, hacia mediados de octubre el emergente liderazgo europeo y las acciones concertadas habían permitido recuperar cierto nivel de confianza. Pero el capital seguía huyendo hacia activos seguros, el mercado interbancario seguía teniendo problemas y las causas estructurales de la crisis no habían sido resueltas. Además, el impacto del colapso financiera sobre la economía real será muy significativo durante 2009 por lo que el liderazgo compartido tendrá que continuar. El reto consiste en que incluya a las potencias emergentes en la inminente reforma de la gobernanza económica global. De hecho, además de jugar un papel importante en la modificación de los sistemas de regulación y supervisión financiera, las potencias emergentes serán la fuente principal de demanda si las economías avanzadas entran en recesión. Pero la decisión de aumentar el gasto es política y en el caso de China está ligada a la de reevaluar el tipo de cambio.

Conclusiones


La crisis financiera internacional, causada por el exceso de liquidez y la inadecuada regulación de un sistema financiero internacional muy integrado, ha colocado a la economía mundial al borde de la recesión. Además, las acciones unilaterales que los distintos gobiernos adoptaron en un principio pusieron de manifiesto la dificultad de la coordinación en un mundo económico multipolar y sin un liderazgo claro. Afortunadamente, se han aprobado paquetes de rescate y, bajo liderazgo británico, parece haberse forjado un consenso sobre la necesidad de recapitalizar el sistema bancario y asegurar los depósitos y los préstamos interbancarios. Ello no evitará la recesión, pero podría servir para que no sea profunda y duradera. En ese sentido, las lecciones de anteriores crisis han permitido a las autoridades reaccionar con cierta celeridad. Aún así, persisten importantes retos sobre cómo establecer un liderazgo compartido para dotar de mejores reglas a la globalización financiera.

Esta crisis tendrá consecuencias geopolíticas importantes, que todavía son difíciles de anticipar. Primero, la crisis significará un punto de inflexión en la globalización económica y pondrá fin al período de liberalización iniciado en los años 80 de la mano de Ronald Reagan y Margaret Thatcher. Aunque la crisis no supondrá la debacle del capitalismo, el Estado recuperará legitimidad y poder en relación al mercado y el modelo liberal anglosajón perderá parte de su atractivo e influencia, especialmente en favor de los modelos de inspiración europea con mayor regulación e intervención pública. Segundo, la crisis acelerará el declive relativo de EEUU y el auge de las potencias emergentes en la economía mundial (que con sus fondos soberanos adquirirán multitud de activos en los países ricos), lo que posiblemente anticipará y hará más radical la reforma de las instituciones de gobernanza global. En este sentido sería importante integrar rápidamente a las potencias emergentes en las deliberaciones sobre las reformas de los organismos económicos internacionales con el fin de que sean partes activas del proceso y lo consideren legítimo. Para ello las economías de la OCDE deberían reconocer que necesitan contar con las potencias emergentes en el diseño de nuevas reglas globales. Pero al mismo tiempo, como es previsible que la crisis reduzca los precios de la energía y de las materias primas, algunas de las economías emergentes más antagónicas con occidente, como Rusia, Venezuela o Irán, podrían perder influencia.

Por último, la crisis supone una oportunidad para la UE en general y para el euro como moneda de reserva mundial en particular. Primero, porque es de esperar que la nueva arquitectura financiera internacional que emerja tras la crisis sea más similar a la de Europa continental que a la anglosajona, lo que supondrá una oportunidad para que la Unión adquiera un mayor liderazgo global si es capaz de hablar con una sola voz en el mundo. Segundo, porque esta crisis supone una oportunidad para que el euro continúe ganándole terreno al dólar como moneda de reserva internacional, lo que requiere que la estructura político–institucional de la eurozona sea lo suficientemente sólida. En definitiva, la crisis supone una oportunidad para la UE si ésta es capaz de utilizar la actual y difícil coyuntura para fortalecerse y mejorar su gobernanza económica interna.