16 de marzo de 2009

¿UNA NUEVA POLÍTICA EXTERIOR EN ESTADOS UNIDOS?


Norman Birnbaum

Hacer campaña como el candidato del cambio fue bastante fácil para el presidente Barack Obama: recuerden la incondicional evocación del pasado de la nación llevada a cabo por el senador John McCain. Ahora que Obama es presidente, ese pasado se ha convertido en su presente y necesita algo más que retórica para manejarlo.

De hecho, su propio lenguaje ha despertado grandes expectativas de cambio dentro y fuera de nuestras fronteras. Así que no sólo carga con la certeza de una futura cadena de acontecimientos incontrolables a la que ningún otro presidente se ha enfrentado, sino también con sus promesas de controlarla.

Ahora disfruta de niveles muy altos de popularidad, pero las cosas pueden cambiar rápidamente en nuestra siempre volátil cultura política. Un 46 por cien del electorado votó contra él, y sus adversarios en el Congreso, los medios de comunicación y la sociedad en general se mostrarán implacables cuando, como es inevitable, detecten debilidad en el presidente y su partido. Los republicanos son en la actualidad implacables porque no detectan ninguna debilidad. Su líder nacional en la práctica es la estrella de la radio Rush Limbaugh, cuyas diatribas llenas de odio e ignorancia expresan con total fidelidad el racismo, la ansiedad clasista, la xenofobia y el resentimiento acumulado de gran parte de la población estadounidense blanca.

En la Cámara de Representantes los republicanos han votado unánimemente contra las propuestas económicas del presidente, a pesar de la dureza, cada vez mayor, de la crisis económica. No pasará mucho tiempo antes de que las creencias profundamente arraigadas sobre el papel del país en el mundo y el empuje de las lealtades e intereses existentes movilicen una decidida oposición contra su política exterior. Los argumentos de dicha oposición son en este momento notablemente más claros y más articulados que las propias posturas de Obama, que demuestran la sobriedad artesanal con la que el presidente ha empezado a construir su gobierno y el ritmo lento y metódico por el que ha optado.

Una estructura compleja

El aparato de política exterior comprende las fuerzas armadas, la CIA, la Agencia Nacional de Seguridad, el departamento de Estado y segmentos esenciales de otros departamentos gubernamentales, cada uno de ellos con una inercia constitucional considerable y controlado por profesionales experimentados que han visto entrar y salir a muchos presidentes. El Consejo de Seguridad Nacional de la Casa Blanca se encarga de coordinar este agregado, a menudo caótico, de intereses burocráticos contrapuestos, cuyos conflictos se acentúan por la ocupación de algunas partes del sistema por individuos de gran poder o grupos de presión extragubernamentales.

Con Truman y Eisenhower, hubo secretarios de Estado (Dean Acheson y después John Foster Dulles) que hicieron las veces de adjuntos y sustitutos del presidente en asuntos de política exterior. McGeorge Bundy con Kennedy y Johnson, y luego Kissinger con Nixon y Brzezinski con Carter, fueron asesores de Seguridad Nacional que devolvieron el control de los procesos de la política exterior a la Casa Blanca. A eso le ha seguido un cambio vertiginoso debido a secretarios de Estado fuertes (Shultz con Reagan y Baker con el primer Bush) con asesores de Seguridad Nacional inusualmente eficaces.

Todo el proceso se ha complicado por la intromisión de los mandos supremos de las fuerzas armadas a la hora de dirigir la política exterior. No sólo el presidente y los distintos jefes de la Junta de Jefes de Estado Mayor, sino también los comandantes regionales en el extranjero suelen ser tan influyentes a la hora de determinar su rumbo como los representantes civiles que teóricamente son sus responsables. Esto tiene una ventaja. Los católicos constituyen alrededor del 25 por cien de la población, pero están mucho más representados en el cuerpo de oficiales. Los oficiales católicos superiores son educados y reflexivos, han adquirido gracias a la doctrina de la iglesia el sentido de la proporción en el comportamiento en la política y en la guerra, y suelen ser mucho más profundos desde el punto de vista moral que muchos de sus coetáneos. También puede decirse eso de muchos oficiales superiores, independientemente de cuál sea su religión: la mayoría de ellos han entrado en combate y conocen el precio que tienen las bravuconerías, algo que muchos estadounidenses parecen no apreciar lo suficiente.

Como senador, Obama tenía una buena perspectiva desde la que podía observar a todas estas personas y todos estos procesos. Cuando era estudiante de historia de Estados Unidos, seguramente leyó suficientes biografías de presidentes como para aprender que los presidentes modernos, a partir de Franklin Roosevelt, han tenido que luchar contra el sistema y a menudo también contra sus más cercanos asesores (el caso tanto de Kennedy como de Johnson). Los lectores de las memorias de Kissinger recordarán la hostilidad de Nixon hacia el gobierno permanente. Los nombramientos más importantes del presidente son, por tanto, instructivos. Su primer paso ha sido pedirle a Robert Gates que siguiera siendo secretario de Defensa. Gates es un ex director de la CIA (era un experto en la antigua Unión Soviética) al que George W. Bush llamó a Washington para sustituir a Rumsfeld. Se le atribuye el mérito, junto a la ex secretaria de Estado Condoleezza Rice y a otros funcionarios y militares de alto nivel, de haber persuadido a Bush de que no permitiese que Israel atacase Irán. Junto al almirante Mullen, el militar de más alto rango, advirtió sobre los riesgos de apurar los límites de la capacidad militar del país y, junto al almirante, defendió públicamente los usos positivos de la diplomacia. Piensa que el departamento de Estado debería tener más fondos, una concesión implícita a los que opinan que las fuerzas armadas han usurpado funciones que no les corresponden. No está claro cuánto tiempo permanecerá en el cargo. El que se le haya mantenido en el puesto resulta ambiguo y puede que fuera ése el propósito. Es una recompensa por su moderación y un gesto hacia el gobierno permanente.

El presidente ha nombrado a dos comandantes militares jubilados para ocupar puestos que podrían haber ocupado civiles. El general James Jones, ex comandante de la Marina estadounidense y de la OTAN y ex combatiente de Vietnam, es su asesor de Seguridad Nacional. Fue al colegio en Francia y se licenció en Georgetown, la universidad jesuita. Se le considera un tecnócrata desapasionado. El almirante Dennis Blair es el director del servicio secreto nacional, el responsable de coordinar el trabajo de las diferentes agencias de espionaje. Blair fue comandante de la flota del Pacífico y no siempre se mostró puntilloso a la hora de cumplir órdenes con las que no estaba de acuerdo. El director de la CIA, a sus órdenes, será el ex congresista Leon Panetta, que también fue jefe de personal con Bill Clinton. Como abogado, aporta sensibilidad política a una organización que no siempre se ha distinguido por poseerla.

La decisión de Obama de conservar a Gates y los nombramientos de Jones y Blair reflejan la visión política del presidente, que se pone de manifiesto en su relato autobiográfico sobre su inmersión, siendo joven, en el Chicago afroamericano. Con las cosas organizadas tal como lo están, el cambio sólo puede provenir de dentro de las instituciones actuales. Por supuesto, esto también es señal de una confianza considerable en sí mismo. Obama ha declarado en muchas ocasiones que se toma sus prerrogativas constitucionales muy en serio, y especialmente en lo referente a las políticas exterior y militar. El presidente ha sido un lector voraz, y uno espera que encuentre una o dos horas al día para enterarse de lo que hay bajo el cielo y la tierra y que sus funcionarios ni siquiera se imaginan. En épocas de crisis, los tecnócratas suelen recurrir al mínimo común denominador del dogma disponible.

No es probable que su secretaria de Estado, Hillary Clinton, vaya a permitir que la burocracia homogeneice sus puntos de vista. El nombramiento de Clinton ha llevado a muchos a comentar que es inevitable que surja un conflicto con el presidente. Eso está lejos de ser cierto, ya que Clinton sabe que los presidentes eliminan invariablemente a los miembros del gabinete que son conflictivos. Tras ocho años en activo en la Casa Blanca como primera dama, ha pasado ocho en el Senado representando a Nueva York y como miembro del Comité de Servicios Armados. Como senadora por Nueva York, se mostró leal al grupo de presión de Israel: durante la campaña presidencial, declaró que si Irán atacaba Israel, sería “arrasado”. Para tener éxito como secretaria de Estado, Clinton tendrá que dejar de lado el oportunismo que la llevó a apoyar el ataque a Irak, a sumarse al lema de que Israel no puede hacer nada malo y a exagerar la amenaza iraní, que es en gran medida ficticia. Su enorme ambición requiere que contemple su legado con una mayor perspectiva. Inició su carrera política como líder estudiantil en los movimientos de protesta de finales de los años sesenta. Su indiferencia ante quienes han protestado en estos últimos años le costó el nombramiento como candidata presidencial (junto a su fe absurda en los asesores y empresas de sondeos que le cobraron sumas desorbitadas de dinero a cambio de consejos erróneos). El nombramiento la carga con una enorme responsabilidad, pero también supone una liberación de gran parte de su pasado reciente. La enérgica, inteligente y bien informada dama no se verá influida por éste. Ésa parece ser la visión no sólo del presidente sino también de los diplomáticos que han recibido de buen ánimo su llegada al departamento de Estado.

Hay otros personajes en el cuadro. El vicepresidente Joseph Biden fue presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y no va a olvidarse de su propia experiencia ni de sus opiniones. Sin embargo, a los vicepresidentes a veces se les oye y se les ve, pero no necesariamente se les escucha. Su sucesor como presidente del comité, John Kerry, no es ni retraído ni está a punto de jubilarse. Tal vez ahora admita lo que trató de mantener en secreto cuando era candidato presidencial: que habla francés. Empezó en la política como ex combatiente de Vietnam que se oponía a la guerra, y ahora puede verse libre para volver a identificarse con su pasado antiimperialista, del que renegó durante su incompetente campaña.

Susan Rice, la embajadora ante las Naciones Unidas, es, como Obama, de la generación siguiente y no vivió los conflictos de los años sesenta. Es una afroamericana para quien el propio África ha sido un asunto de interés durante mucho tiempo, y podemos esperar un aumento considerable de la inversión política estadounidense en ese continente. Gregory Craig, una figura importante dentro del grupo de política exterior de Obama durante la campaña, es ahora el Letrado de la Casa Blanca, el abogado del presidente. Los asuntos como la constitucionalidad del poder presidencial son responsabilidad suya. Fue asesor del senador Kennedy y jefe de planificación política del departamento de Estado. Al igual que Clinton y Kerry, desplegó una gran actividad en la década de los sesenta. Como presidente de los estudiantes de Harvard, inició un movimiento contra los ex catedráticos de Harvard Bundy y MacNamara. En caso de que hubiese alguna vacante, Craig está bien situado para ocuparla.

El inicio del cambio

Obama ha tenido un comienzo sorprendente, y se ha centrado en establecer una ruptura con la administración Bush (que también empezaba a repudiar sin mucho entusiasmo algunas de sus propias políticas fallidas). A estas alturas, la ruptura es simbólica más que otra cosa. Guantánamo va a cerrarse, pero aún hay que dar con una reinterpretación precisa de la situación legal de los prisioneros. Esa reinterpretación tiene profundas repercusiones para la nación, ya que los abogados de Bush invalidaron la jurisprudencia constitucional estadounidense al exigir poderes dictatoriales para el presidente. Algunos han llegado a la conclusión de que Obama ha puesto realmente fin a la “guerra contra el terrorismo” al negarse a convertir su continuación o renovación en uno de sus objetivos explícitos. Es posible, pero también está bordeando otro abismo al proponer que se intensifique la guerra en Afganistán, aunque sus intenciones estén llenas de ambigüedad.

Ha hablado al mundo musulmán en un tono positivo. Al nombrar al ex senador Mitchell enviado especial para Oriente Próximo, le ha dicho de forma implícita al grupo de presión de Israel que su dominio absoluto sobre nuestra política se ha terminado. Mitchell es hijo de madre libanesa cristiana. En su anterior misión en Oriente Próximo, ofendió a un número considerable de seguidores de Israel al dar muestras claras de lo que ellos consideraban un grado imperdonable de ecuanimidad. Recuerden el discurso inaugural de Obama: “Porque sabemos que nuestro legado como mosaico de culturas es un punto fuerte, no una debilidad. Somos una nación de cristianos y musulmanes, de judíos e hindúes, y de no creyentes. Estamos moldeados por todas las lenguas y culturas, sacadas de todos los rincones de esta tierra; y como hemos probado la amarga bazofia de la guerra civil y de la segregación, y salimos de ese tenebroso capítulo más fuertes y unidos, no podemos evitar creer que los viejos odios pasarán algún día; que las líneas tribales pronto se disolverán; que a medida que el mundo se vuelve más pequeño, nuestra humanidad común se dejará ver; y que EE UU debe desempeñar su papel como guía en una nueva era de paz”. Las palabras, con sus reminiscencias del inmortal segundo discurso inaugural de Lincoln, asignan al multiculturalismo estadounidense un papel distinto de la figura judeocristiana de “nación redentora”, de instrumento elegido por dios. Las imágenes de Obama permiten una cierta dosis de moderación: igual que nosotros tenemos nuestro papel, otros tienen el suyo.

A las restricciones políticas impuestas por la valoración crítica por parte de la opinión pública de la serie de desastres de los años de Bush, se añaden las limitaciones económicas que trae consigo el fracaso de nuestro modelo de capitalismo. Puede que el electorado piense de un modo parecido al de Europa occidental, pero nosotros no tenemos un modelo de Estado de bienestar como el de Europa occidental. Los datos de los estudios de investigación muestran que la mayoría, y a veces una gran mayoría, está a favor de que el Estado tenga una gran función redistributiva en la educación, el apoyo a las familias, la atención sanitaria y las infraestructuras sociales. Estas actitudes han sido menospreciadas o ignoradas por el sistema político; las necesidades mayoritarias de la ciudadanía no influyen directamente en los programas políticos de los partidos.

En asuntos exteriores, entran en juego otros procesos. Los eslóganes cargados de afecto y los asuntos de debate público con contenido ideológico evitan que nuestra élite de política exterior tenga que rendir cuentas por su usurpación de unos poderes que la ciudadanía normalmente se abstiene de reclamar como propios. Queda por ver si Obama empleará sus considerables dotes pedagógicas no sólo para instruir a la opinión pública sobre el mundo en que vivimos, sino también para movilizarla contra aquéllos que ya han empezado a criticar su interpretación del mundo.

El presidente deberá presentar en breve un presupuesto federal. Nada hace pensar que aprovechará la oportunidad para proponer reducciones importantes en el gasto en armamento. El Centro para la Información sobre Defensa, instituto de investigación integrado principalmente por oficiales retirados, cree que los servicios armados adquieren de forma regular armamento defectuoso a un coste excesivo, armas que no guardan una relación discernible con las misiones de las fuerzas armadas. Recuerdo lo que un almirante jubilado me decía hace décadas sobre la fantasía de Reagan, el proyecto Guerra de las Galaxias: “Las armas, en el caso improbable de que llegaran a construirse, no defenderían el cielo que tenemos sobre nosotros, pero en todos los distritos del Congreso, los contratistas estarían a salvo en la Tierra”.

Gran parte de la influencia política de las fuerzas armadas, y por tanto de la militarización de buena parte de nuestra cultura política, se basa en su función de locomotora de la economía nacional. Será imposible llevar a cabo un cambio fundamental en política exterior a menos que un presidente reclame el control de esa gran porción del presupuesto federal que se ha vuelto inmune a la modificación (aproximadamente, el seis por cien del PIB).

Los frentes exteriores

¿Qué hará Obama respecto a Oriente Próximo? El ataque de Israel contra Gaza ha provocado una reacción más negativa de lo habitual en EE UU, con los medios de comunicación describiendo el sufrimiento de los palestinos de una forma que habría sido impensable hace unos años. Si la “guerra contra el terrorismo” va a ser sustituida por un esfuerzo por reconciliarse con los mundos árabe y musulmán, EE UU tendrá que replantearse su alianza con Israel. La respuesta por parte de Israel y sus defensores en EE UU (que no son únicamente judíos, ya que el grupo de presión de Israel en sentido amplio abarca a los fundamentalistas protestantes y a los que defienden la unilateralidad en política exterior) ya está clara: hacer hincapié en la amenaza de Irán, que se supone hace imprescindible la alianza con Israel. Se da una circunstancia que podría venirle bien a Obama, y es el aumento del escepticismo entre muchos judíos estadounidenses respecto a la conveniencia de animar a Israel a marchar hacia una nueva Masada. Sin embargo, muchos siguen estando dispuestos a movilizarse en contra de un cambio en la política estadounidense.

Hay un precedente para esta clase de operación. Cuando Nixon y Kissinger, tras la derrota de Vietnam y la reconciliación de EE UU con China, intentaron alcanzar un acuerdo sobre el control de armas y otros pactos con la URSS para estabilizar su relación, se encontraron con la oposición radical de la primera generación de neoconservadores. Éstos sostenían que no se podía confiar en la URSS, la cual mentía respecto a su programa armamentístico y, en cualquier caso, el proyecto de una coexistencia limitada suponía la continuación de la debilidad estadounidense que se había puesto de manifiesto al abandonar Vietnam. De vez en cuando, se referían al asunto que agitaba a la comunidad judía: instar a la URSS a que permitiese la emigración de judíos a gran escala. En el transcurso de esta campaña, los europeos occidentales, y especialmente la República Federal de Alemania, fueron acusados de laxitud moral por los padres de aquéllos que, una generación después, iban a pedir su participación en la guerra de Irak.

Es difícil predecir cómo se desarrollará en EE UU el debate sobre Irán que tendrá lugar durante los próximos meses. Por una parte, Teherán no es un interlocutor sencillo. Es cierto que muchos a los que se considera realistas en lo que se refiere a política exterior sostienen que la amenaza de Irán se ha exagerado muchísimo. Obama ha declarado que la adquisición de armas nucleares por parte del régimen iraní es “inaceptable” y no ha querido excluir la posibilidad de una acción militar, lo cual no es exactamente una promesa de atacar Irán en caso de que éste se las ingeniase para fabricar armas nucleares.

Desvincular el asunto iraní de la ocupación de Palestina por parte de Israel sería un paso hacia la secularización de lo que podría llegar a ser otro de esos debates teológicos que preceden a nuestras cruzadas más autodestructivas. En lo que respecta a la ocupación, al nombrar a Mitchell enviado especial, Obama ha ido más lejos que ningún otro presidente estadounidense al cuestionar el papel del país como mediador y abandonar la naturaleza incuestionable de la alianza con Israel. Si sigue por ese camino, despertará la furia de buena parte del sector de la política exterior estadounidense. Si se ve obligado a ceder ante la intransigencia israelí, tendrá que renunciar a la reconciliación con el mundo musulmán.

Mientras tanto, siguen presentes los problemas específicos de Irak y los de la conexión Afganistán-Pakistán, que son aún más complejos. En Irak, el éxito relativo de las elecciones provinciales a principios de febrero debería facilitar una reducción adicional de la presencia militar estadounidense. Sin embargo, no hay pruebas de que Obama tenga intención de abandonar la idea de un protectorado estadounidense, presentado a lo mejor como una alianza. Eso presupone una presencia duradera entre los iraquíes, con la aceptación del acuerdo por todas las partes, lo que a su vez requeriría la aceptación iraní, la cual no va a ser fácil de obtener. Richard Holbrooke ha sido nombrado enviado especial para Afganistán, India y Pakistán, con una misión todavía menos clara que la atribuida a Mitchell en su nombramiento. El general Petraeus, el comandante estadounidense para la zona, es un político consumado y no es probable que inste a un presidente a emprender una acción que conlleve una alta probabilidad de fracaso. Su gran éxito en Irak, a fin de cuentas, ha consistido en sustituir una buena parte de la guerra contra algunos suníes por sobornos, a la vez que organizaba el asesinato sistemático de otros. No está claro que esa misma combinación pueda servir para algo en Afganistán, excepto para posponer durante un periodo de tiempo muy limitado nuestra inevitable salida.

En cuanto a Pakistán, la principal preocupación de Holbrooke es evitar una guerra con India. La misión de estabilizar la zona de la frontera noroccidental le parecerá irreal a un diplomático que, cuando era un joven funcionario del cuerpo diplomático, trabajó en el delta del Mekong. Además, es lo bastante inteligente como para llegar a la conclusión de que los Balcanes tienen poco o nada que enseñar al suroeste de Asia. De modo que, tras la reflexión, la tarea de Holbrooke consistirá en establecer un asentamiento regional que pueda contar con la adhesión de China, Rusia… e Irán. El consentimiento de los europeos occidentales a todo lo que EE UU haga sobre el terreno puede darse por hecho, puesto que sus ciudadanos no les permitirán gastar vidas y dinero para apoyar ilusiones que Washington está abandonando.

Respecto a Latinoamérica, el presidente se ha permitido a sí mismo cierta crítica ritual hacia Chávez y no ha respondido al desafío de Lula: sabremos que algo ha cambiado cuando se levante el embargo a Cuba. Pero no hay indicios de ningún avance inminente en esa dirección.

¿Qué hay de las relaciones de EE UU con China y Rusia? Puede que por razones familiares, puede que porque China es tan grande y resistente a la presión, Bush se las arregló para mantener una conexión abierta con la gran potencia del otro lado del Pacífico. Las disputas económicas durante la presidencia de Bush, principalmente la exigencia de Washington de que Pekín revalorizase su moneda, se están transformando rápidamente a medida que ambos países tratan de lidiar con sus graves problemas económicos. El rumbo que probablemente seguirá Obama será la consolidación del proceso, ya muy avanzado, de introducir a China en el sistema de las relaciones internacionales. Ante la objeción de que ahora no hay un sistema normal, la respuesta es que ése es un problema que EE UU comparte con todo el grupo de países representados, de entrada, en el G-20.

El legado de la guerra fría sigue pesando sobre las relaciones entre EE UU y Rusia (y, en todo caso, es más importante para Rusia que para EE UU por razones geopolíticas y de orgullo nacional). Es difícil imaginar a Obama y a sus asesores provocando a Rusia de la misma manera que la última administración estadounidense. Por un lado, Rusia es necesaria si la idea es que el proyecto de reconciliación con el mundo musulmán tenga éxito, aunque sólo sea para proporcionar garantía de estabilidad en otros frentes. Por otro, el acercamiento entre EE UU y Europa occidental que ha quedado patente por la respuesta europea a la elección de Obama peligraría si se continuase con políticas como la de buscar la incorporación de Ucrania a la OTAN o el emplazamiento de misiles tanto en la reticente República Checa como en la exagerada y absurdamente ansiosa Polonia.

Las relaciones con China y Rusia sacan a relucir el asunto de la función y el peso de los derechos humanos y cívicos en las políticas del nuevo gobierno. Por el momento (no sé si el muy docto presidente ha leído alguna vez a Max Weber, pero sospecho que sí), EE UU se centrará en lo que ese pensador denominaba “profecía ejemplar”. La elección de un presidente afroamericano habla por sí misma; hay que hacer frente a la gran cantidad de problemas internos de igualdad y de acceso a las posibilidades prácticas de la ciudadanía que han ido acumulándose; la hipocresía de los años de Bush sirve de advertencia sobre el precio de la prepotencia. El gobierno de Obama ha nombrado para ocupar los puestos legales principales a un grupo de personas extraordinariamente reflexivas y capaces, muchas de las cuales han defendido en el pasado actitudes estadounidenses positivas hacia la Corte Penal Internacional. Sin embargo, se arriesga a ver impugnada su negativa a obligar a rendir cuentas a los miembros de la administración de Bush que hayan violado la Constitución. El presidente del Comité Judicial de la Cámara de Representantes, el dirigente demócrata John Conyers, se mantiene firme en su decisión de investigar y, si es posible, procesar a representantes gubernamentales recién nombrados debido a algunas de sus decisiones. Dadas las circunstancias, un improvisado lema que diga algo así como “los derechos humanos empiezan en casa” puede resultarle muy útil a la Casa Blanca de Obama.

Participar en el nuevo orden

Evidentemente, el nuevo gobierno tendrá que unirse a otros en un intento sistemático durante los próximos años por reconstruir la arquitectura del sistema internacional. La composición actual tanto del G-8 como del Consejo de Seguridad de la ONU no tiene sentido. El G-8 puede ampliarse sin causar mucho trastorno hasta llegar a ser como el G-20, pero un cambio en la estructura del Consejo de Seguridad resulta imposible por el momento. A la larga, tendrá que modificarse para que la ONU en su conjunto no se vea perjudicada. Serán necesarios cambios en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, y en la labor descoordinada de instituciones como la FAO, la OIT, la UNCTAD, la OMS y la OMC, si queremos que la nueva economía mundial pueda enfrentarse adecuadamente a las crisis. El gobierno de Obama está mejor equipado para unirse a este proyecto, e incluso para desempeñar una función principal en él, que la mayoría de sus predecesores.

Evidentemente, la crisis económica mundial va a influir en la puesta en marcha de los proyectos de política exterior de Obama. Por muy interconectada que esté la economía mundial, la crisis está haciendo que muchos estadounidenses dejen de prestar atención al mundo exterior para centrarse en sus comunidades, familias y en ellos mismos: en su supervivencia económica. El plan de recuperación económica del gobierno, a estas alturas de su recorrido por el Congreso, incluye una enorme inversión social y algunos aumentos en la provisión estatal de servicios educativos y sanitarios. Eso podría, a largo plazo, reducir las diferencias entre EE UU y Europa occidental, con algunas consecuencias interesantes para las relaciones entre unas sociedades divididas durante al menos cuatro décadas por sus ideas contrapuestas sobre la ciudadanía. Ése es un asunto para el futuro.

De momento, sea cual sea el valor de los pagarés del Tesoro, los analistas más honestos reconocen que, en lo que se refiere a la economía, EE UU se ha declarado en bancarrota ideológica. Eso debería silenciar, aunque no lo hará, a aquéllos que se aferran, a pesar de las recientes demostraciones, a la idea de un liderazgo único de EE UU en el mundo. El atractivo moral de Obama y la calidad redentora de su discurso no bastan para restaurar lo que la historia ha cambiado para siempre.

A pesar de la crisis, se pueden esperar muchas cosas de Obama, en lo que se refiere a una nueva forma de plantearse el entendimiento y la resolución de conflictos entre naciones; a una indispensable contribución estadounidense a la tarea universal de conservar el medio ambiente y reparar, si es posible, los daños que la humanidad le ha infligido; y a otros experimentos de colaboración transfronteriza por encima de las diferencias culturales e ideológicas. La mayor contribución que puede hacer a sus conciudadanos (y por consiguiente a los ciudadanos del resto del mundo) sería convencerles de que impregnarse de una nueva humildad es condición necesaria para una nueva época de progreso. El resultado sigue estando totalmente abierto.

Sin embargo, es posible que el presidente quiera tener una conversación con el almirante Blair, el nuevo director del espionaje nacional. En su comparecencia de confirmación ante el Comité de Inteligencia del Senado, fue muy concreto respecto a una de las funciones de nuestros organismos de espionaje. “Aunque hay aliados tradicionales de EE UU que no están de acuerdo con las políticas estadounidenses en asuntos y países concretos, los círculos del espionaje también pueden ayudar a los políticos a identificar a muchos dirigentes de gobiernos y líderes particulares influyentes (en Europa, Asia y el resto del mundo) que comparten las ambiciones estadounidenses respecto al futuro y están dispuestos a trabajar codo con codo por el bien común”. ¿Es una nómina estadounidense en todo el mundo el instrumento más eficaz de nuestra política?