Kenneth Pollack y Ray Takeyh
El inexorable reloj
Mientras Estados Unidos lucha por resolver la problemática reconstrucción de Irak, la siguiente gran crisis de seguridad nacional ya se cierne sobre Washington. Investigadores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés) han descubierto que Irán trata de adquirir la capacidad de enriquecer uranio y aislar plutonio, actividades que le permitirían preparar material fisionable para hacer armas nucleares. Las revelaciones sobre el intenso programa secreto de Irán han convencido incluso a los titubeantes europeos de que el propósito último de Teherán es adquirir las armas o, al menos, la capacidad de producirlas cuando así lo quiera.
Aún queda por resolver si Estados Unidos podría aprender a coexistir con un Irán nuclearizado. Desde la muerte del ayatollah Ruhollah Khomeini en 1989, el comportamiento de Teherán ha transmitido algunos mensajes muy confusos a Washington. Los mullahs han continuado definiendo su política exterior en oposición a Estados Unidos y a menudo han recurrido a métodos belicosos para obtener sus objetivos. Han intentado socavar a los gobiernos de Arabia Saudita y otros aliados de Estados Unidos; han entablado una inflexible campaña terrorista contra el proceso de paz Israel-palestinos gestionado por Estados Unidos, y hasta han patrocinado al menos un atentado directo contra Estados Unidos, al atacar con bombas las Torres de Khobar -- un complejo habitacional repleto de soldados estadounidenses -- en Arabia Saudita en 1996. Aunque Teherán ha sido agresivo, antiestadounidense y asesino, su conducta no ha sido ni irracional ni precipitada. Ha calibrado sus acciones con cuidado, mostrado contención cuando los riesgos eran elevados y dado marcha atrás cuando se perfilaban penosas consecuencias. Tales cálculos permiten pensar que Estados Unidos podría, probablemente, disuadir a Irán incluso antes de que franqueara el umbral nuclear.
Sin embargo, no hay ninguna duda de que Estados Unidos, Medio Oriente y quizás el resto del mundo estarían mejor si no tuvieran que vérselas con un Irán nuclear. La parte difícil, desde luego, es asegurarse de que Teherán nunca llegue a tal punto. Parece haber hecho progresos considerables en muchos aspectos de su programa nuclear, gracias a la amplia asistencia de alemanes, chinos, paquistaníes, rusos y quizá norcoreanos. El régimen clerical iraní ha mostrado su disposición a tolerar considerables sacrificios para lograr sus objetivos más importantes.
Sin embargo, hay razones para pensar que aún puede cambiarse el rumbo de Teherán, si Washington saca provecho de los puntos vulnerables del régimen. Si bien la dirigencia de línea dura de Irán ha mantenido una notable unidad de propósitos ante los desafiantes reformistas, se encuentra muy fragmentada en cuanto a los temas clave de política exterior, entre ellos la importancia del armamento nuclear. En un lado del espectro están los que se apegan a la línea dura, los "duros", quienes menosprecian las consideraciones económicas y diplomáticas y ponen las preocupaciones de seguridad de Irán por encima de todas las demás. En el extremo opuesto están los pragmáticos, quienes creen que arreglar la deficiente economía iraní debe superar todo lo demás si es que el régimen clerical ha de conservar el poder en el largo plazo. Entre estos campos oscilan muchos de los más poderosos mediadores iraníes, que preferirían no tener que escoger entre las bombas y los medios de subsistencia.
Esta división ofrece una oportunidad a Estados Unidos, y a sus aliados en Europa y Asia, para fraguar una nueva estrategia que desaliente la búsqueda de armas nucleares de Irán. Occidente debería usar su influencia económica para apoyar a los pragmáticos, quienes podrían entonces llevar a un ritmo más lento, limitar o postergar el programa nuclear de Teherán a cambio de comercio, ayuda e inversión que tanto necesita Irán. Sólo si los mullahs reconocen que tienen una opción rigurosa -- tener armas nucleares o una economía saludable, pero no ambas cosas -- podrían abandonar sus sueños nucleares. Con las crecientes aspiraciones nucleares de Irán, Estados Unidos y sus aliados tienen ahora la oportunidad de presentar a Irán un ultimátum.
La gran división
El bloque conservador de Irán está saturado de facciones y contradicciones. Pero mientras los reformistas y los conservadores difieren en cuanto a los asuntos internos, las divisiones dentro de la facción conservadora se relacionan con aspectos críticos de la política exterior. Los ardientes defensores de la revolución islámica lanzada por el ayatollah Khomeini en 1979 todavía controlan el poder judicial, el Consejo de Guardianes (el perro guardián de la constitución) y otras poderosas instituciones, así como grupos coercitivos clave como los Guardias Revolucionarios y las bandas ciudadanas de vigilancia islámicas del Ansar-e-Hezbollah. Los "duros" se consideran los más fervorosos discípulos de Khomeini y piensan que la revolución es menos una rebelión antimonárquica que un continuo levantamiento contra las fuerzas que otrora sostuvieron la presencia estadounidense en Irán: el imperialismo occidental, el sionismo y el despotismo árabe. El ayatollah Mahmood Hashemi Shahroudi, jefe del poder judicial, dijo en 2001: "Nuestros intereses nacionales corresponden a la enemistad con el Gran Satán. Condenamos cualquier postura cobarde hacia Estados Unidos y cualquier palabra de compromiso con el Gran Satán". Para ideólogos como él, el aislamiento internacional es el precio necesario de la afirmación revolucionaria.
Los pragmáticos entre los herederos de Khomeini creen que la supervivencia del régimen depende de un rumbo internacional más juicioso. Gracias a ellos, Irán siguió siendo un protagonista en el mercado global de energéticos incluso durante su mayor fervor revolucionario. Hoy, esos realistas gravitan en torno al influyente ex presidente Hashemi Rafsanjani y ocupan posiciones importantes en todo el sistema de seguridad nacional. Una de las principales figuras del grupo, Muhammad Javad Larijani, que fuera legislador, sostiene: "No deberíamos tener lo que llamo una testaruda política hacia el mundo". En cambio, los conservadores pragmáticos han intentado hacer acuerdos económicos y de seguridad con potencias extranjeras como China, la Unión Europea y Rusia. En respuesta al derrocamiento por parte de Estados Unidos de dos regímenes de la periferia iraní -- en Afganistán y en Irak -- , adoptaron una postura precavida pero moderada. Amonestando a sus hermanos más radicales, Rafsanjani, por ejemplo, advirtió: "Estamos encarando a un gobierno estadounidense cruel y poderoso, y tenemos que ser cuidadosos y estar alerta".
En un tenor semejante, el tema de Irak también está fracturando el régimen teocrático. Según los reaccionarios de Irán, la misión ideológica de la República Islámica exige que la revolución se exporte a su vecino árabe fundamental (y de mayoría chiíta). Tal acción no sólo establecería la continuación de la importancia de la visión islámica original de Irán, sino que también obtendría un aliado decisivo para un Teherán cada vez más aislado. En contraste, la posición de los realistas de Teherán está condicionada por las exigencias del Estado-nación y sus necesidades de estabilidad. Para este grupo, la tarea más importante por hacer es evitar que las agudas tensiones religiosas y étnicas de Irak entren en Irán. Incitar los levantamientos chiítas, enviar escuadrones suicidas y provocar confrontaciones innecesarias con Estados Unidos de poco puede servir a los intereses iraníes en un momento en que sus propios problemas internos se agudizan. En consecuencia, la dirigencia de Teherán con mayor respaldo público casi siempre ha animado a los grupos chiítas a participar en la reconstrucción, no a obstruir los esfuerzos estadounidenses, y a hacer todo lo posible para evitar la guerra civil. Los "duros", por su parte, han obtenido la autorización de ofrecer alguna ayuda al Ejército Mahdi de Muqtada al-Sadr y otros grupos chiítas consagrados al rechazo.
Oscilante entre los dos campos está el supremo dirigente religioso de Irán, el ayatollah Seyed Ali Khamenei. Como ideólogo principal de la teocracia, comparte las convicciones revolucionarias de los "duros" y sus impulsos de confrontación. Pero como cabeza del Estado, debe salvaguardar los intereses nacionales de Irán y moderar la ideología con el arte de gobernar. En sus 16 años como dirigente supremo, Kahmenei ha intentado equilibrar a los ideólogos y a los realistas, facultando a ambas facciones a prevenir que alguna de ellas alcance una influencia preponderante. Sin embargo, a últimas fechas, la cambiante topografía política de Medio Oriente lo ha hecho ceder un tanto. Con el imperium estadounidense asechando en las fronteras de Irán, Khamenei, uno de los pensadores más belicistas de su país, se ha visto forzado a inclinarse hacia los pragmáticos en algunos temas.
La carta nuclear
Más que cualquier otro tema, la búsqueda de armas nucleares ha agravado las tensiones dentro del orden clerical de Irán. En general, la élite teocrática está de acuerdo en que Irán debería mantener un programa de investigación nuclear que, a la postre, le permitiría construir una bomba. Después de todo, ahora que Washington ha mostrado su disposición a llevar a la práctica su provocadora doctrina de la prevención militar, la aspiración de Irán de contar con armas nucleares tiene una lógica estratégica. Y Teherán no puede ser responsabilizado del todo por buscarlas con tanto empeño. Cuando el gobierno de Bush invadió Irak, que aún no estaba nuclearizado, y evitó utilizar la fuerza contra Corea del Norte, que sí lo estaba, los iraníes llegaron a considerar las armas nucleares como la única disuasión viable ante la acción militar estadounidense.
Aunque los dirigentes iraníes están de acuerdo en cuanto al valor estratégico de un firme programa nuclear, están divididos en la fuerza que debería tener. Los ideólogos conservadores presionan por una salida nuclear a pesar de la opinión internacional, y los realistas conservadores sostienen que el mejor modo de servir a los intereses de Irán es la contención. Los ideólogos, que consideran inevitable un conflicto con Estados Unidos, creen que la única manera de garantizar la supervivencia de la República Islámica -- y sus ideales -- es otorgándole una capacidad nuclear independiente. Ali Akbar Nateq-Nuri, candidato presidencial conservador en 1997 y ahora influyente asesor de Khamenei, rechazó las recientes negociaciones de Teherán con los europeos, señalando que: "Por fortuna, las encuestas de opinión muestran que de 75 a 80% de los iraníes quieren resistir y continuar nuestro programa y rechazar la humillación". En la cosmología de esos partidarios de la línea dura, las armas nucleares no sólo tienen valor estratégico, sino también capital político nacional. Los conservadores iraníes ven en su desafío al Gran Satán un medio de movilización de la opinión nacionalista en que descansa una revolución que gradualmente ha perdido su legitimidad popular.
En contraste, los realistas clericales advierten que, si Irán está bajo intenso escrutinio internacional, cualquier acto de provocación por parte de Irán conduciría a otros estados a abrazar el planteamiento punitivo de Washington y a aislar aún más al régimen teocrático. En una entrevista de 2002, el pragmático ministro de Defensa, Ali Shamkhani, advirtió que la "existencia de armas nucleares nos convertirá en una amenaza a otros que podrían aprovecharla de un modo peligroso para perjudicar nuestras relaciones con los países de la región". La dimensión económica de la diplomacia nuclear también impulsa a los pragmáticos hacia la moderación, pues una débil economía iraní mal puede habérselas con la imposición de sanciones multilaterales. "Si hay conflictos internos y externos, el capital extranjero no fluirá al país", señaló Rafsanjani. "De hecho, tales conflictos provocarán la fuga de capitales de este país."
¡Estúpido!, hablamos de economía
A pesar de sus abundantes recursos, Irán sigue padeciendo tasas de inflación y de desempleo de dos dígitos. Cada año entra al mercado laboral un millón de jóvenes iraníes, pero la economía produce menos de la mitad de esos empleos. La propensión de los clérigos hacia la centralización ha engendrado una economía de dirección ineficiente con una abultada burocracia. Los grandes subsidios a artículos básicos, como trigo y gasolina, gastan decenas de miles de millones de dólares pero hacen poco por aliviar la pobreza. Fundaciones importantes que son filantrópicas sólo nominalmente monopolizan sectores clave de la economía, al operar con escasas competencia, regulación o imposición tributaria. Las ineficientes empresas estatales desangran el presupuesto gubernamental, y un amplio mercado semilegal de entidades comerciales ha surgido de los ministerios del gobierno. El reciente incremento de los precios del petróleo no es una solución de largo plazo para las penurias de Irán; los errores de la economía van mucho más lejos. Veinticinco años después de que la revolución iraní se comprometió a realizar una sociedad más justa, la República Islámica ha engendrado una economía que beneficia sólo a un grupo elitista de clérigos y sus compinches y asfixia a la empresa privada.
La reforma es posible, pero requeriría rematar las empresas públicas y dar marcha atrás en los onerosos subsidios gubernamentales. La élite clerical de Irán está demasiado implicada en arreglos corruptos y teme mucho perder sus prerrogativas como para aprobar medidas que alterarían fundamentalmente la estructura de la economía. Un intenso programa de privatización desataría el malestar popular, cosa que desalentaría el emprendimiento de reformas. Cualquier intento de reestructurar el sector público agravaría una crisis de desempleo ya de sí enardecida. Es improbable que el reaccionario Consejo de Guardianes tolere la privatización de sectores clave como la industria bancaria, pues tales medidas van contra la constitución de Irán. Y con una campaña seria contra la corrupción se perderían los restantes leales al régimen.
Los tecnócratas de Irán reconocen los apuros cada vez más profundos del país. Muhammad Khazai, ministro suplente de Economía y Finanzas, ha admitido que Irán necesitará 20000 millones de dólares de inversión anual por los próximos cinco años si pretende ofrecer empleos suficientes a sus ciudadanos. La industria petrolera -- el alma de la economía iraní -- tiene ante sí un reto aún más atemorizante. La Compañía Nacional de Petróleos de Irán estima que se necesitan 70000 millones de dólares en los próximos 10 años para modernizar la ruinosa infraestructura del país y confía en que compañías petroleras extranjeras y mercados de capitales internacionales ofrezcan tres cuartos de esas enormes inversiones. Dada la incapacidad de la élite clerical de reformar la economía, las inversiones extranjeras se han vuelto decisivas para la restauración económica de Irán. Khazai insiste: "Deberíamos pensar en atraer inversiones extranjeras y preparar el terreno para la entrada de capital foráneo".
Algunos funcionarios han llegado a sugerir que las dificultades económicas de Irán no pueden remediarse si Teherán mantiene su tensa relación con Estados Unidos. El exasperado jefe de la Organización de Administración y Planeación, Hamid Reza Baradaran Shoraka, ha señalado que entre los principales obstáculos para el desarrollo del país están las sanciones impuestas por Washington. Continuar el antagonismo con Estados Unidos poco hará por que se levanten dichas sanciones.
En consecuencia, los realistas han tratado de avanzar en las intenciones nucleares de Irán a fin de asegurarse una relación de seguridad y económica más favorable con Estados Unidos. A semejanza de la dirigencia de Corea del Norte, los oligarcas clericales de Irán esperan utilizar las ambiciones nucleares de Teherán para forzar negociaciones con Washington y obtener concesiones de la capital estadounidense. En una conferencia de prensa de septiembre, el poderoso secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, Hasan Rowhani, reconoció que Teherán había sostenido conversaciones constructivas con funcionarios estadounidenses sobre la guerra en Afganistán y sugirió que "dichas negociaciones sobre el artículo nuclear no [son] del todo descabelladas". Temerosos de que la débil economía iraní no pueda soportar más las sanciones multilaterales, los pragmáticos de Irán están dispuestos a dar marcha atrás al asunto nuclear para ayudar a la economía a salir a flote.
Por lo pronto, estas presiones que compiten entre sí han provocado posturas inconsistentes en el gobierno. Aunque ha acordado suspender los esfuerzos de adquirir capacidades nucleares, el gobierno iraní ha insistido en que nunca renunciará a su programa de armas nucleares y, de hecho, lo ha incentivado. Entretanto, al tratar de anular las sanciones internacionales, Khamenei se ha puesto del lado de los realistas temporalmente. A pesar de las peticiones de los fervientes partidarios clericales y del parlamento iraní para descartar el Tratado de No Proliferación (TNP), en octubre de 2003, él acordó que Teherán firmaría el Protocolo Adicional del TNP, incluyendo en ello un régimen de inspección bastante intrusivo. A fines de noviembre, Teherán también aceptó un arreglo mediado por Alemania, Francia y el Reino Unido por el que se suspenderían las actividades de enriquecimiento de uranio y se renunciaría a completar el ciclo de combustible nuclear.
Un planteamiento nuevo
Con un Teherán dividido en cuanto a cómo equilibrar sus ambiciones nucleares y sus necesidades económicas, Washington tiene la oportunidad de evitar que trasponga el umbral nuclear. Puesto que la economía es una preocupación creciente para la dirigencia iraní, Washington puede incrementar sus influencias trabajando con otros estados que son las relaciones económicas internacionales más importantes de Teherán: los países de Europa Occidental y Japón, así como Rusia y China, si es que se les puede persuadir a cooperar. Juntos, dichos estados deben incrementar los riesgos económicos de llevar adelante las aspiraciones nucleares de Irán. Deben obligar a Teherán a enfrentar una penosa opción: armamento nuclear o salud económica. Para pintar tan agudamente las alternativas de Teherán se requerirá elevar drásticamente los beneficios que ganaría si se somete y el precio que tendría que pagar por no hacerlo.
En el pasado, la disensión entre Estados Unidos y sus aliados respecto de Irán permitió que Teherán eludiera esta difícil elección. En la década de 1990, Washington siguió una estrategia meramente coercitiva hacia Irán, con fuertes sanciones y un débil programa de acción de ayuda. Por su lado, los europeos se negaron incluso a amenazar con limitar sus relaciones comerciales con Teherán, independientemente de cuán malo haya sido su comportamiento. Irán apostó por Europa contra Estados Unidos, valiéndose de la generosidad económica europea para mitigar los efectos de las sanciones estadounidenses, mientras a la vez hacía considerables progresos en su programa nuclear clandestino.
Hoy, la situación es diferente. Un resultado afortunado del desafortunado progreso nuclear de Irán es que Teherán ahora tendrá muchas dificultades para eludir la opción que se le presenta. Las revelaciones de que Irán se ha acercado a la producción de material fisionable en los dos últimos años podrían ayudar a establecer una postura occidental unificada. En los noventa, los europeos pudieron pasar por alto muchas de las fechorías de Irán porque las pruebas de ellas eran ambiguas. Pero como recientemente la IAEA puso al descubierto muchas de las actividades secretas de enriquecimiento [de uranio] -- y Teherán después hubo de admitirlas -- , será mucho más penoso, si no imposible, que los europeos sigan mirando en otra dirección. Todavía no está claro qué tan seriamente Europa considera las actividades nucleares de Irán, pero en declaraciones públicas y privadas, los funcionarios europeos ya no tratan de restarles importancia. Además, cuando, durante las negociaciones con la Unión Europea en noviembre, Teherán solicitó que 20 centrifugadoras de investigación permanecieran activas, los europeos se negaron. Tal resolución marcó un drástico giro de la indolencia que sostuvo Europa durante los noventa. El que Irán se sometiera tan rápido fue un signo seguro de que temía incurrir en la cólera de sus benefactores económicos.
Ahora sería posible modelar una política multilateral que pueda persuadir a Teherán a abandonar su programa nuclear. En colaboración, Estados Unidos y sus aliados deberían ofrecer a Irán dos sendas drásticamente divergentes. En una de ellas, Irán aceptaría renunciar a su programa nuclear, admitiría un amplio régimen de inspecciones y terminaría su apoyo al terrorismo. A cambio, Estados Unidos levantaría las sanciones y resolvería las pretensiones de Irán sobre las riquezas del shah Mohammed Reza Pahlavi. Occidente también consideraría llevar a Irán a organizaciones económicas internacionales como la Organización Mundial del Comercio, garantizaría a Irán mayores lazos comerciales y quizás incluso ofrecería asistencia económica. Las naciones occidentales podrían suavizar el trato acordando ayudar a Irán en sus necesidades energéticas (la razón ostensible de su programa de investigación nuclear) y en negarse a promover un ataque militar directo. Estados Unidos también podría ayudar a crear una nueva arquitectura de seguridad en el Golfo Pérsico en la cual los iraníes, árabes y estadounidenses encontrarían formas de cooperación para enfrentar sus preocupaciones de seguridad, de manera parecida a como Washington lo hizo con los rusos en Europa durante las décadas de 1970 y 1980. Si, por otra parte, Irán decidiera mantenerse en su actual rumbo, los aliados de Estados Unidos se unirían a Washington en imponer precisamente el tipo de sanciones que los mullahs temen que arruinen la precaria economía de Irán. Dichas sanciones podrían cobrar la forma de todo un espectro, desde impedir la inversión en proyectos específicos o sectores enteros (como la industria petrolera) hasta romper con todos los contactos comerciales con Irán si éste se manifiesta abiertamente indispuesto a cumplir las demandas occidentales.
Elevando la apuesta
En un mundo ideal, los iraníes habrían acordado resolver todas sus diferencias con Occidente en un arreglo grandioso. Un trato tan comprensivo sería de gran utilidad para Washington, pues sería el modo más rápido de resolver las actuales disputas y la plataforma más segura a partir de la cual construir una relación nueva y cooperativa. De hecho, durante las presidencias de Ronald Reagan, George H. W. Bush y Bill Clinton, en repetidas ocasiones Washington se acogió a dicho planteamiento. Pero los ideólogos conservadores de Teherán reprimieron los esfuerzos de cualquier iraní que tratara de aceptar las ofertas conciliatorias de Estados Unidos. La administración de Clinton hizo casi una docena de gestos unilaterales hacia Irán, entre ellos el levantamiento parcial de las sanciones, para permitir al gobierno reformista del presidente Muhammad Khatami participar en esas negociaciones. Pero dichas aperturas desencadenaron una fuerte reacción conservadora que acabó por debilitar al gobierno de Khatami.
Incluso si parece improbable una gran negociación dada la complicada política interna iraní, sigue siendo viable una opción de política de "zanahorias y garrotes" [estímulos y castigos]. En este caso, las naciones occidentales plantearían las mismas dos sendas para Irán, pero lo harían en forma de declaraciones de una política conjunta, más que como las metas de las negociaciones bilaterales con Teherán. Funcionarios de Estados Unidos, los países europeos y Japón -- así como los de cualquier otro país dispuesto a participar, incluyendo China y Rusia -- definirían explícitamente lo que esperan que Irán haga o no. Ante estas acciones, los aliados se agregarían en positivo y negativo [las "zanahorias" y los "garrotes"], a fin de que Teherán pueda entender los beneficios que podría ganar por terminar las actividades nucleares y terroristas y las penalidades que sufriría por negarse a darles término.
No será un esfuerzo fácil. Estados Unidos y sus aliados tendrán grandes dificultades en definir claros hitos para medir el sometimiento de Irán, y probablemente estarán en desacuerdo sobre cuánto recompensar o castigar a Teherán en cada etapa. Pero el planteamiento puede funcionar, siempre y cuando se apliquen unas cuantas medidas críticas.
Primero, la estrategia requiere que tanto las recompensas como los castigos potenciales sean significativos. Los iraníes de línea dura no abandonarán fácilmente su programa nuclear. Aunque los mullahs no son tan testarudos como el mandatario norcoreano Kim Jong Il sigue siéndolo -- no permitirían, a sabiendas, que murieran de hambre tres millones de conciudadanos sólo por preservar su programa nuclear -- , sin duda están dispuestos a tolerar considerables penurias para mantener vivas sus esperanzas nucleares. Por tanto, a fin de cambiar la conducta de Teherán, los alicientes tendrán que ser poderosos: grandes recompensas que reanimarían la economía o duras sanciones que seguramente lo incapacitarían.
Segundo, deben presentarse a Teherán expectativas de recompensas considerables, no sólo castigos. Washington debe estar dispuesto a hacer concesiones a Irán a cambio de concesiones reales de él. La razón más obvia de esta condición es que los europeos insisten en ello. Los diplomáticos europeos han señalado consistentemente que pueden persuadir a sus renuentes gobiernos a amenazar con serias sanciones al mal comportamiento continuo de Irán sólo si Estados Unidos conviene en recompensar el sometimiento con beneficios económicos reales.
Además, las "zanahorias" tienen que ser tan grandes como los "garrotes". Sólo la perspectiva de ventajas significativas ofrecerá las municiones a los pragmáticos de Teherán que sostienen que Irán debería revisar su postura nuclear para obtener los beneficios necesarios para revitalizar su ajetreada economía. Los actuales niveles de comercio e inversión de Europa y Japón no han sido capaces de resolver los arraigados problemas económicos de Irán. La propuesta de los pragmáticos sólo será convincente si el sometimiento de Teherán a las exigencias occidentales puede ayudar a un mejor funcionamiento de la economía iraní del que ahora tiene. Es probable que garantizar suficientes concesiones económicas para mantener el statu quo no influirá en los iraníes indecisos; pero sí podrían hacerlo, y significativamente, incentivos más generosos.
La penosa experiencia de tratar que las sanciones impuestas a Irak surtieran efecto durante los noventa indica que debe adoptarse otro prerrequisito para el caso que plantea Teherán. Una de las lecciones aprendidas de Irak es que, aunque muchos gobiernos amenazaron a Saddam Hussein con sanciones si retaba a la comunidad internacional, pocos las impusieron cuando éste las desafió. La mejor manera de evitar que Irán y los aliados de Estados Unidos renieguen de sus compromisos, como han hecho antes, es describir con claridad y por adelantado todos los pasos que Teherán espera emprender o evitar, así como las recompensas y los castigos específicos en que incurrirían.
Por último, todos los incentivos deben aplicarse por incrementos graduales, de modo que los pequeños pasos, positivos o negativos, lleven a Teherán ganancias o sanciones equiparables. Para que los iraníes siquiera consideren renunciar a sus ambiciones nucleares, tendrían que ver ganancias tangibles desde el principio, y ser capaces de aspirar a un tesoro al final del camino. A la inversa, es probable que Teherán no cambie de curso si no padece sistemáticamente consecuencias cada vez más severas por su reticencia. Sin penalidades inmediatas y automáticas, es probable que actúe como lo hizo durante la década de 1990, ignorando las promesas y advertencias de Occidente por ser mera retórica y, al mismo tiempo, manteniendo en curso su programa favorecido por el statu quo.
La opción menos mala
Por supuesto, no existe ninguna garantía de que tal planteamiento persuadirá a Teherán a terminar sus proyectos nucleares o su respaldo al terrorismo. Incluso si Irán detiene esos proyectos, la estrategia está lejos de ser perfecta: muy al menos, requerirá que Washington conviva por algún tiempo con un régimen que aborrece. Pero al establecer con claridad las recompensas que Irán acumularía al cooperar y los castigos que sufriría al resistirse, una política de estímulos y castigos forzaría a la dirigencia de Irán a enfrentar la elección que nunca quisiera hacer: si desechar su programa nuclear o correr el riesgo de debilitar su economía. Como las aflicciones económicas de Irán han sido un factor importante en lo tocante al descontento popular con el régimen, hay una buena razón para creer que, si se le obliga a tomar una opción así, Teherán optaría a regañadientes por salvar su economía y a buscar otras vías para manejar sus aspiraciones de seguridad y de políticas exteriores.
Este planteamiento es también el mejor con que contamos, pues tiene una mayor oportunidad de éxito que las alternativas. Sencillamente, invadir Irán no es una opción; Washington no debería tratar de manejar el programa nuclear de Teherán y su apoyo al terrorismo como lo hizo con el Talibán y el régimen de Hussein. Ahora Estados Unidos está en lo más reñido de la reconstrucción de Afganistán e Irak, con lo que le quedan muy pocas fuerzas disponibles para invadir otro país. El territorio montañoso de Irán y su amplia y nacionalista población harán que cualquier campaña militar sea desanimada. La reconstrucción de posguerra sería incluso más compleja y debilitante de lo que lo fue en Afganistán e Irak.
Aunque casi todos los iraníes quieren un tipo diferente de gobierno del que han tenido y una mejor relación con Estados Unidos, sería temerario creer que Washington pueda resolver sus problemas con las ambiciones nucleares de Teherán montando un golpe de Estado o incitando a una revolución popular que derroque al actual régimen. Los jóvenes iraníes parecen tener una mejor imagen de Estados Unidos que sus mayores, pero su mente más abierta no debe confundirse con el deseo de ver a Estados Unidos interferir en la política de Teherán, algo ante lo que los iraníes han respondido con ferocidad en el pasado. Además, aunque muchos iraníes puedan querer un gobierno diferente, han mostrado poca inclinación a hacer lo que sería necesario para desalojar al actual. La mayoría están cansados de las revoluciones: cuando tuvieron la oportunidad de iniciar una, en medio de las manifestaciones estudiantiles del verano de 1999, pocos atendieron al llamado. Hay buenas razones para creer que los días del régimen están contados, pero pocas para pensar que caerá lo suficientemente pronto o que Estados Unidos pueda hacer mucho por acelerar su desaparición. Propugnar el cambio de régimen podría ser un útil aditamento para una nueva política hacia Irán, pero ello no resolverá los problemas inmediatos de Washington con el programa nuclear iraní y su apoyo al terrorismo.
De modo parecido, en la actualidad, los costos, las incertidumbres y los riesgos de emprender una campaña aérea para destruir los emplazamientos nucleares de Irán son demasiado grandes como para hacerla algo distinto de una medida de último recurso, a pesar de las esperanzas de algunos del gobierno de Bush. Como Teherán se las ha arreglado para esconder las instalaciones nucleares más importantes, no queda claro cómo incluso los bombardeos más exitosos podrían echar atrás el desarrollo nuclear del país. Además, es probable que Irán emprenda represalias. Tiene la red terrorista más capaz del mundo, y Estados Unidos tendría que estar preparado para una amplia embestida de ataques. Quizás aún más importante, una campaña militar estadounidense incitaría a Teherán a desatar una guerra clandestina contra las fuerzas de Estados Unidos plantadas en Irak. Difícilmente son omnipotentes los iraníes allá, pero podrían hacer la situación mucho más penosa y letal de lo que ya es. Sin una mejor inteligencia sobre el programa nuclear de Irán y sin una mejor protección contra un posible contraataque iraní, la idea de una campaña aérea estadounidense debe ser relegada por completo como una opción desesperada.
Irán está hoy en una encrucijada. Podría restringir sus ambiciones nucleares a los parámetros trazados en el TNP, o podría cruzar temerariamente el umbral, enarbolando la bomba como una herramienta de diplomacia revolucionaria. Podría desempeñar un papel positivo en la reconstrucción de un Irak estable, o podría ser un actor dogmático que agravara las divisiones sectarias y étnicas de Irak. Tan difíciles como son hoy los apuros estadounidenses en Irak, Teherán podría hacer mucho por empeorarlos: podría inflamar drásticamente la insurgencia y desestabilizar a su ya inseguro vecino. Desde la caída de Saddam Hussein, Irán ha enviado clérigos y Guardias Revolucionarios a Irak y proporcionado financiamiento para establecer una intrincada red de influencia allá. Aún no queda en claro cuáles son las metas específicas de la teocracia, pero existe la preocupación de que pudieran ser opuestas a las de Estados Unidos.
Hoy, mucho depende de la conducta del gobierno de Bush, del ambiente de seguridad que surge en la región y del grado en el que Washington y sus aliados puedan forzar a Teherán a escoger entre sus ambiciones nucleares y su bienestar económico. Dadas la debilidad económica de Irán y su mudable dinámica de poder dentro de su capa gobernante, una estrategia que ofrezca fuertes recompensas y severas penalidades tiene una probabilidad razonable de alejar a Teherán de sus planes nucleares, en especial si los europeos y los japoneses muestran su plena disposición a participar. En realidad, tal es el único plan que tiene alguna expectativa real de éxito en la actualidad. En vez de seguir criticando las políticas hacia Irán de todos los demás, Estados Unidos debería dejar de hacer perfecto al enemigo que ya es bastante bueno. Washington tiene una oportunidad de refrenar la alarmante conducta de Teherán, con la ayuda de sus aliados y sin el recurso de la fuerza. Si no aprovecha la oportunidad ahora, muy pronto en el futuro querrá haberla tenido.
El inexorable reloj
Mientras Estados Unidos lucha por resolver la problemática reconstrucción de Irak, la siguiente gran crisis de seguridad nacional ya se cierne sobre Washington. Investigadores de la Agencia Internacional de Energía Atómica (IAEA, por sus siglas en inglés) han descubierto que Irán trata de adquirir la capacidad de enriquecer uranio y aislar plutonio, actividades que le permitirían preparar material fisionable para hacer armas nucleares. Las revelaciones sobre el intenso programa secreto de Irán han convencido incluso a los titubeantes europeos de que el propósito último de Teherán es adquirir las armas o, al menos, la capacidad de producirlas cuando así lo quiera.
Aún queda por resolver si Estados Unidos podría aprender a coexistir con un Irán nuclearizado. Desde la muerte del ayatollah Ruhollah Khomeini en 1989, el comportamiento de Teherán ha transmitido algunos mensajes muy confusos a Washington. Los mullahs han continuado definiendo su política exterior en oposición a Estados Unidos y a menudo han recurrido a métodos belicosos para obtener sus objetivos. Han intentado socavar a los gobiernos de Arabia Saudita y otros aliados de Estados Unidos; han entablado una inflexible campaña terrorista contra el proceso de paz Israel-palestinos gestionado por Estados Unidos, y hasta han patrocinado al menos un atentado directo contra Estados Unidos, al atacar con bombas las Torres de Khobar -- un complejo habitacional repleto de soldados estadounidenses -- en Arabia Saudita en 1996. Aunque Teherán ha sido agresivo, antiestadounidense y asesino, su conducta no ha sido ni irracional ni precipitada. Ha calibrado sus acciones con cuidado, mostrado contención cuando los riesgos eran elevados y dado marcha atrás cuando se perfilaban penosas consecuencias. Tales cálculos permiten pensar que Estados Unidos podría, probablemente, disuadir a Irán incluso antes de que franqueara el umbral nuclear.
Sin embargo, no hay ninguna duda de que Estados Unidos, Medio Oriente y quizás el resto del mundo estarían mejor si no tuvieran que vérselas con un Irán nuclear. La parte difícil, desde luego, es asegurarse de que Teherán nunca llegue a tal punto. Parece haber hecho progresos considerables en muchos aspectos de su programa nuclear, gracias a la amplia asistencia de alemanes, chinos, paquistaníes, rusos y quizá norcoreanos. El régimen clerical iraní ha mostrado su disposición a tolerar considerables sacrificios para lograr sus objetivos más importantes.
Sin embargo, hay razones para pensar que aún puede cambiarse el rumbo de Teherán, si Washington saca provecho de los puntos vulnerables del régimen. Si bien la dirigencia de línea dura de Irán ha mantenido una notable unidad de propósitos ante los desafiantes reformistas, se encuentra muy fragmentada en cuanto a los temas clave de política exterior, entre ellos la importancia del armamento nuclear. En un lado del espectro están los que se apegan a la línea dura, los "duros", quienes menosprecian las consideraciones económicas y diplomáticas y ponen las preocupaciones de seguridad de Irán por encima de todas las demás. En el extremo opuesto están los pragmáticos, quienes creen que arreglar la deficiente economía iraní debe superar todo lo demás si es que el régimen clerical ha de conservar el poder en el largo plazo. Entre estos campos oscilan muchos de los más poderosos mediadores iraníes, que preferirían no tener que escoger entre las bombas y los medios de subsistencia.
Esta división ofrece una oportunidad a Estados Unidos, y a sus aliados en Europa y Asia, para fraguar una nueva estrategia que desaliente la búsqueda de armas nucleares de Irán. Occidente debería usar su influencia económica para apoyar a los pragmáticos, quienes podrían entonces llevar a un ritmo más lento, limitar o postergar el programa nuclear de Teherán a cambio de comercio, ayuda e inversión que tanto necesita Irán. Sólo si los mullahs reconocen que tienen una opción rigurosa -- tener armas nucleares o una economía saludable, pero no ambas cosas -- podrían abandonar sus sueños nucleares. Con las crecientes aspiraciones nucleares de Irán, Estados Unidos y sus aliados tienen ahora la oportunidad de presentar a Irán un ultimátum.
La gran división
El bloque conservador de Irán está saturado de facciones y contradicciones. Pero mientras los reformistas y los conservadores difieren en cuanto a los asuntos internos, las divisiones dentro de la facción conservadora se relacionan con aspectos críticos de la política exterior. Los ardientes defensores de la revolución islámica lanzada por el ayatollah Khomeini en 1979 todavía controlan el poder judicial, el Consejo de Guardianes (el perro guardián de la constitución) y otras poderosas instituciones, así como grupos coercitivos clave como los Guardias Revolucionarios y las bandas ciudadanas de vigilancia islámicas del Ansar-e-Hezbollah. Los "duros" se consideran los más fervorosos discípulos de Khomeini y piensan que la revolución es menos una rebelión antimonárquica que un continuo levantamiento contra las fuerzas que otrora sostuvieron la presencia estadounidense en Irán: el imperialismo occidental, el sionismo y el despotismo árabe. El ayatollah Mahmood Hashemi Shahroudi, jefe del poder judicial, dijo en 2001: "Nuestros intereses nacionales corresponden a la enemistad con el Gran Satán. Condenamos cualquier postura cobarde hacia Estados Unidos y cualquier palabra de compromiso con el Gran Satán". Para ideólogos como él, el aislamiento internacional es el precio necesario de la afirmación revolucionaria.
Los pragmáticos entre los herederos de Khomeini creen que la supervivencia del régimen depende de un rumbo internacional más juicioso. Gracias a ellos, Irán siguió siendo un protagonista en el mercado global de energéticos incluso durante su mayor fervor revolucionario. Hoy, esos realistas gravitan en torno al influyente ex presidente Hashemi Rafsanjani y ocupan posiciones importantes en todo el sistema de seguridad nacional. Una de las principales figuras del grupo, Muhammad Javad Larijani, que fuera legislador, sostiene: "No deberíamos tener lo que llamo una testaruda política hacia el mundo". En cambio, los conservadores pragmáticos han intentado hacer acuerdos económicos y de seguridad con potencias extranjeras como China, la Unión Europea y Rusia. En respuesta al derrocamiento por parte de Estados Unidos de dos regímenes de la periferia iraní -- en Afganistán y en Irak -- , adoptaron una postura precavida pero moderada. Amonestando a sus hermanos más radicales, Rafsanjani, por ejemplo, advirtió: "Estamos encarando a un gobierno estadounidense cruel y poderoso, y tenemos que ser cuidadosos y estar alerta".
En un tenor semejante, el tema de Irak también está fracturando el régimen teocrático. Según los reaccionarios de Irán, la misión ideológica de la República Islámica exige que la revolución se exporte a su vecino árabe fundamental (y de mayoría chiíta). Tal acción no sólo establecería la continuación de la importancia de la visión islámica original de Irán, sino que también obtendría un aliado decisivo para un Teherán cada vez más aislado. En contraste, la posición de los realistas de Teherán está condicionada por las exigencias del Estado-nación y sus necesidades de estabilidad. Para este grupo, la tarea más importante por hacer es evitar que las agudas tensiones religiosas y étnicas de Irak entren en Irán. Incitar los levantamientos chiítas, enviar escuadrones suicidas y provocar confrontaciones innecesarias con Estados Unidos de poco puede servir a los intereses iraníes en un momento en que sus propios problemas internos se agudizan. En consecuencia, la dirigencia de Teherán con mayor respaldo público casi siempre ha animado a los grupos chiítas a participar en la reconstrucción, no a obstruir los esfuerzos estadounidenses, y a hacer todo lo posible para evitar la guerra civil. Los "duros", por su parte, han obtenido la autorización de ofrecer alguna ayuda al Ejército Mahdi de Muqtada al-Sadr y otros grupos chiítas consagrados al rechazo.
Oscilante entre los dos campos está el supremo dirigente religioso de Irán, el ayatollah Seyed Ali Khamenei. Como ideólogo principal de la teocracia, comparte las convicciones revolucionarias de los "duros" y sus impulsos de confrontación. Pero como cabeza del Estado, debe salvaguardar los intereses nacionales de Irán y moderar la ideología con el arte de gobernar. En sus 16 años como dirigente supremo, Kahmenei ha intentado equilibrar a los ideólogos y a los realistas, facultando a ambas facciones a prevenir que alguna de ellas alcance una influencia preponderante. Sin embargo, a últimas fechas, la cambiante topografía política de Medio Oriente lo ha hecho ceder un tanto. Con el imperium estadounidense asechando en las fronteras de Irán, Khamenei, uno de los pensadores más belicistas de su país, se ha visto forzado a inclinarse hacia los pragmáticos en algunos temas.
La carta nuclear
Más que cualquier otro tema, la búsqueda de armas nucleares ha agravado las tensiones dentro del orden clerical de Irán. En general, la élite teocrática está de acuerdo en que Irán debería mantener un programa de investigación nuclear que, a la postre, le permitiría construir una bomba. Después de todo, ahora que Washington ha mostrado su disposición a llevar a la práctica su provocadora doctrina de la prevención militar, la aspiración de Irán de contar con armas nucleares tiene una lógica estratégica. Y Teherán no puede ser responsabilizado del todo por buscarlas con tanto empeño. Cuando el gobierno de Bush invadió Irak, que aún no estaba nuclearizado, y evitó utilizar la fuerza contra Corea del Norte, que sí lo estaba, los iraníes llegaron a considerar las armas nucleares como la única disuasión viable ante la acción militar estadounidense.
Aunque los dirigentes iraníes están de acuerdo en cuanto al valor estratégico de un firme programa nuclear, están divididos en la fuerza que debería tener. Los ideólogos conservadores presionan por una salida nuclear a pesar de la opinión internacional, y los realistas conservadores sostienen que el mejor modo de servir a los intereses de Irán es la contención. Los ideólogos, que consideran inevitable un conflicto con Estados Unidos, creen que la única manera de garantizar la supervivencia de la República Islámica -- y sus ideales -- es otorgándole una capacidad nuclear independiente. Ali Akbar Nateq-Nuri, candidato presidencial conservador en 1997 y ahora influyente asesor de Khamenei, rechazó las recientes negociaciones de Teherán con los europeos, señalando que: "Por fortuna, las encuestas de opinión muestran que de 75 a 80% de los iraníes quieren resistir y continuar nuestro programa y rechazar la humillación". En la cosmología de esos partidarios de la línea dura, las armas nucleares no sólo tienen valor estratégico, sino también capital político nacional. Los conservadores iraníes ven en su desafío al Gran Satán un medio de movilización de la opinión nacionalista en que descansa una revolución que gradualmente ha perdido su legitimidad popular.
En contraste, los realistas clericales advierten que, si Irán está bajo intenso escrutinio internacional, cualquier acto de provocación por parte de Irán conduciría a otros estados a abrazar el planteamiento punitivo de Washington y a aislar aún más al régimen teocrático. En una entrevista de 2002, el pragmático ministro de Defensa, Ali Shamkhani, advirtió que la "existencia de armas nucleares nos convertirá en una amenaza a otros que podrían aprovecharla de un modo peligroso para perjudicar nuestras relaciones con los países de la región". La dimensión económica de la diplomacia nuclear también impulsa a los pragmáticos hacia la moderación, pues una débil economía iraní mal puede habérselas con la imposición de sanciones multilaterales. "Si hay conflictos internos y externos, el capital extranjero no fluirá al país", señaló Rafsanjani. "De hecho, tales conflictos provocarán la fuga de capitales de este país."
¡Estúpido!, hablamos de economía
A pesar de sus abundantes recursos, Irán sigue padeciendo tasas de inflación y de desempleo de dos dígitos. Cada año entra al mercado laboral un millón de jóvenes iraníes, pero la economía produce menos de la mitad de esos empleos. La propensión de los clérigos hacia la centralización ha engendrado una economía de dirección ineficiente con una abultada burocracia. Los grandes subsidios a artículos básicos, como trigo y gasolina, gastan decenas de miles de millones de dólares pero hacen poco por aliviar la pobreza. Fundaciones importantes que son filantrópicas sólo nominalmente monopolizan sectores clave de la economía, al operar con escasas competencia, regulación o imposición tributaria. Las ineficientes empresas estatales desangran el presupuesto gubernamental, y un amplio mercado semilegal de entidades comerciales ha surgido de los ministerios del gobierno. El reciente incremento de los precios del petróleo no es una solución de largo plazo para las penurias de Irán; los errores de la economía van mucho más lejos. Veinticinco años después de que la revolución iraní se comprometió a realizar una sociedad más justa, la República Islámica ha engendrado una economía que beneficia sólo a un grupo elitista de clérigos y sus compinches y asfixia a la empresa privada.
La reforma es posible, pero requeriría rematar las empresas públicas y dar marcha atrás en los onerosos subsidios gubernamentales. La élite clerical de Irán está demasiado implicada en arreglos corruptos y teme mucho perder sus prerrogativas como para aprobar medidas que alterarían fundamentalmente la estructura de la economía. Un intenso programa de privatización desataría el malestar popular, cosa que desalentaría el emprendimiento de reformas. Cualquier intento de reestructurar el sector público agravaría una crisis de desempleo ya de sí enardecida. Es improbable que el reaccionario Consejo de Guardianes tolere la privatización de sectores clave como la industria bancaria, pues tales medidas van contra la constitución de Irán. Y con una campaña seria contra la corrupción se perderían los restantes leales al régimen.
Los tecnócratas de Irán reconocen los apuros cada vez más profundos del país. Muhammad Khazai, ministro suplente de Economía y Finanzas, ha admitido que Irán necesitará 20000 millones de dólares de inversión anual por los próximos cinco años si pretende ofrecer empleos suficientes a sus ciudadanos. La industria petrolera -- el alma de la economía iraní -- tiene ante sí un reto aún más atemorizante. La Compañía Nacional de Petróleos de Irán estima que se necesitan 70000 millones de dólares en los próximos 10 años para modernizar la ruinosa infraestructura del país y confía en que compañías petroleras extranjeras y mercados de capitales internacionales ofrezcan tres cuartos de esas enormes inversiones. Dada la incapacidad de la élite clerical de reformar la economía, las inversiones extranjeras se han vuelto decisivas para la restauración económica de Irán. Khazai insiste: "Deberíamos pensar en atraer inversiones extranjeras y preparar el terreno para la entrada de capital foráneo".
Algunos funcionarios han llegado a sugerir que las dificultades económicas de Irán no pueden remediarse si Teherán mantiene su tensa relación con Estados Unidos. El exasperado jefe de la Organización de Administración y Planeación, Hamid Reza Baradaran Shoraka, ha señalado que entre los principales obstáculos para el desarrollo del país están las sanciones impuestas por Washington. Continuar el antagonismo con Estados Unidos poco hará por que se levanten dichas sanciones.
En consecuencia, los realistas han tratado de avanzar en las intenciones nucleares de Irán a fin de asegurarse una relación de seguridad y económica más favorable con Estados Unidos. A semejanza de la dirigencia de Corea del Norte, los oligarcas clericales de Irán esperan utilizar las ambiciones nucleares de Teherán para forzar negociaciones con Washington y obtener concesiones de la capital estadounidense. En una conferencia de prensa de septiembre, el poderoso secretario del Consejo Supremo de Seguridad Nacional, Hasan Rowhani, reconoció que Teherán había sostenido conversaciones constructivas con funcionarios estadounidenses sobre la guerra en Afganistán y sugirió que "dichas negociaciones sobre el artículo nuclear no [son] del todo descabelladas". Temerosos de que la débil economía iraní no pueda soportar más las sanciones multilaterales, los pragmáticos de Irán están dispuestos a dar marcha atrás al asunto nuclear para ayudar a la economía a salir a flote.
Por lo pronto, estas presiones que compiten entre sí han provocado posturas inconsistentes en el gobierno. Aunque ha acordado suspender los esfuerzos de adquirir capacidades nucleares, el gobierno iraní ha insistido en que nunca renunciará a su programa de armas nucleares y, de hecho, lo ha incentivado. Entretanto, al tratar de anular las sanciones internacionales, Khamenei se ha puesto del lado de los realistas temporalmente. A pesar de las peticiones de los fervientes partidarios clericales y del parlamento iraní para descartar el Tratado de No Proliferación (TNP), en octubre de 2003, él acordó que Teherán firmaría el Protocolo Adicional del TNP, incluyendo en ello un régimen de inspección bastante intrusivo. A fines de noviembre, Teherán también aceptó un arreglo mediado por Alemania, Francia y el Reino Unido por el que se suspenderían las actividades de enriquecimiento de uranio y se renunciaría a completar el ciclo de combustible nuclear.
Un planteamiento nuevo
Con un Teherán dividido en cuanto a cómo equilibrar sus ambiciones nucleares y sus necesidades económicas, Washington tiene la oportunidad de evitar que trasponga el umbral nuclear. Puesto que la economía es una preocupación creciente para la dirigencia iraní, Washington puede incrementar sus influencias trabajando con otros estados que son las relaciones económicas internacionales más importantes de Teherán: los países de Europa Occidental y Japón, así como Rusia y China, si es que se les puede persuadir a cooperar. Juntos, dichos estados deben incrementar los riesgos económicos de llevar adelante las aspiraciones nucleares de Irán. Deben obligar a Teherán a enfrentar una penosa opción: armamento nuclear o salud económica. Para pintar tan agudamente las alternativas de Teherán se requerirá elevar drásticamente los beneficios que ganaría si se somete y el precio que tendría que pagar por no hacerlo.
En el pasado, la disensión entre Estados Unidos y sus aliados respecto de Irán permitió que Teherán eludiera esta difícil elección. En la década de 1990, Washington siguió una estrategia meramente coercitiva hacia Irán, con fuertes sanciones y un débil programa de acción de ayuda. Por su lado, los europeos se negaron incluso a amenazar con limitar sus relaciones comerciales con Teherán, independientemente de cuán malo haya sido su comportamiento. Irán apostó por Europa contra Estados Unidos, valiéndose de la generosidad económica europea para mitigar los efectos de las sanciones estadounidenses, mientras a la vez hacía considerables progresos en su programa nuclear clandestino.
Hoy, la situación es diferente. Un resultado afortunado del desafortunado progreso nuclear de Irán es que Teherán ahora tendrá muchas dificultades para eludir la opción que se le presenta. Las revelaciones de que Irán se ha acercado a la producción de material fisionable en los dos últimos años podrían ayudar a establecer una postura occidental unificada. En los noventa, los europeos pudieron pasar por alto muchas de las fechorías de Irán porque las pruebas de ellas eran ambiguas. Pero como recientemente la IAEA puso al descubierto muchas de las actividades secretas de enriquecimiento [de uranio] -- y Teherán después hubo de admitirlas -- , será mucho más penoso, si no imposible, que los europeos sigan mirando en otra dirección. Todavía no está claro qué tan seriamente Europa considera las actividades nucleares de Irán, pero en declaraciones públicas y privadas, los funcionarios europeos ya no tratan de restarles importancia. Además, cuando, durante las negociaciones con la Unión Europea en noviembre, Teherán solicitó que 20 centrifugadoras de investigación permanecieran activas, los europeos se negaron. Tal resolución marcó un drástico giro de la indolencia que sostuvo Europa durante los noventa. El que Irán se sometiera tan rápido fue un signo seguro de que temía incurrir en la cólera de sus benefactores económicos.
Ahora sería posible modelar una política multilateral que pueda persuadir a Teherán a abandonar su programa nuclear. En colaboración, Estados Unidos y sus aliados deberían ofrecer a Irán dos sendas drásticamente divergentes. En una de ellas, Irán aceptaría renunciar a su programa nuclear, admitiría un amplio régimen de inspecciones y terminaría su apoyo al terrorismo. A cambio, Estados Unidos levantaría las sanciones y resolvería las pretensiones de Irán sobre las riquezas del shah Mohammed Reza Pahlavi. Occidente también consideraría llevar a Irán a organizaciones económicas internacionales como la Organización Mundial del Comercio, garantizaría a Irán mayores lazos comerciales y quizás incluso ofrecería asistencia económica. Las naciones occidentales podrían suavizar el trato acordando ayudar a Irán en sus necesidades energéticas (la razón ostensible de su programa de investigación nuclear) y en negarse a promover un ataque militar directo. Estados Unidos también podría ayudar a crear una nueva arquitectura de seguridad en el Golfo Pérsico en la cual los iraníes, árabes y estadounidenses encontrarían formas de cooperación para enfrentar sus preocupaciones de seguridad, de manera parecida a como Washington lo hizo con los rusos en Europa durante las décadas de 1970 y 1980. Si, por otra parte, Irán decidiera mantenerse en su actual rumbo, los aliados de Estados Unidos se unirían a Washington en imponer precisamente el tipo de sanciones que los mullahs temen que arruinen la precaria economía de Irán. Dichas sanciones podrían cobrar la forma de todo un espectro, desde impedir la inversión en proyectos específicos o sectores enteros (como la industria petrolera) hasta romper con todos los contactos comerciales con Irán si éste se manifiesta abiertamente indispuesto a cumplir las demandas occidentales.
Elevando la apuesta
En un mundo ideal, los iraníes habrían acordado resolver todas sus diferencias con Occidente en un arreglo grandioso. Un trato tan comprensivo sería de gran utilidad para Washington, pues sería el modo más rápido de resolver las actuales disputas y la plataforma más segura a partir de la cual construir una relación nueva y cooperativa. De hecho, durante las presidencias de Ronald Reagan, George H. W. Bush y Bill Clinton, en repetidas ocasiones Washington se acogió a dicho planteamiento. Pero los ideólogos conservadores de Teherán reprimieron los esfuerzos de cualquier iraní que tratara de aceptar las ofertas conciliatorias de Estados Unidos. La administración de Clinton hizo casi una docena de gestos unilaterales hacia Irán, entre ellos el levantamiento parcial de las sanciones, para permitir al gobierno reformista del presidente Muhammad Khatami participar en esas negociaciones. Pero dichas aperturas desencadenaron una fuerte reacción conservadora que acabó por debilitar al gobierno de Khatami.
Incluso si parece improbable una gran negociación dada la complicada política interna iraní, sigue siendo viable una opción de política de "zanahorias y garrotes" [estímulos y castigos]. En este caso, las naciones occidentales plantearían las mismas dos sendas para Irán, pero lo harían en forma de declaraciones de una política conjunta, más que como las metas de las negociaciones bilaterales con Teherán. Funcionarios de Estados Unidos, los países europeos y Japón -- así como los de cualquier otro país dispuesto a participar, incluyendo China y Rusia -- definirían explícitamente lo que esperan que Irán haga o no. Ante estas acciones, los aliados se agregarían en positivo y negativo [las "zanahorias" y los "garrotes"], a fin de que Teherán pueda entender los beneficios que podría ganar por terminar las actividades nucleares y terroristas y las penalidades que sufriría por negarse a darles término.
No será un esfuerzo fácil. Estados Unidos y sus aliados tendrán grandes dificultades en definir claros hitos para medir el sometimiento de Irán, y probablemente estarán en desacuerdo sobre cuánto recompensar o castigar a Teherán en cada etapa. Pero el planteamiento puede funcionar, siempre y cuando se apliquen unas cuantas medidas críticas.
Primero, la estrategia requiere que tanto las recompensas como los castigos potenciales sean significativos. Los iraníes de línea dura no abandonarán fácilmente su programa nuclear. Aunque los mullahs no son tan testarudos como el mandatario norcoreano Kim Jong Il sigue siéndolo -- no permitirían, a sabiendas, que murieran de hambre tres millones de conciudadanos sólo por preservar su programa nuclear -- , sin duda están dispuestos a tolerar considerables penurias para mantener vivas sus esperanzas nucleares. Por tanto, a fin de cambiar la conducta de Teherán, los alicientes tendrán que ser poderosos: grandes recompensas que reanimarían la economía o duras sanciones que seguramente lo incapacitarían.
Segundo, deben presentarse a Teherán expectativas de recompensas considerables, no sólo castigos. Washington debe estar dispuesto a hacer concesiones a Irán a cambio de concesiones reales de él. La razón más obvia de esta condición es que los europeos insisten en ello. Los diplomáticos europeos han señalado consistentemente que pueden persuadir a sus renuentes gobiernos a amenazar con serias sanciones al mal comportamiento continuo de Irán sólo si Estados Unidos conviene en recompensar el sometimiento con beneficios económicos reales.
Además, las "zanahorias" tienen que ser tan grandes como los "garrotes". Sólo la perspectiva de ventajas significativas ofrecerá las municiones a los pragmáticos de Teherán que sostienen que Irán debería revisar su postura nuclear para obtener los beneficios necesarios para revitalizar su ajetreada economía. Los actuales niveles de comercio e inversión de Europa y Japón no han sido capaces de resolver los arraigados problemas económicos de Irán. La propuesta de los pragmáticos sólo será convincente si el sometimiento de Teherán a las exigencias occidentales puede ayudar a un mejor funcionamiento de la economía iraní del que ahora tiene. Es probable que garantizar suficientes concesiones económicas para mantener el statu quo no influirá en los iraníes indecisos; pero sí podrían hacerlo, y significativamente, incentivos más generosos.
La penosa experiencia de tratar que las sanciones impuestas a Irak surtieran efecto durante los noventa indica que debe adoptarse otro prerrequisito para el caso que plantea Teherán. Una de las lecciones aprendidas de Irak es que, aunque muchos gobiernos amenazaron a Saddam Hussein con sanciones si retaba a la comunidad internacional, pocos las impusieron cuando éste las desafió. La mejor manera de evitar que Irán y los aliados de Estados Unidos renieguen de sus compromisos, como han hecho antes, es describir con claridad y por adelantado todos los pasos que Teherán espera emprender o evitar, así como las recompensas y los castigos específicos en que incurrirían.
Por último, todos los incentivos deben aplicarse por incrementos graduales, de modo que los pequeños pasos, positivos o negativos, lleven a Teherán ganancias o sanciones equiparables. Para que los iraníes siquiera consideren renunciar a sus ambiciones nucleares, tendrían que ver ganancias tangibles desde el principio, y ser capaces de aspirar a un tesoro al final del camino. A la inversa, es probable que Teherán no cambie de curso si no padece sistemáticamente consecuencias cada vez más severas por su reticencia. Sin penalidades inmediatas y automáticas, es probable que actúe como lo hizo durante la década de 1990, ignorando las promesas y advertencias de Occidente por ser mera retórica y, al mismo tiempo, manteniendo en curso su programa favorecido por el statu quo.
La opción menos mala
Por supuesto, no existe ninguna garantía de que tal planteamiento persuadirá a Teherán a terminar sus proyectos nucleares o su respaldo al terrorismo. Incluso si Irán detiene esos proyectos, la estrategia está lejos de ser perfecta: muy al menos, requerirá que Washington conviva por algún tiempo con un régimen que aborrece. Pero al establecer con claridad las recompensas que Irán acumularía al cooperar y los castigos que sufriría al resistirse, una política de estímulos y castigos forzaría a la dirigencia de Irán a enfrentar la elección que nunca quisiera hacer: si desechar su programa nuclear o correr el riesgo de debilitar su economía. Como las aflicciones económicas de Irán han sido un factor importante en lo tocante al descontento popular con el régimen, hay una buena razón para creer que, si se le obliga a tomar una opción así, Teherán optaría a regañadientes por salvar su economía y a buscar otras vías para manejar sus aspiraciones de seguridad y de políticas exteriores.
Este planteamiento es también el mejor con que contamos, pues tiene una mayor oportunidad de éxito que las alternativas. Sencillamente, invadir Irán no es una opción; Washington no debería tratar de manejar el programa nuclear de Teherán y su apoyo al terrorismo como lo hizo con el Talibán y el régimen de Hussein. Ahora Estados Unidos está en lo más reñido de la reconstrucción de Afganistán e Irak, con lo que le quedan muy pocas fuerzas disponibles para invadir otro país. El territorio montañoso de Irán y su amplia y nacionalista población harán que cualquier campaña militar sea desanimada. La reconstrucción de posguerra sería incluso más compleja y debilitante de lo que lo fue en Afganistán e Irak.
Aunque casi todos los iraníes quieren un tipo diferente de gobierno del que han tenido y una mejor relación con Estados Unidos, sería temerario creer que Washington pueda resolver sus problemas con las ambiciones nucleares de Teherán montando un golpe de Estado o incitando a una revolución popular que derroque al actual régimen. Los jóvenes iraníes parecen tener una mejor imagen de Estados Unidos que sus mayores, pero su mente más abierta no debe confundirse con el deseo de ver a Estados Unidos interferir en la política de Teherán, algo ante lo que los iraníes han respondido con ferocidad en el pasado. Además, aunque muchos iraníes puedan querer un gobierno diferente, han mostrado poca inclinación a hacer lo que sería necesario para desalojar al actual. La mayoría están cansados de las revoluciones: cuando tuvieron la oportunidad de iniciar una, en medio de las manifestaciones estudiantiles del verano de 1999, pocos atendieron al llamado. Hay buenas razones para creer que los días del régimen están contados, pero pocas para pensar que caerá lo suficientemente pronto o que Estados Unidos pueda hacer mucho por acelerar su desaparición. Propugnar el cambio de régimen podría ser un útil aditamento para una nueva política hacia Irán, pero ello no resolverá los problemas inmediatos de Washington con el programa nuclear iraní y su apoyo al terrorismo.
De modo parecido, en la actualidad, los costos, las incertidumbres y los riesgos de emprender una campaña aérea para destruir los emplazamientos nucleares de Irán son demasiado grandes como para hacerla algo distinto de una medida de último recurso, a pesar de las esperanzas de algunos del gobierno de Bush. Como Teherán se las ha arreglado para esconder las instalaciones nucleares más importantes, no queda claro cómo incluso los bombardeos más exitosos podrían echar atrás el desarrollo nuclear del país. Además, es probable que Irán emprenda represalias. Tiene la red terrorista más capaz del mundo, y Estados Unidos tendría que estar preparado para una amplia embestida de ataques. Quizás aún más importante, una campaña militar estadounidense incitaría a Teherán a desatar una guerra clandestina contra las fuerzas de Estados Unidos plantadas en Irak. Difícilmente son omnipotentes los iraníes allá, pero podrían hacer la situación mucho más penosa y letal de lo que ya es. Sin una mejor inteligencia sobre el programa nuclear de Irán y sin una mejor protección contra un posible contraataque iraní, la idea de una campaña aérea estadounidense debe ser relegada por completo como una opción desesperada.
Irán está hoy en una encrucijada. Podría restringir sus ambiciones nucleares a los parámetros trazados en el TNP, o podría cruzar temerariamente el umbral, enarbolando la bomba como una herramienta de diplomacia revolucionaria. Podría desempeñar un papel positivo en la reconstrucción de un Irak estable, o podría ser un actor dogmático que agravara las divisiones sectarias y étnicas de Irak. Tan difíciles como son hoy los apuros estadounidenses en Irak, Teherán podría hacer mucho por empeorarlos: podría inflamar drásticamente la insurgencia y desestabilizar a su ya inseguro vecino. Desde la caída de Saddam Hussein, Irán ha enviado clérigos y Guardias Revolucionarios a Irak y proporcionado financiamiento para establecer una intrincada red de influencia allá. Aún no queda en claro cuáles son las metas específicas de la teocracia, pero existe la preocupación de que pudieran ser opuestas a las de Estados Unidos.
Hoy, mucho depende de la conducta del gobierno de Bush, del ambiente de seguridad que surge en la región y del grado en el que Washington y sus aliados puedan forzar a Teherán a escoger entre sus ambiciones nucleares y su bienestar económico. Dadas la debilidad económica de Irán y su mudable dinámica de poder dentro de su capa gobernante, una estrategia que ofrezca fuertes recompensas y severas penalidades tiene una probabilidad razonable de alejar a Teherán de sus planes nucleares, en especial si los europeos y los japoneses muestran su plena disposición a participar. En realidad, tal es el único plan que tiene alguna expectativa real de éxito en la actualidad. En vez de seguir criticando las políticas hacia Irán de todos los demás, Estados Unidos debería dejar de hacer perfecto al enemigo que ya es bastante bueno. Washington tiene una oportunidad de refrenar la alarmante conducta de Teherán, con la ayuda de sus aliados y sin el recurso de la fuerza. Si no aprovecha la oportunidad ahora, muy pronto en el futuro querrá haberla tenido.