30 de abril de 2009

LA NUEVA ADMINISTRACIÓN ESTADOUNIDENSE Y EL MUNDO ÁRABE E ISLÁMICO


Casa Árabe

En su primer mes de mandato, el presidente de Estados Unidos, Barack Obama, no ha tardado en dar inicio al cambio de ruta prometido durante la campaña electoral y romper con las herencias de la administración Bush. Los últimos ocho años de gobierno republicano han dejado muchos asuntos internacionales pendientes que la nueva administración deberá intentar resolver para rescatar la imagen de Estados Unidos. Dentro de este marco, Oriente Medio representa uno de los desafíos más complejos a los que la administración demócrata tendrá que enfrentarse y Obama ha demostrado, desde su primer día como presidente, que las relaciones con el mundo árabe e islámico serán uno de los ejes principales de su política exterior. En su campaña hacia la presidencia habló de la necesidad de un enfoque diplomático firme y multilateral y ahora se trata de ponerlo en marcha.

Como cualquier otro candidato, y aún más como presidente, Obama cuenta con un largo listado de asesores, especializados en asuntos exteriores, muchos de ellos colaboradores o miembros de los think tanks americanos más reconocidos. Estos centros constituyen en todo el mundo una herramienta para acercar el conocimiento al poder, son puentes entre la comunidad académica y la política que ofrecen informaciones, investigaciones y análisis útiles para orientar la agenda del gobierno. En Estados Unidos existen más de 1700 instituciones de este tipo y sólo en la capital, Washington, se cuentan 377. En la clasificación mundial de los think tanks realizada por el profesor James McGann de la Universidad de Pensilvania, dentro de los diez mejores centros que se ocupan de asuntos exteriores y temas de seguridad, cinco son estadounidenses y cuatro de ellos son los que posiblemente influyan más en el discurso político actual de la Casa Blanca sobre Oriente Medio. Se trata de la Brookings Institution de donde procede Susan Rice, actual consejera de Asuntos Exteriores del presidente y embajadora de EEUU ante Naciones Unidas, el Carnegie Endowment for International Peace, el Council on Foreign Relation y la Rand Corporation. En los últimos meses publicaron numerosos informes y boletines para aconsejar al nuevo presidente y han demostrado estar en consonancia con las propuestas de la nueva administración. Aunque no aparezca en este listado, mención aparte merece el Center for American Progress, think tank políticamente orientado hacia la izquierda y cuyo presidente, John Podesta, fue encargado de liderar el equipo de transición de la nueva administración.

Todos los análisis de estos think tanks invitan al nuevo presidente a alcanzar un equilibro sostenible entre los intereses y los valores estadounidenses, especialmente en política exterior, casi totalmente centrados en Oriente Medio. El fin de la guerra en Iraq, la victoria sobre los grupos calificados como terroristas en Afganistán y Pakistán, el control de la proliferación nuclear, pero sobre todo la renovación de las relaciones diplomáticas para reforzar las alianzas y buscar una paz duradera en el conflicto entre Israel y Palestina, son los temas más analizados y los que más coinciden con las declaraciones de la Casa Blanca. Por otro lado, aunque relacionado con el área, la nueva administración prometió, desde la campaña electoral, el cierre de la prisión de Guantánamo y el logro de la independencia energética del país. Es interesante ver cómo los discursos del presidente Obama, del vicepresidente Joe Biden y de la secretaria de Estado Hillary Clinton coinciden en muchos aspectos con las sugerencias aportadas por los analistas y como éstas han podido influir en el trazado de las nuevas políticas estadounidenses hacia Oriente Medio.

El pasado 7 de febrero, en la Conferencia sobre Seguridad de Munich (45th Munich Security Conference), el vicepresidente Biden reiteró en su discurso la voluntad de dar un nuevo rumbo a la política de seguridad estadounidense, que incluye los asuntos de carácter exterior, y resumió las tres herramientas clave con las cuales el gobierno quiere promover un nuevo enfoque diplomático a los desafíos a los que tiene que enfrentarse en Oriente Medio:

Colaboración: como ha señalado Marina Ottaway, directora del programa de Oriente Medio del Carnegie Endowment for International Peace, la nueva administración puede esperar alcanzar algún resultado en la zona sólo si abandona la visión unilateral de la administración Bush e intenta compartir la carga con otros países, en particular, con los actores regionales.

“Poder inteligente” (Smart power): En su discurso del 13 de enero ante la Comisión de Asuntos Exteriores del Senado, la actual secretaria de Estado Clinton declaró que el esfuerzo hacia la región será global y que contará con una gama completa de herramientas –diplomáticas, económicas, militares, políticas, legales y culturales– , seleccionando en cada situación la combinación más adecuada.

Acercamiento: No fue una casualidad que el presidente Obama eligiera un canal árabe, al-Arabiya, para conceder su primera entrevista desde la toma de posesión del cargo. En esta ocasión, como en el discurso inaugural de su presidencia, hablando del mundo árabemusulmán repitió a menudo la palabra “respeto” y la disponibilidad de “tender la mano a los países que aflojen sus puños”, como él mismo dijo en la entrevista.

Las señales de esta nueva estrategia aparecieron a los dos días de la toma de posesión de los cargos de la nueva administración, cuando el 22 de enero la secretaria de Estado y el vicepresidente nombraron como enviado especial para la paz en Oriente Medio a George Mitchell, y como representante especial para Afganistán y Pakistán a Richard Holbrooke. Se definió así la línea de actuación, es decir, recurrir más al camino diplomático, aunque sin restar importancia a la intervención militar, y a las estrategias integradas prioritarias en la región: por un lado, defender la seguridad de Israel, resolviendo el conflicto palestino-israelí con el objetivo de la creación de dos estados y retomando el proceso de paz entre Israel y sus vecinos árabes; por el otro, llevar a cabo los objetivos de la guerra contra el terrorismo en Afganistán y Pakistán (Af-Pak), considerados como un único campo por sus proximidad geográfica y similitudes étnicas.

En el capítulo dedicado al conflicto árabeisraelí de la obra Restoring the balance: a Middle East strategy for the next President, publicada a finales de 2008 conjuntamente por el Council on Foreign Relations y el Saban Center at Brookings, se sugería al futuro presidente enfocar la cuestión desde múltiples puntos de vista dentro del marco de seguridad y paz en Oriente Medio. Obama, en la entrevista que concedió al canal al- Arabiya, afirmó que es imposible pensar en la paz en la región sólo en términos del conflicto entre palestinos e israelíes sin considerar lo que está pasando en Siria, Irán, Líbano, Afganistán o Pakistán. El nombramiento de un enviado especial con una larga experiencia como mediador en la resolución del conflicto irlandés y de origen libanés parece ser un buen inicio en este sentido y, de hecho, en su primer viaje a Oriente Medio, George Mitchell se entrevistó con los líderes de Israel, Palestina, Egipto, Jordania y Arabia Saudí para demostrar que se quiere contar con los actores regionales e involucrarles en la solución de la cuestión. Según los especialistas del Carnegie Endowment for International Peace, en este momento, los tres factores que podrían concretamente beneficiar al proceso de paz son las negociaciones entre Siria e Israel, guiadas por Turquía, un dialogo reconciliador entre Hamás y Fatah, en el cual Egipto está jugando el papel principal, y la Iniciativa Árabe propuesta por Arabia Saudí en 2002 y apoyada por la Liga Árabe para resolver el conflicto entre Israel y Palestina. La anterior administración no se mostró favorable a estas iniciativas, mientras que la nueva tendría, según ellos, que fomentarlas. Un acuerdo de paz entre Siria e Israel, impensable sin el apoyo estadounidense, sería beneficioso para los objetivos que la nueva administración se ha puesto en la región, contribuyendo a la estabilidad de Líbano y de Iraq, al progreso del proceso de paz árabe-israelí y a debilitar las influencias iraníes en la región. El camino hacia la paz entre Israel y Palestina es mucho más complejo y no se puede pensar en lograr algún avance con una posición extrema de exclusión de Hamás.

El presidente y su equipo, mostrando la misma postura de la administración Bush, han expresado en varias ocasiones que el Movimiento de Resistencia Islámica entrará en las negociaciones sólo cuando renuncie al uso de la violencia, reconozca al Estado de Israel y cumpla con los acuerdos pactados entre la Autoridad Nacional Palestina e Israel, es decir, que de momento no se propone la instauración de un diálogo directo con Hamás. En este sentido, los especialistas del Council on Foreign Relations y el Saban Center at Brookings creen que la manera para resolver la cuestión sería que EEUU deje la carga de las responsabilidades a Hamás, es decir, que el presidente apoye el dialogo, pero dejándolo en las manos de Palestina, Egipto e Israel, para que los progresos en el proceso de negociaciones creen sus propias dinámicas y que Hamás se vea presionado por los propios palestinos para no perder la posibilidad concreta de lograr la paz. De momento, el gobierno estadounidense se ha comprometido a escuchar a los actores regionales para aprender de ellos y, conjuntamente, encontrar el camino para resolver las cuestiones.

Más concretas han sido las acciones en el contexto “Af-Pak”, como ha sido denominado el segundo asunto regional central para la administración Obama en la lucha contra al terrorismo. La frontera montañosa que separa Afganistán de Pakistán se ha transformado en el “paraíso de los terroristas”, como dijo el vicepresidente Biden, y para poder acabar con la guerra en Afganistán es necesario replantear la estrategia hacia la región y contar con la colaboración de Pakistán. Los problemas de seguridad relacionados con el aumento de grupos radicales islamistas en los dos países no han sido resueltos por la intervención estadounidense. Los talibán, además de fortalecer su control en algunas áreas de Afganistán, han echado profundas raíces en Pakistán donde, junto con otros grupos islamistas radicales, desafían el poder y el control territorial del gobierno. Ejerciendo por primera vez su cargo de comandante en jefe, a mediados de febrero, el presidente Obama ordenó el envío de nuevas tropas a Afganistán para que antes de finales del verano se incremente en un 50% el despliegue militar. Además, declaró que se procederá a una revisión de las políticas hacia Afganistán, invitando a que colaboren en ella los países aliados de la OTAN y también los otros países no alineados. Este nuevo plan, que tardará aproximadamente dos meses en completarse, servirá para delinear “una estrategia global para perseguir objetivos claros y alcanzables” y posiblemente cuente con los recursos que se recuperen de la anunciada retirada de tropas de Iraq. Sobre estos temas, los analistas tienen diferentes posturas respecto al uso que se tiene que hacer de estas tropas y si, por un lado, todos evidencian como objetivos generales la victoria en el conflicto contra los grupos terroristas que actúan en la región y el establecimiento de un gobierno capaz de sobrevivir a la retirada de las fuerzas extranjeras, por otro, las estrategias que proponen para alcanzarlos son muy distintas.

Los análisis más significativos sobre el asunto son los realizados por los especialistas de Rand Corporation y Carnegie Endowment for International Peace que plantean, y parece que han sido tomados en consideración, en primer lugar una reevaluación de los objetivos basada en los recursos disponibles para luego trazar la estrategia más eficaz. Seth Jones y Christine Fair de Rand Corporation coinciden en que la solución de la cuestión reside en las áreas rurales y ahí es donde se ganará o perderá el conflicto. De hecho, proponen una estrategia ascendente (bottom-up) centrada en los actores locales para complementar los esfuerzos realizados desde arriba por parte del gobierno que, por su parte, tendría que apoyar la legitimación de las instituciones locales existentes conectándolas directamente con las instituciones centrales y ofreciendo servicios a la población. Para que esto sea posible, hay que potenciar a las fuerzas afganas para que puedan garantizar la seguridad en las aldeas. Se sugiere que EEUU aumente el despliegue de tropas sólo si el fin es el entrenamiento de las fuerzas locales, o que cuenten con el apoyo de los aliados europeos para que se encarguen de esta tarea, y pasen de dirigir las acciones a colaborar en ellas como apoyo al ejército nacional afgano. Según Gilles Dorronsoro, del Carnegie, al contrario, hay que redimensionar la importancia que se le otorga a los asuntos locales, porque eso debilita a las instituciones centrales y a los actores políticos nacionales que son los elementos clave. Además, para centrar la atención donde todavía se pueden cambiar las dinámicas, hay que reducir de forma progresiva y selectiva las tropas lanzando así una señal política clara que neutralice el llamamiento al yihad contra las fuerzas extranjeras invocado por los talibán.

Para crear instituciones que sean duraderas hay que dejar de lado los objetivos que no son prioritarios, como por ejemplo la lucha contra la corrupción y el narcotráfico –que no son realizables con los recursos disponibles que, por otra parte, tampoco permiten el control total del territorio. Este analista define su estrategia como “Focus and Exit” (Enfocar y salir) y propone la reducción de los enfrentamientos militares y la definición de tres zonas de acción, cada una con sus propias políticas de actuación: unas áreas estratégicas controladas por los aliados que incluyan los centros urbanos, las carreteras principales y las regiones donde los talibán tienen poca influencia, esencialmente el centro y la parte del noroeste del país, donde se puedan reforzar las instituciones nacionales; unas áreas tapón para proteger las primeras de las infiltraciones de los talibán y donde se propone el uso de milicias, aunque estrictamente controladas y sin afiliaciones tribales; y las zonas restantes son las que quedarían bajo el control de la oposición, principalmente la parte meridional y oriental del país, donde las intervenciones militares tendrían como objetivo limitar y prevenir las reagrupaciones de los talibán solamente con una estrategia defensiva. Los esfuerzos, entonces, se focalizarían en las zonas estratégicas para desarrollar el núcleo de la estructura institucional del país. La cuestión del uso de milicias es muy delicada, de hecho fuertemente desaconsejada por otro colaborador del Carnegie, el profesor William Maley, quien propone a las fuerzas estadounidenses y de la OTAN que cuenten con el apoyo militar de países islámicos para desacreditar la propaganda talibán y subraya la necesidad de unas reformas del sistema implantado por la Constitución de 2004, sobre todo respecto al sistema presidencial y al tipo de sistema electoral para la elección de los representantes de la cámara baja del Parlamento que con el voto único no transferible desanima la creación de partidos con bases nacionales, favoreciendo las redes regionales o étnicas y la dispersión del voto. De la misma manera que el gobierno de Obama aborda esta cuestión, también los analistas consideran que la solución debe pasar por Pakistán, pero recuerdan al nuevo presidente que este país tiene sus propios problemas de inestabilidad interna y que no puede considerarse sólo como una herramienta más para acabar con la guerra en Afganistán, sino que hay que elaborar una estrategia propia para apoyar al gobierno civil de Islamabad pero reduciendo, al mismo tiempo, sus posibilidades de jugar un doble papel en las cuestiones regionales.

Sin embargo, aunque la administración Obama ha centrado, de momento, la atención en esos dos focos regionales, para muchos analistas uno de los puntos de partida para resolver los problemas en la región es la cuestión iraní. De hecho, en la introducción de la obra citada anteriormente, Restoring the balance: a Middle East strategy for the next President, se invita al presidente a volver la atención hacia Irán, a su programa nuclear y a su influencia en la región y le sugieren dos estrategias para establecer un dialogo con Teherán. La primera prevé el trato directo con el gobierno iraní para atraer a Irán al nuevo orden regional a través de la aceptación de algunas normas internacionales, entre ellas el cumplimento de los tratados internacionales y la no injerencia en los asuntos de otros países.

También los analistas de la Rand, que reúnen sus sugerencias en el artículo “A better deal. Twelve suggestions for the new U.S. President”, plantean este modelo comentando que el mejor medio para negociar con el gobierno iraní es la comunicación, fomentando los contactos y las relaciones entre estadounidenses e iraníes. La segunda estrategia propone un acercamiento indirecto, lanzando la iniciativa arabe-israelí y tendiendo la mano a Irán al mismo tiempo para normalizar las relaciones entre el país y la comunidad internacional, por ejemplo abandonando la política de sanciones económicas. En cualquier caso, según estos analistas, antes de enfrentarse a la cuestión, el gobierno estadounidense tiene que contar con el apoyo de turcos, israelíes y árabes, en particular de Egipto, Jordania y los miembros del Consejo de Cooperación del Golfo, y tratarles como miembros integrantes de la iniciativa. Ninguno de estos países está interesado en enfrentarse directamente con Irán, por eso su inclusión en un proyecto regional alteraría posiblemente su papel en la región y podría prevenir el desarrollo de armas nucleares. En la publicación conjunta del Saban Center y Council on Foreign Relations se aconsejaba el nombramiento de un enviado especial responsable de las iniciativas hacia este país y efectivamente, el 23 de febrero el Departamento de Estado nombró a Dennis Ross consejero especial para el Golfo Pérsico y el suroeste asiático. El que fuera director de Planificación del Departamento de Estado con el ex-presidente Bush, en septiembre de 2008 publicó, en el Center for a New American Security, un artículo sobre las posibles estrategias para tratar con Irán. En primer lugar, fijó los objetivos que la administración de entonces tenía que perseguir: primero, controlar la proliferación nuclear del país, para que no aumente sus capacidades coercitivas en la región y no empuje a otras potencias, como por ejemplo Egipto o Arabia Saudí, a desarrollar sus propias armas disuasorias; segundo, alterar las políticas desestabilizadoras iraníes en Oriente Medio.

Considerando que la situación regional heredada por la nueva administración no ha cambiado respecto a entonces, es posible que el consejero especial proponga, de nuevo, las mismas opciones para cambiar la conducta iraní y todas juegan con la fuerte vulnerabilidad económica que sufre Irán en los últimos años. La producción de petróleo está disminuyendo y el consumo interno ha aumentado rápidamente; si el 85% de los ingresos del país provienen de la exportación de crudo y constituyen la mitad de las rentas del gobierno, es evidente que las relaciones con el extranjero tienen una importancia vital para el sistema, ya fuertemente afectado por las sanciones unilaterales impuestas por EEUU. Así, Ross propuso tres posibles opciones diplomáticas. La primera invita a “apretar el lazo” aún más, incluyendo, por ejemplo, a los aliados europeos en el sistema de presión y sanciones económicas. Pero esta estrategia, adoptada por el gobierno Bush, no ha llevado a grandes resultados. No funcionaría a corto plazo, así que no afectaría a la proliferación nuclear, y se corre el riesgo de que el liderazgo iraní, viéndose humillado y acosado, opte por seguir con las confrontaciones convencido que no tiene nada que perder.

La opción opuesta es la de “dialogar sin condiciones”, y sus resultados serían que a cambio del reconocimiento, por parte de EEUU, de la legitimidad del gobierno iraní y de la reanudación de los lazos económicos entre los dos países, Irán aceptaría interrumpir el abastecimiento militar a Hamás y Hizbullah y se comprometería públicamente a alcanzar una solución de dos estados para Israel y Palestina y colaborar con sus vecinos para crear un sistema de seguridad regional. EEUU, además, apoyaría el programa nuclear civil de Irán que tendría entonces que aceptar el régimen de inspecciones. Dada la situación actual, es bastante improbable que ésta pueda ser la solución; el presidente Obama ha declarado en varias ocasiones que su gobierno está dispuesto al diálogo pero que las condiciones son muy claras, y este planteamiento se acerca mucho a la tercera opción, “híbrida”, propuesta por Ross. En su campaña electoral, durante el foro político del lobby pro-israelí American Israel Public Affaire Comité (AIPAC), Obama declaró que su planteamiento hacia Irán sería la búsqueda de un diálogo, pero dejando muy claros los principios y los intereses estadounidenses en la región, en primer lugar la seguridad de Israel. En la práctica, establecer unas relaciones sin condiciones pero con presiones, apretando al gobierno iraní con sanciones más duras, para evitar que se interprete la falta de condiciones al diálogo como debilidad, pero ofreciéndole una posibilidad concreta de evaluar costes y beneficios de su programa de enriquecimiento nuclear. Para que esto fuera posible, Obama propondría incluir a la Unión Europea en el juego de sanciones económico-financieras, posiblemente contando con el apoyo de Israel para convencer a los países miembros, y a los países del Golfo que proporcionan a Irán recursos energéticos. Para Obama, es evidente que EEUU puede mucho más si cuenta con los apoyos de otros países, y mejor si esos países son de la región, porque sólo en este caso las sanciones contra Irán serían efectivas.

La estrategia sugerida por Ross era establecer tratos directos, pero primero a través de un canal extraoficial secreto para explorar las posibilidades de construir una agenda común entre los dos países y evaluar si existen posibilidades concretas para un acercamiento. De momento, el presidente Obama declaró, en una rueda de prensa el 9 de febrero, que su equipo de seguridad nacional estaba examinando las políticas actuales hacia Irán, buscando áreas donde se pueda establecer un diálogo constructivo, donde se pueda tratar directamente con el gobierno de Teherán en un contexto de apertura diplomática. Evidentemente, es un proceso que llevará tiempo, pero el objetivo es dar a las políticas hacia Irán una nueva dirección a cambio de que Teherán entienda que para Washington es inaceptable que siga financiando “movimientos terroristas” y que tiene que permitir un control internacional, previsto por los tratados, sobre su programa nuclear. En dicha rueda de prensa, Obama afirmó lo siguiente: “Ahora es el momento para Irán de enviar una señal de que quiere actuar de otra forma, y reconocer que aunque tenga derechos como miembro de la comunidad internacional, estos conllevan también responsabilidades”.

Evidentemente el enfoque propuesto por Obama está relacionado con el objetivo, a largo plazo, para EEUU de disminuir y diversificar la dependencia del petróleo que, según las palabras del presidente, “financia dictadores, paga la proliferación nuclear y sufraga ambos frentes de nuestra lucha contra el terrorismo”.

Si en estas cuestiones no se ha definido todavía cuál será la estrategia de EEUU, el planteamiento hacia Iraq de Barack Obama es claro desde antes de su campaña electoral. Como senador se opuso desde el principio a la intervención militar estadounidense y en su carrera hacia la Casa Blanca prometió al electorado la retirada de las tropas y es lo que ha reiterado como presidente. Cree firmemente que la guerra en Iraq no tiene una solución militar y que una reorganización de las tropas será la mejor manera de presionar al gobierno iraquí para que alcance un acuerdo político entre las partes en conflicto que reduzca los enfrentamientos y promueva la estabilidad. Como argumentan los analistas del Saban Center y del Council on Foreign Relations en su obra conjunta, aunque ahora haya disminuido mucho la atención hacia Iraq, la situación sigue siendo frágil y requiere todavía la presencia de las tropas estadounidenses, por eso la retirada tiene que ser gradual a lo largo de, por lo menos, unos dos años para evitar la desestabilización del país y de la región del Golfo. La retirada tiene que ser equilibrada, para que las tropas de combate no se queden sin tropas de apoyo, y viceversa. El objetivo es, claramente, pasar la responsabilidad al gobierno iraquí, pero es importante que las tropas sigan desempeñando tareas de segundo nivel, como vigilar el cumplimiento de las treguas o mantener el orden en los procesos electorales, asegurar el reparto de los beneficios derivados del petróleo, facilitar el regreso de los millones de refugiados y la entrada de las milicias sunníes, que se constituyeron para frenar los ataques organizados por grupos terroristas no iraquíes, en el ejército nacional. De hecho, Obama prevé autorizar la permanencia en el país de un limitado número de tropas tras la retirada masiva.

La cuestión del cierre de la prisión de Guantánamo había sido tratada durante la campaña electoral y, dos días después de la toma de posesión, el presidente Obama firmó su primera orden ejecutiva para el cierre de la prisión en el plazo de un año, lo que suscita, a su vez, muchas otras cuestiones. Dentro del marco de la lucha contra el terrorismo, el cierre de la prisión, la liberación de los presos arrestados por error y el desarrollo de un proceso justo para los demás detenidos representan, según el presidente, una estrategia coherente con los valores de EEUU. Pero la orden firmada no responde directamente a la cuestión, sino que ofrece unas pautas a seguir en el proceso de toma de decisiones posteriores. Para los analistas del Center for American Progress, el plazo necesario para cerrar la cárcel es de 18 meses, mientras tanto debe desarrollarse un proceso, lo más transparente posible, que lleve a parte de los prisioneros, aquellos que estén acusados de cometer un crimen concreto que se pueda demostrar con pruebas admisibles, a juicio ante una comisión, tribunal militar o una corte federal civil en EEUU. Los prisioneros que todavía podrían representar una amenaza para la administración estadounidense, como por ejemplo los que han sido arrestados en Afganistán y que constituyen la mayoría de los 250 presos que siguen en Guantánamo, podrían ser repatriados o trasferidos a terceros países y continuar allí su detención siempre y cuando, respetando la Convención de Naciones Unidas contra la tortura, EEUU se asegure de que en dichos países los presos no “estén en peligro de ser sometidos a torturas”. En caso contrario, otra opción podría ser enviarles a cárceles en Afganistán controladas por la OTAN, como se ha hecho hasta el momento en muchas ocasiones, aunque la mayoría de ellos no sea de nacionalidad afgana. Los analistas se interrogan sobre estas posibilidades y los destinos de los presos, sobre todo de los que no entran en los casos mencionados. Para ellos, las opciones que quedan son su puesta en libertad, y en ese caso se propone la creación de un programa de reinserción y rehabilitación en sus países de origen en colaboración con los países aliados y las organizaciones internacionales, o la reclusión preventiva en algún centro penitenciario estadounidense, donde no es seguro que las condiciones sean mejores que en Guantánamo.

Según los comentarios de Benjamín Wittes, recogidos por Brooking Institution, ninguna de las soluciones propuestas tendría que ser aceptada por el presidente. En su opinión, hay que aprobar una nueva ley de detención que permita una flexibilidad ejecutiva y garantice a los acusados unos derechos de procedimiento que les protejan de detenciones erróneas. De momento, la orden firmada por el presidente representa simplemente un marco normativo dentro del cual hay que definir todavía muchos detalles de actuación.

Otros asuntos relacionados con el mundo árabe e islámico, como por ejemplo la situación en la provincia occidental sudanesa de Darfur o en Mauritania, han pasado desapercibidos por parte de los analistas que todavía no han expresado en profundidad sus recomendaciones al nuevo presidente. Este planteamiento sigue las directrices de la nueva administración, que ha dado prioridad desde el principio a otros temas como los expuestos previamente, pero es bastante sorprendente si se considera que, como senador, Obama dedicó mucha atención a la crisis de Darfur. Constituyó un grupo de trabajo sobre el tema con otros senadores y declaró en varias ocasiones que la situación en Darfur tenía que considerarse como una de las prioridades para la administración y que sus políticas no eran suficientes para garantizar la seguridad de la población. Las mismas peticiones que hoy en día le plantean numerosas organizaciones internacionales de defensa de los derechos humanos.

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