10 de junio de 2008

LA CIVILIZACIÓN AMERICANA


Charles Jones*

Civilizaciones contrastadas

Poco después de la caída de la Unión Soviética, se hizo célebre el postulado de Samuel Huntington de que el choque de las ideologías que había caracterizado buena parte del siglo XX estaba en peligro de ser reemplazado por un choque de civilizaciones. En el frenesí que siguió, sólo tres de las siete civilizaciones candidatas de Huntington atrajeron la mayor atención. Éstas fueron el Islam, China y Occidente. El debate sobre América Latina como una civilización aparte no fue extenso y tendió a concentrarse en la posición de México como, en palabras de Huntington, una "nación desgarrada". Se decía que los mexicanos no podían determinar si pertenecían a Occidente o a América Latina, en forma semejante a como, al parecer, los turcos estaban suspendidos incómodamente entre Occidente y el Islam.

Una década después parecía que México no había logrado enfrentar el desafío. Por tal razón, la emigración desde México, y a través de él, hacia Estados Unidos planteaba entonces un reto grave e inédito para la identidad nacional estadounidense. El propio Estados Unidos parecía desgarrado, y Huntington aconsejó al otrora líder de Occidente contemplar su propia casa y poner resistencia a las formas liberales cosmopolitas y neoconservadoras de compromiso activo con el mundo en general.

Huntington colocó las fronteras entre civilizaciones en el lugar equivocado. Lo que es peor, tergiversó lo que es una civilización y, en consecuencia, qué representan las fronteras de las civilizaciones. Hay dos razones por las cuales lo hizo. La primera fue la incapacidad de extender, en su análisis de la territorialidad, el constructivismo social, escrupuloso si bien un tanto inflexible, con el cual había delineado la progresiva integración de valores esenciales en las instituciones estadounidenses. La segunda fue que se basó demasiado y sin sentido crítico en interpretaciones históricas que hacían agua. Después hablaremos más de esto.

El argumento presentado aquí es que no existe una civilización occidental individual o que, si la hay, existe una línea de fractura que separa a Europa Occidental del hemisferio occidental en todo tan real (o no) como la línea (trazada en gran parte por Huntington) que separa a Europa Occidental de la cristiandad ortodoxa y que se remonta hasta la división del Imperio Romano. Existe una civilización americana, sin duda, pero abarca a todo el hemisferio y se define brevemente como un proyecto distintivo de modernidad que consiste en el intento de crear repúblicas liberales en sociedades multirraciales.

Las capacidades con las que los diferentes estados americanos (y no me refiero a Colorado o Dakota del Sur) se han acercado a esta tarea y el éxito del que han gozado, por supuesto, han variado muchísimo. Está claro que Estados Unidos de América, según casi todos los criterios, ha sido de los más exitosos. Pero lo que unifica a una civilización no son sus logros, como se señala con los índices de desarrollo o de democracia, y aún menos por algún conjunto arbitrario de variables relacionadas con la urbanización, por decir, o con la productividad, que con demasiada facilidad agrupa a países con historias y valores radicalmente diferentes. El pegamento cultural de las civilizaciones no es un producto o un logro, sino el proyecto compartido y la gama típica de caminos por los cuales se intenta su realización.

La sustantiva división cultural entre América y Europa Occidental no ha pasado inadvertida. Con mucha frecuencia, sin embargo, se ha trazado un contraste entre Estados Unidos y Europa señalando diferencias que, si se miran con más cuidado, pueden ser consideradas como algo que divide a Europa del continente americano como un todo. La religiosidad, según varios criterios, es mayor en Estados Unidos que en Europa Occidental. Pero los mismos criterios indican que los niveles de religiosidad en América Latina son muy similares a los de Estados Unidos. Las tasas de homicidios en las principales ciudades son un segundo fenómeno que se ha esgrimido para diferenciar a Estados Unidos de Europa. Pero Caracas, Rio de Janeiro y Bogotá pueden sostenerse contra cualquier cifra que al respecto Estados Unidos pueda ofrecer. Las tasas de encarcelamiento y la composición étnica de los presos también apuntan a un factor de comparación en la mayor parte del hemisferio, dada la sobrerrepresentación de poblaciones afroamericanas e indígenas (que no siempre son minorías). Sólo ahora los Estados de Europa Occidental empiezan a experimentar los niveles de diversidad étnica que ya caracterizaban a los Estados americanos incluso antes de las masivas inmigraciones europeas del siglo XIX. Los Estados de América surgieron de sociedades con diversidad étnica; los de Europa Occidental, mucho menos.

Tales variables, podría objetarse, no son menos arbitrarias que las empleadas para conceptualizar a Occidente. No es así; son sintomáticas del camino característico americano a través de la modernidad.

Tres concepciones de la modernidad

Solía pensarse que la modernidad era un proceso de difusión tecnológica que partía de un núcleo noratlántico vanguardista. La historiografía reciente ha puesto en entredicho este modelo al reconocer que hay múltiples modernidades, que surgieron independientemente en Asia y en Europa e interactuaron de formas complejas mediante sistemas comerciales y financieros cada vez más integrados, en especial durante la primera globalización de las postrimerías del siglo XIX. Sin embargo, conviene recordar que el alba de la modernidad no siempre se fechó en los finales del siglo XVIII, ya que esto tiene implicaciones específicas para el significado histórico de América.

Por convención, las generaciones anteriores seguían datando el fin de la antigüedad en la caída de Roma en 410 d.C. y el final del periodo medieval en la caída de Constantinopla en 1453 de nuestra era. El periodo moderno de Europa nació al concluir esta segunda catástrofe, que rompió el último eslabón que quedaba con el mundo antiguo. Muy poco después, los descubrimientos en América trastornaron la visión cristiana del mundo, en la cual los tres continentes conocidos -- Europa, África y Asia -- se habían considerado análogos a la Trinidad, pues en conjunto constituían un mundo perfecto, cosa que equivale a decir un mundo completo. Por tanto, América representaba un desafío radical a la cosmología de la época.

El descubrimiento de un nuevo mundo alteró todo. Pero mientras Europa empezaba la creación de los Estados modernos y las economías nacionales en un panorama en el que los restos del imperio universal y la Iglesia aún descollaban irritantemente sobre las limitadas libertades, la costumbre y los privilegios, América constituía una hoja en blanco y planteaba la pregunta de si debería desarrollarse a imitación de Europa o en alguna manera completamente diferente. Puede concebirse a América, entonces, no sólo como una entre una multiplicidad de modernidades, sino como el arquetipo de la modernidad. Pues mientras el proyecto de la modernidad podía ser una aspiración en Europa, habitada por derechos consuetudinarios e instituciones arraigadas, apareció más genuinamente viable en el nuevo continente, que fue imaginado, por turnos, como un nuevo Edén y un territorio virgen ilimitado.

Fue en este espíritu que Hannah Arendt sostenía que la idea misma de revolución era americana de origen. "Hablando simbólicamente -- continuaba -- se puede decir que el escenario estaba preparado para las revoluciones en el sentido moderno de un cambio completo de la sociedad, cuando John Adams, más de una década antes del estallido real de la Revolución Americana [Guerra de Independencia], pudo afirmar: 'Siempre consideré la colonización de América como el inicio de un gran esquema y propósito en la Providencia para la iluminación de los ignorantes y la emancipación de la parte servil de la humanidad en toda la tierra'". (Arendt, On Revolution, 1963, Londres, 1973, p. 23.)

Lo que esto significaba en términos prácticos era que toda clase de experimentos sociales que en esa época no podían emprenderse fácilmente en Europa Occidental resultaron posibles durante el periodo moderno temprano en América, entre ellos el genocidio, el uso de la esclavitud y otras formas de trabajo forzado y la creación de comunidades sectarias aisladas, sea de jesuitas en Paraguay o de mormones en Utah. Entretejida con esto estaba la primacía atribuida a la cultura material y a la acción humana: una intención más deliberada para los ahorros, a diferencia de su evolución en la vieja Europa, una asociación más fácil de la situación social con la riqueza y el consumo y un entusiasmo más vivo por lo que Anthony Trollope denominó las "inventivas".

El resultado ha sido que las formas nacionales americanas de modernidad, sea en Argentina o Perú, han mostrado un fuerte parecido familiar entre sí. No es que América haya sido, por decir, más proteccionista o más liberal que los Estados europeos, sino que las formas en que el medio ambiente, el trabajo y la economía política han sido percibidos, y los discursos que derivaron de esas percepciones, han tenido un sabor peculiarmente americano. De nuevo, no es que los americanos, del Norte y del Sur, sean más o menos civiles o violentos que los europeos, sino que las complejas relaciones entre violencia pública, constitución política, ciudadanía y el imperio de la ley en América tienen un estilo propio, distinguible del igualmente diverso conjunto de relaciones que constituyen la vida política en Europa Occidental.

Los americanos, del Norte y del Sur, han sido muy conscientes de la tradición republicana, y sus fracasos constitucionales, tanto como sus éxitos ocasionales, son testimonio de ello. Los americanos, del Norte y del Sur, se han opuesto más drásticamente y más a menudo que los liberales de Europa Occidental al carácter inherentemente excluyente del liberalismo. Pero los americanos, del Norte y del Sur, han demostrado también, sobre todo durante el periodo en que el autodestructivo militarismo y el expansionismo europeos se encontraban, entre 1870 y mediados del siglo XX, en su peor momento, una conciencia mucho mayor que los europeos de la posibilidad de relaciones regidas por leyes entre Estados gobernados por leyes. Durante este agitado periodo aquéllos tuvieron menos guerras entre sí y llevaron más adelante sus experimentos con métodos pacíficos de resolución de conflictos y el desarrollo de un organismo de derecho internacional regional que cualquier otro continente o región. Para bien o para mal, sus fuerzas armadas siguieron mirando con frecuencia hacia dentro como al exterior y practicaron la aniquilación, la construcción de infraestructura física e ingeniería social tan a menudo como entablaron guerras convencionales interestatales. Éstos y otros puntos en común apuntalan y habitualmente ayudan a explicar las concordancias superficiales en los niveles de religiosidad, tasas de homicidio urbano y otros similares de los que ya se hizo mención.

Se objetará que el elefante que está en esta habitación es el largo historial de imperialismo y militarismo estadounidense, a lo cual la respuesta tiene que ser que a Estados Unidos, en efecto, se le puede haber pasado la mano, pero que incluso cuando es más despiadado sigue un camino reconociblemente americano. La razón de que se comporte como lo hace no es porque sea sui generis, como a menudo se pretende, sino porque es americano, con todo lo que ello implica en cuanto a las interpretaciones de la ley, la constitución, la economía y la sociedad. En otras palabras, comprender la historia del hemisferio como un todo es adquirir una regla para calibrar la naturaleza y el grado de la desviación estadounidense y quizás incluso amonestarla.

Una historia americana común

¿Por qué todo esto no parece más obvio? ¿Por qué, al contrario, parece tan natural distinguir entre un Sur católico, corporativista y menos desarrollado en lo económico y un Norte protestante, liberal y emprendedor? La respuesta es que varios siglos de una cuidadosa construcción ideológica han hecho de la división entre la América anglosajona y la América latina parte del fundamento de sentido común que rara vez ponemos en duda, pero que deberíamos cuestionar constantemente.

En un grado que no debería asombrar tanto como lo hace, esta obra resulta haber sido una consecuencia involuntaria de las rivalidades europeas. La misma palabra "latina", que se ha usado desde la década de 1880 para designar a la América de hablas española y portuguesa, fue acuñada por propagandistas franceses cuando ajustaban cuentas con Gran Bretaña y una Alemania en ascenso en el tercer cuarto del siglo XIX. La Leyenda Negra de la intolerancia católica y del absolutismo de los Habsburgo fue fomentada por propagandistas ingleses durante los dos largos siglos de guerra intermitente con España y pronto se arraigó en las vulnerables colonias inglesas donde durante muchos años la amenaza de las armas españolas y francesas fue constante e inmediata. La romantización decimonónica de los historiadores de Nueva Inglaterra puede haber sido en parte una reacción a las inmigraciones católicas del siglo XIX. Éstas, a su vez, fueron motivadas en parte por la pura necesidad, pero también reflejaron la guerra, la revolución y los opresivos sistemas de trabajo y posesión de la tierra en la vieja Europa. Y en efecto, el movimiento romántico, dentro del cual se ubicaron James Fennimore Cooper, Washington Irving y sus contemporáneos, fue en parte una reacción conservadora a la Revolución Francesa y al golpe que ésta dio a los privilegios hereditarios y a la fe.

La ética protestante del trabajo, a la cual apelaron tan a menudo los conservadores de Estados Unidos, resulta estar implicada en las pretensiones prusianas, muy debatibles, sobre la preponderancia del protestantismo en la identidad nacional alemana. Además, el capitalismo ha prosperado en demasiados territorios diferentes como para que la teoría de Weber conserve mucha plausibilidad, y las investigaciones de Heinz Schilling y la escuela confesionalista alemana de historiadores han cuestionado cualquier distinción drástica entre la formación de Estados en los mundos católico y protestante. De hecho, los trabajos recientes de Regina Grafe y María Alejandra Irigoin ponen en claro que el núcleo del dominio español en América era tan rico como el inexperto Estados Unidos en la década de 1780, lo que indica que la marcada divergencia durante los siguientes 80 años, tras los cuales las tasas de crecimiento de América Latina se emparejaron de nuevo con las del Norte, debe haber sido una consecuencia de las largas y destructivas guerras de Independencia contra España y las subsecuentes luchas de consolidación nacional, más que de las prolongadas diferencias religiosas entre el Norte y el Sur. ¿Por qué tardaron tanto en desaparecer los efectos nocivos del catolicismo?

Finalmente, el discurso de la Doctrina Monroe y de Estados Unidos como Estado poscolonial y antiimperialista, que liberaba a las últimas colonias españolas en América, también puede atribuirse a la política del poder cuando, en primer lugar, ni las potencias europeas ni los más grandes Estados americanos lograron un equilibrio efectivo con Estados Unidos, que crecía con rapidez en la primera mitad del siglo XIX y luego, a partir de 1880, los europeos no lograron dar seguridades a Estados Unidos de que su "Nuevo Imperialismo" no planteaba ninguna amenaza al hemisferio.

Así, la perspectiva de sentido común de que Estados Unidos y América Latina son mundos aparte resulta haber surgido en buena medida en el medio siglo entre 1840 y 1890 y se basó considerablemente en una serie de alegatos propagandistas, muchos de ellos europeos. Descubrir cómo ocurrió esto y entender las formas en que las revisiones historiográficas recientes han desgastado las atávicas creencias sobre las implicaciones económicas de la Reforma o la rapacidad de la Corona española equivale a reconocer cuán lejos de lo natural o lo obvio es separar a Estados Unidos del resto del continente y cuán extraño es vincularlo con Europa en una civilización occidental supuestamente homogénea.

La civilización americana

Una identidad perceptiblemente americana, verdadera pese a haber sido oscurecida durante tanto tiempo por la preponderancia posiblemente efímera de Estados Unidos, une a las repúblicas del hemisferio occidental en el periodo moderno. Junto con variaciones en capacidades y circunstancias, esto ayuda a delinear el espectro de sus conductas entre sí y con los Estados de otras regiones. Una definición de civilización coherente con este análisis no debería tener que ver con establecer homogeneidad dentro de un territorio con fronteras claramente definidas, sino, más bien, con reconocer un estilo característico de interacción y, sobre todo, una solución característica al reto de las diferencias culturales dentro de un territorio.

La perspectiva relacional de la civilización aquí propuesta se aplica también, y de forma crucial, a los conceptos de territorialidad, que para el modernista están dominados por la coherencia, la contención y la contigüidad. El concepto posmoderno de la territorialidad tiene más que ver con los nodos, las redes, los proyectos y los procesos que con la metáfora del espacio como continente. Es en ciudades metropolitanas donde las diferentes religiones, los distintos grupos étnicos y los estilos de vida contrastantes viven típicamente en estrecha intimidad, así que es ahí donde el problema de la diferencia aparece en su forma más marcada. Por tanto, el estilo general de una civilización es más a menudo dictado por las soluciones encontradas en las ciudades: en Beijing, en Roma, en Londres, en Nueva York o Los Angeles. Huntington olvidó que las palabras civil, civilización, civilidad y ciudadano tienen su raíz latina en el término civitas, ciudad.

El problema de la diferencia existe en toda ciudad importante, y cuando una solución distintiva creada en una ciudad se disemina por toda una cultura amplia, a menudo pero no necesariamente como consecuencia del ejercicio de un imperio, hablamos de civilización. Considerado de este modo, un imperio se ve mayúsculamente en sus ciudades y en su núcleo; llega a las fronteras, pero en una condición lastimosa y fatigada. Sin duda, ésta es la carga de la obra de ficción épica de Ivo Andriº´ que recibió el Premio Nobel, sobre la vida provinciana de los bosnios bajo los regímenes otomano y austriaco: Bridge Over the Drina [Un puente sobre el Drina] (Belgrado, 1945, Allen & Unwin, Londres, 1959). Según la visión de Huntington, la civilización encuentra su mayor expresión en la frontera y se define por el contraste que radica al otro lado de la frontera. Esto no ayuda mucho, porque no puede trazarse ninguna frontera en torno al Islam o la cristiandad o cualquier otra religión mundial, por no hablar del poderoso proceso de homogeneización material que llamamos globalización.

Al igual que a Huntington, me repugna cualquier enfoque sobre la diferencia cultural que se base en las fronteras internas. No tiene mucho futuro el tipo de multiculturalismo que intenta alentar buenas relaciones comunitarias haciendo esenciales, primero, a las comunidades. Éste es un ghetto de la mente casi tan pernicioso en sus efectos duraderos como los ghettos literales que se encontraban no hace mucho en ciudades de Europa Central o en la práctica moderna de tratar de resolver los conflictos étnicos mediante la separación: de Irlanda, de la India británica, de Bosnia. Pero, donde Huntington elige la asimilación, yo optaría por un planteamiento más ecléctico de interacción, que tolere la diferencia dentro y entre los individuos.

Como Huntington, soy un constructivista social, que cree que hacemos nuestro propio mundo social mediante nuestras acciones dentro del marco de las condiciones materiales y que, al incorporar nuestras prácticas y valores en instituciones, creamos estructuras que restringen pero nunca extinguen la libertad de acción de quienes vienen después de nosotros. Sin embargo, el constructivismo social de Huntington es un asunto mucho más monumental que el mío. Casi podríamos llamarlo constructivismo de mausoleo. El credo americano, se nos pide que creamos, nació por una contingencia histórica pero siguió un claro proyecto de acción y, una vez instalado en la trama familiar, iría a dar al cofre de la nación, inhibiendo cualquier desarrollo político posterior ("¡algo bueno también!", lo oigo decir). En contraste, el mío es un constructivismo de barrio pobre, un constructivismo sumamente radical, en el que el proceso de construcción es incesante, gradual y cambiante.

Éste no es un estudio de política exterior contemporánea. Es el lector quien ha de extraer las implicaciones. No obstante, una cosa debe quedar bien en claro. Cuando Estados Unidos actúa unilateralmente, cuando usa la fuerza, cuando quebranta la ley, cuando ofende a media humanidad, no está actuando como lo haría cualquier otro país con sus ventajas militares y materiales. Si el desarrollo de una civilización americana tiene algún significado, éste es que el embrollo de intereses petroleros e idealismo, de religiosidad y republicanismo, de civilidad y violencia que caracterizaron la gran estrategia de Estados Unidos es sintomático de su carácter americano, no sólo de su supremacía. De haber tenido una libertad de acción igual, Rusia habría actuado de forma distinta. China lo ha hecho, y seguramente lo hará, aunque quizás no todavía. Una conclusión que se sigue de todo esto es que Huntington se ha equivocado en su reciente inclinación por el nacionalismo y el aislacionismo. La gente habla constantemente de China e India como las potencias del futuro. Pero la apuesta correcta debería ser por América: no Estados Unidos de América, sino América. Como lo plantea Felipe Fernández-Arnesto: "Si el siglo XX fue 'americano' en virtud del predominio estadounidense, el siglo XXI también puede ser americano, en un sentido más amplio de la palabra". (The Americas: History of a Hemisphere, Weidenfeld and Nicholson, Londres.) El neoconservadurismo, el cosmopolitismo y el nacionalismo no agotan el repertorio de la política exterior estadounidense. No es imposible un compromiso más equilibrado con América como el fundamento de la continuación del papel global de Estados Unidos, aunque ahora parezca serlo debido a las obsesiones y la negligencia de sus recientes administraciones.

* Charles A. Jones es profesor adjunto de Relaciones Internacionales en la University of Cambridge. Ha escrito estudios sobre las teorías internacionales de E.H. Carr y Kenneth Waltz, negocios británicos internacionales en el siglo XIX y relaciones Norte-Sur, y numerosos ensayos sobre historia argentina, religión y política y la ética de la guerra. Su último libro, American Civilization, del cual este ensayo es un resumen, salió en otoño de 2007 (School of Advanced Studies, University of London) y se distribuyó en el continente americano por el Brookings Institute. Su siguiente obra importante, War Within Reason, trata de la ética y la estética de la guerra.