10 de junio de 2009

LA POLÍTICA INTERNACIONAL DE LA SANTA SEDE DURANTE EL PONTIFICADO DE JUAN PABLO II


Ramón Armengod

Karol Wojtyla ha tenido todas las calidades necesarias para convertirse en un protagonista de la opinión pública mundial, basada en la globalización de los medios de comunicación. Europeo por raíz y cultura, su sentido católico del mundo y de la historia le hacen un protagonista en todas las vicisitudes de la sociedad internacional. Gracias a él la autoridad moral internacional deseada por la Iglesia Católica se ha convertido en realidad, utilizando iguales medios que sus predecesores: un mensaje religioso, una comunidad internacional de creyentes y una base de actuación, el Vaticano, minúsculo territorio protegido por un estatus internacional de Estado, cuya población es el conjunto de miembros y empleados de la Santa Sede, organismo superior de coordinación de la Iglesia Católica, cuya espina dorsal es la llamada Curia Romana.

Esta original estructura actúa internacionalmente por medio de una red de representaciones diplomáticas ante los Estados, con observadores muy activos en los Organismos Internacionales creados en el siglo XX, a través de las conferencias episcopales de cada país, y de los propios miembros de la Iglesia comprometidos en las tareas de propagación de las creencias católicas, o en la ayuda y cooperación con los sectores mas desfavorecidos de la comunidad internacional.

Todo ello sirve a la vez a la propagación de su mensaje religioso, la Evangelización, y también a la creación de condiciones que transformen la comunidad internacional en algo más humano y solidario, de acuerdo con el pensamiento católico, creando además una red de información y de actividad en defensa de los proyectos e intereses de la Iglesia Católica.

Juan Pablo II ha sido capaz de movilizar al máximo todas estas capacidades, de utilizar los medios y tecnologías de nuestra época, llevando su mensaje a casi todo el mundo. Para ello ha unido diplomacia y pastoral (actividad política y testimonio religioso) en una actividad viajera de un lado y de otro en una capacidad de acogida en el propio Estado Vaticano de todos cuantos han querido acercarse a él, a su Iglesia, grandes y pequeños.

Junto a los lazos jurídicos creados por la diplomacia clásica de la Santa Sede (concordatos y acuerdos) y las actuaciones internacionales como las declaraciones y mediaciones a favor de la paz y los arbitrajes entre países católicos, la diplomacia de Juan Pablo II se ha empleado en activar el ecumenismo, el dialogo interreligioso y la creación de una nueva sociedad o mejor comunidad internacional, basada en la paz, la solidaridad y la justicia en las difíciles circunstancias del siglo XX.

Así pues Juan Pablo II añade al papel moral y pastoral de la Santa Sede (la presentación de Cristo y de su Iglesia como Salvación del hombre), el esfuerzo por el bien y el progreso de los pueblos, especialmente en su dimensión ética, gracias a la participación de los cristianos y de los hombres de “buena voluntad” en la construcción de un mundo distinto. Para ello el Papa utiliza la aportación de sus antecesores (Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI) y del Concilio Vaticano II al acervo positivo internacional del siglo XX; por ello acude al principio de su pontificado a Naciones Unidas, como lo hizo Pablo VI para ofrecer la “experiencia en humanidad” de la Iglesia Católica, por su participación de siempre en los problemas mundiales.

El Papa polaco señalará dos rasgos prioritarios: el dialogo de la Iglesia con las culturas de nuestro tiempo y el desarrollo de una cultura mundial de los derechos humanos, que irá propagando en sus viajes por el orbe, transformados de encuentros con comunidades católicas en diversos países en un acercamiento no tanto con los Estados como con los pueblos y naciones, enfocado al ser humano en todo momento.

Ello sin olvidar el llevar el mensaje evangélico a los pueblos cuya cultura lo desconoce, cuyas poblaciones se han duplicado en los últimos 25 años, y a los grupos de cristianos en países occidentales que han olvidado la fe, utilizando un lenguaje comprensible.

Para ello culmina la elaboración de una Doctrina internacional de la Iglesia, sobre las estructuras e ideales de la sociedad internacional actual, además de las enseñanzas de la Iglesia sobre la vida social interna de los pueblos; esta elaboración consiste en una interpretación de la realidad internacional y una reflexión sobre su complejidad a la luz de la fe, que es anunciada al tiempo que se denuncian los males e injusticias sociales, dirigidas a encontrar solución a sus problemas, con la colaboración de todos: cristianos creyentes de otras religiones y no creyentes, tal doctrina ha sido incorporada al Catecismo de la Iglesia Católica publicado en diciembre de 1992, que dedica varios de sus punto a temas como: los derechos humanos y de las culturas, la solidaridad internacional, el derecho a la libertad religiosa, la tutela de emigrados y prófugos, la condena de concepciones totalitarias de la comunidad internacional, la promoción de la paz internacional a través de la justicia, las condiciones de legitimidad moral de la guerra, las normas morales que hay que respetar durante los conflictos armados, la crítica de la acumulación de armamentos (producción y comercio internacional de las armas), el destino universal de los bienes de la Tierra en relación con la globalización económica, el respeto de la ecología, las relaciones financieras y comerciales entre los Estados, la reforma de las instituciones económicas y financieras internacionales, la ayuda al desarrollo del tercer mundo, la correcta información en los medios de comunicación internacionales, etc.

Todo ello confirma que Juan Pablo II ha programado su papado para darle a la Santa Sede un papel de referencia ética global, al servicio de la sociedad internacional, especialmente después de la Guerra Fría; personalmente necesitaba y promovía la participación de los laicos, especialmente de los jóvenes, para transmitir la fe y moral de la Iglesia y construir un mundo distinto, aunque con resonancias de lo que fue la Cristiandad histórica, por sus raíces polacas.

La propuesta del difunto pontífice para un orden internacional distinto, se basaba en el Evangelio de la paz, una visión universal de la historia humana a la luz de un vínculo comunitario basado en la verdad, la justicia, la solidaridad y la libertad. Por ello insistía en estructurar a la sociedad internacional como una comunidad que buscase la cooperación y la solución pacífica de los conflictos, basada en el “principio de buena fe” y el primado del derecho, por lo que concedía gran importancia a la mundialización jurídica que había tenido lugar en el siglo XX, por muy imperfecta que fuese. La protección de los derechos humanos debía ser el objeto y fundamento de la comunidad internacional siguiendo la línea de Pío XII, a pesar de las reticencias de la Santa Sede ante ciertos aspectos de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1947.

Al confluir en el Concilio Vaticano II las tres corrientes del pensamiento político europeo, liberalismo, socialismo y cristianismo renovado, la Iglesia amplió la defensa de los derechos de sus miembros a los de todos los hombres, utilizando los principios contenidos en la citada Declaración Universal: la defensa de la vida, la libertad y la seguridad jurídica y económica. Pablo VI concreta esta posición que subraya “la sacralización del hombre como imagen de Dios”, sujeto por tanto de unos derechos universales reconocidos, superiores a los de los Estados o ideologías, siendo la libertad religiosa el primero de tales derechos, incluso cuando no se utilice para buscar la Verdad y adherirse a ella, es decir, respeto a las conciencias y a las otras religiones.
Por tanto, la Santa Sede ha apoyado todas las convenciones internacionales sobre derechos humanos (abolición de la pena de muerte, contra la discriminación racial, protección de los trabajadores emigrantes y refugiados, derechos del niño, protección del medio ambiente, etc.).

Con motivo del 50 aniversario de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 30 de noviembre de 1998, la Santa Sede no solo se unió a la conmemoración general sino que añadió algunas puntualizaciones sobre las novedades que se habían producido en los últimos años: amenazas para los derechos humanos provenientes no de los Estados sino de organizaciones, empresas e individuos que oprimen a millones de personas, así como la defensa de una concepción común universal de los Derechos Humanos (ante las críticas lanzadas por el mundo islámico, de algunas culturas asiáticas y de los restos del comunismo), aunque hubiese tenido una gestación en la cultura occidental.

Otras advertencias de la Santa Sede se referían a la dificultad de la puesta en práctica de los derechos humanos en situación de subdesarrollo y a los abusos de los mismos en las sociedades avanzadas, a la insistencia en la necesidad de que, junto a los derechos humanos, se definiesen los deberes igualmente entre humanos, ante la marginación de las minorías por el etnocentrismo, por el miedo irracional a los extranjeros, etc., criticando las deficiencias en fraternidad y solidaridad que iban en contra de la unidad fundamental de la raza humana y de la inalienable dignidad del ser humano.

Por último, en las declaraciones vaticanas se subrayaba, entre otras, un efecto negativo de la globalización económica: la tendencia a reducir los derechos sociales y económicos a simples aspiraciones, con la excusa de una “progresión gradual” que se estaba convirtiendo en una “postergación indefinida” del desarrollo de los pueblos.

Etapas de la acción internacional del Pontífice

Pueden distinguirse tres períodos:

(1) Desde la elección hasta la caída del Muro de Berlín.
(2) El nuevo desorden internacional: las crisis de Oriente Medio y Balcanes, las conferencias de El Cairo y Pekín, el inicio de las políticas globalizadoras de Washington y la preparación y celebración del Jubileo del año 2000.
(3) Desde el 11 de septiembre de 2001 hasta el final del Pontificado: una Iglesia en el tercer milenio, desbordada por los acontecimientos.

El primer período se caracteriza por la lucha contra el marxismo para la liberación de su Polonia natal, alianza táctica con EEUU (época Reagan), con sus consecuencias en Iberoamérica al identificar la “teología de la liberación” como vehículo del marxismo. Es la época centrada en la defensa de los derechos humanos.

El segundo período, terminada la bipolaridad y la guerra fría, se inicia con el momento de mayor optimismo internacional del Papado, cuando Juan Pablo II cree que el fin del totalitarismo soviético supondrá la recristianización de Europa y se encuentra que el triunfo del capitalismo global va acompañado en su propio continente por el relativismo filosófico posmoderno, el decaimiento de los valores morales tradicionales y la utilización de la libertad política para incrementar más el consumo económico que el nivel de vida moral.

Comienza la áspera lucha del Pontífice contra la utilización de mecanismos y libertades democráticas para redefinir las relaciones sociales en términos de permisividad, relativismo e individualismo.

En el plano internacional se establece un forcejeo con la globalización económica norteamericana, fruto de un mercado mundial que se impone a cualquier consideración ética, religiosa o cultural. Es el momento en que las conferencias de El Cairo y Pekín tratan de utilizar el problema demográfico para ocultar los efectos injustos de la distribución de los recursos económicos a favor de los Estados occidentales, aumentando las desigualdades entre pueblos y naciones: no se intenta mejorar el reparto de la riqueza global, sino de disminuir el numero de los hambrientos a través del control de la natalidad.

En este período se formulan los fundamentos de la nueva evangelización, que no es solo una puesta al día del mensaje evangélico, interpretado según la tradición católica, sino un desafío a la nueva constelación de valores, combinación de laicismo, liberalismo económico y relativismo filosófico y ético. Ello no afecta a las relaciones puramente estatales del Vaticano, pero sí tensará el dialogo entre los dos humanismos europeos, el nacido de la Ilustración y de la Revolución Francesa y el católico, basado en un derecho natural interpretado por la Iglesia.

También en estos años se consolidan las dificultades que el islam, las religiones orientales y el comunismo chino presentan para el catolicismo, así como los sufrimientos de las comunidades católicas en el continente africano.

El Jubileo del año 2000 será la culminación de la universalidad del Pontificado: peregrinos de todo el mundo devolverán la visita de Juan Pablo II a sus países, congregándose en Roma.

El tercer milenio comienza con la aparición pública y dramática del terrorismo internacional el 11 de septiembre de 2001, provocando una respuesta de la democracia “imperial” norteamericana que va a sacudir los parámetros jurídicos de una sociedad internacional en cambio acelerado, cuyo organismo representativo de las Naciones Unidas está pasando por una crisis de adaptación a las nuevas realidades. El primer mandato del presidente George W. Bush convierte al mundo en el espacio de seguridad de la superpotencia norteamericana, que impone sus intereses y objetivos a la sociedad internacional, a pesar de no contar con un poder total sobre la misma. Ello impacta negativamente en una obsoleta legalidad internacional, sin proponer una alternativa válida o una reforma consensuada con los otros actores internacionales.

El Vaticano de Juan Pablo II se opone a la guerra como instrumento de política internacional y se alinea con las potencias europeas en su defensa de la legalidad internacional construida con grandes esfuerzos en la segunda mitad del siglo XX. El “no a la guerra” contra Irak del Vaticano coincide con el rechazo de las opiniones públicas occidentales al unilateralismo de Washington, aunque esté basado en razones distintas del anti-americanismo: defensa de la justicia y de la paz como fines y valores de la sociedad internacional, a través del dialogo y del “perdón” (o sea, la liquidación de las represalias mutuas) y de una mejor distribución de los beneficios económicos y tecnológicos promovidos por Occidente. También influye en la posición vaticana el deseo de mantener el dialogo con el islam, para proteger a las comunidades cristianas en tierras islámicas y para desmentir la teoría y realidad del “choque entre civilizaciones”, que sirve para ahondar las diferencias entre occidente y el mundo musulmán y da la razón al radicalismo islamista, caldo de cultivo del terrorismo.

Otro combate de los últimos años del pontificado ha sido el intento de mantener la presencia católica en los Estados europeos y su participación en la construcción de Europa. El proyecto de Constitución Europea ha significado un revés para la diplomacia vaticana, a pesar de mantenerse a nivel estatal el statu quo Iglesia-sociedades europeas y la promesa de un diálogo constante entre Bruselas y la Santa Sede: la no mención de las raíces cristianas de Europa es la punta del iceberg de la reacción laicista ante el programa de Juan Pablo II para restablecer la cristiandad del siglo XXI en el viejo continente.

Es también el período del desencanto y del descenso de la actividad del propio Pontífice: los viajes continúan pero los resultados políticos son menos visibles: por ejemplo, la resistencia del Patriarcado de Moscú a que se invite al Papa a Rusia, la negativa del gobierno de China a recibirle, etc.

La peregrinación de Karol Wojtyla a Tierra Santa y Jerusalén y sus encuentros con los jóvenes han sido su recompensa en sus últimos años, en los que, a su envejecimiento sufriente, se añadía su percepción de cómo la sociedad internacional empeoraba, a ritmo acelerado, en carencias de paz, solidaridad y ética, dentro de una gigantesca evolución económica y tecnológica que, empezando por la biotecnología, ponía en riesgo la propia naturaleza humana.

Conclusiones

En sus últimos años, el Papa retomó sus críticas personales a la globalización económica y cultural que muchos, incluso entre sus partidarios neoconservadores en la Iglesia, consideran como la única vía al futuro, por más que cause muchas injusticias sociales y destrucciones ecológicas innecesarias. En todo caso, la herencia internacional de Juan Pablo II sólo será valorada con justeza por las generaciones futuras, a las que ha querido dar esperanza y protagonismo.