Stuart Eizenstat, John Edward Porter y Jeremy Weinstein
Estado crítico
"La reconstrucción posterior a conflictos" se ha convertido en el tema en boga de la política exterior en Washington. Múltiples estudios de grupos de expertos, una nueva oficina del Departamento de Estado y no menos de 10 iniciativas del Congreso han abordado el tema. Esta intensa actividad para rectificar una deficiencia que data de hace tiempo es algo que debe ser bienvenido: los recientes esfuerzos encabezados por Estados Unidos en Afganistán e Irak han evidenciado que la planificación, el financiamiento, la coordinación y la ejecución de los programas estadounidenses de reconstrucción de estados desgarrados por la guerra son lamentablemente inadecuados.
Pero la estrechez de miras en cuanto a la situación posterior a conflictos pasa por alto un punto importante: existe una crisis de gobernabilidad en gran número de estados débiles y depauperados, y dicha crisis plantea una grave amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. La arquitectura de la política exterior estadounidense tuvo como objeto de su creación las amenazas de los enemigos del siglo XX, cuyo potencial de peligro radica en su fuerza. Hoy, sin embargo, el peligro más delicado para la nación consiste en la fragilidad de otros países: el tipo de debilidad que permitió que la producción de opio se disparara en Afganistán, que floreciera el tráfico de armas pequeñas en toda Asia Central, y que Al Qaeda se aprovechara de Somalia y Pakistán como escenarios para la ejecución de ataques.
El terrorismo, los conflictos armados y la inestabilidad regional están incrementándose en todo el mundo en vías de desarrollo, y sus repercusiones no sólo se resentirán en el nivel local. Es inevitable que los estados frágiles e ingobernables, así como el caos que fomentan, dañarán la seguridad de Estados Unidos y la economía global que sustenta la prosperidad de este país. Sin embargo, Estados Unidos está haciendo poco para reaccionar frente a esta tormenta en ciernes. De hecho, con frecuencia los esfuerzos de reconstrucción de naciones realizados por Washington -- algunos de ellos bien intencionados y otros que ignoran las implicaciones de largo plazo para el desarrollo y la estabilidad -- han desgastado la legitimidad y la capacidad de los estados que se proponían ayudar.
Estados Unidos necesita una nueva y completa estrategia que revierta esta tendencia y retrase la oleada de violencia, las crisis que ponen en peligro las vidas humanas y los levantamientos sociales que imperan en los países en vías de desarrollo de Afganistán a Zimbabwe: y que podrían abarcar al resto del mundo. Una estrategia eficaz de cuatro frentes consistirá en concentrarse en un planteamiento sobre prevención de crisis, respuesta rápida, toma de decisiones centralizadas de Estados Unidos y cooperación internacional.
Ante todo, un plan de tal alcance debe reconocer que las raíces de la crisis de los estados débiles, y cualquier esperanza de una solución de largo plazo, radican en el desarrollo: promover instituciones estables y que rindan cuentas en las naciones en lucha: instituciones que cumplan las necesidades del pueblo, y que las habilite para mejorar sus medios de vida en forma legal, no desesperada. Washington debe reconocer que los países débiles e ingobernables presentan un desafío que no puede resolverse sólo por los medios de la seguridad; sencillamente Estados Unidos no puede convertirse en el policía de todas las naciones en que pueda acechar algún peligro. Así, la construcción de estados no es un mero acto de caridad, sino una inversión inteligente en la propia seguridad y estabilidad de Estados Unidos.
Un desarrollo así de profundo y amplio requerirá que Washington recree y dé nuevo vigor no sólo a su política exterior sino también a sus instituciones. Los estados débiles y sin gobernabilidad plantean una amenaza en el siglo XXI que debe enfrentarse con una operación modernizada y centralizada propia del siglo XXI. En los últimos dos años, las autoridades estadounidenses se han concentrado en perfeccionar la defensa y la inteligencia internas con miras a lograr la seguridad nacional. Ese mismo interés exige hoy que se reconstruyan las instituciones de la política exterior y de desarrollo de Estados Unidos, como ocurrió hace 50 años para encarar la Guerra Fría.
El hecho sorprendente pero obvio es que el desarrollo en muchos de los llamados países en desarrollo, sencillamente, no se está dando, y tal estancamiento pone en peligro a Estados Unidos. No será fácil transformar estados débiles en estados eficaces. Pero ello es un gran reto cuyo precio deberá pagar Estados Unidos dado el papel extraordinario que ha asumido en el planeta.
La naturaleza de la bestia
Los términos "débil", "en vías de la ingobernabilidad" e "ingobernables" son imprecisos al grado del desaliento. Por ejemplo, el que un país sea pobre no lo hace necesariamente "débil". De las más de 70 naciones de ingresos bajos del mundo, alrededor de 50 de ellas -- si se excluyen naciones hostiles bien armadas como Corea del Norte -- son débiles de un modo que constituyen una amenaza para la seguridad estadounidense e internacional. La debilidad de esos estados puede medirse según intervalos en tres funciones críticas que ejecutan los gobiernos de estados claramente fuertes: la seguridad, la provisión de servicios básicos y la protección de las libertades ciudadanas esenciales. Estados "ingobernables" -- Angola, la República Democrática del Congo, Haití, Liberia, Somalia y Sudán, por ejemplo -- no cumplen ninguna de estas funciones. Pero incluso estados "débiles", que pueden faltar en una o dos de estas áreas, pueden ser una amenaza para los intereses estadounidenses
La tarea más básica de un estado es proporcionar la seguridad al mantener el monopolio del uso de la fuerza, protegerse contra amenazas internas y externas y preservar la soberanía sobre el territorio. Si un gobierno no puede garantizar la seguridad, grupos armados rebeldes o actores no estatales criminales pueden valerse de la violencia para sacar provecho de la "brecha de seguridad", como en Haití, Nepal y Somalia.
Un gobierno también debe ofrecer servicios básicos como educación y atención de la salud a sus ciudadanos. La incapacidad de hacerlo crea una "brecha de capacidades", que puede provocar una pérdida de la confianza pública y luego, tal vez, una revuelta política. En muchos entornos, la brecha de capacidades coexiste con una brecha de seguridad, o incluso surge de esta última. En Afganistán y la República Democrática del Congo, por ejemplo, segmentos de la población están separados de sus gobiernos debido a la inseguridad endémica. Y en el Irak posterior al conflicto, existen brechas de capacidades críticas a pesar de la riqueza relativa y la importancia estratégica del país.
Finalmente, para fomentar su legitimidad un gobierno necesita proteger los derechos y las libertades básicas de su pueblo, garantizar el estado de derecho y permitir una amplia participación en los procesos políticos. Intervenir para ayudar a corregir la "brecha de legitimidad" de un estado débil puede ser una labor arriesgada y hasta polémica. A menudo, el respeto a la soberanía nacional y el mantenimiento de la estabilidad pasan por encima del deseo de promover la democracia. Por añadidura, es muy difícil influir en los regímenes autocráticos, como son el de Robert Mugabe en Zimbabwe y la junta militar en Myanmar. Pero el avance de la inestabilidad en esos países pone de relieve por qué no pueden cerrarse los ojos ante tal desafío.
Dar seguridad a 50 estados débiles o ingobernables puede parecer una tarea desalentadora, y hasta agobiante, pero necesaria. En el mundo globalizado, los estados débiles son una amenaza a Estados Unidos, la estabilidad regional y la seguridad internacional de muchas maneras. Lugares como Uzbekistán y Sudán son sumamente atractivos para las organizaciones ilícitas internacionales que se especializan en todo, desde el terrorismo al narcotráfico y a otro tipo de delincuencia organizada. Esos actores no estatales se aprovechan de las fronteras porosas y de las economías subterráneas para establecer bases operativas de las cuales obtener financiamiento, reclutar soldados y planear ataques. Y dadas las frágiles estructuras de gobernación, incluso potencias regionales importantes como Indonesia y Pakistán están lejos de ser inmunes: las regiones fronterizas de Pakistán son prácticamente anárquicas y pueden ser refugio de Osama bin Laden, y la organización afín a Al Qaeda, Jemaah Islamiyah, se ha arraigado en Indonesia.
Además, la violencia, las epidemias y las crisis de refugiados que asuelan naciones en descomposición a menudo se derraman hacia los países vecinos y desestabilizan regiones enteras. Liberia ofrece quizás el ejemplo más conocido. Antes de que fuera finalmente desalojado, Charles Taylor se aprovechó del vacío de poder creado por la inexistencia de un aparato estatal para establecer un régimen avaricioso e incitar una serie de conflictos en toda África Occidental.
Aunque a menudo las implicaciones económicas de la fragilidad estatal no son atendidas en lo necesario, muchos países volátiles también controlan los recursos naturales vitales para otras naciones. Nigeria es uno de los 10 principales exportadores de crudo a Estados Unidos. En septiembre, cuando los cabecillas rebeldes en el delta del Níger, rico en petróleo, declararon que iniciarían una "guerra sin cuartel contra el estado nigeriano", la inestabilidad contribuyó a elevar los precios mundiales del combustible a más de 50 dólares por barril.
Ninguna de estas amenazas es un fenómeno reciente, y Estados Unidos ha tratado de contrarrestarlas desde hace mucho. Desafortunadamente, a menudo los compromisos pasados con estados vacilantes produjeron resultados que no sólo fueron negativos, sino que arrojaron exactamente lo opuesto a lo esperado. Por ejemplo, tras el fracaso de las intervenciones de Estados Unidos y de las Naciones Unidas en Somalia en 1992-1993, el país se desintegró en un anárquico campo de batalla entre jefes de partidos militares en lucha. Una investigación de las Naciones Unidas sobre los recientes ataques terroristas en Kenia documentó la facilidad con que los militantes utilizaron Somalia como zona de paso y vía de escape de estas operaciones.
Antes de adaptar su política exterior, Washington debe examinar y aprender de estos intentos -- y fracasos -- anteriores en la asistencia, el desarrollo y la estabilización de los estados ingobernables o débiles. Se pueden cosechar cuatro enseñanzas esenciales. Primero, el dinero no basta para comprar una gobernabilidad eficaz. Durante el punto culminante de la Guerra Fría, la ayuda externa estadounidense llenó las arcas de dictadores como Mobutu Sese Seko, de Zaire, y Muhammed Zia ul-Haq, de Pakistán. Esta ayuda garantizó su cooperación en la lucha contra el comunismo, pero poco hizo por promover el desarrollo de las bases más amplias. El fortalecimiento de la gobernabilidad requiere mucho más que la mera transferencia de dinero en efectivo. También depende de la capacidad de un estado para proteger sus fronteras, ofrecer los servicios públicos esenciales y garantizar los derechos humanos básicos a su pueblo. La transparencia -- en la toma de decisiones de un gobierno en desarrollo, su asignación de fondos presupuestarios y su administración del estado de derecho -- también debe ser promovida. Estas metas definieron el apoyo estadounidense a El Salvador y Nicaragua a principios de la década de 1990; hoy, a más de 10 años de distancia, ambas naciones están negociando tratados de libre comercio con Washington, signo inequívoco de avance.
Una segunda lección es que Washington no puede simplemente evitar o esperar dejar de tratar con las élites locales, pues son sus acciones, no las de Estados Unidos, las que fortalecerán o debilitarán las instituciones. Ni el aislamiento ni la indulgencia por sí solos pueden afectar en un grado significativo la posición de una élite. Los dirigentes cada vez más autoritarios de Asia Central, por ejemplo, encuentran poca necesidad de responder a las duras palabras para adelantar reformas, sobre todo porque esas palabras se han visto acompañadas de nuevas e incondicionales instilaciones de ayuda, además de visitas de apoyo de funcionarios estadounidenses de alta jerarquía. Tales acercamientos sin visión clara tienen costos potenciales. En cambio, la política exterior estadounidense debe emplear una mezcla dinámica y sofisticada de incentivos y sanciones para atraerse y obligar a las élites, y al mismo tiempo trabajar en expandir la participación pública en el proceso político.
En tercer lugar, al utilizar medidas de corto plazo para resolver crisis complejas, Estados Unidos debe tener el cuidado de no agravar la situación o de crear nuevos problemas. La trágica historia de Afganistán nos recuerda con claridad esta lección: después de ayudar a la resistencia afgana a expulsar a los invasores soviéticos hace más de 10 años, Estados Unidos se mantuvo al margen -- debido a la fatiga del donador y a una mala evaluación de las implicaciones -- mientras las facciones de los mujaidines entraron en mutuo conflicto. La cruenta guerra civil consumió Afganistán, lo que permitió que los talibanes y Al Qaeda tomaran el control del gobierno. Las armas entregadas a los mujaidines para pelear contra los soviéticos se utilizaron contra los soldados estadounidenses en la Guerra de Afganistán después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. En su intento de terminar rápidamente los conflictos en el extranjero, las autoridades deben evitar plantar las semillas de la inestabilidad futura.
Por último, las autoridades estadounidenses deben ser francas en cuanto a la naturaleza de largo plazo de la tarea de construcción de estados. Esto puede parecer políticamente inaceptable, pero no hay excusas para no lanzar compromisos limitados en países enredados en el caos político y económico. Si Estados Unidos no puede sostener su compromiso, sería mejor que no interviniera de ningún modo.
De aquí hacia allá
El gobierno de Bush ha empezado a reconocer la importancia de alentar la democracia y la transparencia en los países en vías de desarrollo con su iniciativa de desarrollo distintiva, la Cuenta del Desafío del Milenio (MCA, por sus siglas en inglés). Aunque la MCA es un experimento audaz, que representa una pieza clave de un amplio programa de ayuda exterior estadounidense, no logra llegar directamente a las naciones que constituyen el mayor riesgo a la seguridad de Estados Unidos.
En vez de distribuir la ayuda para incitar las reformas en los estados débiles -- como los planes de desarrollo en el pasado -- , la MCA sólo se refiere a "países con buen desempeño" como Ghana, Mongolia y Senegal, que "gobiernan con justicia, invierten en su pueblo y estimulan la libertad económica". La MCA no toma en cuenta a países que, por definición, carecen de seguridad, capacidades y legitimidad; en otras palabras, justamente los estados agobiados por la pobreza y asolados por las enfermedades que más amenazan a los intereses de Estados Unidos en el exterior.
Pero cerrar las tres "brechas de capacidades" que infestan a los estados débiles requerirá más que incrementos en la ayuda. Una estrategia amplia de construcción de estados debe basarse en el espectro completo de herramientas con que cuenta el arsenal de la política exterior de Washington, que contempla la política comercial, el alivio de la deuda, la asistencia para la seguridad y la diplomacia. Estados Unidos debe estar preparado también para endurecerse, sea con sanciones o la fuerza militar cuando sea necesario, para promover el desarrollo.
Washington necesita una estrategia más audaz y amplia que vaya más allá de la MCA, una estrategia que se enfoque en mitigar los peligros de los "países con bajo desempeño" utilizando todos los medios disponibles. Este plan total necesita identificar rápidamente los estados de alto riesgo, responder a las amenazas inmediatas, así como poner en marcha y mantener intervenciones de largo plazo. El desarrollo no puede considerarse tan sólo como la búsqueda de propósitos estratégicos diversos; él mismo debe convertirse en un imperativo estratégico. Una vez que así sea, debe continuarse con cuatro iniciativas fundamentales: invertir en la prevención del derrumbe de los estados, aprovechar las oportunidades de la transición política y gubernamental en los estados débiles, renovar las instituciones estadounidenses para que puedan encarar los retos de desarrollo del futuro, y persuadir a los aliados y las organizaciones internacionales a que ayuden a Estados Unidos.
Más que un ápice
El mejor modo de evitar la ingobernabilidad de un estado es prevenirla, y el mejor modo de prevenirla es brindar un apoyo de amplia base al crecimiento económico. De acuerdo con el Banco Mundial, los países de bajos ingresos son unas 15 veces más susceptibles a los conflictos internacionales que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Ayudar a las naciones pobres a estabilizar y diversificar sus economías -- habilitándolas para combatir la pobreza y satisfacer las expectativas populares -- debe ser un aspecto vital de los esfuerzos estadounidenses para reducir en forma significativa el riesgo de un derrumbe estatal total.
La expansión del comercio mundial es el modo más seguro de fortalecer a las economías estancadas. Para tal fin, Washington tendrá que poner en marcha con vigor el reciente marco acuerdo de la Ronda Doha de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio e implementar un nuevo marco para reducir los subsidios agrícolas. Las controversias comerciales agrícolas, que en repetidas ocasiones han amenazado con descarrilar las negociaciones, deben ser resueltas. Al mismo tiempo, Estados Unidos debe dar acceso en forma unilateral a sus mercados a los países pobres mediante iniciativas como la Ley de Crecimiento y Oportunidades Africanas. William Cline, del Centro para el Desarrollo Global, considera que el libre comercio mundial podría ayudar a 500 millones de personas a salir de la pobreza, con la inyección de 200 mil millones de dólares al año en las naciones en vías de desarrollo.
Si se implementa correctamente, el alivio de la deuda también sería un beneficio importante para las naciones en desarrollo. Los ministros de finanzas del grupo G-8 de los estados más industrializados más Rusia siguen analizando cómo reforzar el marco actual para aliviar la deuda de los países pobres más endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés), posiblemente hasta en un 100%. Éste es un principio importante, pero es sólo un principio. A pesar de las proyecciones que van en contrario, los países hoy inscritos en el programa HIPC no están escapándose de las cargas de deuda insostenibles. El G-8 deberá incrementar el alivio a la deuda para asegurar que sus efectos sean duraderos, no sólo paliativos. Y Estados Unidos deberá animar a otros a expandir la elegibilidad para el alivio de la deuda a todos los países de bajos ingresos, no sólo a los HIPC. Para prevenir que haya más brotes de deuda insostenible, el Banco Mundial debe emitir más donaciones en vez de préstamos, medida por la que Washington ya ha presionado.
El derrumbe de los estados también puede prevenirse ayudando a los estados débiles a reformar sus fuerzas de seguridad. Las restricciones del Congreso y su apegada interpretación evitan que muchos de los organismos gubernamentales de Estados Unidos usen fondos para asesorar, capacitar o respaldar la política exterior y las fuerzas militares, a menos que se trate de circunstancias excepcionales. Por supuesto, Estados Unidos debe seguir prohibiendo el compromiso con fuerzas que violen los derechos humanos de los ciudadanos. Pero las restricciones actuales a menudo obstaculizan los esfuerzos estadounidenses de mejorar las fuerzas de seguridad en el exterior. En la Sierra Leona posbélica, por ejemplo, las reglas dominantes evitaron que el gobierno estadounidense proporcionara asistencia alimentaria a los ex combatientes en los campamentos de desarme, que eran, cosa segura, el mejor lugar para ellos. El reforzamiento de la capacidad de un estado débil para vigilar su territorio es un elemento crucial para la construcción de un estado; las leyes estadounidenses que abaten la reforma del sector seguridad deben reconfigurarse.
Cuando la oportunidad llama a la puerta
Aunque la anticipación y la disuasión de la ingobernabilidad de un estado han de ser la meta superior de la política exterior estadounidense, la prevención nunca será perfectamente suficiente. Estados Unidos debe ser capaz de reaccionar con rapidez y eficacia a las crisis en territorios extranjeros, en especial donde los dirigentes locales pueden restablecer el orden con ayuda oportuna. Las transiciones -- de la dictadura a la democracia, de las revueltas a la paz -- ofrecen oportunidades de corta duración para fortalecer a los estados débiles e impedir que caigan en el caos. Para aprovechar estas oportunidades, Washington deberá establecer un conjunto de "capacidades de equilibrio" que ofrezca a las autoridades una lista de cursos de acción inmediatos no militares.
El financiamiento, comprometido rápida y estratégicamente, es la piedra angular de cualquier estrategia de respuesta rápida. Una de las razones fundamentales del éxito militar estadounidense en su respuesta a las urgencias es su casi ilimitada provisión de fondos de contingencia. Las agencias de desarrollo de Estados Unidos carecen de una capacidad comparable. El Congreso debería dar al presidente un fondo "de país en transición" para financiar reconstrucciones imprevistas u operaciones de mantenimiento de la paz. El gobierno de Bush ha propuesto, y el Congreso está considerando su adopción, un fondo de contingencia, por un total de 100 millones de dólares, que se agotaría fácilmente en un solo desastre. De hecho, Estados Unidos gasta ahora más de 200 millones de dólares tan sólo en la reconstrucción de Liberia. Para contrarrestar en forma realista los peligros del mundo moderno, el Congreso deberá otorgar al presidente un fondo de urgencia de restitución de al menos mil millones de dólares, cuyo uso será discrecional.
Pero la respuesta eficaz y rápida no es sólo cuestión de recursos financieros, como demostró la estancada reconstrucción de Irak, en lo que se ha gastado menos de un cuarto de los 18500 millones de dólares asignados por el Congreso. Estados Unidos necesita crear una unidad coherente de respuesta rápida, un plantel centralizado de expertos de varias agencias ocupados en la construcción de estados -- considerando en ello el estado de derecho, la gobernabilidad y las reformas económicas -- , con entrenamiento para colaborar y ser capaces de ponerse en operación con rapidez, libres de las trabas de la inercia burocrática, en los lugares de crisis. En la actualidad hay grupos aislados de conocimientos especializados dispersos en todo Washington, con poca coordinación entre sí. A últimas fechas el gobierno de Bush estableció la oficina del coordinador para la reconstrucción y estabilización en el Departamento de Estado con una plana de 25 personas, lo cual es otro ejemplo de un buen primer paso que podría ser insuficiente. Para coordinar los esfuerzos entre dependencias, esta nueva entidad necesita el tipo de recursos, personal y autoridad que muestre un verdadero cambio. De no ser así, pasará a ocupar un lugar en el cementerio, equivalente a otra capa de la burocracia gubernamental.
Por supuesto, cuando fallan otras formas de intervención, estabilizar un estado débil o ingobernable puede requerir la fuerza militar externa. Pero Estados Unidos no puede ni debe garantizar la seguridad del mundo por sí solo. Por fortuna, potencias regionales como Nigeria y Brasil, así como organizaciones como la Unión Africana (UA) y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, han mostrado una mayor disposición a adquirir alguna responsabilidad en cuanto a tener disturbios en sus regiones. Considérese, por ejemplo, el despliegue de tropas de la UA en la región del Darfur en Sudán. Pero como también ha demostrado Darfur, las tropas regionales sólo se pueden movilizar si cuentan con capacidades logísticas y de transportación adecuadas. Washington debe estar preparado para ofrecer a sus aliados y a las organizaciones regionales el apoyo político y operativo que necesitan para la acción militar preventiva y las misiones de pacificación, como empezó a hacer en Darfur. En un mundo que espera que Estados Unidos tome la iniciativa en cuanto a la seguridad global, ésta es la única alternativa que queda a los estadounidenses para mantener esa carga por sí solos.
Cambio de programa
Cualquier política, sin importar lo bien concebida que sea, depende de adecuadas instituciones de gobierno para ponerla en operación. Como están las cosas, los programas estadounidenses de desarrollo están dispersos entre más de una docena de dependencias, retrasados por múltiples capas de burocracia, prioridades en conflicto y escasez de capital político.
Para reformar su arquitectura institucional, Estados Unidos debe empezar por sustituir la Ley de Ayuda Exterior (Foreign Assistance Act, FAA), la legislación que rige para todos los programas de ayuda al extranjero y que hoy es una de las más bizantinas en los libros. Promulgada en 1961 y actualizada de forma ad hoc en las últimas cuatro décadas, los mandatos sobrepuestos de la FAA y su mezcla de restricciones la hacen compleja y confusa. Si las instituciones han de cumplir sus tareas, deben funcionar siguiendo un nuevo conjunto de pautas creadas para la era moderna, no para la Guerra Fría.
Como parte central de este nuevo mandato legislativo, el gobierno necesita establecer una dependencia de nivel ministerial que daría a los temas del desarrollo una sola y fuerte voz, que corrija el actual desorden burocrático. Dicha dependencia coordinaría las acciones del enmarañado pulpo de entidades que hoy proporciona ayuda exterior. Establecería un solo presupuesto para el desarrollo e integraría las estrategias estadounidenses de construcción de estados para los diversos países y regiones. Y en vez de hacer crecer el gobierno, el nuevo departamento ministerial comprendería a las organizaciones ya existentes, como la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), la Corporación del Desafío del Milenio (MCC, por sus siglas en inglés) y algunos de los programas de ayuda exterior dirigidos por los departamentos de Estado, del Tesoro, de Defensa, de Salud y Servicios Humanos, y de Agricultura.
La dependencia ministerial propuesta va en contra de las actuales tendencias de la política estadounidense para el desarrollo, pero esas tendencias no hacen lo suficiente para garantizar la seguridad de Estados Unidos. La MCC, que se encarga de la Cuenta del Desafío del Milenio, se creó explícitamente fuera de la burocracia existente a fin de mantenerla al margen de la multitud de restricciones que encara USAID. Pero sin una dirección estratégicamente centralizada, los esfuerzos estadounidenses en materia de desarrollo seguirán quedando fuera de los debates sobre política comercial, seguridad y asuntos diplomáticos. Y, lo que es más importante, carecerán de la autoridad política de alto nivel que requieren.
Sin embargo, con todo lo crítico que ha de ser este paso, una nueva dependencia no puede revertir por sí sola décadas de olvido estadounidense de los programas civiles de desarrollo. La dependencia necesitará fuertes socios en el Departamento de Estado, un nuevo grupo de aliados en la Casa Blanca y suficientes recursos de inteligencia para presionar a su favor. El Consejo Nacional de Seguridad deberá establecer una nueva directiva de alerta temprana, encargada de tener bajo su vigilancia las crisis de corto plazo y de poner en acción una respuesta rápida. Como parte de los esfuerzos de Washington por reformar su sistema de inteligencia, la comunidad de inteligencia debe dar más vigor a su cobertura del mundo en vías de desarrollo, así como aprovechar los conocimientos que ya tienen otras dependencias de gobierno, organizaciones no gubernamentales y el sector académico.
En colaboración
Por último, Estados Unidos debe apalancar su prominente posición en la escena global para convencer a sus aliados a ayudarle a combatir la debilidad de los estados, sirviéndose, idealmente, de las instituciones internacionales. Desde luego, las naciones en desarrollo tienen la responsabilidad principal de fortalecer sus instituciones de gobierno. Pero son los países vecinos y las potencias regionales las que padecen más las consecuencias del derrumbe de los estados. Y en virtud de su condición preponderante y de su poder -- y por supuesto, por sus propios intereses -- , las potencias más importantes tienen la obligación de promover la seguridad y el crecimiento económico en todo el mundo.
En fechas recientes, el G-8 parece haber abrazado su papel en la imagen más grande, al ahondar en los temas de conflicto, pobreza, seguridad y desarrollo. Sus miembros han encabezado las respuestas internacionales a la ingobernabilidad y la inestabilidad de los estados: Estados Unidos tomó la iniciativa en Afganistán, Francia en la República Democrática del Congo y el Reino Unido en Sierra Leona. Dirigido por el primer ministro Tony Blair, el Reino Unido, que será anfitrión de la cumbre del G-8 este año, ha mostrado su interés en atender los problemas que acosan al desarrollo en África y las naciones más apremiadas. En la cumbre, los estados miembro del G-8 deberán dar la mayor prioridad a sus compromisos con el acceso a los mercados, mayores flujos de ayuda y un alivio más profundo de deuda a los países más pobres.
Pero para ofrecer soluciones duraderas a los problemas de los estados débiles, los gobiernos de los principales países en desarrollo deben desempeñar un amplio papel en el diseño y la realización de las nuevas estrategias. Como prueba, basta con que consideremos las respuestas internacionales radicalmente diferentes a la Nueva Sociedad para el Desarrollo de África, emprendida en escala local y que fue adoptada, y la Iniciativa Ampliada para el Medio Oriente de la administración Bush, que no se adoptó. Si se reconfigura, el G-20 -- organismo económico formado por los miembros del G-8 e importantes mercados emergentes como Arabia Saudita, Brasil, India, Indonesia y Sudáfrica -- podría representar un papel vital en la consecución de un consenso en una diversidad de muy difíciles temas políticos y de seguridad. El G-20 ya se ha establecido como una voz cantante en la política económica global, y si cuenta con un elevado perfil también podría atender asuntos políticos y de seguridad.
Junto con sus socios del G-8 y del G-20, Estados Unidos debe apoyar a las Naciones Unidas y al Banco Mundial, los cuales, en muchos sentidos, han avanzado mucho más en la creación de estrategias y herramientas innovadoras para comprometerse con los estados débiles. Por lo regular, las organizaciones regionales e internacionales trabajan en las primeras líneas de los problemas globales más acuciantes, y Estados Unidos ha de volver a invertir en estas organizaciones. El informe del Grupo de Expertos de Alto Nivel de la ONU sobre Amenazas, Retos y Cambio -- dedicado en buena parte a los desafíos emergentes de seguridad de este siglo -- podría constituir el punto de partida para la renovación de los esfuerzos multilaterales en el mundo en vías de desarrollo.
Más allá de la política
Esta estrategia no es la promesa de una panacea. Más bien, su propósito es mejorar la capacidad del gobierno estadounidense para la construcción de estados, fortalecer la determinación internacional para ayudar a las naciones débiles, prevenir las crisis antes de que ocurran y responder con rapidez y eficacia cuando ellas se presenten. La promoción del crecimiento económico, la construcción de gobiernos legítimos y la creación de fuerzas policiacas y militares exigen mucho más que una respuesta simple.
Pero nada de ello se dará sin compromisos fundamentales de parte del gobierno estadounidense. Desde el Plan Marshall y las instituciones de Bretton Woods al Departamento de Seguridad Interna, los dirigentes de Estados Unidos han mostrado una notable capacidad de responder a crisis con soluciones innovadoras. Al parecer, los republicanos y los demócratas están de acuerdo en que la construcción de estados es un reto crítico de seguridad de esta era, pero no han llegado a un consenso en cuanto a cómo lograrla. La tarea exige una importante capacidad de dirección del presidente y eliminar la política partidista que actualmente retrasa la acción del gobierno.
Estados Unidos no debe conformarse en una época en que su propia seguridad se ve amenazada por la debilidad de otros estados. Washington debe enfrentar los problemas del desarrollo de los estados que hoy marchan titubeantes, antes de que se vuelvan ingobernables y se conviertan en amenazas intratables. Si toma la conducción de reforma de la achacosa política y las instituciones para el desarrollo y atiende a las causas primordiales del deterioro de los estados, el gobierno de Estados Unidos, junto con sus socios de los mundos desarrollados y en vías de desarrollo, puede configurar un futuro de gobernación más fuerte y legítimo, y un orden mundial más estable.
Estado crítico
"La reconstrucción posterior a conflictos" se ha convertido en el tema en boga de la política exterior en Washington. Múltiples estudios de grupos de expertos, una nueva oficina del Departamento de Estado y no menos de 10 iniciativas del Congreso han abordado el tema. Esta intensa actividad para rectificar una deficiencia que data de hace tiempo es algo que debe ser bienvenido: los recientes esfuerzos encabezados por Estados Unidos en Afganistán e Irak han evidenciado que la planificación, el financiamiento, la coordinación y la ejecución de los programas estadounidenses de reconstrucción de estados desgarrados por la guerra son lamentablemente inadecuados.
Pero la estrechez de miras en cuanto a la situación posterior a conflictos pasa por alto un punto importante: existe una crisis de gobernabilidad en gran número de estados débiles y depauperados, y dicha crisis plantea una grave amenaza para la seguridad nacional de Estados Unidos. La arquitectura de la política exterior estadounidense tuvo como objeto de su creación las amenazas de los enemigos del siglo XX, cuyo potencial de peligro radica en su fuerza. Hoy, sin embargo, el peligro más delicado para la nación consiste en la fragilidad de otros países: el tipo de debilidad que permitió que la producción de opio se disparara en Afganistán, que floreciera el tráfico de armas pequeñas en toda Asia Central, y que Al Qaeda se aprovechara de Somalia y Pakistán como escenarios para la ejecución de ataques.
El terrorismo, los conflictos armados y la inestabilidad regional están incrementándose en todo el mundo en vías de desarrollo, y sus repercusiones no sólo se resentirán en el nivel local. Es inevitable que los estados frágiles e ingobernables, así como el caos que fomentan, dañarán la seguridad de Estados Unidos y la economía global que sustenta la prosperidad de este país. Sin embargo, Estados Unidos está haciendo poco para reaccionar frente a esta tormenta en ciernes. De hecho, con frecuencia los esfuerzos de reconstrucción de naciones realizados por Washington -- algunos de ellos bien intencionados y otros que ignoran las implicaciones de largo plazo para el desarrollo y la estabilidad -- han desgastado la legitimidad y la capacidad de los estados que se proponían ayudar.
Estados Unidos necesita una nueva y completa estrategia que revierta esta tendencia y retrase la oleada de violencia, las crisis que ponen en peligro las vidas humanas y los levantamientos sociales que imperan en los países en vías de desarrollo de Afganistán a Zimbabwe: y que podrían abarcar al resto del mundo. Una estrategia eficaz de cuatro frentes consistirá en concentrarse en un planteamiento sobre prevención de crisis, respuesta rápida, toma de decisiones centralizadas de Estados Unidos y cooperación internacional.
Ante todo, un plan de tal alcance debe reconocer que las raíces de la crisis de los estados débiles, y cualquier esperanza de una solución de largo plazo, radican en el desarrollo: promover instituciones estables y que rindan cuentas en las naciones en lucha: instituciones que cumplan las necesidades del pueblo, y que las habilite para mejorar sus medios de vida en forma legal, no desesperada. Washington debe reconocer que los países débiles e ingobernables presentan un desafío que no puede resolverse sólo por los medios de la seguridad; sencillamente Estados Unidos no puede convertirse en el policía de todas las naciones en que pueda acechar algún peligro. Así, la construcción de estados no es un mero acto de caridad, sino una inversión inteligente en la propia seguridad y estabilidad de Estados Unidos.
Un desarrollo así de profundo y amplio requerirá que Washington recree y dé nuevo vigor no sólo a su política exterior sino también a sus instituciones. Los estados débiles y sin gobernabilidad plantean una amenaza en el siglo XXI que debe enfrentarse con una operación modernizada y centralizada propia del siglo XXI. En los últimos dos años, las autoridades estadounidenses se han concentrado en perfeccionar la defensa y la inteligencia internas con miras a lograr la seguridad nacional. Ese mismo interés exige hoy que se reconstruyan las instituciones de la política exterior y de desarrollo de Estados Unidos, como ocurrió hace 50 años para encarar la Guerra Fría.
El hecho sorprendente pero obvio es que el desarrollo en muchos de los llamados países en desarrollo, sencillamente, no se está dando, y tal estancamiento pone en peligro a Estados Unidos. No será fácil transformar estados débiles en estados eficaces. Pero ello es un gran reto cuyo precio deberá pagar Estados Unidos dado el papel extraordinario que ha asumido en el planeta.
La naturaleza de la bestia
Los términos "débil", "en vías de la ingobernabilidad" e "ingobernables" son imprecisos al grado del desaliento. Por ejemplo, el que un país sea pobre no lo hace necesariamente "débil". De las más de 70 naciones de ingresos bajos del mundo, alrededor de 50 de ellas -- si se excluyen naciones hostiles bien armadas como Corea del Norte -- son débiles de un modo que constituyen una amenaza para la seguridad estadounidense e internacional. La debilidad de esos estados puede medirse según intervalos en tres funciones críticas que ejecutan los gobiernos de estados claramente fuertes: la seguridad, la provisión de servicios básicos y la protección de las libertades ciudadanas esenciales. Estados "ingobernables" -- Angola, la República Democrática del Congo, Haití, Liberia, Somalia y Sudán, por ejemplo -- no cumplen ninguna de estas funciones. Pero incluso estados "débiles", que pueden faltar en una o dos de estas áreas, pueden ser una amenaza para los intereses estadounidenses
La tarea más básica de un estado es proporcionar la seguridad al mantener el monopolio del uso de la fuerza, protegerse contra amenazas internas y externas y preservar la soberanía sobre el territorio. Si un gobierno no puede garantizar la seguridad, grupos armados rebeldes o actores no estatales criminales pueden valerse de la violencia para sacar provecho de la "brecha de seguridad", como en Haití, Nepal y Somalia.
Un gobierno también debe ofrecer servicios básicos como educación y atención de la salud a sus ciudadanos. La incapacidad de hacerlo crea una "brecha de capacidades", que puede provocar una pérdida de la confianza pública y luego, tal vez, una revuelta política. En muchos entornos, la brecha de capacidades coexiste con una brecha de seguridad, o incluso surge de esta última. En Afganistán y la República Democrática del Congo, por ejemplo, segmentos de la población están separados de sus gobiernos debido a la inseguridad endémica. Y en el Irak posterior al conflicto, existen brechas de capacidades críticas a pesar de la riqueza relativa y la importancia estratégica del país.
Finalmente, para fomentar su legitimidad un gobierno necesita proteger los derechos y las libertades básicas de su pueblo, garantizar el estado de derecho y permitir una amplia participación en los procesos políticos. Intervenir para ayudar a corregir la "brecha de legitimidad" de un estado débil puede ser una labor arriesgada y hasta polémica. A menudo, el respeto a la soberanía nacional y el mantenimiento de la estabilidad pasan por encima del deseo de promover la democracia. Por añadidura, es muy difícil influir en los regímenes autocráticos, como son el de Robert Mugabe en Zimbabwe y la junta militar en Myanmar. Pero el avance de la inestabilidad en esos países pone de relieve por qué no pueden cerrarse los ojos ante tal desafío.
Dar seguridad a 50 estados débiles o ingobernables puede parecer una tarea desalentadora, y hasta agobiante, pero necesaria. En el mundo globalizado, los estados débiles son una amenaza a Estados Unidos, la estabilidad regional y la seguridad internacional de muchas maneras. Lugares como Uzbekistán y Sudán son sumamente atractivos para las organizaciones ilícitas internacionales que se especializan en todo, desde el terrorismo al narcotráfico y a otro tipo de delincuencia organizada. Esos actores no estatales se aprovechan de las fronteras porosas y de las economías subterráneas para establecer bases operativas de las cuales obtener financiamiento, reclutar soldados y planear ataques. Y dadas las frágiles estructuras de gobernación, incluso potencias regionales importantes como Indonesia y Pakistán están lejos de ser inmunes: las regiones fronterizas de Pakistán son prácticamente anárquicas y pueden ser refugio de Osama bin Laden, y la organización afín a Al Qaeda, Jemaah Islamiyah, se ha arraigado en Indonesia.
Además, la violencia, las epidemias y las crisis de refugiados que asuelan naciones en descomposición a menudo se derraman hacia los países vecinos y desestabilizan regiones enteras. Liberia ofrece quizás el ejemplo más conocido. Antes de que fuera finalmente desalojado, Charles Taylor se aprovechó del vacío de poder creado por la inexistencia de un aparato estatal para establecer un régimen avaricioso e incitar una serie de conflictos en toda África Occidental.
Aunque a menudo las implicaciones económicas de la fragilidad estatal no son atendidas en lo necesario, muchos países volátiles también controlan los recursos naturales vitales para otras naciones. Nigeria es uno de los 10 principales exportadores de crudo a Estados Unidos. En septiembre, cuando los cabecillas rebeldes en el delta del Níger, rico en petróleo, declararon que iniciarían una "guerra sin cuartel contra el estado nigeriano", la inestabilidad contribuyó a elevar los precios mundiales del combustible a más de 50 dólares por barril.
Ninguna de estas amenazas es un fenómeno reciente, y Estados Unidos ha tratado de contrarrestarlas desde hace mucho. Desafortunadamente, a menudo los compromisos pasados con estados vacilantes produjeron resultados que no sólo fueron negativos, sino que arrojaron exactamente lo opuesto a lo esperado. Por ejemplo, tras el fracaso de las intervenciones de Estados Unidos y de las Naciones Unidas en Somalia en 1992-1993, el país se desintegró en un anárquico campo de batalla entre jefes de partidos militares en lucha. Una investigación de las Naciones Unidas sobre los recientes ataques terroristas en Kenia documentó la facilidad con que los militantes utilizaron Somalia como zona de paso y vía de escape de estas operaciones.
Antes de adaptar su política exterior, Washington debe examinar y aprender de estos intentos -- y fracasos -- anteriores en la asistencia, el desarrollo y la estabilización de los estados ingobernables o débiles. Se pueden cosechar cuatro enseñanzas esenciales. Primero, el dinero no basta para comprar una gobernabilidad eficaz. Durante el punto culminante de la Guerra Fría, la ayuda externa estadounidense llenó las arcas de dictadores como Mobutu Sese Seko, de Zaire, y Muhammed Zia ul-Haq, de Pakistán. Esta ayuda garantizó su cooperación en la lucha contra el comunismo, pero poco hizo por promover el desarrollo de las bases más amplias. El fortalecimiento de la gobernabilidad requiere mucho más que la mera transferencia de dinero en efectivo. También depende de la capacidad de un estado para proteger sus fronteras, ofrecer los servicios públicos esenciales y garantizar los derechos humanos básicos a su pueblo. La transparencia -- en la toma de decisiones de un gobierno en desarrollo, su asignación de fondos presupuestarios y su administración del estado de derecho -- también debe ser promovida. Estas metas definieron el apoyo estadounidense a El Salvador y Nicaragua a principios de la década de 1990; hoy, a más de 10 años de distancia, ambas naciones están negociando tratados de libre comercio con Washington, signo inequívoco de avance.
Una segunda lección es que Washington no puede simplemente evitar o esperar dejar de tratar con las élites locales, pues son sus acciones, no las de Estados Unidos, las que fortalecerán o debilitarán las instituciones. Ni el aislamiento ni la indulgencia por sí solos pueden afectar en un grado significativo la posición de una élite. Los dirigentes cada vez más autoritarios de Asia Central, por ejemplo, encuentran poca necesidad de responder a las duras palabras para adelantar reformas, sobre todo porque esas palabras se han visto acompañadas de nuevas e incondicionales instilaciones de ayuda, además de visitas de apoyo de funcionarios estadounidenses de alta jerarquía. Tales acercamientos sin visión clara tienen costos potenciales. En cambio, la política exterior estadounidense debe emplear una mezcla dinámica y sofisticada de incentivos y sanciones para atraerse y obligar a las élites, y al mismo tiempo trabajar en expandir la participación pública en el proceso político.
En tercer lugar, al utilizar medidas de corto plazo para resolver crisis complejas, Estados Unidos debe tener el cuidado de no agravar la situación o de crear nuevos problemas. La trágica historia de Afganistán nos recuerda con claridad esta lección: después de ayudar a la resistencia afgana a expulsar a los invasores soviéticos hace más de 10 años, Estados Unidos se mantuvo al margen -- debido a la fatiga del donador y a una mala evaluación de las implicaciones -- mientras las facciones de los mujaidines entraron en mutuo conflicto. La cruenta guerra civil consumió Afganistán, lo que permitió que los talibanes y Al Qaeda tomaran el control del gobierno. Las armas entregadas a los mujaidines para pelear contra los soviéticos se utilizaron contra los soldados estadounidenses en la Guerra de Afganistán después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001. En su intento de terminar rápidamente los conflictos en el extranjero, las autoridades deben evitar plantar las semillas de la inestabilidad futura.
Por último, las autoridades estadounidenses deben ser francas en cuanto a la naturaleza de largo plazo de la tarea de construcción de estados. Esto puede parecer políticamente inaceptable, pero no hay excusas para no lanzar compromisos limitados en países enredados en el caos político y económico. Si Estados Unidos no puede sostener su compromiso, sería mejor que no interviniera de ningún modo.
De aquí hacia allá
El gobierno de Bush ha empezado a reconocer la importancia de alentar la democracia y la transparencia en los países en vías de desarrollo con su iniciativa de desarrollo distintiva, la Cuenta del Desafío del Milenio (MCA, por sus siglas en inglés). Aunque la MCA es un experimento audaz, que representa una pieza clave de un amplio programa de ayuda exterior estadounidense, no logra llegar directamente a las naciones que constituyen el mayor riesgo a la seguridad de Estados Unidos.
En vez de distribuir la ayuda para incitar las reformas en los estados débiles -- como los planes de desarrollo en el pasado -- , la MCA sólo se refiere a "países con buen desempeño" como Ghana, Mongolia y Senegal, que "gobiernan con justicia, invierten en su pueblo y estimulan la libertad económica". La MCA no toma en cuenta a países que, por definición, carecen de seguridad, capacidades y legitimidad; en otras palabras, justamente los estados agobiados por la pobreza y asolados por las enfermedades que más amenazan a los intereses de Estados Unidos en el exterior.
Pero cerrar las tres "brechas de capacidades" que infestan a los estados débiles requerirá más que incrementos en la ayuda. Una estrategia amplia de construcción de estados debe basarse en el espectro completo de herramientas con que cuenta el arsenal de la política exterior de Washington, que contempla la política comercial, el alivio de la deuda, la asistencia para la seguridad y la diplomacia. Estados Unidos debe estar preparado también para endurecerse, sea con sanciones o la fuerza militar cuando sea necesario, para promover el desarrollo.
Washington necesita una estrategia más audaz y amplia que vaya más allá de la MCA, una estrategia que se enfoque en mitigar los peligros de los "países con bajo desempeño" utilizando todos los medios disponibles. Este plan total necesita identificar rápidamente los estados de alto riesgo, responder a las amenazas inmediatas, así como poner en marcha y mantener intervenciones de largo plazo. El desarrollo no puede considerarse tan sólo como la búsqueda de propósitos estratégicos diversos; él mismo debe convertirse en un imperativo estratégico. Una vez que así sea, debe continuarse con cuatro iniciativas fundamentales: invertir en la prevención del derrumbe de los estados, aprovechar las oportunidades de la transición política y gubernamental en los estados débiles, renovar las instituciones estadounidenses para que puedan encarar los retos de desarrollo del futuro, y persuadir a los aliados y las organizaciones internacionales a que ayuden a Estados Unidos.
Más que un ápice
El mejor modo de evitar la ingobernabilidad de un estado es prevenirla, y el mejor modo de prevenirla es brindar un apoyo de amplia base al crecimiento económico. De acuerdo con el Banco Mundial, los países de bajos ingresos son unas 15 veces más susceptibles a los conflictos internacionales que los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos. Ayudar a las naciones pobres a estabilizar y diversificar sus economías -- habilitándolas para combatir la pobreza y satisfacer las expectativas populares -- debe ser un aspecto vital de los esfuerzos estadounidenses para reducir en forma significativa el riesgo de un derrumbe estatal total.
La expansión del comercio mundial es el modo más seguro de fortalecer a las economías estancadas. Para tal fin, Washington tendrá que poner en marcha con vigor el reciente marco acuerdo de la Ronda Doha de las negociaciones de la Organización Mundial del Comercio e implementar un nuevo marco para reducir los subsidios agrícolas. Las controversias comerciales agrícolas, que en repetidas ocasiones han amenazado con descarrilar las negociaciones, deben ser resueltas. Al mismo tiempo, Estados Unidos debe dar acceso en forma unilateral a sus mercados a los países pobres mediante iniciativas como la Ley de Crecimiento y Oportunidades Africanas. William Cline, del Centro para el Desarrollo Global, considera que el libre comercio mundial podría ayudar a 500 millones de personas a salir de la pobreza, con la inyección de 200 mil millones de dólares al año en las naciones en vías de desarrollo.
Si se implementa correctamente, el alivio de la deuda también sería un beneficio importante para las naciones en desarrollo. Los ministros de finanzas del grupo G-8 de los estados más industrializados más Rusia siguen analizando cómo reforzar el marco actual para aliviar la deuda de los países pobres más endeudados (HIPC, por sus siglas en inglés), posiblemente hasta en un 100%. Éste es un principio importante, pero es sólo un principio. A pesar de las proyecciones que van en contrario, los países hoy inscritos en el programa HIPC no están escapándose de las cargas de deuda insostenibles. El G-8 deberá incrementar el alivio a la deuda para asegurar que sus efectos sean duraderos, no sólo paliativos. Y Estados Unidos deberá animar a otros a expandir la elegibilidad para el alivio de la deuda a todos los países de bajos ingresos, no sólo a los HIPC. Para prevenir que haya más brotes de deuda insostenible, el Banco Mundial debe emitir más donaciones en vez de préstamos, medida por la que Washington ya ha presionado.
El derrumbe de los estados también puede prevenirse ayudando a los estados débiles a reformar sus fuerzas de seguridad. Las restricciones del Congreso y su apegada interpretación evitan que muchos de los organismos gubernamentales de Estados Unidos usen fondos para asesorar, capacitar o respaldar la política exterior y las fuerzas militares, a menos que se trate de circunstancias excepcionales. Por supuesto, Estados Unidos debe seguir prohibiendo el compromiso con fuerzas que violen los derechos humanos de los ciudadanos. Pero las restricciones actuales a menudo obstaculizan los esfuerzos estadounidenses de mejorar las fuerzas de seguridad en el exterior. En la Sierra Leona posbélica, por ejemplo, las reglas dominantes evitaron que el gobierno estadounidense proporcionara asistencia alimentaria a los ex combatientes en los campamentos de desarme, que eran, cosa segura, el mejor lugar para ellos. El reforzamiento de la capacidad de un estado débil para vigilar su territorio es un elemento crucial para la construcción de un estado; las leyes estadounidenses que abaten la reforma del sector seguridad deben reconfigurarse.
Cuando la oportunidad llama a la puerta
Aunque la anticipación y la disuasión de la ingobernabilidad de un estado han de ser la meta superior de la política exterior estadounidense, la prevención nunca será perfectamente suficiente. Estados Unidos debe ser capaz de reaccionar con rapidez y eficacia a las crisis en territorios extranjeros, en especial donde los dirigentes locales pueden restablecer el orden con ayuda oportuna. Las transiciones -- de la dictadura a la democracia, de las revueltas a la paz -- ofrecen oportunidades de corta duración para fortalecer a los estados débiles e impedir que caigan en el caos. Para aprovechar estas oportunidades, Washington deberá establecer un conjunto de "capacidades de equilibrio" que ofrezca a las autoridades una lista de cursos de acción inmediatos no militares.
El financiamiento, comprometido rápida y estratégicamente, es la piedra angular de cualquier estrategia de respuesta rápida. Una de las razones fundamentales del éxito militar estadounidense en su respuesta a las urgencias es su casi ilimitada provisión de fondos de contingencia. Las agencias de desarrollo de Estados Unidos carecen de una capacidad comparable. El Congreso debería dar al presidente un fondo "de país en transición" para financiar reconstrucciones imprevistas u operaciones de mantenimiento de la paz. El gobierno de Bush ha propuesto, y el Congreso está considerando su adopción, un fondo de contingencia, por un total de 100 millones de dólares, que se agotaría fácilmente en un solo desastre. De hecho, Estados Unidos gasta ahora más de 200 millones de dólares tan sólo en la reconstrucción de Liberia. Para contrarrestar en forma realista los peligros del mundo moderno, el Congreso deberá otorgar al presidente un fondo de urgencia de restitución de al menos mil millones de dólares, cuyo uso será discrecional.
Pero la respuesta eficaz y rápida no es sólo cuestión de recursos financieros, como demostró la estancada reconstrucción de Irak, en lo que se ha gastado menos de un cuarto de los 18500 millones de dólares asignados por el Congreso. Estados Unidos necesita crear una unidad coherente de respuesta rápida, un plantel centralizado de expertos de varias agencias ocupados en la construcción de estados -- considerando en ello el estado de derecho, la gobernabilidad y las reformas económicas -- , con entrenamiento para colaborar y ser capaces de ponerse en operación con rapidez, libres de las trabas de la inercia burocrática, en los lugares de crisis. En la actualidad hay grupos aislados de conocimientos especializados dispersos en todo Washington, con poca coordinación entre sí. A últimas fechas el gobierno de Bush estableció la oficina del coordinador para la reconstrucción y estabilización en el Departamento de Estado con una plana de 25 personas, lo cual es otro ejemplo de un buen primer paso que podría ser insuficiente. Para coordinar los esfuerzos entre dependencias, esta nueva entidad necesita el tipo de recursos, personal y autoridad que muestre un verdadero cambio. De no ser así, pasará a ocupar un lugar en el cementerio, equivalente a otra capa de la burocracia gubernamental.
Por supuesto, cuando fallan otras formas de intervención, estabilizar un estado débil o ingobernable puede requerir la fuerza militar externa. Pero Estados Unidos no puede ni debe garantizar la seguridad del mundo por sí solo. Por fortuna, potencias regionales como Nigeria y Brasil, así como organizaciones como la Unión Africana (UA) y la Asociación de Naciones del Sureste Asiático, han mostrado una mayor disposición a adquirir alguna responsabilidad en cuanto a tener disturbios en sus regiones. Considérese, por ejemplo, el despliegue de tropas de la UA en la región del Darfur en Sudán. Pero como también ha demostrado Darfur, las tropas regionales sólo se pueden movilizar si cuentan con capacidades logísticas y de transportación adecuadas. Washington debe estar preparado para ofrecer a sus aliados y a las organizaciones regionales el apoyo político y operativo que necesitan para la acción militar preventiva y las misiones de pacificación, como empezó a hacer en Darfur. En un mundo que espera que Estados Unidos tome la iniciativa en cuanto a la seguridad global, ésta es la única alternativa que queda a los estadounidenses para mantener esa carga por sí solos.
Cambio de programa
Cualquier política, sin importar lo bien concebida que sea, depende de adecuadas instituciones de gobierno para ponerla en operación. Como están las cosas, los programas estadounidenses de desarrollo están dispersos entre más de una docena de dependencias, retrasados por múltiples capas de burocracia, prioridades en conflicto y escasez de capital político.
Para reformar su arquitectura institucional, Estados Unidos debe empezar por sustituir la Ley de Ayuda Exterior (Foreign Assistance Act, FAA), la legislación que rige para todos los programas de ayuda al extranjero y que hoy es una de las más bizantinas en los libros. Promulgada en 1961 y actualizada de forma ad hoc en las últimas cuatro décadas, los mandatos sobrepuestos de la FAA y su mezcla de restricciones la hacen compleja y confusa. Si las instituciones han de cumplir sus tareas, deben funcionar siguiendo un nuevo conjunto de pautas creadas para la era moderna, no para la Guerra Fría.
Como parte central de este nuevo mandato legislativo, el gobierno necesita establecer una dependencia de nivel ministerial que daría a los temas del desarrollo una sola y fuerte voz, que corrija el actual desorden burocrático. Dicha dependencia coordinaría las acciones del enmarañado pulpo de entidades que hoy proporciona ayuda exterior. Establecería un solo presupuesto para el desarrollo e integraría las estrategias estadounidenses de construcción de estados para los diversos países y regiones. Y en vez de hacer crecer el gobierno, el nuevo departamento ministerial comprendería a las organizaciones ya existentes, como la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID, por sus siglas en inglés), la Corporación del Desafío del Milenio (MCC, por sus siglas en inglés) y algunos de los programas de ayuda exterior dirigidos por los departamentos de Estado, del Tesoro, de Defensa, de Salud y Servicios Humanos, y de Agricultura.
La dependencia ministerial propuesta va en contra de las actuales tendencias de la política estadounidense para el desarrollo, pero esas tendencias no hacen lo suficiente para garantizar la seguridad de Estados Unidos. La MCC, que se encarga de la Cuenta del Desafío del Milenio, se creó explícitamente fuera de la burocracia existente a fin de mantenerla al margen de la multitud de restricciones que encara USAID. Pero sin una dirección estratégicamente centralizada, los esfuerzos estadounidenses en materia de desarrollo seguirán quedando fuera de los debates sobre política comercial, seguridad y asuntos diplomáticos. Y, lo que es más importante, carecerán de la autoridad política de alto nivel que requieren.
Sin embargo, con todo lo crítico que ha de ser este paso, una nueva dependencia no puede revertir por sí sola décadas de olvido estadounidense de los programas civiles de desarrollo. La dependencia necesitará fuertes socios en el Departamento de Estado, un nuevo grupo de aliados en la Casa Blanca y suficientes recursos de inteligencia para presionar a su favor. El Consejo Nacional de Seguridad deberá establecer una nueva directiva de alerta temprana, encargada de tener bajo su vigilancia las crisis de corto plazo y de poner en acción una respuesta rápida. Como parte de los esfuerzos de Washington por reformar su sistema de inteligencia, la comunidad de inteligencia debe dar más vigor a su cobertura del mundo en vías de desarrollo, así como aprovechar los conocimientos que ya tienen otras dependencias de gobierno, organizaciones no gubernamentales y el sector académico.
En colaboración
Por último, Estados Unidos debe apalancar su prominente posición en la escena global para convencer a sus aliados a ayudarle a combatir la debilidad de los estados, sirviéndose, idealmente, de las instituciones internacionales. Desde luego, las naciones en desarrollo tienen la responsabilidad principal de fortalecer sus instituciones de gobierno. Pero son los países vecinos y las potencias regionales las que padecen más las consecuencias del derrumbe de los estados. Y en virtud de su condición preponderante y de su poder -- y por supuesto, por sus propios intereses -- , las potencias más importantes tienen la obligación de promover la seguridad y el crecimiento económico en todo el mundo.
En fechas recientes, el G-8 parece haber abrazado su papel en la imagen más grande, al ahondar en los temas de conflicto, pobreza, seguridad y desarrollo. Sus miembros han encabezado las respuestas internacionales a la ingobernabilidad y la inestabilidad de los estados: Estados Unidos tomó la iniciativa en Afganistán, Francia en la República Democrática del Congo y el Reino Unido en Sierra Leona. Dirigido por el primer ministro Tony Blair, el Reino Unido, que será anfitrión de la cumbre del G-8 este año, ha mostrado su interés en atender los problemas que acosan al desarrollo en África y las naciones más apremiadas. En la cumbre, los estados miembro del G-8 deberán dar la mayor prioridad a sus compromisos con el acceso a los mercados, mayores flujos de ayuda y un alivio más profundo de deuda a los países más pobres.
Pero para ofrecer soluciones duraderas a los problemas de los estados débiles, los gobiernos de los principales países en desarrollo deben desempeñar un amplio papel en el diseño y la realización de las nuevas estrategias. Como prueba, basta con que consideremos las respuestas internacionales radicalmente diferentes a la Nueva Sociedad para el Desarrollo de África, emprendida en escala local y que fue adoptada, y la Iniciativa Ampliada para el Medio Oriente de la administración Bush, que no se adoptó. Si se reconfigura, el G-20 -- organismo económico formado por los miembros del G-8 e importantes mercados emergentes como Arabia Saudita, Brasil, India, Indonesia y Sudáfrica -- podría representar un papel vital en la consecución de un consenso en una diversidad de muy difíciles temas políticos y de seguridad. El G-20 ya se ha establecido como una voz cantante en la política económica global, y si cuenta con un elevado perfil también podría atender asuntos políticos y de seguridad.
Junto con sus socios del G-8 y del G-20, Estados Unidos debe apoyar a las Naciones Unidas y al Banco Mundial, los cuales, en muchos sentidos, han avanzado mucho más en la creación de estrategias y herramientas innovadoras para comprometerse con los estados débiles. Por lo regular, las organizaciones regionales e internacionales trabajan en las primeras líneas de los problemas globales más acuciantes, y Estados Unidos ha de volver a invertir en estas organizaciones. El informe del Grupo de Expertos de Alto Nivel de la ONU sobre Amenazas, Retos y Cambio -- dedicado en buena parte a los desafíos emergentes de seguridad de este siglo -- podría constituir el punto de partida para la renovación de los esfuerzos multilaterales en el mundo en vías de desarrollo.
Más allá de la política
Esta estrategia no es la promesa de una panacea. Más bien, su propósito es mejorar la capacidad del gobierno estadounidense para la construcción de estados, fortalecer la determinación internacional para ayudar a las naciones débiles, prevenir las crisis antes de que ocurran y responder con rapidez y eficacia cuando ellas se presenten. La promoción del crecimiento económico, la construcción de gobiernos legítimos y la creación de fuerzas policiacas y militares exigen mucho más que una respuesta simple.
Pero nada de ello se dará sin compromisos fundamentales de parte del gobierno estadounidense. Desde el Plan Marshall y las instituciones de Bretton Woods al Departamento de Seguridad Interna, los dirigentes de Estados Unidos han mostrado una notable capacidad de responder a crisis con soluciones innovadoras. Al parecer, los republicanos y los demócratas están de acuerdo en que la construcción de estados es un reto crítico de seguridad de esta era, pero no han llegado a un consenso en cuanto a cómo lograrla. La tarea exige una importante capacidad de dirección del presidente y eliminar la política partidista que actualmente retrasa la acción del gobierno.
Estados Unidos no debe conformarse en una época en que su propia seguridad se ve amenazada por la debilidad de otros estados. Washington debe enfrentar los problemas del desarrollo de los estados que hoy marchan titubeantes, antes de que se vuelvan ingobernables y se conviertan en amenazas intratables. Si toma la conducción de reforma de la achacosa política y las instituciones para el desarrollo y atiende a las causas primordiales del deterioro de los estados, el gobierno de Estados Unidos, junto con sus socios de los mundos desarrollados y en vías de desarrollo, puede configurar un futuro de gobernación más fuerte y legítimo, y un orden mundial más estable.