10 de junio de 2008

LA POLÍTICA DE LAS BASES MILITARES


Alexander Cooley*

Nuevo emplazamiento de tropas estadounidenses

En julio pasado, el gobierno de Uzbekistán expulsó al personal estadounidense de la base aérea de Karshi-Khanabad, que Washington había utilizado como campo de lanzamiento para misiones de combate, reconocimiento y humanitarias en Afganistán desde finales de 2001. Las autoridades de Tashkent no dieron razones oficiales para la expulsión, pero giraron la orden poco después de que la ONU trasladó por aire a 439 refugiados uzbekos de Kirguistán a Rumania, acción que Washington respaldó y a la que Tashkent se opuso. (El gobierno quería que los refugiados volvieran a su país, pero la comunidad internacional se opuso, por miedo de que fueran detenidos y torturados por personal de seguridad uzbeko.) Este desencuentro fue la más reciente de las confrontaciones ocurridas desde la muy criticada represión de manifestantes antigubernamentales en la ciudad oriental de Andijon, en mayo pasado.

Estos sucesos ilustran el persistente problema que funcionarios de defensa estadounidenses enfrentan al tratar de promover valores democráticos en el extranjero y a la vez mantener bases militares en países no democráticos. Aunque algunos en Washington reconocen esta tensión, por lo general arguyen que los beneficios estratégicos de contar con bases cercanas a teatros importantes como Afganistán sobrepasan los costos políticos de apoyar a regímenes anfitriones desagradables. Además, ahora que el Pentágono redefine el papel de las fuerzas armadas en el siglo XXI, sus funcionarios insisten aún más en la importancia de desarrollar una vasta red de bases para hacer frente al terrorismo transfronterizo y otras amenazas regionales. Algunos también dan la vuelta a las objeciones de los críticos a favor de la democracia: sostienen que la presencia militar estadounidense en países represivos otorga a Washington influencia adicional para presionarlos a liberalizarse. Y añaden que confiar en anfitriones democráticos para la cooperación militar puede presentar problemas propios, como el voto parlamentario en Turquía que negó a Estados Unidos la oportunidad de lanzar desde allí la invasión a Irak.

Tales argumentos tienen su mérito, pero no cuentan la historia completa. Por principio, las complicaciones políticas que a veces se asocian al trato con democracias son efímeras. Además, instalar bases en estados no democráticos ofrece sobre todo beneficios a corto plazo, rara vez ayuda a promover la liberalización, y en ocasiones incluso pone en peligro la seguridad estadounidense. Comprometer a gobernantes autoritarios mediante acuerdos para emplazar bases poco ha logrado por la democratización en esos estados porque sus dirigentes saben que, en el fondo, a los planificadores militares estadounidenses les importa más la utilidad castrense que las tendencias políticas locales. La práctica también puede poner en peligro los intereses estratégicos de Washington. Al mismo tiempo que desdeñan los llamados estadounidenses a la liberalización, los gobernantes autoritarios a menudo manipulan argumentos sobre las bases militares para fortalecer su posición personal en sus países. Y cuando alguno de esos autócratas llega a ser derrocado, el sucesor democrático a veces pone en disputa la validez de los acuerdos firmados por el régimen anterior.

Los acuerdos sobre bases militares alcanzados con democracias maduras implican mucho menos riesgos. No representan costos para la legitimidad estadounidense y tienden a ser más confiables, puesto que los tratados sobre seguridad aprobados y celebrados con instituciones democráticas se hacen para durar. Al diseñar una red global de instalaciones militares más pequeñas y versátiles en el extranjero, los planificadores militares estadounidenses harían bien en reconsiderar si los limitados beneficios de establecer bases en países no democráticos compensan los costos que esos arreglos generan de manera inevitable.

Tratos con demonios

A lo largo de la historia, Estados Unidos ha tenido poco éxito en utilizar sus bases extranjeras para promover valores democráticos en países anfitriones. Después de la Segunda Guerra Mundial, instaló bases tanto en estados democráticos como en no democráticos que resistían la influencia soviética. Funcionarios estadounidenses defendían de manera constante sus tratos con países no democráticos, asegurando que ese compromiso podría conducir gradualmente a su democratización. En realidad Estados Unidos logró poco al comprometer de esa forma a dictadores, como no fuera manchar su reputación por virtud de tales asociaciones.

Considérense tres acuerdos sobre bases -- con España, Portugal y Filipinas -- alcanzados en diferentes décadas por administradores estadounidenses de diferentes inclinaciones ideológicas. En 1953 el gobierno de Eisenhower firmó un acuerdo bilateral de defensa con España, entonces dirigida por el dictador Francisco Franco. El pacto concedía a Estados Unidos el uso de una red de bases aéreas, estaciones navales, oleoductos e instalaciones de comunicaciones en España a cambio de un paquete de asistencia militar y económica por 226 millones de dólares. De inmediato fue criticado dentro de Estados Unidos y por aliados estadounidenses en Europa, pues daba a Franco legitimidad y apoyo material en momentos en que otros estados trataban de excluir a su régimen de instituciones internacionales como la ONU y la OTAN. Durante mucho tiempo los funcionarios estadounidenses insistieron en que la presencia militar en España no implicaba apoyo oficial a su régimen, pero los políticos españoles que sucedieron a Franco después de su muerte, en 1975, acusaron a Washington de haber dado una condonación tácita a sus políticas represivas y a sus tácticas secretas.

En la década de 1960, incluso el idealista gobierno de Kennedy se apresuró a moderar sus llamados a la descolonización de África cuando el primer ministro de Portugal, Antonio de Oliveira Salazar, amenazó con impedir el acceso estadounidense a importantes bases en las Azores (islas portuguesas del Atlántico central). A Lisboa le preocupaban los llamados a la autodeterminación de sus colonias africanas, entre ellas Angola y Mozambique. Salazar consideraba la contrainsurgencia en Angola como asunto de política interna, y se indignó cuando en 1961 Washington respaldó una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que demandaba una reforma y una investigación del organismo internacional. Bajo creciente presión del Pentágono, que no quería perder sus instalaciones en el Atlántico, la Casa Blanca cambió su postura a principios de 1962, pero el gobierno portugués mantuvo inactiva la condición de las bases durante toda la década de 1960 para conservar su influencia sobre Washington.

Esta pauta se repitió en otras partes en la década de 1970 y principios de la de 1980, tal vez de manera más visible en Filipinas en tiempos del hombre fuerte Ferdinando Marcos. La base aérea Clark y la estación naval Subic Bay mantuvieron a raya las críticas estadounidenses a Marcos. Aun el gobierno de Carter, pese a su determinación de promover los derechos humanos en el extranjero, ablandó su postura cuando llegó el momento de renovar un acuerdo sobre las bases, en 1979. Marcos pidió cada vez más asistencia económica y militar, y Washington accedió, con lo cual ayudó a sostener al dictador y sus secuaces hasta que fueron derrocados, en 1986.

En todos estos casos la participación estadounidense poco hizo por promover una genuina reforma política, pues los gobiernos calcularon con razón que a Washington le importaban más sus bases que la liberalización política. Al mismo tiempo, al pasar por alto reiteradas violaciones de principios democráticos en aras de preservar sus puestos militares en el extranjero, Estados Unidos se expuso a acusaciones de oportunismo e hipocresía. Durante toda la Guerra Fría, los pragmáticos de la Casa Blanca tal vez habrían respondido a las acusaciones señalando un propósito estratégico dominante: derrotar a la Unión Soviética, pero ahora que la guerra contra el terrorismo ha remplazado a la guerra contra el comunismo, los costos de tal transacción son mucho mayores.

Sistema de inseguridad

Si el primer problema de establecer bases en estados no democráticos es que hacerlo puede interferir con la democratización local, el segundo -- y menos apreciado -- es que tiene serios costos estratégicos para Estados Unidos.

En primer lugar, el apoyo estadounidense a gobiernos autoritarios puede alimentar precisamente el tipo de oposición o radicalismo que las bases estadounidenses indirectamente se proponen erradicar. Los acuerdos sobre las bases ofrecen oportunidades propagandísticas tanto para grupos de oposición legítimos como para extremistas. Y la presencia de una base en un estado no democrático puede generar más extremistas de los que ataje. Véase, por ejemplo, el caso de Arabia Saudita. El ataque terrorista de 1966 a las Torres Khobar, donde se alojaban soldados estadounidenses, envalentonó a terroristas islámicos para exigir la retirada total de las fuerzas estadounidenses de la Península Arábiga. El ataque planteó preocupaciones de seguridad para Washington, pero también indicó al gobierno saudita que la presencia militar estadounidense era una amenaza política interna. A final de cuentas, en 2003 Washington se vio obligado a retirar 5000 efectivos del país árabe.

En segundo lugar, los regímenes no democráticos no son anfitriones de fiar. A veces se da por supuesto que entrar en acuerdos con dictadores garantiza la perdurabilidad de los tratos porque tales regímenes son menos vulnerables que las democracias a los cambios en la opinión pública. Pero muchos científicos sociales creen ahora que operar sin las restricciones de una constitución, una judicatura independiente y una legislatura electa en realidad facilita a los regímenes autoritarios violar pactos como los referentes a bases militares. Los acuerdos con un estado autoritario duran sólo lo que ese régimen -- si acaso -- , porque la condición de los acuerdos está sujeta a las fortunas de éste, más que a un marco institucional duradero. En el pasado, Estados Unidos ha sido expulsado cuando sus aliados autocráticos han sido derrocados desde el interior: Washington perdió acceso a la base aérea Wheelus, en Libia, en 1969, cuando el coronel Muammar al-Kadafi tomó el poder, como ocurrió con los puestos de escucha electrónica en el norte de Irán cuando el régimen de Mohammad Reza Pahlavi se derrumbó en 1979. Incluso cuando gobiernos autoritarios respetan los acuerdos, llegan a revisar en forma unilateral sus términos, por capricho, para servir mejor a sus propósitos internos o extraer concesiones materiales de Washington.

En tercer término, cuando con el tiempo se asientan gobiernos democráticos en países autoritarios, las bases estadounidenses son vulnerables a distintas formas de reacciones negativas. Por ejemplo, en elecciones posteriores a regímenes autoritarios en Tailandia (1975), Grecia (1981) y Corea del Sur (en 1997 y 2002), los líderes opositores obtuvieron cargos realizando campañas contra la presencia militar estadounidense, vinculando en forma explícita las bases con apoyo de Washington a los regímenes no democráticos anteriores. A veces, también, grupos cívicos y medios de comunicación en un estado que atraviesa por una transición democrática denuncian los acuerdos sobre las bases militares firmados con un gobierno autoritario como símbolos de los abusos del régimen. Peor aún, en ciertos casos los nuevos gobiernos democráticos cuestionan la validez de los acuerdos preexistentes, lo cual precipita una severa restricción de los derechos estadounidenses, que a veces conduce a la expulsión. A finales de la década de 1980, el Partido Socialista Obrero Español se negó a extender un acuerdo con Estados Unidos referente al acceso a la base aérea de Torrejón, cerca de Madrid. Y en 1991 el Senado filipino, recién llegado al poder tras el derrocamiento de Marcos, rechazó un plan para prorrogar el arrendamiento de Subic Bay y puso fin a la prolongada presencia militar estadounidense en el lugar. En éstos y otros casos, las reacciones en los países contra la presencia de las bases significaron costos de operación considerables para las fuerzas armadas estadounidenses.

Estos costos de tipo estratégico se relacionan con las dificultades políticas que surgen de celebrar acuerdos con regímenes no democráticos. Si bien funcionarios estadounidenses han creído a menudo que son injustas las acusaciones de que su país sostiene a sus anfitriones autoritarios, tales percepciones se vuelven comunes en naciones donde ha mantenido una presencia militar. Desde un punto de vista práctico, ha resultado difícil separar las necesidades operativas militares del contexto político.

En democracias consolidadas, por otra parte, los gobiernos continúan cumpliendo los compromisos referentes a las bases militares porque están garantizados por un orden legal establecido. Pese a que el gobierno del primer ministro José Luis Rodríguez Zapatero retiró las tropas españolas de Irak poco después de ser electo, en marzo de 2004, continuó respetando un acuerdo preexistente que concedía a Estados Unidos el uso irrestricto de su estación naval de Rota y su base aérea de Morón en apoyo a la campaña contra Irak. Lo mismo se puede decir de otros aliados democráticos que mantienen bases, como Alemania y Grecia, que también se opusieron a la invasión de Irak y, sin embargo, permitieron que en su suelo se realizaran operaciones conectadas con la guerra.

Algunos han sostenido que la negativa de Turquía de permitir que tropas estadounidenses utilizaran su territorio para lanzar una ofensiva en el norte de Irak, en 2003, es prueba de que las democracias pueden ser aliados veleidosos. En realidad, el episodio reveló las debilidades institucionales que caracterizan a los estados en democratización o a las democracias jóvenes. Si bien el primer ministro Recep Tayyip Erdogan consideró que la votación parlamentaria que por estrecho margen negó a Estados Unidos el acceso hacia Irak constituyó una victoria para la democracia, en gran medida fue producto de la relativa inexperiencia de su partido en manejar su nueva mayoría parlamentaria y su relación antagónica con el influyente sector militar de su país. (Erdogan estaba a favor de conceder el acceso, y se dijo que los militares querían poner en entredicho a su partido.) La votación en Turquía reflejó la incertidumbre que caracterizaba la política interna del país en ese tiempo. Pero a medida que las democracias se consolidan e institucionalizan, son capaces de comprometerse de manera más confiable con sus acuerdos externos. En el largo plazo, las democracias constituyen anfitriones más estables para las bases militares que los estados autoritarios.

El arte de la instalación

La pregunta de cómo puede Estados Unidos utilizar mejor sus bases militares en el exterior para asegurar su seguridad ha resurgido a raíz de que el Departamento de Defensa comenzó a repensar el despliegue de tropas estadounidenses en el extranjero después de los ataques del 11 de septiembre de 2001. Para apoyar la Operación Libertad Duradera en Afganistán, Estados Unidos estableció bases en Kirguistán, Pakistán y Uzbekistán y firmó acuerdos sobre derechos de recarga de combustible y acceso al espacio aéreo en toda Asia Central. En 2003, para compensar la pérdida de acceso en Turquía, utilizó campos aéreos y puertos en Bulgaria y Rumania para apoyar su campaña en Irak. Y en los años siguientes el Pentágono pondrá en práctica la Revisión de Postura Global de Defensa (GDPR, por sus siglas en inglés) de 2004, la cual trazó planes para el cambio más fundamental de la estrategia estadounidense de bases desde la Segunda Guerra Mundial.

La GDPR prevé incrementar el número de instalaciones estadounidenses remplazando y complementando las grandes bases de la era de la Guerra Fría en Alemania, Japón y Corea del Sur con instalaciones más pequeñas, conocidas como sitios operativos de avanzada (FOS, por sus siglas en inglés), y posiciones de seguridad cooperativa (CSL, idem, instalaciones en naciones anfitrionas con poco personal estadounidense pero con equipo y capacidades logísticas), que en ambos casos pueden activarse cuando sea necesario. Los FOS y CSL se utilizarían contra fuentes de inestabilidad regional, cubriendo zonas de las que tradicionalmente Estados Unidos ha estado ausente. Es probable que se ubiquen en Europa Oriental (Bulgaria, Polonia y Rumania) y en África (Argelia, Djibutí, Gabón, Ghana, Kenia, Malí, Sao Tomé y Príncipe, Senegal y Uganda), si bien su ubicación exacta aún está en negociación. La expansión estadounidense en África es particularmente digna de notarse, pues se verá acompañada de mayor cooperación entre ejércitos, como la Iniciativa Pan Sahel, conforme a la cual las fuerzas armadas estadounidenses ayudarán a Chad, Níger, Malí y Mauritania en sus esfuerzos por erradicar el terrorismo local. Esos FOS y CSL se diseñarán para tener máxima flexibilidad operativa, mínimas desventajas políticas y pocas limitaciones al acceso estadounidense. Se espera que al mantener una presencia más ligera Washington sea capaz de evitar algunos de los problemas que han surgido periódicamente en relación con los grandes despliegues en Corea del Sur y Okinawa, Japón, como son accidentes de tránsito y delitos que involucran a personal militar estadounidense.

Las reformas de la GDPR ya han despertado críticas, sobre todo por su costo, por no ser practicables y por el efecto restrictivo que podrían tener sobre las alianzas tradicionales estadounidenses. Sin embargo, pocos críticos han apuntado que un considerable número de las nuevas instalaciones se planean en países con sistemas políticos débiles o no democráticos. Los planificadores de Washington vislumbran que incluso una pequeña presencia militar ayudará a proteger contra amenazas terroristas, asegurar importantes intereses económicos y energéticos, estabilizar los países que albergan bases y normalizar la política regional. Es más probable que los gobiernos de esos países adosen a los grupos opositores, tanto democráticos como extremistas, la etiqueta de amenazas a la seguridad regional y enreden a Estados Unidos en disputas políticas internas y enfrentamientos de baja intensidad en los que no tenga ningún interés apremiante. Antes de instalar más bases en países autoritarios, el Departamento de Defensa haría bien en considerar algunas de sus experiencias recientes.

El problema K2

A partir de los ataques del 11 de septiembre, Washington parece estar repitiendo algunos de sus viejos errores. Cuando instaló la base aérea de Karshi-Khanabad (también conocida como K2), en octubre de 2001, en el sur de Uzbekistán, para lanzar operaciones hacia territorio afgano, poco le importó el déficit democrático de su anfitrión. En marzo de 2002, el presidente Bush y su homólogo uzbeko Islam Karimov firmaron un acuerdo más amplio de cooperación estratégica, que instituía una asociación en la guerra contra el terrorismo y establecía vínculos entre las fuerzas armadas y los servicios de seguridad de ambas naciones. Además de pagar 15 millones de dólares por el uso del aeropuerto, en un tácito quid pro quo, Estados Unidos proporcionó 120 millones en hardware militar y equipo de vigilancia al ejército uzbeko, 82 millones a sus servicios de seguridad y 55 millones en créditos del Export-Import Bank. Por su parte, el gobierno uzbeko se comprometió a agilizar la democratización, mejorar su historial de derechos humanos y promover mayores libertades de prensa. Con la excepción de algunas organizaciones de derechos humanos, pocos en Occidente criticaron el acuerdo; en muchos lugares se le elogió como un paso necesario en la campaña afgana.

Mientras las operaciones en Afganistán continuaban en 2002 y 2003, funcionarios estadounidenses pasaron por alto en gran medida el incumplimiento de los compromisos del gobierno uzbeko. En enero de 2002, Karimov extendió en forma arbitraria su periodo presidencial hasta 2007, pero las autoridades estadounidenses se abstuvieron de denunciarlo y elogiaron la nueva relación de cooperación. Se hicieron de la vista gorda ante el constante aumento de los encarcelamientos políticos que los servicios uzbekos de seguridad realizaban en nombre del contraterrorismo y, como parte de la práctica de "desempeño extraordinario" del gobierno de Bush, ordenaron el envío de docenas de sospechosos de terrorismo a Uzbekistán, aun sabiendo que los funcionarios encargados de aplicar la ley en aquel país recurren por rutina a la tortura.

En el verano de 2004 comenzaron a aflorar signos de abierta inconformidad dentro de la comunidad política estadounidense. En julio de ese año, el Departamento de Estado derogó ayuda por 18 millones de dólares a Uzbekistán a causa de violaciones a los derechos humanos. Pero un mes después, durante una visita a Tashkent del general Richard Myers, entonces presidente del Estado Mayor Conjunto, el Departamento de Defensa concedió a Uzbekistán 21 millones en transferencias de armas y asistencia militar.

Las cosas llegaron a un punto culminante con la represión en Andijon, en mayo pasado, la cual puso de relieve los compromisos políticos que Washington realizaba para mantener el acceso a la K2. Las fuerzas de seguridad uzbekas atacaron a miles de manifestantes, encabezados por militantes armados, que protestaban contra la condena de 23 empresarios acusados de ser extremistas islámicos. Funcionarios del gobierno uzbeko afirmaron que los militantes dirigieron una fuga de prisioneros, capturaron una estación de policía y un cuartel militar, y tomaron varios rehenes. Pero organizaciones de derechos humanos han informado que los manifestantes eran sobre todo ciudadanos inermes que protestaban por medidas políticas y económicas locales. Según testigos, las fuerzas uzbekas dispararon en forma indiscriminada contra la multitud, diezmando oleadas de ciudadanos que trataban de escapar. Organizaciones internacionales no gubernamentales, como el Grupo Internacional de Crisis y Human Rights Watch, han estimado entre 700 y 800 el número de muertos, muy arriba de la cifra oficial de 180, y han acusado al gobierno uzbeko de encubrir los detalles del incidente al intimidar a periodistas y testigos.

Aun así, temerosos de perder acceso a las bases militares, algunos funcionarios estadounidenses se mostraron renuentes a criticar al gobierno uzbeko. En un principio el gobierno de Bush eludió cualquier condena; sus funcionarios de defensa en la OTAN se oponían a que la alianza emitiera un comunicado en demanda de una investigación internacional. Poco después, sin embargo, la secretaria de Estado Condoleezza Rice respaldó en público esa investigación internacional, y un grupo bipartidista de senadores emprendió una investigación para determinar si alguno de los efectivos de seguridad uzbekos implicados en la represión había recibido adiestramiento o equipo estadounidense. En respuesta al escrutinio, autoridades uzbekas comenzaron a limitar los vuelos nocturnos y de carga con destino u origen en K2, y a quejarse de asuntos de pagos y daño ambiental relativos al uso de la base.

En julio pasado, la relación se echó a perder totalmente. Después de que Estados Unidos apoyó el esfuerzo de la ONU de retirar por aire refugiados uzbekos desde el vecino Kirguistán hacia Rumania, contra los deseos del gobierno uzbeko, Tashkent activó una cláusula de terminación del acuerdo referente a la base K2, la cual obliga a las fuerzas armadas estadounidenses a cerrar la instalación en el curso de 180 días, y con ello disipó cualquier ilusión remanente de que el régimen uzbeko fuese un socio confiable en materia de seguridad. Al ordenar el cierre, Karimov subordinó su compromiso con Estados Unidos a otros objetivos geopolíticos e internos: la expulsión lo congració con Moscú y Beijing y tal vez le dio la oportunidad de consolidar apoyo público ante la injerencia de Washington en asuntos internos.

La decisión de Washington de instalar una base en Kirguistán en apoyo a la operación Libertad Duradera generó complicaciones similares. Los funcionarios estadounidenses han enfrentado espinosas transacciones políticas referentes a la operación de la base aérea Ganci, establecida en 2001 con el consentimiento del presidente Askar Akayev. Antes de ese acuerdo, Akayev había afianzado cada vez más su dominio y relegado los esfuerzos en pro de la democratización. El tratado sobre la base dio a su régimen nueva credibilidad internacional, al distraer la atención de Washington de sus abusos políticos y ungirlo como aliado en la guerra contra el terrorismo encabezada por Estados Unidos. La pequeña economía kirguistana también recibió beneficios significativos de los honorarios y negocios generados por la base aérea, los cuales representan de 5 a 10% del PIB de Kirguistán. Entre tanto, los servicios de seguridad de aquel país, que obtuvieron equipo militar y de vigilancia por virtud del tratado, comenzaron a acentuar -- y exagerar -- la amenaza del terrorismo islámico para procurar la asistencia estadounidense continua. En noviembre de 2003 afirmaron haber descubierto un complot para detonar bombas en la base aérea Ganci y haber capturado a tres miembros de una organización radical islámica que contaban con explosivos y croquis de la base. Pero funcionarios estadounidenses y observadores kirguistanos se mantienen escépticos sobre los detalles de esa conjura y las circunstancias de los arrestos.

Ahora que el régimen de Akayev ha caído, Washington podría enfrentar dificultades con sus sucesores. Después que Akayev fue derrocado, en mayo de 2005, por manifestaciones públicas a raíz de unas cuestionadas elecciones parlamentarias, el asunto de la presencia militar estadounidense fue lanzado de pronto a la agenda política del nuevo gobierno kirguistano. En una declaración conjunta emitida el 5 de julio de 2005, la Organización de Cooperación de Shanghai, formada por China, Kazajstán, Kirguistán, Rusia, Tayikistán y Uzbekistán, declaró que las bases estadounidenses en Asia Central habían excedido el tiempo de su propósito de apoyar la campaña afgana y debían cerrarse. En su primera conferencia de prensa, una semana después, el presidente Kurmanbek Bakiyev anunció que el gobierno kirguistano presionaría a Washington sobre la necesidad de mantener la base: más tarde ofreció aplicar una política exterior "independiente". Persisten dudas sobre la orientación del nuevo régimen, pero ya es claro que la pérdida de la K2 en Uzbekistán ha conferido mucha mayor importancia a la base aérea Ganci para los planificadores estadounidenses.

Además de la posible reubicación de algunas actividades de la K2 a Kirguistán, funcionarios estadounidenses exploran otras opciones en Kazajstán, Tayikistán y Turkmenistán, donde Estados Unidos ha utilizado en ocasiones campos aéreos para paradas de reabastecimiento. Una visita del secretario de Defensa Donald Rumsfeld a Azerbaiyán, en agosto de 2005, hizo crecer la especulación de que Washington podría estar considerando establecer una presencia militar también allí. En su determinación de mantener un enclave estratégico en Asia Central, Estados Unidos evalúa una vez más realizar tratos con regímenes no democráticos, lo cual daría apoyo material y legitimidad a autócratas y expondría su presencia operativa a la política local.

De salida

Mientras Washington forcejea con dificultades políticas en Asia Central, su futura presencia en la región del Mar Negro -- se llevan a cabo negociaciones para bases en Bulgaria y Rumania -- promete ser mucho más estable en lo político. Bulgaria y Rumania ofrecen cierto número de instalaciones en gran escala, como puertos en el Mar Negro, campos aéreos y zonas de adiestramiento. Las futuras bases en esos países no sólo ayudarían a salvaguardar los intereses de seguridad estadounidenses en la región, sino también servirían de importantes centros de preparación de operaciones en Medio Oriente y Asia Central.

También es probable que las recientes consolidaciones democráticas de Bulgaria y Rumania y la integración de ambos países en instituciones internacionales occidentales creen un ambiente operativo favorable para los años por venir. Los dos apoyaron la campaña encabezada por Estados Unidos en Irak por encima de las objeciones de algunos otros estados europeos (confirmando su lealtad a Washington) y luego se volvieron miembros de la OTAN en 2004 (formalizando su alineamiento estratégico con Occidente). Para garantizar su afiliación a la OTAN, Sofía y Bucarest tuvieron que adoptar importantes reformas institucionales internas: fortalecieron el control civil de sus fuerzas armadas, las redujeron y modernizaron, y mejoraron la transparencia en asuntos relacionados con la defensa. Si bien algunos partidos políticos en ambas naciones, entre ellos el recién electo Partido Socialista en Bulgaria, han prometido adoptar una postura más recia hacia Estados Unidos, ninguno de los que tienen una participación significativa de la votación se opone en realidad a la idea de la presencia estadounidense. Los ciudadanos búlgaros y rumanos parecen apoyar con fuerza el prospecto de las bases estadounidenses, y muchas personas las ven como un importante contrapeso político a la influencia de la Unión Europea.

Lo más probable es que cualquier reacción negativa que pudiera surgir en Bulgaria o Rumania contra las bases estadounidenses fuese resultado de expectativas insatisfechas respecto de los beneficios de su presencia. En concordancia con la nueva postura del Departamento de Defensa sobre las bases, es probable que los enclaves permanentes sean relativamente pequeños -- no más de 1000 elementos de tropa por país -- , de modo que el impacto económico global de las futuras bases podría no cumplir las elevadas expectativas hoy imperantes. Además, si bien los sistemas políticos de ambos países están consolidados, sus medios de comunicación son relativamente nuevos y aguerridamente competitivos. Los incidentes relativos a las bases militares y los escándalos que involucran a su personal sin duda llaman la atención de los medios, al igual que el escrutinio público sobre procedimientos penales y otros aspectos legales que gobiernan esos enclaves. Sin embargo, dado su avanzado estado de democratización y su integración a Occidente, no es probable que Bulgaria y Rumania generen presiones políticas internas como las que han amenazado la presencia estadounidense en otros lugares.

Ahora que mucha de la legitimidad internacional de Estados Unidos está vinculada a lo bien que promueva la democracia en el extranjero, resolver la tensión entre su compromiso con los valores democráticos y su necesidad de bases en el extranjero debe volverse algo prioritario para Washington. Algunos funcionarios estadounidenses han intentado caracterizar la expulsión de la K2 en Uzbekistán como prueba del compromiso de Washington con la democracia, pero fue muy poco y demasiado tarde: ocurrió después de varios años de aparente indiferencia ante los abusos del régimen de Karimov, y el daño a la credibilidad estadounidense ya estaba hecho. Embrollos adicionales como el de Uzbekistán en relación con derechos fundamentales sólo lesionarían más a Washington. Si el Departamento de Defensa toma en serio el propósito de preparar a Estados Unidos para una guerra de nuevo cuño reordenando su despliegue de tropas, haría bien en escoger lugares estables y democráticos para arraigarse.

Los planificadores podrían objetar que la ubicación de una amenaza obliga a menudo a Estados Unidos a establecer su presencia en zonas donde de otro modo no elegiría ir. Aun en tales casos extremos, sin embargo, hay una diferencia entre establecer una base por necesidad y mantenerla una vez que las principales operaciones de combate han terminado. Véase el caso de Uzbekistán. Si bien el sector militar estadounidense ha insistido desde el otoño de 2001 en que la K2 es vital para las operaciones en Asia Central, el valor estratégico de la base ha disminuido en forma considerable en los últimos años. Sin embargo, en ningún momento entre 2001 y la primera mención de expulsar a Estados Unidos de la K2, este verano, reexaminó el Pentágono en público el propósito de la base. Que el Pentágono no distinga entre la justificación estratégica para establecer una base y las razones organizacionales para mantenerla constituye otro impedimento para evaluar los costos reales de diversas estrategias estadounidenses relativas a sus bases militares.

Las operaciones de gran envergadura, como la guerra en Afganistán, son menos probables en el futuro, y así, en la medida en que Estados Unidos se propone establecer una presencia más amplia pero más ligera en varias regiones, tiene mayor libertad de escoger dónde establecer sus bases. Al decidir dónde volver a desplegar tropas, los funcionarios del Pentágono deben considerar con seriedad las implicaciones políticas de sus selecciones. Deben reconocer que al instalar bases militares en el extranjero Washington se enredará sin remedio en la política interna de sus anfitriones, aun si intenta mantener un bajo perfil y un enclave menor. Ubicar bases en estados no democráticos puede resultar relativamente fácil y rápido, pero en el largo plazo socava el compromiso de Washington con la democratización en el exterior y sus intereses estratégicos. Colocarlas en estados democráticos puede generar algún escrutinio de los medios, debate político y críticas públicas en un principio, pero invariablemente las democracias resultan anfitriones más confiables a la larga. Es esencial entender estas transacciones, sobre todo ahora que incluso dentro de regiones de importancia estratégica el Pentágono tiene opciones reales respecto de dónde establecer sus enclaves.

* Alexander Cooley es profesor asistente de Ciencia Política en el Barnard College, de la Columbia University, y fue miembro trasatlántico del Fondo German Marshall de Estados Unidos en 2004-2005. Es autor de Logics of Hierarchy: The Organization of Empires, States, and Military Occupations.