23 de marzo de 2009

EL GRAN TEST DEL EURO EN SU DÉCIMO ANIVERSARIO


Clara Crespo

Introducción

No han pasado más que 10 años desde la creación del euro cuando la Unión Económica y Monetaria europea se va a someter a la crisis económica más profunda que ha habido desde la Gran Depresión de los años treinta. Lo hace, además, en medio de la incertidumbre sobre la ratificación del Tratado de Lisboa, que, de aplicarse, supondría algunos cambios para la gobernanza económica de la zona. La zona euro puede salir fortalecida de esta crisis.

En este ARI se revisan las críticas y propuestas de mejora de la gobernanza económica europea que quedan sobre la mesa tras estos diez años, las que previsiblemente se van a aplicar si entra en vigor el Tratado de Lisboa en el futuro inmediato y las que pueden aparecer como resultado de la crisis. Habitualmente se trata la política monetaria, la fiscal y la de reformas estructurales u oferta en este orden, pero la crisis otorga gran interés a otras cuestiones que solían ser más marginales: quién es la voz del euro en el mundo y quién se va a integrar y con qué normas y quién va a quedar fuera. Trataremos, por tanto, estos dos temas en primer lugar, seguidos de las habituales tres patas de la política económica (monetaria, fiscal y de oferta), finalizando con un apartado sobre los cambios en el reparto del poder que se derivan de la crisis.

(1) La representación externa de la zona euro

Una debilidad de la gobernanza económica europea que ha sido evidente durante la crisis es la relativa a la representación exterior de la zona euro. La representación exterior incluye, por una parte, la comunicación sobre el tipo de cambio del euro respecto a las principales monedas del mundo y, por otra, la unidad del discurso de los países miembros del euro en foros internacionales como el FMI, el Banco Mundial y, sobre todo, durante la actual crisis, el G-20.

La comunicación sobre el tipo de cambio del euro corresponde al Consejo Ecofin en la medida en que es el Consejo competente para tomar decisiones sobre el valor del euro tras haber consultado al BCE (para que dichas decisiones no sean contrarias al objetivo de estabilidad de precios). Sin embargo, en el Ecofin hay miembros que no forman parte de la unión monetaria. Por ello, quien se encarga de dicha comunicación es el presidente del Eurogrupo, Jean Claude Juncker, primer ministro de Luxemburgo.

Esta división del trabajo tiene desventajas. Primero, hasta que entre en vigor el Tratado de Lisboa el Eurogrupo es puramente informal, e incluso cuando entre en vigor seguirá sin ser una institución comunitaria. Segundo, y más importante, las características que políticamente permiten a una persona ser presidente del Eurogrupo (principalmente, ser de un país pequeño para no despertar susceptibilidades entre los socios más grandes y tener un sesgo hacia el conocimiento técnico económico) son las mismas que le restan visibilidad internacional al principal comunicador del euro. El resultado es que la comunicación sobre el euro termina estando informalmente repartida con otra serie de personas.

Por ejemplo, las palabras del presidente del BCE, actualmente Jean Paul Trichet, pueden interpretarse como indicaciones sobre el valor euro-dólar deseado, y, en todo caso, sus decisiones de política monetaria influirán en dicho tipo de cambio, aunque no sea su objetivo legalmente. Otra persona que podría ser el comunicador externo sobre el tipo de cambio sería el comisario de Asuntos Económicos y Monetarios. Sin embargo, los miembros de la Comisión han de actuar de mutuo acuerdo (se trata de un órgano colegiado), y no todos los países “representados” en él (los comisarios no deben representar a su país de origen pero en la práctica así se percibe) son miembros del euro. Además, se trata de un cargo que no tiene poder para variar el valor euro-dólar más allá del que pueda provenir de la comunicación al público. Aún otra opción sería que la comunicación estuviera en manos del presidente de turno, pero no todos serán miembros del euro; con ello se pasaría al próximo presidente de turno que sí sea miembro del euro, lo cual no aclara frente a terceros países quién es el interlocutor.

Por todo ello, termina considerándose representante del euro en el exterior a cualquiera que emita una opinión en determinado momento (con gran frecuencia, el presidente de Francia), con la consiguiente confusión y explicación recurrente al público sobre quién está realmente capacitado para hablar en nombre de toda la zona euro.

Por otra parte, Europa continúa debatiendo sobre qué forma ha de adoptar su comunicación externa en instituciones financieras internacionales u otros grupos como el G-20. La falta de acuerdo sobre una norma aplicable a todos los casos no afecta ya al concepto de silla única en esas instituciones, sino antes de eso al alcance de posiciones comunes entre países que históricamente han tenido más peso en la arena internacional (y posiciones más encontradas) que el que pueden tener ahora con el auge de las economías asiáticas. Y, sin embargo, en la mayoría de los casos concretos los miembros de la UE sí son capaces de hablar con una sola voz, pero no desean comprometerse a hacerlo como norma general.

(2) La ampliación de la zona euro

En época de turbulencias financieras se hacen más patentes las ventajas de pertenecer a una moneda fuerte. Dinamarca y Suecia se replantean su decisión de mantenerse fuera del euro y para los países del Este de Europa que todavía no lo han adoptado la entrada se convierte en un objetivo prioritario (sobre todo dados los niveles de endeudamiento en euros, que son una bomba de relojería en regímenes de tipo de cambio fijo). Incluso hay quien se pregunta si el Reino Unido se lo pensará.

Pero las normas de adhesión siguen siendo los criterios de convergencia nominal, fiscales y monetarios. El Eurogrupo ha insistido en varias ocasiones (la última, el 10 de marzo) en que para entrar en la zona euro es obligatorio cumplirlos, pero podría revisarlos como consecuencia de la crisis y lo perentorio de las necesidades en los nuevos Estados miembros.

Por destacar algunas de las innumerables críticas de las que han sido objeto los Criterios de Maastricht o de convergencia nominal, cabe mencionar las de arbitrariedad e irrelevancia. Fueron diseñados para otro momento, cuando en los años 90 la prioridad era incentivar la contención fiscal y obligar a los países de fuera de la zona del marco alemán a adoptar un modelo de moneda fuerte.

Los dos criterios más criticables son los monetarios, que tratan de llevar a un modelo de moneda fuerte: la inflación no ha de ser superior a “la media de la inflación de los tres países de la UE con una tasa más baja más 1,5 puntos porcentuales”, y se ha de mantener la moneda ligada al euro dentro de unas bandas durante dos años (el “Purgatorio”). Son criterios poco relevantes para países muy pequeños y abiertos económicamente, donde solamente parte de las actividad económica transcurre en moneda local (y el resto se denomina en euros); donde, en definitiva, los bancos centrales no tienen mucho control sobre las variables económicas, ni interesa que inviertan capital político en construir credibilidad antiinflacionista, ya que el objetivo no será nunca que sus monedas floten libremente. Además, el criterio de tipo de cambio es especialmente difícil de cumplir en época de turbulencias financieras.

Como es habitual, el problema de revisar los criterios de entrada sería cuáles establecer. Han de ser criterios con vocación de permanencia, para lo cual deberían servir para medir la salud económica de un país. Por ello, desafortunadamente, si los nuevos Estados miembros solicitan la entrada ahora tampoco conseguirían aprobar, así que no tiene sentido cambiarlos en este momento. La alternativa, que tampoco parece excesivamente factible ni deseable, sería quitar de un plumazo todo criterio de adhesión, y que simplemente el país que solicite entrar tenga acceso.

(3) El BCE y la política monetaria única

Formalmente, el único objetivo del BCE es la estabilidad de precios (el resto de los objetivos de la UE, entre los que se incluyen el empleo y el crecimiento, son secundarios), de modo que los críticos temen que tenga un sesgo contra el crecimiento. Con el Tratado de Lisboa y a pesar de la resistencia del propio banco, el BCE pasa del capítulo de “otras instituciones” al de “instituciones comunitarias”, lo cual implica que está obligado a perseguir todos los objetivos de la UE, entre los que se incluyen el crecimiento y el empleo. No es un cambio trivial desde el punto de vista legal, pero probablemente no tenga consecuencias reales importantes ya que empíricamente se muestra que el BCE ya tiene en cuenta la previsión de crecimiento a la hora de modificar los tipos de interés al objeto de suavizar las fluctuaciones cíclicas excesivas. Más específicamente, diversos estudios muestran que el BCE toma sus decisiones teniendo en cuenta la inflación esperada y output gap esperado (la diferencia entre la tasa de crecimiento prevista y la tendencia).

Sin embargo, sí es cierto que el BCE actúa más lentamente y con menos intensidad a la hora de modificar el tipo de interés que la Reserva Federal. Los tipos mínimos y máximos de la Fed durante estos últimos 10 años son más extremos que los del BCE, y la Fed suele iniciar antes que el BCE un ciclo de subida o bajada de tipos. Esto se debe, por una parte, a que el ciclo europeo y el americano no están perfectamente sincronizados, de modo que no lo deben estar tampoco sus tipos de interés y, por otra, a la mayor lentitud de reacción de los mercados reales de la propia zona euro.

Por ello, durante la crisis actual se continúa acusando al BCE de lentitud en la bajada de tipos, especialmente tras quedar claro que la crisis financiera se ha trasladado a la real con los datos de crecimiento del último trimestre de 2008. Por otra parte, se le ha alabado la rapidez para incrementar la liquidez y coordinarse con la Fed. En este otro extremo, también existe cierta preocupación por el impacto que tendrá el brutal aumento de la liquidez debido a la política de la “barra libre” (tanta liquidez como se demande al tipo de interés de la política monetaria, en vez de asignar una cuantía fija a través de las subastas) y el nuevo e inesperado papel del BCE como intermediador financiero al seguir aceptando títulos estructurados y reducir la calificación crediticia que requiere a los avales de las operaciones de mercado abierto.

Donde claramente ha fallado la política existente hasta ahora en la UE es en la supervisión prudencial y la regulación de los servicios financieros. La responsabilidad no es tanto del BCE, que no tiene competencias en este ámbito, sino de los Estados, que más que “dejar hacer” han sido ignorantes de lo que sucedía.

Las reformas propuestas por la Comisión Europea se basan en el informe emitido en febrero por el grupo especial dirigido por Jacques de Larosière. Este grupo ha certificado el fallo del débil mecanismo europeo de respuesta ante crisis financieras creado hace apenas dos años, pero no ha recomendado más que la creación de un mecanismo de coordinación entre los organismos nacionales de supervisión prudencial, sin llegar a proponer la creación de un supervisor financiero único para la UE. Tal opción se habría enfrentado a la total oposición del Reino Unido, contrario a ceder competencias regulatorias a Bruselas para salvaguardar la independencia y el poder financiero de la City. El mecanismo de Larosière, de aroma puramente comunitario, consistiría en un sistema descentralizado formado por un Consejo Europeo para el Riesgo Sistémico (aspecto que hasta ahora no se tiene en cuenta en ninguna supervisión), que estaría encabezado por el BCE, y un Sistema Europeo de Supervisión Financiera (una red que coordinaría a los organismos nacionales de supervisión). La utilidad de este mecanismo dependerá de su capacidad para hacer que se tengan en cuenta sus recomendaciones; es decir, de si tiene dientes, como se dice en la jerga comunitaria. También se propone la revisión de las normas de capitalización bancaria de Basilea II, como era previsible, para reducir la prociclidad del crédito y garantizar una mejor evaluación de los riesgos.

(4) La política fiscal y el bono único europeo

La política económica de la zona euro consta de tres patas desiguales: la política monetaria, cedida, la política fiscal, coordinada, y la política de oferta o de reformas estructurales, en la que se puede decir que lo que hay es un mero intercambio de información bajo unas líneas comunes muy generales.

El Pacto de Estabilidad y Crecimiento coordina la política fiscal bajo la idea de que, en condiciones normales, y no en la situación anormal que vivimos actualmente, hay que compensar el sesgo hacia el déficit que tienen los gobiernos por el hecho de tener horizontes temporales cortos (la duración de una legislatura). Tras la reforma de 2005, el Pacto permite incurrir en déficit en época de recesión y anima a obtener superávit presupuestario en época de expansión económica. De no ser así, se teme que algún Estado miembro incurra en déficit constantemente y en conjunto emita demasiada deuda. Otros Estados se verían obligados a rescatarlo emitiendo a su vez deuda para financiar el rescate.

Para evitarlo, se ha establecido un procedimiento común para supervisar y emitir opiniones y recomendaciones sobre la política fiscal de cada miembro. No se han previsto sanciones para incentivar su cumplimiento (sobre todo, para animar a la obtención de superávit en época de expansión), pero vista la experiencia con las sanciones del procedimiento de déficit excesivo, no tiene relevancia que las haya o no. Sin embargo, a raíz de la crisis la prioridad ha pasado a ser la expansión fiscal, con lo que un mecanismo diseñado para incentivar la contención queda arrumbado. En este sentido se menoscaba el poder de la Comisión Europea, que era la encargada de redactar las opiniones y recomendaciones en este campo.

Por otra parte, la crisis otorga máxima actualidad al problema del rescate al que hemos aludido arriba. Se trata de la preocupación por que los mercados de capitales, al percibir que algunos Estados miembros puedan decidir rescatar a otros de la catástrofe emitiendo a su vez deuda propia, exijan a los “rescatadores” unas rentabilidades de su deuda superiores. Así, países con políticas fiscales prudentes tendrán que pagar un mayor coste de financiación de su deuda precisamente por haber tenido que emitir títulos para salvar a los imprudentes. Se suele decir que la cláusula del Tratado que prohíbe el rescate no es creíble, pero es que es irrelevante, porque en la práctica la ayuda financiera (con la consiguiente emisión de deuda) vendrá antes de que un Estado miembro se declare insolvente, como ha sido el caso de la ayuda concedida a Hungría y a Letonia.

De todas formas, puede que el problema del rescate sea poco importante en comparación con los cambios en las rentabilidades que se van a deber a la emisión masiva de deuda por parte de todos los Estados, a la huída hacia la calidad y a la dependencia de senda (la deuda de un país es más rentable que la de otro porque siempre se le ha exigido más). Este último aspecto, por ejemplo, es importante para explicar el incremento de los spreads de la deuda española respecto al bono alemán, puesto que ambas economías tienen perspectivas de crecimiento similares y España parte de una situación con finanzas más saneadas.

En último término, cabe mencionar la propuesta de creación de un Tesoro Único Europeo, que algunos euroentusiastas han vuelto a abanderar. Pero hay que reconocer que se enfrentaría a un grave problema de legitimidad por su lejanía con el contribuyente y votante, y que profundizaría el déficit democrático.

Es más plausible, sin embargo, la emisión de un bono europeo único sin llegar a unificar los Tesoros. En el caso de que algún Estado miembro esté a punto de caer con la crisis y se tome la decisión política de rescatarlo, deberían implicarse todos los demás, por solidaridad y porque las externalidades de la caída les afectarían a todos. Para hacer frente al coste del rescate una posibilidad sería la emisión de un bono europeo en cuyo pago se comprometiera cada Estado miembro de acuerdo con una negociación previa.

Otra cuestión es cómo acogerían los mercados la emisión de ese bono en la situación actual. Si la rentabilidad que se le exige es superior a las rentabilidades de la deuda de cada Estado miembro, una mejor política de deuda pública sería financiar el rescate emitiendo esa deuda cada Estado por separado. También puede que en un momento de gran emisión de deuda pública los Tesoros nacionales no quieran que el título europeo se constituya en otro competidor más.

(5) La política de reformas estructurales

El mantra habitual en la zona euro dice que la ausencia de políticas monetarias y cambiarias independientes requiere la aplicación decidida de reformas estructurales, sobre todo en el mercado de trabajo y los mercados de servicios (especialmente, hoy día, los financieros), para conseguir un mejor funcionamiento del área monetaria. Cabe esperar que la crisis actúe como revulsivo en cada país para impulsar las reformas independientemente de los incentivos que pretende ofrecer el procedimiento comunitario.

En el marco de la Estrategia de Lisboa, se estableció un procedimiento de supervisión multilateral similar al del Pacto de Estabilidad: cada Estado miembro redacta un programa (Programa de Estabilidad, en el caso de la política fiscal, y Programa Nacional de Reformas, en el caso de la política de reformas estructurales) que presenta sus planes, de acuerdo con unas líneas acordadas en la UE, y un año después la Comisión Europea y el Consejo emiten su juicio sobre si el Estado ha cumplido con sus compromisos. Sin embargo, este procedimiento no está cumpliendo un papel útil a la hora de incentivar a los gobiernos a realizar las reformas.

En parte, esto se debe a que el procedimiento de la Estrategia de Lisboa tiene menos fuerza legal que el del Pacto de Estabilidad. Esta asimetría se ha intentado resolver con el Tratado de Lisboa, que le da a la Comisión poderes en el primero que antes sólo tenía en el ámbito de la política fiscal.

Pero la asimetría en la fuerza legal de los procedimientos no es la cuestión principal. Hay que tener en cuenta que la fuerza de las iniciativas comunitarias en ámbitos que son competencia de los Estados miembros depende de que se sustenten en un mecanismo visible y tan generalmente aceptado que incumplirlo tenga un coste político para los gobiernos de los Estados miembros y que, a los ojos de los votantes, premie a quienes lo cumplan. Si el examen de Bruselas en política fiscal no atrae una atención exorbitante (y, por tanto, incumplir no conlleva un elevado castigo político), mucha menos atención atrae el examen del Programa Nacional de Reformas.

En cualquier caso, con la crisis económica todos los procedimientos habituales pasan a un segundo plano y la única prioridad es recuperarse, como sea. Así que la escasa visibilidad e impacto político que tuvieran las opiniones de Bruselas en estos dos campos prácticamente se hunde. Con ello se debilita el poder de la Comisión, encargada primordial del examen de las políticas nacionales en estos dos campos.

(6) El reparto de poder

El reparto de poder entre instituciones y entre Estados miembros es la pepita de oro en la UE, la razón que alarga las cumbres hasta la madrugada y por cuya causa los temas comunitarios son oscuros a los ojos del lego. En el ámbito de la política económica hablar del reparto de poder equivale a hablar del poder de los ins respecto al de los outs, es decir, el del Eurogrupo (ministros de Economía y Finanzas de la zona euro) respecto al del Ecofin (todos).

Desde su creación el Eurogrupo ha ido aumentando su peso e influencia, aunque sin formar parte del entramado institucional formalmente. El Tratado de Lisboa reconoce su existencia con un circunloquio típicamente comunitario: sigue siendo una reunión informal, pero en los casos en los que el Ecofin trate temas que solo afectan a los miembros del euro, los no miembros se abstendrán de la votación, si la hubiere. Con este sistema de hecho se está dando un espaldarazo al statu quo. Hoy día, debido a que las reuniones del Eurogrupo preceden a las del Ecofin, la mayoría de los temas que se tratan en las primeras se presentan como fait accompli al Ecofin. Ahí pueden volver a debatirse, puesto que formalmente quien toma la decisión es el Ecofin, pero no se suelen modificar. El ejemplo paradigmático es el de la aplicación de los criterios de convergencia para examinar la entrada de un nuevo miembro en la zona euro, tema que los países del Este de Europa desearían modificar en el Ecofin, pero en el que los miembros del Eurogrupo llegan con decisiones ya tomadas.

El liderazgo que mostraron los miembros del euro con la reunión del domingo 12 de octubre de 2008 ha profundizado más este panorama. Dicha reunión, convocada por el presidente de turno de la UE, Nicolas Sarkozy, aprobó un plan de acción contra la crisis que posteriormente adoptado por los 27 y que es el que se sigue todavía ahora. El poder de los ins sigue creciendo frente al de los outs por la diferente realidad económica, puesto que la crisis está impactando con mucha más crudeza en los países del Este de Europa. Pero esta realidad afecta también al Reino Unido, lo cual tiene unas implicaciones de mayor alcance.

Otro efecto del mayor poder del Eurogrupo es que quienes más ganan proporcionalmente son los Estados miembros grandes de la zona euro; es decir, cuando se apruebe el Tratado de Lisboa, Alemania consolidará su poder formalmente por encima de los demás, seguida de Francia e Italia. España queda ligeramente por detrás debido a las nuevas normas de votación: los cálculos muestran que con estas normas en el Ecofin prácticamente no pierde poder, pero sí en el Eurogrupo. Por supuesto, en la práctica el poder de cada uno depende también de la efectividad de su servicio exterior y en este campo el Reino Unido y Francia juegan en una liga y los demás en otra.

Un ejemplo con el que se observa el mayor poder de los miembros grandes de la zona euro es la elección de los miembros del Comité Ejecutivo del BCE. Los seis miembros (presidente, vicepresidente y cuatro vocales) venían eligiéndose por unanimidad del Consejo, donde quien se pronunciaba eran los miembros del euro. Aunque legalmente los puestos no están adscritos a ninguna nacionalidad, en la práctica viene habiendo dos miembros de países pequeños (uno de los cuales es presidente o vicepresidente) y un alemán, un francés, un italiano y un español, hasta el punto de que ya se habla de la “silla” española, francesa, etc. Aparte de su parecido con los chistes, el reparto es reflejo del peso económico de los Estados miembros del euro. Con la entrada en vigor del Tratado de Lisboa los miembros se elegirán por mayoría cualificada. Es decir, los países pequeños pierden poder en esta elección. Este cambio legal no hace sino certificar que al votar el Eurogrupo con las normas de Lisboa los países grandes de la zona euro tienen mucho más poder que los demás. Serán ellos quienes sigan eligiendo a los miembros del Comité Ejecutivo, por lo que cabe esperar que siga habiendo “sillas” de facto.

Conclusión

La crisis que empezó en julio de 2007 abre nuevos panoramas en el equilibrio de poder, tanto entre instituciones como entre Estados miembros. Las tres patas de la política económica de la zona euro vuelven a cambiar de dimensión: la monetaria sale reforzada y la fiscal pierde peso. Se abre un gran interrogante sobre si la crisis servirá de revulsivo para incentivar las reformas estructurales. Pero el mayor cambio consiste en que otorga más relevancia a otros aspectos de la gobernanza de la zona euro como su ampliación y su representación en el exterior.

Adoptar el euro se convierte en prioridad urgente para los países del Este. Si la presión para cambiar los criterios de convergencia nominal fracasa, el horizonte temporal para su adhesión se aleja sustancialmente porque en las condiciones actuales les será imposible cumplirlos.

Al otro lado del continente, se abre la pregunta de si la crisis amenaza con restar poder a la City de Londres. El gobierno británico puede adoptar diferentes tácticas para evitarlo en aspectos que van desde su grado de cooperación para la nueva regulación financiera europea hasta su relación con el Eurogrupo. Asimismo podría plantearse la adhesión al euro como estrategia para preservar la hegemonía financiera de Londres desplazando a las plazas europeas.

Dentro de la zona euro, se acepta sin ambages el mayor poder de los grandes frente a los pequeños. Entre las instituciones, el BCE sale reforzado por su política de liquidez y como posible cabeza del nuevo sistema de supervisión prudencial. La Comisión, por el contrario, pierde poder por varios lados: al pasar la supervisión de la política fiscal (donde tenía más poder) a un segundo plano, al flexibilizarse la política de ayudas de Estado, al no ser líder en la respuesta europea y por el hecho de gestionar un presupuesto de volumen ridículo en comparación con las necesidades de expansión del gasto (expansión que van a poner en práctica los Estados miembros mediante sus presupuestos nacionales). Su propia composición (27 comisarios, uno por país), que no va a cambiar incluso tras la entrada en vigor del Tratado de Lisboa, para satisfacer a Irlanda) supone que tenga en su seno la división entre Europa Occidental y Oriental, dificultando sus iniciativas.

Por último, nunca más necesario que ahora el hablar con una sola voz en el ámbito internacional. Especialmente para España, que no es miembro del G-20, es crucial que la UE acuda con una posición común en la que haber podido influir de antemano. Europa se juega su propia salida de la crisis y el dar forma a las instituciones que surjan de ella. En tiempos de crisis, si no es posible acudir al debate internacional con una voz para toda la UE, se llevará la voz de la zona euro, y extrapolando lo que viene sucediendo estos meses, será la que más se oiga.