13 de octubre de 2008

LA DIFÍCIL RECONSTRUCCIÓN DEL VÍNCULO TRASATLÁNTICO


José Antonio Sanahuja

La brecha trasatlántica y el legado de la era Bush

La cortés indiferencia que encontró Bush en su gira europea de junio de 2008, que apenas convocó manifestaciones de protesta, expresa bien la valoración europea de su presidencia: ha sido un fracaso, y, además, es ya parte del pasado. Sea quien sea el próximo Presidente de Estados Unidos, el proyecto neoconservador o “neocon” está acabado, y la relación trasatlántica tendrá que formularse de nuevo.

El balance de la era Bush quedará marcado por un grave deterioro de la relación con Europa. Aunque esa relación nunca ha sido armoniosa —según Kissinger, ha sido a troubled partnership—, con Bush, la llamada “brecha trasatlántica” alcanzó una profundidad nunca vista. Un destacado autor “neocon”, Robert Kagan, llegó a afirmar que ambos socios vivían en mundos distintos —Estados Unidos, en Marte; Europa, en Venus—, recurriendo al burdo recurso de “feminizar” a Europa para desacreditarla. Lo sorprendente fue la rapidez con la que se gestó esa fractura y también su gravedad. Tras el 11-S, Le Monde publicó como titular “Todos somos americanos”; pero la invasión de Iraq llevó las encuestas sobre la reputación de Estados Unidos a mínimos históricos, y con las manifestaciones populares contra esa invasión parecía emerger una identidad europea basada más en el rechazo a la arrogancia estadounidense que a la supuesta amenaza iraquí.

Uno de los errores de los “neocon” era suponer que Europa podía sentirse cómoda dentro del proyecto hegemónico del gobierno de Bush y de la narrativa de la guerra global contra el terrorismo: “Primero fue la guerra contra el fascismo, después contra el comunismo, ahora contra el terrorismo”. Estados Unidos, que desde el 11-S se vio sumido en lo que el comentarista ultraconservador Charles Krauthammer llamó la “Tercera Guerra Mundial”, trató de revivir la relación trasatlántica con el modelo de la Guerra Fría: el terrorismo como enemigo supremo justificaría que Estados Unidos se arrogara, de forma unilateral, la responsabilidad exclusiva de la seguridad de Occidente, dejando a los aliados europeos en una posición de subordinación estratégica. Los textos de los “neocon”, como Max Boot (The Case for American Empire) o Thomas Donnelly (Preserving America’s Supremacy, Institutionalizing Unipolarity), confirman que, más allá del antiterrorismo o de las finalmente inexistentes armas de destrucción masiva de Iraq, lo que se pretendía era establecer un orden mundial de corte hegemónico.

La “brecha trasatlántica” responde a un profundo desacuerdo respecto a la naturaleza de la amenaza terrorista y a la estrategia más adecuada para enfrentarla. Los neoconservadores, a partir de una visión hegemónica, militarizada, estatocéntrica y territorializada, han percibido el terrorismo como una amenaza eminentemente “externa”, que se debería, en parte, a la renuencia de Estados Unidos a ejercer su poder global. La respuesta, por lo tanto, es una “guerra” de matriz esencialmente interestatal, orientada más a reafirmar el poderío militar estadounidense, que a derrotar a al Qaeda. Muchos europeos, en cambio, han percibido que esa amenaza es esencialmente delictiva, trasnacional y desterritorializada —por eso les resulta chocante que se hable de “guerra”—, y a la vez externa e interna, como lo prueban los atentados de Madrid o de Londres. Por eso, se requeriría una mayor cooperación policial y de inteligencia, así como una actuación respetuosa de la ley —la actuación española con los procesos judiciales del 11-M sería, por consiguiente, modélica—, y no guerras ilícitas como la de Iraq o los vuelos secretos de la CIA, que son contraproducentes al dar a los terroristas legitimidad, entrenamiento y nuevos seguidores, ya sea en Bagdad, en Londres o en Madrid.

Pero la invasión de Iraq no era sólo, ni principalmente, una actuación frente a al Qaeda, sino una “guerra hegemónica” orientada a (re)afirmar la primacía de Estados Unidos, y el acto constituyente de un orden mundial unipolar o, en los términos de un destacado think tank neoconservador, de “un nuevo siglo americano”. Esa visión, que por la parte europea suponía políticas exteriores de bandwagoning, fue aceptada por algunos gobiernos, agrupados en lo que el Secretario de Defensa estadounidense, Donald Rumsfeld, llamó la “nueva Europa”. Sin embargo, la “vieja Europa”, que incluía a la mayor parte de la opinión pública y del espectro político —de Chirac a Schroeder, de Cook a Patten—, la consideró inaceptable. Suponía asumir el unilateralismo de Estados Unidos, sin derecho a ser consultados, y una posición de subordinación dentro de las “coaliciones de los dispuestos”. Incluso la Alianza Atlántica fue desdeñada por Bush, pues, al dar derecho de veto a todos sus miembros, confería a los europeos cierta capacidad de negociar. La resistencia europea fue malinterpretada como muestra de insolidaridad o, peor aún, como una nueva prueba de la tendencia de los europeos, ya vista en la Guerra Fría, a actuar como free riders. Según Kagan, los europeos vivían cómodamente en su “paraíso kantiano”, mientras Estados Unidos lidiaba con una realidad hobbesiana de terroristas y Estados díscolos (rogue states).

¿Qué ha ocurrido con esa visión hegemónica? En muy pocos años ha quedado en ruinas y los “neocon” han ido desapareciendo del escenario. Lejos de lo que se anunció, la pretendida hegemonía estadounidense no ha sido un factor de estabilidad global. Por el contrario, la era Bush deja una debacle militar y política en Iraq, así como el agravamiento de la guerra de Afganistán, que revelan su debilidad militar frente a las “guerras asimétricas” y un preocupante escenario de proliferación nuclear en todo el mundo. En Oriente Próximo, el fortalecimiento de Irán y de Hezbolá, el triunfo de Hamás o el embrollo libanés expresan el fracaso del proyecto democratizador del “Gran Oriente Próximo” y de la llamada “primavera árabe”. Con Guantánamo y Abu Ghraib, la pretendida legitimidad democrática de ese proyecto sufrió un daño irreparable; y los desequilibrios macroeconómicos, el desplome del dólar, la crisis financiera iniciada en 2007 y el aumento de la desigualdad interna también parecen mostrar los límites de un proyecto imperial que ya no da más de sí.

El fracaso de esa política ha arrastrado consigo los supuestos en los que se basaba: que el mundo es unipolar, básicamente estatocéntrico, y que las capacidades militares son la principal fuente de poder. Como señaló Kagan, Bush y sus colaboradores estaban en Marte… y, mientras tanto, el mundo real ha estado sumido en un proceso de cambio estructural, que los “neocon” no han sido capaces de entender, referido tanto a la naturaleza y a las fuentes del poder, como a su redistribución entre los actores estatales y no estatales. En ese proceso, en primer lugar, aumentaría el peso de la Unión Europea (UE) y de los países emergentes, con un declive relativo del poder de Estados Unidos; en segundo lugar —y éste es el cambio más importante—, el poder se desplazaría de los Estados a los mercados y a los actores privados que operan en su seno; y, en tercer lugar, en algunos casos, ese poder se ha evaporado y nadie lo ejerce, como mostraría la crisis financiera iniciada en 2007. Se trata, en suma, de un mundo globalizado, cada vez más multipolar, descentralizado y complejo, con necesidades de gobernanza que el proyecto neoconservador no puede satisfacer de manera eficaz y legítima. Sin embargo, Europa parece ser más consciente de ese proceso, y su modelo de seguridad y de gobernanza “multinivel” podría ser más apto ante sus exigencias.

¿Significa esto que Estados Unidos y la UE han vivido estos años en mundos distintos? Sí, pero no en el sentido que planteaba Kagan: a lo que responde, en última instancia, la “brecha trasatlántica” es a distintas visiones del orden mundial, en las que se han enfrentado el intento –fallido– de construir un orden hegemónico de carácter unipolar y una visión más cosmopolita, basada en el reconocimiento de que el sistema internacional es multipolar y multicéntrico, más plural en cuanto a visiones y valores, y por eso sólo puede gobernarse de manera efectiva, representativa y legítima mediante un multilateralismo eficaz y democrático.

El final del viaje de Estados Unidos a Marte… y la aproximación de Europa

Para que Estados Unidos deje de ser un factor de inestabilidad, mejore su reputación y vuelva a ser plenamente aceptado como socio por Europa y por otros países, debería retornar de Marte y olvidar sus quimeras imperiales. Eso supone volver a la diplomacia y a los marcos multilaterales, asumir una actitud más humilde, despojándose de su arrogancia imperial, y aceptar que hay otras visiones legítimas del orden mundial.

En cierta forma, en el segundo mandato de Bush, la política exterior estadounidense ha sido más dialogante, y la desbandada de los “neocon” ha dado paso a una política más inspirada en el realismo clásico y en el juego de los equilibrios de poder. La decisión de rearmar a Israel y a Arabia Saudita frente a Irán, las negociaciones con Corea del Norte o el retorno a la OTAN parecen indicarlo así. Con Obama o con McCain habrá más cambios: ambos candidatos están a favor de la prohibición de la tortura y del cierre de Guantánamo, su posición sobre la inmigración o el cambio climático es más constructiva y están conscientes de que esos factores han deteriorado la reputación de Estados Unidos y la relación con Europa y con otros países. También ambos se han declarado atlantistas y partidarios del multilateralismo, y son buenos conocedores de Europa.

Se ha señalado que el mero hecho de que el próximo Presidente de Estados Unidos no sea ya George W. Bush ayudará a mejorar la relación con Europa. Con Obama, no obstante, vuelve a manifestarse la clásica preferencia europea por los candidatos demócratas. Las encuestas de opinión y la calurosa acogida dispensada a Obama en su visita a Europa en julio de 2008 parecen mostrar que el rechazo a Bush ha sido sustituido por una “obamamanía” que probablemente encierra expectativas exageradas sobre las posibilidades de cambio. El hecho es que el perfil de Obama, más cosmopolita y afable frente al simplismo y la rudeza tejana de Bush, ha ayudado a rehabilitar la imagen de Estados Unidos, pero también obliga a los europeos a refinar su análisis respecto a un sistema político capaz de producir un candidato como Obama mediante un proceso de primarias inédito en Europa. Obama también sitúa a Europa frente a sus propias contradicciones sobre el tratamiento de la diversidad étnica y cultural.

Obviamente, esas preferencias europeas también responden a las posiciones de Obama y de McCain sobre los asuntos internacionales. McCain se ha descrito a sí mismo como un “idealista realista”, aunque ésta es una expresión más propia de una campaña electoral que busca contentar a distintos sectores, que de una aproximación seria a las relaciones internacionales. Su programa de política exterior se distancia claramente del de Bush en cuanto a la aceptación de los marcos multilaterales y a su orientación realista, inspirada por asesores como Henry Kissinger. Pero McCain, cuyo principal asesor es Robert Kagan, se desdice de ese compromiso al hacer suya la propuesta “neocon” de una “Liga de las Democracias” que debilitaría a Naciones Unidas. Su principal diferencia con Obama es sobre la guerra en Iraq. En una posición continuista respecto a Bush, McCain ha afirmado que el principal desafío de seguridad es la guerra contra el terrorismo y que su frente central está en Iraq —y no en Afganistán, en Pakistán o en las ciudades europeas y estadounidenses, como alegarían muchos europeos—. Por eso, McCain ha afirmado que no objetaría que Estados Unidos estuviera 100 años más en Iraq. Obama, por el contrario, se pronunció contra la guerra en 2002, anunciando sus consecuencias negativas. Ha prometido la retirada de las tropas en dieciséis meses, aunque después ha matizado ese calendario al hablar de un repliegue “responsable” y de una presencia militar permanente en ese país. En la visita de Obama a Iraq en julio de 2008, el propio gobierno iraquí de Nuri al-Maliki se mostró favorable a ese plan.

La candidatura de Obama se ha basado en la idea del cambio, pero en política exterior puede pesar más la continuidad respecto a las posiciones demócratas tradicionales, aunque adaptadas al escenario posterior al 11-S. Está más cerca de Europa en asuntos como el cambio climático, el desarrollo internacional, la vigencia de las Convenciones de Ginebra o la Corte Penal Internacional. En su equipo, figuran ex funcionarios de la era Clinton, como Anthony Lake o Susan Rice, y es posible que Richard Holbrooke o Madeleine Albright, que apoyaron a Hillary Clinton, puedan sumarse. En lo referido a la agenda de seguridad, se ha mostrado más como “halcón” que como “paloma”. Eso puede deberse a las exigencias de una campaña en la que se le ha acusado de debilidad, pero si esto anuncia posiciones de gobierno, decepcionará a quienes tengan expectativas exageradas.

Por otra parte, el próximo Presidente de Estados Unidos se va a encontrar con una Europa distinta. Se ha producido un claro viraje hacia la derecha, que ha llevado al poder a líderes proestadounidenses y atlantistas, como Merkel o Sarkozy, y ese viraje se observa también en las posiciones de otros gobiernos, como el español, con un segundo mandato de Rodríguez Zapatero más proclive al entendimiento con Estados Unidos y más a la derecha en cuestiones como la inmigración. Desde 2004, la ampliación ha traído a la UE a países decididamente atlantistas y más cercanos a la visión del mundo de Estados Unidos, como revelaría su posición ante la guerra en Iraq o la rápida aceptación, por parte de algunos de ellos, de un “escudo” antimisiles que ha provocado nuevas divisiones internas en la UE. Pero lo más significativo ha sido el desastroso resultado del referéndum irlandés sobre el Tratado de Lisboa, resultado de una Europa aún prisionera de la lógica de los Estados y de la regla de la unanimidad, y que se resiste a aceptar la existencia de ese demos europeo que es consecuencia necesaria de su proceso de integración. Ese hecho vuelve a situar a la UE en un marasmo institucional y, a menos que se aísle a Irlanda y que exista una salida rápida a este embrollo, se aleja la posibilidad de una Europa política, de una UE que tome cuerpo como un actor global y de una política exterior fuerte, tan necesaria en el estado actual del mundo. A diferencia de lo ocurrido a principios de esta década, cuando se percibía un mayor deseo de autonomía estratégica por parte de Europa, ese fracaso puede llevar a una mayor aceptación del liderazgo estadounidense por parte de los dirigentes europeos.

La relación trasatlántica y la agenda de la paz y la seguridad globales

Europa y Estados Unidos tienen ante sí una agenda compleja que, en parte, debería orientarse a remediar los desaguisados de la era Bush. Los problemas de la energía, el medio ambiente y el cambio climático, la crisis económica y financiera, la crisis alimentaria —que amenaza los objetivos globales de desarrollo y de lucha contra la pobreza—, las negociaciones comerciales multilaterales y la reforma de las organizaciones internacionales requieren tanto respuestas de corto plazo como una visión más amplia, orientada a mejorar la gobernanza de la globalización. Pero más que la apelación abstracta a valores comunes, son cuestiones más urgentes las que mostrarán si se puede recomponer la relación trasatlántica, y si ésta puede contribuir a la gobernanza global. De particular importancia es la agenda global de paz y seguridad, en asuntos como la proliferación nuclear, las guerras de Iraq y Afganistán, el conflicto de Oriente Próximo o la situación en Sudán.

Respecto a la guerra en Iraq, las discrepancias entre Europa y Estados Unidos ya no son tan grandes. Pese a la mejora de la situación, en Estados Unidos ya se ha asumido que no se puede ganar esa guerra por medios convencionales, y desde Europa se ven con preocupación los riesgos que comportaría una retirada prematura de Estados Unidos, puesto que no hay alternativas a la vista para asegurar la estabilidad interna. Eso podría suponer un acomodo con la estrategia continuista propuesta por McCain y, respecto al plan de Obama, existirían oportunidades para la cooperación: para cumplir su compromiso de repliegue de las tropas estadounidenses y evitar que el país se precipite en la guerra civil, Obama necesitaría un marco multilateral, que incluya a Europa, que acercara a las partes y les permitiera entablar un diálogo directo con Irán.

Ahora bien, si gana las elecciones, Obama podría descubrir pronto hasta qué punto están interconectadas la guerra en Iraq, la proliferación nuclear en la zona, que no se limita a Irán, y el conflicto israelí-palestino. Mientras McCain aboga por aumentar la presión sobre Irán, Obama reclama un diálogo directo con su gobierno y, como plantea Europa, una combinación de sanciones e incentivos económicos, con el argumento de que la política de Bush sólo ha logrado alentar sus planes nucleares. Ahora bien, también ha asegurado que hará “cualquier cosa que esté al alcance de su poder” para evitar que Irán se dote de armas nucleares. Aunque esa posición se explique por razones electorales, no es muy distinta a la de Sarkozy, que considera que un Irán nuclear es “inaceptable” y que “nunca abandonará a Israel frente a Irán”.

Todo esto plantea un serio riesgo: Israel, que no acepta los informes de inteligencia de Estados Unidos en los que se asegura que el programa de armas nucleares de Irán terminó en 2003, que desprecia la diplomacia europea y que teme un cambio de política si Obama gana las elecciones, podría adelantarse y bombardear por su cuenta las instalaciones iraníes de Natanz, como lo hizo en 1981 con el reactor iraquí de Osirak, o en 2007 con el proyecto sirio de Al Kibar. Las consecuencias podrían ser tan terribles como el propio programa nuclear iraní. Supondría una nueva guerra en el Golfo y el cierre de Ormuz, lo que dispararía el precio del crudo. Esto forzaría a europeos y estadounidenses a cerrar filas con Israel, lo que agudizaría el extremismo islamista en todo el mundo.

La cuestión es que ni McCain ni Obama aceptan que el problema de fondo no es tanto el riesgo de un Irán con armas atómicas, como la crisis del régimen de no proliferación, deslegitimado por los “dobles raseros” en relación con Israel o la India, y la relación de ese hecho con Iraq y el conflicto israelí-palestino. Las propuestas de ambos candidatos, bastante vagas, y el retraimiento europeo en este asunto —salvo para presionar a Irán— no auguran soluciones próximas.

Con respecto al conflicto israelí-palestino, la posición de Obama puede hacer más difíciles las gestiones del “cuarteto” y también le distancia de Europa. Inmediatamente después de alzarse con la nominación demócrata, en un discurso ante el principal lobby judío en Estados Unidos, Obama destruyó sus opciones como mediador y las expectativas de avance del proceso de paz, al comprometerse con un Jerusalén indiviso como capital de Israel. Así, se alineó con las posiciones más conservadoras en Estados Unidos e Israel, y enajenó la confianza de los palestinos, para los que Jerusalén Este, como parte de los territorios ocupados, es irrenunciable. A la postre, tanto McCain como Obama siguen considerando que su aliado clave en la zona es Israel, y eso parece indicar que desde Washington se va a seguir ninguneando a la UE en relación con el proceso de paz.

El agravamiento de la guerra de Afganistán ofrece oportunidades de acuerdo, pero también pueden recrudecer las disputas en el seno de la OTAN. Ante las dificultades para mantener al margen de la guerra a la Fuerza Internacional de Estabilización (ISAF, por sus siglas en inglés), Estados Unidos ha apelado a la solidaridad noratlántica para arrastrar a sus aliados europeos en la ISAF a la operación “Libertad Duradera”. Además del Reino Unido, varios países han respondido ya a ese llamado, pero otros, como Alemania o España, se han resistido a que se les involucre en una guerra que no tiene el respaldo de sus opiniones públicas, que no se puede ganar por la vía militar, que en gran medida depende de lo que ocurra en Pakistán, para la que no existe aún una estrategia política más amplia, y que necesariamente habrá de pasar por un nuevo ciclo de negociación que incluya a los talibanes. Si lo que se propone es una guerra sin final a la vista, en la que ni siquiera Estados Unidos, implicado en Iraq, ha puesto todas sus energías, y para la que no hay una estrategia clara, no parece posible ni deseable que haya más cooperación europea.

La crisis hipotecaria y la gobernanza de la economía y de las finanzas globales

El desastre de la era Bush tiene también una dimensión económica. Desde 2000, Estados Unidos ha aplicado una inusual combinación de neoliberalismo y “neokeynesianismo militar”, que incluyó la reducción de tasas de interés iniciada en 2000 para reactivar la economía tras el “pinchazo” de la “burbuja” bursátil de 2000, la reducción de impuestos a los más ricos, y la espectacular expansión del gasto de defensa y el déficit fiscal tras el 11-S. Que las tasas de interés continuaran siendo bajas también se debió a la disposición de las economías asiáticas a financiar el endeudamiento público estadounidense, con el que se cubrió ese déficit, a fin de sostener una relación cambiaria favorable a sus exportaciones. Sin embargo, eso alimentó enormes desequilibrios globales, más endeudamiento, una espectacular “burbuja” inmobiliaria y el aumento de las hipotecas subprime, en un proceso que también se explica por las graves carencias de regulación del sector financiero estadounidense.

No está claro si la actuación masiva de la Reserva Federal y del gobierno de Estados Unidos frente a la crisis —reducción de tasas, ayudas fiscales y “rescate” de los bancos con dinero público— vaya a ser un estímulo para reactivar la economía, o si contribuirá a una mayor caída del dólar y al aumento de la inflación y de los precios del petróleo, de las materias primas y de los alimentos. Si esto último ocurre, la Reserva Federal puede verse obligada a echar marcha atrás y subir las tasas de interés, con lo que se agravaría la crisis. Y en ese difícil dilema entre inflación y recesión, también pueden darse ambas cosas y reaparecer la temida estanflación de los años setenta.

Para salir de este embrollo, Estados Unidos va a necesitar una gran dosis de cooperación internacional. Si prosigue la caída del dólar, con el consiguiente daño a las exportaciones de la zona euro y de otras regiones, la UE, Japón y otros países asiáticos podrían verse compelidos a una intervención concertada de los bancos centrales, al estilo de los acuerdos Plaza y Louvre de los años ochenta. Ahora bien, esa cooperación no parece fácil debido a que los principales bancos centrales siguen reglas distintas que, en parte, responden a diferentes experiencias históricas: en el caso de la Fed, el recuerdo de la Gran Depresión y el desempleo masivo explica, parcialmente, su actual política expansiva; en Europa, el recuerdo de la hiperinflación de la Alemania de los años veinte, que se trasladó al Bundesbank y después al Banco Central Europeo, explica por qué se tienen unas reglas más restrictivas que dan prioridad al control de la inflación. Además, resulta ilusorio pensar que Europa y Estados Unidos puedan actuar eficazmente sin contar con los grandes ausentes del G7-G8: los países emergentes, y en particular China, que en la actualidad poseen las mayores reservas de divisas en dólares de todo el mundo, y cuya actuación puede ser determinante para lograr la estabilidad macroeconómica global. En suma, la cooperación trasatlántica mediante el G7-G8 parece difícil, pero, incluso si ésta fuera factible, mostraría que ese grupo no es una instancia legítima y representativa, y que, en esta cuestión, gobernar la globalización también exige mayor representación de los países emergentes.

Medio ambiente y cambio climático: ¿hacia un acuerdo global “pos-Kyoto”?

El cambio climático ha sido un símbolo tanto de la distancia entre Bush y la UE, como de las posibilidades de restablecer la relación trasatlántica, y con ello hacer posible un gran acuerdo global que permita ir más allá del Protocolo de Kioto. Tanto Obama como McCain han aceptado la necesidad de reducir el consumo de petróleo y las emisiones de CO2 en Estados Unidos —en el caso de McCain, más por razones de seguridad energética que por la preocupación ambiental—, a través de un mercado de derechos de emisión con el modelo cap and trade, que podría seguir el ejemplo del que ya opera en la UE y tener alcance mundial.

El triunfo de Obama permitiría un diálogo trasatlántico más fluido sobre esta materia, pero eso no supone que los acuerdos se alcancen fácilmente. Hay factores estructurales que lo explican: la suburbanización y el modelo de transporte de Estados Unidos, basado en el automóvil; la industria automotriz, que sigue fabricando aberraciones ambientales como el Hummer, y que lleva décadas de retraso respecto a tecnologías más eficientes como los motores híbridos o de diesel de alto rendimiento, y las resistencias políticas a un incremento de la fiscalidad de la energía en un país adicto a la gasolina barata convierten en un suicidio político cualquier programa serio para reducir de manera rápida y eficaz las emisiones de CO2, y estrechan los márgenes de negociación con los europeos o con los países emergentes. ¿Podrá Obama superar estos condicionantes? La experiencia de algunos estados, como California, revela que hay algún margen, pero las presiones de los sectores agroindustriales subsidiados para producir biocombustibles o las negociaciones en el Congreso del proyecto de ley sobre Límite y Comercio de Emisiones de 2008 —que incorpora aranceles compensatorios y otras herramientas proteccionistas—, así como la posición de países como China o la India, no auguran ni una relación fluida con Europa ni la negociación fácil de un acuerdo “pos-Kioto”.

La relación trasatlántica y el juego político global

Más que una brecha trasatlántica, lo que existe es una fractura entre distintas visiones del mundo y la forma como se han de enfrentar los problemas de la paz y de la seguridad internacionales, la amenaza terrorista, el cambio climático o la crisis económica, y cómo ha de promoverse la gobernanza eficaz y legítima de la globalización. Esas visiones pugnan hoy por la primacía intelectual y política, tanto en Estados Unidos como en la UE. Con los neoconservadores en abierta retirada, Obama y McCain comparten una visión hegemónica del orden mundial en la que el liderazgo estadounidense es esencial, aunque difieren sustancialmente en cuanto a la manera de logar ese objetivo. Europa, ahora más inclinada a la derecha, parece más proclive a aceptar una hegemonía “blanda” estadounidense, y por ello puede sentirse más cómoda con las propuestas de Obama, que parecen darle mayor reconocimiento como interlocutor y vindican la visión europea en lo referido a la guerra de Iraq, el cambio climático o la vigencia del Derecho Internacional. No obstante, en cuestiones como el programa nuclear iraní o el conflicto israelí-palestino, aun habiendo oportunidades para el diálogo antes cerradas, las diferencias de fondo persisten. Y en una perspectiva más amplia, Obama está muy lejos de las visiones cosmopolitas del orden internacional más presentes en Europa, en particular en sus sectores de centroizquierda, y su visión del orden internacional no parece haber asumido aún la necesidad de un multilateralismo eficaz, adaptado a las nuevas realidades del poder en el sistema internacional.