10 de agosto de 2008

PERDER A RUSIA. LOS COSTOS DE RENOVAR EL CONFLICTO


Dimitri K. Simes

Ahora que enfrenta las amenazas de Al Qaeda e Irán y la creciente inestabilidad en Irak y Afganistán, Estados Unidos no necesita nuevos enemigos. Sin embargo, su relación con Rusia empeora cada día. El discurso en ambos lados sube de tono, los acuerdos de seguridad están en riesgo, y Washington y Moscú se miran el uno al otro cada vez más a través del viejo prisma de la Guerra Fría.

Pese a que la reciente autoafirmación y la severidad de Rusia dentro y fuera del país haya sido la causa principal de esta desilusión mutua, Estados Unidos carga también con una gran responsabilidad en la lenta desintegración de la relación. Los padecimientos, errores y fechorías de Moscú no son una coartada para los responsables políticos de Estados Unidos, quienes cometieron errores fundamentales al manejar la transición de Rusia de un imperio comunista expansionista a una gran potencia más tradicional.

El mal manejo estadounidense de la cuestión rusa se debe a que en Washington prevalece la idea de que el gobierno de Reagan ganó la Guerra Fría prácticamente solo. Pero no ocurrió así, y sin duda no es ésa la forma en que la mayoría de los rusos ven la caída del Estado soviético. El autocomplaciente relato histórico de Washington explica en gran medida sus fracasos posteriores en su trato con Moscú en la era de la Posguerra Fría.

El error esencial de Washington se hallaba en su propensión a tratar a la Rusia postsoviética como un enemigo derrotado. Estados Unidos y Occidente ganaron la Guerra Fría, pero la victoria de un lado no significa necesariamente la derrota del otro. El dirigente soviético Mijail Gorbachov, el presidente ruso Boris Yeltsin y sus consejeros creyeron haberse unido al bando de Estados Unidos como vencedores en la Guerra Fría. Poco a poco llegaron a la conclusión de que el comunismo era malo para la Unión Soviética, y en especial para Rusia. Desde su punto de vista, no necesitaban presión externa para actuar en el mejor interés de su país.

Pese a las numerosas oportunidades de cooperación estratégica que se han presentado en los últimos 16 años, la conducta diplomática de Washington ha dejado la inequívoca impresión de que hacer de Rusia un socio estratégico nunca ha sido una prioridad importante. Los gobiernos de Bill Clinton y George W. Bush dieron por sentado que cuando necesitaran la cooperación rusa podrían obtenerla sin esfuerzos o concesiones especiales. En particular, el gobierno de Clinton parecía ver a Rusia como a la Alemania o el Japón de la Posguerra, como un país al que se podía obligar a seguir las políticas estadounidenses y con el tiempo llegaría a tomarles gusto. Parecían olvidar que Rusia no había sido ocupada por soldados estadounidense ni devastada por bombas atómicas. Rusia se transformó, no fue derrotada. Ello delineó profundamente sus respuestas a Estados Unidos.

Desde la caída de la Cortina de Hierro, Rusia no ha actuado como un Estado cliente, un aliado confiable o un verdadero amigo, pero tampoco como un enemigo, ni mucho menos como un enemigo con ambiciones globales y una ideología hostil y mesiánica. Sin embargo, el riesgo de que se sume a las filas de los adversarios de Estados Unidos es hoy muy real. Para evitar que ello suceda, Washington debe entender en qué se ha equivocado, y adoptar hoy medidas adecuadas para invertir la espiral descendente.

La muerte de un imperio

Malos entendidos y concepciones erróneas sobre el final de la Guerra Fría han sido factores significativos que han promovido políticas equivocadas de Estados Unidos hacia Rusia. Si bien Washington desempeñó un papel importante en precipitar la caída del imperio soviético, los reformadores de Moscú merecen mucho más crédito del que suelen recibir.

De hecho, a finales de los ochenta estaba lejos de ser inevitable que la Unión Soviética o siquiera el bloque oriental se derrumbara. Gorbachov asumió el poder en 1985 con el objetivo de eliminar los problemas que el gobierno de Leonid Brezhnev ya había reconocido -- sobre todo, el agotamiento militar en Afganistán y África y el excesivo gasto en defensa que arruinaba a la economía soviética -- y con la aspiración de aumentar el poder y prestigio de la Unión Soviética.

Su drástica reducción de los subsidios soviéticos a los Estados del bloque oriental, el cese de su apoyo a los regímenes de viejo cuño del Pacto de Varsovia y la perestroika crearon una dinámica política totalmente nueva en Europa del Este y condujeron a la desintegración, pacífica en gran parte, de varios regímenes comunistas y al debilitamiento de la influencia de Moscú en la región. Ronald Reagan contribuyó a este proceso aumentando la presión sobre el Kremlin, pero fue Gorbachov, no la Casa Blanca, quien puso fin al imperio soviético.

La influencia estadounidense desempeñó un papel aún menor en provocar la desintegración de la Unión Soviética. El gobierno de George H.W. Bush apoyó la independencia de las repúblicas del Báltico e hizo saber a Gorbachov que adoptar medidas severas contra gobiernos separatistas elegidos legalmente pondría en peligro las relaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Pero al permitir que partidos independentistas compitieran y ganaran en elecciones relativamente libres y al negarse a utilizar las fuerzas de seguridad en forma decisiva para deponerlos, Gorbachov prácticamente aseguró que los Estados del Báltico abandonaran la Unión Soviética. La propia Rusia asestó el golpe final, al exigir una condición institucional igual al de las otras repúblicas de la unión. Gorbachov dijo al Politburó que permitir el cambio supondría "el fin del imperio". Y así fue. Luego del fallido golpe reaccionario de agosto de 1991, Gorbachov no pudo impedir que Yeltsin -- junto con los líderes de Belarús y Ucrania -- desmantelara la Unión Soviética.

Los gobiernos de Reagan y el primer Bush entendieron los peligros de la descomposición de una superpotencia y manejaron la decadencia soviética con una combinación impresionante de empatía y dureza. Trataron a Gorbachov con respeto pero sin hacer concesiones sustanciales a expensas de los intereses estadounidenses. Esto incluyó rechazar sin demora las solicitudes cada vez más desesperadas de Gorbachov para obtener asistencia económica en grandes cantidades, porque no había ninguna buena razón para que Estados Unidos lo ayudara a salvar el imperio soviético. Pero cuando el gobierno del primer Bush rechazó los llamados soviéticos para que no atacara a Saddam Hussein tras la invasión de Kuwait por parte de Irak, la Casa Blanca se esforzó por prestar la atención debida a Gorbachov sin "restregárselo en la cara", como expresó el ex secretario de Estado James Baker. Como resultado, Estados Unidos fue capaz de derrotar a Hussein y mantener una estrecha colaboración con la Unión Soviética de manera simultánea, en gran parte en los términos de Washington.

Si algo puede criticarse al gobierno de George H.W. Bush es no haber dado pronta ayuda económica al gobierno democrático de la recién independizada Rusia en 1992. El ex presidente Richard Nixon, que observaba de cerca la transición, señaló que un paquete importante de ayuda podría detener la caída libre económica y contribuir a anclar a Rusia en Occidente durante los años por venir. Bush, sin embargo, estaba en una posición débil para adoptar medidas audaces para ayudar a Rusia. A estas alturas ya libraba una batalla perdida con el candidato Bill Clinton, quien lo atacaba por preocuparse por la política exterior a costa de la economía estadounidense.

Pese al énfasis en asuntos internos durante la campaña, Clinton llegó a la presidencia con el deseo de ayudar a Rusia. El gobierno dispuso brindar a Moscú una asistencia financiera significativa, sobre todo por medio del Fondo Monetario Internacional (FMI). Todavía en 1996, Clinton anhelaba tanto elogiar a Yeltsin que incluso comparó la decisión de éste de emplear la fuerza militar contra los separatistas de Chechenia con el espíritu rector de Abraham Lincoln en la Guerra de Secesión.

El mayor fracaso del gobierno de Clinton fue su decisión de aprovecharse de la debilidad de Rusia. El gobierno trató de obtener cuanto fuera posible para Estados Unidos en términos políticos, económicos y de seguridad en Europa y en la ex Unión Soviética antes de que Rusia se recobrara de la tumultuosa transición. El ex subsecretario de Estado Strobe Talbott también ha revelado que funcionarios estadounidenses explotaron incluso la tendencia de Yeltsin a beber en exceso durante las negociaciones cara a cara. Muchos rusos creían que el gobierno de Clinton hacía lo mismo con toda Rusia. El problema fue que con el tiempo a ese país se le pasó la borrachera, y recordó con rabia y selectivamente la noche anterior.

Cómete tus espinacas

Tras la fachada de amistad, los funcionarios del gobierno de Clinton esperaban que el Kremlin aceptara que Estados Unidos definiera los intereses nacionales rusos. Creían que las preferencias de Moscú podían pasarse por alto sin contratiempos si no compaginaban con los objetivos de Washington. Rusia tenía una economía en ruinas y un ejército que se desintegraba, y en muchos aspectos actuaba como un país derrotado. A diferencia de otros imperios coloniales europeos que se habían retirado de sus antiguas posesiones, Moscú, al hacerlo, no hizo ningún esfuerzo por negociar la protección de sus intereses económicos y de seguridad en Europa del Este o en los antiguos Estados soviéticos. Dentro de Rusia, mientras tanto, los reformistas radicales de Yeltsin a menudo recibían con beneplácito la presión del FMI y de Estados Unidos como justificación para las severas y sumamente impopulares políticas monetarias que habían impulsado por cuenta propia.

Pronto, sin embargo, hasta el ministro ruso de Relaciones Exteriores, Andrei Kozyrev -- conocido en Rusia como el Señor Sí por siempre complacer a Occidente -- , se sintió frustrado con el opresivo amor del gobierno de Clinton. Como dijo a Talbott, quien de 1993 a 1994 fue embajador extraordinario ante los Estados recién independizados: "Ya bastante malo es que ustedes nos digan lo que van a hacer, sin importarles si nos parece o no. Además, para colmo, nos dicen también que obedecer sus órdenes nos conviene".

Sin embargo, tales ruegos cayeron en oídos sordos en Washington, donde este planteamiento arrogante se volvía cada vez más popular. Talbott y sus aliados lo llamaban el tratamiento de las espinacas: un Tío Sam paternalista alimentaba a los gobernantes rusos con políticas que Washington consideraba saludables, por poco apetitosas que parecieran en Moscú. Como expresó Victoria Nuland, consejera de Talbott: "Mientras más se les diga que son buenas para ellos, más asco les da". Al dar a entender que Rusia no debería tener una política exterior independiente -- ni siquiera una política interna independiente -- , el gobierno de Clinton generó mucho resentimiento. Esta estrategia neocolonial iba de la mano con las recomendaciones del FMI que hoy la mayoría de los economistas coinciden en considerarlas poco adecuadas para Rusia, y tan dolorosas para la población que jamás se habrían podido poner en práctica por la vía democrática. Sin embargo, los reformistas radicales de Yeltsin se dieron el gusto de imponerlas sin la aprobación popular.

Entonces, el ex presidente Nixon, así como varios líderes empresariales prominentes de Estados Unidos y especialistas de Rusia, reconocieron lo disparatado del enfoque estadounidense e instaron a una solución negociada entre Yeltsin y la Duma, más conservadora. Nixon se inquietó cuando funcionarios rusos le dijeron que Estados Unidos había expresado su disposición a justificar la decisión del gobierno de Yeltsin de dar pasos "enérgicos" contra la Duma siempre y cuando el Kremlin acelerara las reformas económicas. Nixon advirtió que "alentar vías alternas a la democracia en un país con una tradición tan autocrática como la de Rusia es como tratar de apagar un fuego con materiales combustibles". Más aún, sostuvo que actuar con base en la "presunción fatalmente defectuosa" de Washington de que Rusia no era ni sería una potencia mundial durante algún tiempo pondría en peligro la paz y la democracia en la región.

Aunque Clinton se reunió con Nixon, desestimó el consejo y restó importancia a los peores excesos de Yeltsin. Pronto sobrevinieron el estancamiento entre Yeltsin y la Duma y el decreto inconstitucional de Yeltsin que disolvía el cuerpo parlamentario, lo cual a la larga condujo a la violencia y al ataque con tanques al edificio del parlamento. Luego de ese episodio, Yeltsin impuso una nueva constitución que concedía amplias facultades al presidente de Rusia a costa del parlamento. Esta acción consolidó la posición de poder del primer presidente ruso y sentó las bases para su giro al autoritarismo. La designación de Vladimir Putin -- entonces jefe del servicio ruso de inteligencia posterior a la KGB, la FSB -- como primer ministro y luego como presidente en funciones fue resultado natural del imprudente estímulo estadounidense dado a las tendencias autoritarias de Yeltsin.

Otros aspectos de la política exterior del gobierno de Clinton acrecentaron más aún el resentimiento de Rusia. La expansión de la OTAN -- en especial la primera oleada, que implicaba a Hungría, Polonia y la República Checa -- no fue un gran problema en sí. La mayoría de los rusos estaba preparada para aceptar la ampliación de la OTAN como un hecho infortunado pero no amenazador... hasta la crisis de Kosovo de 1999. Cuando la OTAN entró en guerra contra Serbia, pese a las fuertes objeciones rusas y sin aprobación del Consejo de Seguridad de la ONU, la élite y el pueblo rusos llegaron pronto a la conclusión de que se les había propinado un gran engaño y de que la OTAN seguía en su contra. Las grandes potencias -- en particular las decadentes -- no aprecian tales demostraciones de su irrelevancia.

No obstante la indignación de Rusia por Kosovo, a finales de 1999 Putin, entonces primer ministro, hizo un importante acercamiento hacia Washington poco después de ordenar el envío de tropas a Chechenia. Le preocupaban las conexiones chechenas con Al Qaeda y el hecho de que Afganistán, gobernado por el Talibán, fuese el único país que había establecido relaciones diplomáticas con Chechenia. Motivado por esos intereses de seguridad, más que por algún inusitado enamoramiento por Estados Unidos, Putin propuso que Moscú y Washington cooperaran en contra de Al Qaeda y el Talibán. Esta iniciativa vino después de los ataques con bombas al World Trade Center, en 1993, y las embajadas estadounidenses en Kenya y Tanzania, en 1998, momento en el cual el gobierno de Clinton disponía de información más que suficiente para entender el peligro mortal que representaban los fundamentalitas islámicos para Estados Unidos.

Sin embargo, Clinton y sus consejeros, frustrados por el desafío ruso en los Balcanes y la destitución de reformistas de puestos clave en Moscú, desdeñaron el acercamiento. Cada vez más veían en Rusia, no un socio potencial, sino una potencia nostálgica, disfuncional y de débiles finanzas de la cual Estados Unidos debería sacar todo el provecho posible. Así pues, buscaron cimentar los resultados de la desintegración de la Unión Soviética llevando a cuantos Estados postsoviéticos pudiesen bajo la tutela de Washington. Presionaron a Georgia para participar en la construcción del oleoducto Baku-Tbilisi-Ceyhan, que va del Mar Caspio al Mediterráneo sin cruzar Rusia. Alentaron al oportunista presidente de Georgia, Eduard Shevardnadze, a buscar pertenecer a la OTAN y apremiaron a las embajadas estadounidenses en Asia Central a trabajar contra la influencia rusa en la región. Por último, descalificaron la invitación de Putin a una colaboración antiterrorista como neoimperialismo desesperado y como un intento por restablecer la menguante influencia rusa en Asia Central. De lo que el gobierno de Clinton no se dio cuenta, sin embargo, fue que también estaba renunciando a una oportunidad histórica de poner a Al Qaeda y al Talibán a la defensiva, destruir sus bases y potencialmente destruir su capacidad de lanzar operaciones de importancia. No fue sino tras la muerte de casi 3,000 ciudadanos estadounidenses en los ataques del 11 de septiembre de 2001 que esta cooperación comenzó finalmente.

De almas gemelas a rivales

Cuando George W. Bush llegó al poder, en enero de 2001, ocho meses después de que Putin asumiera la presidencia de Rusia, su gobierno se enfrentó a un nuevo grupo de funcionarios rusos relativamente desconocidos. Deseoso de diferenciar su política de la de Clinton, el equipo de Bush no vio en Rusia una prioridad; muchos de sus integrantes consideraban a Moscú como un actor corrupto, antidemocrático . . . y débil. Si bien tal evaluación era acertada, al gobierno de Bush le faltó la previsión estratégica para acercarse a Moscú. Sin embargo, Bush y Putin desarrollaron buena química personal. Cuando se conocieron, en una reunión cumbre en Eslovenia, en junio de 2001, Bush hizo un célebre elogio a Putin por sus convicciones y alma democráticas.

Los sucesos del 11-S cambiaron radicalmente la actitud de Washington hacia Moscú y propiciaron que se diera una amplia profusión de apoyo emocional para Estados Unidos en Rusia. Putin reiteró su antigua oferta de respaldo contra Al Qaeda y el Talibán, concedió derechos de sobrevuelo sobre el territorio ruso, respaldó la instalación de bases estadounidenses en Asia Central y, lo que tal vez fue más importante, facilitó el acceso a una fuerza militar armada y adiestrada por su país y disponible para pronta acción en Afganistán: la Alianza del Norte. Desde luego, tenía en mente los intereses de Rusia; para Putin fue una bendición que Estados Unidos se uniera a la lucha contra el terrorismo islamista. Como muchas otras alianzas, la cooperación entre Rusia y Estados Unidos para labores de antiterrorismo nació de intereses fundamentales compartidos, no de una ideología común o una simpatía mutua.

Pese a esta aproximación a la cooperación, las relaciones siguieron tensas en otros campos. El anuncio de Bush, en diciembre de 2001, de que Estados Unidos se retiraría del Tratado sobre la Limitación del Sistema de Misiles Antibalísticos, uno de los últimos símbolos que quedaban de la antigua condición de superpotencia de Rusia, hirió aún más el orgullo del Kremlin. De la misma forma, la animosidad rusa contra la OTAN no hizo sino crecer después de que la alianza incorporó a los tres Estados del Báltico, dos de los cuales -- Estonia y Letonia -- tenían disputas pendientes con Rusia, relativas sobre todo al trato de las minorías étnicas rusas.

Casi al mismo tiempo, Ucrania se convirtió en una fuente importante de tensión. Desde la perspectiva rusa, el apoyo estadounidense a la Revolución Naranja de Viktor Yushchenko no se refería sólo a promover la democracia, sino también a socavar la influencia rusa en un Estado vecino que se había unido por voluntad propia al imperio ruso en el siglo XVII y tenía lazos culturales significativos con Rusia y una gran población rusa. Además, desde el punto de vista de Moscú, la frontera contemporánea de Ucrania -- trazada por Josef Stalin y Nikita Kruschov como una frontera administrativa entre provincias soviéticas -- se extendía mucho más allá de los confines exteriores de la Ucrania histórica, lo que incorporaba a millones de rusos y creaba tensiones étnicas, lingüísticas y políticas. El enfoque del gobierno de Bush sobre Ucrania -- es decir, su presión sobre una Ucrania dividida para solicitar su pertenencia a la OTAN y su apoyo financiero a organizaciones no gubernamentales que apoyaban activamente a partidos políticos favorables a Yuschenko -- ha alimentado las preocupaciones de Moscú de que Estados Unidos esté siguiendo una política de neocontención. Pocos funcionarios del gobierno de Bush o miembros del Congreso estadounidense consideraron las implicaciones de desafiar a Rusia en una zona tan esencial para sus intereses nacionales y en un tema de tanta carga emocional.

Pronto Georgia se volvió otro campo de batalla. El presidente Mijeil Saakashvili ha estado procurando usar el apoyo occidental, en particular de Estados Unidos, como su principal instrumento para restablecer la soberanía georgiana sobre las regiones de Abjasia y Osetia del Sur, donde separatistas apoyados por Rusia han luchado por independizarse desde principios de los noventa. Además, Saakashvili no sólo ha demandado la devolución de los dos enclaves georgianos, sino que también se ha colocado abiertamente como el principal promotor regional de "revoluciones de colores" y del derrocamiento de líderes que simpatizan con Moscú. Se ha presentado como un campeón de la democracia y un ardiente partidario de la política exterior estadounidense, al punto de enviar tropas georgianas a Irak en 2004 como parte de la fuerza de coalición. El hecho de que fuera electo con 96% de los votos -- número sospechosamente elevado -- , junto con su control del parlamento y de la televisión georgiana, ha provocado inquietud fuera de su país. Lo mismo se puede decir del enjuiciamiento arbitrario de dirigentes empresariales y rivales políticos. Cuando Zurab Zhvania -- el popular primer ministro georgiano y único contrapeso político que le quedaba a Saakashvili -- murió en circunstancias misteriosas que involucraban una supuesta fuga de gas, en 2005, familiares suyos rechazaron en público la versión oficial del incidente, con la clara implicación de que creían que el régimen de Saakashvili estaba vinculado. Pero en contraste con la preocupación estadounidense por el asesinato de figuras de la oposición rusa, nadie en Washington pareció darse cuenta.

De hecho, el gobierno de Bush y políticos influyentes de los dos partidos han apoyado sistemáticamente a Saakashvili en contra de Rusia, sin tomar en cuenta sus transgresiones. Estados Unidos lo ha instado en reiteradas ocasiones a controlar su mal humor y evitar una abierta confrontación militar con Rusia, pero está claro que Washington ha adoptado a Georgia como su cliente principal en la región. Estados Unidos ha suministrado equipo y adiestramiento a las fuerzas armadas georgianas, lo que ha permitido a Saakashvili tomar una posición más dura hacia Rusia. Las fuerzas georgianas han llegado al extremo de detener y humillar en público al personal militar ruso desplegado como fuerza de paz en Osetia del Sur y en Georgia misma.

Desde luego, la conducta de Rusia respecto a Georgia ha distado de ser ejemplar. Moscú ha concedido la ciudadanía rusa a la mayoría de los residentes de Abjasia y Osetia del Sur y ha impuesto sanciones económicas contra Georgia, a menudo con dudosos fundamentos. Y las fuerzas rusas de paz en la zona están allí sin duda para limitar la capacidad georgiana de gobernar las dos regiones. Pero el ciego apoyo estadounidense a Saakashvili contribuye a dar una impresión en Moscú de que Washington está siguiendo políticas encaminadas a socavar lo poco que queda de la influencia regional rusa. La percepción en el Kremlin es que a Estados Unidos le interesa valerse de la democracia como un instrumento para avergonzar y aislar a Putin más de lo que le preocupa la democracia en sí.

Cómo tratar con una Rusia que renace

Pese al incremento de estas tensiones, Rusia todavía no se ha convertido en un adversario de Estados Unidos. Todavía hay una oportunidad de evitar que siga deteriorándose la relación. Para ello se requerirá una evaluación lúcida de los objetivos estadounidenses en la región y un examen de las muchas áreas en las que los intereses de ambos países convergen, en especial las del antiterrorismo y la no proliferación nuclear. Asimismo, se necesitará un manejo cuidadoso de situaciones como el empantanamiento nuclear en Irán, en las que los objetivos de ambos países son similares pero sus preferencias tácticas divergen. Aún más importante, Estados Unidos debe reconocer que ya no disfruta de influencia ilimitada sobre Rusia. Hoy día, Washington sencillamente ya no puede imponer su voluntad a Moscú como lo hizo en los noventa.

El gobierno de Bush e importantes voces del Congreso estadounidense han afirmado en forma razonable que el antiterrorismo y la no proliferación deben ser los temas determinantes de la relación con Rusia. La estabilidad en Rusia -- que sigue albergando miles de armas nucleares -- y de los Estados postsoviéticos es una prioridad esencial. El apoyo de Moscú a las sanciones -- y, cuando sea necesario, al uso de la fuerza -- contra Estados villanos y grupos terroristas sería de gran ayuda para Washington.

Estados Unidos tiene interés en extender la democracia por toda la región, pero sería ilusorio esperar que el gobierno de Putin apoye los esfuerzos de promoción democrática de Estados Unidos. Washington debe continuar procurando que nadie, ni siquiera Moscú, interfiera en los derechos de otros a elegir una forma democrática de gobierno o tomar decisiones independientes en política exterior. Pero debe reconocer que tiene una influencia limitada para alcanzar ese objetivo. Con altos precios de los energéticos, políticas fiscales sensatas y oligarcas controlados, el régimen de Putin ya no necesita préstamos internacionales o asistencia económica, y no tiene problema para atraer cuantiosas inversiones extranjeras pese a la creciente tensión con los gobiernos occidentales. Dentro de Rusia, la estabilidad relativa, la prosperidad y una nueva percepción de dignidad han atenuado el desencanto popular con el creciente control estatal y la rigurosa manipulación del proceso político.

La imagen pública abrumadoramente negativa de Estados Unidos y sus aliados occidentales -- que el gobierno ruso se esmera en sostener -- limita muchísimo la capacidad estadounidense de crear un electorado dispuesto a aceptar su consejo en los asuntos internos de Rusia. En el clima actual, Washington no puede aspirar a mucho más que transmitir con firmeza a Moscú que la represión es incompatible con una asociación de largo plazo con Estados Unidos. Para empeorar las cosas, el poder del ejemplo moral estadounidense se ha dañado. Además, la desconfianza en las intenciones estadounidenses es tan acendrada, que Moscú observa con extrema aprensión hasta las decisiones que no van dirigidas en su contra, como el despliegue de sistemas antimisiles en la República Checa y Polonia.

Entre tanto, mientras Moscú mira con recelo a Occidente, el uso que hace Rusia de sus energéticos con fines políticos ha irritado a los gobiernos occidentales, para no mencionar a sus vecinos, que dependen de esos recursos. Es obvio que Rusia da precios diferentes de sus energéticos a sus amigos; en ocasiones los funcionarios del gobierno y los ejecutivos de Gazprom, la compañía petrolera estatal, han mostrado tanto descaro como satisfacción al amenazar con castigar a quienes se resisten, como Georgia y Ucrania. Pero en un nivel fundamental, Rusia sencillamente está recompensando a quienes llegan a acuerdos políticos y económicos especiales con ella, ofreciéndoles sus recursos energéticos a precios por debajo del mercado. Rusia acepta de mala gana las decisiones atlanticistas de sus vecinos, pero se niega a subvencionarlos. Además, es un tanto hipócrita que Estados Unidos responda con indignación santurrona al uso político que hace Rusia de la energía, considerando que ningún país aplica sanciones económicas con más frecuencia o entusiasmo que Estados Unidos.

Comentaristas estadounidenses acusan a menudo a Rusia de intransigencia en Kosovo, pero la postura pública de Moscú es que aceptará cualquier acuerdo negociado entre Serbia y Kosovo. No hay pruebas de que Rusia haya desalentado a Serbia de llegar a un acuerdo con Kosovo; por el contrario, incluso ha habido indicios de que Moscú podría abstenerse de votar en una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU que reconociera la independencia de Kosovo sino hay un acuerdo con Belgrado. De modo similar, a Moscú le convendría que territorios no reconocidos de la ex Unión Soviética, en especial Abjasia y Osetia del Sur, pudieran volverse independientes sin consentimiento de los Estados de los que buscan separarse. Muchos en Rusia no objetarían si Kosovo sentara un precedente para los territorios postsoviéticos no reconocidos, la mayoría de los cuales ansía la independencia con vistas a integrarse a Rusia.

Hay otros desacuerdos en política exterior que han exacerbado más las tensiones. Es cierto que Rusia no apoyó la decisión estadounidense de invadir Irak, pero tampoco lo hicieron aliados clave de la OTAN como Francia y Alemania. Rusia ha suministrado armas convencionales a algunas naciones que Estados Unidos considera hostiles, como Irán, Siria y Venezuela, pero lo hace como operación comercial y dentro de los límites del derecho internacional. Es comprensible que a Estados Unidos esto le parezca una provocación, pero muchos rusos expresarían sentimientos similares respecto de las transferencias de armas estadounidenses a Georgia. Y si bien Rusia no ha ido tan lejos como gustaría a Estados Unidos y Europa en cuanto a disciplinar a Irán y Corea del Norte, poco a poco Moscú ha llegado a apoyar las sanciones contra ambos países.

Estos numerosos desacuerdos no significan que Rusia sea un enemigo. Después de todo, no ha apoyado a Al Qaeda ni a ningún otro grupo terrorista en guerra con Estados Unidos ni promueve ya una ideología rival con el objetivo de dominar al mundo. Tampoco ha invadido a sus vecinos ni amenaza con atacarlos. Por último, Rusia ha decidido no fomentar el separatismo en Ucrania, pese a la existencia de una minoría rusa grande y activa en ese país. Putin y sus consejeros aceptan que Estados Unidos es el país más poderoso del mundo y que tiene poco sentido provocarlo sin necesidad. Pero ya no están dispuestos a adecuar su conducta a las preferencias estadounidenses, en particular a expensas de sus propios intereses.

Una fórmula para la cooperación

Trabajar en forma constructiva con Rusia no significa postular a Putin al Premio Nobel de la Paz ni invitarlo a pronunciar un discurso en una sesión conjunta del Congreso estadounidense. Tampoco hay quien aliente a Rusia a unirse a la OTAN ni le da la bienvenida como un gran amigo democrático. Lo que Washington debe hacer es colaborar con ese país para promover intereses esenciales de Estados Unidos en la misma forma en que lo hace con otros Estados importantes no democráticos, como China, Kazajstán y Arabia Saudita. Esto significa evitar tanto un afecto mal depositado como el concepto poco realista de que Estados Unidos puede contar con seguridad con otros países sin consecuencias. Pocos niegan que se deba buscar tal cooperación, pero la ingenua y egoísta opinión tradicional que prevalece en Washington sostiene que Estados Unidos puede asegurarse la cooperación de Rusia en áreas de importancia para sus intereses y a la vez mantener una libertad absoluta para no hacer caso de las prioridades rusas. Los funcionarios estadounidenses creen que Moscú debe apoyar a Washington sin reservas en contra de Irán y los terroristas islamistas según la teoría de que Rusia también considera que son amenazas. Sin embargo, este argumento pasa por alto el hecho de que Rusia ve la amenaza iraní en forma muy diferente. Si bien no quiere un Irán con armas nucleares, no tiene el mismo sentido de urgencia sobre el tema y puede darse por satisfecho con inspecciones invasivas que prevengan el enriquecimiento de uranio a escala industrial. Esperar que Rusia complazca a Estados Unidos en relación con Irán sin tomar en cuenta la política estadounidense en otros asuntos es el equivalente funcional de esperar que los iraquíes acojan a las fuerzas de Estados Unidos y la coalición como libertadores, porque pasa por alto en lo fundamental la perspectiva de las acciones estadounidenses que tiene la otra parte.

Con esto en mente, Estados Unidos debe ser firme en sus relaciones con Rusia y dejar en claro que Irán, la no proliferación nuclear y el terrorismo son asuntos decisivos en la relación bilateral. En forma similar, Washington debe hacer entender a Moscú que la agresión contra un miembro de la OTAN o el uso no provocado de la fuerza contra cualquier otro Estado causaría profundo daño a la relación. También debe demostrar en las palabras y los hechos que se opondrá a cualquier esfuerzo por crear de nuevo a la Unión Soviética. En asuntos económicos, Washington debe dar señales muy claras de que manipular la ley para apoderarse de activos que fueron adquiridos legalmente por compañías energéticas extranjeras tendrá graves consecuencias, entre ellas restricciones al acceso ruso a mercados downstream estadounidenses y occidentales, así como un daño a la reputación rusa que limitaría no sólo la inversión y la transferencia de tecnología, sino también el apoyo de empresas occidentales para involucrarse con Rusia. Por último, Estados Unidos no debe dejarse disuadir por las objeciones rusas en cuanto a colocar sistemas defensivos contra misiles en la República Checa y Polonia. En vez de ello, según expresó Henry Kissinger, Washington debe mantener limitados sus despliegues a su "objetivo declarado de superar amenazas de Estados villanos" y combinarlos con un acuerdo sobre temas específicos, dirigido a asegurar a Moscú que el programa no tiene nada que ver con una hipotética guerra contra Rusia.

La buena noticia es que si bien Rusia está desilusionada de Estados Unidos y Europa, hasta ahora no parece dispuesta a entrar en una alianza contra Occidente. El pueblo ruso no quiere arriesgar su nueva prosperidad, y las élites rusas son reacias a renunciar a sus cuentas en bancos suizos, sus mansiones en Londres y sus vacaciones en el Mediterráneo. Si bien Rusia busca mayor cooperación militar con China, Beijing tampoco parece muy dispuesto a empezar una pelea con Washington. Por el momento, la Organización de Cooperación de Shanghai -- que promueve la cooperación entre China, Rusia y los Estados de Asia Central -- es un club de debate más que una genuina alianza de seguridad.

Pero si la relación actual entre Estados Unidos y Rusia sigue deteriorándose, ello no hará ningún bien a Estados Unidos y sería aún peor para Rusia. El Estado Mayor ruso está presionando por añadir una dimensión militar a la Organización de Cooperación de Shanghai, y algunos altos funcionarios comienzan a promover la idea de un realineamiento en política exterior dirigido contra Occidente. También hay unos cuantos países, como Irán y Venezuela, que apremian a Rusia a colaborar con China para desempeñar un papel preponderante en equilibrar a Estados Unidos en los terrenos económico, político y militar. Y Estados postsoviéticos como Georgia, que buscan enfrentar a Estados Unidos y Rusia, podrían actuar en formas que aumentasen las tensiones. El manejo de escena que hace Putin de la sucesión en Moscú para mantener un papel dominante para sí mismo hace improbable un cambio importante de política exterior, pero nuevos dirigentes rusos podrían tener sus propias ideas -- y sus propias ambiciones -- , y la incertidumbre política o económica podría tentarlos a explotar los sentimientos nacionalistas para ganar legitimidad.

Si las relaciones empeoran, el Consejo de Seguridad de la ONU podría ya no estar disponible -- debido al veto ruso -- , ni siquiera en forma ocasional, para dar legitimidad a acciones militares estadounidenses o imponer sanciones significativas a Estados villanos. Los enemigos de Estados Unidos podrían envalentonarse si cuentan con nuevas fuentes de suministro de equipo militar en Rusia, y con la protección de Moscú en el terreno político y de seguridad. Los terroristas internacionales podrían encontrar nuevos refugios en Rusia o en los Estados que protege. Y un deterioro en las relaciones Estados Unidos-Rusia podría dar a China mucha mayor flexibilidad para tratar con Washington. No sería una nueva Guerra Fría, porque Rusia no será un rival global y es poco probable que fuera el primero en promover un enfrentamiento con Estados Unidos. Pero podría dar incentivos y seguridad a otros para hacer frente a Washington, con resultados potencialmente catastróficos.

Sería imprudente y miope empujar a Rusia en esa dirección repitiendo los errores del pasado, en vez de trabajar para evitar las peligrosas consecuencias de una nueva confrontación ruso-estadounidense. Pero, a final de cuentas, Moscú tendrá que tomar sus propias decisiones. Dado el historial de malas decisiones en política exterior del Kremlin, podría sobrevenir un choque, le guste o no a Washington. Y de ocurrir, Estados Unidos debe abordar esa rivalidad con mayor realismo y más determinación de los que ha mostrado en sus pocos entusiastas intentos de asociación.

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