10 de junio de 2009

UN NEOCONSERVADOR SIGUE ADELANTE


Andrew J. Bacevich

Si un neoconservador es un liberal que fue atracado por la realidad, como alguna vez lo afirmó Irving Kristol, ¿qué es un neoconservador que fue atracado una vez más? Un realista.

Al menos, eso podría concluirse después de leer el libro de Robert Kagan, The Return of History and the End of Dreams. Durante las pasadas dos décadas, Kagan ha sobresalido como el principal teórico en política exterior del movimiento neoconservador. Autor de numerosos editoriales y ensayos y firmante de manifiestos de la organización neoconservadora Proyecto para el Nuevo Siglo Estadounidense, también ha escrito libros serios. Entre ellos, vale la pena mencionar Dangerous Nation de 2006, el primer volumen de un ambicioso proyecto de dos partes que replantea toda la historia del arte de gobernar estadounidense como una afirmación de ideales y aspiraciones neoconservadoras. Sin embargo, en sus más recientes cavilaciones sobre política internacional, Kagan evita en gran medida la teología neoconservadora y, en cambio, trata temas que evocan a los grandes realistas estadounidenses Hans Morgenthau y Reinhold Niebuhr. Kagan alguna vez declaró que creía que “hay algo en el realismo que está directamente en contra de los principios fundamentales de la sociedad estadounidense”. Pero ahora él hace uso de los principios realistas para explicar el mundo.

O al menos la mayor parte del mundo. Entre la gran profusión de libros recientes sobre la política exterior estadounidense, The Return of History destaca en un aspecto en particular: prácticamente ignora la debacle continua que es la guerra en Iraq, una guerra que los neoconservadores como Kagan apoyaron tan apasionadamente en 2003. Para ser justos, los neoconservadores no maquinaron la guerra; fue George W. Bush quien eligió invadir Iraq y la principal responsabilidad de todo lo que ha sucedido desde entonces recae en él. Sin embargo, Kagan se encontraba entre los que apoyaban la guerra, y calificó de “nerviosas mariquitas” a quienes tuvieron la temeridad de sugerir que derrocar a Saddam Hussein podía ser insensato. Ahora, en lugar de reflexionar, abiertamente y con humildad, sobre todo lo que ha salido mal desde marzo de 2003, el principal teórico en política exterior del movimiento neoconservador ha decidido ver la guerra en su espejo retrovisor. Mientras los soldados estadounidenses siguen atascados en Iraq, Kagan está pasando a otros asuntos.

Soñadores

Kagan sigue adelante por medio de un vistazo al pasado, y se ocupa principalmente de lo que precedió a Iraq. Y se ocupa fundamentalmente con ideas, siguiendo el ejemplo de Kristol, el fundador del neoconservadurismo, quien alguna vez afirmó: “Lo que rige al mundo son las ideas, porque las ideas definen la manera como se percibe la realidad”. Durante la década entre el final de la Guerra Fría y los ataques del 11 de septiembre de 2001, comentaristas ansiosos de trazar el curso futuro de la política exterior estadounidense produjeron una gran cantidad de tales ideas —o “sueños”, según el título del libro de Kagan—, incluida la defectuosa noción de que el final de la rivalidad entre Estados Unidos y la Unión Soviética anunciaba un cambio fundamental en el orden internacional.

Pero “¿qué razón había para prensar que después de 1989 la humanidad estaría al borde de un orden totalmente nuevo?”, se pregunta Kagan con evidente exasperación. Según él, eso nunca estuvo entre las opciones posibles. “La gente y sus líderes añoraban ‘un mundo transformado’ ”, escribe, citando con sorna el título de las memorias de George H. W. Bush, publicadas en 1998. “Pero eso era un espejismo. El mundo no se ha transformado”. En cambio, las férreas leyes de la historia y de la política han permanecido intactas, y “las luchas por el estatus y la influencia en el mundo han regresado como rasgos centrales de la escena internacional”. La competencia entre las grandes potencias definirá al siglo XXI, asevera Kagan, “produciendo alianzas y contraalianzas, y las elaboradas danzas y asociaciones cambiantes que cualquier diplomático del siglo XIX reconocería de inmediato”. En otras palabras, la geopolítica está de regreso.

Kagan no identifica a los necios que se engañaron y que embaucaron a todos los demás con sus perspectivas de un mundo transformado. Se conforma con hacer desdeñosas alusiones a figuras sin nombre que promovieron las ingenuas ilusiones de “Estados-nación que crecen unidos o desaparecen [¿un derechazo a Jessica Tuchman Mathews?], conflictos ideológicos que se disuelven [¿una patada a Francis Fukuyama?], culturas entremezcladas [¿recuerdan los omnipresentes anuncios de Benetton?] y una mayor libertad en el comercio y en las comunicaciones [¿Bill Clinton parafraseando a Thomas Friedman?]”.

El catálogo de Kagan de las ideas que surgieron durante los excitantes días posteriores a la caída de la Unión Soviética no es sino selectivo. Sin duda, las grandes ideas que asombraron a los miembros de la élite política estadounidense en la década de los noventa lucen bastante desgastadas en la actualidad. Pero culpar a personas como Mathews, Fukuyama y Friedman del predicamento actual de Estados Unidos es como culpar a Harriet Beecher Stowe de la Guerra Civil estadounidense: libera a los verdaderos culpables. Las ideas que han importado realmente son las que influyeron en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2002 y en el segundo discurso de toma de posesión de Bush, que articulaban su “agenda por la libertad” y su doctrina de guerra preventiva, es decir, las bases intelectuales no sólo para la invasión de Iraq, sino también para la guerra global contra el terrorismo. De esas ideas, cubiertas con las huellas digitales de los neoconservadores, Kagan extrañamente dice poco.

Sobre todo, Kagan no menciona su propia aportación a la promoción de ilusiones finiseculares. Cuando escribió Present Dangers con el comentarista William Kristol hace aproximadamente una década, estaba entre los que expresaron gran certidumbre de que, con el fin de la Guerra Fría, “el mundo, en efecto, se había transformado”, haciéndolo, además, “a imagen y semejanza de Estados Unidos”. Él y Kristol argumentaban que, con la desintegración del imperio soviético, Estados Unidos había alcanzado una posición de superioridad “sin paralelo desde que Roma dominó al mundo mediterráneo” —un prestigio, agregaron, que “reforzaba lo que el presidente George Bush llamaba con razón ‘un nuevo orden mundial’ ”—. Para mantener esta posición excepcionalmente ventajosa, los formuladores de políticas públicas en Estados Unidos simplemente necesitaban deshacerse de cualquier reticencia que tuvieran para ejercer lo que Kagan y Kristol llamaron la “hegemonía global benevolente”.

El Kagan de antaño, por ende, tenía poca paciencia con los realistas, que citaban hasta la saciedad la advertencia de John Quincy Adams sobre los peligros de “salir al mundo en busca de monstruos que destruir”. Después de todo, afirmaba Kagan (y Kristol), Estados Unidos poseía más que suficiente “capacidad para contener o destruir a muchos de los monstruos del mundo, la mayoría de los cuales [podían] encontrarse sin tener que buscar mucho”. Ansioso por utilizar dicho poder, en el libro publicado en 2000, Kagan fomentó una estrategia amplia de cambio de regímenes “en Bagdad y Belgrado, en Pyongyang y Beijing, y allí donde los gobiernos despóticos adquieran el poderío militar para amenazar a sus vecinos, a nuestros aliados y a Estados Unidos mismo”.

Para Kagan, la unión del poderío de Estados Unidos con los valores estadounidenses después de la Guerra Fría hizo que la geopolítica se volviera obsoleta. Lo que era imperioso era conservar la fe en la misión estadounidense. Dado que “los principios de la Declaración de Independencia no son simplemente las opciones de una cultura en particular, sino que son verdades ‘evidentes’ universales e imperecederas”, como Kristol y Kagan lo expresaron en un ensayo escrito en 1996 para Foreign Affairs, combatir monstruos se convirtió en una especie de deber; eludir tal deber, por otro lado, era como sucumbir ante “una política de cobardía y deshonor”. Emprender una ofensiva final contra los últimos reductos iliberales del mundo era “disfrutar la oportunidad para la participación nacional, aceptar la posibilidad de la grandeza nacional y reinstaurar un sentido de lo heroico” —lo heroico se había perdido, según Kagan y Kristol, cuando terminó la era de la Guerra Fría—.

¿Robert el realista?

En The Return of History, Kagan ofrece una visión decididamente distinta. Tras haber denunciado a los realistas en el pasado y calificarlos como “pesimistas profesionales”, ahora acepta que “los realistas tienen una comprensión más clara de la naturaleza inalterable de los seres humanos”. El colapso del comunismo, escribe ahora, produjo “no una transformación, sino una simple pausa en la competencia interminable entre los países y los pueblos”. En una declaración que Morgenthau y Niebuhr seguramente habrían suscrito, incluso concede que “no es tan fácil escapar de la historia”.

Si el Kagan de antaño expresó un considerable optimismo acerca de la capacidad de Estados Unidos para extender la libertad, la democracia y otros principios consagrados en la Declaración de Independencia, el nuevo Kagan pone los “valores universales” entre comillas, como para distanciarse de las declaraciones de Thomas Jefferson. Kagan descarta categóricamente la noción de que el avance de la democracia refleja “solamente la revelación de ciertos procesos ineludibles de desarrollo político y económico”. De hecho, reconoce: “En realidad, ni siquiera sabemos si existe un proceso evolutivo como ése, con etapas predecibles y causas y efectos conocidos”. Sería un poco como si un alto funcionario del Vaticano se mostrara escéptico ante la resurrección de Jesucristo.

Copiando de la tradición realista, Kagan esboza las características de la competencia entre las grandes potencias que él espera definirá al siglo XXI, con China, Europa, India, Japón, Rusia y, por supuesto, Estados Unidos como jugadores clave. En el proceso, se enfrasca en una sobresimplificación considerable y en algo más que un poco de sensacionalismo. Para justificar que Japón quede en este grupo, por ejemplo, Kagan afirma que Tokio actualmente “muestra ambiciones de gran potencia” e incluso desempeña un “papel militar global”. Sin embargo, el gasto militar de Japón de hecho se ha reducido en años recientes; la prioridad de seguridad nacional del país no es proyectar poder, sino un sistema defensivo de misiles balísticos. Como participante en los asuntos militares globales, Japón queda muy por detrás de Canadá.

Kagan ve el ascenso de China y el resurgimiento de Rusia como problemas potenciales: ambos son Estados autoritarios cuyas ambiciones podrían amenazar la estabilidad internacional. Como respuesta, hace un llamado para la formación de una “Liga de las Democracias”, liderada por Estados Unidos y que incluya a Estados europeos; esta liga realizaría “reuniones y consultas regulares sobre los asuntos del momento entre los países democráticos”. (Titular: “¡Marte y Venus anuncian planes de boda!”). El hecho de que ahora defienda la creación de una sociedad de diálogo muestra qué tan lejos ha viajado Kagan desde los días en que pregonaba los beneficios de la hegemonía global de Estados Unidos. Es difícil prever lo que lograría esta liga, aparte de proporcionar prebendas para gran cantidad de funcionarios gubernamentales y funcionarios públicos de segundo nivel. Con toda probabilidad, sería una nueva OTAN sin el poder o la cohesión de la anterior.

¿Qué papel desempeña el radicalismo islamista violento en esta visión del siglo XXI? Para Kagan, después de todo, la amenaza resulta no ser tan grande. Agradablemente desprovisto de referencias incendiarias al “fascismo islámico” o a la Cuarta Guerra Mundial, The Return of History no prevé un nuevo califato que tome el control del mundo musulmán y trate de imponer la sharia sobre Occidente. Kagan considera que la causa islamista está condenada a fracasar. Describe el islam político como un “sueño imposible” y cree (correctamente, desde mi punto de vista) que “en la lucha entre el tradicionalismo y la modernidad, la tradición no puede ganar”. Por lo tanto, para Kagan, iniciar un ataque global total contra el terrorismo ya no es una prioridad.
Tampoco lo es la guerra en Iraq. En el período previo a la invasión estadounidense de 2003, Kagan, en un artículo para The Washington Post, describió Iraq como un “pivote histórico” y los acontecimientos en ese país como destinados a “dar forma al curso de la política del Medio Oriente, y por ende de la política mundial, tanto en este momento como para el resto de este siglo”. Después de 5 años de lucha, de la muerte de más de 4 000 estadounidenses, del despilfarro de muchos cientos de miles de millones de dólares y alrededor de 140 000 soldados estadounidenses todavía en el terreno, parece que ya no piensa así. The Return of History apenas menciona a Iraq. Para Kagan, al menos, mientras más tiempo dure la guerra, menos importante es. En este aspecto, es como un halcón de la década de los sesenta que escribiera un libro en 1968 en el que se redujera la Guerra de Vietnam a un par de oraciones.

La excepción a la regla

Hay un punto central en el que el nuevo Kagan coincide con el anterior: las limitaciones del realismo no se aplican a Estados Unidos. Para Kagan, el “sentido de una misión universal y la creencia en la virtud de su propio poder” de Estados Unidos guían su comportamiento. Esto, según su punto de vista, es bueno. De la virtud surge la asertividad y, en efecto, Estados Unidos ha “intervenido y derrocado gobiernos soberanos decenas de veces a lo largo de su historia”. Kagan caracteriza a la política estadounidense como inherentemente “expansiva e incluso agresiva” y como una política que obtiene su fuerza de una serie de convicciones centrales profundamente asimiladas. Entre las principales se encuentra la creencia de que para garantizar la libertad y prosperidad de los estadounidenses es necesario que el mundo se adhiera a los principios de Estados Unidos (o “universales”, con comillas, como Kagan podría decir).


La mayoría de los ciudadanos de Estados Unidos y casi todos sus políticos pretenden lo contrario: prefieren verse como “un pueblo introvertido e insular, que siempre está a un paso de recluirse en su fortaleza”. Kagan correctamente descarta lo anterior como una simple pose. En efecto, se alinea con la tradición historiográfica fundada por Charles Beard y posteriormente refinada por William Appleman Williams. Esto es más que ligeramente irónico, dado que tanto Beard (uno de los principales críticos de la intervención de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial) como Williams (el padre fundador del revisionismo de la Guerra Fría) rechazaron la narrativa heroica de la historia de Estados Unidos que suscriben los neoconservadores como Kagan. Sin embargo, en sus escritos recientes, Kagan se une a estos revisionistas para desacreditar el mito del aislacionismo estadounidense. Reconoce la íntima pero flexible relación entre los ideales de Estados Unidos y su búsqueda incesante de intereses más tangibles, la clara alineación entre los imperativos de la moral y los del poder. Cuando se burla de la pretendida inocencia de los estadounidenses —“Es como si Estados Unidos hubiese llegado a la actual cúspide del poder global por accidente, como si los estadounidenses no desearan ni disfrutaran su papel como la potencia mundial más influyente”—, parecería casi como si Kagan hablara por Williams, quien hace más de tres décadas dijo que los historiadores evadían la realidad del poderío estadounidense: “Todos han escrito, queriendo o no, o con una suerte de certidumbre a priori que le cierra la puerta a la verdad, que el imperio estadounidense simplemente creció sin darse cuenta”.

Desafortunadamente, Kagan difiere de Beard y Williams en un aspecto fundamental. Mientras ellos veían la tendencia de Estados Unidos al expansionismo como algo problemático, él no lo considera así. Sin importar si el objetivo del país era el imperialismo, la hegemonía o hacer que el mundo fuera más seguro para la democracia, Beard y Williams creían que el expansionismo estaba fundamentalmente reñido con los intereses de largo plazo del pueblo estadounidense. Ellos proponían que, en lugar de buscar soluciones en el exterior para los problemas que afectaban a Estados Unidos, los estadounidenses debían aprender a vivir con sus propior medios. Beard y Williams reconocían que esto podría requerir un cambio sustancial de los principios fundamentales que rigen el estilo de vida estadounidense. Sin embargo, creían que la transformación de Estados Unidos sería probablemente una tarea más sencilla que transformar al mundo con el fin de mantener la autoindulgencia y el despilfarro estadounidenses.

A pesar de su recién descubierto realismo, Kagan se niega a considerar la posibilidad de que Estados Unidos y los estadounidenses deban cambiar. No hace esfuerzo alguno por evaluar si el reciente reavivamiento del gobierno de Bush de una concepción expansionista de estatismo sirve a los intereses actuales de Estados Unidos.

¿Ha aumentado el bienestar del pueblo estadounidense la doctrina de la guerra preventiva? ¿ Ha mejorado la posición de Estados Unidos en el mundo el interés del presidente Bush en la “agenda de la libertad”? ¿O acaso las políticas diseñadas tras el 11-S han dilapidado el poder de Estados Unidos y multiplicado sus problemas?

Aunque hay abundante evidencia empírica directamente sobre estas preguntas, Kagan casi no muestra interés en dichos datos. Tiene poco tiempo para tomar en consideración los costos de las agresivas políticas de Bush en el Medio Oriente, aunque, según algunas estimaciones, el precio de la guerra en Iraq por sí sola podría rayar en los billones de dólares. Los indicadores clave de salud económica básica, tales como el monto de la deuda nacional, la fortaleza del dólar, el alcance del déficit comercial y la cada vez mayor dependencia del país del petróleo importado, no figuran en su análisis, incluso a pesar de que todos han empeorado durante el mandato del presidente Bush.

Para Kagan, Estados Unidos sigue siendo indispensable. “Aún es la piedra angular del arco”, escribe. “Retírenla y el arco se colapsará.” En este aspecto, Kagan, el converso reciente al realismo, da paso a Kagan, el neoconservador incorregible, quien se rehúsa a reconocer que la política exterior tradicional de expansionismo aplicada por Estados Unidos ha sido contraproducente desde hace mucho tiempo. Desde finales de la Guerra de Independencia estadounidense y hasta la década de los cincuenta, el expansionismo sí aumentó el poderío y la riqueza de Estados Unidos y, en efecto, logró que la libertad estuviera al alcance de un mayor número de estadounidenses; sin embargo, esa correlación se rompió en los años sesenta. Los esfuerzos expansionistas recientes —como el malhadado intento del presidente Bush de pacificar al mundo musulmán— han servido únicamente para disipar el poder de Estados Unidos, debilitando al mismo tiempo la economía y creando pretextos para que el gobierno reduzca las libertades individuales en el país. El expansionismo ya no ofrece una salida, y este hecho, tanto o quizá más que el auge de China o el resurgimiento de Rusia, define al mundo con el que hay que lidiar en la actualidad. Pero Kagan, deseoso de seguir adelante, de enterrar la guerra en Iraq y ocultar toda la era posterior al 11-S, que él y otros neoconservadores han malinterpretado tan profundamente, no puede o no quiere reconocer esta nueva realidad.