Enrique Fojón
Introducción
Los acontecimientos que sacudieron al mundo entre septiembre y octubre de 2008, la invasión rusa de Georgia y la falta de acuerdo de los grupos e instituciones internacionales para afrontar la crisis financiera, pusieron de manifiesto con crudeza la falta de previsión y de respuesta de los actores internacionales. Quedaron en evidencia las limitaciones de las Organizaciones Internacionales y de los Estados para garantizar el orden internacional. Los primeros, llevados por el optimismo estratégico de la posGuerra Fría y por el determinismo de la globalización, fueron abandonando sus responsabilidades reguladoras y supervisoras a manos del mercado o de las instancias multilaterales, mientras que las segundas se mostraron poco eficaces a la hora de afrontar los problemas estratégicos y económicos más complejos.
El desbordamiento de ambos por fenómenos que no esperaban fue también consecuencia del abandono de la reflexión estratégica que ha acompañado los procesos de decisiones donde se determinan los intereses, objetivos y estrategias de los actores internacionales. En su lugar, las decisiones se apoyaron en pseudoteorías de contenido utópico y voluntarista que pretendían convertirse en fundamentos del análisis político, económico y estratégico que se han demostrado estériles, cuando no contraproducentes, para afrontar el mundo de comienzos del Siglo XXI.
En este Documento de Trabajo se describe la racionalidad del análisis estratégico, su desplazamiento tras el fin de la Guerra Fría, la emergencia de nuevas visiones y patrones de comportamiento, la progresiva insuficiencia de éstos para hacer frente a la complejidad e incertidumbre de las crisis internacionales, las lecciones aprendidas de los errores y, finalmente, la necesidad de recuperar el análisis estratégico desde un enfoque pragmático y adaptado a las circunstancias de principios de siglo. Si, como parece, se pretende establecer un nuevo orden en materia de seguridad internacional, su diseño funcionará mejor sobre el análisis proactivo y objetivo de los factores que coadyuvan a él que sobre la improvisación y el voluntarismo.
“Para cada problema complejo existe una solución simple… y es errónea”
(Atribuido a H.L. Mencken)
La continuidad histórica como base del análisis estratégico
Al iniciar el intento, seguramente con resultados muy limitados, de identificar los rasgos o fuerzas que conforman el mundo en que vivimos, es conveniente recordar que la base del análisis estratégico ha venido determinada por la continuidad histórica, por el proceso de evolución de los contextos estratégicos. Esa carencia de ruptura con el pasado la ilustra Robert Kaplan en su libro Warrior Politics (2002), empleando dos citas. La primera es del filósofo español José Ortega y Gasset que, en su obra Hacia una filosofía de la historia, afirmaba: “El verdadero tesoro del hombre es el de sus errores, amasado piedra a piedra durante miles de años… Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo es desistir de su condición de hombre y plagiar al orangután. Fue un francés, Dupont-White, quien en 1860 tuvo el coraje de exclamar: la continuidad es uno de los derechos del hombre: es un tributo a todo lo que lo distingue de las bestias”. La segunda, escrita siglos antes, corresponde a Nicolás Maquiavelo quien manifestó que: “Cualquiera que desee conocer lo que va a ser, debe considerar lo que ha sido: todas las cosas de este mundo en cualquier época tienen su contrapartida en tiempos antiguos”.
La historia se esfuerza por descifrar el pasado y, para ello, actúa sobre hechos conocidos. Se intenta analizar el presente con un conocimiento de la realidad limitado, que sólo permite efectuar conjeturas y, basándose en ellas, se adoptan decisiones. No es posible predecir lo que va a suceder en el futuro, pero sí lo es prever razonablemente qué puede ocurrir si se dispone de métodos de análisis que tomen en cuenta las enseñanzas del pasado, identifiquen tendencias y condicionantes, y las contrasten mediante el estudio de los hechos y enseñanzas que se vayan acumulando. Esta ha sido tradicionalmente la función del análisis estratégico en relación con las decisiones de seguridad y defensa.
El estudio del pasado es de gran utilidad para el presente si se consiguen identificar pautas o características del comportamiento social que han perdurado, o sus mutaciones han sido identificadas, con más o menos error, a lo largo de los siglos. Esas pautas no deben servir para predecir el futuro, sino para evitar errores. Hay que anidar lejos del historicismo[1] pero no ignorar las enseñanzas de la historia, porque el hombre, como también preconiza Karl Popper (2002), tiene que aprender de sus errores, y que estos, los errores, forman parte de la sustantividad de las ciencias sociales. Una de las herramientas que utilizan algunos historiadores es identificar períodos caracterizados por la vigencia de unas pautas determinadas y que, normalmente, se delimitan entre dos acontecimientos de evidente notoriedad, para estudiarlos como entidades autónomas. La utilidad de este “método” reside en la comodidad que proporciona la delimitación de los hechos en el tiempo, sus orígenes y consecuencias. El inconveniente es que esa “comodidad” puede producir una visión compartimentada de la historia y perder la riqueza que proporciona contemplar los acontecimientos en su conjunto y progresivamente, lo que impediría detectar aquellos rasgos que permanecen, aunque adoptando diferentes morfologías, en el devenir de la humanidad. Con ello no se predica que hay que aferrarse a ningún tipo de determinismo histórico.
Tratar de política (polítikós) y de estrategia es analizar el presente, y efectuar conjeturas. La política versa sobre el reparto del poder, constituye un proceso interactivo, donde las emociones, normalmente, superan la racionalidad, cuyos resultados son el producto de la interacción de voluntades opuestas que emplean el conflicto, o el consenso, para determinar sus fines. Por el contrario, la estrategia utiliza la lógica, sin descartar el genio, relacionando fines políticos, intereses e instrumentos de poder. Si conectamos la política con la estrategia debemos convenir que ésta sirve de instrumento a aquella para conseguir sus metas: el análisis racional apoya la decisión emocional.
La actuación tanto del líder como la del analista político, normalmente, se limita al presente. La del analista estratégico también debe proyectarse hacia el futuro. Ambas actuaciones se realizan, como una gran parte de las actividades sociales, en el reino de la incertidumbre. La actuación del político se basa, normalmente, en la intuición y en el oportunismo. La del estratega se centra en el estudio de todos los factores presentes, teniendo en cuenta lecciones del pasado y aplicando altas dosis de pragmatismo. Son patrones de actuación tan dispares que la historia normalmente destaca al personaje que reúne, en excelencia, ambas condiciones: la habilidad política y la visión estratégica, liderazgo y cálculo.
El análisis del entorno estratégico o, lo que es lo mismo, de las fuentes de poder mundiales, o regionales, y sus relaciones incluye factores tales como el carácter nacional resultado de la historia, demografía, geografía y recursos, los ámbitos político, social y cultural, el estado de la tecnología y las relaciones entre los actores estratégicos que son aquellas entidades, estatales o no, que ejercen poder real. El análisis constituye una labor ardua que aúna la creatividad y la lógica, y se enmarca, como se ha indicado anteriormente, en un ámbito de incertidumbre, por lo que el producto final se diseña en base a un juicio de valor más o menos informado. La intensidad de este esfuerzo, tanto en la concepción como en la ejecución, hace que sus practicantes, a veces, se dejen seducir por lo que se denominan “panaceas estratégicas”, “modelos preconcebidos” o “recetas”, que se aplican como soluciones prefabricadas a los problemas estratégicos. Los ejemplos abundan, aunque los más llamativos correspondan al aspecto militar de la estrategia, que fue el que ha gozado de preponderancia.[2] Para apoyar las decisiones a tomar, podemos seguir todos los patrones y niveles de análisis que muestran las teorías de Relaciones Internacionales tales como el realismo o el transnacionalismo o reducir el análisis a alguno de sus factores, como el ámbito de actuación, y caer en dicotomías reduccionistas tales como el unilateralismo o el multilateralismo, que acaban convirtiendo un medio para conseguir un fin en un fin en sí mismo. Las panaceas producen una comodidad intelectual que limita el desarrollo de la perspicacia necesaria para prevenir y, en su caso, afrontar los acontecimientos que se van a desarrollar.
Un mundo entre dos siglos: el análisis estratégico después de la Guerra Fría
La brusca desaparición del cuarto imperio ruso, personalizado en la Unión Soviética, condujo a la paralización del pensamiento estratégico a finales de los años 80 y dio paso a una despreocupación generalizada en gran parte de la opinión pública occidental y de su clase política, tras décadas de tensión, según Longworth (2006). La historia recoge que, frecuentemente, la desaparición de los imperios marca el inicio de épocas turbulentas y este caso no iba a ser una excepción, pero prevaleció la cosmovisión de que ya no ocurriría nada grave en la seguridad internacional y la actitud estratégica se relajó. De la misma forma que el capitalismo liberal percibió que se quedaba sin alternativa con la que competir, tal y como enunció la eufórica tesis de Fukuyama (1989) sobre el fin de la historia, los analistas estratégicos y las organizaciones de seguridad se quedaron huérfanos de enemigos y amenazas.
Durante el período histórico que nos ocupa, la percepción de ausencia de amenazas directas, en términos convencionales, a los territorios de las potencias tradicionales, centró la atención sobre conflictos que no afectaban directamente a sus intereses vitales. Esa percepción fomentó la creencia de que el conflicto armado, en forma de guerras entre Estados tal como se conocieron desde la Paz de Westfalia hasta el siglo XX, era ya cosa del pasado. Hay que recordar que a principios de los años 90 el propio secretario de Estado de EEUU, James Baker, declaró que ya no serían necesarias las organizaciones de defensa como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y que bastarían organizaciones de seguridad como la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) o Naciones Unidas. El no concretado “nuevo orden mundial” anunciado por el presidente George W. Bush, en 1991, dando por sentado que EEUU sería la potencia hegemónica en un “mundo unipolar”, abrió una época en la que la “comunidad internacional”, personalizada en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sería, nominalmente, la rectora de el enfoque a la solución de los conflictos, siempre fundamentado en consideraciones altruistas.
El rápido desvanecimiento de la percepción de amenaza, tras la brusca desaparición del imperio soviético, propició un cambio psicológico en el análisis estratégico tradicional, ya que en lugar de reajustar el valor de los distintos factores que lo componían, puso en duda la propia utilidad del propio análisis. Pese a que la experiencia histórica muestra que la desaparición de los imperios marca el inicio de épocas turbulentas, la euforia de una posguerra hizo pensar que ésta vez iba a ser la excepción. La alineación optimista de todos los indicadores parecía augurar un cambio del entorno estratégico donde los Estados y sus ciudadanos quedarían al abrigo de cualquier riesgo grave. Esa cosmovisión, que produjo una enorme laxitud, se fue instalando en gran parte de la opinión pública occidental, de su clase política, académica y del propio sistema estratégico, cuestionando la utilidad de la evaluación de los riesgos y desplazó el grueso de la reflexión estratégica desde la prevención a la reacción, del planeamiento de contingencias a la de gestión de las mismas, y de la respuesta individual a la colectiva.
A este proceso contribuyó la globalización, cuyo impacto no ha cesado de crecer sobre la totalidad de las relaciones internacionales. La globalización acelera el cambio y la interacción entre todos los factores y actores estratégicos que están presentes en los conflictos, de modo que ya no es posible estudiar cada uno de ellos por separado, sino deducir sus interacciones en cada momento, porque la dinámica estratégica actual es multidimensional y acelerada.[3] Traducido a términos estratégicos, la globalización complica la valoración y la gestión de los riesgos y amenazas, lo que ha profundizado la crisis de las metodologías seguidas hasta entonces.
Del mismo modo que al comienzo del siglo anterior, la prosperidad económica de la última década del siglo XX y de los primeros del actual, debida fundamentalmente a la globalización, unida a las altas cotas de seguridad que disfrutaron las sociedades avanzadas, postindustriales o informacionales, como han venido a denominarse, generalizaron la opinión de que ahora, un nuevo mundo era posible, y que, superado el realismo de la Guerra Fría, el internacionalismo liberal liberaría a los Estados de la carga de la seguridad y la defensa.[4]
En la última década del siglo XX, con el trasfondo esperanzador de la caída del “telón de acero”, la alteración de las fronteras en la Europa del Este por medios pacíficos, las misiones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas y la conversión en nuevos Estados de las antiguas repúblicas soviéticas, se recuperó un discurso –similar al que se había articulado después de la Primera Guerra Mundial– basado en la creencia de que las organizaciones internacionales se bastarían para solucionar los problemas de seguridad. Lo que era un elemento procedente de la doctrina del internacionalismo, o transnacionalismo, que combina la acción estatal, la multilateral y la cooperación para asegurar la paz y la seguridad internacionales, tomó gran auge en su versión reduccionista: el multilateralismo, que se identificó como una opción estratégica y acabó convirtiéndose, de hecho, en una panacea aplicada a la seguridad internacional.[5] El imperio del derecho internacional, desde la óptica del multilateralismo ideológico, tiene como finalidad el establecimiento de un “gobierno mundial” que posibilite el sueño kantiano de la paz perpetua.
El problema para la aplicación de este esquema reside en constatar su validez universal, lo que requiere no sólo una interpretación común por todos los actores internacionales y el compromiso de aplicarlos, sino su aceptación por todas las sociedades como hecho cultural, ya que hay que tener presente que el instrumento necesario para su puesta en práctica son las normas de derecho internacional que, en su gran mayoría, están inspiradas, fundamentalmente, en la tradición occidental, derivada del desarrollo de los derechos políticos durante la Ilustración.[6]
Tras la Guerra Fría se produjo un declive del análisis estratégico debido, por un lado, a la falta de percepción de las amenazas, entre sus practicantes habituales y, de otro, a la decadencia de la teoría de relaciones internacionales: el realismo, que perdió su preponderancia tras ostentar la primacía durante la Guerra Fría. El realismo se fundamentaba en el “concepto de interés definido en términos de poder” según Morgenthau (1992) que proclama el empleo del “poder duro” del Estado –los instrumentos diplomático, militar y económico– para alcanzar y preservar su posición en el orden internacional. El realismo fue desplazado por el paradigma transnacionalcita que preconiza un orden mundial basado en una instancia superior, el multilateralismo ideológico o absoluto, que sustituyese a los tradicionales equilibrios de poder entre actores individuales o alianzas.
Con el auge de las opciones alternativas al realismo en las relaciones internacionales se abandonó el método tradicional de análisis estratégico. Mientras que el realismo se centraba en las amenazas al sistema internacional, las corrientes más utópicas del trasnacionalismo no las tenían en cuenta.[7] Las políticas exterior y de defensa fueron perdiendo su base de cálculo, el análisis estratégico, y el voluntarismo fue desplazando a la evaluación. El resultado fue la banalización de la política exterior y, por lo tanto, de la renuncia a la estrategia. El vacío que, durante este período, dejó la estrategia permaneció sin ocupar y las formulas voluntaristas habilitadas para su sustitución no llegaron a concretarse, aunque todas coinciden en articular utopías cuyos intentos de implementación distraen energías y recursos para el análisis de los verdaderos problemas. Al igual que el análisis estratégico, el análisis de las políticas exteriores se fue sustituyendo por descripciones de sucesos aislados y enfocados a sus elementos emocionales,[8] muy lejos ya de las “grandes estrategias” de las potencias donde se evaluaban los objetivos, estrategias y recursos de la acción exterior de los Estados.
El “confort mental”, consecuencia del bienestar que disfrutaban los ciudadanos de las naciones que componen lo que comúnmente se conoce como Occidente, fue el principal catalizador para una percepción de los acontecimientos que permitía la formación y difusión de la opinión de que, potenciando las organizaciones internacionales y multinacionales, se iban a alcanzar cotas de estabilidad que, a la vez de garantizar la opulencia que disfrutaban, permitirían que se extendiera a otros. Como resultado, se impusieron las actuaciones tácticas cortoplacistas, tanto en el terreno político como en el económico, que junto a la adopción de posturas optimistas, fiaron al azar las consecuencias de dichos actos.
A esta línea de abandono del análisis estratégico contribuyeron tanto la globalización como el multilateralismo en la medida que implantaron la percepción de la pérdida de protagonismo del Estado como actor de la seguridad internacional. Este declive sería el resultado tanto de la cesión de competencias que, hasta ahora, formaban parte de la soberanía estatal a favor de entidades superiores como a la pérdida de control del monopolio estatal del poder coactivo, mediante la violencia, dentro y fuera de su territorio o a favor de las entidades subnacionales, según los estudios de Van Creveld (1991 y 1999). Además, la difusión del poder estatal benefició a nuevos actores no-estatales que cooperaban con los Estados (juego suma positiva) o trataban de despojarles de su poder (juego suma cero).
La convivencia en el “orden” internacional de Estados y entidades no estatales ya fue identificada por el politólogo americano James N. Rosenau (1990) –que denominó “los dos mundos del mundo de la política”–, quien advirtió que el nuevo orden se escapaba a la regulación de un derecho internacional pensado por y para los Estados.[9] Para los primeros el orden se construía mediante su refrendo, ya que son los Estados los que tienen capacidad para obligarse internacionalmente en virtud de un factor que resiste el paso del tiempo y para el que no se ha encontrado sustituto: la soberanía. Esta circunstancia, la de contraer derechos y obligaciones, no concurría en los nuevos entes no estatales, por lo que la convivencia entre ambos no está regulada y propiciaba el desorden o el conflicto: el caos. En el nuevo orden post-westfaliano resultaba difícil compatibilizar el creado para Estados constituidos por territorio, población y orden jurídico, con la proliferación de Estados fallidos o movimientos transnacionales que controlan poblaciones, imponiendo normas teocráticas o simples principios ideológicos o prácticas cleptocráticas sin asentarse, normalmente, en un ámbito territorial determinado, basando su pervivencia en la desnuda aplicación del poder material, mediante el ejercicio de la violencia, o por otros entes en forma de corporaciones de naturaleza comercial con poder de naturaleza contingente, basado en el éxito, o no, de sus negocios.
La percepción de la política internacional llegó al final del siglo XX inmersa en el confort que proporcionaba saber que los Estados, especialmente los del mundo occidental y otros desarrollados, no tenían que temer ninguna amenaza a sus intereses vitales y que, de producirse conflictos en alguna parte del mundo, las organizaciones internacionales se ocuparían de buscarles una “solución”.
Otro mundo no fue posible: la vuelta al pragmatismo realista
Sin embargo, los hechos posteriores no confirmaron las expectativas puestas en el “nuevo orden”. La incorporación de nuevos actores estatales al orden internacional y la ampliación del número de miembros de las organizaciones y regímenes internacionales han cosechado éxitos y fracasos. Mientras el transnacionalismo ha cosechado éxitos en materia de cooperación internacional en ámbitos como los derechos humanos, el desarrollo, la salud y otros, en el ámbito de la seguridad no ha conseguido prevenir ni gestionar las crisis más importantes. Ni el transnacionalismo ni su versión más optimista, el multilateralismo, han conseguido poner fin a la historia y alcanzar el sueño kantiano de la paz[10] porque el multilateralismo sólo era concebible en la “pausa estratégica” entre los dos siglos. Por otro lado, la brusca finalización de la “paz larga” por los ataques del 11-S, impulsó un enfoque estratégico de base neoconservadora que propugnaba la difusión de los valores democráticos, y su defensa, en el ámbito de una “pax americana” impulsando muchas de las ideas en asuntos estratégicos ya planteados por Thomas Donelly (2000).
El protagonismo de las organizaciones internacionales aumentó durante las crisis de posguerra al amparo de la reactivación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que permitió llevar a cabo numerosas operaciones de mantenimiento de la paz.[11] También se recurrió a imponer la fuerza en ocasiones como la Guerra del Golfo, tras la expulsión de las tropas de Sadam Hussein de Kuwait en 1991, o intervenciones humanitarias como la Operación Provide Comfort llevada a cabo por EEUU y algunos de sus aliados para proporcionar ayuda humanitaria y protección a los kurdos que fueron desplazados por el hostigamiento de las fuerzas de Sadam Hussein, a la vez que se activaban sendas zonas de exclusión aéreas al norte y sur de Irak. En otros casos fue necesaria la intervención militar directa, por Estados o coaliciones, para evacuar a nacionales o para responder a la demanda, intensa pero efímera, de una opinión pública sensibilizada por las imágenes impactantes difundidas por los medios de comunicación: el “efecto CNN”. Casos como las evacuaciones de ciudadanos americanos en Liberia, europeos en Costa de Marfil, o la intervención americana en Somalia, superpuesta a la de Naciones Unidas son algunos ejemplos. Posteriormente, y durante la prolongada campaña de Bosnia, aparecieron las primeras deficiencias del enfoque multilateralista, ya que el modelo establecido para gestionar la crisis no fue capaz de garantizar la seguridad ni a la población civil ni a los “cascos azules” de Naciones Unidas porque no fue capaz de habilitar la capacidad militar necesaria cuando así lo demandaron las circunstancias.
Otras contradicciones del modelo se evidenciaron en la alteración de las fronteras mediante el empleo de la fuerza. En el escenario europeo, y contra los Acuerdos de Helsinki de 1973, ni Naciones Unidas, ni la OTAN, ni la OSCE ni la UE lograron impedir la reunificación de la antigua Yugoslavia por la fuerza serbia, pero tampoco pudieron impedir su desmembramiento mediante el uso de la fuerza por las demás partes y a lo largo de líneas étnicas. Tampoco la tutela de Naciones Unidas pudo impedir los genocidios en Ruanda, la represión en Chechenia o los otros conflictos caucásicos. A pesar de que se acumulaban las contradicciones, el optimismo y la defensa del modelo perseveraron en la fidelidad a las organizaciones multilaterales de seguridad y se consideró que estas acabarían, más temprano que tarde, siendo capaces de resolver sus carencias y de preservar la seguridad internacional.
Junto a avances en los campos de control de armamento y desarme, o en algunas misiones de pacificación como Mozambique o Camboya, los regímenes y organizaciones internacionales de seguridad no han podido solucionar conflictos cuyas raíces se hunden en la historia como en los Balcanes y partes de África, Oriente Medio y Asia, a los que se han incorporado nuevos conflictos provocados por los Estados fallidos. La acumulación de los hechos fue acabando con el optimismo y, como señala Fred Halliday (2009), se ha pasado de la esperanza de las intervenciones humanitarias de los 90 a las pesadillas de Irak y Afganistán en la primera década del siglo XXI.[12]
El fenómeno de los Estados fallidos puso contra las cuerdas al sistema internacional y a las esperanzas de un orden multilateral. Frente a la expectativa de un sistema de seguridad colectivo en el que todos los Estados miembros pudieran colaborar frente a un riesgo común, se prodigaron los Estados consumidores netos de seguridad colectiva y disminuyeron los que eran capaces de producirla. En algunas áreas como la cooperación económica, sanitaria, jurídica o de desarrollo, las organizaciones internacionales han compensado la fragilidad de algunos Estados, pero en otras, como la seguridad, no se ha logrado esa complementariedad. Los nuevos riesgos de seguridad como la proliferación, los “Estados fallidos”, la inmigración o el crimen organizado, por citar los que recoge la Estrategia Europea de Seguridad de 2003. A los anteriores había que añadir los efectos sobre la gobernanza de las tecnologías (Peters, 1999),[13] la biotecnología (Silver, 2007) o los nuevos actores no estatales rebasan la capacidad de los Estados “frágiles” y “fallidos” para hacerles frente. Frente a la esperanza de que los “Estados frágiles” pudieran desentenderse de su seguridad mientras que se desarrollaban al amparo de las organizaciones internacionales, tal y como había ocurrido con las Comunidades Europeas y la OTAN, la realidad volvió a considerar la seguridad en la agenda del desarrollo, tal y como ha venido a poner de relieve el concepto de reforma del sector de la seguridad,[14] ésta es un requisito indispensable de la gobernanza y su carencia hace inviable los programas de reconstrucción posconflicto que se han aplicado desde Haití a Afganistán, pasando por los de África y Oriente Medio.
La primera reivindicación del análisis estratégico vino de la mano de Samuel Huntington. La constatación de un progresivo desorden internacional llevó a Samuel Huntington a analizar los factores que lo propiciaban y señaló el factor cultural como uno de los factores de riesgo a tener en cuenta.[15] La cultura, en todos los ámbitos, actúa como el cristal a través del cual los seres humanos perciben el mundo en el que habitan y ese cristal no es el mismo para todos. Las críticas a Huntington se apoyaron en fallos objetivos de sus tesis, pero muchas también eran puras subjetividades porque, cierto o falso, se reabría una valoración del factor cultural como elemento de riesgo en las relaciones internacionales, una propuesta que chocaba con la cosmovisión despreocupada instalada en la comunidad estratégica.
Un nuevo conflicto en Kosovo, en 1999, añadió más contradicciones al modelo anhelado, cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no autorizó a la OTAN, ni la habilitó tácita o expresamente, para usar la fuerza. La habilitación ex-post a la acción unilateral de la OTAN intentó maquillar las contradicciones del sistema multilateral pero puso en evidencia la “instrumentalización” selectiva de las organizaciones internacionales de seguridad. Ésta consistía en proceder en nombre de aquellas pero externalizando sus decisiones e iniciativas en directorios fácticos como el Grupo de Contacto, donde las grandes potencias concertaban las acciones a tomar en Naciones Unidas, la OSCE y la UE. El concepto amplio y solidario de “comunidad internacional”, movilizada en interés de todos, se fue abandonado en favor del más restringido que identificaba el interés general definido sólo por aquellos que realmente se movilizaban para solucionar los conflictos (los menos) ante la pasividad o la incapacidad del resto de la comunidad (los más), con lo que se restringía la vocación democrática del multilateralismo. Durante todo este período, esa comunidad internacional restringida fomentó lo que se podría denominar un neomultilateralismo mediante el que, nominalmente, actuaban las instituciones pero, materialmente, decidían las potencias más influyentes o aquellas más implicadas en el problema en cuestión, con lo que se reducía el pretendido “carácter democrático” que caracterizaba el multilateralismo.
En el modelo anhelado, la fuerza militar ya no se empleaba por necesidad sino por elección, porque era fiable, capaz y de rápida respuesta. Lawrence Freedman (1997) acuñó el término “guerras de elección” (wars of choice) para referirse a aquellas guerras en que las potencias intervienen sin que sus intereses vitales estén en juego, lo que sí se da en las “guerras de necesidad” (wars of necessity). Pero incluso para las guerras de eyección, era muy problemático reclamar a las sociedades del mundo occidental sacrificios que fuesen más allá del gasto de parte del excedente de su riqueza material. La laxitud acomoda la mente y acaba relativizando el contenido de los valores antes de cuestionar la propia identidad y, desde esa perspectiva, ni siquiera las anunciadas motivaciones morales de las intervenciones de los países occidentales, en forma de vulneración de soberanías, justificaban la pérdida de vidas.
La tardanza en intervenir en Bosnia, donde la inoperancia de Naciones Unidas era evidente, al ceñirse su actuación a actividades que no supusiesen riesgos para sus fuerzas, o la renuencia a emplear fuerzas terrestres, en 1999, en Kosovo, lo que prolongó una agresiva campaña aérea, son claros ejemplo de las limitaciones de las guerras de elección. La disponibilidad de tecnología militar sofisticada para llevar a cabo acciones de combate (warfighting) de naturaleza “quirúrgica”, evitando los llamados daños colaterales, multiplicó el recurso al instrumento militar en conflictos cuya naturaleza no era exclusiva o principalmente militar. La “facilidad” o la “alta disponibilidad” del recurso militar, facilitó su empleo sin entrar, en profundidad, en el análisis estratégico de otras opciones, magnificando y banalizando la opción militar en detrimento de los instrumentos civiles.
La denominada “injerencia humanitaria”, esto es, la posibilidad de acudir colectivamente en socorro de la población de un Estado en situación de riesgo humanitario por encima del consentimiento de su Gobierno alimentó el número de “guerras de opción” posibles y entró en conflicto con la soberanía de los Estados. Su aplicación en Kosovo para justificar la intervención de la OTAN, planteó la necesidad de contar con criterios consensuados por la comunidad internacional para dar amparo a este tipo de intervenciones de opción”.[16] A tal efecto se creó la International Commission on Intervention and State Sovereignty (ICISS) para elaborar un informe sobre “The Responsability to Protect”.[17] La casualidad quiso que el informe de la ICISS viese la luz el 30 de septiembre de 2001 y los autores admitieron que los conceptos desarrollados en el mismo no son válidos para afrontar situaciones como las provocadas por ataques de la naturaleza de los del 11-S, defiriendo la solución de estos al derecho de legítima defensa contenido en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas.
El caso anterior pone de relieve que una cosa es reivindicar la limitación del ejercicio de la soberanía de los Estados en ciertos casos y otra muy distinta dar ese principio por agotado. Por esa razón, tras el 11-S la mayor parte de las medidas adoptadas para luchar contra el terrorismo yihadista fueron de naturaleza estatal, ya fueran unilaterales o concertadas con otros en organizaciones internacionales o coaliciones. Del mismo modo, la experiencia de los atentados del 11-S muestra que ni la mayor potencia mundial puede estar al amparo de que se produzca un suceso repentino y poco probable –acuñado por Taleb (2007) como black swan– por lo que todo hace suponer que la “adaptación” del concepto de soberanía ha sido coyuntural y que se tiene que enmarcar en el momento de “pausa estratégica” provocado por la ausencia de elementos realistas en la concepción y desarrollo de la política internacional.
Junto a las razones que justificaban las intervenciones por motivos humanitarios –riesgo grave e inminente para un amplio colectivo de víctimas civiles– se potenció la idea de intervenir en casos de menor trascendencia en los que peligrara la seguridad de los individuos. La aplicación del concepto de seguridad humana, en el que la causa de la intervención no sería la conducta de los Estados sino la seguridad de los individuos, abrió exponencialmente la casuística de las intervenciones, porque gran parte de los Estados, reconocidos como tales, no pueden proporcionar a sus ciudadanos la seguridad que precisan en todas sus posibles manifestaciones. Como resultado, nuevamente las organizaciones internacionales, gubernamentales o no, se ven obligados a acudir en apoyo de los Estados que “fallan” en proporcionar a sus ciudadanos esas contraprestaciones básicas.
Frente a lo esperado, el fin de las guerras de necesidad no mejoró la capacidad de prevenir y gestionar las nuevas “guerras de elección”, sino que facilitó el incremento de las intervenciones realizadas. Y lejos de estar bajo control de la “comunidad internacional” o de las organizaciones internacionales de seguridad, las “guerras de elección” se han mostrado tan inmanejables como las de necesidad (Foley, 2008).
Comienzo de siglo turbulento: contradicción y crisis de expectativas
Para tratar de constatar la naturaleza del orden estratégico del presente, es necesario recapitular sobre el desarrollo de los principales hitos de este siglo. Los ataques de septiembre de 2001, cuando EEUU se vio agredido en sus intereses vitales por los ataques a su territorio en Nueva York y Washington, confirmaron la existencia de una situación de la que ya se habían recibido suficientes adelantos, como Nairobi, Dar es Salaam y Yemen, y sirvieron de referencia histórica para el comienzo de una nueva época. La inicial intervención americana de Afganistán en 2001, apoyada posteriormente por otros países, con las bendiciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la vana invocación por parte del Consejo Atlántico del artículo 5 del tratado de Washington, e Irak en 2003, esta vez sin bendiciones, marcó un cambio radical en la percepción de los conflictos en el periodo siguiente a la Guerra Fría.
Las acciones terroristas posteriores a lo largo del mundo, especialmente las de Madrid, Bali y Londres confirmaron “la confusión entre lo cercano y lo lejano”, según Evans (2007a), o lo que es lo mismo la interconexión de causas y efectos en diferentes zonas del planeta, producto de la globalización que, como se verá más adelante, impulsaron la definición de Estrategias de Seguridad Nacional, ya que el blanco de las acciones terroristas no eran los ciudadanos ni los Estados sino las sociedades.
La desafortunada etiqueta de “guerra global contra el terrorismo”, acuñada por la Administración Bush, fue sustituida por la de “la guerra larga”,[18] denominación que define con más realismo la situación. Desde el punto de vista del análisis estratégico y de la pluralidad de factores que afectan a las valoraciones de riesgos, la “guerra global contra el terrorismo” condujo a un reduccionismo que se particularizó en el riesgo de un nuevo atentado en todas las estrategias y políticas de seguridad. El reduccionismo en el riesgo se aplicó también en la respuesta, y el instrumento militar se prodigó contra las acciones armadas yihadistas, minusvalorando el resto de los instrumentos de poder. Esta visión reduccionista en un extremo tuvo una imagen espejo entre quienes descartaban la utilidad de la fuerza militar en la lucha contra los santuarios desde donde se apoyan las acciones terroristas.
Las operaciones en Irak y Afganistán han demostrado la insuficiencia de enfoques parciales para las crisis complejas mediante los que se pretende lograr la victoria en términos militares o reconstruir y desarrollar los Estados con programas de reconstrucción o ayuda humanitaria exclusivamente. En Irak no se previó la complejidad del problema y, por consiguiente, no se planeó la fase posterior a las operaciones, dado que no se tuvo en cuenta el ámbito cultural, la posible estructura política del nuevo Estado ni el tipo de operaciones militares que se necesitarían para alcanzar el deseado ambiente de seguridad. Si EEUU erró en su estrategia en Irak, también lo hicieron los aliados que intervinieron en Afganistán creyendo que disponían de recetas mágicas para convertir una sociedad tribal medieval en un Estado moderno y democrático en un breve período de tiempo. En Afganistán se volvió a pensar en términos de Estado, con instituciones políticas, fronteras, leyes, etc., cuando se estaba en una sociedad de estructura tribal, cuyas relaciones no podían circunscribirse al terreno delimitado por fronteras que sólo estaban en la mente de los políticos occidentales, y que una sociedad que vive en un contexto cultural muy antiguo no admite un gran salto brusco a la modernidad. Precisamente, la constatación del fracaso colectivo obligó a revisar el método de planificar y gestionar las crisis internacionales que requieren una actuación muy prolongada en el tiempo y donde el instrumento militar, aunque necesario, se ha mostrado insuficiente.
Se proclama una actuación basada en un “enfoque integral” que integre la aplicación de todos los instrumentos de poder de los participantes estatales, las organizaciones internacionales, gubernamentales o no y los actores privados.[19] Las lecciones aprendidas mostraron que ningún liderazgo, fuera de una gran potencia como EEUU y, en mucho menor grado, de una organización de seguridad colectiva como Naciones Unidas garantizaba el éxito de la gestión. Los mismos actores que habían podido gestionar razonablemente algunas crisis internacionales se mostraban incapaces de enfrentarse a crisis complejas con un alto nivel de violencia. La incapacidad afectaba también a las coaliciones ad hoc, porque comparten con las organizaciones permanentes los mismos problemas para generar las contribuciones de sus miembros, para agilizar los procesos de decisiones y para ejecutarlas, según Rintakoski y Autti (2008).
Las lecciones por aprender de los aciertos y fracasos, propios y ajenos, en las misiones o intervenciones internacionales sugieren revisar la simplicidad con la que se han afrontado las respuestas a los problemas de seguridad. Empezando por tomar conciencia de la limitación de las capacidades disponibles y de las fórmulas empleadas para prevenir o afrontar los conflictos armados.[20] A diferencia de lo que se esperaba tras la Guerra Fría, la sociedad internacional no ha sido capaz de encontrar soluciones eficaces a los conflictos armados graves o complejos que se producen. La intervención por elección decidida en un ambiente emocional y en función de criterios de carácter ideológico o altruistas, se generalizó bajo la asunción, consciente o inconsciente, de que la superioridad moral, militar, material e intelectual de la “comunidad internacional” permitiría solucionar los problemas. Sin embargo, la historia demuestra que ningún conflicto tiene una solución rápida, sencilla y sin coste alguno (político, social, económico y demográfico) para el país, o coalición, que se considera triunfante. Al contrario, cualquier conflicto –en especial si es largo como actual la “long war” en la que se hallan inmersas, en mayor o menor medida, las democracias occidentales– desgasta enormemente a las sociedades y a los gobiernos de los países participantes y erosiona la cohesión de las alianzas y las organizaciones internacionales.
El fantasma de Tucídides, uno de los padres del realismo estratégico clásico, merodeaba en el horizonte. Los dirigentes políticos de las potencias con vocación estratégica no hurtaron a sus ciudadanos que el precio de la seguridad, en el mundo de principios del siglo XXI, conllevaba la intervención en tierras remotas para defender sus intereses allá donde fuera más efectivo hacerlo, lo que implicará grandes costes y sacrificios, incluido el humano. En este punto hay que admitir que no es fácil la labor de concienciación de la opinión pública para asumir los esfuerzos que se necesitan para enfrentarse a un nuevo orden mundial. Para preservar la cohesión social en torno a las operaciones que se prolongan, o se complican, se precisa un fuerte liderazgo político y una estrategia de comunicación sólida, ya que los resultados se obtienen a medio y largo plazo.
El tesoro de los errores
La laxitud de la época también servía como tamiz para adaptar la evolución de la realidad mundial a la utopía, pero se fueron acumulando las contradicciones. Para empezar, el entorno estratégico estaba mostrando evidencias sustanciales de cambio rápido que iban a conformar el futuro. Las sociedades y poblaciones de cualquiera de las potencias estaban en riesgo de soportar ataques en forma de acciones terroristas, o ser víctimas de los efectos de la proliferación, en los propios territorios nacionales. Los países más poblados de la tierra, China y la India, sufrían una profunda transformación económica que los impulsaban al rango de grandes potencias siendo capaces de acoplar un desarrollo económico, muy desequilibrado para su población, con la posesión del arma nuclear.
El caso de Irán muestra cómo la temida proliferación de armas de efectos masivos pasó a ser una realidad, resultando inútiles las medidas de la comunidad internacional para siquiera controlarla. Se produjeron migraciones masivas, y se están invirtiendo las pirámides demográficas que mantenían el equilibrio poblacional en zonas como el Mediterráneo o el Caúcaso poniendo a la UE o Rusia al borde del envejecimiento de la población autóctona que determinarán gravemente su futuro. A su vez, en los países menos desarrollados tiene lugar la rápida tendencia a la urbanización, alterando el tejido social y propiciando el crecimiento de megaciudades con grandes suburbios chabolistas y con carencia de servicios esenciales.
Proliferan vastas redes delictivas de tráfico de drogas, dinero, personas y armas, lo que, como señala con pragmatismo Joseph Nye (2002), potencia “a individuos y grupos para ejercer poder en el ámbito político mundial”.[21] Por otra parte, la existencia de varios poderes fácticos en Pakistán y la polarización posterior del país de la mano de los radicalismos religiosos muestra que es posible el “fallo” de un Estado de estructura democrática con más de 100 millones de habitantes, lo que entraña consecuencias imprevisibles para la región y para todo el planeta. El yihadismo, que tiene como objetivo estratégico el establecimiento de un califato en las tierras donde predomina el islam, o lo hizo en el pasado, ejerce una forma de poder difuso de ámbito global. Se apoya en sus propias redes para controlar poblaciones y ejerce la violencia, de múltiples formas, incluyendo lo que comúnmente se denomina terrorismo, para obtener efectos de naturaleza estratégica que influyan decisivamente en las opciones políticas de los que han sido declarados sus enemigos. Además, el aumento de población mundial ejerce una presión enorme sobre los recursos energéticos, el agua y los alimentos. El arriba descrito es un escenario que, si hubiesen sido coetáneos, podrían haber firmado al unísono los dos famosos Thomas: Hobbes y Malthus.
El retorno a las “guerras por necesidad”, el estancamiento en Afganistán e Irak, y la nuclearización de Corea del Norte o el desafío iraní volvieron a poner de manifiesto la inadecuación de las instituciones internacionales de seguridad creadas por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial para resolver las crisis complejas. En el caso iraní, ante la incapacidad de la Agencia Internacional de la Energía Atómica para impedir el programa, Francia, el Reino Unido y Alemania (UE-3) patrimonializaron, a partir de 2003, la búsqueda de soluciones en representación de la UE y a ellos se unieron EEUU y Rusia en 2005. Todo ello determinó la decadencia de la sensación de protagonismo que Naciones Unidas había adquirido a principios de los 90, aunque era notorio que sus actuaciones se podían cuantificar por fracasos –Ruanda, Bosnia, Timor, Congo, Somalia, Haití, etc.–, devolviéndola a la parálisis que la caracterizó durante el período de la Guerra Fría. Aunque Naciones Unidas contribuye significativamente a la prosperidad internacional en muchas áreas, su capacidad resolutoria en el ámbito de la seguridad es limitado y alimentar falsas expectativas respecto a sus posibilidades, sin tener en cuenta sus limitaciones, fomenta la frustración y contribuye a su descrédito.
Otra organización de seguridad, la “ampliada” Alianza Atlántica, continúa arrastrando un déficit de concepción estratégica que le resta frescura en desarrollar conceptos e implementar las capacidades necesarias para el mundo de hoy. Siendo todavía la OTAN la única organización multilateral capaz de encauzar con éxito el empleo del instrumento militar a gran escala, su actuación en Afganistán revela una acumulación de contradicciones en el nivel político, producto de la falta de cohesión de sus miembros, que tienen su expresión en el nivel táctico. La coincidencia de dos operaciones en el mismo teatro, “Libertad Duradera”, liderada por EEUU, y la de ISAF, dirigida por la OTAN, en la que también participa EEUU, rompe el esencial principio militar de la unidad de mando, lo que constituye la manifestación más evidente del problema.
La UE, que ha registrado grandes éxitos en otros capítulos de su integración, no acaba de despegar como actor estratégico relevante ya que demuestra, de forma contumaz, sus carencias esenciales para ejercer como tal. Frente al éxito de pequeños despliegues militares temporales en la República Democrática de Congo o en Chad, su Política de Seguridad y Defensa sigue estancada y pendiente de que se alcancen las capacidades previstas y las misiones internacionales presentan limitaciones estructurales.[22] Entre las causas, deducidas de la experiencia, se pueden citar: su rápida expansión, que ha incrementando la falta de cohesión entre sus miembros más allá de lo que es el mercado; una estructura burocrática diseñada para gestionar la opulencia; y, otra difícilmente soslayable, que en su seno existen Estados mucho más dinámicos de lo que, en el mejor de los escenarios, podría llegar a ser la propia Unión –Francia, el Reino Unido y Alemania, donde se mantiene un sólido sentimiento de entidad nacional, lo que se traduce en una clara percepción de cuales son sus intereses nacionales y, de ahí, procede su sentido de gran potencia–. Recientemente, el presidente Sarkozy ratificó este último aspecto al declarar que la UE tenía que estar constituida por Estados fuertes, que todos tendrían los mismos derechos pero diferentes responsabilidades (Vucheva, 2008). El ferviente multilateralismo de gran parte de sus miembros tuvo que ser matizado y en la Estrategia Europea de Seguridad de 2003, bajo la denominación de “multilateralismo eficaz”, se reconocían las limitaciones de las instituciones para aplicar el ideal multilateralista ideológico.
La guerra de agosto de 2006 entre Israel y Hezbollá, mostró en toda su crudeza “los dos mundos del mundo de la política” de Rosenau. La situación era perfecta: un “Estado fallido” –Líbano– y una entidad no estatal –Hezbollá–, por lo tanto incapaz de obligarse internacionalmente, asentada en su territorio y con capacidad de ejercer el poder mediante el control de parte de la población y de utilizar capacidad militar. En la otra parte, un Estado, Israel, miembro de las Naciones Unidas. Israel responde a la agresión de Hezbollá y el conflicto que sigue es detenido por la mediación internacional, reconociendo, de facto, a Hezbollá como actor internacional, “parte” del conflicto, superpuesto a la “fallida” soberanía libanesa y, como resultado de la mediación, la ONU despliega una fuerza de Interposición sin la misión de desarmar a las milicias de Hezbolá.[23]
El yihadismo ha permeado en el conflicto en Palestina y es muy probable que la creación de un Estado palestino que perseguía la comunidad internacional ya no sea suficiente para resolver el conflicto. Por el contrario, los conflictos en Oriente Medio sirven de foco de atracción a nuevas fuentes de desestabilización trasnacional como el mismo yihadismo. La yihad persigue una idea que no presenta elementos tangibles y, como tal, es inmune a la mayoría de los efectos de los instrumentos bélicos de sus enemigos. El desarrollo de una “fuerza” constituida por elementos flotando en un universo de caos, sin estructuras jerárquicas, que aplique la violencia indiscriminada para promover la desestabilización de sus declarados enemigos desde una perspectiva “nihilista, irracional, fundamentalmente excéntrica o transparentemente autodestructiva” representa, sin duda, un reto existencial para Occidente (Coerr, 2009), aunque de momento sus principales efectos se hagan sentir en las sociedades musulmanas.
Los acontecimientos de agosto y octubre de 2008 pusieron en evidencia la verdadera naturaleza de la situación internacional que, por conocida, no dejó de sorprender. La invasión de Georgia por Rusia, que comenzó el 8 de agosto, volvió a constatar la pervivencia de la esencia del realismo en las relaciones internacionales o, lo que es lo mismo, el power politics. Nada de sorpresas. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas quedó, como era lógico, inmediatamente bloqueado por el veto ruso y ni la Alianza Atlántica, ni EEUU ni Europa estaban en condiciones de impedir que el Kremlin alcanzase sus objetivos. Putin jugó con habilidad su “política de poder”, algo que no estaban dispuestos a imitar ni Europa ni la OTAN. Rusia, después de un período de década y media de inacción, habiendo consolidado su régimen político y recuperado poder económico, basado principalmente en sus recursos energéticos, era capaz de actuar de nuevo como gran potencia y “marcar territorio” en defensa de sus intereses geopolíticos, tanto en Europa como en Asia. La región del Caspio y el Cáucaso es considerada por Rusia vital desde la óptica estratégica. La Alianza Atlántica, impulsada por EEUU y no por Europa, apuntó su expansión hacia ese lugar: el diseño de oleoductos marcaba el camino del crecimiento territorial de la OTAN y tanto Ucrania como Georgia están en él.
En Asia, el interés ruso se centra en unas buenas relaciones con China y en el ejercicio del control sobre lo que Ahmed Rashid (2008) denomina “la región”, formada por Afganistán y Pakistán y las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central: Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. En esa parte del mundo, al igual que en el Cáucaso, los intereses rusos y americanos coincidirán adoptando, en esta zona, unas veces la forma de confrontación y otras de colaboración. No cabe duda de que hay constantes estratégicas que resisten el paso del tiempo, pues “la región” también era el objetivo que protagonizó lo que ha pasado a la historia como el “Gran Juego” para describir el enfrentamiento entre los imperios británico y zarista en el siglo XIX por la hegemonía en esa parte del mundo.
La reacción de Europa ante la iniciativa rusa en Georgia fue de “apaciguamiento”, con dos protagonistas principales: Francia y Alemania. El presidente Sarkozy actuó más en nombre de Francia que como presidente de turno de la UE, mientras Alemania, gran perjudicada por cualquier represalia rusa sobre el gas, actuó bilateralmente con el Kremlin mediante el dialogo Medvedev-Merkel. En cuanto a la OTAN, Rusia congeló todos sus contactos con la Alianza, aunque esto eran sólo gestos. El mensaje era claro, Moscú podía influir, decisivamente, en las decisiones de los países europeos. Lo hizo en la Cumbre Atlántica de abril de 2008 en Bucarest, donde Francia y Alemania, descartaron la entrada de Georgia en el Membership Action Plan por las presiones rusas y en la reunión ministerial de diciembre de 2008 se volvió a descartar con mayor oposición. No es nada que preconice un regreso a la Guerra Fría, ni un rearme, ni siquiera habría que otorgarle probabilidad a un posible casus belli comparando el Kaliningrad Oblast con el Danzig (Gdansk) de 1939. La dependencia de Europa Central, Balcanes y Turquía del gas ruso encuentra la reciprocidad en la necesidad de Moscú del flujo de euros. A ello hay que añadir la inestabilidad política en Bielorrusia y Ucrania, así como las rivalidades en el Cáucaso. Rusia mantendrá su poder nuclear como disuasión y elemento de prestigio, empleará el poder militar convencional para controlar lo que reclama como su zona de influencia pero, además, establecerá clientelismos para limitar la influencia norteamericana en dicha zona. Además, como ya se ha apuntado con anterioridad, tanto Rusia como Europa tienen hipotecado su futuro por un factor geopolítico esencial, su demografía, aunque es muy posible que Rusia incremente su influencia sobre Europa pues demuestra más élan estratégico.
La crisis financiera global de octubre de 2008 puso de manifiesto la inadecuación de las organizaciones financieras internacionales para afrontar el mundo globalizado de principios de siglo. Con las lógicas modificaciones, se puede aplicar a las causas de la crisis financiera la misma hipótesis que se viene argumentando: la confianza ciega en el mercado y el optimismo antropológico en el futuro condujeron al relajamiento en los controles financieros que deberían ejercer los Estados. Organizaciones especializadas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional no supieron prever ni reaccionar ante los hechos. La reunión del G-7, del 11 de octubre de 2008, sólo sirvió para intercambiar información y apelar, eventualmente, de coordinación.
Fue EEUU el primero que empleó el poder del Estado para suplantar al que antes ejercían las grandes empresas financieras. En las potencias emergentes se reprodujo el mismo esquema. En Europa fueron los Estados, no la Unión, los que salieron en defensa de sus respectivos sistemas bancarios. Cuando la crisis se extendió al resto de la economía, también fueron los Estados los que tuvieron que ayudar a diferentes sectores de actividad. La duración y consecuencias de la crisis son difíciles de predecir, así como de qué forma afectará a la configuración de poder en el mundo. Es probable que se ralenticen los crecimientos de las potencias emergentes, que los flujos migratorios se vean afectados, que las “burbujas demográficas juveniles” de los países en desarrollo tomen presión y un largo etcétera: todos los estudios de tendencias de futuro avalan esta tesis. Estos hechos no indican, ni de lejos, la resurrección de viejas fórmulas económicas marxistas en el orden económico, sino un fallo en los controles financieros como causa de la laxitud general que también impregna al análisis financiero, a la vez que ponen de manifiesto, que el Estado –como organización política y actor estratégico– no ha encontrado sustituto y, aunque su soberanía se ha visto enormemente limitada, tampoco ha sido subsumida por fórmulas multilateralistas.
La vuelta a la reflexión estratégica
Como ya se ha expuesto, en la segunda mitad de 2008 tienen lugar dos hitos: la invasión rusa de Georgia, el 8 de agosto, y la fallida reunión del G-7, el 11 de octubre en Washington, para alcanzar una posición común frente a la crisis financiera. Estos acontecimientos se afrontan sin reconocer abiertamente por parte de muchos, consecuencia de la laxitud, que se está ante una situación que la mayoría de los indicios presentan como señales de la pujante vigencia de un nuevo orden estratégico global, cuyos rasgos se está lejos de identificar con la necesaria solidez.
Es muy posible que si se viesen reducidos los niveles de bienestar personal que disfruta occidente –ya que no sería la primera vez que la historia es testigo de regresiones sociales y la recesión económica mundial puede ser su causa– la percepción de la cosmovisión cambie, pero estaríamos ante un proceso altamente incierto. La globalización puede servir tanto como vehículo para difundir el crecimiento como la depresión económica. Una base realista de la política internacional debe volver a ocupar el lugar que hoy llenan conceptos con un alto contenido voluntarista. La paradoja surge al emplear la herramienta estratégica ya que al estar, tradicionalmente, adaptada a ámbitos regionales, tiene que ser empleada en un mundo globalizado. La convivencia de la estrategia con la nueva realidad que es la globalización de la seguridad, consecuencia del nuevo modelo de relaciones humanas impuesto por los avances tecnológicos, conformará el reto al pensamiento estratégico. Será otra de las consecuencias de la realidad de “los dos mundos de la política” de Rosenau.
Los hechos mencionados de agosto y octubre de 2008 tuvieron lugar en un contexto potencialmente peligroso. La perpetua animosidad de la India y Pakistán, avivada por el contencioso de Cachemira, es una “ruleta rusa” en la que la munición es nuclear. La carencia de solución de continuidad entre el problema paquistaní y afgano configuran un escenario de muy difícil situación para el futuro. Descrita en términos estratégicos, la “guerra larga” significa la implicación militar, en años por venir, de EEUU en el sur, este y centro de Asia, arrastrando a sus aliados, hecho inédito y de inciertas consecuencias. Este teatro en donde las capacidades militares occidentales ven disminuida su eficacia, donde el tiempo y las pérdidas humanas no encuentran equivalencia entre la sensibilidad de los contendientes y donde el “estado final a alcanzar” (end state) no puede diseñar con claridad, conforma un escenario no deseado para las mentalidades occidentales.
Durante los años plomizos del auge de la “insurgencia” en Irak (2003-2006), la proliferación nuclear alcanzó su punto álgido. Desde la adquisición por Pakistán, en 1998, del arma nuclear, el riesgo de proliferación se acentuó y en 2006, Corea del Norte efectuó su primera prueba atómica. El “arma política” en manos norcoreanas era un claro chantaje a sus vecinos del sur y a Japón. Se optó por la diplomacia para contenerlo. Pero el verdadero peligro radicaba, y se concretó, en la fuga de tecnología. La decisión del régimen islámico iraní de obtener el arma nuclear supone un claro intento de alterar el equilibrio en la zona del Golfo Pérsico que, probablemente, incitará a la nuclearización a otros países del área como Arabia Saudí. Las actividades nucleares iraníes, en contra del Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT), constituyen otra prueba que refrenda las limitaciones de la actual estructura de la Comunidad Internacional para controlar las dinámicas de principios de siglo, entre ellas la, potencialmente letal, proliferación. Ante la incapacidad de la Agencia Internacional de la Energía Atómica para impedir el programa, Francia, el Reino Unido y Alemania (UE-3) patrimonializaron, a partir de 2003, la búsqueda de soluciones en representación de la UE y, a ellos, se unió EEUU 2005. Otro ejemplo de la actuación independiente o concertada de las potencias constituidas en “comunidad internacional”.
Es difícil predecir el recorrido de los regímenes populistas en América Latina. La convivencia de la entidad estatal con poderosos grupos basados en el tráfico ilegal de drogas, la exacerbación del sentimiento de identidad indígena, la aplicación de formulas políticas derivadas del castrismo, unidas al crecimiento demográfico, son heraldos de una creciente inestabilidad en la zona. Países con gran potencial de desarrollo, y consiguiente liderazgo, como Brasil, contrastan con los problemas que amenazan con desestabilizar México, con sus más de 100 millones de habitantes, y desarrollan sus capacidades militares para asumir su rol de potencia regional.
Después de medio siglo, África, en su conjunto, ha sido incapaz de superar la descolonización. El fallo del Estado, tal como éste se entiende en Occidente, ha propiciado una constante inestabilidad que se materializa en matanzas, emigraciones masivas, epidemias incontroladas y un largo etcétera. La atención de las potencias, tanto tradicionales como emergentes, hacia el continente, se ve alterada por otras prioridades. China ha adquirido un protagonismo preeminente en África (IISS, 2007), proporcionando importante ayuda financiera a gran cantidad de gobiernos para mejorar las infraestructuras y promocionar la explotación de recursos naturales, para lo que emplea sus grandes reservas de divisas. EEUU entendió que África poseía su propia entidad estratégica y, por ello, concibió el Mando de África (Africom). La tardanza en su implementación, puede considerarse un “golpe” a las posibilidades de influencia occidental en el continente. El valor geopolítico de África se acrecentará en el próximo futuro.
Ante esta acumulación de escenarios conflictivos, se vuelve a imponer la necesidad de retornar al análisis estratégico para tratar de identificar las dinámicas actuales, en un entorno de gran complejidad y alto ritmo de cambio, son especialmente útiles entre otras referencias, las tendencias estratégicas apuntadas por el experto australiano Michael Evans y por el analista, periodista y escritor americano Fareed Zakaria, cuyo nombre se barajó como posible secretario de Estado para la Administración del presidente Obama. El profesor Evans (2007b) enfatiza la primacía de la seguridad sobre la defensa del territorio y constata que los riesgos se han convertido en un factor esencial en el análisis estratégico, al mismo nivel que el de las amenazas. La causa: la coexistencia de actores no estatales con los Estados. El resultado: que, sin descartar las contiendas entre Estados, nos enfrentaremos con más probabilidad a unos conflictos en los que se mezclarán medios convencionales y no convencionales o irregulares.
Esta tendencia, como todas, debe ser matizada y si se tiene que elegir entre la “desmilitarización de las relaciones entre Estados” de Lawrence Freedman (2006) y la “guerra sin restricciones” de Quiao Liang y Wang Xiangsui (1999), conviene acercarse al concepto que preconizan los segundos. Estos autores, en su obra Unrestricted Warfare, identifican el impacto de la globalización sobre la guerra del futuro, indicando que su ámbito “superará el campo militar”. El significado de “sin restricciones” queda mejor expresado por el título en la versión francesa de la obra Hors limites o “fuera de límites”, pues los autores no extienden la carencia de restricciones a las consideraciones morales.[2] En esta línea se puede incluir lo que Frank G Hoffman (2007) denomina “guerras híbridas”, entendiendo como tales aquellas que “incorporan una panoplia de diferentes formas de hacer la guerra (warfare) incluyendo la convencional, la irregular, actos terroristas, ejercicio de la violencia indiscriminada y de la coacción, así como la criminalidad” añadiendo que “La convergencia de varios tipos de conflicto representará un puzzle hasta que tenga lugar la necesaria adaptación cultural e institucional”. Sin embargo, no hay que olvidar que detrás de cualquier guerra, convencional o no, han coexistido elementos asimétricos, irregulares o de otra índole; lo que ocurre es que en la actualidad en este tipo de conflictos, las “guerras híbridas”, cuyo arquetipo es la campaña libanesa de 2006, un actor no estatal contra un Estado serán los más probables.
La segunda tendencia la titula Evans “la confusión entre lo cercano y lo lejano; el auge de las políticas de Seguridad Nacional”. En el ámbito de la seguridad, esa falta de nitidez la aplica a la distinción entre Estado y sociedad y entre política interior y exterior. Las necesidades que surgen de esta concepción ya han sido traducidas por algunos Estados occidentales en el concepto de “enfoque integral” de la seguridad, materializado en la promulgación de Estrategias de Seguridad Nacional (ESN), que anuncian la integración de sus políticas ministeriales y de la articulación de medios para actuar en el exterior con fuerzas conjuntas expedicionarias y una robusta estructura doméstica para hacer frente a las contingencias en el territorio propio. Las ESN constituyen una novedad a la vez que un reto; suponen la voluntad de arrinconar el cortoplacismo, mediante la definición y la aplicación de un concepto estratégico, algo que debe proteger a la sociedades y a sus poblaciones, algo que también refuerza las identidades nacionales, al ser un concepto integrador de las instituciones estatales y los ciudadanos. La necesidad de una concepción holística de la acción de gobierno, con las consecuencias orgánicas correspondientes, para afrontar las amenazas y riesgos actuales a las sociedades occidentales se presenta como uno de los requisitos esenciales para implementar el nuevo concepto de seguridad (Edwards, 2007).
La tercera tendencia apuntada por el australiano es resultado de las anteriores y la enuncia como la necesidad de disponer de una estrategia de “espectro completo” o, lo que es lo mismo, ser capaz prever la existencia de, y actuar contra, cualquier tipo de amenaza. El diseño de esta estrategia determinará las capacidades, de todo tipo, que deben habilitarse para permitir su implementación, aunque el requisito fundamental para ello es la voluntad política de emplearlas.
Por su parte, Fareed Zakaria (2008a), considerado en algunos círculos como el principal representante de un “realismo neoclásico”, propugna, desde un epicentro estadounidense, la vuelta a una “gran estrategia” o, lo que es lo mismo, una estructura de acción que evite la improvisación, o el cortoplacismo, como práctica en la política internacional. En su análisis, defiende la necesidad del estudio de “tendencias” o “futuros”, herramienta prospectiva que puede ayudar a interpretar la complejidad del entorno estratégico, de forma que se puedan seguir los rumbos de las potencias del siglo XXI y de los problemas globalizados, y, así, poder evitar catástrofes. Reconoce la primacía de un multilateralismo restringido –“cualquier estrategia con visos de éxito en el mundo de hoy, será aquella que tenga el apoyo activo y la participación de varios países”– como instrumento para poner en práctica estrategias, no como panacea, y propugna el empleo de los instrumentos de poder para crear un “conjunto nuevo de ideas e instituciones para así formar una arquitectura de paz para el siglo XXI que traiga estabilidad, prosperidad y dignidad a las vidas de miles de millones de personas”. Su visión de un mundo multipolar, como sustituto del hegemonismo americano, la basa en lo que denomina the rise of the rest, o lo que es lo mismo, la aparición en el tablero mundial de otras grandes potencias (2008b). No parece que sea muy acertado hablar de multipolaridad cuando esa situación ha representado la normalidad en la historia, lo que se conoce como el juego de las grandes potencias, cuya dinámica de actuación fue comparada con las “bolas de billar”, en referencia a Westfalia. La vuelta a un juego de potencias en el mundo actual no es el retorno al que describe Kennedy entre los siglos XIX y XX. El número de Estados ha crecido enormemente y todo indica que “el juego” quedará reservado a los más fuertes.
Los acontecimientos de la segunda mitad de 2008, la guerra de Georgia y la crisis económica global, refrendaron, de forma indubitada, lo que era evidente desde septiembre de 2001: que el Estado sigue siendo el principal actor estratégico a pesar de que sus limitaciones reducen su margen de actuación unilateral, que las organizaciones internacionales creadas tras la Segunda Guerra Mundial y las instituciones multilaterales creadas tras la Guerra Fría no son eficaces para abordar los retos estratégicos complejos del siglo XXI y que es necesario recuperar el análisis estratégico para el proceso de decisiones, caso por caso, en lugar de fiarlo a la falacia de recetas pseudoestratégicas de laboratorio que contradicen las lecciones históricas que reflejan la conducta del hombre como ser social.
Es aventurado predecir cómo la historia va a interpretar la última década del siglo XX y la primera del XXI, qué rasgos destacará, quiénes serán sus personajes relevantes y si identificará, en este período, los orígenes de un nuevo orden que sustituya al implantado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Hacerlo sería un acto de soberbia epistemológica. No obstante, no sería arriesgado afirmar que los historiadores constatarán el hecho de que la condición humana permaneció inalterada, pero que las relaciones sociales se vieron sometidas a un incremento, en intensidad y extensión, por lo que en esas dos décadas se denominó globalización, y que la difusión de mensajes y noticias a escala planetaria alteró, sustancial pero no uniformemente, las percepciones de la población mundial, motivando la aparición de movimientos populistas y produciendo migraciones masivas. Se comprobará que la naturaleza de la guerra, como hecho social, violento, generador de sufrimiento humano y con un desarrollo altamente aleatorio, no ha experimentado alteraciones en su naturaleza, pero que la forma de llevarla a cabo (warfighting) se ha visto modificada por cambios, respecto a siglos precedentes, pero no necesariamente novedosos desde el punto de vista histórico. Quedará constancia de que el Estado seguirá siendo en gran parte del mundo la forma más eficaz de organización política y el principal actor estratégico. Las organizaciones internacionales son necesarias mientras cumplan con sus fines, deben de adaptarse a las circunstancias mediante mutación o desaparecer y en ningún caso sobrevivir como burocracias. Uno de los principales obstáculos para reformar las creadas después de la Segunda Guerra Mundial, lo constituye las potentes burocracias que las sostienen.
La historia es contumaz en demostrar que la moral o ética individual no es aplicable a los entes sociales, este es un error que impregna el multilateralismo ideológico.[25] Es muy posible que un error parecido, pero esta vez no por la naturaleza de los entes en conflicto, se produzca al contemplar las relaciones entre Estados y organizaciones internacionales. Ese ámbito también está regido por relaciones de poder, pues la pretendida legitimidad que dan las resoluciones adoptadas en ellas se fundamenta en decisiones tomadas en ese ámbito y, por lo tanto, no pueden equipararse con el ideal de justicia. Si en el ámbito particular el establecimiento de la relación legitimidad y justicia es problemática, en el internacional es una quimera.[26]
El análisis estratégico riguroso, incluyendo el geopolítico, formulado sobre elementos tradicionales y novedosos de poder, es el medio más fiable para articular estrategias bien fundamentadas, que proporcionen la estabilidad necesaria para construir lo más parecido a un orden mundial. No sólo es necesario un enfoque multilateralista para afrontar los problemas, también lo es un “enfoque integral” para aplicar las soluciones, pero la eficacia de aquel se derivará más de la existencia de una comunidad de intereses que del exclusivo culto a conceptos, pretendidamente altruistas, que además carecen de universalidad al ser deformados por la percepción cultural. Aunque sea apetecible deslizarse hacia la pretensión de Robert Kaplan de aplicar un ethos pagano al análisis estratégico y, por lo tanto a la política internacional, hay que asumir su insuficiencia. Además del “cristal cultural”, el hombre tiene que aprender de sus errores y no sólo para recuperarse de sus tragedias sino para evitarlas o, al menos, aminorarlas. La adopción de un enfoque estratégico “pragmático”, nunca determinista, adaptado a las dinámicas del mundo de hoy y teniendo siempre presente las enseñanzas que sobre la condición humana nos aporta la historia debe conformar la base intelectual para el establecimiento de ese orden mundial que permita la navegación más segura posible por las procelosas aguas de principios del siglo XXI.
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Notas:
[1] Karl Popper define el historicismo como una forma de abordarlas las ciencias sociales mediante la predicción histórica identificando pautas del pasado.
Introducción
Los acontecimientos que sacudieron al mundo entre septiembre y octubre de 2008, la invasión rusa de Georgia y la falta de acuerdo de los grupos e instituciones internacionales para afrontar la crisis financiera, pusieron de manifiesto con crudeza la falta de previsión y de respuesta de los actores internacionales. Quedaron en evidencia las limitaciones de las Organizaciones Internacionales y de los Estados para garantizar el orden internacional. Los primeros, llevados por el optimismo estratégico de la posGuerra Fría y por el determinismo de la globalización, fueron abandonando sus responsabilidades reguladoras y supervisoras a manos del mercado o de las instancias multilaterales, mientras que las segundas se mostraron poco eficaces a la hora de afrontar los problemas estratégicos y económicos más complejos.
El desbordamiento de ambos por fenómenos que no esperaban fue también consecuencia del abandono de la reflexión estratégica que ha acompañado los procesos de decisiones donde se determinan los intereses, objetivos y estrategias de los actores internacionales. En su lugar, las decisiones se apoyaron en pseudoteorías de contenido utópico y voluntarista que pretendían convertirse en fundamentos del análisis político, económico y estratégico que se han demostrado estériles, cuando no contraproducentes, para afrontar el mundo de comienzos del Siglo XXI.
En este Documento de Trabajo se describe la racionalidad del análisis estratégico, su desplazamiento tras el fin de la Guerra Fría, la emergencia de nuevas visiones y patrones de comportamiento, la progresiva insuficiencia de éstos para hacer frente a la complejidad e incertidumbre de las crisis internacionales, las lecciones aprendidas de los errores y, finalmente, la necesidad de recuperar el análisis estratégico desde un enfoque pragmático y adaptado a las circunstancias de principios de siglo. Si, como parece, se pretende establecer un nuevo orden en materia de seguridad internacional, su diseño funcionará mejor sobre el análisis proactivo y objetivo de los factores que coadyuvan a él que sobre la improvisación y el voluntarismo.
“Para cada problema complejo existe una solución simple… y es errónea”
(Atribuido a H.L. Mencken)
La continuidad histórica como base del análisis estratégico
Al iniciar el intento, seguramente con resultados muy limitados, de identificar los rasgos o fuerzas que conforman el mundo en que vivimos, es conveniente recordar que la base del análisis estratégico ha venido determinada por la continuidad histórica, por el proceso de evolución de los contextos estratégicos. Esa carencia de ruptura con el pasado la ilustra Robert Kaplan en su libro Warrior Politics (2002), empleando dos citas. La primera es del filósofo español José Ortega y Gasset que, en su obra Hacia una filosofía de la historia, afirmaba: “El verdadero tesoro del hombre es el de sus errores, amasado piedra a piedra durante miles de años… Romper la continuidad con el pasado, querer comenzar de nuevo es desistir de su condición de hombre y plagiar al orangután. Fue un francés, Dupont-White, quien en 1860 tuvo el coraje de exclamar: la continuidad es uno de los derechos del hombre: es un tributo a todo lo que lo distingue de las bestias”. La segunda, escrita siglos antes, corresponde a Nicolás Maquiavelo quien manifestó que: “Cualquiera que desee conocer lo que va a ser, debe considerar lo que ha sido: todas las cosas de este mundo en cualquier época tienen su contrapartida en tiempos antiguos”.
La historia se esfuerza por descifrar el pasado y, para ello, actúa sobre hechos conocidos. Se intenta analizar el presente con un conocimiento de la realidad limitado, que sólo permite efectuar conjeturas y, basándose en ellas, se adoptan decisiones. No es posible predecir lo que va a suceder en el futuro, pero sí lo es prever razonablemente qué puede ocurrir si se dispone de métodos de análisis que tomen en cuenta las enseñanzas del pasado, identifiquen tendencias y condicionantes, y las contrasten mediante el estudio de los hechos y enseñanzas que se vayan acumulando. Esta ha sido tradicionalmente la función del análisis estratégico en relación con las decisiones de seguridad y defensa.
El estudio del pasado es de gran utilidad para el presente si se consiguen identificar pautas o características del comportamiento social que han perdurado, o sus mutaciones han sido identificadas, con más o menos error, a lo largo de los siglos. Esas pautas no deben servir para predecir el futuro, sino para evitar errores. Hay que anidar lejos del historicismo[1] pero no ignorar las enseñanzas de la historia, porque el hombre, como también preconiza Karl Popper (2002), tiene que aprender de sus errores, y que estos, los errores, forman parte de la sustantividad de las ciencias sociales. Una de las herramientas que utilizan algunos historiadores es identificar períodos caracterizados por la vigencia de unas pautas determinadas y que, normalmente, se delimitan entre dos acontecimientos de evidente notoriedad, para estudiarlos como entidades autónomas. La utilidad de este “método” reside en la comodidad que proporciona la delimitación de los hechos en el tiempo, sus orígenes y consecuencias. El inconveniente es que esa “comodidad” puede producir una visión compartimentada de la historia y perder la riqueza que proporciona contemplar los acontecimientos en su conjunto y progresivamente, lo que impediría detectar aquellos rasgos que permanecen, aunque adoptando diferentes morfologías, en el devenir de la humanidad. Con ello no se predica que hay que aferrarse a ningún tipo de determinismo histórico.
Tratar de política (polítikós) y de estrategia es analizar el presente, y efectuar conjeturas. La política versa sobre el reparto del poder, constituye un proceso interactivo, donde las emociones, normalmente, superan la racionalidad, cuyos resultados son el producto de la interacción de voluntades opuestas que emplean el conflicto, o el consenso, para determinar sus fines. Por el contrario, la estrategia utiliza la lógica, sin descartar el genio, relacionando fines políticos, intereses e instrumentos de poder. Si conectamos la política con la estrategia debemos convenir que ésta sirve de instrumento a aquella para conseguir sus metas: el análisis racional apoya la decisión emocional.
La actuación tanto del líder como la del analista político, normalmente, se limita al presente. La del analista estratégico también debe proyectarse hacia el futuro. Ambas actuaciones se realizan, como una gran parte de las actividades sociales, en el reino de la incertidumbre. La actuación del político se basa, normalmente, en la intuición y en el oportunismo. La del estratega se centra en el estudio de todos los factores presentes, teniendo en cuenta lecciones del pasado y aplicando altas dosis de pragmatismo. Son patrones de actuación tan dispares que la historia normalmente destaca al personaje que reúne, en excelencia, ambas condiciones: la habilidad política y la visión estratégica, liderazgo y cálculo.
El análisis del entorno estratégico o, lo que es lo mismo, de las fuentes de poder mundiales, o regionales, y sus relaciones incluye factores tales como el carácter nacional resultado de la historia, demografía, geografía y recursos, los ámbitos político, social y cultural, el estado de la tecnología y las relaciones entre los actores estratégicos que son aquellas entidades, estatales o no, que ejercen poder real. El análisis constituye una labor ardua que aúna la creatividad y la lógica, y se enmarca, como se ha indicado anteriormente, en un ámbito de incertidumbre, por lo que el producto final se diseña en base a un juicio de valor más o menos informado. La intensidad de este esfuerzo, tanto en la concepción como en la ejecución, hace que sus practicantes, a veces, se dejen seducir por lo que se denominan “panaceas estratégicas”, “modelos preconcebidos” o “recetas”, que se aplican como soluciones prefabricadas a los problemas estratégicos. Los ejemplos abundan, aunque los más llamativos correspondan al aspecto militar de la estrategia, que fue el que ha gozado de preponderancia.[2] Para apoyar las decisiones a tomar, podemos seguir todos los patrones y niveles de análisis que muestran las teorías de Relaciones Internacionales tales como el realismo o el transnacionalismo o reducir el análisis a alguno de sus factores, como el ámbito de actuación, y caer en dicotomías reduccionistas tales como el unilateralismo o el multilateralismo, que acaban convirtiendo un medio para conseguir un fin en un fin en sí mismo. Las panaceas producen una comodidad intelectual que limita el desarrollo de la perspicacia necesaria para prevenir y, en su caso, afrontar los acontecimientos que se van a desarrollar.
Un mundo entre dos siglos: el análisis estratégico después de la Guerra Fría
La brusca desaparición del cuarto imperio ruso, personalizado en la Unión Soviética, condujo a la paralización del pensamiento estratégico a finales de los años 80 y dio paso a una despreocupación generalizada en gran parte de la opinión pública occidental y de su clase política, tras décadas de tensión, según Longworth (2006). La historia recoge que, frecuentemente, la desaparición de los imperios marca el inicio de épocas turbulentas y este caso no iba a ser una excepción, pero prevaleció la cosmovisión de que ya no ocurriría nada grave en la seguridad internacional y la actitud estratégica se relajó. De la misma forma que el capitalismo liberal percibió que se quedaba sin alternativa con la que competir, tal y como enunció la eufórica tesis de Fukuyama (1989) sobre el fin de la historia, los analistas estratégicos y las organizaciones de seguridad se quedaron huérfanos de enemigos y amenazas.
Durante el período histórico que nos ocupa, la percepción de ausencia de amenazas directas, en términos convencionales, a los territorios de las potencias tradicionales, centró la atención sobre conflictos que no afectaban directamente a sus intereses vitales. Esa percepción fomentó la creencia de que el conflicto armado, en forma de guerras entre Estados tal como se conocieron desde la Paz de Westfalia hasta el siglo XX, era ya cosa del pasado. Hay que recordar que a principios de los años 90 el propio secretario de Estado de EEUU, James Baker, declaró que ya no serían necesarias las organizaciones de defensa como la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y que bastarían organizaciones de seguridad como la Organización para la Seguridad y Cooperación en Europa (OSCE) o Naciones Unidas. El no concretado “nuevo orden mundial” anunciado por el presidente George W. Bush, en 1991, dando por sentado que EEUU sería la potencia hegemónica en un “mundo unipolar”, abrió una época en la que la “comunidad internacional”, personalizada en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas sería, nominalmente, la rectora de el enfoque a la solución de los conflictos, siempre fundamentado en consideraciones altruistas.
El rápido desvanecimiento de la percepción de amenaza, tras la brusca desaparición del imperio soviético, propició un cambio psicológico en el análisis estratégico tradicional, ya que en lugar de reajustar el valor de los distintos factores que lo componían, puso en duda la propia utilidad del propio análisis. Pese a que la experiencia histórica muestra que la desaparición de los imperios marca el inicio de épocas turbulentas, la euforia de una posguerra hizo pensar que ésta vez iba a ser la excepción. La alineación optimista de todos los indicadores parecía augurar un cambio del entorno estratégico donde los Estados y sus ciudadanos quedarían al abrigo de cualquier riesgo grave. Esa cosmovisión, que produjo una enorme laxitud, se fue instalando en gran parte de la opinión pública occidental, de su clase política, académica y del propio sistema estratégico, cuestionando la utilidad de la evaluación de los riesgos y desplazó el grueso de la reflexión estratégica desde la prevención a la reacción, del planeamiento de contingencias a la de gestión de las mismas, y de la respuesta individual a la colectiva.
A este proceso contribuyó la globalización, cuyo impacto no ha cesado de crecer sobre la totalidad de las relaciones internacionales. La globalización acelera el cambio y la interacción entre todos los factores y actores estratégicos que están presentes en los conflictos, de modo que ya no es posible estudiar cada uno de ellos por separado, sino deducir sus interacciones en cada momento, porque la dinámica estratégica actual es multidimensional y acelerada.[3] Traducido a términos estratégicos, la globalización complica la valoración y la gestión de los riesgos y amenazas, lo que ha profundizado la crisis de las metodologías seguidas hasta entonces.
Del mismo modo que al comienzo del siglo anterior, la prosperidad económica de la última década del siglo XX y de los primeros del actual, debida fundamentalmente a la globalización, unida a las altas cotas de seguridad que disfrutaron las sociedades avanzadas, postindustriales o informacionales, como han venido a denominarse, generalizaron la opinión de que ahora, un nuevo mundo era posible, y que, superado el realismo de la Guerra Fría, el internacionalismo liberal liberaría a los Estados de la carga de la seguridad y la defensa.[4]
En la última década del siglo XX, con el trasfondo esperanzador de la caída del “telón de acero”, la alteración de las fronteras en la Europa del Este por medios pacíficos, las misiones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas y la conversión en nuevos Estados de las antiguas repúblicas soviéticas, se recuperó un discurso –similar al que se había articulado después de la Primera Guerra Mundial– basado en la creencia de que las organizaciones internacionales se bastarían para solucionar los problemas de seguridad. Lo que era un elemento procedente de la doctrina del internacionalismo, o transnacionalismo, que combina la acción estatal, la multilateral y la cooperación para asegurar la paz y la seguridad internacionales, tomó gran auge en su versión reduccionista: el multilateralismo, que se identificó como una opción estratégica y acabó convirtiéndose, de hecho, en una panacea aplicada a la seguridad internacional.[5] El imperio del derecho internacional, desde la óptica del multilateralismo ideológico, tiene como finalidad el establecimiento de un “gobierno mundial” que posibilite el sueño kantiano de la paz perpetua.
El problema para la aplicación de este esquema reside en constatar su validez universal, lo que requiere no sólo una interpretación común por todos los actores internacionales y el compromiso de aplicarlos, sino su aceptación por todas las sociedades como hecho cultural, ya que hay que tener presente que el instrumento necesario para su puesta en práctica son las normas de derecho internacional que, en su gran mayoría, están inspiradas, fundamentalmente, en la tradición occidental, derivada del desarrollo de los derechos políticos durante la Ilustración.[6]
Tras la Guerra Fría se produjo un declive del análisis estratégico debido, por un lado, a la falta de percepción de las amenazas, entre sus practicantes habituales y, de otro, a la decadencia de la teoría de relaciones internacionales: el realismo, que perdió su preponderancia tras ostentar la primacía durante la Guerra Fría. El realismo se fundamentaba en el “concepto de interés definido en términos de poder” según Morgenthau (1992) que proclama el empleo del “poder duro” del Estado –los instrumentos diplomático, militar y económico– para alcanzar y preservar su posición en el orden internacional. El realismo fue desplazado por el paradigma transnacionalcita que preconiza un orden mundial basado en una instancia superior, el multilateralismo ideológico o absoluto, que sustituyese a los tradicionales equilibrios de poder entre actores individuales o alianzas.
Con el auge de las opciones alternativas al realismo en las relaciones internacionales se abandonó el método tradicional de análisis estratégico. Mientras que el realismo se centraba en las amenazas al sistema internacional, las corrientes más utópicas del trasnacionalismo no las tenían en cuenta.[7] Las políticas exterior y de defensa fueron perdiendo su base de cálculo, el análisis estratégico, y el voluntarismo fue desplazando a la evaluación. El resultado fue la banalización de la política exterior y, por lo tanto, de la renuncia a la estrategia. El vacío que, durante este período, dejó la estrategia permaneció sin ocupar y las formulas voluntaristas habilitadas para su sustitución no llegaron a concretarse, aunque todas coinciden en articular utopías cuyos intentos de implementación distraen energías y recursos para el análisis de los verdaderos problemas. Al igual que el análisis estratégico, el análisis de las políticas exteriores se fue sustituyendo por descripciones de sucesos aislados y enfocados a sus elementos emocionales,[8] muy lejos ya de las “grandes estrategias” de las potencias donde se evaluaban los objetivos, estrategias y recursos de la acción exterior de los Estados.
El “confort mental”, consecuencia del bienestar que disfrutaban los ciudadanos de las naciones que componen lo que comúnmente se conoce como Occidente, fue el principal catalizador para una percepción de los acontecimientos que permitía la formación y difusión de la opinión de que, potenciando las organizaciones internacionales y multinacionales, se iban a alcanzar cotas de estabilidad que, a la vez de garantizar la opulencia que disfrutaban, permitirían que se extendiera a otros. Como resultado, se impusieron las actuaciones tácticas cortoplacistas, tanto en el terreno político como en el económico, que junto a la adopción de posturas optimistas, fiaron al azar las consecuencias de dichos actos.
A esta línea de abandono del análisis estratégico contribuyeron tanto la globalización como el multilateralismo en la medida que implantaron la percepción de la pérdida de protagonismo del Estado como actor de la seguridad internacional. Este declive sería el resultado tanto de la cesión de competencias que, hasta ahora, formaban parte de la soberanía estatal a favor de entidades superiores como a la pérdida de control del monopolio estatal del poder coactivo, mediante la violencia, dentro y fuera de su territorio o a favor de las entidades subnacionales, según los estudios de Van Creveld (1991 y 1999). Además, la difusión del poder estatal benefició a nuevos actores no-estatales que cooperaban con los Estados (juego suma positiva) o trataban de despojarles de su poder (juego suma cero).
La convivencia en el “orden” internacional de Estados y entidades no estatales ya fue identificada por el politólogo americano James N. Rosenau (1990) –que denominó “los dos mundos del mundo de la política”–, quien advirtió que el nuevo orden se escapaba a la regulación de un derecho internacional pensado por y para los Estados.[9] Para los primeros el orden se construía mediante su refrendo, ya que son los Estados los que tienen capacidad para obligarse internacionalmente en virtud de un factor que resiste el paso del tiempo y para el que no se ha encontrado sustituto: la soberanía. Esta circunstancia, la de contraer derechos y obligaciones, no concurría en los nuevos entes no estatales, por lo que la convivencia entre ambos no está regulada y propiciaba el desorden o el conflicto: el caos. En el nuevo orden post-westfaliano resultaba difícil compatibilizar el creado para Estados constituidos por territorio, población y orden jurídico, con la proliferación de Estados fallidos o movimientos transnacionales que controlan poblaciones, imponiendo normas teocráticas o simples principios ideológicos o prácticas cleptocráticas sin asentarse, normalmente, en un ámbito territorial determinado, basando su pervivencia en la desnuda aplicación del poder material, mediante el ejercicio de la violencia, o por otros entes en forma de corporaciones de naturaleza comercial con poder de naturaleza contingente, basado en el éxito, o no, de sus negocios.
La percepción de la política internacional llegó al final del siglo XX inmersa en el confort que proporcionaba saber que los Estados, especialmente los del mundo occidental y otros desarrollados, no tenían que temer ninguna amenaza a sus intereses vitales y que, de producirse conflictos en alguna parte del mundo, las organizaciones internacionales se ocuparían de buscarles una “solución”.
Otro mundo no fue posible: la vuelta al pragmatismo realista
Sin embargo, los hechos posteriores no confirmaron las expectativas puestas en el “nuevo orden”. La incorporación de nuevos actores estatales al orden internacional y la ampliación del número de miembros de las organizaciones y regímenes internacionales han cosechado éxitos y fracasos. Mientras el transnacionalismo ha cosechado éxitos en materia de cooperación internacional en ámbitos como los derechos humanos, el desarrollo, la salud y otros, en el ámbito de la seguridad no ha conseguido prevenir ni gestionar las crisis más importantes. Ni el transnacionalismo ni su versión más optimista, el multilateralismo, han conseguido poner fin a la historia y alcanzar el sueño kantiano de la paz[10] porque el multilateralismo sólo era concebible en la “pausa estratégica” entre los dos siglos. Por otro lado, la brusca finalización de la “paz larga” por los ataques del 11-S, impulsó un enfoque estratégico de base neoconservadora que propugnaba la difusión de los valores democráticos, y su defensa, en el ámbito de una “pax americana” impulsando muchas de las ideas en asuntos estratégicos ya planteados por Thomas Donelly (2000).
El protagonismo de las organizaciones internacionales aumentó durante las crisis de posguerra al amparo de la reactivación del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que permitió llevar a cabo numerosas operaciones de mantenimiento de la paz.[11] También se recurrió a imponer la fuerza en ocasiones como la Guerra del Golfo, tras la expulsión de las tropas de Sadam Hussein de Kuwait en 1991, o intervenciones humanitarias como la Operación Provide Comfort llevada a cabo por EEUU y algunos de sus aliados para proporcionar ayuda humanitaria y protección a los kurdos que fueron desplazados por el hostigamiento de las fuerzas de Sadam Hussein, a la vez que se activaban sendas zonas de exclusión aéreas al norte y sur de Irak. En otros casos fue necesaria la intervención militar directa, por Estados o coaliciones, para evacuar a nacionales o para responder a la demanda, intensa pero efímera, de una opinión pública sensibilizada por las imágenes impactantes difundidas por los medios de comunicación: el “efecto CNN”. Casos como las evacuaciones de ciudadanos americanos en Liberia, europeos en Costa de Marfil, o la intervención americana en Somalia, superpuesta a la de Naciones Unidas son algunos ejemplos. Posteriormente, y durante la prolongada campaña de Bosnia, aparecieron las primeras deficiencias del enfoque multilateralista, ya que el modelo establecido para gestionar la crisis no fue capaz de garantizar la seguridad ni a la población civil ni a los “cascos azules” de Naciones Unidas porque no fue capaz de habilitar la capacidad militar necesaria cuando así lo demandaron las circunstancias.
Otras contradicciones del modelo se evidenciaron en la alteración de las fronteras mediante el empleo de la fuerza. En el escenario europeo, y contra los Acuerdos de Helsinki de 1973, ni Naciones Unidas, ni la OTAN, ni la OSCE ni la UE lograron impedir la reunificación de la antigua Yugoslavia por la fuerza serbia, pero tampoco pudieron impedir su desmembramiento mediante el uso de la fuerza por las demás partes y a lo largo de líneas étnicas. Tampoco la tutela de Naciones Unidas pudo impedir los genocidios en Ruanda, la represión en Chechenia o los otros conflictos caucásicos. A pesar de que se acumulaban las contradicciones, el optimismo y la defensa del modelo perseveraron en la fidelidad a las organizaciones multilaterales de seguridad y se consideró que estas acabarían, más temprano que tarde, siendo capaces de resolver sus carencias y de preservar la seguridad internacional.
Junto a avances en los campos de control de armamento y desarme, o en algunas misiones de pacificación como Mozambique o Camboya, los regímenes y organizaciones internacionales de seguridad no han podido solucionar conflictos cuyas raíces se hunden en la historia como en los Balcanes y partes de África, Oriente Medio y Asia, a los que se han incorporado nuevos conflictos provocados por los Estados fallidos. La acumulación de los hechos fue acabando con el optimismo y, como señala Fred Halliday (2009), se ha pasado de la esperanza de las intervenciones humanitarias de los 90 a las pesadillas de Irak y Afganistán en la primera década del siglo XXI.[12]
El fenómeno de los Estados fallidos puso contra las cuerdas al sistema internacional y a las esperanzas de un orden multilateral. Frente a la expectativa de un sistema de seguridad colectivo en el que todos los Estados miembros pudieran colaborar frente a un riesgo común, se prodigaron los Estados consumidores netos de seguridad colectiva y disminuyeron los que eran capaces de producirla. En algunas áreas como la cooperación económica, sanitaria, jurídica o de desarrollo, las organizaciones internacionales han compensado la fragilidad de algunos Estados, pero en otras, como la seguridad, no se ha logrado esa complementariedad. Los nuevos riesgos de seguridad como la proliferación, los “Estados fallidos”, la inmigración o el crimen organizado, por citar los que recoge la Estrategia Europea de Seguridad de 2003. A los anteriores había que añadir los efectos sobre la gobernanza de las tecnologías (Peters, 1999),[13] la biotecnología (Silver, 2007) o los nuevos actores no estatales rebasan la capacidad de los Estados “frágiles” y “fallidos” para hacerles frente. Frente a la esperanza de que los “Estados frágiles” pudieran desentenderse de su seguridad mientras que se desarrollaban al amparo de las organizaciones internacionales, tal y como había ocurrido con las Comunidades Europeas y la OTAN, la realidad volvió a considerar la seguridad en la agenda del desarrollo, tal y como ha venido a poner de relieve el concepto de reforma del sector de la seguridad,[14] ésta es un requisito indispensable de la gobernanza y su carencia hace inviable los programas de reconstrucción posconflicto que se han aplicado desde Haití a Afganistán, pasando por los de África y Oriente Medio.
La primera reivindicación del análisis estratégico vino de la mano de Samuel Huntington. La constatación de un progresivo desorden internacional llevó a Samuel Huntington a analizar los factores que lo propiciaban y señaló el factor cultural como uno de los factores de riesgo a tener en cuenta.[15] La cultura, en todos los ámbitos, actúa como el cristal a través del cual los seres humanos perciben el mundo en el que habitan y ese cristal no es el mismo para todos. Las críticas a Huntington se apoyaron en fallos objetivos de sus tesis, pero muchas también eran puras subjetividades porque, cierto o falso, se reabría una valoración del factor cultural como elemento de riesgo en las relaciones internacionales, una propuesta que chocaba con la cosmovisión despreocupada instalada en la comunidad estratégica.
Un nuevo conflicto en Kosovo, en 1999, añadió más contradicciones al modelo anhelado, cuando el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas no autorizó a la OTAN, ni la habilitó tácita o expresamente, para usar la fuerza. La habilitación ex-post a la acción unilateral de la OTAN intentó maquillar las contradicciones del sistema multilateral pero puso en evidencia la “instrumentalización” selectiva de las organizaciones internacionales de seguridad. Ésta consistía en proceder en nombre de aquellas pero externalizando sus decisiones e iniciativas en directorios fácticos como el Grupo de Contacto, donde las grandes potencias concertaban las acciones a tomar en Naciones Unidas, la OSCE y la UE. El concepto amplio y solidario de “comunidad internacional”, movilizada en interés de todos, se fue abandonado en favor del más restringido que identificaba el interés general definido sólo por aquellos que realmente se movilizaban para solucionar los conflictos (los menos) ante la pasividad o la incapacidad del resto de la comunidad (los más), con lo que se restringía la vocación democrática del multilateralismo. Durante todo este período, esa comunidad internacional restringida fomentó lo que se podría denominar un neomultilateralismo mediante el que, nominalmente, actuaban las instituciones pero, materialmente, decidían las potencias más influyentes o aquellas más implicadas en el problema en cuestión, con lo que se reducía el pretendido “carácter democrático” que caracterizaba el multilateralismo.
En el modelo anhelado, la fuerza militar ya no se empleaba por necesidad sino por elección, porque era fiable, capaz y de rápida respuesta. Lawrence Freedman (1997) acuñó el término “guerras de elección” (wars of choice) para referirse a aquellas guerras en que las potencias intervienen sin que sus intereses vitales estén en juego, lo que sí se da en las “guerras de necesidad” (wars of necessity). Pero incluso para las guerras de eyección, era muy problemático reclamar a las sociedades del mundo occidental sacrificios que fuesen más allá del gasto de parte del excedente de su riqueza material. La laxitud acomoda la mente y acaba relativizando el contenido de los valores antes de cuestionar la propia identidad y, desde esa perspectiva, ni siquiera las anunciadas motivaciones morales de las intervenciones de los países occidentales, en forma de vulneración de soberanías, justificaban la pérdida de vidas.
La tardanza en intervenir en Bosnia, donde la inoperancia de Naciones Unidas era evidente, al ceñirse su actuación a actividades que no supusiesen riesgos para sus fuerzas, o la renuencia a emplear fuerzas terrestres, en 1999, en Kosovo, lo que prolongó una agresiva campaña aérea, son claros ejemplo de las limitaciones de las guerras de elección. La disponibilidad de tecnología militar sofisticada para llevar a cabo acciones de combate (warfighting) de naturaleza “quirúrgica”, evitando los llamados daños colaterales, multiplicó el recurso al instrumento militar en conflictos cuya naturaleza no era exclusiva o principalmente militar. La “facilidad” o la “alta disponibilidad” del recurso militar, facilitó su empleo sin entrar, en profundidad, en el análisis estratégico de otras opciones, magnificando y banalizando la opción militar en detrimento de los instrumentos civiles.
La denominada “injerencia humanitaria”, esto es, la posibilidad de acudir colectivamente en socorro de la población de un Estado en situación de riesgo humanitario por encima del consentimiento de su Gobierno alimentó el número de “guerras de opción” posibles y entró en conflicto con la soberanía de los Estados. Su aplicación en Kosovo para justificar la intervención de la OTAN, planteó la necesidad de contar con criterios consensuados por la comunidad internacional para dar amparo a este tipo de intervenciones de opción”.[16] A tal efecto se creó la International Commission on Intervention and State Sovereignty (ICISS) para elaborar un informe sobre “The Responsability to Protect”.[17] La casualidad quiso que el informe de la ICISS viese la luz el 30 de septiembre de 2001 y los autores admitieron que los conceptos desarrollados en el mismo no son válidos para afrontar situaciones como las provocadas por ataques de la naturaleza de los del 11-S, defiriendo la solución de estos al derecho de legítima defensa contenido en el artículo 51 de la Carta de Naciones Unidas.
El caso anterior pone de relieve que una cosa es reivindicar la limitación del ejercicio de la soberanía de los Estados en ciertos casos y otra muy distinta dar ese principio por agotado. Por esa razón, tras el 11-S la mayor parte de las medidas adoptadas para luchar contra el terrorismo yihadista fueron de naturaleza estatal, ya fueran unilaterales o concertadas con otros en organizaciones internacionales o coaliciones. Del mismo modo, la experiencia de los atentados del 11-S muestra que ni la mayor potencia mundial puede estar al amparo de que se produzca un suceso repentino y poco probable –acuñado por Taleb (2007) como black swan– por lo que todo hace suponer que la “adaptación” del concepto de soberanía ha sido coyuntural y que se tiene que enmarcar en el momento de “pausa estratégica” provocado por la ausencia de elementos realistas en la concepción y desarrollo de la política internacional.
Junto a las razones que justificaban las intervenciones por motivos humanitarios –riesgo grave e inminente para un amplio colectivo de víctimas civiles– se potenció la idea de intervenir en casos de menor trascendencia en los que peligrara la seguridad de los individuos. La aplicación del concepto de seguridad humana, en el que la causa de la intervención no sería la conducta de los Estados sino la seguridad de los individuos, abrió exponencialmente la casuística de las intervenciones, porque gran parte de los Estados, reconocidos como tales, no pueden proporcionar a sus ciudadanos la seguridad que precisan en todas sus posibles manifestaciones. Como resultado, nuevamente las organizaciones internacionales, gubernamentales o no, se ven obligados a acudir en apoyo de los Estados que “fallan” en proporcionar a sus ciudadanos esas contraprestaciones básicas.
Frente a lo esperado, el fin de las guerras de necesidad no mejoró la capacidad de prevenir y gestionar las nuevas “guerras de elección”, sino que facilitó el incremento de las intervenciones realizadas. Y lejos de estar bajo control de la “comunidad internacional” o de las organizaciones internacionales de seguridad, las “guerras de elección” se han mostrado tan inmanejables como las de necesidad (Foley, 2008).
Comienzo de siglo turbulento: contradicción y crisis de expectativas
Para tratar de constatar la naturaleza del orden estratégico del presente, es necesario recapitular sobre el desarrollo de los principales hitos de este siglo. Los ataques de septiembre de 2001, cuando EEUU se vio agredido en sus intereses vitales por los ataques a su territorio en Nueva York y Washington, confirmaron la existencia de una situación de la que ya se habían recibido suficientes adelantos, como Nairobi, Dar es Salaam y Yemen, y sirvieron de referencia histórica para el comienzo de una nueva época. La inicial intervención americana de Afganistán en 2001, apoyada posteriormente por otros países, con las bendiciones del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y la vana invocación por parte del Consejo Atlántico del artículo 5 del tratado de Washington, e Irak en 2003, esta vez sin bendiciones, marcó un cambio radical en la percepción de los conflictos en el periodo siguiente a la Guerra Fría.
Las acciones terroristas posteriores a lo largo del mundo, especialmente las de Madrid, Bali y Londres confirmaron “la confusión entre lo cercano y lo lejano”, según Evans (2007a), o lo que es lo mismo la interconexión de causas y efectos en diferentes zonas del planeta, producto de la globalización que, como se verá más adelante, impulsaron la definición de Estrategias de Seguridad Nacional, ya que el blanco de las acciones terroristas no eran los ciudadanos ni los Estados sino las sociedades.
La desafortunada etiqueta de “guerra global contra el terrorismo”, acuñada por la Administración Bush, fue sustituida por la de “la guerra larga”,[18] denominación que define con más realismo la situación. Desde el punto de vista del análisis estratégico y de la pluralidad de factores que afectan a las valoraciones de riesgos, la “guerra global contra el terrorismo” condujo a un reduccionismo que se particularizó en el riesgo de un nuevo atentado en todas las estrategias y políticas de seguridad. El reduccionismo en el riesgo se aplicó también en la respuesta, y el instrumento militar se prodigó contra las acciones armadas yihadistas, minusvalorando el resto de los instrumentos de poder. Esta visión reduccionista en un extremo tuvo una imagen espejo entre quienes descartaban la utilidad de la fuerza militar en la lucha contra los santuarios desde donde se apoyan las acciones terroristas.
Las operaciones en Irak y Afganistán han demostrado la insuficiencia de enfoques parciales para las crisis complejas mediante los que se pretende lograr la victoria en términos militares o reconstruir y desarrollar los Estados con programas de reconstrucción o ayuda humanitaria exclusivamente. En Irak no se previó la complejidad del problema y, por consiguiente, no se planeó la fase posterior a las operaciones, dado que no se tuvo en cuenta el ámbito cultural, la posible estructura política del nuevo Estado ni el tipo de operaciones militares que se necesitarían para alcanzar el deseado ambiente de seguridad. Si EEUU erró en su estrategia en Irak, también lo hicieron los aliados que intervinieron en Afganistán creyendo que disponían de recetas mágicas para convertir una sociedad tribal medieval en un Estado moderno y democrático en un breve período de tiempo. En Afganistán se volvió a pensar en términos de Estado, con instituciones políticas, fronteras, leyes, etc., cuando se estaba en una sociedad de estructura tribal, cuyas relaciones no podían circunscribirse al terreno delimitado por fronteras que sólo estaban en la mente de los políticos occidentales, y que una sociedad que vive en un contexto cultural muy antiguo no admite un gran salto brusco a la modernidad. Precisamente, la constatación del fracaso colectivo obligó a revisar el método de planificar y gestionar las crisis internacionales que requieren una actuación muy prolongada en el tiempo y donde el instrumento militar, aunque necesario, se ha mostrado insuficiente.
Se proclama una actuación basada en un “enfoque integral” que integre la aplicación de todos los instrumentos de poder de los participantes estatales, las organizaciones internacionales, gubernamentales o no y los actores privados.[19] Las lecciones aprendidas mostraron que ningún liderazgo, fuera de una gran potencia como EEUU y, en mucho menor grado, de una organización de seguridad colectiva como Naciones Unidas garantizaba el éxito de la gestión. Los mismos actores que habían podido gestionar razonablemente algunas crisis internacionales se mostraban incapaces de enfrentarse a crisis complejas con un alto nivel de violencia. La incapacidad afectaba también a las coaliciones ad hoc, porque comparten con las organizaciones permanentes los mismos problemas para generar las contribuciones de sus miembros, para agilizar los procesos de decisiones y para ejecutarlas, según Rintakoski y Autti (2008).
Las lecciones por aprender de los aciertos y fracasos, propios y ajenos, en las misiones o intervenciones internacionales sugieren revisar la simplicidad con la que se han afrontado las respuestas a los problemas de seguridad. Empezando por tomar conciencia de la limitación de las capacidades disponibles y de las fórmulas empleadas para prevenir o afrontar los conflictos armados.[20] A diferencia de lo que se esperaba tras la Guerra Fría, la sociedad internacional no ha sido capaz de encontrar soluciones eficaces a los conflictos armados graves o complejos que se producen. La intervención por elección decidida en un ambiente emocional y en función de criterios de carácter ideológico o altruistas, se generalizó bajo la asunción, consciente o inconsciente, de que la superioridad moral, militar, material e intelectual de la “comunidad internacional” permitiría solucionar los problemas. Sin embargo, la historia demuestra que ningún conflicto tiene una solución rápida, sencilla y sin coste alguno (político, social, económico y demográfico) para el país, o coalición, que se considera triunfante. Al contrario, cualquier conflicto –en especial si es largo como actual la “long war” en la que se hallan inmersas, en mayor o menor medida, las democracias occidentales– desgasta enormemente a las sociedades y a los gobiernos de los países participantes y erosiona la cohesión de las alianzas y las organizaciones internacionales.
El fantasma de Tucídides, uno de los padres del realismo estratégico clásico, merodeaba en el horizonte. Los dirigentes políticos de las potencias con vocación estratégica no hurtaron a sus ciudadanos que el precio de la seguridad, en el mundo de principios del siglo XXI, conllevaba la intervención en tierras remotas para defender sus intereses allá donde fuera más efectivo hacerlo, lo que implicará grandes costes y sacrificios, incluido el humano. En este punto hay que admitir que no es fácil la labor de concienciación de la opinión pública para asumir los esfuerzos que se necesitan para enfrentarse a un nuevo orden mundial. Para preservar la cohesión social en torno a las operaciones que se prolongan, o se complican, se precisa un fuerte liderazgo político y una estrategia de comunicación sólida, ya que los resultados se obtienen a medio y largo plazo.
El tesoro de los errores
La laxitud de la época también servía como tamiz para adaptar la evolución de la realidad mundial a la utopía, pero se fueron acumulando las contradicciones. Para empezar, el entorno estratégico estaba mostrando evidencias sustanciales de cambio rápido que iban a conformar el futuro. Las sociedades y poblaciones de cualquiera de las potencias estaban en riesgo de soportar ataques en forma de acciones terroristas, o ser víctimas de los efectos de la proliferación, en los propios territorios nacionales. Los países más poblados de la tierra, China y la India, sufrían una profunda transformación económica que los impulsaban al rango de grandes potencias siendo capaces de acoplar un desarrollo económico, muy desequilibrado para su población, con la posesión del arma nuclear.
El caso de Irán muestra cómo la temida proliferación de armas de efectos masivos pasó a ser una realidad, resultando inútiles las medidas de la comunidad internacional para siquiera controlarla. Se produjeron migraciones masivas, y se están invirtiendo las pirámides demográficas que mantenían el equilibrio poblacional en zonas como el Mediterráneo o el Caúcaso poniendo a la UE o Rusia al borde del envejecimiento de la población autóctona que determinarán gravemente su futuro. A su vez, en los países menos desarrollados tiene lugar la rápida tendencia a la urbanización, alterando el tejido social y propiciando el crecimiento de megaciudades con grandes suburbios chabolistas y con carencia de servicios esenciales.
Proliferan vastas redes delictivas de tráfico de drogas, dinero, personas y armas, lo que, como señala con pragmatismo Joseph Nye (2002), potencia “a individuos y grupos para ejercer poder en el ámbito político mundial”.[21] Por otra parte, la existencia de varios poderes fácticos en Pakistán y la polarización posterior del país de la mano de los radicalismos religiosos muestra que es posible el “fallo” de un Estado de estructura democrática con más de 100 millones de habitantes, lo que entraña consecuencias imprevisibles para la región y para todo el planeta. El yihadismo, que tiene como objetivo estratégico el establecimiento de un califato en las tierras donde predomina el islam, o lo hizo en el pasado, ejerce una forma de poder difuso de ámbito global. Se apoya en sus propias redes para controlar poblaciones y ejerce la violencia, de múltiples formas, incluyendo lo que comúnmente se denomina terrorismo, para obtener efectos de naturaleza estratégica que influyan decisivamente en las opciones políticas de los que han sido declarados sus enemigos. Además, el aumento de población mundial ejerce una presión enorme sobre los recursos energéticos, el agua y los alimentos. El arriba descrito es un escenario que, si hubiesen sido coetáneos, podrían haber firmado al unísono los dos famosos Thomas: Hobbes y Malthus.
El retorno a las “guerras por necesidad”, el estancamiento en Afganistán e Irak, y la nuclearización de Corea del Norte o el desafío iraní volvieron a poner de manifiesto la inadecuación de las instituciones internacionales de seguridad creadas por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial para resolver las crisis complejas. En el caso iraní, ante la incapacidad de la Agencia Internacional de la Energía Atómica para impedir el programa, Francia, el Reino Unido y Alemania (UE-3) patrimonializaron, a partir de 2003, la búsqueda de soluciones en representación de la UE y a ellos se unieron EEUU y Rusia en 2005. Todo ello determinó la decadencia de la sensación de protagonismo que Naciones Unidas había adquirido a principios de los 90, aunque era notorio que sus actuaciones se podían cuantificar por fracasos –Ruanda, Bosnia, Timor, Congo, Somalia, Haití, etc.–, devolviéndola a la parálisis que la caracterizó durante el período de la Guerra Fría. Aunque Naciones Unidas contribuye significativamente a la prosperidad internacional en muchas áreas, su capacidad resolutoria en el ámbito de la seguridad es limitado y alimentar falsas expectativas respecto a sus posibilidades, sin tener en cuenta sus limitaciones, fomenta la frustración y contribuye a su descrédito.
Otra organización de seguridad, la “ampliada” Alianza Atlántica, continúa arrastrando un déficit de concepción estratégica que le resta frescura en desarrollar conceptos e implementar las capacidades necesarias para el mundo de hoy. Siendo todavía la OTAN la única organización multilateral capaz de encauzar con éxito el empleo del instrumento militar a gran escala, su actuación en Afganistán revela una acumulación de contradicciones en el nivel político, producto de la falta de cohesión de sus miembros, que tienen su expresión en el nivel táctico. La coincidencia de dos operaciones en el mismo teatro, “Libertad Duradera”, liderada por EEUU, y la de ISAF, dirigida por la OTAN, en la que también participa EEUU, rompe el esencial principio militar de la unidad de mando, lo que constituye la manifestación más evidente del problema.
La UE, que ha registrado grandes éxitos en otros capítulos de su integración, no acaba de despegar como actor estratégico relevante ya que demuestra, de forma contumaz, sus carencias esenciales para ejercer como tal. Frente al éxito de pequeños despliegues militares temporales en la República Democrática de Congo o en Chad, su Política de Seguridad y Defensa sigue estancada y pendiente de que se alcancen las capacidades previstas y las misiones internacionales presentan limitaciones estructurales.[22] Entre las causas, deducidas de la experiencia, se pueden citar: su rápida expansión, que ha incrementando la falta de cohesión entre sus miembros más allá de lo que es el mercado; una estructura burocrática diseñada para gestionar la opulencia; y, otra difícilmente soslayable, que en su seno existen Estados mucho más dinámicos de lo que, en el mejor de los escenarios, podría llegar a ser la propia Unión –Francia, el Reino Unido y Alemania, donde se mantiene un sólido sentimiento de entidad nacional, lo que se traduce en una clara percepción de cuales son sus intereses nacionales y, de ahí, procede su sentido de gran potencia–. Recientemente, el presidente Sarkozy ratificó este último aspecto al declarar que la UE tenía que estar constituida por Estados fuertes, que todos tendrían los mismos derechos pero diferentes responsabilidades (Vucheva, 2008). El ferviente multilateralismo de gran parte de sus miembros tuvo que ser matizado y en la Estrategia Europea de Seguridad de 2003, bajo la denominación de “multilateralismo eficaz”, se reconocían las limitaciones de las instituciones para aplicar el ideal multilateralista ideológico.
La guerra de agosto de 2006 entre Israel y Hezbollá, mostró en toda su crudeza “los dos mundos del mundo de la política” de Rosenau. La situación era perfecta: un “Estado fallido” –Líbano– y una entidad no estatal –Hezbollá–, por lo tanto incapaz de obligarse internacionalmente, asentada en su territorio y con capacidad de ejercer el poder mediante el control de parte de la población y de utilizar capacidad militar. En la otra parte, un Estado, Israel, miembro de las Naciones Unidas. Israel responde a la agresión de Hezbollá y el conflicto que sigue es detenido por la mediación internacional, reconociendo, de facto, a Hezbollá como actor internacional, “parte” del conflicto, superpuesto a la “fallida” soberanía libanesa y, como resultado de la mediación, la ONU despliega una fuerza de Interposición sin la misión de desarmar a las milicias de Hezbolá.[23]
El yihadismo ha permeado en el conflicto en Palestina y es muy probable que la creación de un Estado palestino que perseguía la comunidad internacional ya no sea suficiente para resolver el conflicto. Por el contrario, los conflictos en Oriente Medio sirven de foco de atracción a nuevas fuentes de desestabilización trasnacional como el mismo yihadismo. La yihad persigue una idea que no presenta elementos tangibles y, como tal, es inmune a la mayoría de los efectos de los instrumentos bélicos de sus enemigos. El desarrollo de una “fuerza” constituida por elementos flotando en un universo de caos, sin estructuras jerárquicas, que aplique la violencia indiscriminada para promover la desestabilización de sus declarados enemigos desde una perspectiva “nihilista, irracional, fundamentalmente excéntrica o transparentemente autodestructiva” representa, sin duda, un reto existencial para Occidente (Coerr, 2009), aunque de momento sus principales efectos se hagan sentir en las sociedades musulmanas.
Los acontecimientos de agosto y octubre de 2008 pusieron en evidencia la verdadera naturaleza de la situación internacional que, por conocida, no dejó de sorprender. La invasión de Georgia por Rusia, que comenzó el 8 de agosto, volvió a constatar la pervivencia de la esencia del realismo en las relaciones internacionales o, lo que es lo mismo, el power politics. Nada de sorpresas. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas quedó, como era lógico, inmediatamente bloqueado por el veto ruso y ni la Alianza Atlántica, ni EEUU ni Europa estaban en condiciones de impedir que el Kremlin alcanzase sus objetivos. Putin jugó con habilidad su “política de poder”, algo que no estaban dispuestos a imitar ni Europa ni la OTAN. Rusia, después de un período de década y media de inacción, habiendo consolidado su régimen político y recuperado poder económico, basado principalmente en sus recursos energéticos, era capaz de actuar de nuevo como gran potencia y “marcar territorio” en defensa de sus intereses geopolíticos, tanto en Europa como en Asia. La región del Caspio y el Cáucaso es considerada por Rusia vital desde la óptica estratégica. La Alianza Atlántica, impulsada por EEUU y no por Europa, apuntó su expansión hacia ese lugar: el diseño de oleoductos marcaba el camino del crecimiento territorial de la OTAN y tanto Ucrania como Georgia están en él.
En Asia, el interés ruso se centra en unas buenas relaciones con China y en el ejercicio del control sobre lo que Ahmed Rashid (2008) denomina “la región”, formada por Afganistán y Pakistán y las antiguas repúblicas soviéticas de Asia Central: Kazajistán, Kirguizistán, Tayikistán, Turkmenistán y Uzbekistán. En esa parte del mundo, al igual que en el Cáucaso, los intereses rusos y americanos coincidirán adoptando, en esta zona, unas veces la forma de confrontación y otras de colaboración. No cabe duda de que hay constantes estratégicas que resisten el paso del tiempo, pues “la región” también era el objetivo que protagonizó lo que ha pasado a la historia como el “Gran Juego” para describir el enfrentamiento entre los imperios británico y zarista en el siglo XIX por la hegemonía en esa parte del mundo.
La reacción de Europa ante la iniciativa rusa en Georgia fue de “apaciguamiento”, con dos protagonistas principales: Francia y Alemania. El presidente Sarkozy actuó más en nombre de Francia que como presidente de turno de la UE, mientras Alemania, gran perjudicada por cualquier represalia rusa sobre el gas, actuó bilateralmente con el Kremlin mediante el dialogo Medvedev-Merkel. En cuanto a la OTAN, Rusia congeló todos sus contactos con la Alianza, aunque esto eran sólo gestos. El mensaje era claro, Moscú podía influir, decisivamente, en las decisiones de los países europeos. Lo hizo en la Cumbre Atlántica de abril de 2008 en Bucarest, donde Francia y Alemania, descartaron la entrada de Georgia en el Membership Action Plan por las presiones rusas y en la reunión ministerial de diciembre de 2008 se volvió a descartar con mayor oposición. No es nada que preconice un regreso a la Guerra Fría, ni un rearme, ni siquiera habría que otorgarle probabilidad a un posible casus belli comparando el Kaliningrad Oblast con el Danzig (Gdansk) de 1939. La dependencia de Europa Central, Balcanes y Turquía del gas ruso encuentra la reciprocidad en la necesidad de Moscú del flujo de euros. A ello hay que añadir la inestabilidad política en Bielorrusia y Ucrania, así como las rivalidades en el Cáucaso. Rusia mantendrá su poder nuclear como disuasión y elemento de prestigio, empleará el poder militar convencional para controlar lo que reclama como su zona de influencia pero, además, establecerá clientelismos para limitar la influencia norteamericana en dicha zona. Además, como ya se ha apuntado con anterioridad, tanto Rusia como Europa tienen hipotecado su futuro por un factor geopolítico esencial, su demografía, aunque es muy posible que Rusia incremente su influencia sobre Europa pues demuestra más élan estratégico.
La crisis financiera global de octubre de 2008 puso de manifiesto la inadecuación de las organizaciones financieras internacionales para afrontar el mundo globalizado de principios de siglo. Con las lógicas modificaciones, se puede aplicar a las causas de la crisis financiera la misma hipótesis que se viene argumentando: la confianza ciega en el mercado y el optimismo antropológico en el futuro condujeron al relajamiento en los controles financieros que deberían ejercer los Estados. Organizaciones especializadas como el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional no supieron prever ni reaccionar ante los hechos. La reunión del G-7, del 11 de octubre de 2008, sólo sirvió para intercambiar información y apelar, eventualmente, de coordinación.
Fue EEUU el primero que empleó el poder del Estado para suplantar al que antes ejercían las grandes empresas financieras. En las potencias emergentes se reprodujo el mismo esquema. En Europa fueron los Estados, no la Unión, los que salieron en defensa de sus respectivos sistemas bancarios. Cuando la crisis se extendió al resto de la economía, también fueron los Estados los que tuvieron que ayudar a diferentes sectores de actividad. La duración y consecuencias de la crisis son difíciles de predecir, así como de qué forma afectará a la configuración de poder en el mundo. Es probable que se ralenticen los crecimientos de las potencias emergentes, que los flujos migratorios se vean afectados, que las “burbujas demográficas juveniles” de los países en desarrollo tomen presión y un largo etcétera: todos los estudios de tendencias de futuro avalan esta tesis. Estos hechos no indican, ni de lejos, la resurrección de viejas fórmulas económicas marxistas en el orden económico, sino un fallo en los controles financieros como causa de la laxitud general que también impregna al análisis financiero, a la vez que ponen de manifiesto, que el Estado –como organización política y actor estratégico– no ha encontrado sustituto y, aunque su soberanía se ha visto enormemente limitada, tampoco ha sido subsumida por fórmulas multilateralistas.
La vuelta a la reflexión estratégica
Como ya se ha expuesto, en la segunda mitad de 2008 tienen lugar dos hitos: la invasión rusa de Georgia, el 8 de agosto, y la fallida reunión del G-7, el 11 de octubre en Washington, para alcanzar una posición común frente a la crisis financiera. Estos acontecimientos se afrontan sin reconocer abiertamente por parte de muchos, consecuencia de la laxitud, que se está ante una situación que la mayoría de los indicios presentan como señales de la pujante vigencia de un nuevo orden estratégico global, cuyos rasgos se está lejos de identificar con la necesaria solidez.
Es muy posible que si se viesen reducidos los niveles de bienestar personal que disfruta occidente –ya que no sería la primera vez que la historia es testigo de regresiones sociales y la recesión económica mundial puede ser su causa– la percepción de la cosmovisión cambie, pero estaríamos ante un proceso altamente incierto. La globalización puede servir tanto como vehículo para difundir el crecimiento como la depresión económica. Una base realista de la política internacional debe volver a ocupar el lugar que hoy llenan conceptos con un alto contenido voluntarista. La paradoja surge al emplear la herramienta estratégica ya que al estar, tradicionalmente, adaptada a ámbitos regionales, tiene que ser empleada en un mundo globalizado. La convivencia de la estrategia con la nueva realidad que es la globalización de la seguridad, consecuencia del nuevo modelo de relaciones humanas impuesto por los avances tecnológicos, conformará el reto al pensamiento estratégico. Será otra de las consecuencias de la realidad de “los dos mundos de la política” de Rosenau.
Los hechos mencionados de agosto y octubre de 2008 tuvieron lugar en un contexto potencialmente peligroso. La perpetua animosidad de la India y Pakistán, avivada por el contencioso de Cachemira, es una “ruleta rusa” en la que la munición es nuclear. La carencia de solución de continuidad entre el problema paquistaní y afgano configuran un escenario de muy difícil situación para el futuro. Descrita en términos estratégicos, la “guerra larga” significa la implicación militar, en años por venir, de EEUU en el sur, este y centro de Asia, arrastrando a sus aliados, hecho inédito y de inciertas consecuencias. Este teatro en donde las capacidades militares occidentales ven disminuida su eficacia, donde el tiempo y las pérdidas humanas no encuentran equivalencia entre la sensibilidad de los contendientes y donde el “estado final a alcanzar” (end state) no puede diseñar con claridad, conforma un escenario no deseado para las mentalidades occidentales.
Durante los años plomizos del auge de la “insurgencia” en Irak (2003-2006), la proliferación nuclear alcanzó su punto álgido. Desde la adquisición por Pakistán, en 1998, del arma nuclear, el riesgo de proliferación se acentuó y en 2006, Corea del Norte efectuó su primera prueba atómica. El “arma política” en manos norcoreanas era un claro chantaje a sus vecinos del sur y a Japón. Se optó por la diplomacia para contenerlo. Pero el verdadero peligro radicaba, y se concretó, en la fuga de tecnología. La decisión del régimen islámico iraní de obtener el arma nuclear supone un claro intento de alterar el equilibrio en la zona del Golfo Pérsico que, probablemente, incitará a la nuclearización a otros países del área como Arabia Saudí. Las actividades nucleares iraníes, en contra del Tratado de No Proliferación Nuclear (NPT), constituyen otra prueba que refrenda las limitaciones de la actual estructura de la Comunidad Internacional para controlar las dinámicas de principios de siglo, entre ellas la, potencialmente letal, proliferación. Ante la incapacidad de la Agencia Internacional de la Energía Atómica para impedir el programa, Francia, el Reino Unido y Alemania (UE-3) patrimonializaron, a partir de 2003, la búsqueda de soluciones en representación de la UE y, a ellos, se unió EEUU 2005. Otro ejemplo de la actuación independiente o concertada de las potencias constituidas en “comunidad internacional”.
Es difícil predecir el recorrido de los regímenes populistas en América Latina. La convivencia de la entidad estatal con poderosos grupos basados en el tráfico ilegal de drogas, la exacerbación del sentimiento de identidad indígena, la aplicación de formulas políticas derivadas del castrismo, unidas al crecimiento demográfico, son heraldos de una creciente inestabilidad en la zona. Países con gran potencial de desarrollo, y consiguiente liderazgo, como Brasil, contrastan con los problemas que amenazan con desestabilizar México, con sus más de 100 millones de habitantes, y desarrollan sus capacidades militares para asumir su rol de potencia regional.
Después de medio siglo, África, en su conjunto, ha sido incapaz de superar la descolonización. El fallo del Estado, tal como éste se entiende en Occidente, ha propiciado una constante inestabilidad que se materializa en matanzas, emigraciones masivas, epidemias incontroladas y un largo etcétera. La atención de las potencias, tanto tradicionales como emergentes, hacia el continente, se ve alterada por otras prioridades. China ha adquirido un protagonismo preeminente en África (IISS, 2007), proporcionando importante ayuda financiera a gran cantidad de gobiernos para mejorar las infraestructuras y promocionar la explotación de recursos naturales, para lo que emplea sus grandes reservas de divisas. EEUU entendió que África poseía su propia entidad estratégica y, por ello, concibió el Mando de África (Africom). La tardanza en su implementación, puede considerarse un “golpe” a las posibilidades de influencia occidental en el continente. El valor geopolítico de África se acrecentará en el próximo futuro.
Ante esta acumulación de escenarios conflictivos, se vuelve a imponer la necesidad de retornar al análisis estratégico para tratar de identificar las dinámicas actuales, en un entorno de gran complejidad y alto ritmo de cambio, son especialmente útiles entre otras referencias, las tendencias estratégicas apuntadas por el experto australiano Michael Evans y por el analista, periodista y escritor americano Fareed Zakaria, cuyo nombre se barajó como posible secretario de Estado para la Administración del presidente Obama. El profesor Evans (2007b) enfatiza la primacía de la seguridad sobre la defensa del territorio y constata que los riesgos se han convertido en un factor esencial en el análisis estratégico, al mismo nivel que el de las amenazas. La causa: la coexistencia de actores no estatales con los Estados. El resultado: que, sin descartar las contiendas entre Estados, nos enfrentaremos con más probabilidad a unos conflictos en los que se mezclarán medios convencionales y no convencionales o irregulares.
Esta tendencia, como todas, debe ser matizada y si se tiene que elegir entre la “desmilitarización de las relaciones entre Estados” de Lawrence Freedman (2006) y la “guerra sin restricciones” de Quiao Liang y Wang Xiangsui (1999), conviene acercarse al concepto que preconizan los segundos. Estos autores, en su obra Unrestricted Warfare, identifican el impacto de la globalización sobre la guerra del futuro, indicando que su ámbito “superará el campo militar”. El significado de “sin restricciones” queda mejor expresado por el título en la versión francesa de la obra Hors limites o “fuera de límites”, pues los autores no extienden la carencia de restricciones a las consideraciones morales.[2] En esta línea se puede incluir lo que Frank G Hoffman (2007) denomina “guerras híbridas”, entendiendo como tales aquellas que “incorporan una panoplia de diferentes formas de hacer la guerra (warfare) incluyendo la convencional, la irregular, actos terroristas, ejercicio de la violencia indiscriminada y de la coacción, así como la criminalidad” añadiendo que “La convergencia de varios tipos de conflicto representará un puzzle hasta que tenga lugar la necesaria adaptación cultural e institucional”. Sin embargo, no hay que olvidar que detrás de cualquier guerra, convencional o no, han coexistido elementos asimétricos, irregulares o de otra índole; lo que ocurre es que en la actualidad en este tipo de conflictos, las “guerras híbridas”, cuyo arquetipo es la campaña libanesa de 2006, un actor no estatal contra un Estado serán los más probables.
La segunda tendencia la titula Evans “la confusión entre lo cercano y lo lejano; el auge de las políticas de Seguridad Nacional”. En el ámbito de la seguridad, esa falta de nitidez la aplica a la distinción entre Estado y sociedad y entre política interior y exterior. Las necesidades que surgen de esta concepción ya han sido traducidas por algunos Estados occidentales en el concepto de “enfoque integral” de la seguridad, materializado en la promulgación de Estrategias de Seguridad Nacional (ESN), que anuncian la integración de sus políticas ministeriales y de la articulación de medios para actuar en el exterior con fuerzas conjuntas expedicionarias y una robusta estructura doméstica para hacer frente a las contingencias en el territorio propio. Las ESN constituyen una novedad a la vez que un reto; suponen la voluntad de arrinconar el cortoplacismo, mediante la definición y la aplicación de un concepto estratégico, algo que debe proteger a la sociedades y a sus poblaciones, algo que también refuerza las identidades nacionales, al ser un concepto integrador de las instituciones estatales y los ciudadanos. La necesidad de una concepción holística de la acción de gobierno, con las consecuencias orgánicas correspondientes, para afrontar las amenazas y riesgos actuales a las sociedades occidentales se presenta como uno de los requisitos esenciales para implementar el nuevo concepto de seguridad (Edwards, 2007).
La tercera tendencia apuntada por el australiano es resultado de las anteriores y la enuncia como la necesidad de disponer de una estrategia de “espectro completo” o, lo que es lo mismo, ser capaz prever la existencia de, y actuar contra, cualquier tipo de amenaza. El diseño de esta estrategia determinará las capacidades, de todo tipo, que deben habilitarse para permitir su implementación, aunque el requisito fundamental para ello es la voluntad política de emplearlas.
Por su parte, Fareed Zakaria (2008a), considerado en algunos círculos como el principal representante de un “realismo neoclásico”, propugna, desde un epicentro estadounidense, la vuelta a una “gran estrategia” o, lo que es lo mismo, una estructura de acción que evite la improvisación, o el cortoplacismo, como práctica en la política internacional. En su análisis, defiende la necesidad del estudio de “tendencias” o “futuros”, herramienta prospectiva que puede ayudar a interpretar la complejidad del entorno estratégico, de forma que se puedan seguir los rumbos de las potencias del siglo XXI y de los problemas globalizados, y, así, poder evitar catástrofes. Reconoce la primacía de un multilateralismo restringido –“cualquier estrategia con visos de éxito en el mundo de hoy, será aquella que tenga el apoyo activo y la participación de varios países”– como instrumento para poner en práctica estrategias, no como panacea, y propugna el empleo de los instrumentos de poder para crear un “conjunto nuevo de ideas e instituciones para así formar una arquitectura de paz para el siglo XXI que traiga estabilidad, prosperidad y dignidad a las vidas de miles de millones de personas”. Su visión de un mundo multipolar, como sustituto del hegemonismo americano, la basa en lo que denomina the rise of the rest, o lo que es lo mismo, la aparición en el tablero mundial de otras grandes potencias (2008b). No parece que sea muy acertado hablar de multipolaridad cuando esa situación ha representado la normalidad en la historia, lo que se conoce como el juego de las grandes potencias, cuya dinámica de actuación fue comparada con las “bolas de billar”, en referencia a Westfalia. La vuelta a un juego de potencias en el mundo actual no es el retorno al que describe Kennedy entre los siglos XIX y XX. El número de Estados ha crecido enormemente y todo indica que “el juego” quedará reservado a los más fuertes.
Los acontecimientos de la segunda mitad de 2008, la guerra de Georgia y la crisis económica global, refrendaron, de forma indubitada, lo que era evidente desde septiembre de 2001: que el Estado sigue siendo el principal actor estratégico a pesar de que sus limitaciones reducen su margen de actuación unilateral, que las organizaciones internacionales creadas tras la Segunda Guerra Mundial y las instituciones multilaterales creadas tras la Guerra Fría no son eficaces para abordar los retos estratégicos complejos del siglo XXI y que es necesario recuperar el análisis estratégico para el proceso de decisiones, caso por caso, en lugar de fiarlo a la falacia de recetas pseudoestratégicas de laboratorio que contradicen las lecciones históricas que reflejan la conducta del hombre como ser social.
Es aventurado predecir cómo la historia va a interpretar la última década del siglo XX y la primera del XXI, qué rasgos destacará, quiénes serán sus personajes relevantes y si identificará, en este período, los orígenes de un nuevo orden que sustituya al implantado por los vencedores de la Segunda Guerra Mundial. Hacerlo sería un acto de soberbia epistemológica. No obstante, no sería arriesgado afirmar que los historiadores constatarán el hecho de que la condición humana permaneció inalterada, pero que las relaciones sociales se vieron sometidas a un incremento, en intensidad y extensión, por lo que en esas dos décadas se denominó globalización, y que la difusión de mensajes y noticias a escala planetaria alteró, sustancial pero no uniformemente, las percepciones de la población mundial, motivando la aparición de movimientos populistas y produciendo migraciones masivas. Se comprobará que la naturaleza de la guerra, como hecho social, violento, generador de sufrimiento humano y con un desarrollo altamente aleatorio, no ha experimentado alteraciones en su naturaleza, pero que la forma de llevarla a cabo (warfighting) se ha visto modificada por cambios, respecto a siglos precedentes, pero no necesariamente novedosos desde el punto de vista histórico. Quedará constancia de que el Estado seguirá siendo en gran parte del mundo la forma más eficaz de organización política y el principal actor estratégico. Las organizaciones internacionales son necesarias mientras cumplan con sus fines, deben de adaptarse a las circunstancias mediante mutación o desaparecer y en ningún caso sobrevivir como burocracias. Uno de los principales obstáculos para reformar las creadas después de la Segunda Guerra Mundial, lo constituye las potentes burocracias que las sostienen.
La historia es contumaz en demostrar que la moral o ética individual no es aplicable a los entes sociales, este es un error que impregna el multilateralismo ideológico.[25] Es muy posible que un error parecido, pero esta vez no por la naturaleza de los entes en conflicto, se produzca al contemplar las relaciones entre Estados y organizaciones internacionales. Ese ámbito también está regido por relaciones de poder, pues la pretendida legitimidad que dan las resoluciones adoptadas en ellas se fundamenta en decisiones tomadas en ese ámbito y, por lo tanto, no pueden equipararse con el ideal de justicia. Si en el ámbito particular el establecimiento de la relación legitimidad y justicia es problemática, en el internacional es una quimera.[26]
El análisis estratégico riguroso, incluyendo el geopolítico, formulado sobre elementos tradicionales y novedosos de poder, es el medio más fiable para articular estrategias bien fundamentadas, que proporcionen la estabilidad necesaria para construir lo más parecido a un orden mundial. No sólo es necesario un enfoque multilateralista para afrontar los problemas, también lo es un “enfoque integral” para aplicar las soluciones, pero la eficacia de aquel se derivará más de la existencia de una comunidad de intereses que del exclusivo culto a conceptos, pretendidamente altruistas, que además carecen de universalidad al ser deformados por la percepción cultural. Aunque sea apetecible deslizarse hacia la pretensión de Robert Kaplan de aplicar un ethos pagano al análisis estratégico y, por lo tanto a la política internacional, hay que asumir su insuficiencia. Además del “cristal cultural”, el hombre tiene que aprender de sus errores y no sólo para recuperarse de sus tragedias sino para evitarlas o, al menos, aminorarlas. La adopción de un enfoque estratégico “pragmático”, nunca determinista, adaptado a las dinámicas del mundo de hoy y teniendo siempre presente las enseñanzas que sobre la condición humana nos aporta la historia debe conformar la base intelectual para el establecimiento de ese orden mundial que permita la navegación más segura posible por las procelosas aguas de principios del siglo XXI.
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Notas:
[1] Karl Popper define el historicismo como una forma de abordarlas las ciencias sociales mediante la predicción histórica identificando pautas del pasado.
[2] A finales del siglo XIX, el escritor naval americano Alfred Thayer Mahan convenció a muchos líderes mundiales de la validez de sus teorías centradas en el capital ship y las grandes flotas de batalla. Esas teorías llevaron a Alemania a retar a Gran Bretaña por la supremacía naval, contribuyendo a elevar la tensión entre los dos países en las vísperas del desencadenamiento de la Primera Guerra Mundial. De forma similar, las teorías del mariscal de campo alemán Alfred von Schlieffen fijaron las estrategias de aniquilación y las batallas de envolvimiento. Esas teorías de receta dominaron el pensamiento estratégico alemán en las dos Guerras Mundiales y, después, las estrategias de “contención” asumidas por los teóricos americanos de la Guerra Fría obligaron a EEUU a intervenir en cada escenario que lo hiciera la antigua Unión Soviética para contener su expansión.
[3] La interacción entre cambio social y análisis estratégico no es un fenómeno nuevo en la historia. Ya el historiador británico Niall Ferguson (2007), describe un mundo interactivo a caballo entre los siglos XIX y XX, similar al nuestro (globalizado en terminología actual) aunque menos intenso en términos absolutos. Mientras la mayor parte de la atención se fijaba en las altas cotas de prosperidad económica y social de las nuevas sociedades industrializadas, los analistas estratégicos advirtieron del riesgo que podían provocar los cambios sociales: competición por materias primas, migraciones, el auge de nuevas ideologías y el nacimiento de nuevas potencias y otros que acabaron alterando las relaciones de poder existentes y que precipitaron la tragedia de 1914. Refiriéndose al mismo período, Paul Kennedy (1987) indicaba que “Aquellos observadores de los asuntos mundiales de fin de siècle coincidían en que el ritmo de cambio político y económico se estaba acelerando y, de esta manera, el orden internacional se tornaría más precario que antes […] El comercio mundial y la red de comunicaciones –telégrafo, vapores, ferrocarriles y rotativas– ponían de manifiesto que los avances científicos en ciencia y tecnología, o nuevos avances en producción de manufacturas, podían ser trasmitidos y transferidos de un continente a otro en unos pocos años”.
[4] James N. Rosenau (1990) ha aportado al estudio estratégico su perspicacia para prever la complejidad de las relaciones humanas resultante de la interacción de actores como consecuencia del alto ritmo de cambio producido por la globalización. Para gestionar la complejidad del mundo de hoy, el cartesianismo se muestra insuficiente y se imponen otras técnicas de análisis, como la aplicación de la teoría de sistemas complejos. Sin duda, las potencialidades del genio humano, crearán un nuevo “discurso del método” que ayudará a gestionar escenarios venideros.
[5] John Ruggie (1993) estudió cómo surgió el multilateralismo tras el colapso de la Unión Soviética para estabilizar la política internacional, generalizando la cooperación entre Estados mediante unos principios básicos: indivisibilidad, no discriminación y reciprocidad diferida. No es una teoría sino una respuesta voluntarista a la necesidad de articular la cooperación internacional donde ésta no cuenta con organizaciones o regímenes especializados.
[6] Michael Howard (1978) aludió al caso de forma clarividente: “El peligro reside en olvidar que cada actor en esta sociedad de Estados, incluido aquellos que aún no han adquirido la independencia, representa distintas percepciones culturales y valores; que están relacionados, inevitable y propiamente con su propia supervivencia; y que son reacios, cualquiera que sean las declaraciones en contra, a confiar en el poder y la voluntad de la comunidad internacional, como un todo, para protegerlos”.
[7] Las teorías realista y transnacionalcita coinciden en sus enfoques neorrealista y neoliberal porque ambas reconocen la importancia de la cooperación internacional para la seguridad y se diferencian en que los neorrealistas consideran que la seguridad cooperativa funciona mejor en los aspectos no militares.
[8] El profesor Henry Kissinger (2001) definía acertadamente esta situación: “… la ubicuidad y estruendo de los medios de comunicación, están transformando la política exterior en una parte del entretenimiento del público. La gran competición para ganar audiencias produce una obsesión por la crisis del momento, normalmente presentada como un juego moral entre el bien y el mal, llegando a (vendiendo) un resultado concreto el cual, raramente, tiene algo que ver con los retos, a largo plazo, de la historia”.
[9] Rosenau describió dos órdenes: uno simétrico constituido por los Estados y otro asimétrico en referencia al reino de los actores no-estatales o post-estatales. Indica que la complejidad e imprevisibilidad (estratégica) son causadas por el hecho que el nuevo entorno multicéntrico no ha abolido el tradicional orden estatal sino que más bien se ha superpuesto a él, creando un turbulento ambiente estratégico, bifurcado en dos rangos.
[10] Edward Kolodziej (2005), en su estudio teórico sobre seguridad y relaciones internacionales, señala que la experiencia de la post-Guerra Fría muestra que la progresión desde Hobbes a Kant no es inevitable, ni regional ni globalmente, y que lo contrario es igual de posible.
[11] Desde el fin de la Guerra Fría las operaciones de mantenimiento de la paz de Naciones Unidas aumentaron en un 400%. Birger Heldt y Peter Wallensteen (2007) reflejan como el incremento de la demanda desbordó las capacidades de las organizaciones regionales y de las propias Naciones Unidas, coincidiendo el punto álgido de las primeras y el mínimo de las segundas entre 2001 y 2004.
[12] Halliday atribuye al liberalismo internacional avances como la construcción de la UE o de la Corte Penal Internacional, pero también constata la dificultad de las organizaciones como Naciones Unidas, la UE y la OSCE para adaptarse a los cambios impuestos por la globalización.
[13] En este sentido, el analista americano Ralph Peters (1999) ya pronosticó, en la antesala de comienzos de siglo, el impacto que sobre las causas de conflicto tendrían la difusión y manipulación de la información posibilitadas por las nuevas tecnologías, que los recursos naturales básicos se explotarían más allá de sus posibilidades. También señaló que las guerras y conflictos del futuro vendrían determinadas por la inadecuación de los gobiernos para funcionar como sistemas eficientes de control y distribución de recursos y del fracaso de algunas culturas para competir en el mundo posmoderno. Finalmente, planteó que el mayor reto que plantearían las nuevas organizaciones post-estatales, desde organizaciones criminales a medios de comunicación de alcance global, podría ser de orden moral.
[14] Véase Manual de la OCDE sobre la Reforma del Sector de la Seguridad, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico, París, 2007 y VV.AA., La reforma del sector de la seguridad: el nexo entre la seguridad, el desarrollo y el buen gobierno, Cuaderno de Estrategia nº 138, CESEDEN, Madrid, 2008.
[15] Samuel Huntington (1996) reflexionó sobre el protagonismo de la condición humana en cualquier circunstancia, afirmando que “…la visión del hombre como homus economicus era reduccionista y engañosa, que la identidad cultural es un indicador de conducta más profundo que la indolente convicción de la tendencia universal a asumir el estilo de libertad económica occidental y los beneficios que produce”.
[16] Roland Dannreuther remonta el origen de la asociación entre imperativos estratégicos y humanitarios al uso de la fuerza en Bosnia-Herzegovina para forzar a Serbia a aceptar los Acuerdos de Dayton. Este acto de “pragmatismo realista” se reiteró años después en Kosovo para prevenir una catástrofe humanitaria aunque garantizando a Serbia su integridad territorial. Sin embargo, nueve años después la mayor parte de los países que participaron en el ataque han reconocido la autodeterminación unilateral de Kosovo fruto de su intervención y de su gestión como potencias ocupantes. El derecho a la no injerencia (art. 2.2. de la Carta de Naciones Unidas) se estableció como un freno a la intromisión en asuntos internos de los países grandes sobre los pequeños porque lo contrario no suele ocurrir. Al cuestionarlo, aunque sea por motivos humanitarios o de protección, se cuestiona para los pequeños o marginales, ya que resulta impensable su reivindicación contra Rusia o China, y se acaban aplicando con doble rasero o aumentando el número de intervenciones militares según Charles-Phillipe David (2006).
[17] Partiendo de un diagnóstico de la situación internacional, el Informe de la ICISS (2001) constata el reto que representa la complejidad que supone que Naciones Unidas pasase de 51 a 189 miembros en 56 años, reconociendo implícitamente la multilateralidad como un concepto restringido, y ratifica el concepto de “seguridad humana”, reconociendo que la idea de seguridad debe aplicarse tanto a personas como a Estados. El informe establece una matización del concepto tradicional de soberanía: “Es conocido que la soberanía implica una doble responsabilidad: externamente respetar la de otros estados e internamente respetar la dignidad y los derechos básicos de su población”, “la soberanía como responsabilidad se ha convertido en el mínimo necesario para una buena ciudadanía internacional” pero, tras esto, reconoce que la soberanía es un atributo privativo de los Estados.
[18] El término long war se atribuye al general John Abizaid, comandante del Mando Central estadounidense entre los años 2003 y 2007.
[19] La revisión de los procedimientos internacionales de gestión de crisis se describe por Fernando García (2007) y el concepto derivado de gestión integral (comprehensive approach) se encuentra en Íñigo Pareja y Guillem Colom (2008).
[20] Aunque Afganistán e Irak fueron el campo de prueba del denominado New American Way of War, producto de la Revolución en los Asuntos Militares (RMA), un modelo que –basado en la supremacía tecnológica, organizativa, conceptual y operativa– pretendía guerras rápidas, basadas en operaciones decisivas y sin apenas daños colaterales, mediante la paralización absoluta de la sociedad más que la simple destrucción del potencial militar del adversario. Aunque ello permitió la rápida deposición de los gobiernos afgano e iraquí, la idiosincrasia sociopolítica y cultural de ambas sociedades, la incapacidad estadounidense y de la comunidad internacional para estabilizar rápidamente el país y el nacimiento de la insurgencia comportaron la definición del concepto the long war para definir esta campaña con acciones menos decisivas, más larga y que entraña enormes costes sociales, políticos, económicos y militares en las sociedades avanzadas según Guillem Colom (2008).
[21] En el mismo sentido, Moíses Naím (2006) señala cómo esas redes internacionales delictivas erosionan el poder de los Estados y corrompen a las empresas y gobiernos.
[22] El antiguo director de la Agencia Europea de la Defensa y miembro del European Council on Foreign Relations Nick Whitney (2008) describe la improvisación, el vacío estratégico y el déficit de participación como asignatura pendiente en las misiones internacionales de la UE.
[23] La situación se repetiría dos años y medio más tarde con Hamas –una organización terrorista declarada como tal– que no reconoce a la Autoridad Palestina con la que la comunidad internacional viene manteniendo la interlocución como representante legítimo de la población palestina.
[24] Liang Quiao y Xiangsui Wang señalan la posibilidad de nuevos ámbitos de enfrentamiento al señalar que: “La gran fusión de tecnologías conduce a solaparse los ámbitos de la política, la economía, el militar, el cultural, el diplomático y el religioso. Los puntos de encuentro están listos y la tendencia hacia la mezcla de varios ámbitos es muy clara. Todo ello hace más obsoleto la idea de confinar la guerra a lo militar y el empleo del número de bajas como una medida de su intensidad”.
[25] Esta circunstancia fue expuesta por Reinhold Nieburhr (1960) en lo años 30 del siglo XX, aunque mantiene toda su vigencia al manifestar que: “La cultura contemporánea no es capaz de darse cuenta del poder, alcance y persistencia del egoísmo de grupo en las relaciones humanas. Puede ser posible, aunque nunca fácil, el establecimiento de relaciones entre individuos dentro de un grupo únicamente por medio de la persuasión moral y racional y acomodación. En las relaciones entre grupos esto es, prácticamente, un imposible”.
[26] En su obra Historia de la Guerra del Peloponeso, Tucídides (1988), hace más de 2.400 años, describía claramente la situación en un diálogo entre atenienses y melios: “… tomando como base lo que realmente pensamos cada uno, porque vosotros conocéis y nosotros sabemos que, de acuerdo con la forma de pensar de los hombres, la justicia se imparte cuando los condicionamientos son iguales, en tanto que lo posible lo llevan a cabo los fuertes y los débiles lo consienten”.