Juan Tovar Ruiz
Introducción
La noche del 4 de noviembre de 2008 en Grant Park, Chicago, miles de personas vibraban emocionadas con el discurso de la victoria del que es el primer presidente negro de la historia de EEUU: Barack Hussein Obama. Al otro lado del océano, en Europa, millones de personas seguían enfervorizadas el discurso de unidad, cambio y reconciliación que daba el flamante vencedor de las presidenciales, poniendo sus esperanzas en el nuevo presidente, que parecía anunciar una nueva era de cooperación y fraternidad entre individuos y naciones.
Pero, ¿en que ha afectado el citado cambio a la UE y a las naciones que la componen en lo que respecta a su nueva política exterior?, ¿comienza una nueva era del multilateralismo, supuestamente desterrado por la Administración Bush?, ¿ha estado justificado el optimismo de millones de europeos respecto de la nueva política exterior o realmente ha continuado con las líneas ya emprendidas por la precedente?, ¿existe realmente la “armonía” tal y como dice la secretaria de Estado Hillary Clinton en las relaciones con sus antiguos aliados?
Para poder responder a todas estas cuestiones es necesario realizar un análisis de las líneas de política exterior desarrollada en sus primeros meses por parte de la nueva Administración en relación a la UE y los Estados miembros en algunas de las cuestiones prioritarias para la misma.
La herencia de la Administración Bush en Europa y las expectativas de cambio atendiendo al programa del nuevo presidente
Introducción
La noche del 4 de noviembre de 2008 en Grant Park, Chicago, miles de personas vibraban emocionadas con el discurso de la victoria del que es el primer presidente negro de la historia de EEUU: Barack Hussein Obama. Al otro lado del océano, en Europa, millones de personas seguían enfervorizadas el discurso de unidad, cambio y reconciliación que daba el flamante vencedor de las presidenciales, poniendo sus esperanzas en el nuevo presidente, que parecía anunciar una nueva era de cooperación y fraternidad entre individuos y naciones.
Pero, ¿en que ha afectado el citado cambio a la UE y a las naciones que la componen en lo que respecta a su nueva política exterior?, ¿comienza una nueva era del multilateralismo, supuestamente desterrado por la Administración Bush?, ¿ha estado justificado el optimismo de millones de europeos respecto de la nueva política exterior o realmente ha continuado con las líneas ya emprendidas por la precedente?, ¿existe realmente la “armonía” tal y como dice la secretaria de Estado Hillary Clinton en las relaciones con sus antiguos aliados?
Para poder responder a todas estas cuestiones es necesario realizar un análisis de las líneas de política exterior desarrollada en sus primeros meses por parte de la nueva Administración en relación a la UE y los Estados miembros en algunas de las cuestiones prioritarias para la misma.
La herencia de la Administración Bush en Europa y las expectativas de cambio atendiendo al programa del nuevo presidente
Si existe un elemento predominante entre los que la Administración Bush ha dejado en herencia al presidente Obama en las relaciones transatlánticas, este sería el factor división. La división de posiciones en torno al conflicto de Irak de 2003, entre Francia y Alemania por un lado y el Reino Unido, la España de Aznar, Italia y los Estados de Europa del Este por el otro, han dañado la relación entre EEUU y Europa como pocos, afectando incluso a la propia OTAN.
El ejemplo más ilustrativo de la fractura producida es la famosa respuesta de Donald Rumsfeld expresada en la entrevista realizada por el periodista holandés Charles Groenhuijsen el 22 de enero de 2003, en relación a la intervención en Irak, en la que distinguió entre aquella “Vieja Europa” que se negaba a asumir los dictados de su Administración en el citado conflicto y la “Nueva Europa”, compuesta por aquellos Estados europeos que si los asumían.
A pesar de que en su segunda legislatura, la Administración Bush suavizó notablemente las formas de la mano de la secretaria de Estado Condoleeza Rice y del cambio de dirigentes políticos en Europa, en especial con el ascenso en Francia y Alemania de Sarkozy y Merkel, de orientación más pro-americana que sus predecesores, el daño a las relaciones transatlánticas ya estaba hecho.
Parece que solo un cambio de Administración y de dirigentes podría reconciliar definitivamente a Europa con EEUU, ante la gravedad de los errores cometidos por parte de la Administración precedente. Este deseo de unidad y también de recomposición de la antigua alianza atlántica explican el entusiasmo con que tanto los ciudadanos europeos, (en cotas que superan el 70% de apoyo en algunos Estados de Europa Occidental) como sus dirigentes, han acogido al nuevo presidente.
No obstante, a pesar del entusiasmo producido y del comprensible deseo de cambio y recomposición de las relaciones con Europa, hemos de analizar no solo lo que significa Obama para Europa, sino también lo que significa Europa para Obama.
Si nos retrotraemos a la pasada campaña electoral americana, el programa presentado por el entonces candidato demócrata en relación a política exterior que se proyecta a través de la prestigiosa revista Foreign Affairs plantea en relación a la cuestión un gran número de interrogantes.
En la práctica, la UE solo aparece como entidad unitaria en relación a un tema que en principio parece tener una relevancia secundaria, pero del que el próximo presidente ya ha hecho bandera, la cuestión del cambio climático. En el citado apartado se sitúa a la UE como un igual respecto de otro tipo de actores entre los que destacan China, la India y Rusia.
Europa parece ser citada en aquellas cuestiones relativas a la seguridad o las consideraciones estratégicas y en asuntos prioritarios para Obama como Afganistán, bajo el término genérico de aliados, y más que hacer referencia a Europa como un todo; Obama prefiere otorgar protagonismo a cada uno de los Estados miembros, como aquellas entidades que le aportarán los recursos necesarios para llevar a cabo sus objetivos políticos.
Más aún, en el apartado relativo a la reconstrucción de las alianzas, la más proclive desde el punto de vista europeo a proyectar una recomposición clara de las relaciones atlánticas, de Europa no existe más referencia que un breve pasaje en relación a la OTAN. Esto además contrasta con la relevancia otorgada a las relaciones con las potencias emergentes y especialmente con Asia, en casos destacables como los de Corea del Sur, Japón y China en lo que respecta al establecimiento de relaciones que “vayan más allá del ámbito bilateral”.
Este posicionamiento ha quedado de forma clara determinado por la gira de la secretaria de Estado por Asia a finales de febrero, donde literalmente, y en especial en relación con la autocracia china, ha apartado de la agenda toda referencia al respeto de éstos regímenes por los derechos humanos, anunciando los dos nuevos principios por los que se regiría la nueva Administración norteamericana. (1) poder inteligente; y (2) armonía de intereses. También ha sido así en la propuesta de un incremento del poder decisorio de las potencias emergentes en el FMI, durante la reciente cumbre del G-20 en Londres.
Para encontrar referencias claras en lo que respecta a la reconstrucción de las relaciones transatlánticas y a la propia Europa, debemos acudir más bien al programa de la secretaria de Estado Hillary Clinton, en quien según determinados posicionamientos ha cedido en buena medida la política exterior el nuevo presidente. Hillary Clinton desarrolla una visión que se alinea mucho más con las expectativas europeas, que la del propio Obama, y no solo en lo que respecta a las críticas a realizar en relación al supuesto unilateralismo de la Administración Bush, la oportunidad perdida del 11 de septiembre con la guerra de Irak, o la denuncia de las divisiones que se produjeron a raíz de ésta, sino que va más allá.
La secretaria de Estado consideró desde un primer momento que la recuperación de las relaciones entre EEUU y Europa es una cuestión de primer orden, con la que hay que comenzar enseguida a fin de restaurar el maltrecho liderazgo de EEUU en Occidente y avanzar en cuestiones vitales para la seguridad de EEUU como la lucha antiterrorista. Hizo referencia asimismo a la necesidad de trabajar en especial con tres Estados: Alemania, Francia y el Reino Unido, a cuyos nuevos líderes otorga una relevancia fundamental.
A la vista de todo lo anterior, hay una primera conclusión a la que se puede llegar con facilidad, confirmada además con posteriores hechos. La importancia que la Administración Obama otorga a Europa viene determinada por la necesidad de su concurso para reconducir algunos de los principales desafíos a los que se enfrenta, como los de Corea del Norte, Irán, Rusia y Afganistán, y no por idealismo o altruismo como prefieren pensar algunos. Europa no es necesariamente una prioridad para Barack Obama. En caso de que el propio Obama, enfrascado en la actualidad como la mayor parte de gobiernos en hacer frente a la crisis que vive la economía americana, refuerce la relación existente entre EEUU y Europa más allá de ese punto, será gracias a algunos de sus colaboradores más cercanos o a la evolución de las circunstancias internacionales más que a su propio impulso, que desde un principio ha priorizado el fortalecimiento de relaciones con Asia antes que la reconstrucción de la alianza estratégica con Europa.
Teniendo en cuenta lo ya afirmado debemos analizar asimismo la relevancia del papel de Europa en algunos de los desafíos más importantes que afrontará la próxima Administración estadounidense y que necesitarán de su participación y asistencia.
Europa y los principales desafíos externos de la nueva Administración: las amenazas nucleares, Afganistán y Rusia
Quitando las cuestiones de carácter humanitario o el asunto del cambio climático, las prioridades sobre seguridad nacional e internacional de la nueva Administración, son en esencia cuatro: (1) las conversaciones de paz entre israelíes y palestinos, en la que es bastante probable que Europa tenga un papel menor; (2) las cuestiones nucleares de Irán y Corea del Norte; (3) Afganistán; y (4) Rusia. Europa participará en las tres últimas y, especialmente, en relación con los asuntos afgano y ruso, considerando, eso sí, que la situación iraquí se mantenga con una cierta estabilidad cuando los acuerdos firmados para reducir la presencia norteamericana en este país se cumplan.
No parecen por el momento probables grandes cambios en la política de Obama en relación a la cuestión nuclear iraní, especialmente mientras tengan abiertos los flancos afgano e iraquí. La cuestión a corto y medio plazo parece que se mantendrá como ha sucedido hasta el momento en torno a la negociación con el gobierno de Ahmadineyad y la amenaza de sanciones que han venido realizando tanto EEUU como los gobiernos europeos. Y eso pese a los llamamientos de Obama a la reconciliación y al diálogo en asuntos como el de Afganistán, con un país que ha hecho del antiamericanismo una doctrina oficial.
No obstante, el propio Obama, que dice preferir el uso del soft power, no ha descartado como última solución el uso de la fuerza si no funcionan las medidas diplomáticas. Sin embargo, la posibilidad de que esto ocurra, dadas las posiciones propia y la de algunos miembros de su gabinete son bastante pequeñas. El reforzamiento de las negociaciones en torno a éste asunto parece a corto plazo la alternativa más viable.
El lanzamiento de misiles por parte de Corea del Norte es otro de los grandes desafíos a los que se ha enfrentado y que muy probablemente no sea sino un capítulo más de las tensas negociaciones que se vienen sosteniendo en la península desde hace años. No obstante, también es una prueba de que la armonía de intereses únicamente funciona cuando una de las partes cede. También es una constatación de que las autocracias no occidentales siguen siendo un desafío importante para la diplomacia y la política exterior occidental, pese a la excesiva confianza en el diálogo del presidente Obama, que deberá ayudarle a superar además la oposición de China al establecimiento de nuevas sanciones a su aliada en el Consejo de Seguridad.
A efectos europeos, el concurso tanto de la UE como de los propios Estados miembros en el caso afgano tiene muchísima más relevancia. Obama en su programa y en sus discursos y debates celebrados durante la campaña presidencial, ha hecho, al igual que Hillary Clinton, un enorme énfasis en la necesidad de reconducir la cuestión afgana. Ha criticado fuertemente al presidente afgano Hamid Karzai y a su administración por la ineficiencia demostrada, no pudiendo extrañar a nadie que el mismo pasase a un segundo plano de la escena política afgana a corto o medio plazo. No es para menos, la situación en el Estado afgano es bastante lamentable, contrariamente a la evolución en el caso iraquí, donde la mejora de la situación le ha valido la continuidad en el cargo al actual secretario de Defensa Robert Gates.
En Afganistán tenemos una administración ineficiente y corrupta que no controla más que la capital, un PIB compuesto mayoritariamente de rendimientos derivados del narcotráfico, donde los señores de la guerra mantienen su influencia política y donde los supuestamente desterrados talibán siguen avanzando, poniendo en peligro no solo la seguridad americana, sino la de la propia Europa. Obama ha decidido reconducir la situación y establecer una democracia estable y modélica en el país siguiendo las políticas de Paz Democrática que su asesor Anthony Lake inauguró en 1993. Esto es algo que hasta el momento la Administración Bush ha sido incapaz de hacer con sus políticas de imposición de la democracia y cambio de régimen por la fuerza, que si hacemos caso al reelegido secretario de Defensa, ya no se volverán a repetir.
Naturalmente, para hacer de Afganistán un Estado serio y para conseguir el establecimiento de una democracia próspera, estable y segura, de las que no hacen la guerra a otros regímenes de su tipo (como la Academia nos ha venido a enseñar), será necesario poner recursos tanto humanos como dinerarios. Este es el momento en el que Europa entra en juego. O al menos es lo que pensaba la Administración Obama.
La otra gran cuestión en materia de seguridad a la que tiene que hacer frente Obama y que afecta no ya como colaborador, sino de forma directa a la propia Europa es la rusa, asunto crucial para sus firmes aliados de Europa del Este. La Guerra de Osetia del Sur, producida como consecuencia de la imprudente ofensiva del presidente georgiano Saakashvilli y como revancha y advertencia por la secesión de Kosovo y la reciente ampliación de la OTAN en las antiguas zonas de influencia soviética, ha tenido como saldo una Rusia más fortalecida que reafirma su control sobre la política energética, vital para Europa Oriental y Central.
Además, le ha permitido parar en seco los proyectos de expansión de la democracia en la zona y desafiar la política estadounidense en otras regiones del globo, apoyando junto con su aliada China a algunos de los regímenes más cuestionables (y antioccidentales) de África, Asia y Latinoamérica. De hecho, una de las primeras decisiones por parte del presidente ruso Medvedev, nada más conocerse la victoria de Obama, fue la de instalar misiles en la zona de Kaliningrado, la antigua Königsberg, en respuesta precisamente al establecimiento del escudo antimisiles en la República Checa y Polonia, en lo que se considera como un primer desafío a la nueva Administración norteamericana en la zona, provocando la indignación en Europa Central y Oriental.
Por si fuera poco, la cumbre de la OTAN del 2 de diciembre de 2008 paró en seco la ampliación, congelando la entrada de Georgia y Ucrania en la Alianza Atlántica como resultado de la presión de los Estados de Europa Occidental frente al criterio de Europa del Este. A esto cabe añadir el anuncio realizado por el presidente Medvedev de mediados de marzo en relación a la modernización de su ejército e incremento del gasto militar. No obstante, este proyecto podría verse retrasado como consecuencia del impacto de la crisis financiera y del brusco descenso de los precios de la energía.
Rusia se ha mostrado como un actor de relevancia fundamental en la zona y sus acciones han provocado fricciones entre los Estados de Europa Occidental, interesados en la energía rusa, y una Europa Oriental que todavía recuerda con temor la era de dominación soviética y que acude a EEUU ante la necesidad de una protección que una UE que militar y políticamente no se ha decidido aún a despegar, no está en condiciones (ni interesada) en ofrecer. Es bastante probable que la posición más negociadora de Obama y sus asesores con Rusia provoque aún más fricciones entre Europa Occidental y Oriental, por lo que en previsión de tal situación es posible que se aceleren proyectos planteados, como el gaseoducto turco, no porque el gobierno turco sea más fiable que el ruso, sino para incrementar la diversidad de proveedores ante la alarmante dependencia energética europea.
No obstante, negociar con el escudo antimisiles que se prevé instalar en Polonia y la República Checa, respecto del cual y a priori la Administración estadounidense parece no querer renunciar, puede servir para llevar a cabo el tan cacareado acuerdo de desarme, anunciado en la reciente cumbre de Estrasburgo, que en la práctica parece que no se materializará nunca. EEUU y Europa deben, además, trabajar juntos para que Kosovo, que en la práctica funciona como un protectorado europeo, se convierta en un Estado viable y soberano. Esto es algo que no parece fácil, pero que es necesario a efectos de minimizar los daños ya producidos, debiendo contar si es posible con el concurso de la propia Rusia. Todo ello, sin entrar aquí a valorar el debate suscitado en torno a la precipitación y falta de reflexión sobre su independencia de Serbia.
La creación de una nueva relación transatlántica desde la perspectiva europea: el mito del multilateralismo
Llegados a este punto, debemos preguntarnos sobre la posibilidad de construir una nueva relación atlántica con el presidente de EEUU, tal y como desean los principales líderes europeos, basada en los principios del multilateralismo y la confianza mutua, supuestamente resquebrajadas por la Administración Bush. Respecto de ésta posibilidad y a mi entender, la respuesta sería afirmativa siempre y cuando se produjese, tal y como reconoce el politólogo e investigador estadounidense James P. Rubin, una cesión por parte de EEUU en determinados temas especialmente sensibles para la UE y sus Estados miembros, como son entre otros la cuestión del cambio climático, el cierre de Guantánamo, la suavización de la denominada “guerra global contra el terror” o una mayor neutralidad americana en el conflicto entre israelíes y palestinos. Este nuevo tipo de relación sería especialmente útil de cara a los desafíos ya enunciados a los que se enfrentan tanto EEUU como la propia UE, tratados en las cumbres de Londres, Estrasburgo y Praga. La Administración Obama ya está dando algunos pasos correctos en esta dirección, pero será necesario esperar ulteriores acontecimientos para poder confirmarlo a este respecto.
Cuestión diferente es la del multilateralismo. Algunos de los principales líderes de la UE, como Durão Barroso y Javier Solana, han presentado al presidente Obama como el paladín del multilateralismo. Sin embargo, los líderes como la opinión pública europea deberían comenzar a corregir sus percepciones erróneas al respecto, pues ni Barack Obama es más defensor del multilateralismo de lo que lo fue Clinton, ni la Administración Bush fue quien acabó con esta forma de entender la política exterior en EEUU. En realidad la cuestión del mitificado multilateralismo es mucho más lejana y su final debería situarse en 1993, con el conflicto de Somalia y la creación de la nueva Doctrina Clinton, que puso fin al que probablemente fuese el único período de la historia de EEUU donde el multilateralismo en sentido estricto fue aplicado, el de Bush padre.
Más aún, Anthony Lake, que hoy es uno de los principales asesores en cuestiones internacionales de Obama, lanzó un discurso muy revelador en ese sentido el 21 de septiembre de 1993, siendo entonces consejero de Seguridad Nacional de Bill Clinton. En ese discurso, realizado en la Universidad Johns Hopkins de Washington, afirmaba que EEUU debe actuar de forma unilateral cuando sea necesario para poder defender sus intereses nacionales y desarrolla una nueva estrategia que consistiría en expandir la democracia como forma ideal de gobierno para lograr la consecución de la estabilidad, la seguridad y el desarrollo económico en Estados considerados clave como Irak, siguiendo los planteamientos de la Teoría de la Paz Democrática.
Por tanto, aunque Obama haya desarrollado una política más negociadora y menos activista que la de su predecesor, George W. Bush, no parece probable que sus reacciones a los desafíos que se le planteen sean más multilaterales que las que se dieron en conflictos como los de Kosovo –con Bill Clinton– o Afganistán –con George W. Bush–, unas guerras que investigadores como Ulrich Beck denominarían ilegales pero legítimas. Su decisión unilateral al respecto en el asunto de Afganistán, sin esperar a las cumbres de Estrasburgo o Praga para consultar con los aliados europeos el incremento de tropas y recursos, es el mejor ejemplo de ello.
Una relación transatlántica fundada en la “armonía de intereses”: la perspectiva norteamericana
El viaje de la secretaria de Estado a Asia ha servido para exponer al mundo los principios sobre los cuales se asentará la política exterior de la Administración Obama. El primero es el poder inteligente, creación de uno de los principales autores del Liberalismo Transnacional, Joseph Nye, que preconiza la utilización inteligente de las dos vías de influencia que tiene el Estado para actuar a nivel internacional: el “poder duro” (medidas de coerción militares y económicas) y el “poder blando” (capacidad de influencia a través de medidas diplomáticas y culturales).
La segunda, la actualización de uno de los principios más antiguos del idealismo wilsoniano del período de entreguerras: la denominada “armonía de intereses”. Esta doctrina liberal presupone que los intereses nacionales y los internacionales pueden ser armonizados, superando con ello cualquier forma de conflicto suscitado a nivel internacional. Naturalmente, las autocracias del período de entreguerras hicieron imposible semejante utopía, criticada en su momento por la genial obra del historiador Edward Carr La crisis de los 20 años. Sin embargo, la nueva Administración norteamericana parece haber puesto de moda otra vez el citado pensamiento utópico.
La armonía de intereses presupone que el conflicto no es inherente al ser humano y constituye, de la misma forma que la paz democrática, un intento de superación definitiva del mismo, convirtiendo este enfoque en un elemento profundamente cuestionable como guía para desarrollar una política exterior. La reacción negativa de los Estados europeos a la solicitud de ayuda por parte de la Administración Obama en relación a algunos de los desafíos ya comentados es el mejor ejemplo de esto. Ni que decir tiene que si ésta es la reacción de las democracias liberales occidentales, la reacción de las autocracias no occidentales será naturalmente aún más decepcionante.
En la práctica, solo hay dos maneras de llegar a la citada armonía de intereses. La primera es dejando que las relaciones de poder se impongan por sí mismas, esto es, que la armonía de intereses quede a beneficio de aquellos que están situados en una mejor posición, tal y como el propio Carr puso de manifiesto en su momento. La segunda es mediante la cesión en los intereses propios, indudablemente la más irreal de todas, salvo que tomemos en serio la irresponsabilidad de nuestros representantes en política exterior. Por supuesto, habría una tercera vía, probablemente la más realista, que es pensar pura y llanamente que la “armonía de intereses” en realidad no existe, algo de lo que la Administración Obama podría llegar a ser consciente muy pronto.
Conclusiones
Hacia una relación transatlántica más realista
En definitiva, y visto todo lo ya expuesto, no se han dado grandes cambios en las prioridades de la nueva Administración norteamericana en relación a su política exterior y de seguridad nacional con respecto a Europa. En estas cuestiones, muchas de las circunstancias vienen ya dadas y si Obama puede concentrarse en la cuestión afgana es porque Irak, al cual va a mirar de reojo, le ha dado un respiro.
Europa ha entendido, tal y como se ha puesto de manifiesto en las recientes cumbres, que aunque considere positivo que la Administración norteamericana cuente con ellos a la hora de aportar fondos y recursos, no puede ser la única pagadera y aceptar más responsabilidad de la que tiene, asumiendo la de la Administración norteamericana como parece que va a ocurrir con los presos de Guantánamo.
La situación de Europa Oriental será otro de los asuntos problemáticos a tener en cuenta con la nueva Administración. Tras la Guerra de Osetia del Sur se debe negociar con una Rusia fortalecida en asuntos clave como el escudo antimisiles o la cuestión energética, evitando provocar fricciones con los socios de Europa Oriental que deterioren el ya de por sí frágil equilibrio de la UE en estas cuestiones.
Debe tenerse en cuenta, además, la actitud hostil de Rusia hacia las políticas desarrolladas por EEUU y Europa, especialmente en lo que respecta a cuestiones como la expansión de la democracia en sus zonas de influencia o su apoyo a una gran pluralidad de regímenes autocráticos o semidemocráticos, que van desde la junta militar birmana a la Venezuela de Chávez, con cuyo apoyo han sido legitimadas para llevar a cabo sus proyectos. Por otro lado, hay que considerar que Rusia es un actor imprescindible en la negociación nuclear iraní, en el asunto kosovar y en la política energética europea, lo que hace de estas negociaciones un asunto especialmente delicado, que implica la necesidad de que EEUU y Europa jueguen sus cartas de forma unitaria e inteligente para contener y atraer a Rusia en función de los intereses de Occidente.
Observadas la perspectiva europea y americana del asunto, cabe preguntarse que es lo que han aportado posicionamientos como la armonía de intereses o el multilateralismo a las Relaciones Transatlánticas en los acontecimientos más recientes y a los desafíos que planteamos inicialmente. Tal y como se ha puesto de manifiesto en las cumbres de Londres, Estrasburgo y Praga, la teórica armonía de intereses a la que hacía referencia la secretaria de Estado, en la práctica no se ha materializado ante la divergencia de opiniones e intereses sobre la forma de hacer frente a la crisis económica, sobre la acogida de presos de Guantánamo, sobre la entrada de Turquía en la UE, sobre la aportación de recursos y tropas en Afganistán y sobre la elección de un nuevo secretario general para la OTAN.
Europa tampoco debería llamarse a engaño ni hacerse ilusiones en lo que respecta al multilateralismo mítico. La política exterior de Barack Obama, pese a lo dicho en las recientes cumbres, no ha apostado necesariamente más que otras recientes por éste, tal y como se ha puesto de manifiesto en relación al asunto afgano. No obstante, sí parece claro que desarrollar una política menos activista y más negociadora que la de la Administración Bush puede facilitar el entendimiento futuro con Europa.
Queda además añadir que en tanto Obama se perdía en discursos sobre paz y desarme nuclear, Corea del Norte lanzaba su misil, poniéndole en evidencia ante sus aliados y haciéndoles ver a todos que las cosas no son tan fáciles como se plantearon inicialmente y que más allá de su burbuja idealista hay problemas reales que requieren la atención de todos.
Si la mejor receta para el conflicto es la determinación de hacerle frente en cada momento, no cabe perder la esperanza de que la Administración Obama y los propios europeos recapaciten y puedan construir una nueva relación transtlántica. Esta relación debería constituirse sobre las bases de un realismo compartido, mediante la adopción de mecanismos de reacción, eficientes, eficaces y sobre todo razonables, acometiendo la necesaria modernización de la OTAN y de otras organizaciones europeas como la OSCE y no sobre moldes utópicos como la “armonía de intereses” o el multilateralismo, que per se no aportan soluciones a los problemas reales que ambas orillas del Atlántico tienen en común.