Federico Steinberg
Introducción
Como el acceso a los recursos energéticos es crucial para el crecimiento económico, la geopolítica energética siempre ha sido una variable clave en las relaciones internacionales. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial, salvo en contadas excepciones (como durante las crisis del petróleo de los años 70) la comunidad internacional parecía haber aprendido a gestionar el mercado global de hidrocarburos de forma pacífica y poco conflictiva. Los precios permanecían relativamente estables, la opinión pública no percibía la seguridad de suministro ni la dependencia externa como problemas y las acciones de nacionalismo energético eran limitadas. Sin embargo, debido al auge de los precios, especialmente por el aumento de la demanda de las economías emergentes, y a una nueva ola de nacionalismo energético, tanto en países productores como en países consumidores, la era de la energía barata y de cierta cooperación internacional ha llegado a su fin. Así, en los últimos años los hidrocarburos han pasado a ocupar un papel primordial en la geopolítica internacional, tensando las relaciones internacionales e incluso provocando conflictos, tanto diplomáticos como militares. Asimismo, el problema del cambio climático y la necesidad de pactar reducciones de los gases de efecto invernadero (producidas mayoritariamente por el consumo del petróleo, gas y carbón, que constituyen más del 80% de la matriz energética mundial) plantean un elemento adicional de conflicto entre las principales potencias.
En definitiva, nos encontramos en un contexto de mayor competencia por unos recursos crecientemente escasos en el que reaparecen los límites del crecimiento y en el que los planteamientos neorrealistas de las relaciones internacionales cobran fuerza sobre los liberal-institucionalistas. Sin embargo, a pesar del auge del neo-realismo –que se materializa en actitudes oportunistas por parte de los Estados– la única forma de gestionar la actual coyuntura energética global es aumentar la cooperación internacional; es decir, reforzar las instituciones multilaterales.
En este ARI se estudian los principales factores que han desencadenado esta situación y los riesgos que supone para la estabilidad política internacional. Tras analizar el nuevo escenario energético y sus implicaciones geopolíticas, se plantean algunas propuestas para reducir los conflictos.
El nuevo escenario energético global
El acceso a la energía, junto a la generación de nuevas ideas y la acumulación de factores productivos son los principales pilares del crecimiento económico. Por lo tanto, en una economía mundial que ha crecido en los últimos cinco años a un espectacular 5% (sobre todo gracias al dinamismo de las potencias emergentes), se ha producido un fuerte aumento tanto de la demanda como de los precios energéticos.
Así, la mayor demanda fue la principal causa de que, a mediados de 2008, el precio del petróleo se acercara por primera vez a los 150 dólares por barril. Es cierto que en términos reales esta cifra no es mucho mayor que el precio máximo que se alcanzó tras la segunda crisis del petróleo de 1979, así como que la economía mundial se está mostrando capaz de absorber este nuevo shock sin sufrir una espiral inflacionista tan intensa como en aquella época. Sin embargo, haber superado ampliamente la barrera de los 100 dólares tiene efectos psicológicos en los mercados financieros internacionales, que están muy integrados y tienden a sobre reaccionar. Además, según las estimaciones del escenario de referencia de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) se producirá un continuado incremento de la demanda de todas las fuentes de energía salvo la nuclear hasta 2030, con el consumo de petróleo pasando de 84 millones de barriles diarios a 116 millones entre 2005 y 2030 y con un fuerte aumento del peso de las energías renovables en la mezcla energética global. En dicho período la demanda total de energía crecerá en torno al 1,6% anual y en 2030 el mundo necesitará un 50% más de energía que en 2005, incluso aunque la intensidad energética se vaya a reducir un 1,8% anual (el 84% del incremento del consumo corresponderá a los combustibles fósiles, con las demandas de gas y de carbón creciendo por encima de la de petróleo).
Sin embargo, el principal cambio estructural tendrá lugar en la distribución geográfica del incremento de la demanda. Así, el peso de los países desarrollados en el consumo mundial descenderá desde el 50% actual hasta el 40% en 2030 y los países emergentes serán responsables del 74% del crecimiento de la demanda hasta esta fecha. Y es que en pocos años la economía mundial tendrá más de 2.000 millones de nuevos consumidores de energía en los países emergentes, particularmente de petróleo y carbón, pero también de gas (valga como ejemplo que el crecimiento en la demanda energética china entre 2002 y 2005 fue equivalente al consumo anual de energía de Japón).
Para hacer frente a este aumento de la demanda será necesario realizar inversiones para expandir la oferta por valor de 22 billones de dólares hasta 2030, lo que equivale a invertir la cuantía del PIB de Brasil cada año (o algo menos del PIB anual combinado de EEUU y de la zona euro en 2007 a lo largo de 25 años).
Pero dado que el 85% de las reservas de hidrocarburos se encuentran en manos de empresas estatales y en algunos países con líderes políticos impredecibles y que están poniendo trabas a la inversión extranjera y aumentando la inseguridad jurídica, nada asegura que todas las inversiones necesarias vayan a materializarse. De hecho, según las estimaciones de la AIE, en los últimos años la inversión en infraestructuras de oferta ha sido un 20% inferior a lo necesario. Por lo tanto, podrían darse escaladas de precios por motivos estrictamente económicos; es decir, aunque no se produzcan sucesos geopolíticos imprevistos que desestabilicen los mercados, la tendencia de los precios podría ser al alza si la oferta no logra adaptarse a la demanda.
Unos precios del petróleo y del gas estructuralmente mayores proporcionarían los incentivos adecuados para que gobiernos y empresas invirtieran en energías alternativas menos contaminantes, acelerando así el necesario cambio del modelo energético mundial hacia uno menos dependiente de los combustibles fósiles. Sin embargo, como el cambio de modelo llevará tiempo, a corto plazo los aumentos de precios pueden incrementar la inestabilidad política, además de forzar a los bancos centrales a subir los tipos de interés, lo que deprimiría la inversión, el crecimiento y el empleo.
Implicaciones geopolíticas
Este nuevo escenario energético internacional está teniendo importantes implicaciones geopolíticas porque altera los comportamientos tanto de los países consumidores como de los productores, tensando las relaciones internacionales. Entre los países dependientes de las importaciones (entre ellos España) existe una creciente preocupación por la seguridad energética por la creciente concentración de grandes reservas de hidrocarburos en zonas políticamente inestables (el 60% de las reservas probadas de petróleo se encuentran en Oriente Medio –y el 75% en países de la OPEP–, mientras que Rusia, Irán y Qatar acumulan el 56% de las de gas). Además, ha aumentado el riesgo de ataques terroristas sobre las infraestructuras de transportes y la creciente demanda de los países emergentes aumenta la presión sobre unos recursos cada vez más limitados. Todo ello constituye un cóctel explosivo, que incrementa las rivalidades y el nacionalismo energético de los países consumidores para asegurarse el suministro, ya sea mediante contratos, incentivos o incluso amenazas.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre la actitud de las empresas públicas de las potencias emergentes como China o la India, que han realizado importantes inversiones en África Subsahariana y América Latina con el apoyo político y financiero de sus gobiernos y la de las grandes empresas privatizadas de las democracias europeas, que han firmado contratos con países productores como una forma de internacionalizarse y expandir su negocio, pero con un apoyo político limitado. El caso de EEUU es distinto porque considera la estabilidad de Oriente Medio como un objetivo esencial de su política exterior, que incluso justifica acciones militares. Sin embargo, sostiene que dicha estabilidad es necesaria para asegurar un buen funcionamiento del mercado global de hidrocarburos (que es clave para el crecimiento económico mundial y la expansión de la globalización), pero que su política exterior no tiene como objetivo prioritario apoyar a sus empresas energéticas (que no son públicas), aunque estas estén a punto de obtener nuevos contratos tras la guerra de Irak.
En cualquier caso, las actuaciones de los gobiernos y las empresas de los países consumidores no pueden asegurar completamente el suministro energético. De hecho, aunque es poco probable que los países exportadores utilicen deliberadamente los cortes de suministro como instrumento de política exterior (en parte porque ellos son extremadamente dependientes de los ingresos que obtienen por la venta de los hidrocarburos), pueden elevar los precios introduciendo incertidumbre en los mercados (las recientes acciones de Venezuela y Rusia en este sentido son buenos ejemplos). Ante esta situación, los países consumidores están optando por incentivar el ahorro energético, incrementar sus reservas estratégicas y aumentar la diversificación, tanto del origen geográfico de las importaciones como de las fuentes de energía (incrementando el peso de las renovables y reabriendo el debate nuclear). Aún así, a corto plazo, no es posible reducir la sensación de vulnerabilidad externa, que en ocasiones es más una percepción que una realidad, pero que complica las relaciones entre Estados.
Pero es en el lado de los países productores donde se observa más claramente el resurgir del nacionalismo energético. Al igual que sucediera en los años 70, están utilizando sus recursos para incrementar su influencia política, lo que está generando tensiones internacionales. Aunque con distinta intensidad, todos los países intentan que los altos precios se traduzcan en mayores ingresos públicos. Se están produciendo renegociaciones de contratos, aumentos de impuestos y regalías a las empresas extranjeras e incluso, en casos extremos, abierta hostilidad hacia las inversiones extranjeras en el sector de los hidrocarburos, así como amenazas de nacionalizaciones y cortes de suministro. En definitiva, el nuevo escenario energético está cambiando el equilibro de poder entre Estado y mercado a favor del primero en muchos países productores. Además, los ingresos por hidrocarburos están permitiendo a algunos gobiernos poner en práctica políticas públicas destinadas a capturar la lealtad de sus ciudadanos, así como ganar nuevos aliados gracias a las exportaciones subsidiadas.
Otro efecto geopolítico del nuevo escenario energético es el resurgimiento de los fondos soberanos de los países exportadores de hidrocarburos como actores de las finanzas internacionales. Aunque la mayoría de los fondos soberanos son de países exportadores de hidrocarburos, países como China y Singapur también han creado fondos soberanos, que se nutren de los ingresos que obtienen por la intervención en los mercados cambiarios. Estos fondos, dotados con aproximadamente 2,5 billones de dólares, están invirtiendo en activos en los países desarrollados sin haber clarificado si sólo pretenden lograr una rentabilidad para sus inversiones o si, por el contrario, intentarán obtener el control de las empresas de las que adquieren participaciones. Además, lo están haciendo en una época de inestabilidad financiera global derivada de la crisis del subprime en EEUU, en la que los precios de los activos son relativamente bajos y las empresas necesitan inyecciones de liquidez. Este movimiento financiero despierta recelos entre los gobiernos occidentales que temen que los países propietarios de los fondos puedan utilizar el control sobre estos activos como arma geopolítica en el futuro, por ejemplo realizando ventas a gran escala que pudieran hundir los precios en el futuro. Este temor está llevando a bloquear la entrada de los fondos soberanos en algunos sectores, a exigirles que sean más transparentes en sus objetivos a largo plazo y a declaraciones de corte proteccionista, sobre todo en EEUU, que añaden tensión a las ya de por sí deterioradas relaciones entre algunos de estos países.
Conclusión
Como se ha señalado, el nuevo escenario energético reactiva las conductas nacionalistas y la rivalidad entre las principales potencias. Como estas tensiones no desaparecerán en el futuro, es necesaria una mayor cooperación internacional e instituciones más sólidas (y también más legítimas) que permitan la gestión de los conflictos y eviten que la economía mundial se convierta en un juego de suma cero, en el que las ganancias de unos impliquen necesariamente pérdidas para otros. Sin embargo, el problema del cambio climático complica dicha cooperación. Si una parte significativa de los ciudadanos de los países emergentes llegara a consumir energía al ritmo que lo hacen hoy los países desarrollados, las emisiones de gases de efecto invernadero superarían todos los límites que consideramos razonables. Y el aumento de las temperaturas podría dar lugar a conflictos geopolíticos mucho más graves y difíciles de gestionar que los que hemos observado hasta ahora, como sequías que causarían enormes movimientos de población sur-norte.
Por lo tanto, a corto y medio plazo, la solución pasa por gestionar los conflictos entre productores y consumidores y por negociar un mercado de emisiones que permita reducir los gases de efecto invernadero de una forma que distribuya los costes de forma aceptable entre las principales potencias. Pero a largo plazo será necesario cambiar el modelo energético mundial. Las políticas de ahorro energético no son suficientes, pero son un buen comienzo.
Introducción
Como el acceso a los recursos energéticos es crucial para el crecimiento económico, la geopolítica energética siempre ha sido una variable clave en las relaciones internacionales. Sin embargo, desde la Segunda Guerra Mundial, salvo en contadas excepciones (como durante las crisis del petróleo de los años 70) la comunidad internacional parecía haber aprendido a gestionar el mercado global de hidrocarburos de forma pacífica y poco conflictiva. Los precios permanecían relativamente estables, la opinión pública no percibía la seguridad de suministro ni la dependencia externa como problemas y las acciones de nacionalismo energético eran limitadas. Sin embargo, debido al auge de los precios, especialmente por el aumento de la demanda de las economías emergentes, y a una nueva ola de nacionalismo energético, tanto en países productores como en países consumidores, la era de la energía barata y de cierta cooperación internacional ha llegado a su fin. Así, en los últimos años los hidrocarburos han pasado a ocupar un papel primordial en la geopolítica internacional, tensando las relaciones internacionales e incluso provocando conflictos, tanto diplomáticos como militares. Asimismo, el problema del cambio climático y la necesidad de pactar reducciones de los gases de efecto invernadero (producidas mayoritariamente por el consumo del petróleo, gas y carbón, que constituyen más del 80% de la matriz energética mundial) plantean un elemento adicional de conflicto entre las principales potencias.
En definitiva, nos encontramos en un contexto de mayor competencia por unos recursos crecientemente escasos en el que reaparecen los límites del crecimiento y en el que los planteamientos neorrealistas de las relaciones internacionales cobran fuerza sobre los liberal-institucionalistas. Sin embargo, a pesar del auge del neo-realismo –que se materializa en actitudes oportunistas por parte de los Estados– la única forma de gestionar la actual coyuntura energética global es aumentar la cooperación internacional; es decir, reforzar las instituciones multilaterales.
En este ARI se estudian los principales factores que han desencadenado esta situación y los riesgos que supone para la estabilidad política internacional. Tras analizar el nuevo escenario energético y sus implicaciones geopolíticas, se plantean algunas propuestas para reducir los conflictos.
El nuevo escenario energético global
El acceso a la energía, junto a la generación de nuevas ideas y la acumulación de factores productivos son los principales pilares del crecimiento económico. Por lo tanto, en una economía mundial que ha crecido en los últimos cinco años a un espectacular 5% (sobre todo gracias al dinamismo de las potencias emergentes), se ha producido un fuerte aumento tanto de la demanda como de los precios energéticos.
Así, la mayor demanda fue la principal causa de que, a mediados de 2008, el precio del petróleo se acercara por primera vez a los 150 dólares por barril. Es cierto que en términos reales esta cifra no es mucho mayor que el precio máximo que se alcanzó tras la segunda crisis del petróleo de 1979, así como que la economía mundial se está mostrando capaz de absorber este nuevo shock sin sufrir una espiral inflacionista tan intensa como en aquella época. Sin embargo, haber superado ampliamente la barrera de los 100 dólares tiene efectos psicológicos en los mercados financieros internacionales, que están muy integrados y tienden a sobre reaccionar. Además, según las estimaciones del escenario de referencia de la Agencia Internacional de la Energía (AIE) se producirá un continuado incremento de la demanda de todas las fuentes de energía salvo la nuclear hasta 2030, con el consumo de petróleo pasando de 84 millones de barriles diarios a 116 millones entre 2005 y 2030 y con un fuerte aumento del peso de las energías renovables en la mezcla energética global. En dicho período la demanda total de energía crecerá en torno al 1,6% anual y en 2030 el mundo necesitará un 50% más de energía que en 2005, incluso aunque la intensidad energética se vaya a reducir un 1,8% anual (el 84% del incremento del consumo corresponderá a los combustibles fósiles, con las demandas de gas y de carbón creciendo por encima de la de petróleo).
Sin embargo, el principal cambio estructural tendrá lugar en la distribución geográfica del incremento de la demanda. Así, el peso de los países desarrollados en el consumo mundial descenderá desde el 50% actual hasta el 40% en 2030 y los países emergentes serán responsables del 74% del crecimiento de la demanda hasta esta fecha. Y es que en pocos años la economía mundial tendrá más de 2.000 millones de nuevos consumidores de energía en los países emergentes, particularmente de petróleo y carbón, pero también de gas (valga como ejemplo que el crecimiento en la demanda energética china entre 2002 y 2005 fue equivalente al consumo anual de energía de Japón).
Para hacer frente a este aumento de la demanda será necesario realizar inversiones para expandir la oferta por valor de 22 billones de dólares hasta 2030, lo que equivale a invertir la cuantía del PIB de Brasil cada año (o algo menos del PIB anual combinado de EEUU y de la zona euro en 2007 a lo largo de 25 años).
Pero dado que el 85% de las reservas de hidrocarburos se encuentran en manos de empresas estatales y en algunos países con líderes políticos impredecibles y que están poniendo trabas a la inversión extranjera y aumentando la inseguridad jurídica, nada asegura que todas las inversiones necesarias vayan a materializarse. De hecho, según las estimaciones de la AIE, en los últimos años la inversión en infraestructuras de oferta ha sido un 20% inferior a lo necesario. Por lo tanto, podrían darse escaladas de precios por motivos estrictamente económicos; es decir, aunque no se produzcan sucesos geopolíticos imprevistos que desestabilicen los mercados, la tendencia de los precios podría ser al alza si la oferta no logra adaptarse a la demanda.
Unos precios del petróleo y del gas estructuralmente mayores proporcionarían los incentivos adecuados para que gobiernos y empresas invirtieran en energías alternativas menos contaminantes, acelerando así el necesario cambio del modelo energético mundial hacia uno menos dependiente de los combustibles fósiles. Sin embargo, como el cambio de modelo llevará tiempo, a corto plazo los aumentos de precios pueden incrementar la inestabilidad política, además de forzar a los bancos centrales a subir los tipos de interés, lo que deprimiría la inversión, el crecimiento y el empleo.
Implicaciones geopolíticas
Este nuevo escenario energético internacional está teniendo importantes implicaciones geopolíticas porque altera los comportamientos tanto de los países consumidores como de los productores, tensando las relaciones internacionales. Entre los países dependientes de las importaciones (entre ellos España) existe una creciente preocupación por la seguridad energética por la creciente concentración de grandes reservas de hidrocarburos en zonas políticamente inestables (el 60% de las reservas probadas de petróleo se encuentran en Oriente Medio –y el 75% en países de la OPEP–, mientras que Rusia, Irán y Qatar acumulan el 56% de las de gas). Además, ha aumentado el riesgo de ataques terroristas sobre las infraestructuras de transportes y la creciente demanda de los países emergentes aumenta la presión sobre unos recursos cada vez más limitados. Todo ello constituye un cóctel explosivo, que incrementa las rivalidades y el nacionalismo energético de los países consumidores para asegurarse el suministro, ya sea mediante contratos, incentivos o incluso amenazas.
Sin embargo, hay una gran diferencia entre la actitud de las empresas públicas de las potencias emergentes como China o la India, que han realizado importantes inversiones en África Subsahariana y América Latina con el apoyo político y financiero de sus gobiernos y la de las grandes empresas privatizadas de las democracias europeas, que han firmado contratos con países productores como una forma de internacionalizarse y expandir su negocio, pero con un apoyo político limitado. El caso de EEUU es distinto porque considera la estabilidad de Oriente Medio como un objetivo esencial de su política exterior, que incluso justifica acciones militares. Sin embargo, sostiene que dicha estabilidad es necesaria para asegurar un buen funcionamiento del mercado global de hidrocarburos (que es clave para el crecimiento económico mundial y la expansión de la globalización), pero que su política exterior no tiene como objetivo prioritario apoyar a sus empresas energéticas (que no son públicas), aunque estas estén a punto de obtener nuevos contratos tras la guerra de Irak.
En cualquier caso, las actuaciones de los gobiernos y las empresas de los países consumidores no pueden asegurar completamente el suministro energético. De hecho, aunque es poco probable que los países exportadores utilicen deliberadamente los cortes de suministro como instrumento de política exterior (en parte porque ellos son extremadamente dependientes de los ingresos que obtienen por la venta de los hidrocarburos), pueden elevar los precios introduciendo incertidumbre en los mercados (las recientes acciones de Venezuela y Rusia en este sentido son buenos ejemplos). Ante esta situación, los países consumidores están optando por incentivar el ahorro energético, incrementar sus reservas estratégicas y aumentar la diversificación, tanto del origen geográfico de las importaciones como de las fuentes de energía (incrementando el peso de las renovables y reabriendo el debate nuclear). Aún así, a corto plazo, no es posible reducir la sensación de vulnerabilidad externa, que en ocasiones es más una percepción que una realidad, pero que complica las relaciones entre Estados.
Pero es en el lado de los países productores donde se observa más claramente el resurgir del nacionalismo energético. Al igual que sucediera en los años 70, están utilizando sus recursos para incrementar su influencia política, lo que está generando tensiones internacionales. Aunque con distinta intensidad, todos los países intentan que los altos precios se traduzcan en mayores ingresos públicos. Se están produciendo renegociaciones de contratos, aumentos de impuestos y regalías a las empresas extranjeras e incluso, en casos extremos, abierta hostilidad hacia las inversiones extranjeras en el sector de los hidrocarburos, así como amenazas de nacionalizaciones y cortes de suministro. En definitiva, el nuevo escenario energético está cambiando el equilibro de poder entre Estado y mercado a favor del primero en muchos países productores. Además, los ingresos por hidrocarburos están permitiendo a algunos gobiernos poner en práctica políticas públicas destinadas a capturar la lealtad de sus ciudadanos, así como ganar nuevos aliados gracias a las exportaciones subsidiadas.
Otro efecto geopolítico del nuevo escenario energético es el resurgimiento de los fondos soberanos de los países exportadores de hidrocarburos como actores de las finanzas internacionales. Aunque la mayoría de los fondos soberanos son de países exportadores de hidrocarburos, países como China y Singapur también han creado fondos soberanos, que se nutren de los ingresos que obtienen por la intervención en los mercados cambiarios. Estos fondos, dotados con aproximadamente 2,5 billones de dólares, están invirtiendo en activos en los países desarrollados sin haber clarificado si sólo pretenden lograr una rentabilidad para sus inversiones o si, por el contrario, intentarán obtener el control de las empresas de las que adquieren participaciones. Además, lo están haciendo en una época de inestabilidad financiera global derivada de la crisis del subprime en EEUU, en la que los precios de los activos son relativamente bajos y las empresas necesitan inyecciones de liquidez. Este movimiento financiero despierta recelos entre los gobiernos occidentales que temen que los países propietarios de los fondos puedan utilizar el control sobre estos activos como arma geopolítica en el futuro, por ejemplo realizando ventas a gran escala que pudieran hundir los precios en el futuro. Este temor está llevando a bloquear la entrada de los fondos soberanos en algunos sectores, a exigirles que sean más transparentes en sus objetivos a largo plazo y a declaraciones de corte proteccionista, sobre todo en EEUU, que añaden tensión a las ya de por sí deterioradas relaciones entre algunos de estos países.
Conclusión
Como se ha señalado, el nuevo escenario energético reactiva las conductas nacionalistas y la rivalidad entre las principales potencias. Como estas tensiones no desaparecerán en el futuro, es necesaria una mayor cooperación internacional e instituciones más sólidas (y también más legítimas) que permitan la gestión de los conflictos y eviten que la economía mundial se convierta en un juego de suma cero, en el que las ganancias de unos impliquen necesariamente pérdidas para otros. Sin embargo, el problema del cambio climático complica dicha cooperación. Si una parte significativa de los ciudadanos de los países emergentes llegara a consumir energía al ritmo que lo hacen hoy los países desarrollados, las emisiones de gases de efecto invernadero superarían todos los límites que consideramos razonables. Y el aumento de las temperaturas podría dar lugar a conflictos geopolíticos mucho más graves y difíciles de gestionar que los que hemos observado hasta ahora, como sequías que causarían enormes movimientos de población sur-norte.
Por lo tanto, a corto y medio plazo, la solución pasa por gestionar los conflictos entre productores y consumidores y por negociar un mercado de emisiones que permita reducir los gases de efecto invernadero de una forma que distribuya los costes de forma aceptable entre las principales potencias. Pero a largo plazo será necesario cambiar el modelo energético mundial. Las políticas de ahorro energético no son suficientes, pero son un buen comienzo.