Ted Galen Carpenter
El principal mensaje de la exitosa campaña presidencial de Barack Obama fue su llamado a un “cambio”—aunque muchas veces sin dar mucho detalle acerca de este. Hay una necesidad urgente de cambiar la política exterior de EE.UU. Inclusive durante la guerra fría la estrategia de Washington derivó en que EE.UU. subsidie la seguridad de aliados y clientes, causó que la república se involucre abruptamente en cruzadas militares mal concebidas siendo principalmente notable el caso de la Guerra de Vietnam, e impuso innecesarias cargas financieras por sobre los contribuyentes.
Las cosas se han empeorado aún más desde el fin de la Guerra Fría. Las fuerzas estadounidenses han intervenido en lugares tan diversos como Panamá, Somalia, Haití, los Balcanes y el Golfo Pérsico, y los compromisos de seguridad formal e informal de Washington se han expandido enormemente. La sobre-extensión estratégica de EE.UU. y sus confusas prioridades han alcanzado nuevos niveles bajo George W. Bush con el utópico propósito de implantar la democracia en el Medio Oriente y otras regiones poco prometedoras.
La política exterior de EE.UU. clama por un cambio dramático, pero todavía hay incertidumbre respecto de que el presidente-electo Obama traerá un cambio correcto. Muchas de sus posiciones sobre política exterior son cuestionables, y en los casos en los que ha dado detalles, hay igual cantidad de razones para estar inseguro y escépticos así como razones para estar esperanzados y confiados.
Por ejemplo, él no muestra voluntad alguna de reconsiderar el viejo compromiso de Washington con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). De hecho, defiende una mayor expansión de la OTAN, incluyendo la membresía de Ucrania y Georgia, a pesar de la certeza de que esto provocaría a Rusia. Obama ha alabado las intervenciones de la OTAN tanto en Bosnia como en Kosovo durante los años de Clinton y favoreció la decisión de febrero de 2008 de concederle independencia a Kosovo por sobre la negativa de Moscú.
Su actitud es la más desafortunada, ya que muchas políticas estadounidenses están llenas de obsolescencias o prioridades desordenadas. Por ejemplo, el entusiasmo impulsivo de Obama con la OTAN ignora la creciente evidencia de que la alianza carece de cohesión o razón estratégica para jugar un papel importante con respecto a la seguridad del siglo XXI. El desempeño torpe de la OTAN en Afganistán es solamente el ejemplo más visible. Peor aún, añadir clientes de pequeña seguridad crea responsabilidades peligrosas para EE.UU. como líder de la alianza. Una obligación de defender a Georgia, por ejemplo, podría involucrar a EE.UU. en una comprensible y obscura disputa entre Tbilisi y Moscú respecto del estatus de las regiones secesionistas de Abkhazia y Osetia del Sur. El Presidente Obama debería preguntarse cómo es que arriesgar una confrontación con un poder nuclear teniendo poco qué ganar beneficiaría a EE.UU.
Es con respecto a la cuestión de las intervenciones humanitarias, sin embargo, que la actitud de Obama—y la de algunos potenciales asesores para la política exterior—es principalmente preocupante. En su artículo, “Renovando el liderazgo estadounidense” ("Renewing America´s Leadership"), en la edición Julio/Agosto 2007 de Foreign Affairs incluyó una cuestionable y preocupante presunción. Él insistió que “la seguridad y bienestar de todos y cada uno de los estadounidenses depende de la seguridad y bienestar de aquellos que viven más allá de nuestras fronteras. La misión de EE.UU. es proveer liderazgo mundial basado en un entendimiento de que el mundo comparte una seguridad común y una humanidad común”. Esa presunción acerca de los destinos supuestamente indivisibles no es materialmente distinta de los sentimientos que el Presidente Bush expresó en su segundo discurso inaugural: “La supervivencia de la libertad en nuestra tierra cada vez depende más del éxito de la libertad en otras tierras”.
Pero esa presunción es tanto errónea como peligrosa. Llevada a su conclusión lógica, esta significa que EE.UU. nunca puede estar seguro o ser próspero a menos que docenas de países crónicamente mal gobernados (de alguna manera) sean transformados en estados libres y democráticos. Aquello es un plan para misiones de construcción de naciones y guerras perpetuas. Dados las recientes pérdidas creadas por la reciente debacle en los mercados financieros estadounidenses, también es una misión ambiciosa que los contribuyentes estadounidenses difícilmente podrán costear.
Aunque es difícil imaginárselo, la política exterior de Obama podría demostrar ser inclusive peor que aquella del gobierno de Bush. El coquetea con la noción de que el principio más importante de la política exterior estadounidense debería ser el de promover, defender y hacer cumplir el respeto a la “dignidad humana” en el mundo. Como un concepto operacional, tal estándar es prácticamente vacío. En el mejor de los casos, consistiría de que Washington se convierta en el molestoso del planeta, constantemente sermoneando a otros gobiernos para que mejoren su comportamiento. En el peor de los casos, se podría convertir en una excusa para gigantescos gastos en ayuda externa e intervenciones militares destinadas a proteger a los más desafortunados dentro de los estados fallidos o inclusive en países funcionales con regimenes represivos. Aún así gran parte de los escenarios más probables para tales intervenciones conllevan poca o ninguna conexión con los intereses tangibles de EE.UU. En cambio, este país se embarcaría en potencialmente costosas cruzadas humanitarias que desangrarían a las fuerzas armadas estadounidenses y dejarían vacía la tesorería.
No habrá mejoras si el gobierno de Obama retira las tropas de Irak solamente para lanzar nuevas intervenciones a lugares conflictivos tan estratégica y económicamente irrelevantes tales como Darfur y Burma. Este no es el tipo de política exterior que los estadounidenses quieren o necesitan.
Si el Presidente Obama adopta una estrategia de seguridad restringida para defender los intereses vitales de EE.UU. se ganará—y merecerá—la gratitud de todos los estadounidenses. En cambio, si solamente adopta una nebulosa cruzada para asegurar la “dignidad humana” para todos alrededor del mundo mediante instrumentos de ayuda externa de EE.UU. y el poder militar, socavará a su propio gobierno y hará explotar otra ronda de frustración pública acerca de la falta de voluntad de los líderes políticos de enfocarse en los mejores intereses y el bienestar de EE.UU. Esa es la fundamental decisión a la que se enfrenta el Presidente Obama mientras que ingresa a la Casa Blanca.
El principal mensaje de la exitosa campaña presidencial de Barack Obama fue su llamado a un “cambio”—aunque muchas veces sin dar mucho detalle acerca de este. Hay una necesidad urgente de cambiar la política exterior de EE.UU. Inclusive durante la guerra fría la estrategia de Washington derivó en que EE.UU. subsidie la seguridad de aliados y clientes, causó que la república se involucre abruptamente en cruzadas militares mal concebidas siendo principalmente notable el caso de la Guerra de Vietnam, e impuso innecesarias cargas financieras por sobre los contribuyentes.
Las cosas se han empeorado aún más desde el fin de la Guerra Fría. Las fuerzas estadounidenses han intervenido en lugares tan diversos como Panamá, Somalia, Haití, los Balcanes y el Golfo Pérsico, y los compromisos de seguridad formal e informal de Washington se han expandido enormemente. La sobre-extensión estratégica de EE.UU. y sus confusas prioridades han alcanzado nuevos niveles bajo George W. Bush con el utópico propósito de implantar la democracia en el Medio Oriente y otras regiones poco prometedoras.
La política exterior de EE.UU. clama por un cambio dramático, pero todavía hay incertidumbre respecto de que el presidente-electo Obama traerá un cambio correcto. Muchas de sus posiciones sobre política exterior son cuestionables, y en los casos en los que ha dado detalles, hay igual cantidad de razones para estar inseguro y escépticos así como razones para estar esperanzados y confiados.
Por ejemplo, él no muestra voluntad alguna de reconsiderar el viejo compromiso de Washington con la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN). De hecho, defiende una mayor expansión de la OTAN, incluyendo la membresía de Ucrania y Georgia, a pesar de la certeza de que esto provocaría a Rusia. Obama ha alabado las intervenciones de la OTAN tanto en Bosnia como en Kosovo durante los años de Clinton y favoreció la decisión de febrero de 2008 de concederle independencia a Kosovo por sobre la negativa de Moscú.
Su actitud es la más desafortunada, ya que muchas políticas estadounidenses están llenas de obsolescencias o prioridades desordenadas. Por ejemplo, el entusiasmo impulsivo de Obama con la OTAN ignora la creciente evidencia de que la alianza carece de cohesión o razón estratégica para jugar un papel importante con respecto a la seguridad del siglo XXI. El desempeño torpe de la OTAN en Afganistán es solamente el ejemplo más visible. Peor aún, añadir clientes de pequeña seguridad crea responsabilidades peligrosas para EE.UU. como líder de la alianza. Una obligación de defender a Georgia, por ejemplo, podría involucrar a EE.UU. en una comprensible y obscura disputa entre Tbilisi y Moscú respecto del estatus de las regiones secesionistas de Abkhazia y Osetia del Sur. El Presidente Obama debería preguntarse cómo es que arriesgar una confrontación con un poder nuclear teniendo poco qué ganar beneficiaría a EE.UU.
Es con respecto a la cuestión de las intervenciones humanitarias, sin embargo, que la actitud de Obama—y la de algunos potenciales asesores para la política exterior—es principalmente preocupante. En su artículo, “Renovando el liderazgo estadounidense” ("Renewing America´s Leadership"), en la edición Julio/Agosto 2007 de Foreign Affairs incluyó una cuestionable y preocupante presunción. Él insistió que “la seguridad y bienestar de todos y cada uno de los estadounidenses depende de la seguridad y bienestar de aquellos que viven más allá de nuestras fronteras. La misión de EE.UU. es proveer liderazgo mundial basado en un entendimiento de que el mundo comparte una seguridad común y una humanidad común”. Esa presunción acerca de los destinos supuestamente indivisibles no es materialmente distinta de los sentimientos que el Presidente Bush expresó en su segundo discurso inaugural: “La supervivencia de la libertad en nuestra tierra cada vez depende más del éxito de la libertad en otras tierras”.
Pero esa presunción es tanto errónea como peligrosa. Llevada a su conclusión lógica, esta significa que EE.UU. nunca puede estar seguro o ser próspero a menos que docenas de países crónicamente mal gobernados (de alguna manera) sean transformados en estados libres y democráticos. Aquello es un plan para misiones de construcción de naciones y guerras perpetuas. Dados las recientes pérdidas creadas por la reciente debacle en los mercados financieros estadounidenses, también es una misión ambiciosa que los contribuyentes estadounidenses difícilmente podrán costear.
Aunque es difícil imaginárselo, la política exterior de Obama podría demostrar ser inclusive peor que aquella del gobierno de Bush. El coquetea con la noción de que el principio más importante de la política exterior estadounidense debería ser el de promover, defender y hacer cumplir el respeto a la “dignidad humana” en el mundo. Como un concepto operacional, tal estándar es prácticamente vacío. En el mejor de los casos, consistiría de que Washington se convierta en el molestoso del planeta, constantemente sermoneando a otros gobiernos para que mejoren su comportamiento. En el peor de los casos, se podría convertir en una excusa para gigantescos gastos en ayuda externa e intervenciones militares destinadas a proteger a los más desafortunados dentro de los estados fallidos o inclusive en países funcionales con regimenes represivos. Aún así gran parte de los escenarios más probables para tales intervenciones conllevan poca o ninguna conexión con los intereses tangibles de EE.UU. En cambio, este país se embarcaría en potencialmente costosas cruzadas humanitarias que desangrarían a las fuerzas armadas estadounidenses y dejarían vacía la tesorería.
No habrá mejoras si el gobierno de Obama retira las tropas de Irak solamente para lanzar nuevas intervenciones a lugares conflictivos tan estratégica y económicamente irrelevantes tales como Darfur y Burma. Este no es el tipo de política exterior que los estadounidenses quieren o necesitan.
Si el Presidente Obama adopta una estrategia de seguridad restringida para defender los intereses vitales de EE.UU. se ganará—y merecerá—la gratitud de todos los estadounidenses. En cambio, si solamente adopta una nebulosa cruzada para asegurar la “dignidad humana” para todos alrededor del mundo mediante instrumentos de ayuda externa de EE.UU. y el poder militar, socavará a su propio gobierno y hará explotar otra ronda de frustración pública acerca de la falta de voluntad de los líderes políticos de enfocarse en los mejores intereses y el bienestar de EE.UU. Esa es la fundamental decisión a la que se enfrenta el Presidente Obama mientras que ingresa a la Casa Blanca.