5 de junio de 2009

EL PEREGRINAJE POLÍTICO DE BENEDICTO XVI A ISRAEL


Samuel Hadas

Relaciones “tortuosas y laberínticas”

El peregrinaje del Papa ha sido seguido en todo el mundo con gran expectación, sobre todo por católicos y judíos, y con gran curiosidad, por otros. La Santa Sede había insistido una y otra vez que no era intención del Papa “mezclar política y religión” y que su peregrinaje tenía como destino las comunidades católicas y los lugares santos del cristianismo: una visita religiosa. Pero las evidentes connotaciones políticas de una visita a Israel, Jordania y los territorios palestinos del tercer Papa que visita Tierra Santa en casi cinco décadas, relegaron su dimensión religiosa a un segundo plano.

Nadie ignora que la diplomacia vaticana está motivada en la misma medida por consideraciones religiosas y políticas. Reforzar la presencia de la Iglesia Católica en Tierra Santa ha sido siempre uno de los cometidos relevantes de la Iglesia Católica, sobre todo en vista de la emigración de sus fieles como resultado de la situación política en la región. Evidentemente éste ha sido uno de los objetivos que señaló Benedicto XVI para su visita, pero a sabiendas que se encontraría con las contradictorias aspiraciones nacionales de israelíes y palestinos, así como las nada fáciles relaciones de su Iglesia con judíos, musulmanes y las demás denominaciones cristianas en la región. La expectación despertada por su visita estuvo motivada evidentemente por su dimensión política.

Las singulares relaciones entre la Santa Sede y el Estado judío, definidas en su momento por el padre jesuita Michael Perko como “relaciones tortuosas y laberínticas”, adquirieron en esta visita un singular protagonismo. Conviene recordar que la actitud del Vaticano hacia el Estado de Israel desde mucho antes de su creación fue negativa y hasta hostil, en primer lugar por consideraciones de orden teológico. Para los teólogos católicos, la pérdida de la soberanía y la expulsión de los judíos de la tierra de Israel fueron consecuencia de su negativa de reconocer a Jesús como el Mesías. Ya en 1904, cuando el fundador del sionismo político, Theodor Herzl, solicitara del Papa Pío X su apoyo a la creación de un Estado judío en Palestina, éste lo rechazó contundentemente, aduciendo que al no reconocer los judíos a Jesús la iglesia no podía reconocerles el derecho a retornar a Tierra Santa. El exilio de los judíos habría sido su castigo por lo que no podía reconocer la legitimidad de su presencia soberana en Tierra Santa. Posteriormente, las consideraciones teológicas han dejado lugar a las de orden político.

Las relaciones Israel-Santa Sede deben verse en el contexto de las complejas relaciones entre el pueblo judío y la Iglesia Católica, unas relaciones “teñidas de sangre y lágrimas”, como declarara el Cardenal Joseph Ratzinger en Jerusalén en 1994. Estas relaciones cambiaron sustancialmente después de que en 1965 el Concilio Vaticano II, indudablemente uno de los actos de mayor relevancia de la Iglesia Católica en el siglo XX, decidiera, entre otras cosas, asumir nuevas actitudes respecto a su difícil relación con el pueblo judío, iniciándose así para la Iglesia un período de toma de conciencia en el que intentó superar un pasado no muy lejano de historias trágicas, resentimientos y recelos, lleno de prejuicios mutuamente alimentados durante siglos a raíz de 1a conducta de la Iglesia hacia los judíos. La declaración Nostra Aetate, aprobada en el Concilio, puso fin a la secular enseñanza de que los judíos eran culpables de deicidio, al rechazar la doctrina según la cual sobre ellos pesaba la acusación colectiva por la crucifixión de Cristo. El odio a los judíos es considerado por la Iglesia Católica incompatible con el cristianismo. Esta nueva postura se convirtió en doctrina y contribuyó notablemente a derribar acendrados prejuicios. El Concilio Vaticano II y su declaración Nostra Aetate se constituyeron así en los cimientos de un nuevo edificio teológico, construido ladrillo a ladrillo, que desde entonces modifica en forma gradual la actitud de la Iglesia católica hacia el pueblo judío y el Estado de Israel.

Pero debieron transcurrir 45 años para que la Santa Sede modificara su actitud hacia el Estado de los judíos. En 1947, en su deseo de restablecer su influencia en Tierra Santa y los Santos Lugares apoyó la internacionalización de Jerusalén, cuando las Naciones Unidas decidieron la partición del mandato británico de Palestina en dos Estados, uno judío y otro árabe. Desde el momento mismo de la creación del Estado de Israel las relaciones con la Santa Sede fueron complejas y conflictivas. Distintas fueron las razones mencionadas como causa de la negativa de la Santa Sede a establecer relaciones diplomáticas con Israel: el estatuto de Jerusalén y los Santos Lugares; la solución del problema palestino por medio de la creación de su hogar nacional; y la preocupación por las minorías católicas en los países árabes, ante el temor de represalias. La Santa Sede no quería crear antagonismos en el mundo árabe, por lo que perseveró en una postura generalmente pro-árabe. Con todo, los portavoces de la Santa Sede indicaron que no tenían reserva alguna sobre la legitimidad del Estado de Israel, reconociéndolo de forma implícita como país miembro de la comunidad internacional. Se podía asumir que la Santa Sede vería la creación del Estado judío como una oportunidad para reparar la injusticia causada por la iglesia a los judíos en el transcurso de las generaciones. Por el contrario, su actitud fue desde un principio negativa y por momentos hostil hasta el establecimiento de las relaciones diplomáticas.

“La Santa Sede y el Estado de Israel, atendiendo al carácter único y a la significación universal de Tierra Santa, conscientes de la naturaleza única de las relaciones entre la Iglesia católica y el pueblo judío, el proceso histórico de reconciliación y de comprensión, y de la amistad mutua creciente entre los católicos y los judíos...”. Con estas palabras se inicia el preámbulo del Acuerdo Fundamental entre el Estado de Israel y la Santa Sede, firmado en Jerusalén el 30 de diciembre de 1993, un acuerdo que allanó el camino hacia el establecimiento de relaciones diplomáticas plenas el 15 de junio de 1994. Evidentemente, no es éste el lenguaje convencional de la diplomacia internacional. Pero no podría ser de otra manera, por cuanto no se trataba de un acto diplomático más sino de un hecho singular, porque singulares son sus protagonistas. Estados con un significado histórico y espiritual innegables: Israel, con una identidad propia, al que está vinculado en forma vital el pueblo judío y la Santa Sede, un Estado según la jurisprudencia internacional pero con una finalidad muy específica, no identificable con la de los demás Estados, pues la Santa Sede es el gobierno de la Iglesia Católica y su acción se dedica fundamentalmente a la Iglesia.

Desde el momento en que se formalizaron las relaciones entre el Estado de Israel y el Vaticano, no han estado exentas de períodos de tensión e incluso de crisis. Cada una de las partes ha sumado errores que los medios de comunicación no dejaron de destacar en vísperas de la visita. Por ejemplo, la sonada controversia causada por la decisión del Papa de renovar la misa en latín, que contiene alusiones agraviantes para los judíos (excluidas posteriormente). Otro tema conflictivo ha sido el reciente levantamiento de la excomunión a los cuatro obispos ordenados por el arzobispo integrista Marcel Lefebvre, uno de los cuales, Richard Williamson, pocas semanas antes había declarado que el Holocausto judío no existió, que no hubo cámaras de gas y que “solo murieron 300.000 judíos”. La reacción de Israel y de las comunidades judías en el mundo obligó al Papa a renovar su “total e indiscutible solidaridad con nuestros hermanos destinatarios de la Primera Alianza” a la vez que expresó su esperanza de “que la memoria del Holocausto sea una advertencia contra el olvido y la negación”, después de aclarar que la cancelación de la excomunión de los lefebvristas no implicaba su restitución a funciones en la Iglesia. Otro tema de discordia sigue siendo la controvertida iniciativa de canonización del Papa de la Segunda Guerra Mundial, Pio XII, cuyo silencio ha sido severamente criticado por los judíos, que consideran que poco o nada hizo para condenar las persecuciones del régimen nazi. Benedicto XVI defendió en más de una oportunidad el papel de Pio XII durante la Segunda Guerra Mundial.

También Israel ha aportado lo suyo: su política en el conflicto con los palestinos ha suscitado críticas en el Vaticano: la política de concesión de visados a miembros del clero originarios de países árabes, sus restricciones a sus movimientos entre Israel y los territorios ocupados, así como las limitaciones que, por razones de seguridad, impone a los fieles residentes en los territorios ocupados, quienes no siempre pueden acceder a los Lugares Santos de Jerusalén, etc. Sobre todo, el Vaticano critica a Israel por la excesiva dilatación de las negociaciones sobre el acuerdo financiero que se refiere a cuestiones fiscales y de la propiedad de algunas instituciones católicas en el Estado de Israel, acuerdo que, según la Iglesia Católica, debe proporcionarle la seguridad jurídica y fiscal necesaria para realizar sus tareas. El ambiente positivo creado por la visita ha permitido, aseguran ambas partes, “significativos progresos en unas negociaciones” que se prolongan desde el establecimiento de relaciones diplomáticas entre la Santa Sede e Israel.

Benedicto XVI y los israelíes

El Papa llegó a Israel precedido por las polémicas causadas por algunos de sus actos. A Israel le interesaba sobremanera la imagen que dejaría la visita del Papa y, por supuesto, su contribución a la profundización del diálogo entre la Santa Sede y el Estado de Israel, mientras que la Iglesia local esperaba la consolidación de su presencia en Israel y en los territorios palestinos. Los palestinos, a su vez, esperaban un respaldo inequívoco del Papa a sus aspiraciones a un Estado propio.

Cada una de las palabras y gestos del Papa fueron examinadas con lupa en la búsqueda de mensajes y significados. En vísperas de su visita, el Patriarca Latino en Jerusalén, Fouad Twal, que había advertido previamente a sus superiores en el Vaticano sobre las dificultades que el Papa encontraría en el curso de su visita, comentó al diario israelí Haaretz: “Lo que más me preocupa son los discursos que el Papa deberá pronunciar aquí. Una palabra a los musulmanes y tendré problemas, otra a los judíos y tendré problemas”. Y problemas no le faltaron.

Apenas arribó a Israel, el Papa Benedicto XVI, en la ceremonia de recepción, condenó con duras palabras el antisemitismo, exigió que no se rebajara el horror del Holocausto y rindió un sentido homenaje a las seis millones de víctimas judías, utilizando, como ya lo hace desde hace tiempo la Iglesia, el término hebreo, Shoah.

Pero sus cálidas palabras no impidieron que el discurso que más expectativas despertara, el pronunciado en el Memorial del Holocausto Yad Vashem, en Jerusalén –en el que proclamó que “los gritos de las víctimas del Holocausto aún resuenan en nuestros corazones”– haya sido reprobado por muchos israelíes, que no ocultaron sus críticas. En su visita a Yad Vashem, la más importante de su periplo para sus anfitriones israelíes debido a las susceptibilidades que despierta entre los judíos en el mundo y en Israel el Holocausto, su alocución suscitó una polémica generalizada. Para algunos se trató del discurso de un teólogo, “académico, didáctico, abstracto” pero carente de la sensibilidad que se requiere del líder máximo de una Iglesia empeñada en el difícil diálogo con el judaísmo. El Papa habló en términos demasiado abstractos sobre la lección del Holocausto. Algunos le reprocharon, por ejemplo, la falta de sensibilidad al no recordar la responsabilidad de los nazis. Habló de muertos y no de asesinados y no expresó remordimiento por lo que hicieron sus compatriotas, comentó un analista israelí. Así como en su reciente visita a África desató un vendaval por lo que dijo, en su visita a Israel causó desencanto por lo que no dijo, editorializó el cotidiano israelí Haaretz.

Muchos esperaban por lo menos una apología de un Papa que, escribe una comentarista israelí, había sido en su juventud miembro de las Juventudes Hitlerianas y sirvió en la Wehrmacht hasta que desertó en 1944. Las críticas motivaron una inusual conferencia de prensa del portavoz de la Santa Sede, Federico Lombardi, que declaró que “nunca, nunca, nunca” el joven Joseph Ratzinger perteneció a las fanáticas Juventudes Hitlerianas (posteriormente debió retractarse porque, efectivamente, Ratzinger había pertenecido a este movimiento) y “que fue enrolado a la fuerza en la unidad de auxiliares de la defensa antiaérea”, por lo que “no tiene que justificarse ante nadie”.

Se equivocaron quienes se apresuraron a criticar al Papa. Benedicto XVI, desde el inicio de su pontificado ha reiterado los singulares lazos que unen a judíos y católicos y repudió el antisemitismo y el negacionismo del Holocausto. Indudablemente, deberán transcurrir aún décadas, sino siglos, antes de que judíos y cristianos puedan desembarazarse del peso de una historia horrenda y de acendrados prejuicios mutuos, pero la actitud del Papa hacia el pueblo judío e Israel ha sido desde el inicio de su pontificado más que positiva, pese a inevitables malentendidos. Se equivocan quienes, al ocuparse de algunas omisiones en su discurso, se apresuraron a enjuiciar al Papa atribuyéndole indiferencia ante el antisemitismo, cuando pocas horas antes, a su llegada, lo había condenado enfáticamente a la vez que señalaba que el vínculo entre el pueblo judío y los cristianos es un vínculo de gran valor histórico. Uno de los más destacados columnistas israelíes, al analizar el acontecimiento, en un artículo titulado “Exageramos”, criticó severamente a los críticos del Papa. De haber examinado sus palabras en su dimensión más profunda, los críticos habrían comprobado que estuvo enfocado en conceptos de la memoria, la memoria de las víctimas. El Papa había elegido la vía de la razón y no la del corazón.

En la ceremonia de despedida en el aeropuerto el Papa tuvo la oportunidad de referirse a las críticas cuando insistió en que el Holocausto nazi nunca debe ser olvidado o negado, pues se trata de un espantoso episodio en el que “tantos judíos fueron brutalmente exterminados por un régimen sin Dios que propagó una ideología de antisemitismo y odio”.

No faltaron expresiones de intolerancia y sobresaltos, como el protagonizado por un clérigo musulmán en el acontecimiento dedicado al diálogo interreligioso en Jerusalén, al que fueron convocados judíos, cristianos y musulmanes, e israelíes y palestinos involucrados en el diálogo. El acto finalizó abruptamente cuando el jeque palestino Taisir Tamini tomó la palabra para lanzar toda clase de exabruptos contra Israel. Cuando se le tradujeron al Papa los comentarios del clérigo, abandonó la sala contrariado, interrumpiéndose así el acto. Esta fue una situación embarazosa similar a la vivida por el Papa Juan Pablo II en su visita a Tierra Santa, en el año 2000, en otro encuentro interreligioso en Jerusalén.

El Papa, Israel y las aspiraciones nacionales de los palestinos

La corta visita de Benedicto XVI a la ciudad palestina de Belén ha sido, en opinión de los palestinos, un éxito político por su impacto entre los palestinos y en el mundo árabe en general.

Antes, ya a su llegada a Israel, había apelado a una reconciliación entre israelíes y palestinos, recordando a los políticos la necesidad de una solución justa al conflicto basada en dos Estados para los dos pueblos. Al despedirse de Israel, en presencia del presidente Shimon Peres y del primer ministro Benjamin Netanyahu, el Papa, además de insistir en la necesidad del reconocimiento universal del derecho a la existencia de Israel en paz y seguridad, recordó el derecho de los palestinos a un hogar nacional soberano e independiente, y “a vivir con dignidad y viajar libremente”. Abiertamente criticó las limitaciones que Israel impone a los palestinos en los territorios ocupados de Cisjordania, con el muro y los puestos de control que dificultan la vida de los palestinos en Cisjordania, así como el bloqueo de la franja de Gaza. “Dejad que la solución de dos Estados se convierta en una realidad y no siga siendo un sueño”, declaró.

En sus declaraciones en Belén, Benedicto XVI abordó todos los problemas que marcan la realidad palestina. Criticó sin ambages la política israelí y apoyó la creación de un Estado palestino. Para el Papa es una tragedia que aún se levanten muros. Junto al muro que Israel levantó en las inmediaciones de Belén, el Papa hizo un llamamiento para que en ambos lados del muro se resista el impulso a vengarse por pérdidas o heridas. Criticó, como era de esperar, la construcción del muro, aunque sin referirse a la razón de Israel para construirlo: la necesidad de encontrar una solución a la ola de atentados terroristas suicidas que había sacudido al país. En el campo de refugiados que visitó habló extensamente sobre la difícil situación de los palestinos.

No obstante, no faltaron críticas por parte de quienes esperaban un apoyo más contundente a las aspiraciones de los palestinos y a las críticas de los islamistas. Algunos líderes islámicos habían llamado con anterioridad a boicotear la visita. La organización extremista islámica palestina Yihad Islámica consideró la visita “un desprecio al sufrimiento del pueblo palestino”. En síntesis, una visita eminentemente política.

Conclusión

Una visita para los libros de historia

El Papa ha cruzado en su visita a Israel y en territorio palestino campos sembrados de minas, saliendo indemne. Aunque no exenta de problemas, ha sido una visita positiva. No faltaron los decepcionados, pero muchas de las críticas que se le hicieron han sido injustificadas y en algunos casos han distorsionado la realidad. Lo atestiguan los supervivientes del Holocausto, así como los rabinos que toman parte en el diálogo judio-católico, que salieron en su defensa. “La visita”, comentó el presidente Peres, “ha sido más una visita para los libros de historia que para la prensa de hoy”. El Papa llegó a Israel en una visita de buena voluntad.

La actitud del Papa hacia el pueblo judío e Israel, aún con anterioridad a su nombramiento para su alta misión, ha sido positiva, pese a algunas de sus problemáticas decisiones. Siendo Cardenal formó parte de la comisión de la Santa Sede que recomendó al Papa Juan Pablo II establecer relaciones diplomáticas con Israel. Ha renovado la expresión de su total solidaridad “con nuestros hermanos de la Primera Alianza” y auguró que la memoria del Holocausto induciría a la humanidad a reflexionar sobre el poder del mal. Su condena del negacionismo habrá llegado seguramente a los oídos del presidente iraní Ahmadineyad, que un día sí y otro también proclama que Israel debe ser borrado del mapa y que el Holocausto no existió. De ahí que, pese a las controversias suscitadas por algunas de sus decisiones en el pasado, el Papa ha sido un huésped bienvenido en Israel.

En las relaciones entre el Estado de Israel y la Santa Sede han surgido no pocos problemas, algunos de los cuales no han encontrado aún soluciones adecuadas. Evidentemente, ambas partes han sumado errores a lo largo de los 15 años transcurridos desde el establecimiento de las relaciones diplomáticas, pero se espera que la atmósfera creada por la visita contribuya a su solución.

La visita de Benedicto XVI ha sido histórica y contribuirá a profundizar el diálogo entre judíos y católicos y entre el Estado de Israel y la Santa Sede. El Papa sigue por el camino trazado por su predecesor Juan Pablo II, que puso a la Iglesia Católica frente a sus responsabilidades históricas con los judíos.

¿Contribuirá, además, la simbólica visita del Papa a la paz en Oriente Medio? ¿Servirán sus llamamientos a la paz en una parte del mundo donde la religión es parte del problema pero no de su solución? Los líderes religiosos que transmiten el verdadero mensaje de sus religiones, que es un mensaje de paz, han dejado un vacío que es ocupado por fanáticos extremistas que manipulan los sentimientos religiosos de los fieles. Quizá la influencia espiritual de un Papa sin divisiones armadas aliente a los verdaderos líderes religiosos a seguir su ejemplo e implicarse a conciencia en la búsqueda de soluciones pacíficas a los problemas que aquejan a esta región, problemas que minan cada vez más su estabilidad y acercan el peligro de nuevos estallidos.