10 de agosto de 2008

LA CRISIS DE PERSONAL MILITAR ESTADOUNIDENSE


Frederick W. Kagan

Botas vs. Bombarderos

Con 345 millones de dólares, aproximadamente, se puede comprar un F-22 Raptor -- el nuevo avión caza furtivo de las fuerzas armadas estadounidenses -- o pagar el costo promedio anual de 3000 soldados (aunque costaría mucho más equipar, mantener y desplegar el caza o las tropas). Los soldados son una mejor inversión. Sin embargo, los encargados de personal, los expertos y los directivos de los cuerpos militares de Estados Unidos han venido subestimando la importancia de las fuerzas de tierra desde 1991. Aun hoy, ante las campañas actuales de contrainsurgencia en Irak y Afganistán, que exigen tanta disponibilidad de soldados, la administración Bush prefiere las capacidades de ataque de largo alcance sobre las fuerzas terrestres. La recién publicada Revisión Cuadrienal de Defensa 2006 y la propuesta presupuestal del presidente para el año fiscal de 2007 confirman esta prioridad.

La administración ha mantenido este énfasis pese a que el olvido prolongado de las fuerzas estadounidenses de tierra ha causado serios problemas en las campañas iraquí y afgana. De no ser corregido, además, este olvido provocará problemas aún peores en el futuro. La guerra es, en esencia, una actividad humana, y los intentos de sacar a los seres humanos de su centro -- como muestran las tendencias recientes y los programas en curso -- quizá conduzcan al desastre.

Los orígenes de la crisis

La actual crisis de déficit de personal en las fuerzas armadas estadounidenses es anterior a los ataques del 11 de septiembre de 2001 y a la guerra de Irak. El problema empezó a principios de la década de 1990, cuando George H.W. Bush comenzó a recortar con imprudencia el gasto militar sin prestar la atención suficiente a los empeños previsibles (e imprevisibles) que las fuerzas armadas habrían de enfrentar. Bill Clinton aceleró estos recortes, aun cuando el número de efectivos militares estadounidenses desplegados en el exterior crecía sin cesar. A finales de la década, las fuerzas armadas estadounidenses se encontraban trabajando al límite y no contaban con suficiente personal para las misiones que debían enfrentar.

Empezaron a proliferar peticiones de que Washington debería revertir algunos de esos recortes. Sin embargo, lo que los críticos pedían exactamente variaba en forma notable. Algunos recomendaban un incremento en el gasto militar tradicional. Pero otros exigían que más dinero fuera a dar a la investigación y desarrollo (I & D) a fin de promover una "revolución en asuntos militares" (conocida en inglés por sus siglas RMA, por Revolution in Military Affairs). Estos entusiastas de la RMA consideraban a la década de 1990 como una "pausa estratégica": Estados Unidos no enfrentaba ninguna amenaza inminente, afirmaban, y por ello deberían aprovechar el tiempo a fin de prepararse para los desafíos futuros desarrollando nueva tecnología.

En su campaña presidencial de 2000, George W. Bush prometió reparar el daño hecho a las fuerzas armadas durante la década previa. Sin embargo, incluso antes de ganar la elección dejó en claro que planeaba resolver el problema de una manera muy concentrada. Bush era (y sigue siendo) un firme creyente en la idea de una RMA; la proclamó como una prioridad desde 1999, mucho antes de que nadie imaginara que Donald Rumsfeld volviera a ser secretario de Defensa. Después de ganar el cargo, Bush rápidamente empezó a transformar su promesa en una realidad en el Pentágono. En febrero de 2001, anunció que incrementaría los fondos para la I & D militar en los siguientes cinco años en unos 20000 millones de dólares y que destinaría 20% del gasto total de I & D a "programas especialmente promisorios que impulsen a las Fuerzas Armadas de Estados Unidos varias generaciones por delante en materia de tecnología militar". El Pentágono anunció que todos los programas del Departamento de Defensa se evaluarían según el grado en que fueran "transformadores". Y se estableció la Oficina de Transformación de Fuerzas cuya tarea era coordinar y supervisar todos los esfuerzos "transformadores" del departamento.

La administración Bush también buscaba cambios en otra área. Los recortes de finales de la década de 1990 habían dificultado que las fuerzas armadas retuvieran a oficiales experimentados y talentosos en todos sus cuerpos. Tras asumir sus cargos, Bush y Rumsfeld, siguiendo el consejo del Estado Mayor Conjunto, propusieron encarar el problema invirtiendo en iniciativas sobre calidad de vida de los militares: aumentos de sueldo y mejoras en la atención a la salud, vivienda, escuelas militares y cosas por el estilo. La idea era que los miembros calificados que estuvieran en servicio postergaran su retiro al cerrar la brecha en calidad de vida entre los militares y la sociedad civil.

Puede ser que ambas iniciativas -- la RMA y las mejoras en calidad de vida -- fueran bien intencionadas. Pero su efecto combinado fue agravar el problema central que hoy encaran los cuerpos militares estadounidenses: el número insuficiente de fuerzas terrestres. Consideremos la RMA. Sus entusiastas en general prefieren el uso de poder aéreo de largo alcance en vez de las unidades de tierra como solución a la mayor parte de los problemas militares. Los promotores de la RMA, como Rumsfeld, basan su argumento en la eficacia superior del poder aéreo, su capacidad de reducir el daño colateral y de propinar ataques de fina puntería, y en su efectividad en relación con los costos. Algunos llegan a afirmar que utilizar el poder aéreo es moralmente superior a usar las fuerzas terrestres, ya que atacar desde las alturas pone en riesgo al menor número posible de personal estadounidense. Incluso antes del advenimiento de Bush, los entusiastas de la RMA solían recomendar recortes en las fuerzas de tierra para pagar nuevas armas y sistemas de comunicación. En general, tales esfuerzos no tuvieron éxito -- las dimensiones de las unidades de tierra permanecieron básicamente constantes desde 1993 hasta hace muy poco -- , pero sí aseguraron que las propuestas de in¬crementar el tamaño de las fuerzas terrestres no lograran arrastre en Washington. Una vez que Rumsfeld ocupó su despacho con la determinación de hacer de la RMA una realidad, empezaron a filtrarse los rumores sobre los planes de recortar la fuerza de las tropas terrestres para financiar los programas del tipo de la RMA.

Mientras tanto, las iniciativas de Bush sobre la calidad de vida hicieron más lejana la expectativa de incrementar el número de efectivos al elevar notablemente el costo de tales alzas, y al elevar el costo de siquiera mantener los actuales números de las fuerzas terrestres dichas iniciativas también lo hicieron menos probable. Según un informe reciente de la Oficina de Fiscalización General, el costo de indemnización para los militares en servicio activo se elevó 29% desde 2000, en gran medida debido a un incremento de 69% en gastos en atención a la salud de los militares. Ahora cuesta un promedio de 112000 dólares mantener a un efectivo militar en servicio activo por un año, y el costo por indemnización anual total por fuerza en servicio activo, que era de 123000 millones de dólares en 2000, se ha elevado a 158000 millones para 2004. Con tales cifras es demasiado fácil sostener que los incrementos en personal son sumamente caros.

Esto no quiere decir que las mejoras en la calidad de vida no eran necesarias para ayudar a los militares a conservar su personal de más antigüedad; lo eran. Pero no bastaban para resolver la falta generalizada de efectivos disponibles y adiestrados. La calidad de vida de que disfrutaban las tropas estadounidenses se ve igual de afectada por la duración de sus periodos de acción en combate que por sus viviendas, salarios y atención a la salud. Es improbable que resolver un problema a expensas del otro tenga éxito; de hecho, no ha sido así: muchos oficiales jóvenes han empezado a abandonar la fuerza pese a las nuevas iniciativas. En el largo plazo, parece seguro que los despliegues repetidos y de apoyo mutuo que hizo necesario el recorte en las tropas de tierra deteriorarán la moral (y por tanto las tasas de reclutamiento y retención) más rápido de lo que las mejoras en la calidad de vida la restaurarán. Mantener una fuerza militar voluntaria calificada y motivada requiere atacar ambos aspectos del problema.

Mientras tanto, los nuevos sistemas de armamento no son necesariamente más baratos que las nuevas tropas. Así como el costo de los miembros en activo se ha elevado en los últimos años también lo ha hecho el precio de la nueva tecnología. Por ejemplo, el costo proyectado por unidad del F-22 se ha elevado de 149 millones de dólares en 1991 a 345 millones hoy. Costará aproximadamente 63000 millones de dólares -- o sea 40% del costo de indemnización anual (con base en cifras de 2004) de todo el personal en servicio activo -- comprar los 178 aviones F-22 que ahora están en el programa de defensa. Esta nota de precio no incluye los costos de I & D, la modernización de la aeronave (cuyo diseño empezó en 1986), su capacidad de armamento o de vuelo. Y hablamos aquí de un solo sistema de armas. El actual presupuesto de defensa también contempla planes para suministrar el caza F-35 de Ataque Conjunto y acelerar también el desarrollo de un bombardero tripulado de largo alcance.

La naturaleza de la guerra

En sus cinco años en el cargo, la administración Bush ha evitado mejorar las capacidades humanas de las fuerzas armadas, y la crisis no ha dejado de empeorar. El despliegue de largo plazo de soldados estadounidenses en Irak y Afganistán ha cobrado una pesada factura a las fuerzas terrestres. Los periodos de servicio de combate, que duraron seis meses en la década de 1990, se han extendido a un año completo para la mayor parte de las tropas del ejército en Irak y Afganistán. Muchos soldados en servicio de operaciones (y en la Guardia Nacional y las Reservas) ya han sido desplegados en dos ocasiones y ahora enfrentan una tercera. Aunque las tasas de reenganche militar han permanecido altas, las tasas de reclutamiento han caído peligrosamente, la moral se ha desplomado en algunas unidades y algunos expertos, como el general retirado Barry McCaffrey, advierten que al ejército "se le están saliendo las ruedas" mientras lucha por sostener un amplio despliegue con personal insuficiente.

Por añadidura, a menos que Estados Unidos se retire rápidamente de Irak, no se vislumbra ningún alivio en el horizonte. Aunque la administración ha autorizado al ejército mantener cerca de 30000 soldados adicionales en sus filas en los últimos años, el presupuesto del presidente para el año próximo exige que el ejército se deshaga de esas tropas de más. Y las fuerzas terrestres propuestas tanto en el presupuesto como en la Revisión Cuadrienal de Defensa 2006 apoyarían un despliegue de largo plazo de sólo unas 18 unidades de combate de brigada (cada una de las cuales cuenta con unos 3500 soldados). En el punto culminante de las campañas en Irak y Afganistán, en contraste, Estados Unidos tenía más de 20 unidades de brigada desplegadas en las zonas de combate, e incluso éstas no fueron suficientes para pacificar y reconstruir esos países. Casi nadie ignora que el Ejército y el Cuerpo de Infantería de Marina estadounidenses tienen un déficit en el número de efectivos; oficiales de alto rango y analistas suelen referirse al problema cuando discuten las operaciones en Irak y Afganistán o cuando explican las opciones de Estados Unidos . . . o la falta de éstas. El teniente general John Vines, que dejó de ser el comandante de las fuerzas terrestres estadounidenses en Irak a principios de este año, ha señalado que muchos de sus soldados cumplen ahora su tercero o cuarto emplazamiento de servicio en Irak. "La guerra ha durado casi tanto como la Segunda Guerra Mundial y nosotros estamos solicitando muchas fuerzas", dijo en abril. Lo que es difícil de comprender es por qué Washington se ha negado resueltamente a encarar el problema.

La explicación parece provenir de dos creencias, que tienen muy arraigadas los más altos miembros de la administración Bush, sobre cómo funciona la guerra. La primera es la idea, compartida por la mayoría de los entusiastas de la RMA, de que la guerra se trata en lo fundamental de matar gente y destruir cosas. La segunda es la convicción de que los preparativos militares deberían ser guiados por el principio empresarial de invertir en el éxito. El defecto básico de ambas creencias es que consideran a partes del problema como si fueran el todo.

Consideremos el primer concepto. La principal prioridad de la actual "revolución de la información" en materia de guerra es capacitar a las fuerzas militares para localizar, identificar, rastrear, poner en la mira y destruir los sistemas de armamento del enemigo, desde las aeronaves y las instalaciones de radar hasta los soldados individuales. Todos los programas "transformadores" de los cuerpos armados, incluso el programa Sistemas de Combate del Futuro del ejército (una red de sistemas tripulados y no tripulados por seres humanos), ponen énfasis en los sensores que habrán de desplegar. El objetivo, claramente enunciado en varias ocasiones, es lograr una inteligencia "casi perfecta", lo que significa un conocimiento casi completo de dónde se ubican las fuerzas enemigas para poder eliminarlas. De hecho, con pocas excepciones, todos los nuevos sistemas de detección y de inteligencia que hoy está desarrollando el Pentágono tienen la finalidad de localizar e identificar los sistemas del enemigo, no de actuar en forma sinérgica entre sí.

La distinción es relevante. Con el antiguo sistema (aun en uso en Irak), las unidades estadounidenses que procuran información de inteligencia sobre el enemigo no se limitan a mantenerse en las cercanías del enemigo y observar su disposición. De hecho, formaciones de caballería blindada o motorizada atacarían al enemigo antes que ellas (como lo hizo el Segundo Regimiento de Caballería Blindada durante la Guerra del Golfo en 1991, y como lo hizo repetidamente la caballería de la Tercera División de Infantería en 2003). La meta de tales ataques era triple: localizar e identificar al enemigo, determinar sus intenciones y definir las condiciones de la batalla siguiente.

La segunda de estas tareas -- determinar las intenciones del enemigo -- es especialmente difícil para los nuevos sistemas de detección y ataque que han promovido los entusiastas que haga la RMA. Como han comprendido desde hace tiempo los estrategas militares, el mero hecho de bombardear a una fuerza enemiga (como lo haría la nueva tecnología) no forzará necesariamente a que ésta revele el plan de acción que haya diseñado. Las tropas que son bombardeadas se cubren de varias formas; rara vez responden tratando de ejecutar los ataques, defensas o movimientos para los que es¬taban preparadas inicialmente. Así que bombardear a las tropas del enemigo arroja mucho menos información que enfrentarlas de hecho en el terreno.

Algunos defensores de la RMA sostienen que ello no importa; si los combatientes del enemigo están todos muertos, ¿qué importancia tiene cualquier cosa que hayan planeado? Esa visión sería válida si el objetivo de la guerra fuera la aniquilación literal de las fuerzas enemigas, o si uno pudiera estar seguro de que usar el poder aéreo para destruir cierta proporción de las fuerzas armadas enemigas obligaría al enemigo a capitular.

El problema es que los enemigos reales rara vez cooperan. El historial de los intentos de forzar a los gobiernos a rendirse por tales métodos no es bueno. Los alemanes lo intentaron contra los británicos en 1918 y de nuevo en 1940-1941, y fracasaron. Estados Unidos lo intentó contra Vietnam del Norte (con la mayor intensidad en 1972) y también fracasó. Es verdad que al parecer en varias ocasiones Estados Unidos ganó un conflicto por su solo poder aéreo, pero en tales casos contó en general ya sea con el respaldo de las fuerzas aliadas nativas o apoyó el bombardeo con la amenaza de una invasión terrestre. Así, aunque el poder aéreo estadounidense obtuvo la victoria en Bosnia en 1995, lo hizo sólo con el respaldo de una ofensiva terrestre croata; en Kosovo en 1999, los serbios sólo capitularon cuando empezaron a circular rumores de un inminente ataque terrestre estadounidense, y la campaña afgana de 2001 requirió el apoyo de la Alianza del Norte afgana y las tribus pashtun en el sur. Más aún, 39 días de bombardeo en 1991 no lograron que Saddam Hussein se rindiera, ni lo hizo la campaña de "conmoción y temor" de 2003, que golpeó en unos cuantos días varios miles de objetivos con municiones de alta precisión. En ambos casos fue necesario realizar invasiones terrestres de gran escala.

¿Por qué el poder aéreo por sí solo casi nunca logró forzar a los enemigos a rendirse? En realidad la razón es bastante sencilla. La destrucción o la destrucción parcial de una fuerza militar, por sí misma, pone en riesgo la capacidad de un Estado de cumplir sus funciones fundamentales, pero no destruye esa capacidad en forma permanente. Las fuerzas armadas pueden reconstruirse. Una infraestructura destrozada puede ser reparada. Incluso pérdidas de población pueden ser restablecidas con el paso del tiempo. Si los dirigentes de un Estado son lo suficientemente precavidos para pensar en tales términos -- como lo han sido muchos de los adversarios de Estados Unidos -- , no será fácil persuadirlos a capitular tan sólo con la destrucción parcial de sus fuerzas armadas.

La ocupación del territorio de un enemigo con fuerzas terrestres es algo completamente distinto. Un Estado que es atacado con bombardeos aéreos sólo necesita sobrevivir hasta que cesan los mismos. Un Estado que es ocupado, sin embargo, corre el riesgo de nunca recuperar el control de su territorio. Lo que es peor, una fuerza de ocupación puede usurpar las funciones básicas de un Estado, por ejemplo, gobernando el territorio y reorganizando la movilización de recursos para lograr objetivos diferentes. Los Estados ocupados u ocupados parcialmente puede que no sean capaces de revertir dichas reorganizaciones. Esto es algo especialmente cierto en los casos de gobiernos autoritarios, que no pueden sobrevivir sin el control físico de sus poblaciones.

Por ello, la ocupación del territorio de un enemigo pone en un riesgo mucho mayor y más apremiante los propósitos fundamentales de ese Estado enemigo que la mera acción de bombardearlo. Sin embargo, muchos de los antagonistas de Estados Unidos pueden consolarse con el conocimiento de que cualquier bombardeo estadounidense probablemente será de precisión y calculado para hacer el menor daño colateral.

Por tanto, la decisión de desarrollar un método de guerra cuyo éxito dependa primordialmente de la identificación y la destrucción de objetivos en vez de la ocupación del territorio revela una comprensión errónea fundamental de la mismísima naturaleza de la guerra. Tal método concentra demasiados esfuerzos en lo que debería ser una parte subordinada de la guerra -- la destrucción -- y pasa por alto otros aspectos bélicos críticos, sin los cuales esa destrucción tiene poco sentido.

El aspecto empresarial de la guerra

La preferencia de la administración Bush por las soluciones militares que ponen en primer lugar la identificación y la destrucción de objetivos deriva de su segunda convicción errónea acerca de la naturaleza de la guerra: su fe en la aplicabilidad del modelo empresarial en los asuntos militares.

En el campo de los negocios, las compañías lucrativas refuerzan más el éxito que el fracaso. Si una línea de productos funciona bien y otra no lo hace, las empresas cierran la segunda y destinan más recursos a la primera. Un ejemplo reciente es el anuncio de Dell de que abandonará la venta de computadoras personales, aun cuando ése fue el núcleo original del modelo empresarial de la compañía.

La administración Bush sobrevaloró tempranamente este principio como elemento central de su agenda de transformación militar al adoptar el concepto de la "guerra de centros de redes". Desarrollada por un equipo de oficiales militares retirados, la idea radicaba en aplicar las enseñanzas de la "revolución de la información" en los negocios a la guerra. En libros y artículos escritos a finales de la década de 1990 (antes de la quiebra de los mercados accionarios), los defensores de la guerra de centros de redes, como el almirante Arthur Cebrowski, mencionaron compañías como Dell, American Airlines, Cisco Systems y otras para ejemplificar las ventajas competitivas que la aplicación extensiva de la tecnología de la información daba a los negocios, y que podría dar a las fuerzas armadas.

Entonces, en octubre de 2001, Rumsfeld creó la Oficina de Trans¬formación de Fuerzas para coordinar todos los aspectos de la transformación militar y puso en el cargo a Cebrowski. Desde la designación de Cebrowski como director de este nuevo despacho, la administración Bush ha seguido aplicando este modelo empresarial al tema de la guerra.

A la fecha, el cambio ha rendido frutos. Las fuerzas armadas estadounidenses son hoy extremadamente buenas -- y mucho mejores que la competencia -- en localizar y destruir objetivos a miles de millas de distancia. En el nivel de los soldados que combaten con otros soldados, la ventaja es menos pronunciada: en Irak, el enemigo ha sido capaz de matar numerosos soldados estadounidenses, aunque ha sido virtualmente incapaz de evitar que las fuerzas armadas estadounidenses golpeen cualquier objetivo que escojan o cobren represalias a la medida. Desde la perspectiva empresarial, entonces, parece que tiene sentido reducir la inversión en los soldados e incrementar la inversión en sistemas de ubicación de objetivos y ataque, ya que ello parece ofrecer un rendimiento superior, si bien marginal. Ésta es justamente la lógica de que se han valido muchos defensores de la guerra de centros de redes para fundamentar su alegato.

El problema de este enfoque es que, a diferencia de una corporación, una fuerza armada no puede decidir con seguridad que no competirá en ciertos "mercados", como sería una guerra terrestre. Ni puede depender necesariamente de las "utilidades" del "mercado" del poder aéreo para compensar las "pérdidas" en el combate en tierra. Y dado el hecho de que la victoria en la mayoría de las guerras requiere la ocupación del territorio del enemigo, o al menos una amenaza convincente de ocupación, las fuerzas armadas estadounidenses deben seguir compitiendo en el "mercado" del poder terrestre, independientemente de los reducidos "rendimientos marginales" del combate terrestre en comparación con los del combate a base de poder aéreo. El "fortalecimiento del éxito" mediante la reasignación de los recursos para retirarlos de las fuerzas terrestres (y de los elementos de las unidades de tierra que ofrecen capacidades diferentes del poder aéreo) sólo creará vulnerabilidades de las que sacarán provecho los enemigos.

Esto es especialmente así dada la muy diferente naturaleza de la competencia en la guerra en comparación con los negocios. Las empresas compiten entre sí pero no intentan infiltrarse y destruirse mutuamente en términos físicos, psicológicos u organizacionales. El éxito se mide en utilidades, y con frecuencia es posible mejorar las utilidades incrementando la eficiencia interna más que perjudicando a un competidor. En las empresas la eficiencia se traduce directamente en el éxito.

No ocurre lo mismo en la guerra. Después de todo, las organizaciones militares están concebidas para destruirse entre sí como requisito previo para lograr algún propósito mayor. Las eficiencias dentro de una organización militar no contribuyen directamente a la realización de esta meta. Lo hacen sólo indirectamente al liberar recursos que pueden o no ser utilizados para alcanzar el objetivo. Pero es el có¬mo se usan esos recursos proporcionados, no la eficiencia de ese uso, la única medida que contará de hecho en un conflicto. Por tanto, la competencia entre organizaciones militares es central para la guerra de una manera en que la competencia entre compañías no es central para los negocios. Si una fuerza militar opta por salirse de un "mercado", sencillamente crea una vulnerabilidad que otra fuerza puede utilizar para dañarla, e inevitablemente lo hará.

El verdadero valor del poder terrestre

Las fuerzas terrestres realizan una amplia variedad de tareas. Sin embargo, es la capacidad de controlar territorios y poblaciones la contribución más notable para la guerra en esta era de alta tecnología. Sólo los soldados tienen la suficiente capacidad de discriminar, en términos tanto de juicio como de las posibilidades de su armamento, para mezclarse con la población de un enemigo, identificar a los combatientes entremezclados con esa población y cumplir las tareas críticas de gobernabilidad y reorganización que son tan importantes a la hora de persuadir a un gobierno enemigo a capitular. Éstas no son funciones que de algún modo pueda arrogarse el poder aéreo, la computarización o la mecanización; por lo menos no es así hasta que puedan ponerse en el campo robots con capacidades cognitivas reales.

Mientras tanto, la ocupación militar y el control de la población seguirán siendo labores humanas y serán menos susceptibles de mejoras tecnológicas que cualquier otro aspecto de la guerra. Ya desde hace mucho es una realidad que un soldado con un radio (y acceso a un respaldo de artillería o aéreo) puede matar a una gran multitud. Si el objetivo es controlar a esa multitud sin matarla, sin embargo, se requieren cientos de soldados, sin importar cuán buena sea la tecnología de que disponen. El tamaño de la fuerza terrestre necesaria para controlar un territorio conquistado queda determinado por el tamaño de ese territorio, la densidad de población y la naturaleza y el tamaño de la resistencia, no por la naturaleza de las armas de los soldados. Cuando llega el momento de reorganizar o construir instituciones políticas, económicas y sociales, no hay nada que pueda reemplazar a los seres humanos, y éstos en gran número.

En consecuencia, la idea de que los avances tecnológicos en las fuerzas terrestres estadounidenses, como los Sistemas de Combate del Futuro, podrán reducir notablemente el número de soldados necesarios para misiones similares a las de Irak o Afganistán, es ilusoria e impracticable. Mientras la guerra siga siendo un proceso en el que los seres humanos -- como ocurre en toda guerra irregular -- afecten mutuamente el "mercado" del poder terrestre, se requerirá una fuerte inversión en personas.

Esta necesidad se ha confirmado con claridad en la lucha en Irak, donde el éxito de la coalición ha estribado por completo en la interacción entre las tropas aliadas y los iraquíes. El poder aéreo y la capacidad de fuego con bases terrestres de largo alcance han sido de ayuda para matar rápidamente insurgentes y ello con el mínimo daño colateral, pero el papel que han desempeñado es de apoyo en su totalidad. La rapidez con que pueden ser entrenados soldados iraquíes; el número de aldeas en las que la coalición puede ejecutar su estrategia de "limpiar, sostener y construir", y la capacidad de las tropas de la coalición de restaurar y defender la infraestructura iraquí, casillas electorales y fronteras, han sido directamente proporcionales al número de soldados aliados en Irak, no a la calidad de sus equipos. Y no hay razón para imaginar que esta situación cambiará en cualquier operación de contrainsurgencia o de estabilidad futura. La recién publicada Revisión Cuadrienal de Defensa insistió en que las fuerzas armadas estadounidenses deberán seguir siendo capaces de realizar tales operaciones en el futuro en una gran escala y por prolongados periodos. Sin embargo, para hacer eso posible -- para no hablar de asegurar el predominio estadounidense en la guerra convencional -- es preciso mantener grandes fuerzas terrestres. En efecto, Washington necesitará una gran provisión de soldados entrenados y preparados para todo tipo de conflictos en todo el espectro de las décadas por venir.

La gente es primero

Las fuerzas terrestres son costosas. Es preciso reclutar soldados, equiparlos, alojarlos, alimentarlos, entrenarlos y transportarlos . . . estén combatiendo o no. El gasto es de larga duración, ya que los soldados reciben prestaciones de retiro y de salud incluso después de de¬jar el servicio y por el resto de sus vidas (y ello junto con sus dependientes económicos). Como señalamos antes, estos factores se han agravado por los esfuerzos bien intencionados de la administración Bush para mejorar la calidad de vida en las fuerzas armadas a fin de afianzar la retención de sus miembros. El costo de un soldado individual es hoy tan elevado que algunos analistas afirman que ya es imposible mantener en el campo grandes fuerzas terrestres. Estos críticos afirman que deben hacerse ahorros y que estos ahorros sólo pueden provenir de hacer un uso mayor de la tecnología.

Pero los argumentos a favor de la eficiencia de la tecnología suelen enmascarar los costos reales de depender de ella. Al igual que las tropas, las aeronaves y otros sistemas de armamento acarrean importantes costos que perduran durante todo su ciclo de utilidad y exceden por mucho sus precios etiquetados. Se requiere mucha I & D para crear tecnología, lo que implica años, y a veces décadas, para desarrollar un solo producto utilizable (el programa de los F-22, por ejemplo, se inició en 1986). Es necesario mantener grandes disponibilidades de partes de repuesto, municiones y combustible. Están los costos de modernización y actualización, ya que la mayor parte de los sistemas de armamento permanecen en circulación por décadas. La verdad es que comprar un nuevo sistema de armamento, como los F-22, implica el mismo tipo de costos de largo plazo que una brigada de soldados. En efecto, Estados Unidos probablemente tendrá que seguir gastando dinero en los F-22 mucho después de que los soldados de hoy se hayan retirado.

Esto no es necesariamente algo malo. Sean cuales sean los defectos y los méritos de los F-22, es cierto que Estados Unidos necesita desarrollar aviones avanzados para asegurar su superioridad aérea futura y su capacidad para contar con artillería de precisión. Si los cazas F-22 o el F-35 de Ataque Conjunto presentan defectos de importancia, como han señalado algunos críticos, ello no significa que deba arrumbarse el programa; habrá que corregir los defectos.

Pero aunque necesarias, las nuevas aeronaves no son suficientes para satisfacer las necesidades de defensa estadounidense. Como muestran las actuales presiones impuestas por la campaña en Irak, Estados Unidos también necesita fuerzas terrestres mayores de lo actualmente planeado. Y las fuerzas terrestres, como los aviones caza, no pueden crearse de la noche a la mañana. Por lo menos se requiere un año para entrenar a un soldado en las destrezas básicas de los ejércitos increíblemente avanzados de Estados Unidos. Se requiere una generación para producir los generales que estarán al mando de esos soldados. Crear especialistas capaces de sostener una interacción con las poblaciones locales en sus propios idiomas y culturas -- otra necesidad puesta de relieve por los acontecimientos recientes -- requiere décadas.

Estos marcos temporales son a su modo inflexibles. La tecnología y mejores métodos de entrenamiento pueden ser de ayuda, pero no es posible recortar notablemente el tiempo que necesita un cerebro humano para dominar cierto tipo de destrezas. Todo esto significa que las fuerzas terrestres deben establecerse años antes de que se necesiten y deben ser mantenidas incluso en momentos en que no parezcan necesarias. Si bien no existe hoy un ejército en el mundo que pudiera esperar derrotar a las fuerzas armadas estadounidenses, sigue habiendo ciertas tareas (como realizar operaciones de gran escala y de largo plazo de pacificación o contrainsurgencia) para las cuales el ejército [estadounidense] aún no está preparado. La resolución de ese problema exige empezar de inmediato.

En términos prácticos, ello significa incrementar el tamaño de las fuerzas terrestres estadounidenses con al menos 100000 y posiblemente hasta 200000 soldados e infantes de Marina en activo y en reserva, tanto fuerzas de combate como de apoyo. Ningún incremento menor puede resarcir el déficit que hoy dificulta las operaciones estadounidenses en Irak y otras partes. Tal gasto será costoso y puede exigir que se reorganice el presupuesto de defensa. Aunque es importante mantener la superioridad aérea, la verdad es que será mucho menos probable que Estados Unidos sea desafiado en esa arena en el futuro cercano que en tierra. En este respecto, la guerra es lo opuesto a los negocios: Washington debe primero concentrar su atención en lo que hace bien, pero en las áreas de mayor peligro. Hoy por hoy, el mayor peligro es en tierra, no en el aire, ni en el espacio ni en el ámbito submarino.

Pero sería imprudente rechazar de plano los programas transformadores. Puesto que se requieren años y en ocasiones décadas para poner en operación nuevos sistemas de armamento, ya es hora de empezar a planear cómo reequipar a las fuerzas armadas. El mejor enfoque sería elevar el presupuesto de defensa hasta un nivel adecuado para sostener ambos esfuerzos. Aunque este incremento, que podría llegar a 1 o 2% del PIB, inevitablemente arrancará gritos de protesta en ciertos sectores, el tamaño absoluto del presupuesto de defensa, su porcentaje del presupuesto total de Estados Unidos y su porción del PIB son irrelevantes en última instancia. Lo que importa es si el dinero es suficiente o no para pagar el tipo de fuerzas armadas que necesita Estados Unidos a fin de prevalecer en los conflictos actuales y futuros.

En toda la década de 1990 esta máxima fue ignorada. Por razones políticas, las administraciones tanto republicanas como demócratas plantearon límites arbitrarios a los presupuestos de defensa, y se de¬clararon satisfechas con cualquier clase de fuerzas armadas que dichas cifras arbitrarias ofrecieron. A partir de 2001 los estadounidenses han tenido que enfrentar las consecuencias de esas decisiones. Ahora, el país no sólo debe gastar dinero en conflictos actuales y en programas futuros, sino también reparar los daños producidos por una década de gasto insuficiente.

Este problema no debe dejarse a la próxima generación de estadounidenses, que encarará sus propios desafíos imprevisibles. Incluso en tiempos de paz es prudente mantener las suficientes fuerzas armadas, ya que la paz siempre llega a un término (normalmente de modo inesperado). La necesidad es de mucha mayor importancia en este periodo de una guerra tan prolongada.

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