Foreign Policy
El planeta está pendiente de lo que ocurra en Estados Unidos en noviembre porque, gane quien gane, se producirá un cambio gigantesco en la Casa Blanca que tendrá consecuencias globales. En vista de que sólo los estadounidenses están convocados a las elecciones presidenciales, FP edición española ha preguntado a nueve intelectuales qué espera el resto del mundo del vencedor y a quién votaría, si pudiera.
Unión Europea
José María Ridao
La UE espera dos cosas del ganador de noviembre: que deje de verla como un proyecto contrario a los intereses de EE UU y que restablezca el orden internacional.
Los dos mandatos del presidente Bush han provocado una profunda transformación de la realidad internacional, tanto en su dimensión política como estrictamente militar. Amparándose en un concepto equívoco como la guerra contra el terrorismo, abrió el camino para que prácticas propias de los regímenes autoritarios se instalasen en los Estados democráticos, poniendo en cuestión, entre otras cosas, la legitimidad y la eficacia de sus iniciativas diplomáticas contra los sistemas dictatoriales y ofreciendo un triunfo gratuito a sus oposiciones radicales y violentas. La estrategia se completó, además, con un desprecio de la legalidad y las instituciones internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, lo que hizo que las relaciones entre Estados empezaran a dirimirse, cada vez más, en los términos del poder absoluto, no sometido a ninguna regla.
La innecesaria aventura de la guerra de Irak, a la que ahora se unen los errores en el planteamiento y el desarrollo de la de Afganistán, ha acabado afectando, ya en el plano militar, a la disuasión convencional sobre la que, en último extremo, se ha apoyado el mundo unipolar surgido tras el colapso de la Unión Soviética. Con Estados Unidos empantanado en conflictos que no ha perdido pero que tampoco ha ganado, el recurso a la fuerza ha perdido credibilidad y, por consiguiente, ha ampliado el margen de actuación de países como Irán y, también, de las oposiciones radicales en Pakistán y buena parte de las dictaduras árabes. Esa pérdida de la capacidad de disuasión convencional es una de las causas por las que la proliferación nuclear resulta más difícil de contener hoy que cuando Bush accedió a la Casa Blanca.
Salir de los conflictos que han arruinado la disuasión convencional es la única vía para abordar el principal problema actual: la proliferación nuclear
Como europeos, cabría esperar del nuevo presidente de Estados Unidos que su política internacional se dirigiera a restablecer el orden internacional gravemente deteriorado. Por una parte, reforzando el sistema multilateral que Bush despreció, aun a sabiendas de que el eventual nuevo equilibrio que pudiera alcanzarse sería más desfavorable a Washington que el que Bush encontró al inicio de su presidencia. Por otra, fijando una estrategia clara para salir de los conflictos que han arruinado la disuasión convencional. Sólo arrojando ese lastre se podría abordar con mayores garantías el que, seguramente, será el principal problema de los tiempos inmediatos: la descontrolada proliferación nuclear. Por último, cabría esperar una reconsideración de las relaciones con la UE, tratándola como un aliado y no como un proyecto perjudicial para los intereses norteamericanos.
José María Ridao es escritor y diplomático. Su último libro es Elogio de la imperfección (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2006).
América Latina
Edmundo Paz Soldán
Sin duda, si pudieran, los latinoamericanos votarían a Obama, abierto a reformar las leyes de inmigración y las relaciones con Cuba.
Si los latinoamericanos pudieran votar en las elecciones de noviembre, su opción más clara debería ser, sin duda, Barack Obama. El candidato demócrata ha dado este año, en mayo, el discurso más ambicioso y concreto sobre una nueva política de Estados Unidos hacia la región. En ese discurso, Obama se ha mostrado dispuesto a una reforma de las leyes de inmigración que permita que muchos ilegales se conviertan en ciudadanos; en cuanto a la política con Cuba, al mostrarse abierto al diálogo, a cierta apertura que no castigue a los ciudadanos cubanos ni a sus familiares en EE UU, ha sido capaz de romper con una ortodoxia de casi medio siglo que apresa a los políticos estadounidenses como una camisa de fuerza, impidiéndoles soluciones creativas al problema; su política de libre comercio es algo confusa, pues el Partido Demócrata se ha vuelto más proteccionista y Obama no quiere perder el voto de las bases que, durante las primarias, se mostraron receptivas al discurso populista de Hillary Clinton. Con todo, lo importante es que demuestra un claro interés en América Latina, un deseo de no descuidar a un continente que se halla cada vez más distanciado de Estados Unidos.
En cuanto a John McCain, sus instintos guerreros lo llevarán a continuar con la obsesión de Bush en Irak. Si bien es uno de los pocos republicanos con una mirada humanitaria hacia el tema de la inmigración y está convencido de la necesidad de una reforma, el rechazo recalcitrante de su partido a este asunto lo ha obligado a endurecer su posición. De la misma manera, cuando habla de América Latina, lo hace con un rígido discurso en el que la seguridad de EE UU es prioritaria y la sutileza diplomática pasa a segundo plano: debe continuarse con el apoyo a Uribe en Colombia, no debe negociarse con Cuba, se debe ser más severo con Chávez y Morales.
Ésta ha sido una década perdida para las relaciones entre Washington y América Latina. Hay razones para pensar que las cosas cambiarán para mejor con una nueva Administración: son varios los temas urgentes en la agenda que no pueden seguir siendo postergados. Igual, hay que aceptarlo: para Estados Unidos hoy, embarcado en dos guerras sin fin cercano en el horizonte, América Latina no tiene la importancia estratégica que alguna vez tuvo.
Edmundo Paz Soldán es escritor boliviano y profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York).
Rusia
Dmitri Trenin
El Kremlin opina que Obama sería mejor para EEUU, pero no tiene tan claro que sea un hombre de Estado consciente de lo que está en juego en el nuevo enfrentamiento con Moscú.
En los últimos meses, cuando se les preguntaba sobre sus preferencias en relación con el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses de este año, los principales dirigentes rusos decían siempre que estaban preparados para trabajar con cualquiera de los dos candidatos que resultara elegido. Sí, John McCain tenía una imagen mucho más dura que la de Barack Obama, que parecía ofrecer una nueva perspectiva sobre las políticas internacionales de Estados Unidos, pero había menos posibilidades de que los demócratas del Congreso sospecharan de un acuerdo con Rusia firmado por un gobierno republicano que a la inversa. En otras palabras, el Kremlin estaba de acuerdo en que Obama sería mejor para Estados Unidos, pero se declaraba agnóstico respecto a qué candidato sería mejor para Rusia.
La incursión de Georgia en Osetia del Sur y la abrumadora reacción de Rusia han alterado de forma trascendental la relación entre Moscú y la Casa Blanca. Hablar de una nueva guerra fría es una descripción poco apropiada; nos encontramos ante un enfrentamiento de un tercer tipo, más parecido en ciertos aspectos a la relación actual entre Washington y Teherán que a la antigua súper-rivalidad entre soviéticos y estadounidenses. Es una nueva situación, llena de conflictos y guerras locales en el perímetro de las fronteras rusas, pero también de mercados de valores, viajes internacionales e Internet. En estas circunstancias, Rusia tal vez tenga que escoger entre enfrentarse a un nuevo Kennedy o a un nuevo Reagan.
Como John F. Kennedy, Barack Obama promete un cambio para hacer que Estados Unidos sea más eficaz. En Rusia recuerdan a Kennedy como un gobernante responsable que alejó la perspectiva del conflicto y lanzó el proceso del control de armas en la guerra fría. Ahora bien, antes se había acercado al abismo nuclear más que nadie. Zbigniew Brzezinski, el máximo asesor de Obama en política exterior, es famoso por su decidido apoyo a que la OTAN se amplíe para aceptar a Ucrania y por su apasionada defensa de la independencia de Chechenia. Asimismo, en una ocasión, sugirió que Rusia se reorganizara como una confederación abierta.
John McCain, como Ronald Reagan en su primer mandato, se ha dedicado sin problemas a criticar al Kremlin. Pero en Moscú la gente recuerda que Reagan, caminando de la mano de Mijaíl Gorbachov por la Plaza Roja, desechó públicamente su propio concepto del imperio del mal y se mostró partidario de la disuasión y el control armamentístico. Los partidarios rusos de McCain consideran que su discurso sobre esta cuestión fue sorprendentemente constructivo. Eso no quiere decir, desde luego, que prefieran que gane McCain. Quiere decir que, sea quien sea el 44º presidente de Estados Unidos, tendrá que afrontar la realidad de una relación esencialmente de confrontación con una superpotencia nuclear y deberá probar que es un hombre de Estado consciente de lo que está en juego.
Dmitri Trenin es subdirector del Centro Carnegie de Moscú.
Irak y Afganistán
Barnett Rubin
La próxima Administración debe buscar una solución política con los insurgentes afganos y con los tres grupos iraquíes.
La diplomacia estadounidense ha estado paralizada por la retórica de la guerra contra el terrorismo, una lucha contra el mal en la que otros actores están “con nosotros o con los terroristas”. Semejante retórica impide un pensamiento estratégico sensato, porque equipara a los adversarios con un enemigo terrorista homogéneo. Sólo una iniciativa política y diplomática que distinga a los oponentes políticos de EE UU –incluidos los violentos– de terroristas de dimensión mundial como Al Qaeda podrá reducir la amenaza a la que se enfrentan Afganistán, Pakistán e Irak y dar seguridad al resto de la comunidad internacional. Ese plan tendría dos elementos en cada escenario de guerra. En Asia Central, buscaría una solución política con el mayor número posible de movimientos insurgentes afganos y paquistaníes, ofreciendo la inclusión política, la integración de las agencias [pastunes] de las Áreas Tribales de Pakistán –gobernadas de forma indirecta– en las instituciones políticas y administrativas del país, y el fin de las operaciones hostiles de las tropas internacionales a cambio de la cooperación contra Al Qaeda. En Irak, establecería como máxima prioridad la firma de un acuerdo entre los tres principales grupos: suníes, chiíes y kurdos.
Pero estos esfuerzos sólo tienen posibilidades de triunfar si se llevan a cabo en conjunción con serias iniciativas diplomáticas y de desarrollo que aborden la amplia variedad de cuestiones regionales y mundiales relacionadas con estas crisis, que ayudan a estimular, intensificar y prolongar los conflictos de Afganistán y Pakistán.
Tanto la Comisión Baker-Hamilton como el senador Barack Obama han pedido un refuerzo diplomático regional en el que todos los vecinos de Irak colaboren en la estabilización en la zona. Esa estrategia es igual de necesaria, si no más, en Asia Central. Afganistán lleva 30 años en guerra –un periodo más largo que el que va desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial al desembarco del día D en Normandía, durante la Segunda Guerra Mundial– y ahora este conflicto está extendiéndose a Pakistán y otros países. La guerra y el terrorismo pueden seguir adelante y propagarse, incluso a otros continentes –como en el 11-S o el 11-M–, o provocar el desmoronamiento de un Estado con armas nucleares. Sin embargo, hasta ahora, no existe más marco internacional para afrontar el problema que las operaciones actuales en Afganistán, mal financiadas y mal coordinadas. El próximo Gobierno de Estados Unidos debería lanzar una campaña autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU para acabar con la dinámica cada vez más destructiva del Gran Juego en la región. En Afganistán están representados en estos momentos los conflictos entre India y Pakistán, Estados Unidos e Irán, suníes y chiíes, Rusia y la OTAN y muchos otros. Washington debe aprovechar la oportunidad de sustituir este Gran Juego por un nuevo pacto general para la región.
Barnett Rubin es director del Centro sobre Cooperación Internacional de la Universidad de Nueva York (Estados Unidos), y dirige el Programa de Reconstrucción de Afganistán del mismo centro.
Israel
A.B. Yehoshua
Si el próximo presidente de EEUU quiere ayudar a Israel, debe presionar para que se desmantelen las colonias judías en los territorios ocupados en la guerra de 1967.
Quisiera hablar en nombre de ese Israel que busca la paz y que quiere poner fin de verdad al conflicto con sus países vecinos. En mi opinión, ese Israel puede y debe no sólo esperar sino exigir algo muy sencillo al nuevo presidente que en enero de 2009 resida en la Casa Blanca: actuar con rotundidad valiéndose de todos sus medios para llevar a cabo la política que tradicionalmente ha defendido Estados Unidos en relación con el conflicto en Oriente Medio. Hasta ahora, los presidentes estadounidenses la han avalado e incluso se han comprometido a aplicarla, pero en la práctica han mostrado una debilidad preocupante a la hora de materializarla, y en ocasiones han obrado en contradicción con su propio discurso.
Los puntos fundamentales de esa política están claramente establecidos en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que fue aprobada por unanimidad hace ya más de 41 años, tras el fin de la guerra de los Seis Días. Esta resolución fue promovida por Estados Unidos y en ella se aunaban de forma clara criterios morales con otros basados en la racionalidad política.
El planeta está pendiente de lo que ocurra en Estados Unidos en noviembre porque, gane quien gane, se producirá un cambio gigantesco en la Casa Blanca que tendrá consecuencias globales. En vista de que sólo los estadounidenses están convocados a las elecciones presidenciales, FP edición española ha preguntado a nueve intelectuales qué espera el resto del mundo del vencedor y a quién votaría, si pudiera.
Unión Europea
José María Ridao
La UE espera dos cosas del ganador de noviembre: que deje de verla como un proyecto contrario a los intereses de EE UU y que restablezca el orden internacional.
Los dos mandatos del presidente Bush han provocado una profunda transformación de la realidad internacional, tanto en su dimensión política como estrictamente militar. Amparándose en un concepto equívoco como la guerra contra el terrorismo, abrió el camino para que prácticas propias de los regímenes autoritarios se instalasen en los Estados democráticos, poniendo en cuestión, entre otras cosas, la legitimidad y la eficacia de sus iniciativas diplomáticas contra los sistemas dictatoriales y ofreciendo un triunfo gratuito a sus oposiciones radicales y violentas. La estrategia se completó, además, con un desprecio de la legalidad y las instituciones internacionales surgidas tras la Segunda Guerra Mundial, lo que hizo que las relaciones entre Estados empezaran a dirimirse, cada vez más, en los términos del poder absoluto, no sometido a ninguna regla.
La innecesaria aventura de la guerra de Irak, a la que ahora se unen los errores en el planteamiento y el desarrollo de la de Afganistán, ha acabado afectando, ya en el plano militar, a la disuasión convencional sobre la que, en último extremo, se ha apoyado el mundo unipolar surgido tras el colapso de la Unión Soviética. Con Estados Unidos empantanado en conflictos que no ha perdido pero que tampoco ha ganado, el recurso a la fuerza ha perdido credibilidad y, por consiguiente, ha ampliado el margen de actuación de países como Irán y, también, de las oposiciones radicales en Pakistán y buena parte de las dictaduras árabes. Esa pérdida de la capacidad de disuasión convencional es una de las causas por las que la proliferación nuclear resulta más difícil de contener hoy que cuando Bush accedió a la Casa Blanca.
Salir de los conflictos que han arruinado la disuasión convencional es la única vía para abordar el principal problema actual: la proliferación nuclear
Como europeos, cabría esperar del nuevo presidente de Estados Unidos que su política internacional se dirigiera a restablecer el orden internacional gravemente deteriorado. Por una parte, reforzando el sistema multilateral que Bush despreció, aun a sabiendas de que el eventual nuevo equilibrio que pudiera alcanzarse sería más desfavorable a Washington que el que Bush encontró al inicio de su presidencia. Por otra, fijando una estrategia clara para salir de los conflictos que han arruinado la disuasión convencional. Sólo arrojando ese lastre se podría abordar con mayores garantías el que, seguramente, será el principal problema de los tiempos inmediatos: la descontrolada proliferación nuclear. Por último, cabría esperar una reconsideración de las relaciones con la UE, tratándola como un aliado y no como un proyecto perjudicial para los intereses norteamericanos.
José María Ridao es escritor y diplomático. Su último libro es Elogio de la imperfección (Galaxia Gutenberg, Madrid, 2006).
América Latina
Edmundo Paz Soldán
Sin duda, si pudieran, los latinoamericanos votarían a Obama, abierto a reformar las leyes de inmigración y las relaciones con Cuba.
Si los latinoamericanos pudieran votar en las elecciones de noviembre, su opción más clara debería ser, sin duda, Barack Obama. El candidato demócrata ha dado este año, en mayo, el discurso más ambicioso y concreto sobre una nueva política de Estados Unidos hacia la región. En ese discurso, Obama se ha mostrado dispuesto a una reforma de las leyes de inmigración que permita que muchos ilegales se conviertan en ciudadanos; en cuanto a la política con Cuba, al mostrarse abierto al diálogo, a cierta apertura que no castigue a los ciudadanos cubanos ni a sus familiares en EE UU, ha sido capaz de romper con una ortodoxia de casi medio siglo que apresa a los políticos estadounidenses como una camisa de fuerza, impidiéndoles soluciones creativas al problema; su política de libre comercio es algo confusa, pues el Partido Demócrata se ha vuelto más proteccionista y Obama no quiere perder el voto de las bases que, durante las primarias, se mostraron receptivas al discurso populista de Hillary Clinton. Con todo, lo importante es que demuestra un claro interés en América Latina, un deseo de no descuidar a un continente que se halla cada vez más distanciado de Estados Unidos.
En cuanto a John McCain, sus instintos guerreros lo llevarán a continuar con la obsesión de Bush en Irak. Si bien es uno de los pocos republicanos con una mirada humanitaria hacia el tema de la inmigración y está convencido de la necesidad de una reforma, el rechazo recalcitrante de su partido a este asunto lo ha obligado a endurecer su posición. De la misma manera, cuando habla de América Latina, lo hace con un rígido discurso en el que la seguridad de EE UU es prioritaria y la sutileza diplomática pasa a segundo plano: debe continuarse con el apoyo a Uribe en Colombia, no debe negociarse con Cuba, se debe ser más severo con Chávez y Morales.
Ésta ha sido una década perdida para las relaciones entre Washington y América Latina. Hay razones para pensar que las cosas cambiarán para mejor con una nueva Administración: son varios los temas urgentes en la agenda que no pueden seguir siendo postergados. Igual, hay que aceptarlo: para Estados Unidos hoy, embarcado en dos guerras sin fin cercano en el horizonte, América Latina no tiene la importancia estratégica que alguna vez tuvo.
Edmundo Paz Soldán es escritor boliviano y profesor de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Cornell (Ithaca, Nueva York).
Rusia
Dmitri Trenin
El Kremlin opina que Obama sería mejor para EEUU, pero no tiene tan claro que sea un hombre de Estado consciente de lo que está en juego en el nuevo enfrentamiento con Moscú.
En los últimos meses, cuando se les preguntaba sobre sus preferencias en relación con el resultado de las elecciones presidenciales estadounidenses de este año, los principales dirigentes rusos decían siempre que estaban preparados para trabajar con cualquiera de los dos candidatos que resultara elegido. Sí, John McCain tenía una imagen mucho más dura que la de Barack Obama, que parecía ofrecer una nueva perspectiva sobre las políticas internacionales de Estados Unidos, pero había menos posibilidades de que los demócratas del Congreso sospecharan de un acuerdo con Rusia firmado por un gobierno republicano que a la inversa. En otras palabras, el Kremlin estaba de acuerdo en que Obama sería mejor para Estados Unidos, pero se declaraba agnóstico respecto a qué candidato sería mejor para Rusia.
La incursión de Georgia en Osetia del Sur y la abrumadora reacción de Rusia han alterado de forma trascendental la relación entre Moscú y la Casa Blanca. Hablar de una nueva guerra fría es una descripción poco apropiada; nos encontramos ante un enfrentamiento de un tercer tipo, más parecido en ciertos aspectos a la relación actual entre Washington y Teherán que a la antigua súper-rivalidad entre soviéticos y estadounidenses. Es una nueva situación, llena de conflictos y guerras locales en el perímetro de las fronteras rusas, pero también de mercados de valores, viajes internacionales e Internet. En estas circunstancias, Rusia tal vez tenga que escoger entre enfrentarse a un nuevo Kennedy o a un nuevo Reagan.
Como John F. Kennedy, Barack Obama promete un cambio para hacer que Estados Unidos sea más eficaz. En Rusia recuerdan a Kennedy como un gobernante responsable que alejó la perspectiva del conflicto y lanzó el proceso del control de armas en la guerra fría. Ahora bien, antes se había acercado al abismo nuclear más que nadie. Zbigniew Brzezinski, el máximo asesor de Obama en política exterior, es famoso por su decidido apoyo a que la OTAN se amplíe para aceptar a Ucrania y por su apasionada defensa de la independencia de Chechenia. Asimismo, en una ocasión, sugirió que Rusia se reorganizara como una confederación abierta.
John McCain, como Ronald Reagan en su primer mandato, se ha dedicado sin problemas a criticar al Kremlin. Pero en Moscú la gente recuerda que Reagan, caminando de la mano de Mijaíl Gorbachov por la Plaza Roja, desechó públicamente su propio concepto del imperio del mal y se mostró partidario de la disuasión y el control armamentístico. Los partidarios rusos de McCain consideran que su discurso sobre esta cuestión fue sorprendentemente constructivo. Eso no quiere decir, desde luego, que prefieran que gane McCain. Quiere decir que, sea quien sea el 44º presidente de Estados Unidos, tendrá que afrontar la realidad de una relación esencialmente de confrontación con una superpotencia nuclear y deberá probar que es un hombre de Estado consciente de lo que está en juego.
Dmitri Trenin es subdirector del Centro Carnegie de Moscú.
Irak y Afganistán
Barnett Rubin
La próxima Administración debe buscar una solución política con los insurgentes afganos y con los tres grupos iraquíes.
La diplomacia estadounidense ha estado paralizada por la retórica de la guerra contra el terrorismo, una lucha contra el mal en la que otros actores están “con nosotros o con los terroristas”. Semejante retórica impide un pensamiento estratégico sensato, porque equipara a los adversarios con un enemigo terrorista homogéneo. Sólo una iniciativa política y diplomática que distinga a los oponentes políticos de EE UU –incluidos los violentos– de terroristas de dimensión mundial como Al Qaeda podrá reducir la amenaza a la que se enfrentan Afganistán, Pakistán e Irak y dar seguridad al resto de la comunidad internacional. Ese plan tendría dos elementos en cada escenario de guerra. En Asia Central, buscaría una solución política con el mayor número posible de movimientos insurgentes afganos y paquistaníes, ofreciendo la inclusión política, la integración de las agencias [pastunes] de las Áreas Tribales de Pakistán –gobernadas de forma indirecta– en las instituciones políticas y administrativas del país, y el fin de las operaciones hostiles de las tropas internacionales a cambio de la cooperación contra Al Qaeda. En Irak, establecería como máxima prioridad la firma de un acuerdo entre los tres principales grupos: suníes, chiíes y kurdos.
Pero estos esfuerzos sólo tienen posibilidades de triunfar si se llevan a cabo en conjunción con serias iniciativas diplomáticas y de desarrollo que aborden la amplia variedad de cuestiones regionales y mundiales relacionadas con estas crisis, que ayudan a estimular, intensificar y prolongar los conflictos de Afganistán y Pakistán.
Tanto la Comisión Baker-Hamilton como el senador Barack Obama han pedido un refuerzo diplomático regional en el que todos los vecinos de Irak colaboren en la estabilización en la zona. Esa estrategia es igual de necesaria, si no más, en Asia Central. Afganistán lleva 30 años en guerra –un periodo más largo que el que va desde el comienzo de la Primera Guerra Mundial al desembarco del día D en Normandía, durante la Segunda Guerra Mundial– y ahora este conflicto está extendiéndose a Pakistán y otros países. La guerra y el terrorismo pueden seguir adelante y propagarse, incluso a otros continentes –como en el 11-S o el 11-M–, o provocar el desmoronamiento de un Estado con armas nucleares. Sin embargo, hasta ahora, no existe más marco internacional para afrontar el problema que las operaciones actuales en Afganistán, mal financiadas y mal coordinadas. El próximo Gobierno de Estados Unidos debería lanzar una campaña autorizada por el Consejo de Seguridad de la ONU para acabar con la dinámica cada vez más destructiva del Gran Juego en la región. En Afganistán están representados en estos momentos los conflictos entre India y Pakistán, Estados Unidos e Irán, suníes y chiíes, Rusia y la OTAN y muchos otros. Washington debe aprovechar la oportunidad de sustituir este Gran Juego por un nuevo pacto general para la región.
Barnett Rubin es director del Centro sobre Cooperación Internacional de la Universidad de Nueva York (Estados Unidos), y dirige el Programa de Reconstrucción de Afganistán del mismo centro.
Israel
A.B. Yehoshua
Si el próximo presidente de EEUU quiere ayudar a Israel, debe presionar para que se desmantelen las colonias judías en los territorios ocupados en la guerra de 1967.
Quisiera hablar en nombre de ese Israel que busca la paz y que quiere poner fin de verdad al conflicto con sus países vecinos. En mi opinión, ese Israel puede y debe no sólo esperar sino exigir algo muy sencillo al nuevo presidente que en enero de 2009 resida en la Casa Blanca: actuar con rotundidad valiéndose de todos sus medios para llevar a cabo la política que tradicionalmente ha defendido Estados Unidos en relación con el conflicto en Oriente Medio. Hasta ahora, los presidentes estadounidenses la han avalado e incluso se han comprometido a aplicarla, pero en la práctica han mostrado una debilidad preocupante a la hora de materializarla, y en ocasiones han obrado en contradicción con su propio discurso.
Los puntos fundamentales de esa política están claramente establecidos en la resolución 242 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que fue aprobada por unanimidad hace ya más de 41 años, tras el fin de la guerra de los Seis Días. Esta resolución fue promovida por Estados Unidos y en ella se aunaban de forma clara criterios morales con otros basados en la racionalidad política.
La resolución 242 establece los siguientes puntos:
1. El reconocimiento de que la guerra de los Seis Días, también llamada del 67, fue un conflicto en legítima defensa por parte de Israel. Por tanto, la retirada de los territorios ocupados por el Ejército israelí en aquel enfrentamiento se hará solamente a cambio de un acuerdo de paz con los palestinos y con los países que iniciaron la guerra: Jordania, Egipto y Siria.
2. Los territorios de los que se retire Israel: [la península del] Sinaí, Cisjordania, Gaza y los Altos del Golán han de ser desmilitarizados para que, en el futuro, no supongan un lugar desde el cual se podría volver a atacar Israel.
3. Israel no tiene ningún derecho a anexionarse los territorios ocupados en esa guerra ni a establecer en ellos asentamientos de colonos.
4. Jerusalén mantendrá el mismo estatus que tenía antes de la guerra, con una parte israelí y otra palestina. Sin embargo, los judíos tendrán derecho a acceder libremente a sus lugares sagrados en la ciudad vieja, que se quedaría bajo el control de los palestinos o de los jordanos.
Éstos son los principios que establecía la resolución del Consejo de Seguridad, que los árabes rechazaron por completo y que Israel aceptó con ciertas reservas. Pero estos principios siguen constituyendo los únicos fundamentos morales posibles sobre los que establecer un acuerdo de paz entre Israel y los árabes.
EE UU ha sido un apoyo firme para Israel cada vez que se ha querido imponer al Estado hebreo una retirada de los territorios sin la contrapartida de un acuerdo de paz. En cambio, Washington no hizo nada para impedir que Israel sembrase de colonias y poblaciones los Altos del Golán, el Sinaí y, sobre todo, Cisjordania y la franja de Gaza. Estos asentamientos estaban destinados a bloquear una futura retirada de los territorios ocupados en 1967. Y Estados Unidos tampoco hizo nada para impedir que Israel unificase las dos partes de Jerusalén y convirtiese a la ciudad unificada en la capital del Estado.
Es cierto que la Casa Blanca ha proclamado siempre que las colonias judías son un obstáculo para la paz y nunca ha reconocido la anexión de Jerusalén Este y, por ello, su embajada está en Tel Aviv y no en Jerusalén. Sin embargo, a pesar de lo mucho que depende Israel de Estados Unidos y pese a la enorme ayuda militar y diplomática que ha recibido y recibe Israel de esta gran potencia mundial, Washington no ha ejercido una presión real y firme sobre Israel con el objetivo de impedirle realizar acciones unilaterales que, a fin de cuentas, no hacen sino frustrar cualquier posibilidad de alcanzar la paz de acuerdo con lo aprobado en la resolución 242 del Consejo de Seguridad.
Si el próximo inquilino de la Casa Blanca quiere ayudar de verdad a Israel a alcanzar la paz, deberá presionar para detener la construcción y ampliación de asentamientos y para que se desmantelen las pequeñas colonias. Y de esta forma apoyaría al Gobierno israelí, que teme dar el paso de una nueva evacuación de colonos. Estados Unidos tiene que ejercer una presión verdadera y enérgica sobre el Ejecutivo israelí para que inicie un nuevo desmantelamiento de colonias, ayudando así a cualquier Gobierno pacifista a preparar a la opinión pública para aceptar una evacuación de asentamientos dentro del marco de un acuerdo de paz; además, este paso supondría una clara señal para los palestinos, que verían que la paz es posible y que la visión de dos países independientes, Israel y Palestina, no es una mera frase hueca.
Abraham B. Yehoshua es escritor israelí. Su última novela se publicará en inglés en noviembre: Friendly Fire (Harcourt, Nueva York, 2008).
Mundo árabe
Nawal al Saadawi
El nuevo inquilino de la Casa Blanca debe abandonar su doble vara de medir los conflictos de Oriente Medio y renunciar al petróleo de la región.
Los árabes (si es que puedo hablar en su nombre) no quieren nada del próximo presidente de Estados Unidos, salvo que les deje en paz y renuncie al sueño de apropiarse del petróleo árabe en provecho del complejo militar nuclear americano-israelí. No me hago ilusiones respecto al nuevo inquilino de la Casa Blanca, ya sea Obama o McCain, demócrata o republicano: son producto del mismo sistema esclavista posmoderno (o sistema religioso racista patriarcal capitalista).
Creo que nadie va a liberarnos si no nos liberamos nosotros mismos. Tenemos que deshacernos de nuestros regímenes (dictadores) árabes que nos oprimen y trabajan junto a los poderes neocoloniales exteriores para explotarnos. Creo en nuestra propia fuerza para emanciparnos de forma colectiva y organizada, y también en nuestro poder de liberación individual, a partir del propio ser. Tengo que emanciparme como mujer, como escritora, como ser humano, y no esperar que algún poder divino o humano me libere. Y el próximo presidente de EE UU debería empezar por liberarse a sí mismo antes de poder libertar a los demás. El candidato vencedor, ya sea Obama o McCain, debería quitar de su mente el velo de mentiras y engaños del juego político mundial. Tendría que darse cuenta de que será presidente tras jugar a eso que llaman elecciones libres. Al igual que [en el caso del] libre mercado, se trata de la libertad de los poderosos para dominar a los menos poderosos.
Durante la campaña presidencial, Obama ha estado renunciando a sus principios para ganar fondos y votos (votos cristianos, judíos y capitalistas). En uno de sus discursos, dijo que la seguridad de Israel es la seguridad de EE UU y que está preparado para usar su poderío militar en defensa de Israel. ¿Y qué hay de la seguridad de los palestinos que han perdido su tierra, sus hogares y sus familias? Nada, salvo palabras falsas y vacías sobre el denominado proceso de paz.
Barack Obama es menos racista, menos patriarcal, menos capitalista y menos militarista que McCain. Se opuso al conflicto de Irak, pero puede recurrir a la guerra si beneficia a EE UU e Israel
Obama es menos racista, menos patriarcal, menos capitalista, menos sexista y menos militarista que McCain. Se opuso a la guerra de Irak por motivos relacionados con los intereses de Washington. Pero puede recurrir fácilmente a la guerra si es en beneficio de EE UU e Israel. El próximo presidente no debería entrometerse en la vida de los otros pueblos mientras mantenga su identidad y su mentalidad americana, judeocristiana y colonial. Le pediría que liberase su mente de la dependencia del petróleo árabe, que se conforme con su propio crudo o busque otras formas de conseguir energía que no consistan en matar gente en nuestra región. El oro negro es lo que llevó a Israel a invadir Palestina por la fuerza, y lo que hace que la sangre siga corriendo en Irak, Palestina, Darfur, Irán, Afganistán y otros lugares.
Le pediría al próximo inquilino de la Casa Blanca que deje el petróleo iraquí para los iraquíes, que no les imponga la Ley del Petróleo, que otorga a Estados Unidos el monopolio sobre este recurso durante 30 años. Le preguntaría: ¿por qué EE UU sigue teniendo armas nucleares mientras impide a otros tenerlas? ¿Por qué Israel sí las tiene? Obligasteis a todos los países de nuestra región –incluyendo a Egipto– a abandonar sus programas nucleares, incluso por motivos sanitarios. Es hora de acabar con este doble rasero… Y le diría que parase de hablar de democracia, derechos humanos, desarrollo, civilización, derechos de la mujer, espiritualidad, moralidad, Dios y valores cristianos…, que dejase de utilizar estos eslóganes para encubrir las guerras económicas y militares [de EE UU]. Hemos descubierto este juego. Sea creativo, intente otro.
Nawal al Saadawi es psiquiatra, escritora y feminista egipcia. Fue candidata independiente a la presidencia de su país, y acaba de publicar en inglés la obra de teatro God Resigns at the Summit Meeting (Saqi, Londres, 2008), prohibida en Egipto.
Irán
Ramin Jahanbegloo
El cambio que promete Obama atrae a muchos en Irán. Creen que podría poner fin a décadas de tensión con EE UU. Pero los halcones de ambos lados se lo pondrán difícil.
Desde la revolución iraní en 1978, las relaciones entre Teherán y Washington han sido siempre tensas y, en ocasiones, intensamente hostiles. Con la posible excepción de una breve distensión con el Gobierno del presidente Jatamí a finales de los 90, la Administración estadounidense no ha sido nunca capaz de establecer relaciones diplomáticas normales con el régimen islámico revolucionario de Teherán. A lo largo de la crisis de los rehenes de 1979-1980, durante la guerra entre Irak e Irán en los 80 y, ahora, ante el dilema del enriquecimiento nuclear, Estados Unidos ha tratado a Irán como un Estado deshonesto dirigido por un Gobierno fundamentalista. El régimen de los ayatolás apoya a las milicias que actúan en Irak y sus dirigentes amenazan a Israel y niegan el Holocausto.
Ahora, la pregunta del millón es: ¿podrá Obama cambiar la política de Washington respecto a Irán? ¿Y qué piensan los iraníes de él como presidente? Obama cree que Estados Unidos no ha agotado sus opciones no militares para afrontar la amenaza iraní. Quizá por eso, unos pocos meses antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, muchos iraníes opinaban que la victoria de Obama sería el mejor resultado para la política de EE UU respecto a su país. Su candidatura ha suscitado entre los iraníes mucho interés, pero también pesimismo.
Algunos creen que, debido a sus antepasados africanos y sus lazos familiares con la religión musulmana, e incluso a su segundo nombre, Husein (el nieto del profeta Mahoma y una figura venerada en el islam chií), Obama hará todo lo posible para que Washington ponga fin a 30 años de tensiones con Teherán. Para este grupo, la traducción de su nombre al farsi sería Oo ba ma (Él está con nosotros). Por el contrario, los pesimistas recuerdan lo que sucedió en los 70, cuando Jimmy Carter venció en las elecciones y presionó para que hubiera en Irán libertad de expresión, lo que desembocó en una revolución islámica. Estos iraníes, contrarios al régimen, prefieren claramente la victoria de McCain. En cuanto a los responsables del Gobierno, desde luego son partidarios de que gane McCain, porque creen que, si continúa el enfrentamiento con Estados Unidos, les será más fácil conservar su popularidad como antiamericanos y antiimperialistas en el Oriente Medio musulmán. Ahora bien, el lema principal de Obama es el cambio, y cambio es lo que piden muchos iraníes.
Pero la pregunta evidente que se me ocurre es: si Obama resulta elegido presidente y acepta negociar con Irán, ¿cómo reaccionará el régimen iraní? ¿Y hasta qué punto podrá hacer frente a los sectores de Washington que ya están en guerra contra la República Islámica de Irán? Obama tendrá que enfrentarse a adversarios difíciles tanto en Irán como en su propio país. Hay muchas incertidumbres y es difícil ver indicios de que una presidencia de Obama pueda mejorar las relaciones con Irán de manera sustancial.
Ramin Jahanbegloo es filósofo iraní y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Toronto (Canadá) e investigador en el Centro de Ética de la misma institución.
China e India
Parag Khanna
Los dos gigantes de Asia exigen el reconocimiento definitivo de su nuevo estatus mundial y, en especial, de su influencia en Afganistán.
China e India –no existe ‘Chindia’– quieren cosas muy distintas del próximo presidente de Estados Unidos, pero sus intereses se cruzan y se oponen en muchos asuntos y lugares. La condición de superpotencia de China ha quedado ratificada por su triunfante actuación olímpica, pero su inclusión en la élite diplomática [el derecho a sentarse en la misma mesa] con Estados Unidos y las potencias europeas no está todavía del todo clara. La integración en la Agencia Internacional de la Energía sería un buen principio, porque podría ayudar a controlar la competencia por los recursos desatada entre los gigantes sedientos de energía. China –como su aliado al otro extremo de la Ruta de la Seda, Irán– quiere también tener un papel más formal en la solución para Afganistán, que reconozca su necesidad a largo plazo de enviar mercancías a Occidente y trasladar recursos energéticos a Oriente a través de la turbulenta región central.
India, en cambio, quiere que Estados Unidos ratifique su histórica y renovada relación estratégica con Afganistán, sobre todo en la medida en que ayuda a contener las ambiciones de Pakistán respecto a este último país, que siempre se han contrapuesto a su supuesta alianza con EE UU. Y lo que es más importante, India quiere que Washington garantice que el acuerdo sobre la energía nuclear para usos civiles que se negocia desde hace mucho tiempo se complete, con el fin de que la tácita coalición estratégica entre Estados Unidos e India para limitar el ascenso de China pueda avanzar.
A medida que las economías india y china siguen creciendo, ambos países desean no sólo tener la influencia diplomática necesaria para bloquear acuerdos comerciales mundiales –como se ha visto con el fin de la ronda Doha de la OMC–, sino también fijar las condiciones. No más liberalizaciones unilaterales que protejan a los campesinos estadounidenses (y europeos) mediante subsidios agrarios permanentes, no más manipulación de los derechos de propiedad intelectual para patentar antiguas técnicas médicas orientales, y no más pactos secretos que pretendan abrir brechas en la alianza, cada vez más poderosa, de los países en vías de desarrollo en defensa de sus intereses.
China encarna más que nadie la exigencia de los países orientales de que Estados Unidos los valore en sus propios términos. Los chinos quieren que Washington abandone sus afirmaciones de que la democracia occidental es un modelo superior de crecimiento y estabilidad, cuando la propia China –y otros muchos países de Asia y Oriente Medio– están demostrando lo contrario. Por otra parte, los indios quieren que se valore su democracia y creen que esa cualidad hace que los países occidentales tengan más vínculos con ellos que con la vecina y más poderosa China. La cuestión es saber si la Casa Blanca puede escoger una política exterior que sea neutral entre ambos y, en ese caso, qué amistad valorará más.
Dadas las declaraciones duras pero huecas de los republicanos sobre política exterior, una presidencia de Obama tendría muchas más probabilidades de conseguir mantener el equilibrio y satisfacer a los dos gigantes asiáticos. Pero lo que él y el pueblo estadounidense necesitan saber por encima de todo es que, en el mercado geopolítico del siglo xxi, si China e India no consiguen lo que quieren de Estados Unidos, no hay duda de que lo conseguirán en algún otro lado.
Parag Khanna es investigador titular en la New America Foundation y autor de The Second World: Empires and Influence in the New Global Order (Random House, 2008), que será publicado en España por Paidós en 2009.
África
Ayaan Hirsi Ali
El nuevo inquilino de la Casa Blanca debe alejarse de los gobiernos corruptos y tiránicos del continente y educar a las masas sobre las ventajas de un gobierno democrático.
La segunda mitad de la pregunta es fácil de responder. Los africanos, si pudieran, votarían por Obama. Hijo de un keniano y criado por una madre separada, la figura de Obama se ha vendido como la de un héroe africano que ha trabajado mucho para llegar hasta donde está hoy. Es un padre y esposo devoto y un maravilloso modelo para los niños negros de todo el mundo, en especial de África.
África no es monolítica. Como en todos los demás continentes, la gente tiene intereses distintos. Algunos de sus habitantes quieren que el próximo presidente anime a los estadounidenses a invertir en su continente. Otros son partidarios de [que les otorguen] más ayuda. Ambos candidatos se han comprometido a erradicar la malaria y el sida en África; un gesto generoso y honorable que salvará las vidas de millones de sus pobladores. Pero lo que los africanos necesitan verdaderamente del nuevo inquilino de la Casa Blanca es que Estados Unidos se distancie, en el terreno diplomático y en el económico, de los gobiernos africanos corruptos que violan los derechos humanos y roban los recursos naturales de sus países para su uso personal. A los jóvenes del continente les interesará saber cómo funciona la democracia estadounidense y aprender de ella. Su Constitución y su sistema de equilibrio de poderes es un modelo que a los africanos les gustaría copiar, si supieran en qué consiste.
A los jóvenes del continente les interesará saber cómo funciona la democracia estadounidense. Su Constitución y su equilibrio de poderes es un modelo que les gustaría copiar, si supieran en qué consiste
Las ideas sobre la forma de gobernar que existen hoy en África son, en su mayor parte, perniciosas. Después de décadas de mal gobierno por parte de hombres acostumbrados a hacerse con el poder por la fuerza, muchos africanos han preferido buscar refugio en el viejo y conocido sistema tribal. Algunos, carentes de educación, creen en supersticiones como que un baile puede atraer la lluvia o que acostarse con una virgen puede curar el sida. Muchos otros han sucumbido a la teología islámica radical transmitida por los agentes wahabíes procedentes de Arabia Saudí. Aunque en África están presentes muchas ONG occidentales, sobre todo estadounidenses, que ofrecen su ayuda de todas las formas posibles, no se ha puesto en marcha ningún programa sistemático para educar a las masas sobre las ventajas de tener un modelo democrático que funcione como es debido. Un modelo como el de EE UU que trascienda la raza, el color, el sexo y la clase, y que tenga como puntos de partida la libertad y la igualdad para todos. No digo que los estadounidenses lo hayan conseguido del todo; tampoco digo que sea fácil transplantar ese sistema a la compleja realidad política de África. Sí sé que hay millones de africanos que admiran a Estados Unidos, un país en el que un joven negro cuyas raíces se encuentran en Kenia puede ser designado candidato a la presidencia por un gran partido político exclusivamente en función de sus méritos. Muchos africanos confían más en EE UU, que no tiene historia colonial, que en los antiguos colonizadores europeos y los modelos de gobierno que dejaron en herencia.
Ayaan Hirsi Ali, ex parlamentaria holandesa de origen somalí, es investigadora en el American Enterprise Institute (Washington, EEUU).
1. El reconocimiento de que la guerra de los Seis Días, también llamada del 67, fue un conflicto en legítima defensa por parte de Israel. Por tanto, la retirada de los territorios ocupados por el Ejército israelí en aquel enfrentamiento se hará solamente a cambio de un acuerdo de paz con los palestinos y con los países que iniciaron la guerra: Jordania, Egipto y Siria.
2. Los territorios de los que se retire Israel: [la península del] Sinaí, Cisjordania, Gaza y los Altos del Golán han de ser desmilitarizados para que, en el futuro, no supongan un lugar desde el cual se podría volver a atacar Israel.
3. Israel no tiene ningún derecho a anexionarse los territorios ocupados en esa guerra ni a establecer en ellos asentamientos de colonos.
4. Jerusalén mantendrá el mismo estatus que tenía antes de la guerra, con una parte israelí y otra palestina. Sin embargo, los judíos tendrán derecho a acceder libremente a sus lugares sagrados en la ciudad vieja, que se quedaría bajo el control de los palestinos o de los jordanos.
Éstos son los principios que establecía la resolución del Consejo de Seguridad, que los árabes rechazaron por completo y que Israel aceptó con ciertas reservas. Pero estos principios siguen constituyendo los únicos fundamentos morales posibles sobre los que establecer un acuerdo de paz entre Israel y los árabes.
EE UU ha sido un apoyo firme para Israel cada vez que se ha querido imponer al Estado hebreo una retirada de los territorios sin la contrapartida de un acuerdo de paz. En cambio, Washington no hizo nada para impedir que Israel sembrase de colonias y poblaciones los Altos del Golán, el Sinaí y, sobre todo, Cisjordania y la franja de Gaza. Estos asentamientos estaban destinados a bloquear una futura retirada de los territorios ocupados en 1967. Y Estados Unidos tampoco hizo nada para impedir que Israel unificase las dos partes de Jerusalén y convirtiese a la ciudad unificada en la capital del Estado.
Es cierto que la Casa Blanca ha proclamado siempre que las colonias judías son un obstáculo para la paz y nunca ha reconocido la anexión de Jerusalén Este y, por ello, su embajada está en Tel Aviv y no en Jerusalén. Sin embargo, a pesar de lo mucho que depende Israel de Estados Unidos y pese a la enorme ayuda militar y diplomática que ha recibido y recibe Israel de esta gran potencia mundial, Washington no ha ejercido una presión real y firme sobre Israel con el objetivo de impedirle realizar acciones unilaterales que, a fin de cuentas, no hacen sino frustrar cualquier posibilidad de alcanzar la paz de acuerdo con lo aprobado en la resolución 242 del Consejo de Seguridad.
Si el próximo inquilino de la Casa Blanca quiere ayudar de verdad a Israel a alcanzar la paz, deberá presionar para detener la construcción y ampliación de asentamientos y para que se desmantelen las pequeñas colonias. Y de esta forma apoyaría al Gobierno israelí, que teme dar el paso de una nueva evacuación de colonos. Estados Unidos tiene que ejercer una presión verdadera y enérgica sobre el Ejecutivo israelí para que inicie un nuevo desmantelamiento de colonias, ayudando así a cualquier Gobierno pacifista a preparar a la opinión pública para aceptar una evacuación de asentamientos dentro del marco de un acuerdo de paz; además, este paso supondría una clara señal para los palestinos, que verían que la paz es posible y que la visión de dos países independientes, Israel y Palestina, no es una mera frase hueca.
Abraham B. Yehoshua es escritor israelí. Su última novela se publicará en inglés en noviembre: Friendly Fire (Harcourt, Nueva York, 2008).
Mundo árabe
Nawal al Saadawi
El nuevo inquilino de la Casa Blanca debe abandonar su doble vara de medir los conflictos de Oriente Medio y renunciar al petróleo de la región.
Los árabes (si es que puedo hablar en su nombre) no quieren nada del próximo presidente de Estados Unidos, salvo que les deje en paz y renuncie al sueño de apropiarse del petróleo árabe en provecho del complejo militar nuclear americano-israelí. No me hago ilusiones respecto al nuevo inquilino de la Casa Blanca, ya sea Obama o McCain, demócrata o republicano: son producto del mismo sistema esclavista posmoderno (o sistema religioso racista patriarcal capitalista).
Creo que nadie va a liberarnos si no nos liberamos nosotros mismos. Tenemos que deshacernos de nuestros regímenes (dictadores) árabes que nos oprimen y trabajan junto a los poderes neocoloniales exteriores para explotarnos. Creo en nuestra propia fuerza para emanciparnos de forma colectiva y organizada, y también en nuestro poder de liberación individual, a partir del propio ser. Tengo que emanciparme como mujer, como escritora, como ser humano, y no esperar que algún poder divino o humano me libere. Y el próximo presidente de EE UU debería empezar por liberarse a sí mismo antes de poder libertar a los demás. El candidato vencedor, ya sea Obama o McCain, debería quitar de su mente el velo de mentiras y engaños del juego político mundial. Tendría que darse cuenta de que será presidente tras jugar a eso que llaman elecciones libres. Al igual que [en el caso del] libre mercado, se trata de la libertad de los poderosos para dominar a los menos poderosos.
Durante la campaña presidencial, Obama ha estado renunciando a sus principios para ganar fondos y votos (votos cristianos, judíos y capitalistas). En uno de sus discursos, dijo que la seguridad de Israel es la seguridad de EE UU y que está preparado para usar su poderío militar en defensa de Israel. ¿Y qué hay de la seguridad de los palestinos que han perdido su tierra, sus hogares y sus familias? Nada, salvo palabras falsas y vacías sobre el denominado proceso de paz.
Barack Obama es menos racista, menos patriarcal, menos capitalista y menos militarista que McCain. Se opuso al conflicto de Irak, pero puede recurrir a la guerra si beneficia a EE UU e Israel
Obama es menos racista, menos patriarcal, menos capitalista, menos sexista y menos militarista que McCain. Se opuso a la guerra de Irak por motivos relacionados con los intereses de Washington. Pero puede recurrir fácilmente a la guerra si es en beneficio de EE UU e Israel. El próximo presidente no debería entrometerse en la vida de los otros pueblos mientras mantenga su identidad y su mentalidad americana, judeocristiana y colonial. Le pediría que liberase su mente de la dependencia del petróleo árabe, que se conforme con su propio crudo o busque otras formas de conseguir energía que no consistan en matar gente en nuestra región. El oro negro es lo que llevó a Israel a invadir Palestina por la fuerza, y lo que hace que la sangre siga corriendo en Irak, Palestina, Darfur, Irán, Afganistán y otros lugares.
Le pediría al próximo inquilino de la Casa Blanca que deje el petróleo iraquí para los iraquíes, que no les imponga la Ley del Petróleo, que otorga a Estados Unidos el monopolio sobre este recurso durante 30 años. Le preguntaría: ¿por qué EE UU sigue teniendo armas nucleares mientras impide a otros tenerlas? ¿Por qué Israel sí las tiene? Obligasteis a todos los países de nuestra región –incluyendo a Egipto– a abandonar sus programas nucleares, incluso por motivos sanitarios. Es hora de acabar con este doble rasero… Y le diría que parase de hablar de democracia, derechos humanos, desarrollo, civilización, derechos de la mujer, espiritualidad, moralidad, Dios y valores cristianos…, que dejase de utilizar estos eslóganes para encubrir las guerras económicas y militares [de EE UU]. Hemos descubierto este juego. Sea creativo, intente otro.
Nawal al Saadawi es psiquiatra, escritora y feminista egipcia. Fue candidata independiente a la presidencia de su país, y acaba de publicar en inglés la obra de teatro God Resigns at the Summit Meeting (Saqi, Londres, 2008), prohibida en Egipto.
Irán
Ramin Jahanbegloo
El cambio que promete Obama atrae a muchos en Irán. Creen que podría poner fin a décadas de tensión con EE UU. Pero los halcones de ambos lados se lo pondrán difícil.
Desde la revolución iraní en 1978, las relaciones entre Teherán y Washington han sido siempre tensas y, en ocasiones, intensamente hostiles. Con la posible excepción de una breve distensión con el Gobierno del presidente Jatamí a finales de los 90, la Administración estadounidense no ha sido nunca capaz de establecer relaciones diplomáticas normales con el régimen islámico revolucionario de Teherán. A lo largo de la crisis de los rehenes de 1979-1980, durante la guerra entre Irak e Irán en los 80 y, ahora, ante el dilema del enriquecimiento nuclear, Estados Unidos ha tratado a Irán como un Estado deshonesto dirigido por un Gobierno fundamentalista. El régimen de los ayatolás apoya a las milicias que actúan en Irak y sus dirigentes amenazan a Israel y niegan el Holocausto.
Ahora, la pregunta del millón es: ¿podrá Obama cambiar la política de Washington respecto a Irán? ¿Y qué piensan los iraníes de él como presidente? Obama cree que Estados Unidos no ha agotado sus opciones no militares para afrontar la amenaza iraní. Quizá por eso, unos pocos meses antes de las elecciones presidenciales estadounidenses, muchos iraníes opinaban que la victoria de Obama sería el mejor resultado para la política de EE UU respecto a su país. Su candidatura ha suscitado entre los iraníes mucho interés, pero también pesimismo.
Algunos creen que, debido a sus antepasados africanos y sus lazos familiares con la religión musulmana, e incluso a su segundo nombre, Husein (el nieto del profeta Mahoma y una figura venerada en el islam chií), Obama hará todo lo posible para que Washington ponga fin a 30 años de tensiones con Teherán. Para este grupo, la traducción de su nombre al farsi sería Oo ba ma (Él está con nosotros). Por el contrario, los pesimistas recuerdan lo que sucedió en los 70, cuando Jimmy Carter venció en las elecciones y presionó para que hubiera en Irán libertad de expresión, lo que desembocó en una revolución islámica. Estos iraníes, contrarios al régimen, prefieren claramente la victoria de McCain. En cuanto a los responsables del Gobierno, desde luego son partidarios de que gane McCain, porque creen que, si continúa el enfrentamiento con Estados Unidos, les será más fácil conservar su popularidad como antiamericanos y antiimperialistas en el Oriente Medio musulmán. Ahora bien, el lema principal de Obama es el cambio, y cambio es lo que piden muchos iraníes.
Pero la pregunta evidente que se me ocurre es: si Obama resulta elegido presidente y acepta negociar con Irán, ¿cómo reaccionará el régimen iraní? ¿Y hasta qué punto podrá hacer frente a los sectores de Washington que ya están en guerra contra la República Islámica de Irán? Obama tendrá que enfrentarse a adversarios difíciles tanto en Irán como en su propio país. Hay muchas incertidumbres y es difícil ver indicios de que una presidencia de Obama pueda mejorar las relaciones con Irán de manera sustancial.
Ramin Jahanbegloo es filósofo iraní y profesor de Ciencia Política en la Universidad de Toronto (Canadá) e investigador en el Centro de Ética de la misma institución.
China e India
Parag Khanna
Los dos gigantes de Asia exigen el reconocimiento definitivo de su nuevo estatus mundial y, en especial, de su influencia en Afganistán.
China e India –no existe ‘Chindia’– quieren cosas muy distintas del próximo presidente de Estados Unidos, pero sus intereses se cruzan y se oponen en muchos asuntos y lugares. La condición de superpotencia de China ha quedado ratificada por su triunfante actuación olímpica, pero su inclusión en la élite diplomática [el derecho a sentarse en la misma mesa] con Estados Unidos y las potencias europeas no está todavía del todo clara. La integración en la Agencia Internacional de la Energía sería un buen principio, porque podría ayudar a controlar la competencia por los recursos desatada entre los gigantes sedientos de energía. China –como su aliado al otro extremo de la Ruta de la Seda, Irán– quiere también tener un papel más formal en la solución para Afganistán, que reconozca su necesidad a largo plazo de enviar mercancías a Occidente y trasladar recursos energéticos a Oriente a través de la turbulenta región central.
India, en cambio, quiere que Estados Unidos ratifique su histórica y renovada relación estratégica con Afganistán, sobre todo en la medida en que ayuda a contener las ambiciones de Pakistán respecto a este último país, que siempre se han contrapuesto a su supuesta alianza con EE UU. Y lo que es más importante, India quiere que Washington garantice que el acuerdo sobre la energía nuclear para usos civiles que se negocia desde hace mucho tiempo se complete, con el fin de que la tácita coalición estratégica entre Estados Unidos e India para limitar el ascenso de China pueda avanzar.
A medida que las economías india y china siguen creciendo, ambos países desean no sólo tener la influencia diplomática necesaria para bloquear acuerdos comerciales mundiales –como se ha visto con el fin de la ronda Doha de la OMC–, sino también fijar las condiciones. No más liberalizaciones unilaterales que protejan a los campesinos estadounidenses (y europeos) mediante subsidios agrarios permanentes, no más manipulación de los derechos de propiedad intelectual para patentar antiguas técnicas médicas orientales, y no más pactos secretos que pretendan abrir brechas en la alianza, cada vez más poderosa, de los países en vías de desarrollo en defensa de sus intereses.
China encarna más que nadie la exigencia de los países orientales de que Estados Unidos los valore en sus propios términos. Los chinos quieren que Washington abandone sus afirmaciones de que la democracia occidental es un modelo superior de crecimiento y estabilidad, cuando la propia China –y otros muchos países de Asia y Oriente Medio– están demostrando lo contrario. Por otra parte, los indios quieren que se valore su democracia y creen que esa cualidad hace que los países occidentales tengan más vínculos con ellos que con la vecina y más poderosa China. La cuestión es saber si la Casa Blanca puede escoger una política exterior que sea neutral entre ambos y, en ese caso, qué amistad valorará más.
Dadas las declaraciones duras pero huecas de los republicanos sobre política exterior, una presidencia de Obama tendría muchas más probabilidades de conseguir mantener el equilibrio y satisfacer a los dos gigantes asiáticos. Pero lo que él y el pueblo estadounidense necesitan saber por encima de todo es que, en el mercado geopolítico del siglo xxi, si China e India no consiguen lo que quieren de Estados Unidos, no hay duda de que lo conseguirán en algún otro lado.
Parag Khanna es investigador titular en la New America Foundation y autor de The Second World: Empires and Influence in the New Global Order (Random House, 2008), que será publicado en España por Paidós en 2009.
África
Ayaan Hirsi Ali
El nuevo inquilino de la Casa Blanca debe alejarse de los gobiernos corruptos y tiránicos del continente y educar a las masas sobre las ventajas de un gobierno democrático.
La segunda mitad de la pregunta es fácil de responder. Los africanos, si pudieran, votarían por Obama. Hijo de un keniano y criado por una madre separada, la figura de Obama se ha vendido como la de un héroe africano que ha trabajado mucho para llegar hasta donde está hoy. Es un padre y esposo devoto y un maravilloso modelo para los niños negros de todo el mundo, en especial de África.
África no es monolítica. Como en todos los demás continentes, la gente tiene intereses distintos. Algunos de sus habitantes quieren que el próximo presidente anime a los estadounidenses a invertir en su continente. Otros son partidarios de [que les otorguen] más ayuda. Ambos candidatos se han comprometido a erradicar la malaria y el sida en África; un gesto generoso y honorable que salvará las vidas de millones de sus pobladores. Pero lo que los africanos necesitan verdaderamente del nuevo inquilino de la Casa Blanca es que Estados Unidos se distancie, en el terreno diplomático y en el económico, de los gobiernos africanos corruptos que violan los derechos humanos y roban los recursos naturales de sus países para su uso personal. A los jóvenes del continente les interesará saber cómo funciona la democracia estadounidense y aprender de ella. Su Constitución y su sistema de equilibrio de poderes es un modelo que a los africanos les gustaría copiar, si supieran en qué consiste.
A los jóvenes del continente les interesará saber cómo funciona la democracia estadounidense. Su Constitución y su equilibrio de poderes es un modelo que les gustaría copiar, si supieran en qué consiste
Las ideas sobre la forma de gobernar que existen hoy en África son, en su mayor parte, perniciosas. Después de décadas de mal gobierno por parte de hombres acostumbrados a hacerse con el poder por la fuerza, muchos africanos han preferido buscar refugio en el viejo y conocido sistema tribal. Algunos, carentes de educación, creen en supersticiones como que un baile puede atraer la lluvia o que acostarse con una virgen puede curar el sida. Muchos otros han sucumbido a la teología islámica radical transmitida por los agentes wahabíes procedentes de Arabia Saudí. Aunque en África están presentes muchas ONG occidentales, sobre todo estadounidenses, que ofrecen su ayuda de todas las formas posibles, no se ha puesto en marcha ningún programa sistemático para educar a las masas sobre las ventajas de tener un modelo democrático que funcione como es debido. Un modelo como el de EE UU que trascienda la raza, el color, el sexo y la clase, y que tenga como puntos de partida la libertad y la igualdad para todos. No digo que los estadounidenses lo hayan conseguido del todo; tampoco digo que sea fácil transplantar ese sistema a la compleja realidad política de África. Sí sé que hay millones de africanos que admiran a Estados Unidos, un país en el que un joven negro cuyas raíces se encuentran en Kenia puede ser designado candidato a la presidencia por un gran partido político exclusivamente en función de sus méritos. Muchos africanos confían más en EE UU, que no tiene historia colonial, que en los antiguos colonizadores europeos y los modelos de gobierno que dejaron en herencia.
Ayaan Hirsi Ali, ex parlamentaria holandesa de origen somalí, es investigadora en el American Enterprise Institute (Washington, EEUU).