Iliana Olivié
La crisis financiera que estalló en EEUU en 2007 y que se propagó al resto de las economías desarrolladas y en desarrollo a lo largo de 2008 cogió por sorpresa a analistas, poderes públicos y agentes privados.
Como es lógico, han proliferado los análisis sobre las causas y los debates sobre las respuestas más pertinentes. En este sentido, se repiten las comparaciones con otras crisis. Una de las más frecuentes es la comparación con la crisis de 1929 que estalló también en EEUU. Las consecuencias para la economía real se comparan con las de la Segunda Guerra Mundial y la labor iniciada por el G-20 en noviembre de 2008 se compara con el proceso que culminó en los acuerdos de Bretton Woods de 1944. A la vista de estas comparaciones, uno podría deducir que se trata, pues, de una situación tan impredecible como excepcional, que se dio por última vez hace más de 60 o, incluso, 80 años.
Por otra parte, también crece el consenso respecto de las causas más profundas de la crisis. La liberalización financiera que se inicia en las principales economías en los años 70 y que se extiende a los demás países a lo largo de los siguientes decenios generó unos vacíos de control y regulación que abrieron la puerta a operaciones y productos financieros que alimentaron la liquidez internacional pero también el riesgo sistémico hasta el punto del estallido financiero.
Con estos elementos, sería relativamente fácil deducir, en primer lugar, que una crisis de estas características tiene un carácter excepcional. En segundo lugar, si ha sido el resultado de la desregulación, sobre todo a nivel nacional, la solución pasaría por recuperar ciertos niveles de regulación y supervisión financiera.
Seguramente, la actual crisis financiera comparte rasgos con la crisis del 29, y las consecuencias para la economía real que están sufriendo en estos momentos la mayor parte de los países podrían ser equiparables al shock que supuso la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, se trata de una crisis mundial –y no localizada en una región determinada–, cuyo epicentro se encuentra en una economía desarrollada [1]–EEUU en este caso– y con consecuencias graves para la economía real, también a escala mundial.
A pesar de todo ello, también podría argumentarse, por una parte, que la actual crisis financiera no es, desde varios puntos de vista, excepcional. Comparte diversos rasgos con las crisis financieras recurrentes que se han sufrido en economías emergentes y países en desarrollo en los últimos 20 años. Así, por otra parte, desde cierto punto de vista podría decirse que se trata de otra de las manifestaciones de la inestabilidad financiera global que vivimos desde hace ya décadas. Por último, independientemente de que la situación actual sea, al menos parcialmente, el resultado de un proceso de diversas desregulaciones financieras nacionales, existe un problema sistémico o global, que requerirá también de medidas sistémicas o globales.
¿Por qué es importante reubicar el análisis de la crisis en el contexto internacional de los últimos 20 años?[2] A medida que la crisis financiera se ha ido transformando en una crisis real –o, mejor dicho, a medida que a la crisis financiera se ha ido sumando una crisis en el sector real–, los esfuerzos de las autoridades y el debate sobre las respuestas se ha ido volviendo cada vez más local. Esto resulta lógico, puesto que llegados a las consecuencias para la economía real, el ámbito de actuación es más netamente nacional y las respuestas deben diferenciar unos sistemas productivos de otros. Por otra parte, y en el plano estrictamente financiero, el acento en los problemas internos de la economía estadounidense –como el excesivo apalancamiento familiar y empresarial– y en los errores de gestión macroeconómica de sus autoridades –política monetaria expansiva prolongada o gasto público excesivo– también han contribuido a desviar la atención de lo global a lo local. Por tanto, con este trabajo también pretendemos devolver, en el marco del debate sobre las respuestas a la crisis, un mayor protagonismo a las medidas de carácter global.
Un breve recorrido por algunas de las crisis financieras más recientes
No puede fijarse un número concreto de crisis financieras en nuestra historia reciente. Como es lógico, esta cifra dependerá de las variables que tomemos para definirlas –pérdida del x% del valor de la moneda, caída del y% del crecimiento del crédito bancario respecto del PIB, caída del z% del índice bursátil, etc.–. Por ello, diversos análisis sobre crisis financieras ofrecen diversas listas de crisis. Por ejemplo, en una publicación de 2002, Dymski identifica ocho crisis de deuda y de tipo de cambio en ocho años, desde 1994 hasta 2002. Éstas serían la crisis mexicana y el consecuente efecto Tequila de 1994-1995, las crisis financieras asiáticas de 1997-1998, la crisis del real brasileño en 1998-1999, la caída del rublo en el mismo período, la crisis turca de 2000, la argentina de 2001-2002, el nuevo ataque al real brasileño en 2002 –coincidiendo con las elecciones en las que sería vencedor el presidente Lula– y, por último, el colapso uruguayo también en 2002.[3] Pero existen muy diversos “recuentos” de crisis financieras. Wolf cita varios:[4] según un estudio del Banco Mundial de 2001, entre finales de los 70 y finales del siglo XX se produjeron 112 crisis bancarias sistémicas en 93 países. Según Bordo y Eichengreen, se produjeron 95 crisis en economías emergentes y 44 en países de renta alta entre 1973 y 1997; de éstas, 17 de las crisis en economías emergentes fueron crisis bancarias, 57 crisis cambiarias y 21 crisis gemelas. En otras palabras, la crisis financiera internacional que estalló a mediados del año pasado sería, en este contexto, cualquier cosa menos excepcional.
A continuación, trataremos de repasar las principales causas de dos de estas crisis recientes: la crisis mexicana que estalló a finales de 1994 y que se propagó al resto de la región latinoamericana, y la crisis surcoreana de 1997 fruto, en parte, del contagio desde el sudeste asiático.
La crisis mexicana y el efecto Tequila
En los años previos a la crisis mexicana, una parte importante de las economías latinoamericanas iniciaron procesos de reforma que atrajeron la atención de los inversores internacionales. Para el caso de México, tanto los movimientos de reforma internos como las condiciones de acceso a determinados tratados u organismos –la adhesión al Tratado de Libre Comercio (TLC), a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) o al GATT (General Agreement on Tariffs and Trade)– sacaron adelante una agenda económica de reformas que incluyó la desregulación económica interna, la apertura comercial y financiera y la privatización de empresas públicas en varios sectores. Los inversores internacionales, que leyeron positivamente los cambios, se vieron estimulados, además, por el bajo nivel de los tipos de interés en EEUU a principios de los 90, lo que devolvía su atractivo a las inversiones en México tras la “década perdida” de los 80. Así, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), las entradas de capital extranjero en México aumentaron en la primera mitad de los 90, pasando del 1,29% del PIB en 1989 al 10,30% en 1993 para luego descender al -0,82% en 1995.
La financiación externa accedió al país latinoamericano sobre todo en forma de bonos, un título financiero de gran liquidez –y, por tanto, volátil–. Aunque también se registraron entradas en forma de Inversión Directa Extranjera (IDE) y de acciones cotizables, éstas respondían, en su mayoría, a los procesos de privatización y fueron marginales respecto de las entradas en forma de deuda. Los contratos y títulos de deuda estaban, además, denominados en divisas. La entrada masiva de capitales se transformó en un boom de crédito que financió actividades de consumo local e importaciones así como las burbujas especulativas que aparecieron tanto en el sector inmobiliario como en el bursátil. Huelga señalar que estas actividades estaban, además, denominadas en pesos. Esto es, al problema de sobreendeudamiento externo y al del aumento del crédito interno asignado a actividades de alto riesgo, se sumó un desajuste de moneda entre activos y pasivos. En pocas palabras, en los años previos a la crisis de 1994, México estaba sufriendo lo que en la literatura sobre crisis financieras se suele denominar un deterioro de los fundamentals o parámetros fundamentales de la economía.
A esta situación se sumaron, a lo largo de 1994, una serie de choques, algunos económicos y otros de tipo político. En el ámbito económico, quizá lo más destacable es que los tipos de interés de EEUU, cuyos niveles moderados habían propiciado, al menos parcialmente, la entrada de capital en México a principios de los 90, registraron diversos aumentos a lo largo del año. Los mismos tipos de interés que en febrero de 1994 se situaban en el 3,25% habían ascendido al 5,50% en noviembre del mismo año. Con un menor diferencial en los tipos de interés, el atractivo de los títulos de deuda mexicanos era también menor. Además, se desataron una serie de acontecimientos que sumieron al país en una gran inestabilidad política. Cabe mencionar la rebelión en Chiapas en enero de 1994, el asesinato en marzo de Colosio –candidato a la presidencia en las elecciones de agosto– y el asesinato de Massieu, secretario general del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en septiembre del mismo año.
Con todo, desde el estallido de la rebelión en Chiapas, comenzó a caer el índice bursátil; esto es, se produjo en ese momento un cambio de expectativas de los inversores internacionales respecto de las posibilidades de rentabilidad y riesgo en la economía mexicana. Aunque de forma errática, el índice bursátil siguió descendiendo a lo largo del año, se sumó la pérdida de reservas en divisas y comenzó el aumento de los tipos de interés locales en noviembre. El 22 de diciembre, con las reservas agotadas, las autoridades monetarias abandonaron el régimen de tipo de cambio semi-fijo, produciéndose el desplome del peso mexicano. A partir de ese momento, la crisis se contagió al resto de la región latinoamericana, produciéndose el llamado efecto Tequila.
La crisis en Corea del Sur y el contagio desde Tailandia
En la primera mitad de los 90, Corea del Sur emprendió una serie de medidas que llevaron a una mayor apertura financiera. Por una parte, los grandes conglomerados empresariales locales (chaebols) se habían beneficiado de las, hasta ese momento, tímidas reformas y medidas aperturistas. Además, al igual que en México, las presiones internas para la reforma se sumaron a las condiciones exigidas para el ingreso en determinados foros internacionales. Para el caso de Corea del Sur, tendría especial peso el ingreso en la OCDE. De este modo, en los años previos al estallido de las crisis asiáticas, Corea del Sur llevó a cabo una reforma financiera un tanto acelerada y caótica que incluyó la desregulación del sistema financiero interno y la apertura de la cuenta de capitales sin acompañar el proceso de la correcta adaptación del sistema de regulación y supervisión financiera.
La mayor apertura facilitó la entrada de capitales. En 1994 –el mismo año en el que las inversiones comenzaban a huir de México– las entradas de capital extranjero en Corea del Sur se habían multiplicado por más de dos, pasando de algo menos de 10.000 millones de dólares el año anterior a algo más de 22.000 millones. Los flujos de entrada siguieron creciendo hasta 1996, año en el que se situaron en unos 48.000 millones de dólares, para luego caer al año siguiendo y registrarse una salida neta en 1998.
Las entradas de capital estaban compuestas, sobre todo, de deuda –en forma de bonos pero, sobre todo, en forma de préstamos y créditos a corto plazo–. Se trató, pues, de un proceso de sobreendeudamiento externo en el que la financiación tenía, además, un marcado carácter volátil. El sobreendeudamiento externo se tradujo en un sobreendeudamiento interno. A diferencia de lo que ocurrió en México unos años antes y a diferencia, incluso, de lo que ocurrió en otros países asiáticos afectados por la crisis de 1997, en Corea del Sur no se registra, previamente al estallido de la crisis, el desarrollo de una burbuja inmobiliaria o bursátil. El gran volumen de crédito interno tampoco se destinó al consumo de bienes y servicios locales ni a un aumento de las importaciones. El grueso del crédito externo fue directa o indirectamente a financiar actividades productivas del sector manufacturero, generalmente ligadas, además, a actividades de exportación.
Este hecho es de suma importancia por lo que implica para la literatura sobre crisis financieras. En el debate sobre la distribución de pesos entre los factores a la hora de explicar las causas del estallido de una crisis, los analistas que ponen un mayor acento en las causas derivadas de los errores en la política económica local de los países que entran en crisis suelen esgrimir la aparición de burbujas inmobiliarias u otras asignaciones ineficientes del crédito interno como uno de los principales factores explicativos.
Sin embargo, en este sentido, el comportamiento de la economía surcoreana fue “correcto”: ni actividades improductivas y de alto riesgo, ni despilfarro de los recursos externos para financiar mayores niveles de consumo. Corea del Sur utilizó los flujos masivos de capital de los años 1993 a 1997 para financiar una actividad productiva manufacturera que había generado altos niveles de exportación y crecimiento para el país durante décadas.
Pero como las actividades a las que se asigna el crédito no lo son todo en la explicación del estallido de una crisis financiera, el hecho de que las inversiones financiadas con el boom de entradas de capital fueran productivas, no garantizó su correcta asignación. Con una mediocre regulación y supervisión financiera, resultado de una apertura financiera desordenada y rápida, la creciente financiación disponible terminó dirigiéndose –sin los suficientes requisitos de avales, sin el cuidado necesario en la concentración de riesgos, sin una evaluación adecuada de la capacidad de devolución del crédito por parte del deudor– a una red empresarial crecientemente endeudada y decrecientemente rentable.
La sobrecapacidad productiva del sector manufacturero también derivó en un problema de sobreoferta que generó una caída de precios de diversos productos de exportación surcoreanos como los productos eléctricos y electrónicos o los semiconductores.
Del mismo modo que ocurrió en México, unos años antes de este deterioro de los fundamentals –aumento del crédito a actividades poco rentables y debilidades del aparato productivo, problemas en la cuenta corriente, y apreciación del won por la entrada masiva de capital externo y por la depreciación del yen– se sumó un choque externo que indujo el cambio de expectativas de los inversores internacionales.
Para la crisis surcoreana de 1997, este choque externo fue la crisis asiática que se había desatado meses antes en Tailandia. Así, Corea del Sur fue, al margen de los problemas económicos internos que pudiera estar sufriendo, un contagiado de una crisis que había estallado en otra economía. La crisis de balanza de pagos que había llevado a la flotación y desplome del baht en julio de 1997 se propagó a Filipinas, Malasia, Indonesia y Singapur. Con este último, los ataques comenzaron a dirigirse hacia economías más desarrollas y, en concreto, hacia los dragones asiáticos. Así, después del verano, la presión financiera recayó sobre Taiwán primero y, posteriormente, sobre Hong Kong y Corea del Sur. En noviembre de 1997, las autoridades monetarias abandonaron la paridad fija, el valor del won cayó a la mitad en dos semanas y el índice bursátil se desplomó.[5]
La crisis actual: el epicentro en EEUU
Como es lógico, la actual crisis financiera y económica internacional ha dado lugar a una proliferación de análisis sobre sus causas –desde las próximas hasta las últimas–, sus características y sobre las respuestas necesarias en materia de política económica.
Aunque aún esté vivo el debate sobre cuál ha podido ser el peso relativo de cada uno de los factores que terminaron desatando la crisis en EEUU, sí podemos identificar una lista de factores internos que explicarían un deterioro de los fundamentals en los años previos al estallido de la crisis, del mismo modo que hemos hecho con el caso de México o con el de Corea del Sur.
En primer lugar, diversos análisis coinciden en que la política monetaria de la Reserva Federal (Fed) en los primeros años de este decenio pudo estar errada. Se ha apuntado incluso que en 2007 terminó estallando la crisis que debía haber estallado en 2001, como consecuencia de los ya persistentes problemas macroeconómicos –véase el estallido de la burbuja tecnológica– y a raíz de los atentados del 11 de septiembre. Así, la Fed habría capeado, o más bien retrasado, la crisis financiera de 2001 manteniendo los tipos de interés en niveles anormalmente bajos. Además de no solventar definitivamente el problema, la política de la Fed siguió alimentando unos altos niveles de liquidez en el sistema que favorecieron la escasa aversión al riesgo de la inversión nacional e internacional.
En segundo lugar, y en este contexto de bajos tipos de interés, se produjo un aumento del, ya elevado de por sí, consumo privado norteamericano al que se sumó un aumento del gasto público para financiar, entre otras actividades, la presencia militar en el exterior. En paralelo, y para financiar el gasto, crecieron la deuda pública, la privada y la externa; proceso que forma parte del fenómeno denominado como desequilibrios globales en el que el exceso de ahorro asiático, en particular chino, se empleó en financiar la voracidad estadounidense.
Además, está lo que Fernández de Lis ha definido como un sistema de regulación y supervisión financiera fragmentado entre distintos niveles de la administración nacional.[6] Las debilidades de dicho sistema indujeron las malas prácticas en la concesión de créditos, una gestión inadecuada del riesgo, la concesión de créditos a prestatarios insolventes o de préstamos hipotecarios sin colaterales suficientemente sólidos.
Al igual que ocurrió en México o en Corea del Sur 10 años antes, a este deterioro de los fundamentals se sumó un cambio de expectativas de los inversores financieros internacionales, lo que precipitó el estallido de la crisis. ¿Qué propició ese cambio de expectativas? Aunque algunos apuntan a las primeras quiebras derivadas del mercado hipotecario de las subprime en 2007, parecería que hubiera sido más bien el rescate de Fannie Mae o de Freddie Mac, o incluso la quiebra de Lehman Brothers en agosto de 2008 lo que desató el pánico financiero y el contagio global de la crisis.
Elementos comunes
Es obvio que tanto México como Corea del Sur y EEUU sufrían problemas económicos internos antes de sus respectivas crisis financieras. Además, entre dichos problemas, aparece como un denominador común la debilidad del sistema de regulación y supervisión financiera que, en el caso de México y de Corea del Sur, puede ser el resultado de una apertura financiera un tanto rápida y/o desordenada. Así, tendríamos dos primeras lecciones. La primera es que hay que procurar mantener la economía saneada –algo que, obviamente, no todos los países pueden permitirse en todo momento para todos sus sectores–. La segunda es que los sistemas de regulación y supervisión financiera son importantes y que deben ser sólidos y eficaces. Por ello, no es sorprendente que la primera declaración del G-20 tras su reunión en Washington en noviembre de 2008 haga tal énfasis en los sistemas de regulación y supervisión financiera a escala nacional.
Además, cuando hay un exceso de liquidez internacional y una entrada masiva de capitales, suele acabar habiendo una salida también masiva de capitales. O, en palabras de Fernández de Lis, son los excesos los que explican las crisis.[7]
Pero vayamos un paso más allá
A raíz de la crisis del Sistema Monetario Europeo (SME) en los 90, Obstfeld desarrolló el modelo básico de crisis de balanza de pagos de segunda generación.[8] Según el modelo, para que estalle una crisis financiera son necesarios dos elementos. Por una parte, los principales parámetros macroeconómicos, o fundamentals, tienen que encontrarse en una “zona gris”: no pueden ser excelentes –en cuyo caso, la economía en cuestión escaparía a la crisis– ni deplorables –en cuyo caso, la situación económica interna llevaría irrevocablemente a la crisis, sin necesidad de que se sume ningún otro factor–. Por otra parte, tiene que darse un cambio de expectativas por parte de los inversores internacionales. En caso contrario, la economía podría mantenerse en un equilibrio precario de forma indefinida –en realidad, mientras alguien esté dispuesto a seguir financiando la situación–.[9]
Al margen de que la propuesta de Obstfeld pretende explicar las causas últimas de crisis cambiarias, y de que la crisis financiera que estalló en EEUU no incluye un desplome del valor del dólar, ¿podríamos aplicar esta lógica general a las tres crisis repasadas en este trabajo? Esto significaría que, en cada caso, el deterioro de los fundamentals no llevó, por sí solo, al estallido de la crisis. Existen, básicamente, dos formas de saber si esto es así. La primera consiste en analizar si en otros momentos las mismas economías estuvieron sometidas a una precariedad similar de los fundamentals sin, por ello, sufrir una crisis financiera. La segunda vía sería analizando si no hubo otra economía que, en un período similar, sufriera un cuadro macroeconómico igualmente precario sin por ello someterse a una crisis financiera.
Para el caso de la crisis mexicana, diversos estudios de todos los pelajes apuntan al aumento de los tipos en EEUU y a la inestabilidad política interna como los detonantes de la crisis.[10] Para Corea del Sur es aún más llamativo el hecho de que la economía sufriera un deterioro aún mayor de algunas de sus variables macroeconómicas en períodos anteriores sin, por ello, caer en una crisis financiera. Sirva de ejemplo que el endeudamiento exterior, del 12% del PIB en 1996, había llegado a situarse en el 50% entre 1980 y 1986. Por último, y con respecto a EEUU, como es bien sabido, el país lleva registrando déficit gemelos durante décadas. Los desequilibrios globales pueden haberse acentuado en los últimos años pero, desde los años 90, EEUU ha registrado un déficit por cuenta corriente crónico que ha financiado con carga a una deuda que el resto de la economía mundial ha estado dispuesta a suministrar –en parte, porque el dólar es moneda de reserva internacional–. De hecho, la crisis ni siquiera había estallado en el momento en el que el déficit por cuenta corriente se situaba en su peor valor: en la actualidad es del 4,6% del PIB pero ha llegado a situarse en el 6%.
¿Y todo esto por qué es importante? Porque significa que los factores externos, globales o internacionales, son clave –y cada vez lo serán más, a medida que avance el proceso de globalización financiera– en el estallido de crisis financieras con posibles repercusiones a escala mundial. Significa también, por tanto, que la puesta en marcha de medidas que prevengan, en la medida de lo posible, el estallido futuro de crisis como las que estamos sufriendo en estos momentos requiere, necesariamente, que trascendamos el ámbito de la regulación financiera nacional para abordar de forma contundente la gobernanza financiera global.
Conclusión
¿Qué tiene esta crisis que no hayan tenido otras? A la luz del análisis realizado en este trabajo, podría decirse que, desde el punto de vista de su naturaleza o de sus causas últimas, parece que no mucho. Indudablemente, las respuestas de política económica y la magnitud de su impacto no son comparables a las de crisis previas –y desde luego no a las de la crisis mexicana o surcoreana– pero esto es así, sobre todo, porque en esta ocasión el epicentro ha sido en una economía desarrollada y, específicamente, una de las más poderosas y más vinculadas al conjunto de la economía mundial.
Entonces, el hecho de que se haya dado una batería de respuestas a las crisis más ambiciosa que en episodios de crisis previos tiene más que ver con las implicaciones políticas de la crisis que con sus causas económicas. En este sentido, ahora sí se abriría una ventana de oportunidad para avanzar en las reformas financieras internacionales; ventana que también se abrió pero se cerró inmediatamente tras las crisis asiáticas. Por ejemplo, recordemos que fue tras las crisis de finales de los 90 cuando el FMI trató de lanzar un mecanismo que repartiera de forma más equitativa el coste del impago de la deuda internacional entre acreedores y deudores.
Sin embargo, el énfasis en los problemas internos de la economía norteamericana y de diversas economías europeas –incluidas la española, la británica y la islandesa– han desplazado el debate sobre las medidas más propicias para combatir la crisis financiera al terreno nacional. Este fenómeno se refuerza a medida que la crisis financiera se va transformando en recesión económica, que requiere respuestas diferenciadas en función de las características y debilidades propias de cada sistema económico nacional.
Este trabajo ha tratado de poner el acento en la importancia de las medidas de carácter global, en la llamada gobernabilidad financiera internacional, sobre todo de cara a la próxima reunión del G-20 en Londres a principios de abril.
Notas:
[1] En este sentido véase, por ejemplo, E. Ontiveros (2008), “Crisis con personalidad”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, introducción, pp. 9-12.
[2] Para otros análisis sobre causas próximas de la actual crisis, véase, por ejemplo, F. Steinberg (2008), “La crisis financiera mundial: causas y respuesta política”, Revista ARI, nº 58, pp. 9-13, noviembre.
[3] G.A. Dymski (2002), “The International Debt Crisis”, septiembre, mimeografiado, http://www.economics.ucr.edu/papers/papers02/02-10.pdf
[4] M. Wolf (2008), Fixing Global Finance, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, cap. 3, pp. 28-57.
[5] Las explicaciones de las crisis mexicana y surcoreana han sido extraídas de I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.
[6] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.
[7] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.
[8] M. Obstfeld (1994), “The Logic of Currency Crises”, NBER Working Papers, nº 4640, septiembre.
[9] Las crisis de segunda generación se diferencian de las de primera en que en estas últimas los fundamentals deteriorados llevan inevitablemente a una crisis, independientemente de que se dé o no un cambio de expectativas de los inversores internacionales. Se suelen señalar como principales ejemplos de las crisis de primera generación las latinoamericanas de los años 80 y, aunque con menor consenso, la crisis argentina de 2001.
[10] Véase, de nuevo, I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.
La crisis financiera que estalló en EEUU en 2007 y que se propagó al resto de las economías desarrolladas y en desarrollo a lo largo de 2008 cogió por sorpresa a analistas, poderes públicos y agentes privados.
Como es lógico, han proliferado los análisis sobre las causas y los debates sobre las respuestas más pertinentes. En este sentido, se repiten las comparaciones con otras crisis. Una de las más frecuentes es la comparación con la crisis de 1929 que estalló también en EEUU. Las consecuencias para la economía real se comparan con las de la Segunda Guerra Mundial y la labor iniciada por el G-20 en noviembre de 2008 se compara con el proceso que culminó en los acuerdos de Bretton Woods de 1944. A la vista de estas comparaciones, uno podría deducir que se trata, pues, de una situación tan impredecible como excepcional, que se dio por última vez hace más de 60 o, incluso, 80 años.
Por otra parte, también crece el consenso respecto de las causas más profundas de la crisis. La liberalización financiera que se inicia en las principales economías en los años 70 y que se extiende a los demás países a lo largo de los siguientes decenios generó unos vacíos de control y regulación que abrieron la puerta a operaciones y productos financieros que alimentaron la liquidez internacional pero también el riesgo sistémico hasta el punto del estallido financiero.
Con estos elementos, sería relativamente fácil deducir, en primer lugar, que una crisis de estas características tiene un carácter excepcional. En segundo lugar, si ha sido el resultado de la desregulación, sobre todo a nivel nacional, la solución pasaría por recuperar ciertos niveles de regulación y supervisión financiera.
Seguramente, la actual crisis financiera comparte rasgos con la crisis del 29, y las consecuencias para la economía real que están sufriendo en estos momentos la mayor parte de los países podrían ser equiparables al shock que supuso la Segunda Guerra Mundial. En otras palabras, se trata de una crisis mundial –y no localizada en una región determinada–, cuyo epicentro se encuentra en una economía desarrollada [1]–EEUU en este caso– y con consecuencias graves para la economía real, también a escala mundial.
A pesar de todo ello, también podría argumentarse, por una parte, que la actual crisis financiera no es, desde varios puntos de vista, excepcional. Comparte diversos rasgos con las crisis financieras recurrentes que se han sufrido en economías emergentes y países en desarrollo en los últimos 20 años. Así, por otra parte, desde cierto punto de vista podría decirse que se trata de otra de las manifestaciones de la inestabilidad financiera global que vivimos desde hace ya décadas. Por último, independientemente de que la situación actual sea, al menos parcialmente, el resultado de un proceso de diversas desregulaciones financieras nacionales, existe un problema sistémico o global, que requerirá también de medidas sistémicas o globales.
¿Por qué es importante reubicar el análisis de la crisis en el contexto internacional de los últimos 20 años?[2] A medida que la crisis financiera se ha ido transformando en una crisis real –o, mejor dicho, a medida que a la crisis financiera se ha ido sumando una crisis en el sector real–, los esfuerzos de las autoridades y el debate sobre las respuestas se ha ido volviendo cada vez más local. Esto resulta lógico, puesto que llegados a las consecuencias para la economía real, el ámbito de actuación es más netamente nacional y las respuestas deben diferenciar unos sistemas productivos de otros. Por otra parte, y en el plano estrictamente financiero, el acento en los problemas internos de la economía estadounidense –como el excesivo apalancamiento familiar y empresarial– y en los errores de gestión macroeconómica de sus autoridades –política monetaria expansiva prolongada o gasto público excesivo– también han contribuido a desviar la atención de lo global a lo local. Por tanto, con este trabajo también pretendemos devolver, en el marco del debate sobre las respuestas a la crisis, un mayor protagonismo a las medidas de carácter global.
Un breve recorrido por algunas de las crisis financieras más recientes
No puede fijarse un número concreto de crisis financieras en nuestra historia reciente. Como es lógico, esta cifra dependerá de las variables que tomemos para definirlas –pérdida del x% del valor de la moneda, caída del y% del crecimiento del crédito bancario respecto del PIB, caída del z% del índice bursátil, etc.–. Por ello, diversos análisis sobre crisis financieras ofrecen diversas listas de crisis. Por ejemplo, en una publicación de 2002, Dymski identifica ocho crisis de deuda y de tipo de cambio en ocho años, desde 1994 hasta 2002. Éstas serían la crisis mexicana y el consecuente efecto Tequila de 1994-1995, las crisis financieras asiáticas de 1997-1998, la crisis del real brasileño en 1998-1999, la caída del rublo en el mismo período, la crisis turca de 2000, la argentina de 2001-2002, el nuevo ataque al real brasileño en 2002 –coincidiendo con las elecciones en las que sería vencedor el presidente Lula– y, por último, el colapso uruguayo también en 2002.[3] Pero existen muy diversos “recuentos” de crisis financieras. Wolf cita varios:[4] según un estudio del Banco Mundial de 2001, entre finales de los 70 y finales del siglo XX se produjeron 112 crisis bancarias sistémicas en 93 países. Según Bordo y Eichengreen, se produjeron 95 crisis en economías emergentes y 44 en países de renta alta entre 1973 y 1997; de éstas, 17 de las crisis en economías emergentes fueron crisis bancarias, 57 crisis cambiarias y 21 crisis gemelas. En otras palabras, la crisis financiera internacional que estalló a mediados del año pasado sería, en este contexto, cualquier cosa menos excepcional.
A continuación, trataremos de repasar las principales causas de dos de estas crisis recientes: la crisis mexicana que estalló a finales de 1994 y que se propagó al resto de la región latinoamericana, y la crisis surcoreana de 1997 fruto, en parte, del contagio desde el sudeste asiático.
La crisis mexicana y el efecto Tequila
En los años previos a la crisis mexicana, una parte importante de las economías latinoamericanas iniciaron procesos de reforma que atrajeron la atención de los inversores internacionales. Para el caso de México, tanto los movimientos de reforma internos como las condiciones de acceso a determinados tratados u organismos –la adhesión al Tratado de Libre Comercio (TLC), a la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) o al GATT (General Agreement on Tariffs and Trade)– sacaron adelante una agenda económica de reformas que incluyó la desregulación económica interna, la apertura comercial y financiera y la privatización de empresas públicas en varios sectores. Los inversores internacionales, que leyeron positivamente los cambios, se vieron estimulados, además, por el bajo nivel de los tipos de interés en EEUU a principios de los 90, lo que devolvía su atractivo a las inversiones en México tras la “década perdida” de los 80. Así, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI), las entradas de capital extranjero en México aumentaron en la primera mitad de los 90, pasando del 1,29% del PIB en 1989 al 10,30% en 1993 para luego descender al -0,82% en 1995.
La financiación externa accedió al país latinoamericano sobre todo en forma de bonos, un título financiero de gran liquidez –y, por tanto, volátil–. Aunque también se registraron entradas en forma de Inversión Directa Extranjera (IDE) y de acciones cotizables, éstas respondían, en su mayoría, a los procesos de privatización y fueron marginales respecto de las entradas en forma de deuda. Los contratos y títulos de deuda estaban, además, denominados en divisas. La entrada masiva de capitales se transformó en un boom de crédito que financió actividades de consumo local e importaciones así como las burbujas especulativas que aparecieron tanto en el sector inmobiliario como en el bursátil. Huelga señalar que estas actividades estaban, además, denominadas en pesos. Esto es, al problema de sobreendeudamiento externo y al del aumento del crédito interno asignado a actividades de alto riesgo, se sumó un desajuste de moneda entre activos y pasivos. En pocas palabras, en los años previos a la crisis de 1994, México estaba sufriendo lo que en la literatura sobre crisis financieras se suele denominar un deterioro de los fundamentals o parámetros fundamentales de la economía.
A esta situación se sumaron, a lo largo de 1994, una serie de choques, algunos económicos y otros de tipo político. En el ámbito económico, quizá lo más destacable es que los tipos de interés de EEUU, cuyos niveles moderados habían propiciado, al menos parcialmente, la entrada de capital en México a principios de los 90, registraron diversos aumentos a lo largo del año. Los mismos tipos de interés que en febrero de 1994 se situaban en el 3,25% habían ascendido al 5,50% en noviembre del mismo año. Con un menor diferencial en los tipos de interés, el atractivo de los títulos de deuda mexicanos era también menor. Además, se desataron una serie de acontecimientos que sumieron al país en una gran inestabilidad política. Cabe mencionar la rebelión en Chiapas en enero de 1994, el asesinato en marzo de Colosio –candidato a la presidencia en las elecciones de agosto– y el asesinato de Massieu, secretario general del Partido Revolucionario Institucional (PRI) en septiembre del mismo año.
Con todo, desde el estallido de la rebelión en Chiapas, comenzó a caer el índice bursátil; esto es, se produjo en ese momento un cambio de expectativas de los inversores internacionales respecto de las posibilidades de rentabilidad y riesgo en la economía mexicana. Aunque de forma errática, el índice bursátil siguió descendiendo a lo largo del año, se sumó la pérdida de reservas en divisas y comenzó el aumento de los tipos de interés locales en noviembre. El 22 de diciembre, con las reservas agotadas, las autoridades monetarias abandonaron el régimen de tipo de cambio semi-fijo, produciéndose el desplome del peso mexicano. A partir de ese momento, la crisis se contagió al resto de la región latinoamericana, produciéndose el llamado efecto Tequila.
La crisis en Corea del Sur y el contagio desde Tailandia
En la primera mitad de los 90, Corea del Sur emprendió una serie de medidas que llevaron a una mayor apertura financiera. Por una parte, los grandes conglomerados empresariales locales (chaebols) se habían beneficiado de las, hasta ese momento, tímidas reformas y medidas aperturistas. Además, al igual que en México, las presiones internas para la reforma se sumaron a las condiciones exigidas para el ingreso en determinados foros internacionales. Para el caso de Corea del Sur, tendría especial peso el ingreso en la OCDE. De este modo, en los años previos al estallido de las crisis asiáticas, Corea del Sur llevó a cabo una reforma financiera un tanto acelerada y caótica que incluyó la desregulación del sistema financiero interno y la apertura de la cuenta de capitales sin acompañar el proceso de la correcta adaptación del sistema de regulación y supervisión financiera.
La mayor apertura facilitó la entrada de capitales. En 1994 –el mismo año en el que las inversiones comenzaban a huir de México– las entradas de capital extranjero en Corea del Sur se habían multiplicado por más de dos, pasando de algo menos de 10.000 millones de dólares el año anterior a algo más de 22.000 millones. Los flujos de entrada siguieron creciendo hasta 1996, año en el que se situaron en unos 48.000 millones de dólares, para luego caer al año siguiendo y registrarse una salida neta en 1998.
Las entradas de capital estaban compuestas, sobre todo, de deuda –en forma de bonos pero, sobre todo, en forma de préstamos y créditos a corto plazo–. Se trató, pues, de un proceso de sobreendeudamiento externo en el que la financiación tenía, además, un marcado carácter volátil. El sobreendeudamiento externo se tradujo en un sobreendeudamiento interno. A diferencia de lo que ocurrió en México unos años antes y a diferencia, incluso, de lo que ocurrió en otros países asiáticos afectados por la crisis de 1997, en Corea del Sur no se registra, previamente al estallido de la crisis, el desarrollo de una burbuja inmobiliaria o bursátil. El gran volumen de crédito interno tampoco se destinó al consumo de bienes y servicios locales ni a un aumento de las importaciones. El grueso del crédito externo fue directa o indirectamente a financiar actividades productivas del sector manufacturero, generalmente ligadas, además, a actividades de exportación.
Este hecho es de suma importancia por lo que implica para la literatura sobre crisis financieras. En el debate sobre la distribución de pesos entre los factores a la hora de explicar las causas del estallido de una crisis, los analistas que ponen un mayor acento en las causas derivadas de los errores en la política económica local de los países que entran en crisis suelen esgrimir la aparición de burbujas inmobiliarias u otras asignaciones ineficientes del crédito interno como uno de los principales factores explicativos.
Sin embargo, en este sentido, el comportamiento de la economía surcoreana fue “correcto”: ni actividades improductivas y de alto riesgo, ni despilfarro de los recursos externos para financiar mayores niveles de consumo. Corea del Sur utilizó los flujos masivos de capital de los años 1993 a 1997 para financiar una actividad productiva manufacturera que había generado altos niveles de exportación y crecimiento para el país durante décadas.
Pero como las actividades a las que se asigna el crédito no lo son todo en la explicación del estallido de una crisis financiera, el hecho de que las inversiones financiadas con el boom de entradas de capital fueran productivas, no garantizó su correcta asignación. Con una mediocre regulación y supervisión financiera, resultado de una apertura financiera desordenada y rápida, la creciente financiación disponible terminó dirigiéndose –sin los suficientes requisitos de avales, sin el cuidado necesario en la concentración de riesgos, sin una evaluación adecuada de la capacidad de devolución del crédito por parte del deudor– a una red empresarial crecientemente endeudada y decrecientemente rentable.
La sobrecapacidad productiva del sector manufacturero también derivó en un problema de sobreoferta que generó una caída de precios de diversos productos de exportación surcoreanos como los productos eléctricos y electrónicos o los semiconductores.
Del mismo modo que ocurrió en México, unos años antes de este deterioro de los fundamentals –aumento del crédito a actividades poco rentables y debilidades del aparato productivo, problemas en la cuenta corriente, y apreciación del won por la entrada masiva de capital externo y por la depreciación del yen– se sumó un choque externo que indujo el cambio de expectativas de los inversores internacionales.
Para la crisis surcoreana de 1997, este choque externo fue la crisis asiática que se había desatado meses antes en Tailandia. Así, Corea del Sur fue, al margen de los problemas económicos internos que pudiera estar sufriendo, un contagiado de una crisis que había estallado en otra economía. La crisis de balanza de pagos que había llevado a la flotación y desplome del baht en julio de 1997 se propagó a Filipinas, Malasia, Indonesia y Singapur. Con este último, los ataques comenzaron a dirigirse hacia economías más desarrollas y, en concreto, hacia los dragones asiáticos. Así, después del verano, la presión financiera recayó sobre Taiwán primero y, posteriormente, sobre Hong Kong y Corea del Sur. En noviembre de 1997, las autoridades monetarias abandonaron la paridad fija, el valor del won cayó a la mitad en dos semanas y el índice bursátil se desplomó.[5]
La crisis actual: el epicentro en EEUU
Como es lógico, la actual crisis financiera y económica internacional ha dado lugar a una proliferación de análisis sobre sus causas –desde las próximas hasta las últimas–, sus características y sobre las respuestas necesarias en materia de política económica.
Aunque aún esté vivo el debate sobre cuál ha podido ser el peso relativo de cada uno de los factores que terminaron desatando la crisis en EEUU, sí podemos identificar una lista de factores internos que explicarían un deterioro de los fundamentals en los años previos al estallido de la crisis, del mismo modo que hemos hecho con el caso de México o con el de Corea del Sur.
En primer lugar, diversos análisis coinciden en que la política monetaria de la Reserva Federal (Fed) en los primeros años de este decenio pudo estar errada. Se ha apuntado incluso que en 2007 terminó estallando la crisis que debía haber estallado en 2001, como consecuencia de los ya persistentes problemas macroeconómicos –véase el estallido de la burbuja tecnológica– y a raíz de los atentados del 11 de septiembre. Así, la Fed habría capeado, o más bien retrasado, la crisis financiera de 2001 manteniendo los tipos de interés en niveles anormalmente bajos. Además de no solventar definitivamente el problema, la política de la Fed siguió alimentando unos altos niveles de liquidez en el sistema que favorecieron la escasa aversión al riesgo de la inversión nacional e internacional.
En segundo lugar, y en este contexto de bajos tipos de interés, se produjo un aumento del, ya elevado de por sí, consumo privado norteamericano al que se sumó un aumento del gasto público para financiar, entre otras actividades, la presencia militar en el exterior. En paralelo, y para financiar el gasto, crecieron la deuda pública, la privada y la externa; proceso que forma parte del fenómeno denominado como desequilibrios globales en el que el exceso de ahorro asiático, en particular chino, se empleó en financiar la voracidad estadounidense.
Además, está lo que Fernández de Lis ha definido como un sistema de regulación y supervisión financiera fragmentado entre distintos niveles de la administración nacional.[6] Las debilidades de dicho sistema indujeron las malas prácticas en la concesión de créditos, una gestión inadecuada del riesgo, la concesión de créditos a prestatarios insolventes o de préstamos hipotecarios sin colaterales suficientemente sólidos.
Al igual que ocurrió en México o en Corea del Sur 10 años antes, a este deterioro de los fundamentals se sumó un cambio de expectativas de los inversores financieros internacionales, lo que precipitó el estallido de la crisis. ¿Qué propició ese cambio de expectativas? Aunque algunos apuntan a las primeras quiebras derivadas del mercado hipotecario de las subprime en 2007, parecería que hubiera sido más bien el rescate de Fannie Mae o de Freddie Mac, o incluso la quiebra de Lehman Brothers en agosto de 2008 lo que desató el pánico financiero y el contagio global de la crisis.
Elementos comunes
Es obvio que tanto México como Corea del Sur y EEUU sufrían problemas económicos internos antes de sus respectivas crisis financieras. Además, entre dichos problemas, aparece como un denominador común la debilidad del sistema de regulación y supervisión financiera que, en el caso de México y de Corea del Sur, puede ser el resultado de una apertura financiera un tanto rápida y/o desordenada. Así, tendríamos dos primeras lecciones. La primera es que hay que procurar mantener la economía saneada –algo que, obviamente, no todos los países pueden permitirse en todo momento para todos sus sectores–. La segunda es que los sistemas de regulación y supervisión financiera son importantes y que deben ser sólidos y eficaces. Por ello, no es sorprendente que la primera declaración del G-20 tras su reunión en Washington en noviembre de 2008 haga tal énfasis en los sistemas de regulación y supervisión financiera a escala nacional.
Además, cuando hay un exceso de liquidez internacional y una entrada masiva de capitales, suele acabar habiendo una salida también masiva de capitales. O, en palabras de Fernández de Lis, son los excesos los que explican las crisis.[7]
Pero vayamos un paso más allá
A raíz de la crisis del Sistema Monetario Europeo (SME) en los 90, Obstfeld desarrolló el modelo básico de crisis de balanza de pagos de segunda generación.[8] Según el modelo, para que estalle una crisis financiera son necesarios dos elementos. Por una parte, los principales parámetros macroeconómicos, o fundamentals, tienen que encontrarse en una “zona gris”: no pueden ser excelentes –en cuyo caso, la economía en cuestión escaparía a la crisis– ni deplorables –en cuyo caso, la situación económica interna llevaría irrevocablemente a la crisis, sin necesidad de que se sume ningún otro factor–. Por otra parte, tiene que darse un cambio de expectativas por parte de los inversores internacionales. En caso contrario, la economía podría mantenerse en un equilibrio precario de forma indefinida –en realidad, mientras alguien esté dispuesto a seguir financiando la situación–.[9]
Al margen de que la propuesta de Obstfeld pretende explicar las causas últimas de crisis cambiarias, y de que la crisis financiera que estalló en EEUU no incluye un desplome del valor del dólar, ¿podríamos aplicar esta lógica general a las tres crisis repasadas en este trabajo? Esto significaría que, en cada caso, el deterioro de los fundamentals no llevó, por sí solo, al estallido de la crisis. Existen, básicamente, dos formas de saber si esto es así. La primera consiste en analizar si en otros momentos las mismas economías estuvieron sometidas a una precariedad similar de los fundamentals sin, por ello, sufrir una crisis financiera. La segunda vía sería analizando si no hubo otra economía que, en un período similar, sufriera un cuadro macroeconómico igualmente precario sin por ello someterse a una crisis financiera.
Para el caso de la crisis mexicana, diversos estudios de todos los pelajes apuntan al aumento de los tipos en EEUU y a la inestabilidad política interna como los detonantes de la crisis.[10] Para Corea del Sur es aún más llamativo el hecho de que la economía sufriera un deterioro aún mayor de algunas de sus variables macroeconómicas en períodos anteriores sin, por ello, caer en una crisis financiera. Sirva de ejemplo que el endeudamiento exterior, del 12% del PIB en 1996, había llegado a situarse en el 50% entre 1980 y 1986. Por último, y con respecto a EEUU, como es bien sabido, el país lleva registrando déficit gemelos durante décadas. Los desequilibrios globales pueden haberse acentuado en los últimos años pero, desde los años 90, EEUU ha registrado un déficit por cuenta corriente crónico que ha financiado con carga a una deuda que el resto de la economía mundial ha estado dispuesta a suministrar –en parte, porque el dólar es moneda de reserva internacional–. De hecho, la crisis ni siquiera había estallado en el momento en el que el déficit por cuenta corriente se situaba en su peor valor: en la actualidad es del 4,6% del PIB pero ha llegado a situarse en el 6%.
¿Y todo esto por qué es importante? Porque significa que los factores externos, globales o internacionales, son clave –y cada vez lo serán más, a medida que avance el proceso de globalización financiera– en el estallido de crisis financieras con posibles repercusiones a escala mundial. Significa también, por tanto, que la puesta en marcha de medidas que prevengan, en la medida de lo posible, el estallido futuro de crisis como las que estamos sufriendo en estos momentos requiere, necesariamente, que trascendamos el ámbito de la regulación financiera nacional para abordar de forma contundente la gobernanza financiera global.
Conclusión
¿Qué tiene esta crisis que no hayan tenido otras? A la luz del análisis realizado en este trabajo, podría decirse que, desde el punto de vista de su naturaleza o de sus causas últimas, parece que no mucho. Indudablemente, las respuestas de política económica y la magnitud de su impacto no son comparables a las de crisis previas –y desde luego no a las de la crisis mexicana o surcoreana– pero esto es así, sobre todo, porque en esta ocasión el epicentro ha sido en una economía desarrollada y, específicamente, una de las más poderosas y más vinculadas al conjunto de la economía mundial.
Entonces, el hecho de que se haya dado una batería de respuestas a las crisis más ambiciosa que en episodios de crisis previos tiene más que ver con las implicaciones políticas de la crisis que con sus causas económicas. En este sentido, ahora sí se abriría una ventana de oportunidad para avanzar en las reformas financieras internacionales; ventana que también se abrió pero se cerró inmediatamente tras las crisis asiáticas. Por ejemplo, recordemos que fue tras las crisis de finales de los 90 cuando el FMI trató de lanzar un mecanismo que repartiera de forma más equitativa el coste del impago de la deuda internacional entre acreedores y deudores.
Sin embargo, el énfasis en los problemas internos de la economía norteamericana y de diversas economías europeas –incluidas la española, la británica y la islandesa– han desplazado el debate sobre las medidas más propicias para combatir la crisis financiera al terreno nacional. Este fenómeno se refuerza a medida que la crisis financiera se va transformando en recesión económica, que requiere respuestas diferenciadas en función de las características y debilidades propias de cada sistema económico nacional.
Este trabajo ha tratado de poner el acento en la importancia de las medidas de carácter global, en la llamada gobernabilidad financiera internacional, sobre todo de cara a la próxima reunión del G-20 en Londres a principios de abril.
Notas:
[1] En este sentido véase, por ejemplo, E. Ontiveros (2008), “Crisis con personalidad”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, introducción, pp. 9-12.
[2] Para otros análisis sobre causas próximas de la actual crisis, véase, por ejemplo, F. Steinberg (2008), “La crisis financiera mundial: causas y respuesta política”, Revista ARI, nº 58, pp. 9-13, noviembre.
[3] G.A. Dymski (2002), “The International Debt Crisis”, septiembre, mimeografiado, http://www.economics.ucr.edu/papers/papers02/02-10.pdf
[4] M. Wolf (2008), Fixing Global Finance, The Johns Hopkins University Press, Baltimore, cap. 3, pp. 28-57.
[5] Las explicaciones de las crisis mexicana y surcoreana han sido extraídas de I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.
[6] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.
[7] S. Fernández de Lis (2008), “La crisis financiera: origen, diagnóstico y algunas cuestiones”, en La crisis financiera: su impacto y la respuesta de las autoridades, Biblioteca de Economía y Finanzas nº 16, Analistas Financieros Internacionales, Madrid, noviembre, cap. 1, pp. 13-30.
[8] M. Obstfeld (1994), “The Logic of Currency Crises”, NBER Working Papers, nº 4640, septiembre.
[9] Las crisis de segunda generación se diferencian de las de primera en que en estas últimas los fundamentals deteriorados llevan inevitablemente a una crisis, independientemente de que se dé o no un cambio de expectativas de los inversores internacionales. Se suelen señalar como principales ejemplos de las crisis de primera generación las latinoamericanas de los años 80 y, aunque con menor consenso, la crisis argentina de 2001.
[10] Véase, de nuevo, I. Olivié (2004), Las crisis de la globalización. Marco teórico y estudio de los casos de México y Corea del Sur, Colección Estudios, Consejo Económico y Social (CES), Madrid.